Esta vez César zarpó rumbo a Oriente. Eutico, el mayordomo de su madre (que en realidad era el suyo, aunque César jamás quisiera considerarlo así), blando y acostumbrado a la vida sedentaria, descubrió que viajar con Cayo Julio César no era una empresa de placer. En tierra -sobre todo cuando el camino era tan bueno como la vía Apia- hacía cuarenta millas al día, y el que no siguiera su paso, se quedaba atrás. Sólo el temor de disgustar a Aurelia hacía que Eutico continuara, en particular los primeros días, cuando sus piernas gordas y flojas y su cómodo trasero supieron lo que era el dolor.
– Tienes llagas de la silla -dijo César riendo, al encontrar al mayordomo llorando desconsolado en una posada próxima a Beneventum en la que se detuvieron.
– Lo malo es el dolor de piernas -dijo Eutico casi sollozando.
– ¡Claro! Cuando se monta a caballo son peso muerto y van colgando como dos talegos, sobre todo en tu caso, Eutico. ¡Cobra ánimo, cuando lleguemos a Brundisium las tendrás mucho mejor! Eso es la vida muelle de Roma.
La idea de llegar a Brundisium no levantó el ánimo del mayordomo, que volvió a romper a llorar ante la perspectiva de surcar el mar Jónico.
– César es imposible -dijo Burgundus sonriente, una vez que César se marchó después de ver que el alojamiento estaba limpio.
– ¡Es un monstruo! -gimoteó Eutico-. ¡Cuarenta millas diarias!
– Y tienes suerte. Esto no es más que el principio y no nos aprieta mucho. Por ti más que nada.
– ¡Quiero volver a Roma!
Burgundus alargó el brazo para darle una afectuosa palmada en la espalda.
– Sabes que a Roma no puedes volver, Eutico. Vamos, sécate la cara y procura caminar un poco. Es preferible sufrir con él que tener que aguantar a la madre. ¡Brrr! Además, no es tan insensible como crees. En este momento está encargando un buen baño caliente para tu dolorido trasero.
Eutico soportó el viaje por tierra; pero no estaba muy seguro de si aguantaría el viaje por mar. César con sus servidores tardó nueve días en recorrer los quinientos noventa kilómetros entre Roma y Brundisium, y allí el infatigable joven metió a sus acompañantes en un barco antes de que les diera tiempo a pedirle unos días de descanso. Alcanzaron la preciosa isla de Corcira, donde tomaron otro barco hasta Buzrotum, en el Epiro, y de allí fueron por tierra a través de la Acarnania y Delfos hasta Atenas. Aquello no era una vía romana, sino un sendero de cabras griego que bajaba y subía por las montañas y cruzaba bosques húmedos y resbaladizos.
– Es evidente que los ejércitos romanos no se trasladan por esta ruta -comentó César cuando ante sus ojos apareció el impresionante valle de Delfos, un vergel en medio de impresionantes montañas; pero antes de contemplarlo y admirarlo tenía que completar su razonamiento-. Lo recordaré; sí que podría pasar un ejército si lo animase una gran tenacidad. Y nadie lo pensaría.
A César le gustó Atenas y a Atenas le gustó César. A diferencia de sus compatriotas, no había solicitado alojamiento en ningún sitio a dueños de mansiones o fincas, y se contentaba con las posadas o un campo junto al camino donde no las había. En Atenas había encontrado un albergue bastante aceptable al pie de la Acrópolis, pero inmediatamente recibió recado de personarse en casa de Tito Pomponio Atico, a quien no conocía, aunque, como todos en Roma, conocía la historia del famoso desastre económico que Atico y Craso habían sufrido al año siguiente de la muerte de Mario.
– Insisto en que te alojes en mi casa -dijo el cortés cosmopolita, que (a pesar de sus torpezas financieras) sabía juzgar muy bien a las personas, y nada más ver a César se dio cuenta de que lo que los informes insinuaban no era ningún error: aquel joven estaba llamado a ser un hombre importante.
– Eres muy generoso, Tito Pomponio -respondió César con su encantadora sonrisa-, pero prefiero tener independencia.
– En Atenas la independencia no te proporcionará más que bazofia para comer y camas sucias -replicó Ático.
El fanático por la limpieza cambió radicalmente de idea.
– Bien, gracias, acepto. No traigo mucho séquito: dos libertos y cuatro criados, si es que puedes alojarlos.
– Hay sitio de sobra.
Y así se hizo. Y hubo banquetes y excursiones. César encontró tan abiertas las puertas de Atenas que pensó que requería una estancia más prolongada. Por mucha fama de epicúreo y amante del lujo que tuviese Atico, no era un hombre entregado a la molicie, y César tuvo ocasión de ascender a montes y acantilados de importancia histórica y de hacer buenas galopadas por la llanura de Maratón. Fueron a caballo a Corinto y a Tebas, visitaron las riberas pantanosas del lago Orcómenos, en el que Sila había ganado dos decisivas batallas contra Mitrídates, exploraron los senderos a través de los cuales había burlado Catón el Censor al enemigo en las Termópilas y el enemigo había cercado al reducto de Leónidas.
– «Caminante, ve a decir a Lacedemonia que sus hijos han muerto sin abandonar su puesto» -leyó César en la piedra que conmemoraba la gesta-. Todo el mundo conoce esta cita -añadió volviéndose hacia Atico-, pero en este lugar cobra un significado muy distinto a cuando se lee en un papel.
– ¿Te gustaría que se te recordase de igual modo, César?
El bello rostro oblongo se puso serio.
– ¡Jamás! Fue un gesto necio e inútil; un despilfarro de hombres valientes. A mí me recordarán, Atico, pero no por estupideces ni gestos inútiles. Leónidas era un rey espartano, y yo soy un patricio de la república romana. El único sentido que cobró su vida fue por el modo de perderla. Mi vida se significará por lo que haga en ella. No importa como muera, con tal de que muera como un romano.
– Te creo.
Como era un intelectual y un hombre muy instruido, César encontró que tenía mucho en común con Atico, hombre de gustos intelectuales y eclécticos. Vieron que tenían predilecciones comunes en literatura y arte, y pasaban horas enteras absortos leyendo una comedia de Menandro o contemplando una estatua de Fidias.
– Por el contrario, en Grecia quedan muy pocas buenas pinturas -dijo Atico, meneando la cabeza entristecido-. Lo que no se llevó Mumio a Roma tras el saqueo de Corinto -¡y no digamos Emilio Paulo después de Pidna!- ha desaparecido desde entonces. Para ver las mejores pinturas del mundo uno tiene que ir a casa de Marco Livio Druso en Roma.
– Ahora creo que es de Craso.
Atico torció el gesto; no le gustaba Craso, pese a que habían sido colegas especuladores.
– Y probablemente las tiene amontonadas entre polvo en el sótano, en donde estarán hasta que alguien le insinúe que valen más que esclavos vendidos con certificado o las insulae adquiridas a precio de rebaja.
– Atico, amigo mío -dijo César sonriente-, no todos podemos ser hombres cultos y refinados. Craso tiene su sitio.
– ¡En mi casa no!
– Tú no estás casado -dijo César hacia el final de su estancia en Atenas. El se imaginaba por qué Atico había evitado los lazos del matrimonio, pero tal como se lo había dicho no era una afirmación ofensiva porque no implicaba una respuesta explicativa.
El rostro alargado, delgado y austero de Atico se contrajo en una mueca de disgusto.
– No, César. Ni pienso casarme.
– Yo, por el contrario, llevo casado desde los trece años, y con una niña que aún no tiene edad para compartir mi lecho. Qué extraño es el destino.
– Y lo más extraño es que sea la hija de Cinna y que no te hayas divorciado ni por Júpiter Optimus Máximus.
– Ni por Sila, querrás decir -replicó César riendo-. Fui muy afortunado; pude escapar de la trampa de Cayo Mario gracias a Sila y dejé de ser flamen dialis.
– Hablando de matrimonios, ¿conoces a Marco Tulio Cicerón? -inquirió Atico.
– No, pero he oído hablar de él, por supuesto.
– Deberíais llevaros bien, pero temo que no sea así -dijo Atico pensativo-. Cicerón es muy susceptible en cuanto a su capacidad intelectual, y no le gusta tener rivales. Y tú quizá seas superior intelectualmente.
– ¿Y qué tiene eso que ver con el matrimonio?
– Es que acabo de encontrarle esposa.
– Estupendo -comentó César sin el menor interés.
– Terencia, la hermana adoptiva de Varrón Lúculo.
– Una mujer horrenda, según tengo entendido.
– Cierto; pero socialmente mejor de lo que él habría podido aspirar.
César pensó que cuando el anfitrión cae en una conversación insustancial ha llegado el momento de despedirse. Atico sabría de quién era la culpa. Le daba la impresión de que las preferencias sexuales de aquel plutócrata romano, exiliado voluntario, iban hacia los muchachos, lo que a él le imponía una reserva generalmente ausente en su carácter extrovertido. Lástima. De no ser por ello, con aquel primer encuentro se habría consolidado una buena amistad.
Desde Atenas César tomó la carretera militar construida por Roma hacia el norte de Atica, cruzando Beocia y Tesalia y el paso de Tempe, con un ocasional saludo a Zeus mientras veían, a lo lejos y al implacable ritmo impuesto por él, el monte Olimpo. En Dium el grupo volvió a embarcarse y fue de isla en isla hasta el Helesponto. De allí a Nicomedia les quedaba un viaje de tres jornadas.
La recepción en el palacio de Nicomedia fue esplendorosa. El anciano rey y la reina casi habían perdido la esperanza de volver a verle, y más aún al haberles llegado noticia de Mitilene de que César había regresado a Roma con Termo y Lúculo. Pero fue el perro Sila quien mejor expresó la alegría que causaba la llegada de César, pues el animal se dedicó a correr por palacio ladrando enloquecido, daba saltos ante el visitante y corría entre los reyes y César constantemente, dejando reducidos a la insignificancia los regios cumplidos de la pareja.
– Es como si hablara -dijo César cuando el perro le permitió tomar asiento, ya tan agotado que se contentó con echarse a sus pies jadeante-. Sila, muchacho -añadió, agachándose para rascarle el vientre-, nunca pensé que me alegraría tanto ver tu fea cara.
