PRÓLOGO

SYBILLE
1

Cae una lluvia torrencial, ensordecedora.

Nubes veloces y malignas cubren la luna y las estrellas, y el negro aterciopelado del cielo nocturno. Una oscuridad profunda vela el universo, salvo en esos instantes en que el rayo ilumina las montañas lejanas, y yo veo:

El pelaje de mi montura que brilla como ónice, y su crin mojada que se agita cual corona de Medusa por mor del viento iracundo. También veo la carretera de Carcasona, que se extiende ante nosotros, erizada de piedras, arbustos de rosas silvestres y matorrales de romero que proyectan su fragancia astringente cuando son pisoteados por el caballo.

El romero resucita recuerdos, las rosas no carecen de espinas, las piedras son duras.

Duras como la lluvia. A la luz de los relámpagos, parece larga, mellada, cristalina, una miríada de carámbanos, de pequeños rayos congelados. Aguijonean y taladran, y si bien parece lógico que este momento debería ser físicamente penoso, experimento una oleada de compasión por el corcel. Está agotado, jadea debido a la larga y extenuante huida. Aun así, cuando tiro por fin de las riendas se me resiste, echa hacia atrás la cabeza.

Cuando disminuye el paso a regañadientes, al tiempo que alza sus fuertes y gráciles patas para caminar, apoyo mi mano sobre su lomo y noto que sus músculos se tensan.

Es sensible, mi corcel, como casi todos los animales, aunque no posee la Visión. No sabe que nos persiguen, pero intuye el Mal que reside en un corazón concreto. Se estremece, pero no a causa del frío otoñal, y desvía sus grandes ojos oscuros para dirigirme una mirada inquisitiva. Veo terror en ellos.

Hemos huido de nuestros enemigos hasta este momento. ¿Por qué les esperamos ahora?

– No te harán daño -le digo en voz baja, y acaricio su cuello cuando relincha en señal de protesta. Su pelaje está frío, empapado de sudor y lluvia, pero debajo los músculos emanan calor-. Eres un caballo excelente, te conducirán a un lugar seco y caliente y te darán de comer. Te tratarán bien.

Ojalá mi suerte sea la misma.

En este instante quiero llorar, con tanta fuerza y amargura como la lluvia. El corcel lo intuye y acelera el paso, angustiado. Me sereno y vuelvo a acariciar su cuello mojado. Mis perseguidores dirían que estoy echando un encantamiento sobre el pobre animal, pero solo consiste en abrir el corazón a otro ser, compartir en silencio la calma, una calma auténtica, y he de buscar en el fondo de mi ser para encontrarla. No se puede mentir a los animales.

Casi he llegado al final de mi viaje, pero la Diosa ha hablado: es inútil continuar huyendo. Aunque continuara huyendo, perseguida por el Enemigo, no lograría salvar a mis pobres Seres Queridos. En la rendición reside mi única oportunidad, tenue, frágil, erizada de peligros, y mi Visión no revelará el desenlace. Viviré o moriré.

Al poco, el caballo y yo nos quedamos inmóviles y en silencio. La lluvia ha menguado, y en la ausencia de ruido, oigo otro.

Un trueno, pero ningún rayo surca los cielos. No, no es un trueno. Cascos de caballos. Esperamos, mi corcel y yo, hasta que se acercan más, más, más…

Y de la oscuridad surgen cuatro, siete, diez jinetes cubiertos con capas, los mismos que he visto en el ojo de mi mente durante todas las oscuras horas de mi huida, materializados ahora en carne y hueso. Una nube negra se desplaza y deja al descubierto un gajo de luna nueva, y el centelleo de metal: nueve de estos hombres son guardias de Avignon, de la guardia personal del Papa. Estoy rodeada. El cerco se cierra poco apoco, y alzan sus espadas.

La luna nueva siempre indica un comienzo. Esta señala un fin.

Mi corcel y yo no nos movemos.

Suspicaces, algunos guardias recelan: ¿dónde están mis protectores? La verdad es que acechan muy cerca, preparados para saltar sobre mis captores. La verdad es que ni se les habría ocurrido abandonarme, una mujer menuda y desarmada, su supuesta reina bruja.

