Después de vísperas, Michel regresó al cuarto del padre Charles y encontró a Thomas esperando en la puerta.
– Buenas noticias -dijo Thomas, aunque su tono lúgubre significaba cualquier cosa menos eso. La luz de las antorchas se reflejaba en su frente despejada, a la que se pegaban mechones de cabello claro, oscurecidos por una sombra de sudor-. Acabo de hablar con el obispo. Ha concedido permiso provisional a vuestra ordenación, que se celebrará hoy. Una carta anunciando el acontecimiento se enviará al arzobispo de Tolosa. Está prácticamente hecho. Por supuesto -añadió con orgullo-, Chrétien dará la aprobación final porque yo lo he pedido.
Michel suspiró, pero no de alivio. Thomas jamás hubiera accedido a ayudarle si conociera las intenciones de Michel en relación a Sybille, la madre Marie Françoise, se corrigió al instante.
Thomas indicó la puerta con un movimiento de la cabeza.
– Lamento comprobar que su estado es tan lamentable como el de mi pobre escriba -dijo con tristeza-. De todos modos, nadie más ha caído enfermo, loado sea Dios. -Calló mientras ambos miraban a Charles, tumbado contra las almohadas con rostro ceniciento e inmóvil-. Es duro verles sufrir tanto. Hemos de rezar, hermano. Hemos de rezar con el corazón.
Apoyó una mano en el hombro de Michel.
– Al menos, no está peor que anoche -dijo Michel, aunque el aspecto de Charles no había mejorado. Era imposible adivinar si estaba reuniendo fuerzas o agonizando, porque continuaba inmóvil como una piedra e igual de gris. Solo el lento movimiento de su pecho al respirar le distinguía de un cadáver.
Al cabo de una pausa, Thomas se volvió hacia él.
– La abadesa. ¿Ha ido bien hoy?
Michel bajó la vista. En verdad, había sido desastroso. Su historia le había intrigado y fascinado, sobre todo el relato de su iniciación. Solo después de abandonar su celda comprendió que, según las prescripciones de la Iglesia, había sido un ritual satánico, y ella había confesado sin ambages que su destino era realizar magia sexual con su «señor».
No obstante, se había conmovido cuando ella narró la muerte de su abuela. Conocía demasiado bien el sufrimiento de la anciana, fuera o no hereje, y estaba claro que Sybille, o sea, la abadesa, la había querido de corazón y aún sentía un gran dolor.
El carcelero llegó para anunciarle que había anochecido y que el padre Thomas se había marchado mucho rato antes. Michel había resumido con rapidez a la abadesa la esencia de su herejía, y la había urgido a arrepentirse y aceptar a Cristo. Ella le había contestado con silencio.
Silencio y aquella mirada magnética.
Luego había insistido en que al día siguiente hablaría de su «Amado». Michel se había negado de nuevo, indicando que la investigación giraba en torno a ella, y a nadie más, y que solo quedaba tiempo para oír su historia.
Ella se había refugiado en el silencio una vez más.
Incluso ahora experimentaba la misma extraña mezcla de fascinación e irritación, al recordar con qué inocencia se había referido al «viejo caballero» en su visión. Tal vez sus orígenes fueran campesinos, pero era de Tolosa, donde todo el mundo conocía a los caballeros templarios. Le había llamado «Jacques». Seguramente habría oído hablar del jefe de la orden martirizado, Jacques de Molay.
Lo cual sugería que la orden todavía existía, y que la abadesa se había puesto en contacto con ella, pues los templarios habían practicado la magia más depravada y abominable. O al menos eso había proclamado el rey Felipe el Justo un siglo antes, y por consiguiente la orden había sido disuelta, y De Molay (y muchos otros que no habían logrado escapar a tiempo del país) ejecutado en la hoguera.
Y cuando había incluido en su historia al anciano caudillo de corona dorada… Oso. Artos. Arturo… También había un grupo de caballeros en esa leyenda.
Locura en el mejor de los casos, blasfemia en el peor. De todos modos, no podía por menos que encontrar intrigante la historia…
Con repentina desazón, censuró esa línea de pensamiento. Al menos, su historia plasmaba a una mujer de noble carácter y buen corazón, por no hablar de una determinación que le había permitido pasar de sierva a poderosa abadesa. Le recordaba mucho al mal aconsejado Saulo, un alma bienintencionada que dedicó la primera parte de su vida a perseguir cristianos con gran celo.
¿Quién podía afirmar que no se convertiría y llegaría a ser otro san Pablo, una gran fuerza del bien dentro de la Iglesia?
– No puedo decir cómo fue -dijo a Thomas, eligiendo las palabras con cautela-. Lo que la abadesa me dice no es tanto una confesión como una fantasía, pero ha admitido que no es cristiana. -No mencionó que su intención era utilizar esa admisión para demostrar que no era relapsae.
El padre Thomas palmeó el brazo de Michel con gesto tranquilizador.
– Continuad vuestra buena obra, Michel. Si ella considera que puede confiar en vos, a la larga revelará lo que asegurará su condena. Sabía que hacía bien al depositar mi confianza en vos. -Hizo una pausa-. Rigaud también me dijo que el cardenal Chrétien viene hacia aquí.