Al retirarse aquella noche a su habitación y tumbarse desnudo en la cama, César pensó que sus padres siempre habían sido unas figuras distantes para él. Su padre estaba muy poco en casa, y cuando le veían parecía estar más interesado en hacer una especie de guerra sorda contra su esposa que en establecer relación con los hijos; y su madre era una mujer de equidad intachable, crítica hasta la exasperación e incapaz de dar afecto concreto. Quizá, pensó César, eso explicaba en buena parte la evidente desaprobación de su padre por ella, una mujer altiva, fría. Lo que el joven no podía ver, por supuesto, era que el verdadero motivo de la insatisfacción de su padre surgía de la infatigable dedicación de Aurelia a su trabajo de propietaria de la insula, tarea que él consideraba denigrante para ella; pero como César y sus hermanas no habían conocido aquella faceta de su madre, no habían intuido que era eso lo que había mortificado al padre, y estaban convencidos por el contrario de que su actitud se debía a la falta de besos y abrazos, pues no podían saber lo placenteras que eran las noches que sus padres pasaban juntos. Cuando llegó la terrible noticia de la muerte del padre, traída por el mismo portador de las cenizas, la reacción inmediata de César había sido abrazar a su madre y consolarla, pero ella se había cerrado en banda, diciéndole con escuetas palabras que no olvidase su condición. Y él había sufrido hasta que ese mismo distanciamiento inculcado por ella se había afirmado en su propia personalidad, haciéndole entender que de ella no podía esperarse otra actitud.
Y quizá, pensó César, eso no era más que un signo de algo que él siempre había advertido: que los niños siempre desean de sus padres cosas que éstos no quieren o no pueden darles. Su madre era una perla sin par, lo sabía; del mismo modo que era consciente de cuánto la quería; y además, jamás podría agradecerle que le hubiese señalado constantemente cuáles eran sus puntos débiles, y más aún que le hubiese dado valiosos consejos mundanos y nada maternales.
Y sin embargo… sin embargo… Era muy agradable que a uno le recibieran con besos y abrazos y gran afecto, como habían hecho Nicomedes y Oradaltis. No llegaba conscientemente a desear que sus padres hubiesen sido así, pero sí que echaba a faltar en ellos un comportamiento semejante.
Aquel estado de ánimo duró hasta que fue a desayunar con ellos a la mañana siguiente y la luz del día dejó al desnudo sus absurdos deseos. Sentado frente al rey Nicomedes, César superpuso mentalmente al anciano el rostro de su padre (Nicomedes, como deferencia para con César no se había pintado) y le entraron ganas de reír. En cuanto a Oradaltis, sería reina pero no tenía ni la décima parte de regia dignidad que Aurelia. No eran unos padres, pensó, sino abuelos.
Era octubre cuando llegó a Nicomedia, y no tenía prisa por irse, con gran contento del rey y la reina, que se deshacían por complacer sus menores deseos, como por ejemplo visitar Gordio, Pesino o las canteras de mármol de la isla de Proconeso. Pero en noviembre, cuando aún no llevaba un mes en Bitinia, le pidieron algo muy difícil y extraño.
En marzo de aquel año, el nuevo gobernador de Cilicia, el joven Dolabela, había partido de Roma para llegar a su provincia, acompañado de otros dos nobles romanos y un séquito de funcionarios. El más importante de aquellos dos nobles era su primer legado, Cayo Verres, y el otro era Cayo Publio Maléolo, asignado por sorteo a su servicio.
Maléolo, que era uno de los nuevos senadores nombrados por Sila por haber sido cuestor, no era en absoluto un hombre nuevo; había habido cónsules en su familia y en su atrium no faltaban imagines. Pero tenía poco dinero, y sólo algunas afortunadas adquisiciones al amparo de las proscripciones habían hecho que la familia pusiera sus esperanzas en Cayo, un hombre entonces de treinta años, cuyo cometido era restablecer la tradicional categoría social de los suyos ascendiendo al consulado. Sabiendo lo reducidos que serían los emolumentos de Cayo y lo costoso que le resultaría estar a la altura del estilo de vida de Dolabela, la madre y las hermanas habían vendido las alhajas para engrosar la bolsa del joven Maléolo, que él pensaba engrosar aún más cuando llegase a la provincia a que le habían destinado. Además de eso, las mujeres le habían entregado el único tesoro que poseía la familia: un magnífico servicio de oro y plata para que, cuando diese un festín en honor del gobernador, estuviese a la altura de las circunstancias.
Desgraciadamente, Cayo Publio Maléolo no era una lumbrera como sus antepasados; poseía una simplona ingenuidad que iba a hacerle un flaco servicio en aquel séquito de Dolabela el joven. El primer legado, Cayo Verres, que era muy listo, había aleccionado convenientemente a Maléolo antes de que la comitiva llegase a Tarento, y se había ganado al cuestor con tal simpatía y zalemas que éste le creía el mejor de los amigos.
Viajaban junto con otro gobernador y su séquito, también con destino a Oriente: el recién nombrado para la provincia de Asia, Cayo Claudio Nerón, un Claudio con más riqueza que la prolífica rama de los Claudios patricios con el cognomen de Pulcros.
La codicia volvía a torturar a Cayo Verres. Y eso que le había ido muy bien con las proscripciones de importantes terratenientes y magnates de Beneventum (merced a su conocimiento de la región), pero le devoraba una auténtica pasión por las obras de arte que las oportunidades de Beneventum no habían saciado; ya que el producto de aquellas proscripciones no era más que un lote heterogéneo en el que había desde una insulsa copia napolitana de un grupo de lánguidas ninfas, hasta un Praxiteles y un Mirón. En principio, Verres estaba al acecho por si proscribían al nieto del famoso Sexto Perquitieno, cuya fama de entendido en arte no tenía rival entre los caballeros, y cuya colección, gracias a su cargo de recaudador de impuestos en Asia, era seguramente mejor que la de Marco Livio Druso. Pero el nieto había resultado ser sobrino de Sila, y las propiedades de Sexto Perquitieno no corrían peligro.
Aunque su familia no era distinguida -su padre era un senador pedarius sin voz y era el primer Verres que tenía acceso a la Cámara-, Cayo Verres había prosperado notablemente gracias a su instinto para hallarse donde hubiese dinero y a su capacidad para convencer de su valía a algunos hombres importantes; había sabido engañar a Carbón, pero le había resultado imposible con Sila, pese a que éste no había hecho ascos utilizándole para destruir Sammio. Lamentablemente, en Sammio no había grandes obras de arte como en Beneventum, y la codicia de Verres había quedado insaciada.
Y pensó que el único lugar a donde debía ir era Oriente, allí donde la cultura helenística había propiciado una gran difusión de estatuas y pinturas desde Alejandría hasta Olimpia, el Ponto y Bizancio. Así, al sortear Sila los cargos de gobernador para el año siguiente, Verres había hecho cálculos, optando por congraciarse con Dolabela el joven. Su primo Dolabela el viejo estaba en Macedonia -una jugosa provincia, en lo que a obras de arte atañía- pero aquel Dolabela era un pedernal con objetivos propios; y Cayo Claudio Nerón, que partía para la provincia de Asia, era un poco rigorista para sus propósitos. Así que quedaba el nuevo gobernador de Cilicia Dolabela el joven: la persona bien afín a sus propósitos, pues era codicioso e inmoral, un hombre entregado a vicios secretos, tales como acostarse con mujeres sucias y vulgarísimas, y tomar sustancias que aumentaban la sensualidad. Mucho antes de emprender el viaje Verres se había hecho indispensable a Dolabela como intermediario de sus vicios.
Una suerte, pensó eufórico Verres. ¡Tenía el favor de la Fortuna! No había muchos como Dolabela el joven, ni solían llegar tan alto. De no haber sido Dolabela el viejo una buena ayuda militar para Sila, el joven jamás habría obtenido el pretorado y el gobierno de una provincia, cargos a los que se había apegado como una lapa; pero el joven Dolabela vivía constantemente atemorizado, y, al mostrarse Verres tan simpático como servicial, había visto el cielo abierto.
Mientras el grupo estuvo viajando con el de Claudio Nerón, Verres había mantenido -metafóricamente- sus ávidas manos pegadas a los costados, resistiendo a la tentación de apoderarse de tal estatua en un templo griego, de tal otra en un ágora; le había costado en extremo, sobre todo en Atenas, aquel emporio del arte, pero Tito Pomponio Atico era como el centro de la tela de araña romana que envolvía la ciudad. Por su perspicacia financiera, su parentesco con los Cecilio Metelos y sus numerosas donaciones a Atenas, a Atico no se le podía ofender, y era bien conocida su repulsa por los romanos que saqueaban obras de arte.
Pero al abandonar Atenas en barco se separaron del grupo de Claudio Nerón, que ansiaba llegar a Pérgamo y no era precisamente un grecófilo. Así, el barco de éste zarpó sin tardanza hacia la provincia de Asia, mientras el de Dolabela se dirigía a la pequeña isla de Delos.
Hasta la invasión de la provincia de Asia y Grecia por Mitrídates nueve años antes, Delos había sido el epicentro mundial del tráfico de esclavos; allí tenían su sede casi todos los traficantes, y a la isla acudían los piratas que proveían a la región oriental del Mediterráneo la mayor parte del contingente de esclavos. En la vieja Delos cambiaban diariamente de manos no menos de veinte mil esclavos, aunque ello no se traducía en un continuo desfile de navíos cargados con la codiciada mercancía por el limpio y amplio puerto mercante. El comercio se efectuaba sobre el papel: transferencias de propiedad contra pagarés. Sólo determinados esclavos eran transportados a Delos. La isla sólo acogía a los intermediarios.
En ella había habido una cuantiosa población italo-romana, numerosos alejandrinos y considerable número de judíos. El edificio más importante de Delos era el ágora romana, en la que tenían sus despachos los romanos e itálicos que se dedicaban a dicho comercio. Pero ahora ya el ágora se hallaba casi vacía, igual que el extremo occidental de la isla, en donde se agrupaban la mayor parte de las casas debido al mejor clima. En las laderas aterrazadas del monte Cinto se hallaban los recintos de los templos de los dioses traídos a Delos durante la época en que había estado sometida al poder de los Ptolomeos de Egipto y los seleúcidas de Siria. Cerca del puerto más pequeño, el puerto sagrado en el que sólo echaban el ancla los barcos de peregrinos, había un santuario de Artemisa, hermana de Apolo; detrás de él, en dirección norte, estaba el recinto del bello y majestuoso templo de Apolo, cuajado de las mejores obras de arte del mundo. Y entre el templo de Apolo y el lago sagrado, estaban los leones de mármol de Naxos, flanqueando la vía procesional que unía a ambos.
