OCTAVA PARTE

22

– Michel, hijo mío -dijo Chrétien con su profunda voz de bajo-. Ha llegado el momento de que se cumpla su destino y el tuyo.

El cardenal había encendido las velas y se había vestido sin la ayuda de un criado, tras elegir un manto y una capa discretos.

Sin embargo, Luc continuaba aprisionado en su silla. Por la ventana vio que la luz de la luna había sido engullida por nubes oscuras, que pintaban la noche de negro. Faltaban horas para el alba. Estaba claro que Chrétien deseaba evitar la ira de la población. Por la mañana, cuando el público se congregara ante la carbonizada y desierta berma de ejecución, el cardenal ya estaría de vuelta hacia Aviñón en su carroza.

– Vámonos -dijo Chrétien con gesto autoritario.

Luc probó sus miembros. Después de horas de luchar periódicamente en vano por levantar un brazo, una mano, un dedo, se levantó con facilidad, con naturalidad, y cruzó la puerta al lado de Chrétien.

Fuera esperaba Thomas, con una linterna en la mano, y los tres hombres abandonaron el palacio obispal. El aire estaba húmedo, perfumado de la lluvia inminente, y lo bastante frío para erizar el vello de los brazos de Luc, que jubiloso, decidió poner a prueba la medida de su libertad. Se lanzó hacia delante, confiando en lo imposible, llegar antes que los dos hombres al lado de Sybille. Pero cayó de rodillas sobre la piedra, y apenas logró extender las manos para no caer por la escalera.

Chrétien rió en voz baja. Thomas, con los ojos abiertos de par en par a la luz de la linterna, no exhibió la menor reacción, en tanto Luc, demasiado furioso y desesperado para albergar un sentimiento tan insignificante como la vergüenza, se levantó y continuó caminando con calma junto a ellos.

Presta atención, se dijo Luc. Presta atención a todo, sobre todo a ella. Porque aquella, comprendió, era la última hora de libertad para su mente y su corazón, si no para su cuerpo. Era la última hora de esperanza para la Raza.

En las calles la noche era oscura, sin el menor atisbo del amanecer. Había poco que ver, solo formas imprecisas que desfilaban no muy lejos, desde la dirección de la prisión, y el vislumbre ocasional del disco plateado de la luna, poco después oculto por nubes negras y veloces, pero todo esto era para Luc insoportablemente bello, porque era la última hora que ella adornaría la tierra.

Parecía apropiado que el mundo de Luc, tal como era, no continuara sin ella. Su amor era tan inmenso que su destino se le antojaba insignificante comparado con la tragedia de su Amada.

El viento sopló y arrojó polvo a sus ojos, y Luc dio un traspié, cegado, pero las largas y delgadas manos de Thomas le guiaron. Caminó durante un rato interminable sufriendo una atroz agonía, mientras se frotaba los ojos.

Y cuando las últimas lágrimas hubieron aclarado su visión, vio que no habían ido a la plaza y a la berma preparada para las ejecuciones. Por lo que pudo dilucidar, se encontraban en una callejuela detrás de la prisión.

A una distancia de pocos pasos, frente a tres inquisidores, Sybille estaba arrodillada en el poste. Un guardia papal estaba cerrando el grillete que sujetaba el poste entre sus espinillas. Otros dos ya habían empezado a amontonar leña y gavillas alrededor de sus pies. A la tenue luz oscilante de la linterna de Thomas, Michel no pudo distinguir sus facciones, solo el oscuro perfil de su cabeza y hombros, y el lino de su ropa interior.

Los guardias terminaron de amontonar gavillas hasta la altura de sus caderas, y uno cogió una rama larga y la entregó a Thomas, quien abrió la cubierta de cristal de su farol.

El viento sopló de nuevo, con tal fuerza que Luc cerró los ojos para protegerse del polvo. Cuando volvió a abrirlos, la llama de la lámpara estaba a punto de morir. Pero el viento se calmó de repente y el guardia encendió una rama.

El resplandor iluminaba la cara de Thomas. Con la clarividencia de un hombre condenado, Michel vio una fugaz expresión de profunda pena en el joven sacerdote. Nadie más lo vio, ni Chrétien ni los guardias, pero pese a la oscuridad Thomas dirigió una mirada de complicidad a Michel.

Es uno de los nuestros; siempre lo ha sido, pensó Thomas con repentino entusiasmo.