– ¿De veras?
Michel frunció el ceño. Se trataba de algo inusitado. Técnicamente, como jefe de la Inquisición, Chrétien podía tomar el control de cualquier procedimiento, y era el cardenal que había presidido la detención de la madre Marie. No obstante, la costumbre dictaba que el obispo local debía responsabilizarse del asunto: Rigaud, que afirmaba seguir los dictados de Chrétien.
Thomas asintió con semblante sombrío.
– Llegará pasado mañana. Está… muy preocupado por la enfermedad del padre Charles y desea que el caso de la madre Marie Françoise se lleve con la mayor corrección. Las ejecuciones han de tener lugar el día posterior a su llegada.
– ¿Las ejecuciones? -repitió Michel, anonadado-. Thomas, no creeréis la afirmación de Rigaud en el sentido de que mi padre ya ha decidido la suerte de la abadesa. Yo estaba en el estrado antes de las ejecuciones. Vi lo que hizo al prisionero. ¿Cómo puede decir alguien que fue obra de Dios o del diablo?
Una expresión de desagrado se dibujó en las facciones de Thomas.
– Sois mucho más idiota de lo que pensaba. ¿Cómo es posible que Chrétien os haya educado y sigáis siendo tan ingenuo en lo concerniente a las maquinaciones políticas de la Iglesia? -Hizo una pausa-. Recuerda que el mismísimo Papa fue amenazado, y eso…
– Eso aún hay que demostrarlo -replicó Michel, pero antes de que pudiera terminar la frase Thomas alzó la voz y ahogó las últimas palabras del monje.
– Haréis lo que se ha ordenado y la declararéis culpable.
Siguió un largo y tenso silencio, al final del cual Michel bajó la vista, con su habitual y reticente humildad.
– Procuraré trabajar con la mayor presteza -dijo. Y rezaré para que no haya ejecuciones…, pensó.
Cuando cayó la noche, se presentó el padre André, y debido a su insistencia Michel se vio obligado a quedarse en el cuarto de invitados contiguo al del padre Charles, más cómodo que las celdas de los monjes. La falta de sueño de la noche anterior y las tensiones del día habían eliminado toda resistencia a la comodidad. Cuando Michel se tumbó sobre el suave colchón de plumas y la mullida almohada, cayó dormido al instante. Y mientras dormía, soñó…
Su mejilla estaba apoyada contra un hombro firme, cubierto de lana y que olía a moho, y tenía la cara vuelta hacia un cuello bronceado y nervudo al que aferraba con manos pequeñas, manos infantiles. Aspiró un olor curiosamente familiar a sudor, cabello recalentado por el sol y caballos. Brazos fuertes le llevaron en volandas por un espacioso pasillo de piedra, con las paredes cubiertas de tapices ribeteados de oro.
Les precedía un sirviente armado con una espada que colgaba de su cinto. De repente, el sirviente se detuvo ante una puerta alta y arqueada de madera, chapada de hierro negro, y levantó un pesado pestillo de madera. Cuando la puerta se abrió, entró e indicó al hombre que sostenía al niño que entrara.
Dentro aguardaba una dama de compañía arrodillada, con la cabeza tan gacha, cubierta con una toca de seda, que no se le podía ver la cara. La habitación estaba amueblada con enormes sillas y una gran mesa, varios candelabros de plata, almohadones de terciopelo escarlata y más tapices.
Dos arcadas conducían a otras estancias, pero los hombres no estaban interesados en ellas. El que sostenía al niño se rezagó, mientras el sirviente desenvainaba la espada y abría con cautela una puerta pequeña que acaso daba acceso a un gabinete. Entró con paso vacilante e indicó a los demás que le siguieran.
Cosa sorprendente, la habitación era más grande que la anterior, de paredes encaladas, revestidas de madera y pintadas en delicados tonos rosa. Una pared entera estaba cubierta con madejas de hilo grueso, en tonos escarlata, azafrán, añil y verde bosque. En una esquina se alzaba un enorme telar, con un tapiz a medio terminar: mujeres que cogían naranjas de un árbol. El olor, aparte de un tenue aroma vegetal procedente de los tintes, era maravilloso. El suelo de piedra estaba sembrado de lavanda, poleo, romero y los pétalos caídos de jarrones con rosas rojas y blancas.
Una mujer estaba sentada en mitad de aquel ambiente espectacular, de espaldas a ellos ante un torno de hilar. Al oír su entrada, no reaccionó hasta que el hombre habló.
– Mi señora Béatrice, os he traído a vuestro hijo.
Entonces la mujer se volvió hacia ellos, con una expresión aterradoramente inexpresiva, pero al ver al niño su rostro se iluminó de alegría. Era una mujer hermosa, de rasgos delicados y cincelados como los de una estatua romana, y piel pálida y suave. Su cabello dorado estaba recogido en trenzas y ensortijado en las orejas, y sus ojos eran de un verde profundo. Llevaba una camisa de lana color crema bajo un vestido de seda lavanda.