Verres casi se volvió loco de placer, andando sin respiro de un sitio a otro; fue a los dos templos, se extasió ante la estatua de la Artemisa de Éfeso, recubierta de testículos de toro a guisa de estériles pechos, permaneció arrobado ante la diosa Ma de Comana, ante la Hécate de Sidón, el Serapis de Alejandría y se le vio realmente embobado ante aquellas estatuas de oro y crisoelefantinas, aquellos tronos orientales cuajados de piedras preciosas… Pero fue en el templo de Apolo donde vio las dos estatuas que le sedujeron más: un grupo del sátiro Marsias tocando la flauta ante un estático Midas y un airado Apolo, y la estatua en oro y marfil de Latona cargada con sus divinos retoños, atribuida a Fidias, maestro de la escultura crisoelefantina. Como eran dos obras de arte no muy voluminosas, Verres y cuatro criados penetraron en el templo de noche antes de que zarpase de nuevo el navío de Dolabela, las arrancaron de sus respectivos pedestales, las envolvieron cuidadosamente en mantas y las escondieron en el compartimento del barco en que Verres guardaba sus efectos personales.
– Me alegro de que Arquelao saqueara este lugar y después Sila
– dijo Verres complacido a Maléolo, al amanecer-. Si el comercio de esclavos aún fuese intenso en Delos, habría sido mucho más difícil hacer una adquisición y caminar sin ser visto, aun de noche.
Maléolo, un tanto sorprendido, se preguntó qué querría decir Verres, pero la vista de aquel hermoso rostro perverso no le animó a inquirir; pero lo supo apenas transcurrido un día, pues se levantó de pronto un fuerte viento que impidió que el barco zarpase, y, antes de que amainara, los sacerdotes del templo de Apolo acudieron llorando a decir a Dolabela que habían robado dos de sus más preciadas obras de arte. Y como habían visto a Verres mirándolas intensamente, acariciándolas, meneando el pedestal, midiéndolas, le acusaban del robo. Horrorizado, Maléolo comprendió que la acusación era cierta; como era amigo de Verres, le costó ir a Dolabela a contarle lo que aquél le había dicho, pero al final cumplió con su deber y Dolabela obligó a Verres a devolver las esculturas.
– ¡Aquí nació Apolo! -exclamó estremeciéndose-. ¡No puedes saquear su templo! Moriremos víctima de enfermedades.
Frustrado y presa de furia sin igual, Verres «devolvió» las esculturas tirándolas por la borda sobre el muelle de piedra, jurando que Maléolo se las pagaría, pero para sus adentros, porque a Maléolo fue a decirle que le agradecía que hubiese impedido su hazaña.
– Codicio tanto las obras de arte que no puedo resistirlo -dijo con sus ojos dorados bañados en lágrimas-. ¡Gracias, gracias!
Pero no volverían a frustrarle aquella codicia. En Tenedos (que Dolabela quiso visitar por la participación que la isla había tenido en la guerra de Troya), Verres se apropió de la estatua del propio Tenes, una maravillosa talla arcaica. Su nueva técnica era franca y descarada: «¡La quiero y tiene que ser mía!», decía, y al barco iba a parar, mientras Dolabela y Maléolo suspiraban y meneaban la cabeza, para no crear rencillas en lo que comenzaba a ser una relación muy estrecha. En Quíos y en Eritrea volvió a robar y de tal manera fascinó a Dolabela, que también Maléolo se vio atraído poco a poco por aquel vicio. Así, cuando Verres decidió llevarse todas las obras del templo de Hera en Samos, convenció a Dolabela para que alquilase un segundo barco y ordenase al almirante Caridemo de Quíos que les escoltase al mando de una quinquerreme hasta Tarso para que tan ingentes tesoros no cayesen en poder de los piratas. Halicarnaso perdió varias estatuas de Praxiteles, y fue el último robo que Verres efectuó en la provincia de Asia, para entonces enojada ya como un avispero. Panfilia perdió su Harpista de Aspendos y la mayoría de las obras del templo de Artemisa de Pergas, pero en éste, al considerar que la estatua de la diosa no era muy buena, Verres se contentó con arrebatarle el manto de oro para fundirlo en cómodos lingotes.
Por fin llegaron a Tarso, y allí Dolabela se instaló felizmente en su palacio y Verres se buscó una villa en la que poder deleitarse contemplando los tesoros robados. Realmente le complacía su contemplación y no tenía intención de vender ninguna obra; lo que sucedía es que en él la obsesión y falta de escrúpulos del coleccionista alcanzaban un grado increíble.
Cayo Publicio Maléolo también se alegró de hallar una casa junto al río Cidno; desempaquetó su servicio de oro y plata, y sus bolsas de dinero, pues contaban con incrementar su fortuna prestando a interés exorbitante a quienes no pudiesen obtenerlo de modo legítimo. Verres le trataba con gran simpatía y le ayudaba mucho.
Por entonces Dolabela ya había caído en un auténtico sopor de estímulos sensuales, y su entendimiento se hallaba constantemente obnubilado por las infusiones de cantárida y otros afrodisiacos que Verres le procuraba, y era feliz dejando el gobierno de la provincia en manos de su primer legado y de su cuestor. Con la lógica prudencia de no tocar las obras de arte de Tarso, Verres se dispuso a vengarse de Maléolo.
Para ello planteó un tema muy querido por todos los romanos: hacer testamento.
– Registré el mio en las Vestales antes de marchar -dijo; a la luz de la vela su rostro cobraba aún mayor atractivo y su pelo ondulado parecía de oro-. Supongo, Maléolo, que tú harías igual.
– Pues no -respondió Maléolo, aturdido-. Confieso que no lo pensé.
– ¡Querido amigo, qué locura! -exclamó Verres-. Tan lejos de casa, puede sucederte cualquier cosa… piratas, una enfermedad, un naufragio. Acuérdate de Servilio Cepión que se ahogó cuando regresaba a Italia hace veinticinco años; era cuestor como tú -añadió, sirviendo vino perfumado en la preciosa copa plateada de Maléolo-. ¡Tienes que hacer testamento!
Y prosiguió la velada, Maléolo cada vez más borracho y Verres fingiendo que lo estaba. Cuando el primer legado pensó que el bobo cuestor de Dolabela se hallaba demasiado ebrio para darse cuenta de lo que firmaba, pidió papel y pluma, redactó lo que Cayo Publio Maléolo le dictaba y le ayudó a firmarlo y sellarlo. El testamento quedó debidamente guardado en un casillero del despacho de Maléolo y su autor se olvidó de él. Cuatro días más tarde moría de una misteriosa enfermedad que, finalmente, los físicos de Tarso dictaminaron como intoxicación alimenticia. Y Cayo Verres, al abrir el testamento, leyó encantado que su amigo el cuestor le dejaba cuanto poseía, incluido el preciado servicio de su familia.
– Lamentable. Una herencia muy apetecible, pero preferiría que el pobre Maléolo siguiera entre nosotros -comentó a Dolabela.
A pesar de la obnubilación causada por los afrodisiacos, Dolabela notó el tono hipócrita, pero se limitó a comentar lo difícil que iba a resultarle que Roma enviase otro cuestor cuanto antes.
– ¡No hay necesidad! -dijo Verres -. Yo fui cuestor de Carbón y lo hice tan bien que me mantuvieron en el cargo de procuestor cuando le enviaron de gobernador a la Galia itálica. Nómbrame procuestor.
Y así fue cómo los asuntos de Cilicia y los del erario público pasaron a manos de Cayo Verres.
Verres trabajó sin cesar todo el verano, aunque no por el bien de Cilicia, sino en beneficio propio, en particular con las actividades de prestamismo que había heredado de Maléolo. Pero el coleccionismo de arte quedó estancado. En aquella fase de su carrera Verres no tenía suficiente confianza para dedicarse a saquear las ciudades y los templos de Cilicia; y tampoco podía reanudar el saqueo de la provincia de Asia mientras siguiera Claudio Nerón de gobernador. La isla de Samos había enviado una airada delegación a Pérgamo para quejarse a Claudio Nerón del pillaje en el templo de Hera, y el gobernador les dijo entristecido que no estaba en su mano castigar ni sancionar al legado de otro gobernador, por lo que debían dirigir sus quejas al Senado de Roma.
A finales de septiembre Verres tuvo una idea genial que no perdió tiempo en llevar a la práctica. Tanto en Bitinia como en Tracia había abundancia de obras de arte, ¿por qué no incrementar su colección a costa de Tracia y Bitinia? Convenció a Dolabela para que le nombrase embajador con plenos poderes y le procurara cartas de presentación para el rey Nicomedes de Bitinia y el rey Sadala de la Odrisia Tracia. Y se puso en camino por tierra a primeros de octubre desde Ataleia hasta el Helesponto, una ruta con la que evitaba cruzar la provincia de Asia y que, de paso, podía procurarle algo de oro de los templos del camino y quizás obras de arte.
Era una embajada formada estrictamente por rufianes; Verres no quería ningún hombre honrado en su séquito. Hasta los seis lictores, a los que tenía derecho en su condición de embajador con categoría prepretoriana, eran hombres cuidadosamente escogidos para que le secundasen y fuesen cómplices de todas sus fechorías. Su principal ayudante era el funcionario de mayor antigüedad de Dolabela, un tal Marco Rubrio. Con él ya había tramado varias cosas, entre ellas procurar a Dolabela sus asquerosas mujeres. Los esclavos eran individuos fuertes, capaces de transportar las estatuas, e individuos menudos hábiles para deslizarse en cámaras cerradas; y llevaba escribas simplemente para registrar todo lo que robaba.
El viaje por tierra fue una decepción, ya que Pisidia y la región de Frigia que cruzaron ya habían sido saqueadas por los generales de Mitrídates nueve años antes. Pensó en efectuar un desvío hasta el Sangario para ver lo que podía encontrar en Pessinus, pero al final optó por dirigirse directamente a Lámpsaco en el Helesponto. Allí podría pedir un navío de guerra de la provincia de Asia para que le sirviera de escolta y navegar por la costa de Bitinia cargando cuanto encontrase y le gustase.