Pero la expresión de Thomas se endureció al punto, y vio cómo el guardia se agachaba y acercaba la rama encendida a la leña que rodeaba los pies y piernas de Sybille.

Chrétien ya se había alejado dos pasos.

El viento acarició la llama del guardia (una ráfaga de viento, imaginó Luc, como el que había penetrado en casa de Sybille la noche de su nacimiento) y prendió fuego a la leña de la abadesa.

Hasta entonces, el tenue resplandor de la lámpara de Thomas había mantenido a raya la oscuridad. Ahora, cuando el fuego prendió, iluminó su forma arrodillada de tal forma que solo parecían existir en el mundo la noche y ella, rostro, carne y lino incandescentes recortados contra la oscuridad.

En el monasterio dominico de Aviñón, Luc había rezado con frecuencia ante un pequeño altar de terracota dedicado a la Virgen María, sola, sin su marido ni su hijo. Se erguía en un nicho arqueado y estrecho, con los brazos caídos a los lados, las palmas hacia arriba como para dar la bienvenida al mundo, un presente depositado a sus delicados pies. Cuando la mecha estaba encendida de noche, la luz bañaba sus facciones hermosas y translúcidas de un resplandor sobrenatural. De hecho, el resplandor parecía emanar de su interior y llenaba el nicho en forma de vitral de catedral. Un milagro, habían dicho los hermanos, y por eso el altar estaba siempre lleno de flores, ofrendas y oraciones.

Luc pensó que las facciones de Sybille poseían la misma serenidad, la misma compasión ilimitada, el mismo brillo dorado que la rodeaba en forma de arco. De no estar sus brazos cruelmente sujetos a su espalda con cadenas, estarían abiertos en señal de bienvenida, incluso a su Enemigo, Chrétien. Y aunque Luc se encontraba de pie en la oscuridad, y ella estaba momentáneamente cegada por la potente luz, Sybille le miró a los ojos y sonrió.

– ¡Dios te salve, María -gritó Luc, no con la humildad de un pecador sino con el júbilo de un creyente-, llena eres de gracia, el Señor es contigo! Bendita tú eres…

Chrétien, absorto en el disfrute del espectáculo, no le reprimió. Era imposible decir cuál era más aterradora: la llama que ardía a los pies de Sybille o la que alumbraba los ojos de Chrétien.

El viento aulló como en señal de duelo, y remolineó en el callejón con la furia de un huracán. El fuego consumió leña y ramitas con voracidad, y Luc vio con una sensación de insoportable impotencia que Sybille apretaba los dientes y cerraba los ojos para ocultar su agonía. Los troncos que rodeaban sus pies habían prendido enseguida, más rápido de lo normal a causa del viento. Los grilletes ya estarían lo bastante calientes para producir ampollas en su piel.

Con el viento había llegado un poco de lluvia. Una gruesa gota cayó en la mejilla de Luc. Que llegue la lluvia, Sybille, suplicó. Madre Santa, que llueva a cántaros y apague el fuego…

Pero las gotas eran escasas y dispersas, y el viento empujó el fuego desde los troncos hasta el camisón de Sybille, que ardió en cuestión de segundos. Llamas anaranjadas devoraron el reborde del lino.

– ¡Domenico! -gritó la mujer, casi cantando sobre una corriente oculta de dolor.

Crees que tu odio ha triunfado por fin…

¿No lo comprendes?

Solo ha permitido que el Amor triunfara de nuevo y se fortaleciera más que nunca.

Un ávido crepitar de leña. Sybille se mordió el labio pero al final cedió. Pese a la Diosa, a la Presencia, aún era humana, y gritó de dolor, intentó huir del fuego que envolvía su torso y lamía su mandíbula. Pero el viento azuzó las llamas hasta que remolinearon alrededor de su cuerpo, hasta que pareció emanar de su interior, como la luz de la pequeña estatua de la Virgen María en el monasterio.

Finalmente gritó con angustia incontenible mientras Chrétien miraba sus facciones teñidas de naranja, los ojos brillantes, los labios entreabiertos para liberar el aliento tembloroso de lujuria.