Se levantó sin decir palabra, se arrodilló y abrió los brazos. El niño se debatió contra el pecho de su padre, con el deseo de correr hacia ella, pero su padre le contuvo y el criado se interpuso entre la mujer y su hijo.
– Ya conoces la norma, Luc -dijo su padre-. Has de estar a mi lado en todo momento. ¿Comprendido?
– Lo prometo, papá -contestó el niño con voz aguda.
Su padre le depositó en el suelo, pero apoyó una manaza en su hombro, como dispuesto a retenerle.
Mamá ladeó la cabeza, de una forma siniestra y sinuosa, y miró a su marido con ojos entornados iluminados por algo salvaje, depredador. Luc pensó que brillaban como los ojos de un gato en la oscuridad.
Al mismo tiempo, papá habló con forzada alegría.
– Luc, ¿por qué no cantas lo que el tío Edouard te enseñó esta semana?
La señora Béatrice bajó los brazos poco a poco, con tal desdicha en sus hermosas facciones que Luc quiso llorar. Al instante cantó la canción indicada, una melodía triste de las Cruzadas, de un pobre peregrino que se adentra en una tierra hostil, tal vez para no regresar jamás.
Chanterai por mon coraige
Que je vuil reconforter
Ne quier morir n'afoler
Quant de la terre sauvage
Ne voi mais nul retorner.
Mientras cantaba con excelente voz, vio que su expresión se hacía más melancólica y agitada. Por fin, para su horror, mamá empezó a llorar y se precipitó hacia él.
Al punto, papá levantó al niño, lejos del alcance de la mujer.
– Ya basta. Tu madre necesita descansar.
Y salió a toda prisa de la habitación, mientras el criado impedía que mamá la siguiera. En cuanto el sirviente escapó, cerró la puerta con el pestillo, pero Luc oyó que la mujer gritaba su nombre con voz plañidera:
– ¡Luc, mi Luc…!
No pronunció ni una palabra más, pero mientras su padre atravesaba con él la cámara de la dama de compañía y salía al pasillo, su voz se convirtió en un aullido feroz.
– ¡Luc…!
Y Luc lloró porque no entendía por qué la vida no podía ser más amable y sencilla, por qué su madre vivía separada de ellos, por qué no podía correr hacia ella cuando le sonreía y abría los brazos. Lloró y hundió la cara en el cuello de su padre, mientras salían a una antesala (con el hogar encendido para calentar el pasillo) que comunicaba la cámara del señor con la de la señora. Su desdicha se acrecentó cuando comprendió que su padre estaba preocupado por algo más que su atormentada esposa. La aflicción flotaba en el aire como humo, y el niño, más sensible que cualquier adulto, leía ojos y caras, manos y cuerpos, oía todas las palabras no verbalizadas.
Aunque nadie hablaba a Luc de ello, sabía que los adultos se estaban preparando para un acontecimiento inminente. Su padre llevaba su mejor manto, sujeto con un broche de oro y rubíes, sobre una blusa de seda azafrán. Luc lucía también sus mejores galas: una blusa y pantalones que ya eran demasiado cortos, y unas zapatillas de caballero de punta curvada hacia dentro, demasiado grandes.
Una larga travesía a través de habitaciones invadidas de amargura, y después a las escaleras de fuera. Al cabo de un rato, el pequeño Luc se encontró en una vasta sala de techos altos, a una mesa colocada sobre una plataforma que dominaba dos docenas más de mesas llenas de comensales, señores y damas, cien caballeros vestidos con limpios sobrevestes blancos bordados con un halcón y rosas. A la cabecera de la gran mesa se sentaba su padre, de cabello castaño rojizo, con feroces cejas de un rojo tan oscuro que casi parecía negro. Luc estaba sentado a tres sillas de distancia, a la derecha de su padre.
La silla era demasiado grande para él, apenas podía llegar a la gruesa rebanada de pan que servía de plato y a la copa de plata llena de hipocrás, el mejor vino especiado de la casa. Tomó un sorbo y sonrió. Una familiar sensación de alegría se agitó en su interior al olfatear la comida que empezaba a llegar: anguilas y pescado guisados, carnero asado, liebres a la parrilla con vinagre y cebollas, guisantes al azafrán y un guiso de puerros con jamón, crema y migas. A su lado, Nana cortaba la carne con su cuchillo y lo dejaba sobre el pan de Luc.
– Recuerda que debes comer trocitos pequeños -susurró sobre el sonido de las arpistas-, y masticar con la boca cerrada. Y esta vez, haz el favor de recordar que debes utilizar la cuchara para coger los guisantes y puerros.
Al oír su voz, extraña y familiar al mismo tiempo, levantó la vista. Era una matrona de cabello gris sujeto con trenzas y rizado, contenido dentro de una toca con un largo velo blanco, sujeto con firmeza por debajo de la mandíbula para alzar una doble papada. Su manto era un impresionante brocado de púrpura oscuro sobre lila. «Al infierno el negro -solía decir Nana-. Vestí de viuda durante toda mi juventud. Ahora que solo soy una vieja, haré lo que me dé la gana.» A veces su carácter era duro, pero su corazón era blando como su regordete cuerpo de generoso busto. Y Luc, que compartía su cama y pasaba con ella más tiempo que con sus padres, estaba satisfecho de ser el objeto de su mayor afecto.