El Helesponto era una franja de tierra de nadie. En teoría pertenecía a la provincia de Asia, pero los montes de Misia lo aislaban del continente, y estaba más vinculado a Bitinia que a Pérgamo. Lámpsaco era el puerto principal del lado oriental, situado casi enfrente de la Calípolis tracia, el punto en donde los diversos ejércitos que cruzaban el estrecho hacían su primera etapa. Por ello, Lámpsaco bullía de actividad en su puerto, a pesar de que su mayor prosperidad era el abundante y excelente vino que se criaba en su entorno.
Aunque se hallaba bajo la autoridad del gobernador de la provincia de Asia, hacia tiempo que Lámpsaco gozaba de independencia, contentándose Roma con un tributo. Tenía -como toda localidad próspera del Mediterráneo- una colonia de mercaderes romanos, pero el gobierno y las mejores fortunas de Lámpsaco estaban en manos de los griegos foceos nativos, que no tenían la ciudadanía romana y eran simples socii o aliados.
Verres había explorado minuciosamente todas las localidades de posible interés durante su recorrido, y cuando su embajada llegó a Lámpsaco conocía perfectamente la condición de los ciudadanos más importantes. El grupo romano que irrumpió a caballo en el puerto causó un inmediato revuelo que casi degeneró en pánico; seis lictores precedían al personaje, al que acompañaban también veinte criados y una tropa de cien jinetes cilicios. Nadie había recibido aviso de su llegada y no se sabía a qué venían a Lámpsaco.
Aquel año el etnarca era un tal Janitor, y al saber que una gran embajada romana le esperaba en el ágora, se apresuró a ir allí con otros ancianos de la localidad.
– No sé cuánto tiempo me quedaré -dijo Cayo Verres imperioso pero nada arrogante, con todo su encanto-, pero necesito alojamiento para mis hombres.
Janitor respondió vacilante que era imposible encontrar una casa lo bastante grande para acomodarlos a todos, que él, naturalmente, ponía la suya a disposición del embajador, sus lictores y sus criados, y que a los demás los repartirían en diversos sitios. Luego presentó a los que le acompañaban, entre ellos Filodano, que había sido etnarca de Lámpsaco cuando la visita de Sila.
– Me han dicho -dijo en voz baja el funcionario Marco Rubrio a Verres, mientras les conducían a casa de Janitor- que el viejo Filodamo tiene una hija de belleza sin par, y tan virtuosa que no la saca de casa. Se llama Estratónice.
Verres no era Dolabela en lo referido a apetitos carnales, y, del mismo modo que las estatuas, le gustaban las mujeres puras y perfectas como galateas. Por consiguiente, cuando no estaba en Roma solía tener largos períodos de abstinencia sexual, ya que no se contentaba con mujeres de inferior condición, aunque fuesen cortesanas famosas como Praecia; él seguía soltero, con la intención de conseguir una esposa de irreprochable linaje y belleza sin par, una nueva Aurelia, pues con el viaje a Oriente pensaba afianzar su fortuna para poder negociar un matrimonio con alguna Cecilia Metela o Claudia Pulcra. Una Julia hubiera sido lo mejor, pero las Julias estaban todas comprometidas.
Así pues, hacía meses que Verres no sentía una conmoción sensual, ni pensaba hallarla en Lámpsaco. Pero Rubrio había sabido descubrir su debilidad -obras de arte aparte- y, en cuanto llegaron, había comenzado a indagar, y por comentarios se había enterado de que Filodamo tenía una hija tan bella como Afrodita.
– Entérate de algo más -dijo Verres secamente, luciendo la más falsa sonrisa al entrar en casa de Janitor, donde le aguardaba el etnarca en persona para recibirle.
Rubrio asintió con la cabeza y se alejó con los esclavos para instalarse en una casa más modesta, como correspondía a su condición de funcionario de segunda.
Después de almorzar, aquella misma tarde Rubrio volvió a presentarse en casa de Janitor para ver a Verres.
– ¿Os encontráis cómodo? -inquirió.
– Más o menos. No es una villa romana, desde luego. Lástima que ninguno de los ciudadanos romanos de aquí sea acaudalado. ¡No me gusta convivir con los griegos! Son muy simples para mi gusto. Este Janitor no come más que pescado, ¡ni un huevo ni un ave! Eso sí: el vino es excelente. ¿Has averiguado algo de esa Estratónice?
– Con gran dificultad, Cayo Verres. Parece ser que es un dechado de virtudes, aunque tal vez sea porque su padre y su hermano la tienen encerrada como Tigranes a sus mujeres en el harén.
– Pues tendré que ir a cenar a casa de Filodamo.
Rubrio meneó la cabeza enérgicamente.
– Me temo que no lograréis verla, Cayo Verres. Esta ciudad es de acendradas costumbres griegas, y las mujeres de una casa no se dejan ver por los invitados.
Las dos cabezas -dorada y canosa- se juntaron, y la conversación prosiguió en voz baja.
– Mi ayudante Marco Rubrio -dijo Verres a Janitor, una vez aquél hubo marchado- no está bien alojado. Quiero que le busquéis un sitio mejor. Según me has dicho, el de más categoría después de ti es un tal Filodamo. Haz el favor de que mañana por la mañana Marco Rubrio se traslade a casa de Filodamo.
– ¡Yo no alojo a ese gusano! -gritó Filodamo a Janitor cuando éste le dijo lo que quería Verres-. ¿Quién es ese Marco Rubrio? ¡Un mugriento funcionario romano! ¡En mis tiempos he albergado a cónsules y a pretores, y hasta al gran Lucio Cornelio Sila cuando cruzó el Helesponto la última vez! A decir verdad, nunca he dado alojamiento a nadie tan poco importante como Cayo Verres. ¿Quién es él al fin y al cabo, Janitor? ¡Un simple ayudante del gobernador de Cilicia!
– ¡Por favor, Filodamo, te lo ruego! -suplicó Janitor-. ¡Hazlo por mí! ¡Por nuestra ciudad! Este Cayo Verres es una mala persona; lo noto. Y trae cien soldados a caballo. En toda la ciudad no hallaríamos ni la mitad de una tropa asi.
Filodamo tuvo que ceder y Rubrio se trasladó a su casa. Pero el anciano vio en seguida que había sido un error ceder. Apenas había entrado Rubrio en la casa cuando ya estaba pidiendo ver a la famosa hija, y como no se lo concedieran, se puso a fisgar por todas partes buscándola; y como no lo lograse, llamó a Filodamo a su presencia como si fuese un criado.
– Esta noche darás una cena en honor de Cayo Verres y servirás algo más que simples platos de pescado. El pescado aquí es muy bueno, pero hay que comer otras cosas. Quiero cordero, pollo, otras aves, muchos huevos y el mejor vino.
Filodamo se contuvo.
– Pero me ha costado -comentó a su hijo Artemidoro.
– Todo esto es por Estratonice -comentó el joven, furioso.
– Eso creo yo, pero me han colocado con tal rapidez a esta bestia de Rubrio que no he tenido tiempo de sacarla de casa. Y ahora es imposible, porque hay romanos rondando por la puerta de delante y por la de atrás.
Artemidoro quería estar presente en el banquete de Verres, pero su padre, viendo su rostro borrascoso, comprendió que sería peor y, tras mucho discutir, el joven accedió a comer en otro sitio. En cuanto a Estratónice, lo único que pudieron hacer fue encerrarla en su habitación, dejándola en compañía de fuertes criados.
Cayo Verres se presentó con sus seis lictores, que quedaron de guardia frente a la casa, y a otros soldados les encomendó la vigilancia de la puerta trasera. En cuanto el embajador romano estuvo cómodamente instalado en su camilla, pidió a Filodamo que trajera a su hija.
– No puedo hacer eso, Cayo Verres -dijo el anciano, hierático-. Estamos en una ciudad focea y nuestras mujeres nunca comparecen en una habitación con extranjeros.
– No te pido que coma con nosotros, Filodamo -replicó Verres sin alterarse -, sólo quiero ver a ese dechado de beldad del que habla toda la ciudad.
– Pues no sé por qué lo hacen, ya que nunca la han visto -contestó Filodamo.
– Será por lo que cuentan los criados. ¡Vamos, viejo, muéstrala!
– No puedo, Cayo Verres.
Había cinco huéspedes más, Rubrio y cuatro funcionarios, quienes, nada más negarse Filodamo a enseñarla, pidieron verla a voces, y cuanto más se negaba el anciano más gritaban ellos.
Al llegar el primer plato, Filodamo aprovechó para salir del comedor y enviar a un criado a buscar a Artemidoro a la casa en que estaba comiendo, pidiéndole que viniera en su ayuda, y regresó al comedor nada más partir el sirviente para persistir en su negativa a los romanos de enseñar a su hija. Entonces, Rubrio y otros dos se levantaron para empezar a buscarla, y fue cuando el anciano se interpuso en su camino. Junto a la puerta había dispuesto un brasero con un jarro de agua hirviendo para verterla en cuencos en los que se introducían los otros más pequeños con la comida, compensando así el calor que hubiera podido perder desde la cocina, Y fue el jarro lo que cogió Rubrio para verter agua hirviendo en la cabeza del anciano ante el espanto de los criados, que huyeron mientras los gritos de Filodamo se mezclaban a los chillidos y risas de los romanos, que ya se levantaban para ir en busca de Estratónice.
Por encima del barullo se oyó el estruendo de la llegada de Artemidoro con veinte amigos, que veían impedida la entrada en la casa por la guardia de lictores. El prefecto de la decuria, un tal Cornelio, tenía plena confianza en la capacidad disuasoria de los lictores y no se le había ocurrido que Artemidoro y sus amigos recurriesen a la fuerza para apartarlos de la puerta; y quizá no lo hubieran hecho de no haberse oído los gritos aterradores del padre escaldado. Fue por eso por lo que los de Lámpsaco irrumpieron en masa, causando pequeñas contusiones a los lictores, pero Cornelio murió desnucado.
Los romanos se dispersaron al entrar Artemidoro con sus amigos en el comedor, porra en mano con ganas de matar, pero Cayo Verres no era cobarde y, apartándolos con desdén, abandonó la casa seguido de Rubrio y los otros funcionarios y se encontró con el lictor muerto en la calle, rodeado de sus cinco atemorizados compañeros. El embajador les empujó calle abajo, llevando el cadáver desmadejado de Cornelio.