Dios, rezó Luc en silencio mientras luchaba contra los grilletes mágicos que aprisionaban su cuerpo, Dios, Diosa, Santa Madre… En su desesperación no sabía qué pedir, aparte de repetir las súplicas que ya le habían sido negadas. Y entonces recordó a Sybille, cuando había hablado con pena y ternura de la muerte de su abuela. Santa Madre, rogó, si no la salváis con la lluvia, si no traéis a sus caballeros para que la rescaten, dejadme compartir su sufrimiento. No soy un iniciado. He vivido siempre en el error. Pero de toda la gente que he conocido, ella es la que menos merece sufrir, y yo he de expiar muchas culpas…

Al punto, Luc se sintió devorado por un dolor tan agudo que se retorció, entre sollozos, incapaz de decidir si aquella desdicha era un pesar insufrible, agonía física, o ambas cosas a la vez.

No supo cuánto rato estuvo así, pero cuando el dolor pasó y pudo al fin abrir los ojos, miró a Sybille. Todos los vestigios de su persona humana habían desaparecido, sus facciones eran sobrenaturales y furiosas, su cabello ardía como el halo de un santo, y sus ojos estaban fijos en algo que no era el callejón o la prisión de piedra.

Chrétien se había acercado más a las llamas y miraba absorto, hasta el punto de que no podía ver otra cosa. Su rostro traslucía un goce morboso, un ansia, una avidez. Estaba esperando, comprendió Luc, para devorar la más poderosa de las almas y así convertirse en ella.

Entonces los ojos de Sybille destellaron y se apagaron, y su barbilla cayó hacia delante, ocultando su rostro.

Ha muerto, pensó Luc, aunque no podía creerlo.

Justo cuando Chrétien exhalaba un suspiro de triunfo, ella levantó la cara y gritó:

– ¡Tú crees que has ganado, Domenico! Pero la magia se ha producido: ¡la victoria es nuestra! -Y volvió su rostro ennegrecido por el humo hacia Luc, esta vez con voz quebrada, ronca, apenas humana-: ¡Recuérdalo, Luc de la Rose!

Su cabeza, cayó de nuevo sobre su pecho, y esta vez Luc supo con certeza que había muerto.

Chrétien suspiró, exaltado, satisfecho.

Luc se preparó para la oleada de dolor… y el asalto del Enemigo, que aplastaría sus recuerdos, sentimientos y voluntad.

Pero no sucedió nada de eso. En cambio, recordó.

Recordó con asombro, más que con miedo, el momento en que, aterrorizado, sujeto por las manos de su madre y caído en las garras del Enemigo, había visto el rostro de Chrétien rielar y transformarse en el del futuro Enemigo, el que Sybille más había temido: él, Luc, inquisidor. Recordó a papá, mamá, Nana, todos convertidos en figuras reales en su mente y corazón, y sintió por cada uno amor y añoranza.

Luc sollozó no de pena, sino de pura alegría, pues con la recuperación de su memoria había llegado la Presencia, y la certeza de que Sybille siempre había deseado morir para lograr su iniciación. En su corazón no había temor, pena ni sombra, solo amor y certidumbre tan infinitos que, cuando sintió caer los grilletes mágicos de su cuerpo, supo que Sybille los había soltado.

Y cuando recuperó más su memoria…

¡Caballeros templarios!¡Acudid al callejón de detrás de la prisión!

Detrás de él, Thomas susurró, apenas un suspiro:

– Id, mi señor, id…

Luc se encaminó hacia Sybille.

Vio que entre los dos amantes no se interponían Chrétien o sus guardias, sino la aparición de Jacob, el hermoso Jacob, con sus ojos oscuros, su larga barba rizada, el gorro en precario equilibrio sobre la mata de pelo gris. Junto a él había una mujer menuda y corpulenta, con mechones blancos en el pelo; a juzgar por su rostro familiar, la querida Noni.

Frente a ellos se erguía el fantasma de una mujer alta y delgada, con hábito franciscano y velo blanco. Aunque Luc nunca la había visto, supo que era la anterior abadesa, Geraldine.

– He aquí a los mártires de esta generación -dijo Geraldine con solemnidad y afecto-. Han venido a presenciar la culminación de su obra. Y ahora, como Ana Magdalena hizo por su nieta, Sybille ha hecho lo mismo por ti. Tú también te has vuelto más humano, merecedor del gran poder que ella ha adquirido mediante el sacrificio de la muerte combinado con el amor. Esta es la suprema iniciación, para que puedas ser más fuerte que tu Enemigo, para que puedas ser libre.

Jacob y Noni sonrieron y levantaron las manos para bendecirle, al igual que Geraldine. Los tres se desvanecieron poco a poco, y solo dejaron la visión de Sybille, muerta entre las llamas.