Ah, no. Fui yo quien intenté escapar sin ellos, pero su lealtad les impulsó a localizarme y reunirse conmigo. Y cuando la Diosa exigió mi rendición (la mía, no la de ellos, porque necesitaba sus servicios en otro lugar), les despedí. Al principio, se negaron a obedecerme. De hecho, Edouard juró que sería el primero en morir. Solo pude cerrar mis ojos y abrir mi mente, y mi corazón al de ellos, para que oyeran a la Diosa igual que yo.

Edouard sollozaba como si su corazón se fuera a partir. Los demás rostros estaban ocultos por las capuchas, pero intuí las lágrimas silenciosas que resbalaban por sus mejillas. No dijimos nada más. No fue necesario, porque todo se sabía. De esta forma, mis valientes caballeros se alejaron a lomos de sus monturas.

Y ahora veo que tres hombres del Enemigo saltan de sus caballos y hunden las espadas en destellantes arbustos de zarzamoras, en el follaje alto y espeso; las espadas silban mientras fragmentos de hojas y tallos vuelan por los aires. Un hombre trepa a un olivo cercano y cercena ramas, hasta comprobar que no hay nadie emboscado.

Perplejos, regresan a sus monturas y me miran, tan serena y silenciosamente como mi corcel. Oscuridad o no, veo miedo en los rostros de los guardias. Se preguntan por qué no me limito a hechizarlos, a convertirlos en cerdos, por ejemplo, para luego escapar.

Todos, excepto el décimo, muy seguro de que esta captura es obra suya. Es el cardenal Domenico Chrétien. Al contrario que los demás, cubiertos con capas oscuras, lleva sobre su espalda y cabeza el color de la sangre. Su rostro es ancho y regordete, de labios gruesos y ojos ocultos por profundos pliegues. Su cuerpo también es blando, pero no su corazón.

– ¿La madre abadesa Marie Françoise? -pregunta con voz autoritaria.

Este es el Enemigo. Solo nos hemos encontrado una vez en este plano terrenal, si bien en otro somos antiguos conocidos. No es difícil mirarle con desprecio familiar. Está tan envenenado de odio hacia sí mismo, que mataría a cualquiera que se lo recordase. Solo hay Uno vivo capaz de hacer más daño a mi pueblo, Aquel al que he venido a detener, de lo contrario mi Raza y yo seremos borrados de la faz de la tierra.

– La misma -contesto a su pregunta. Refreno mi odio con esfuerzo. De lo contrario, mi alma se cerraría tanto como la suya.

– Quedáis detenida bajo las acusaciones de herejía, brujería y maleficio dirigido contra el Santo Padre. ¿Qué decís?

– Que sabéis mejor que yo de qué soy culpable.

Una humilde admisión, pero mi Enemigo comprende esta velada réplica, y su expresión se ensombrece levemente, aunque no se atreve a decir nada delante de

sus hombres; sus hombres, que no tienen ni idea de lo que está sucediendo, que no lo creerían aunque se lo dijeran.

– Vendréis con nosotros, abadesa.

No me resisto. De hecho, asiento en señal de aceptación. Aun así, me bajan con rudeza del caballo, el cual se encabrita, derriba a uno de los guardias y provoca cierta alarma hasta ser calmado. Como ya he explicado, es una montura excelente. Los guardias se dan cuenta, y uno de ellos se apodera de las riendas y le habla con voz calma hasta que el animal se tranquiliza.

En cuanto a mí, me despojan de la capa que oculta mi hábito, velo y toca oscuros, y ciñen los brazos a mi espalda. Después, me tienden cabeza abajo sobre la grupa de otro caballo y me atan a la silla. Un hombre murmura:

– Esa es la mejor posición para una dama de alcurnia.

Los demás resoplan, pero ninguno ríe, aunque estoy inmovilizada y a su merced. En el silencio que sigue, oigo su miedo.

Es un difícil regreso al hogar. Mi cara golpea contra el húmedo caballo, y cuando la lluvia se reanuda, mi hábito se empapa, y el frío lacera mi espalda. El agua resbala por mis brazos, piernas y cuello. Cabeza abajo, la lluvia aumenta el peso de mi velo, que no tarda en caer. Mi toca resbala, deja al descubierto mi cabeza rapada, y la lluvia se introduce en mis orejas, nariz y ojos.

Intento consolarme: es la voluntad de la Diosa. Es la misión de mi vida, predestinada desde mi nacimiento.

Camino de mi destino, el caballo pisotea de vez en cuando hierba aromática. Cierro los ojos porque su perfume me causa dolor.

El romero trae recuerdos.

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