Por entonces ya comenzaba a organizarse un revuelo en la ciudad, y el propio Janitor salió de su casa; el corazón se le encogió al ver lo que traían los romanos, pero les dejó entrar y atrancó prudentemente la puerta. Artemidoro se había quedado para atender las heridas de su padre, pero dos de sus amigos encabezaron a los demás que se dirigieron a la plaza de la ciudad, llamando a los varones por el camino. Los griegos estaban hartos de Cayo Verres, y ni un caluroso discurso disuasorio de Publio Tetio (el colono romano más importante de Lámpsaco) sirvió de nada. Apartaron a Tetio y a su huésped Cayo Terencio y se dirigieron a casa de Janitor dispuestos a vengarse.
Llegados a ella, pidieron que les abrieran, pero Janitor se negó; tras lo cual, embistieron la puerta con un improvisado ariete sin lograr sus propósitos. Y fue entonces cuando decidieron incendiarla. Arrimaron a la puerta leña y troncos, y los prendieron; sólo la llegada de Publio Tetio, Cayo Terencio Varrón y otros colonos romanos impidió la catástrofe, pues con sus insistentes ruegos pudieron calmar a los exaltados, convenciéndoles de que la inmolación de un embajador romano sería peor que la violación de Estratónice. Y así apagaron el fuego (que había comenzado a hacer mella en la parte delantera) y se marcharon todos.
Un hombre menos arrogante que Cayo Verres habría marchado de la indignada ciudad focea a la primera oportunidad, pero Cayo Verres no tenía la menor intención de correr; se sentó tranquilamente y escribió a Cayo Claudio Nerón, gobernador de la provincia de Asia, decidido a no dejarse apabullar por un par de mugrientos griegos asiáticos.
«Exijo que te persones en el acto en Lámpsaco y juzgues a los dos socii Filodamo y Artemidoro por homicidio del primer lictor de un embajador romano», decía la carta.
Pero por muy rápido que llegara la carta a Pérgamo, más rápido llegó el detallado informe que Publio Tetio y Cayo Terencio Varrón cursaron al gobernador.
«No pienso ir a Lámpsaco. Conozco la versión auténtica por mi legado Cayo Terencio Varrón, que es de condición muy superior a la tuya. Es una lástima que no murieras asado. Eres, como tu propio nombre indica, un cerdo», fue la respuesta de Claudio Nerón.
La rabia con que Verres escribió su siguiente misiva dotó de veneno y fuerza a su pluma; ésta era para Dolabela, en Tarso, a donde llegó en siete días, llevada por un soldado aterrado por las amenazas de Verres si no era capaz de matar por obtener caballo de refresco cada pocas horas.
«Sal ahora mismo para Pérgamo a toda velocidad», decía Verres a su superior, prescindiendo de todo formalismo y respeto. «Y lleva a Claudio Nerón a Lámpsaco sin dilación para que juzgue y ejecute a dos socii que asesinaron a mi primer lictor. Si no lo haces hablaré en Roma de ciertos desenfrenos y drogas. Y lo digo en serio, Dolabela. Y dile a Claudio Nerón que si no viene a Lámpsaco y declara culpables a los fellatores griegos, le acusaré también de actos sórdidos. Y haré que los cargos se sustancien, Dolabela, no creas que hablo en broma. Aunque me cueste la vida haré que prosperen los cargos.»
Cuando la noticia de los acontecimientos de Lámpsaco llegó a la corte del rey Nicomedes, el asunto se hallaba en punto muerto: Cayo Verres seguía viviendo en casa de Janitor y andaba tranquilamente por la ciudad, a Janitor le había dicho que comunicase a los ancianos de la ciudad que él se quedaba y que Claudio Nerón vendría de Pérgamo para juzgar al padre y al hijo.
– Ojalá pudiese hacer algo -dijo el preocupado rey a César.
– Lámpsaco pertenece a la provincia de Asia, no a Bitinia -añadió César- y cualquier cosa que hagas habrá de ser de índole diplomática, y no creo que sirviera de ayuda a esos dos pobres socii.
– Cayo Verres es un verdadero buitre, César. A primeros de año saqueó los tesoros de todos los templos de la provincia de Asia, y luego robó el Harpista de Aspendos y el manto de oro de la Artemisa de Pergas.
– Para granjearse las simpatías de las provincias -comentó César con desdén.
– Todo corre peligro por donde él pasa… hasta las hijas virtuosas de importantes socii griegos.
– ¿Y además, qué hace Verres en Lámpsaco?
– ¡Viene a verme, César! -respondió Nicomedes tembloroso-. Trae cartas de presentación para mí y para el rey Sadala de Tracia… el gobernador Dolabela le ha concedido categoría de embajador, pero me imagino que lo que se propone es robar esculturas y pinturas.
– No se atreverá estando yo aquí, Nicomedes -dijo César.
– Eso es lo que iba yo a decir -añadió el rey con el rostro iluminado-. ¿Irías como embajador mío a Lámpsaco para que Cayo Claudio Nerón comprenda que Bitinia se interesa por este asunto? Yo en persona no me atrevo a ir porque parecería una coacción armada, aunque fuese sin escolta militar. Mis tropas están mucho más cerca de Lámpsaco que las de la provincia de Asia.
César vio las dificultades que iba a plantearle el asunto antes de que Nicomedes terminase de hablar. Si iba a Lámpsaco para observar los sucesos en nombre del rey de Bitinia, toda Roma supondría que tenía relaciones íntimas con él. ¿Pero cómo negarse a sus deseos? Era una demanda bien razonable.
– No debe parecer que actúo en tu nombre -replicó muy serio-. La suerte de los dos socii está totalmente en manos del gobernador de la provincia de Asia, al que no agradará la presencia de un privatus romano de veinte años que diga que es enviado oficial del rey de Bitinia.
– Pero es que necesito saber lo que suceda en Lámpsaco de boca de alguien lo bastante distanciado para no exagerar los hechos, y al mismo tiempo lo bastante romano para no ponerse automáticamente del lado de los griegos -protestó Nicomedes.
– No he dicho que no vaya a ir. Iré; pero como un simple privatus romano… alguien que está cerca por casualidad y que acude allí por curiosidad. De ese modo no se verá la mano de Bitinia y podré darte un informe detallado a mi regreso. Luego, si lo consideras necesario, puedes dirigir una protesta oficial al Senado de Roma y yo testificaré.
César partió al día siguiente por tierra, con la sola compañía de Burgundus y cuatro criados, como si cabalgara sin rumbo fijo. Aunque llevaba una coraza de cuero con la correspondiente faldilla, que era el atavío que usaba para montar a caballo, había empaquetado toga, túnica y zapatos senatoriales, y llevaba al esclavo que le hacía las coronas cívicas con hojas de roble. No quería presentarse en nombre del rey de Bitinia, pero sí iba a hacer ostentación de su persona como romano.
Eran los últimos días de diciembre cuando llegó a Lámpsaco por la misma carretera que Verres, y entró sin que advirtieran su presencia, ya que la ciudad entera se había congregado en el puerto para ver cómo atracaba la considerable flota de Claudio Nerón y Dolabela. Ninguno de los dos gobernadores estaba de buen humor; Dolabela porque se veía inexorablemente en manos de Verres, y Claudio Nerón porque las perturbadoras actividades de Dolabela amenazaban también a su persona. Sus rostros adustos no cobraron precisamente ánimo cuando les informaron que no había alojamiento conveniente, ya que en casa de Janitor seguía Verres y la única otra mansión adecuada de la ciudad era la de Filodamo, el acusado. Publio Tetio solventó el problema haciendo salir a un colega de su establecimiento y ofreciéndoselo a los dos gobernadores.
Cuando Claudio Nerón recibió a Verres (que ya le esperaba en el alojamiento asignado al gobernador), supo que era él quien había de presidir el tribunal y aceptar a Verres como acusación, testigo, miembro del jurado y embajador con categoría prepretoriana inalterada por los acontecimientos.
– ¡Absurdo! -exclamó en la entrevista sostenida con Dolabela, Publio Tetio y el legado Cayo Terencio Varrón.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Verres.
– La justicia romana es ejemplar, y lo que tú propones es una farsa. ¡Yo he desempeñado bien mi cargo en la provincia, y, según lo previsto, es muy posible que me reemplace¡¡ en primavera! Y lo mismo puede decirse de tu superior, Cneo Dolabela, aunque no puedo hablar por él -replicó Claudio Nerón, dirigiendo una mirada a Dolabela que éste eludió-. Pero en lo que a mí atañe, pienso dejar la provincia con fama de haber sido uno de los mejores gobernadores. Y este juicio será seguramente el último importante que presida, por lo cual no voy a consentir que sea una farsa.
El rostro amable de Verres se trocó en pedernal.
– ¡Quiero que se les condene rápidamente! -exclamó-. ¡Quiero que esos dos socii griegos sean azotados y decapitados! Han asesinado a un lictor romano en acto de servicio, y si no se les castiga la autoridad de Roma mermará aún más en una provincia que sigue anhelando que la gobierne el rey Mitrídates.
Era un buen argumento, pero no fue la razón por la que Claudio Nerón acabó por ceder; cedió porque no tenía la entereza para resistir cara a cara a Verres. Con excepción de Publio Tetio y su huésped Cayo Terencio Varrón, Verres había logrado ganarse a la colonia romana de Lámpsaco, soliviantándola agriamente en contra de la ciudad: se trataba de una venganza de romanos contra griegos. Claudio Nerón fue incapaz de resistir las presiones.
Entretanto, César había encontrado alojamiento en una modesta posada cercana al puerto. Era tan sucia como pobre, y en ella se hospedaban fundamentalmente marineros, pero era el único lugar que pudo hallar, pues la población sentía animosidad contra los romanos como él. De no haber hecho tanto frío, se hubiera contentado con acampar en algún lugar, y, de no ser por su querida independencia, habría podido encontrar acomodo en casa de algún compatriota, pero se conformó con el puerto. Cuando él y Burgundus fueron a dar un paseo antes de la lamentable cena que preveían les iban a servir, ya los pregoneros iban cantando que el juicio de Filodamo y Artemidoro se celebraría al día siguiente por la mañana en la plaza del mercado.