Un súbito trueno. No procedía del cielo sino de la tierra, del suelo, más fuerte a cada segundo. Siete jinetes anónimos, provistos de yelmos y capas, surgieron de la oscuridad y avanzaron hacia el fuego. Desenvainaron las espadas y las levantaron en alto. Los tres guardias papales, en clara desventaja, alzaron sus espadas obedientemente cuando Chrétien gritó:

– ¡Matadles! ¡Matadles a todos!

Entrechocar de aceros. Los caballos se encabritaron a la luz de las llamas, mientras sus jinetes se inclinaban para replicar a los mandobles de los guardias. Las imágenes arrojaban sombras alargadas sobre el muro de la prisión.

Cuando empezó la pelea, Luc se detuvo un momento para mirar a sus camaradas, y luego continuó andando hacia el fuego para reunirse con Sybille, pero Chrétien se interpuso en su camino.

– Es posible que tus caballeros maten a mis hombres -dijo el cardenal-, pero a mí no podrán matarme, ni tú tampoco. Eres mi hijo, Michel, y siempre lo serás. Nunca te librarás de mi control.

– Lo siento por vos -dijo Luc con pesar-. No quiero haceros daño. Aún queda tiempo para que os liberéis, para que compenséis vuestras maldades y os unáis a nosotros. Nunca es tarde para seguir el verdadero destino.

Un destello metálico. Chrétien blandió un puñal y lo bajó con fuerza hacia el corazón de Luc. La hoja se detuvo a un dedo de distancia, temblorosa. El cardenal lanzó un grito de indignación y trató de forzarla hacia su destino.

– ¿Por qué no usáis vuestra magia, eminencia? -preguntó Luc con tono de suave reproche-. ¿O habéis descubierto que aquí no sirve de nada?

De pronto, la imagen de Chrétien desapareció de su vista, no sin la silenciosa amenaza del cardenal: «Esto no es el final, De la Rose. No me venceréis…».

El hierro resonó contra la tierra cuando los tres guardias arrojaron sus armas y huyeron.

Pese a las últimas palabras de Chrétien, el miedo no encontró sitio en el corazón de Luc. Continuó con calma hacia el fuego, donde el cuerpo de la abadesa aún ardía.

Luc penetró en las llamas sin miedo, sin dolor, sin creer que pudieran dañar su carne o consumir su ropa. Bajo sus pies calzados con sandalias sintió el fuego frío como hierba mojada de rocío, y su hábito de monje ni siquiera se chamuscó. Era como si se moviera en el aire.

Con una sonrisa, que imaginó tan dulce como la que había aparecido en los labios de Sybille cuando tocó su corazón, se inclinó y soltó sus grilletes al rojo vivo. Su cuerpo notaba el calor, pero se negaba a aceptarlo.

Ella cayó hacia delante, y Luc la sostuvo entre sus brazos.

Ninguna magia podía ser tan poderosa para impedir aquel momento. Mientras sostenía a Sybille, Luc apretó una mano contra su pecho y ni siquiera se inmutó cuando sus dedos rozaron hueso y metal, el oro de su Sello de Salomón, fundido sobre su corazón.

Un corazón tan pequeño, tan inmóvil y tan caliente bajo sus manos. Una gota de lluvia cayó sobre él y se transformó en vapor. Pero Luc no lloró. Se entregó a la ternura, a la dulzura, a la misma Presencia que había acudido a él tantos años antes, cuando de niño había cedido al instinto y acudido al lecho de su padre enfermo.

Luc puso las manos sobre el corazón chamuscado, sobre el metal al rojo vivo, pero no sintió dolor, ni pesar, solo una dicha tan profunda que no existía mal, ni Enemigo, ni tiempo, separación o espera, solo él y su Amada, aquí, en este momento eterno…

Poco a poco, el oro que tocaban sus palmas se enfrió y recobró su forma original. El corazón también se enfrió y empezó a latir de nuevo. El hueso carbonizado recobró su color marfil, se cubrió de carne, y después, aunque fuera imposible, de lino.

Mientras miraba, riendo, empezó a llover suavemente al principio, después más fuerte, y más… y su amor le cogió las manos y se sentó, entre risas, el cabello y la cara incólumes y hermosos, y sus ojos brillaban húmedos a través de la nube de vapor que se alzaba de los restos del fuego.

Se levantaron, con las ropas empapadas, y se besaron mientras se abrazaban en la oscuridad un momento, un rato, una eternidad…

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