– Nana -musitó al ver a su abuela, pero otra voz de la mesa ahogó la suya:
– Hemos de dar ejemplo -dijo el arzobispo. Sus ojos estaban inyectados en sangre; su cara, fofa y redonda-. Hemos de recordar a la gente del Languedoc que la Iglesia ya no tolera ninguna forma de herejía. Y creo que necesitan que se les refresque la memoria. Con tantas enfermedades y las malas cosechas de los últimos tiempos, exigen una razón, alguien a quien culpar. ¿Quién puede negar que tal vez Dios nos está castigando?
»La herejía es como una mala hierba. Se esparce deprisa, con las raíces escondidas. Se pensaba que De Monfort había matado a todos los cátaros y que el rey Felipe el Justo hizo lo propio con todos los templarios. Pero en verdad acechan entre nosotros…
Detrás de Luc, habló una voz en tono casi burlón.
– ¿Los templarios? Pensaba que habían muerto todos o huido a Escocia.
– ¡Tío Edouard! -gritó Luc, y antes de que Nana pudiera agarrarle por la blusa, giró en su silla, casi la volcó y se lanzó en brazos de su tío.
– ¡Uf! ¡Edouard Luc! Creo que este es el último año que podré levantarte -dijo Edouard.
Si la madre de Luc fuera un hombre, sería idéntica a su gemelo Edouard, con los mismos asombrosos ojos color malaquita y hermosas facciones, pero con una mandíbula más cuadrada, cejas más pobladas y cabello dorado veteado de rojo, el color del cobre batido. Edouard devolvió a su sobrino a la silla, y después se giró hacia su cuñado, que se había levantado.
– Seigneur De la Rose -dijo Edouard e hizo una reverencia. Cuando el padre de Luc avanzó sonriente hacia él, añadió-: Paul, ¿cómo estás, hermano?
– Bien -contestó Paul, cuando ambos se abrazaron con afecto.
Luego Edouard retrocedió y buscó una respuesta en los ojos de su cuñado, claramente negativa, porque los ojos de Paul eran evasivos. Un oscuro destello de decepción cruzó la cara de Edouard. Se sentó.
– Mis disculpas, su santidad. Os ruego que continuéis…
– Fueron los templarios -dijo el arzobispo- quienes trajeron la magia del diablo desde Arabia, cuando en teoría fueron a proteger a los peregrinos y a combatir a los sarracenos en Tierra Santa. Sí, algunos eran nobles, al principio, y se sacrificaron por reconquistar el Templo de Jerusalén para la cristiandad, pero la verdad es… -El anciano se inclinó y su voz se convirtió casi en un susurro-. Algunos descubrieron debajo del templo documentos mágicos, escritos por el mismísimo Salomón, una fuente de inestimable poder. Y lo que averiguaron lo compartieron con los judíos y las brujas, como parte de la conspiración universal del mal.
– No sabía que las brujas aprendieron magia de los templarios -dijo Nana-. Pensaba que la habían heredado de las antiguas costumbres paganas anteriores a los romanos.
– En parte -admitió el arzobispo-, pero las mujeres son veleidosas, y así como pasan de dios pagano en dios pagano, y de conjuro en conjuro, roban magia de todas las fuentes disponibles. En cualquier caso, todas proceden de una sola fuente: Lucifer, que es su dios, con independencia del nombre que utilicen para invocarle. Y si bien los templarios preferían las orgías satánicas solo con hombres, los templarios y las brujas gozaban, y todavía gozan, de la posibilidad de… ¿cómo decirlo con delicadeza? Relacionarse.
El padre de Luc tenía los ojos clavados en el plato y comía durante el discurso del arzobispo. Cuando terminó, alzó la vista y dijo, sin convencimiento ni desaprobación:
– En efecto.
Nana sonrió al arzobispo y no dijo nada, pero Luc notó que estaba tensa, y se dio cuenta de que tanto ella como su padre detestaban a aquel hombre. ¿Por qué fingían todos darle la razón al arzobispo, cuando no era así?
De pronto, el arzobispo estaba cruzando el gran salón entre los comensales arrodillados, con Paul de la Rose a su lado. Nana y Edouard les seguían a respetuosa distancia, con Luc entre ellos, que cogía la mano izquierda de su abuela y la derecha de su tío.
Luc notó en la mano de Edouard calor, fuerza y cierto pesar, lo cual significaba que había ido a ver a su gemela Béatrice antes de ir a cenar. Edouard amaba con locura a su hermana, así como al único hijo de esta. Y Luc, que lo sabía, devolvía ese amor con idéntico fervor.
Pese a cualquier tristeza, el tacto de Edouard siempre era igual: lleno de alegría. No se trataba de una euforia desaforada, sino de una felicidad firme y decidida, aun enfrentado a la tragedia, de un hombre que sabía lo que creía, y que creía en algo maravilloso y bello.