Llegada la hora, César no se apresuró; quería que todos estuvieran congregados en la plaza cuando él hiciera su espectacular aparición. Efectivamente, su llegada provocó un revuelo: un noble romano, senador y héroe, que nada tenía que ver con los romanos implicados. Ninguno de ellos le conocía de vista para saber de quién se trataba, y tanto más cuanto que César no vestía la laena y el apex, sino blanca toga con una túnica de franja ancha púrpura de senador en el hombro izquierdo y los zapatos marrones del cargo, y lucía una corona de hojas de roble, por lo que todos los romanos, incluidos los dos gobernadores, hubieron de ponerse en pie y aplaudir.
– Soy Cayo Julio César, sobrino de Lucio Cornelio Sila el dictador -dijo con toda naturalidad a Claudio Nerón, tendiéndole la mano derecha-. Iba de camino, he sabido del juicio y me he llegado por si necesitabas un jurado más.
El nombre hizo que todos supieran de quién se trataba, más por haber sido flamen dialis que por su acción en el sitio de Mitilene; aquellos hombres no estaban en Roma al regreso de Lúculo e ignoraban los detalles del asedio por boca del conquistador. No le aceptaron su propuesta de ser jurado, pero se acomodó en seguida en una silla traída a toda prisa para quien, además de héroe de guerra, era sobrino del dictador por matrimonio.
Se inició el juicio. No faltaban ciudadanos romanos para constituir el jurado, pues Dolabela y Claudio Nerón habían llevado numerosos suboficiales y una cohorte de soldados de Pérgamo, fimbrianos que de inmediato reconocieron a César y le vitorearon; otro de los motivos por los que a ninguno de los dos gobernadores les gustó su presencia en el juicio.
Aunque Verres era quien dirigía la acusación, ejerció de acusador un residente romano, un usurero que necesitaba a los lictores de Claudio Nerón para cobrar a los morosos, y que sabía muy bien que si no aceptaba aquel papel dejaría de contar con los lictores. Todos los griegos de Lámpsaco estaban en la plaza murmurando, lanzando miradas incendiarias y alzando a veces el puño, pero, a pesar de todo, ninguno se arriesgó a defender a Filodamo y Artemidoro, quienes se vieron obligados a efectuar su propia defensa en el marco de un sistema jurídico extranjero.
Era, pensó el impenetrable César, una farsa consumada. Claudio Nerón, el presidente del tribunal, no hizo esfuerzo alguno por dirigir el juicio, permaneció punto en boca y dejó que lo hiciesen Verres y Rubrio; Dolabela formaba parte del jurado y no cesó de hacer comentarios en voz alta a favor de Verres, del mismo modo que el propio Verres, también integrado en el jurado. Cuando los griegos comprendieron que no iban a dar a los acusados el tiempo debido para hacer su defensa, comenzaron a oírse protestas, pero había quinientos legionarios en la plaza que hubieran podido sofocar fácilmente cualquier disturbio.
Al llegar el momento del veredicto, el jurado pidió una repetición del juicio, como única manera de manifestar su desacuerdo con la forma para no suscitar la ira de Verres.
Y cuando éste oyó que se pedía una repetición, sintió pánico. Si Filodamo y Artemidoro no eran ajusticiados corría peligro de que le acusaran a él en Roma, secundados por una ciudad indignada y posiblemente con un senador romano, héroe de guerra, como testigo, pues estaba convencido de que Cayo Julio César no iba a secundarle; no es que el joven lo hubiese demostrado por miradas o comentarios, pero eso ya significaba de por sí que estaba en contra de él. Y era pariente de Sila, dictador de Roma. Además, podía suceder que Cayo Claudio Nerón recobrase valor si le juzgaban ante un tribunal de Roma, y cualquier alegación que él quisiera hacer sobre la conducta de aquél parecería un intento de denigrar a un testigo importante.
Que Claudio Nerón pensaba aproximadamente eso mismo se hizo evidente cuando anunció que el juicio se aplazaba hasta principios de verano, lo cual significaba que habría un nuevo gobernador en la provincia de Asia y otro también en Cilicia. A pesar de la muerte de un lictor romano, Filodamo y Artemidoro tenían buenas perspectivas de salvar la vida. Y si salvaban la vida, irían a Roma a querellarse contra él, pues, como había dicho Filodamo, dirigiéndose al jurado:
– Los socii sabemos que dependemos de Roma y que debemos responder ante el gobernador, sus legados y funcionarios, y a través de él ante el Senado del pueblo de Roma. Si no nos avenimos al gobierno de Roma, sabemos que habrá represalias y que muchos de nosotros padecerán. Pero ¿qué hemos de hacer los súbditos extranjeros de Roma cuando Roma consiente que un hombre de categoría no superior a la de ayudante de gobernador codicie a nuestras hijas y nos las quiera arrebatar con turbios propósitos? Mi hijo y yo no hemos hecho más que defender a su hermana, a mi hija, de la maldad. Nadie quiso que muriese un hombre, y no fue un griego quien dio el primer golpe. A mí me escaldaron con agua hirviendo en mi propia casa cuando trataba de impedir que los acompañantes de Cayo Verres causaran dolor y deshonra a mi hija. De no haber sido por la llegada de mi hijo con sus amigos, mi hija habría sido víctima de dolor y deshonra. Cayo Verres no se comportó como un individuo civilizado de un pueblo civilizado. Se comportó como el bárbaro que es.
El veredicto de repetición del juicio, dictaminado por un jurado compuesto exclusivamente por romanos, a quienes durante todo el proceso Dolabela y Verres habían conminado a dar veredicto de culpabilidad, envalentonó al público griego, que despidió a Claudio Nerón y al tribunal con gritos, silbidos, abucheos y gestos de ira.
– Di que se vuelve a celebrar mañana -dijo Verres a Claudio Nerón.
– A principios de verano -replicó Claudio Nerón con voz desmayada.
– No lo hagas si quieres ser cónsul, amigo mío -añadió Verres-. ¡Te hundiré con gran placer, no lo dudes! Lo que le he dicho a Dolabela, te lo digo a ti. Haz lo que te digo o apecha con las consecuencias. Si Filodamo y Artemidoro salvan la vida y me acusan en Roma, tendré que acusaros en Roma a ti y a Dolabela antes de que los griegos puedan llegar allí. Y te aseguro que conseguiré que os condenen por extorsión para que ninguno de los dos podáis testificar contra mí.
El juicio volvió a repetirse al día siguiente. Verres no durmió ocupado como estuvo en sobornar a los miembros del jurado sobornables y en amenazar a los que no lo eran; tampoco durmió Dolabela, obligado a acompañar a Verres.
La faena nocturna inclinó la balanza: por una exigua mayoría, el jurado declaró a Filodamo y Artemidoro culpables de la muerte de un lictor romano, y Claudio Nerón ordenó la inmediata aplicación de la pena. Mantenida a distancia por la cohorte de fimbrianos, la población griega contempló impotente cómo desnudaban y azotaban al padre y al hijo. El anciano estaba inconsciente cuando le decapitaron, pero Artemidoro conservó sus sentidos y derramó lagrimas no por su fin o el de su padre, sino por el destino de su pobre hermana.
Cuando todo hubo concluido, César se abrió paso audazmente entre la multitud de Lámpsaco, que lloraba desconsolada sin rencor. No quedaba ningún otro romano; escoltados por los fimbrias, Claudio Nerón y Dolabela estaban ya trasladando sus pertenencias al puerto. Pero César tenía un propósito; no le había costado mucho descubrir quiénes eran los hombres importantes entre la multitud, y con ellos quería hablar.
– Lámpsaco es muy pequeño para iniciar una revuelta -les dijo-, pero os podéis vengar. No juzguéis a todos los romanos por ese grupo deplorable, y contened vuestra ira. Os doy mi palabra de que cuando regrese a Roma llevaré a juicio al gobernador Dolabela e impediré que ese Verres pueda ser elegido pretor. No por obsequios u honores, sino por mi propia satisfacción.
Dicho lo cual, fue a casa de Janitor, pues quería ver a Cayo Verres antes de que se fuera de Lámpsaco.
– ¡Vaya, aquí está el héroe! -exclamó, contento al verle entrar, Verres, que estaba ya haciendo el equipaje.
– ¿Vas a apoderarte de la hija? -inquirió César, acomodándose en una silla.
– Naturalmente -contestó Verres, asintiendo con la cabeza a un esclavo que le mostraba una estatuilla-. Sí, me gusta; envuélvela. ¿Estás deseando poner los ojos en el motivo de todo este lío, verdad? -inquirió, volviendo la vista hacia César.
– Me consume la curiosidad. Debe de ser más bella que Helena.
– Eso creo.
– ¿Será rubia? Yo siempre pensé que Helena debía de ser rubia. El pelo rubio lleva ventaja.
Verres miró la cabellera de César apreciativamente y se llevó una mano a la suya.
– ¡Que nos lo digan a nosotros!
– ¿A dónde piensas ir desde Lámpsaco, Cayo Verres?
Verres enarcó las leonadas cejas.
– A Nicomedia -contestó.
– Yo no lo haría -añadió César con voz suave.
– ¿Por qué no? -preguntó Verres con falsa naturalidad.
César bajó los ojos para mirarse las uñas.
– Dolabela morderá el polvo en cuanto yo regrese a Roma, que será la primavera que viene o la próxima. Yo mismo le acusaré. Y a ti también si no regresas ahora mismo a Cilicia.
César alzó sus ojos azules y los clavó en los color miel de Verres, y ambos permanecieron un momento inmóviles.
– Ya sé a quien me recuerdas. A Sila -dijo finalmente Verres.
– ¿Ah si?
– Por tus ojos. No son tan claros como los de Sila, pero miran igual. Me pregunto si llegarás tan lejos como él.
– Eso está en manos de los dioses. Yo más bien diría que espero que nadie me obligue a ir tan lejos como Sila.
– Bien, César -replicó Verres, encogiéndose de hombros-, como no soy Cayo Mario, no creo que yo te obligue.
– Desde luego que no eres Cayo Mario -respondió César sin alterarse-. El era un gran hombre hasta que perdió el juicio. ¿A dónde vas desde Lámpsaco; lo has pensado?
– A Cilicia con Dolabela -contestó Verres, volviendo a encogerse de hombros.
– Muy prudente. ¿Quieres que envíe a alguien al puerto a que se lo comuniquen a Dolabela? No me gustaría que zarpase y te dejara en tierra.
– Como quieras -contestó Verres, indiferente.
César salió a buscar a Burgundus y le ordenó avisar a Dolabela. Cuando volvía a entrar en el cuarto, Janitor cruzaba el umbral de la puerta de la casa con un bulto.