Hoy, hasta esa alegría estaba contaminada por algún horror no verbalizado, el mismo temor mudo que emanaba de la mano de Nana. Estaban llevando a cabo una interpretación impecable para el arzobispo y los comensales, todos adultos, pero no podían engañar a un niño.
De pronto estuvieron fuera. Luc, sentado en una silla dorada frente a su padre, a lomos del magnífico corcel negro de Paul. Delante, a cierta distancia, los ayudantes acomodaron al arzobispo en un chariot de cuatro caballos, con la madera recubierta de cuero blanco y dorado, en el cual se habían grabado los símbolos de la cristiandad, así como el emblema de la familia del arzobispo. Un tapiz a juego de brocado blanco bordado con hilo de oro hacía las veces de dosel, mientras el anciano apoyaba sus frágiles huesos contra almohadones de terciopelo escarlata. Imágenes veloces:
Una ruidosa plaza pública, el murmullo de miles de voces. El susurro de su padre en su oído: «Recuerda siempre lo que estás a punto de ver y oír. Y deja que te recuerde, en cualquier circunstancia, que has de refrenar tu lengua».
Subiendo a una plataforma de madera, donde aguardaban cuatro hombres: dos vicarios, un monje y un sacerdote llamado Pierre Gui. Debajo, en el centro despejado de la plaza, postes de madera sobresalían del suelo.
Un cielo rutilante, azul, tan penetrante como la mirada de su padre. Luc temblando mientras aferraba la mano de su padre y contemplaba las llamas, llamas del color de la sangre, llamas que transformaban hombres vivos en estacas carbonizadas y ennegrecidas.
Luc había vuelto la cara, pero su padre le obligó a mirar sin decir palabra.
Y había mirado. Y cuando todo el mundo murió por fin y los guardias rompieron en pedazos los cuerpos carbonizados con atizadores, para que quemaran con más rapidez, había regresado al castillo con su padre y su tío para tomar una cena ligera. Apenas pudo comer, y luego vomitó.
Mareado y débil, se aovilló en su lugar favorito, el antepecho de una ventana que ofrecía una vista estratégica de los patios del castillo, y de la tierra que se extendía al otro lado de sus muros. El sol había calentado la pequeña habitación situada entre los aposentos del señor y la señora. Mientras Luc dormitaba, oyó discutir a su padre y su tío:
– Entonces, no has dicho nada al chico.
– Es mi hijo, Edouard, no el tuyo, ni de tus queridos templarios.
La voz de su tío, más baja pero todavía audible:
– Por el amor de Dios, Paul, los criados pueden oírte. Además, los nombres son irrelevantes. Ya te he dicho que no soy más templario que cátaro, moro o cristiano. Tal vez los cuatro a la vez, o ninguno. La verdad es la verdad, por más etiquetas que le pongas. Y la verdad es que tu hijo…
– Mi hijo, recuerda.
Un suspiro.
– Sí, tu hijo, Paul. Tuyo y de Béatrice. No puede escapar a su…
La voz de papá, alzándose iracunda:
– ¿Quieres que se vuelva loco, como su pobre madre? ¿O que le asen como a un cerdo, como a esos pobres desgraciados de hoy?
Edouard, con calma:
– Sin tu ayuda, hermano, y sin la mía, es posible que se vuelva loco. Y sin buenos consejos, es posible que utilice sus talentos de forma imprudente, delante de las personas menos convenientes.
Más deprisa, y con voz más alta, cuando Paul hizo un ruido como si fuera a interrumpirle:
– Oh, sí, tiene talento, tanto como su pobre madre, por más que odies el hecho.
Paul:
– ¿Cómo puedes decir eso? No ha demostrado ni la menor pizca…
– Tú no lo has visto porque no quieres verlo.
Una larga pausa y Edouard añadió:
– Deja que el chico se venga conmigo. Deja que le adiestre. Este lugar no es seguro, con Béatrice en su estado. Sirve a los ojos y oídos de nuestro adversario, y cuanto más se quede el chico aquí, más grande es el peligro de que el Enemigo encuentre una manera de que ella…
Un repentino sollozo ronco surgido del pecho de su padre.
– ¿Cómo puedo dejarle marchar, después de ver en qué se ha convertido su madre? Dime, ¿qué ha hecho para merecer tales tormentos? ¿Es un castigo de Dios, me pregunto? ¿Simple locura? O…
– No sé la causa -replicó Edouard-. Pero sí sé quién.
Repentino silencio.
– Uno de los nuestros -dijo Edouard, y aunque Luc no comprendió el significado de las palabras, se le puso la piel de gallina.
– ¿Uno de la Raza? No. Imposible. ¿Cómo puede corromperse hasta tal punto alguien bendecido con el don?
– Ha sucedido, Paul.
– No, no. Es culpa mía, te lo repito. Tú y yo la empujamos. Siempre ha sido sensible. Quizá no sea un ataque. Demasiado sensible. Tú, su hermano gemelo, lo sabes mejor que nadie. Siempre he hecho lo que me has pedido, lo que tú y ella dijisteis que era mi destino, ¡y mira qué ha sido de ella! Todas las visiones, la magia, la condujeron a la locura.
Edouard, con tono tranquilizador:
– Los más dotados son los que corren mayores riesgos. Tendría que haber intuido algo, tendría que haber comprendido que su propio miedo la aplastaría. Tendría que haberos prohibido trabajar sin mi presencia, o al menos, haber coordinado el día y la hora cuando la distancia nos separaba. Todos cometimos errores. Tú, Bea, y sobre todo yo. Si bien en muy raras ocasiones la locura se adueña de aquellos mejor dotados, ahora sé cómo habríamos podido impedirlo. El chico ha de ser adiestrado con mucho cuidado para que no le suceda. Es su destino, Paul, al igual que el de Bea fue engendrarle por el bien de la Raza. Sería una tragedia que ahora nos negáramos…
Ruido de metal al chocar contra la piedra. Tal vez una copa de hipocrás arrojada contra una pared. Luc se encogió cuando, al otro lado de la pared, su padre gritó:
– ¡Maldito sea el destino! ¡No puede haber mayor tragedia que esta!
Silencio durante un rato, y después la voz de Paul otra vez, serena y pesarosa:
– Ella es una joya, Edouard, una piedra preciosa, el amor de mi vida. ¿Cómo puedes hablarme de destino cuando ella está sentada cerca, aprisionada entre muros y fallebas para impedir que se haga daño a sí misma o a su hijo, sufriendo Dios sabe qué clase de tormentos mentales? ¿Qué me importa la Raza, cuando he perdido a mi Béatrice?
– Entrégame al muchacho -dijo con firmeza Edouard-. Aunque mi hermana ya no pueda salvarse, aún estamos a tiempo de ayudar al chico.
Paul, ronco:
– No. No oses pedirlo, Edouard. He perdido a mi esposa. Luc es todo lo que me queda.
– Ignorar quién y qué es no cambiará las cosas, hermano. El destino le encontrará, tanto si está preparado como si no. -Edouard hizo una pausa y luego volvió a hablar, siempre con tono sereno, razonable-: Entrégame al muchacho.
– No.
– Entrégame al muchacho…
Luc cayó en un delirio. Tal vez gritó, porque recordó la cara preocupada de su padre sobre él, y la de Edouard, y la de Nana. Se arrojó, afligido, en la cama que compartía con Nana.
Y atormentado, no solo por el insufrible recuerdo del sufrimiento que había presenciado, sino por el terror de que estaba condenado a terminar como su madre.
Eso, y el recuerdo de haber visto a otro niño, cuando estaba sobre la plataforma, contemplando las llamas vivientes. Una niña campesina de pelo oscuro, recogido en una gruesa trenza, con los sucios pies descalzos balanceándose sobre el borde del carro mientras chillaba… y después caía de espaldas y quedaba inmóvil, como muerta. Había seguido una pequeña conmoción cuando su familia se precipitó a recogerla y la subió al carro. Habían abandonado las ejecuciones públicas al punto, con dificultad, teniendo en cuenta la muchedumbre apiñada.
Por qué Luc se había fijado en eso seguía siendo un misterio, pues el pequeño carro era uno más entre una multitud de miles de campesinos y mercaderes, y su padre y él, el grand seigneur, estaban separados del populacho por la berma y las llamas.
No obstante, pese al dolor que le embargaba, Luc revivió el momento una y otra vez, como si hubiera estado al lado de la niña: sus ojos negros, abiertos de par en par y angustiados, sus labios entreabiertos, sus brazos bronceados que se agitaban para conservar el equilibrio…
Luego el chillido, la caída. Y cuando la multitud se abrió, su forma silenciosa…
En su lecho de dolor, Luc se removía de un lado a otro, obsesionado por la campesina. Estaba desesperado por salvarla, por encontrarla, por saber si aún vivía. De todos los curiosos de la muchedumbre, sabía que ella había sentido, tanto como él, el sufrimiento de los condenados. Ella había comprendido, igual que él, todo el horror de lo que sucedía ante sus ojos.
Y él había pensado: De todos los aquí presentes, ella es la más parecida a mí. Y si ha muerto, eso quiere decir que yo también moriré…
Preguntó a los rostros que se cernían sobre él (papá, Edouard, Nana) si habían visto a la niña que había chillado y caído del carro. Ninguno la había visto, y todos sonrieron con paternalismo de su verdadera aflicción, y luego intentaron distraerle. Era demasiado pequeño para dar nombre a su condescendencia, pero le enfureció igual. Pues había pensado que, si averiguaba su nombre, tal vez podría localizarla, saber que se había recuperado y se encontraba bien.
Por la noche, el monje Michel despertó con la mente todavía enmarañada en el sueño, con el corazón henchido de una satisfacción tan profunda que llevó lágrimas a sus ojos:
Sybille. Se llama Sybille…
Casi al instante, cayó en otro sueño.