– ¿Es Estratónice? -inquirió Verres, ansioso.
– Sí -contestó Janitor, enjugándose las lágrimas.
– Déjanos a solas con ella, griego.
Janitor salió del cuarto.
– ¿Le quito el velo mientras tú la contemplas desde cierta distancia para verla mejor? -inquirió César.
– Prefiero hacerlo yo -contestó Verres, acercándose a la muchacha, que permanecía muda sin hacer un gesto.
La capucha del grueso manto le cubría el rostro y no se la veía. Igual que Mirón, anhelante por ver el resultado de un bronce recién fundido, Verres alzó la capucha con mano temblorosa y se quedó pasmado.
Fue César quien rompió el silencio, echando la cabeza hacia atrás y echándose a reír hasta saltársele las lágrimas.
– No sé por qué me lo imaginaba -dijo cuando pudo hablar, buscándose el pañuelo.
La pobre Estratónice era un cuerpo informe con ojos como rajas, nariz torcida, un rudimento de orejas, labio leporino y un pelo tiñoso rojizo. Y la desgraciada no debía de tener mucha inteligencia.
Con el rostro congestionado, Verres giró sobre sus talones.
– ¡No vayas a perder el barco! -le gritó César-. ¡Lamento tener que divulgar en Roma el final de la historia, Verres!
Nada más salir Verres, César se calmó. Se acercó a aquel ser mudo e inmóvil, recogió la capa del suelo y la envolvió con ella afablemente.
– No temas, muchacha -dijo, sin siquiera saber si entendía-. No te va a pasar nada -hizo una pausa para llamar a Janitor, que apareció en el acto-. Tu lo sabías, ¿verdad, etnarca?
– Sí.
– ¿Y por qué, por el Gran Zeus, no dijiste nada? ¡Han muerto en vano!
– Han muerto porque la muerte les pareció más digna -replicó Janitor.
– ¿Y qué va a ser ahora de este engendro?
– La cuidarán.
– ¿Quiénes lo sabíais?
– Los ancianos de la ciudad.
Sin saber qué replicar, César salió de casa de Janitor y dejó Lámpsaco.
Cayo Verres se apresuró a llegarse al puerto con las piernas temblorosas. ¿Cómo se les ocurriría a aquellos griegos estúpidos guardarla como si fuese Helena de Troya, cuando era una Gorgona?
A Dolabela no le hizo mucha gracia retrasar la salida a causa de las numerosas cajas y arcas que cargó Verres; Claudio Nerón ya había zarpado con sus fimbrianos.
– ¡Quin taces! -replicó Verres despectivo cuando su superior le preguntó dónde estaba la bella Estratónice-. ¡La he dejado en Lámpsaco como se merece!
Su superior llevaba cierto tiempo sintiendo la acuciante necesidad de los estimulantes sexuales a que se había acostumbrado, y Verres no tardó en recobrar el favor de Dolabela y se pasó todo el viaje de Lámpsaco a Pérgamo haciendo planes. Volvería a sumir a Dolabela en su estado de obnubilación y agotaría el resto de su mandato en Tarso gastando los fondos oficiales. ¿Así que César pensaba procesarle? Vaya. No le daría esa oportunidad. ¡Se le anticiparía! En cuanto Dolabela regresase a Roma, él buscaría un abogado prestigioso y testificaría para que desterrasen a Dolabela. Así nadie pondría en tela de juicio los libros de cuentas que él presentaría al Erario. Lástima no haber podido ir a Bitinia y a Tracia, pero no podía quejarse.
– Creo que en Mileto hay una lana finísima -dijo a Dolabela, ya lejos de Pérgamo- y alfombras y tapices de calidad extraordinaria. Vamos a hacer escala allí.
– No se me quita de la cabeza que esos dos socii hayan muerto inútilmente -dijo César a Nicomedes y a Oradaltis-. ¿Por qué no enseñarían esa muchacha a Verres? ¿Por qué? ¡No hubiera sucedido nada! ¿Por qué se empeñaron en convertir lo que habría podido ser una comedia, con un Verres burlado, en una tragedia digna de Sófocles?
– Por orgullo sobre todo -contestó Oradaltis con lágrimas en los ojos-. Y tal vez por pundonor.
– Habría sido comprensible si la muchacha hubiese nacido normal, pero desde que vino al mundo debieron de ver cómo era. ¿Por qué no la mostraban? Nadie se lo habría reprochado.
– Los únicos que habrían podido darte una explicación murieron en la plaza de Lámpsaco, César -añadió Nicomedes-. Tendrían sus motivos, al menos el anciano Filodamo. Quizás una promesa a un dios, una decisión de la madre, una expiación… ¿quién sabe? Si todo tuviera explicación no habría misterios en la vida ni se darían tragedias.
– Me entraron ganas de llorar al verla. Y sin embargo estuve riendo a más no poder. Ella no lo entendía, pero Verres sí. Por eso me reí. Él nunca olvidará esas carcajadas y me temerá.
– Me sorprende que no haya venido -dijo el rey.
– No vendrá -contestó César con aire satisfecho-. Cayo Verres ha cogido sus bártulos y se ha marchado a Cilicia.
– ¿Cómo es eso?
– Se lo dije yo.
El rey optó por no hacer comentarios.
– Lamentas no haber podido hacer nada por evitar la tragedia.
– Desde luego. Es lastimoso tener que aguantarse viendo cómo unos estúpidos hacen estragos en nombre de Roma. Pero te juro, Nicomedes, que yo jamás actuaré así cuando tenga edad y autoridad.
– No hace falta que lo jures. Te creo.
La conversación había tenido lugar antes de que César se retirase a sus aposentos a calmar los poco habituales estragos del viaje; las tres noches que había pasado en la hospedería del puerto le había despertado una ramera a horcajadas desnuda, y el traidor que anidaba en su ser, privado de dominio y discernimiento por el sueño, había gozado intensamente; y la consecuencia era que había cogido unas buenas ladillas. El descubrirlo le había causado tal horror y asco que desde aquel momento había sido incapaz de comer, y el gran temor a rociar con sustancias extrañas sus genitales le había disuadido de emplear algún remedio al uso. Los repugnantes insectos habían sobrevivido a todos los baños helados que había soportado estoicamente en el camino de Lámpsaco a Nicomedia, y durante su charla con el anciano rey no había dejado de sentir aquel tormento en el vello.
Ya no podía más; apretando puños y dientes se puso de pronto en pie.
– Te ruego me excuses, Nicomedes. Tengo que eliminar unos incómodos bichitos -dijo con la mayor naturalidad posible.
– ¿Te refieres a ladillas? -inquirió el monarca, al que pocas cosas se le escapaban y podía hablar sin trabas, pues ya hacía un rato que Oradaltis se había marchado con el perro.
– ¡Me están volviendo loco estos bichos asquerosos!
Nicomedes salió del salón con él.
– Sólo hay un medio para evitar cogerlas cuando se va de viaje -dijo el rey-. Es doloroso, sobre todo la primera vez, pero es eficaz.
– Andaría sobre ascuas si fuera preciso. Dime qué es, pienso hacerlo -dijo César con decisión.
– ¡Pero en tu curiosa sociedad te tacharán de afeminado! -añadió aviesamente Nicomedes.
– Cualquier cosa mejor que esta plaga. ¡Dímelo!
– Depilarte todo el cuerpo, César. En los sobacos, en la ingle, y en el pecho, si tienes. Si te parece, te enviaré al que nos lo hace a mí y a Oradaltis.
– ¡Cuanto antes mejor! -dijo César, llevándose la mano a la cabeza-. ¿Y el cabello?
– ¿También tienes bichitos?
– No creo, pero me pica por todas partes.
– Son insectos distintos que no se cogen en la cama. No creo que los tengas, dado lo alto que eres. No pueden trepar y sólo pasan de un individuo a otro que sea de igual estatura o más bajo -dijo Nicomedes echándose a reír-. Te los podría pasar Burgundus como mucho. A no ser que las rameras de Lámpsaco durmieran con la cabeza arrimada a la tuya.
– ¡Las rameras de Lámpsaco me acosaron durante el sueño, pero puedo asegurarte que no me anduve con finuras!
César daría muchas veces gracias en años venideros por aquella curiosa conversación. Si depilarse el cuerpo servía para eliminar aquel horror, se depilaría; ¡vaya si se depilaría!
El esclavo que Nicomedes le envió era un experto; en otras circunstancias César no le habría permitido realizar una tarea tan íntima, porque era un maricón redomado, pero no le quedó más remedio que ponerse en sus manos.
– Os quitaré unas cuantas cada día -dijo el relamido Demetrio.
– Me las quitas todas hoy -replicó César con cara de pocos amigos-. He ahogado cuantas he podido bañándome, pero debe ser que los huevos se quedan pegados y por eso no desaparecen. ¡Puaf!
– ¡Eso es imposible! -chilló Demetrio espantado-. ¡Aun haciéndolo yo es dolorosísimo!
– Todo hoy -repitió César.
Y Demetrio fue haciendo su labor con César desnudo, sin mostrar angustia alguna. Tenía autodisciplina y gran valor, y habría preferido morir antes que encogerse, gemir, llorar o dar muestras de acobardamiento. Cuando el tormento dio fin y había transcurrido un tiempo que disipó el dolor, se sintió como nunca. Además, le gustaba la imagen de su cuerpo depilado en el espejo de plata que el rey Nicomedes había mandado instalar en el cuarto de su huésped de honor. Esbelto y sin tacha. Desnudez absoluta. E incluso más masculino. ¡Qué extraño!
Como quien ha recobrado la libertad, se dirigió aquella noche al comedor sintiendo un nuevo placer que se reflejaba claramente en su rostro y en la mirada. El rey Nicomedes le miró y contuvo un grito, y César le guiñó un ojo.
Diecisiete meses estuvo en Bitinia y alrededores; una temporada idílica que habría de recordar como la mejor de su vida hasta que a los cincuenta y tres años viviese otra mejor. Fue a Troya a rendir homenaje a su antepasado Eneas, estuvo varias veces en Pesino, volvió a Bizancio y a casi todas partes, excepto Pérgamo y Tarso, en donde a Claudio Nerón y a Dolabela les habían prorrogado el mandato.
Aparte de su amistad con Nicomedes y Oradaltis, una experiencia muy satisfactoria, la mejor alegría de aquella época fue la visita que hizo a un hombre al que apenas recordaba: Publio Rutilio Rufo, tío-abuelo materno.