Un año después, o tal vez dos, el pequeño Luc despertó en una amplia cama, tan alta que cuando bajó los pies por el borde, colgaron a cierta distancia sobre el suelo. Medio se deslizó y medio saltó a la piedra fría, y salió a la antesala, fría debido a la llegada del invierno, aunque el fuego estaba encendido. Sereno pero decidido, experimentaba la sensación de que alguien se hubiera apoderado de su corazón y le guiara con ternura y determinación hasta la entrada de los aposentos de sus padres.
La puerta estaba entreabierta, lo cual era una sorpresa, lo suficiente para que se colara un niño, como si alguien hubiera conspirado para dejar paso a Luc.
Su padre estaba tendido sobre una gran cama, cubierto por pieles de oso y mantas de lana. Un fuego agonizante teñía la escena de un naranja tenue. El fiel criado
Philippe y Nana esperaban sentados en sillas junto a la cama. Los dos roncaban con el abandono de la vejez.
Luc avanzó de puntillas hacia la cama para ver a su padre. El rostro del grand seigneur mostraba una palidez aterradora. Gotas de sudor resbalaban por su frente y la barba incipiente de las mejillas. Era un rostro severo, con el ceño fruncido.
Entonces, el padre de Luc se removió y emitió un gemido débil y angustiado. Sufría terribles dolores pese a los esfuerzos del médico. La herida de su pierna se había infectado y era de esperar que le matara.
Una lanza había atravesado su muslo durante un torneo celebrado en honor del rey. Casi todos los caballeros veteranos habían participado, y Paul había sido nombrado favorito del rey, pero había luchado sin ganas. «Casi -habían susurrado los criados-, como si quisiera morir.»
Una oleada de compasión, pena y adoración embargó a Luc, hasta el punto de que por un instante creyó que no podría soportarla, y antes de darse cuenta de lo que hacía, subió a la cama, bajó las mantas y dejó al descubierto el muslo herido de su padre, envuelto en vendas húmedas e hinchado hasta alcanzar el doble del tamaño normal. La piel que las vendas no cubrían se veía de un violeta intenso.
La visión era horrenda, por no hablar del olor a mostaza ácida, carne podrida y sudor amargo, pero Luc no sintió temor, solo el instinto de apoyar sus manitas sobre la cataplasma caliente.
Al punto, experimentó una extraña sensación, de calor, el zumbido de mil abejas, que recorría su cuerpo y pasaba a través de sus manos a la herida de su padre. El calor de sus palmas aumentaba y las vibraciones se intensificaron, y con ellas llegó una sensación de alivio tan profunda que perdió todo sentido del tiempo. El niño permaneció inmóvil hasta que la pierna empezó a moverse bajo sus manos. Luc, sobresaltado, vio que su padre le estaba mirando con estupor.
– Luc -susurró, y se irguió poco a poco sobre los codos-. Luc, Dios mío…
El niño siguió la mirada del padre hasta la pierna vendada, que ya no estaba hinchada y cuya piel había adquirido un color saludable.
El niño aplaudió y emitió una carcajada de alegría. No obstante, la timidez le impidió rodear con sus brazos el cuello del grand seigneur. Al punto, el viejo criado roncó sonoramente y se removió en su silla. El padre de Luc se llevó un dedo a los labios, e indicó a su hijo con un gesto que se acercara y le abrazara.
El niño obedeció, le rodeó el cuello y apretó su mejilla infantil contra la de su padre, curtida por la intemperie y con barba incipiente. Ante la alegría de Luc, su padre le abrazó con afecto.
– Perdóname, hijo mío -dijo Paul. Sus ojos se humedecieron-. Te he injuriado al intentar olvidar la verdad, apenado por la suerte de tu madre. Había confiado en que la ignorancia te protegería de tu herencia, pero ya veo que se impondrá con o sin mi ayuda. Mejor que sea con mi ayuda. Mejor que sea…
En la oscuridad, el monje Michel se incorporó con las manos hundidas en el blando colchón. El asalto de las imágenes (procedentes de la mente de otro hombre, de los sueños de otro hombre) le hacía sentir perplejo y violado.
– Bien -susurró-. Ella cree que me va a hechizar…
A la mañana siguiente se encaminó antes de la hora acostumbrada a la prisión. Mientras el carcelero le acompañaba hasta la celda de la abadesa, la puerta se abrió y el padre Thomas salió. El borde de su hábito color berenjena rozó el suelo de tierra.
– Hermano Michel ¿o debería decir padre? -dijo Thomas, y sonrió, pero algo amenazador acechaba detrás de aquella sonrisa.
– ¿Qué os ha traído por aquí tan temprano, padre? -preguntó Michel, y logró mantener una expresión severa, aunque ver a Thomas le causó angustia. ¿Había ido para interrogar en persona a la abadesa, descubrir su herejía, y que ya existían pruebas suficientes para condenarla, lo cual demostraría al mismo tiempo que Michel estaba entorpeciendo los procedimientos con el fin de protegerla?
La sonrisa se desvaneció. Con expresión inescrutable, Thomas ladeó la cabeza y miró a Michel.
– Sentí curiosidad por saber cómo estaba la abadesa. No hablará conmigo, por supuesto, pero parece que habéis decidido no utilizar más a los torturadores.
Su tono era suave y apacible, pero Michel intuyó el peligro que entrañaba.
Antes de que Thomas pudiera formular la pregunta evidente, Michel habló con firmeza.
– No había necesidad, padre. Como ya os dije anoche, habló con toda libertad. Pronto contaré con las pruebas exigidas.
– Procurad que sea así -dijo el joven sacerdote, con la misma voz calma e inquietante-, pues a nuestro entender, ahora sustituís al padre Charles. No me cabe duda de que le acompañabais durante su audiencia con el obispo Rigaud. Sin duda comprendéis que no deseamos… deslices en el interrogatorio de la abadesa. No toleraremos retrasos ni ideas erróneas de clemencia.
Michel asintió sin cambiar de expresión.
– La censura es un castigo muy razonable por errores judiciales.
Thomas replicó:
– No estamos hablando de tibiezas tales como censuras o degradaciones, hermano… ni siquiera del castigo mucho más grave de la excomunión. Tal vez el obispo Rigaud no expresó con claridad las intenciones de la Iglesia. Los que simpatizan con la madre Marie Françoise están, como ella, conchabados con el diablo. Y como ella sufrirán el mismo castigo.
Una vez más, Michel no mostró ninguna reacción, pero en su mente vio que un mazo caía sobre una estaca clavada en el fértil suelo de Carcasona.
– Comprendo.
– Bien -dijo Thomas-. Espero que os toméis este asunto muy en serio… tan en serio como tomáis vuestra vida.
Se marchó con la misma sonrisa en dirección a la celda comunal. Michel le siguió con la mirada.
La abadesa estaba sentada en el banco de madera. Su cara estaba un poco menos hinchada y los moratones se habían oscurecido. El ojo antes oculto estaba casi visible, tan oscuro y brillante como el otro.
En cuanto el carcelero cerró la celda a su espalda, Michel dijo con amargura:
– Decidme por qué no debería condenaros ahora mismo, madre. He oído vuestro testimonio, en el cual confesáis que os habéis entregado a la brujería. Os he dado la oportunidad de arrepentiros y recibir el perdón de Dios, que habéis rechazado. ¿Por qué debería seguir escuchándoos?
– No deberíais -contestó ella en voz baja.
– Para colmo, habéis intentado embrujarme. Me habéis enviado los sueños de otro hombre, un hereje poseído por el diablo.
Hizo una pausa, asumiendo por fin las palabras de la abadesa, y se sentó en un perplejo silencio. Experimentó la sensación de que tanto su mente como su corazón estaban divididos. Como cristiano, sabía que sus historias de magia constituían herejía y que sus palabras sobre los asuntos sexuales eran impuras. Pero no podía negar las fuertes emociones, sagradas y profanas, que le atraían hacia ella. Pese a sus maldades confesas, aún la consideraba una mujer santa, una verdadera curadora enviada por Dios. Al mismo tiempo, seguía dominado por una lascivia como jamás había sentido, mezclada con amor puro y santo.
– Os envié esos sueños -dijo la abadesa-. Cuentan la historia de mi Amado, Luc de la Rose. No era un hereje, sino un héroe. Curaba en lugar de destruir, y al final se sacrificó por amor. Los sufrimientos que padezco no son nada comparados con los suyos. Quiero contar su historia. Si no la oís de día, la soñaréis de noche. -Hizo una pausa-. No me dejáis otra alternativa. -Su tono se suavizó de nuevo-. Tengo un oído muy fino. Sé lo que el padre Thomas os ha dicho en la puerta. Al parecer, ha amenazado vuestra vida, ¿no? -Como Michel no contestó, ella continuó-: Mi pobre hermano, vuestro destino está unido al mío. No hay vuelta de hoja. Permitid que rechace el arrepentimiento. Me habéis deparado varias oportunidades, como la ley exige, y no hace falta que os consideréis culpable por condenarme. Mi destino estaba decidido antes de que fuera conducida a esta prisión. Pero el vuestro está en vuestras manos. Id y decid al padre Thomas que habéis obtenido una condena.
Michel meditó sobre sus palabras. Parecía lógico condenarla. Era una bruja confesa, había rechazado el arrepentimiento y, según la ley, él podía segar su vida. No obstante… no podía negar que, pese a su historia, todos sus actos demostraban que era una santa, tal como él creía. Incluso ahora estaba preocupada por su
bien, indiferente a su destino. Hereje o no, el bien predominaba en ella. Y aunque no fuera así, merecía, como todos los hijos de Dios, la oportunidad de conocerle antes de morir.
Y, en cualquier caso, no podía desechar la esperanza de que, una vez convertida, Chrétien, su protector, mostrara clemencia.
Respiró hondo.
– Madre -dijo-, no tenemos tiempo para enzarzarnos en tales discusiones. Os ruego que continuéis vuestra historia, lo más rápido posible.
Los labios de la abadesa estaban demasiado hinchados para sonreír, pero sus ojos lo hicieron cuando empezó a hablar…