Rutilio Rufo había nacido el mismo año que Cayo Mario y tenía setenta y nueve años, y en Esmirna estaba hacía muchos de honorable exiliado; seguía tan activo como un hombre de cincuenta años, con el mismo ánimo que un muchacho, una mente tan aguda como siempre y un sentido del humor tan fino y desarrollado como el de su amigo y colega Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado.
– Los he sobrevivido a casi todos -dijo Rutilio Rufo con gozosa satisfacción después de haber contemplado y aprobado mentalmente el buen aspecto de su nieto-sobrino.
– ¿Y no te da pesar, tío?
– ¿Por qué? En todo caso, me alegra. Sila no cesa de escribirme pidiéndome que vuelva a Roma, y me envía a todos los gobernadores y funcionarios que viajan por aquí a que me lo supliquen en su nombre.
– Y tú no piensas ir.
– No. Me gusta vestir la chlamys griega y estas sandalias más que la toga, y tengo más fama aquí en Esmirna que en Roma, una ciudad ingrata y salvaje, joven César, ¡cómo te pareces a Aurelia! ¿Cómo se encuentra mi perla hallada en el barro de Ostia?… Yo siempre la llamaba así. ¿Así que ha enviudado, eh? Lástima. Fui yo quien hizo que se casara con tu padre, ¿sabes? Y por si no lo sabes, yo impuse que Marco Antonio Cnifo fuese tu tutor cuando aún estabas en pañales. Decían que eras un prodigio y aquí estás, con veintiún años, dos veces senador y el héroe más preciado de Sila. ¡Bien, bien!
– Yo no diría que soy su héroe más preciado -replicó César sonriente.
– ¡Sí, sí que lo eres! ¡Me consta! Yo aquí, en Esmirna, me entero de todo. Y Sila me escribe. Siempre me ha escrito. Y cuando estaba arreglando los asuntos de la provincia de Asia me visitó varias veces… Yo le sugerí el método organizativo, basado en el programa que Escauro y yo desarrollamos hace años. Lástima que esté enfermo. Pero no parece que la enfermedad le haya impedido meter a Roma en vereda.
Rutilio Rufo prosiguió en el mismo tono la conversación durante varios días, saltando de un tema a otro con la alegre ligereza de un buen hablador y la decisión de un empedernido chismoso; era un pájaro inquieto al que los años no habían desplumado ni arrebatado el arte de trinar. Su tema preferido era Aurelia, y César aportaba detalles que él ignoraba con gran afecto y muy escogidas palabras, enterándose, a su vez, de muchas cosas de su madre que él ignoraba. Sin embargo, de su relación con Sila poco tenía Rutilio Rufo que contar, y no quería hacer cábalas, aunque si hizo reír a César relatándole el dilema que se les había planteado al no saber cuál de sus sobrinas había dado a luz a un niño pelirrojo.
– Cayo Mario y Julia estaban convencidos de que se trataba de Aurelia y Sila, pero fue Livia Drusa, claro, con Marco Catón.
– Es cierto; tu esposa era una Livia.
– Y la mayor de mis dos hermanas era la esposa de Cepio el cónsul, el que robó el oro de Tolosa. Tú eres pariente de los Servilios Cepiones, jovencito.
– A esa familia no la conozco.
– Una gente aburrida a la que la sangre de los Rutilios no ha podido influir. Cuéntame eso del flaminado que te impuso Cayo Mario.
César, que pretendía quedarse unos días en Esmirna, acabó pasando allí dos meses. Había tantas cosas que Rutilio Rufo quería saber y tantas cosas que el anciano tenía que contar… Cuando se despidió de él, a César se le saltaron las lágrimas.
– Nunca te olvidaré, tío Publio.
– ¡Tienes que volver! Y no te olvides de escribirme, César. De todos los placeres que la vida conserva para mí, ninguno como una correspondencia sincera con un hombre culto.
Pero todo lo idílico tiene fin, y César llegó a una conclusión al recibir en Nicomedia una carta de Tarso, en abril del año en que murió Sila.
– Publio Servilio Vatia, que fue cónsul el año pasado, ha sido enviado de gobernador a Cilicia -dijo a los reyes de Bitinia-, y requiere mis servicios como segundo legado… Por lo visto me ha recomendado Sila personalmente.
– Pero no tienes por qué ir -dijo Oradaltis, apremiante.
– Ningún romano está obligado a hacer nada -replicó César sonriente-, desde el más bajo hasta el más alto. El servicio en cualquier institución es voluntario, pero hay ciertas consideraciones que influyen sobre nuestras decisiones, y el servicio es como una obligación. Si quiero tener una carrera política debo servir en seis campañas; aunque yo pretendo servir en diez. Nadie podrá nunca acusarme de haber eludido nuestras leyes.
– ¡Pero tú ya eres senador!
– Sólo por mi carrera militar, lo que a su vez significa que debo continuarla.
– Entonces es cierto que te marchas -dijo el rey.
– Inmediatamente.
– Te procuraré un barco.
– No. Iré a caballo por las Puertas de Cilicia.
– Pues te daré una carta de presentación para el rey Ariobarzanes de Capadocia.
En el palacio comenzó el ajetreo entre lloriqueos del perro; el pobre Sila se daba cuenta de que César estaba a punto de marchar.
Y una vez más César se comprometió a volver. Los dos ancianos no le dieron tregua hasta arrancarle la promesa, y luego le desarmaron regalándole a Demetrio el depilador.
No obstante, antes de partir César volvió a intentar convencer al rey Nicomedes de que lo mejor para Bitinia era convertirse en provincia romana cuando él muriera.
– Me lo pensaré -fue cuanto Nicomedes dijo.
César abrigaba ya pocas esperanzas de que el anciano rey testara a favor de Roma; los acontecimientos de Lámpsaco estaban demasiado recientes en la mente de los no romanos y no se le podía reprochar que no le sedujese la idea de legar su reino a compatriotas de Cayo Verres.
El mayordomo Eutico fue devuelto a Aurelia en Roma, y César viajó con cinco criados (incluido Demetrio el depilador) y Burgundus, y viajó deprisa. Cruzó el río Sangario y fue a Ancira, la mayor ciudad de Galacia, y allí conoció a un hombre muy interesante, un tal Deiotaro, caudillo de los tolistobogii.
– Casi todos somos muy jóvenes -dijo el hombre-. El rey Mitrídates exterminó a todos los notables gálatas hace veinte años y no quedaron jefes. En cualquier otro país esto habría supuesto la desintegración del pueblo, pero los gálatas siempre hemos sido una confederación no muy coherente, y hemos resistido hasta que los hijos de los notables se han hecho mayores.
– Mitrídates no volverá a haceros caer en la trampa -dijo César, que estaba convencido de que aquel galo era tan astuto como él inteligente.
– No, mientras yo esté -contestó Deiotaro sin vacilar-. Yo he tenido al menos la ventaja de vivir tres años en Roma y sé más que mi padre, que murió en aquella matanza.
– Mitrídates volverá a intentarlo.
– No lo dudo.
– ¿Tan seguro estás?
– ¡Claro! Él es aún un hombre vigoroso con muchos años de reinado por delante, pero parece incapaz de darse cuenta de algo de lo que yo estoy seguro: que Roma vencerá al final. Y yo prefiero estar en la posición de amigo y aliado de Roma.
– Bien dicho, Deiotaro.
César continuó el viaje hasta el río Halis, siguiendo su moroso curso rojo hasta el imponente monte Argeo; de allí a Eusebia Mazaca no había más que cuarenta millas cruzando la amplia depresión del valle del Halis. Recordaba, naturalmente, las numerosas anécdotas que le había contado Cayo Mario de aquel país, sobre la preciosa ciudad pintada al pie del extinto volcán, el palacio azul y de su entrevista con el rey Mitrídates del Ponto. Pero ahora Mitrídates se había retirado a Sinope, y el rey Ariobarzanes se sostenía bien que mal en el trono de Capadocia.
Bien que mal, se dijo César después de entrevistarse con él. Por el motivo que fuese los reyes de Capadocia habían sido todos débiles, del mismo modo que los del Ponto habían sido fuertes. Y Ariobarzanes no era una excepción a la regla. Tenía verdadero pavor a Mitrídates, y mostró a César cómo el rey del Ponto había saqueado todas las obras de arte y objetos valiosos de su palacio, hasta el último clavo de oro.
– De todos modos -replicó César al intimidado monarca, un hombrecillo con cierto aire sirio-, la pérdida de doscientos mil soldados en el Cáucaso impedirá que Mitrídates pueda volver en muchos años. Ningún ejército puede permitirse una pérdida así, y más aún tratándose de soldados bien entrenados y veteranos de una buena campaña. Porque lo eran, ¿no es cierto?
– Sí. Habían reconquistado Cimeria y las riberas norte del mar Euxino el verano anterior.
– Buena campaña, tengo entendido.
– Ya lo creo. Dejó a su hijo Macares de sátrapa en Panticapea, y creo que su principal cometido es reunir un ejército para el padre.
– El prefiere soldados escitas o roxolanos.
– Son mejores que los mercenarios, desde luego; es una lástima que los pueblos de Ponto y Capadocia no den buenos soldados. Yo estoy obligado a contar con mercenarios sirios o judíos, pero Mitrídates ha dispuesto de hordas de bárbaros belicosos desde hace casi treinta años.
– ¿Y no tienes ejército en este momento?
– En este momento no lo necesito -contestó Ariobarzanes.
– ¿Y si Mitrídates invade de pronto el país?
– Volveré a perder el trono. Cayo Julio, Capadocia es muy pobre y no puede permitirse el lujo de un ejército permanente.
– Tienes otro enemigo: el rey Tigranes.
– ¡No me lo recuerdes! -exclamó Ariobarzanes con gesto de contrariedad-. Sus triunfos en Siria me han privado de mis mejores soldados, porque los judíos permanecen en su país para ofrecerle resistencia.
– ¿Y no crees que deberías vigilar tanto el Éufrates como el Halis?
– No hay dinero -contestó el rey obstinadamente.
Mientras se alejaba, César iba meneando la cabeza. ¿Qué podía hacerse con el soberano de un país que se daba por vencido antes de que hubiera guerra? El reparó en seguida en muchas de las ventajas naturales que podían beneficiar sobremanera a Ariobarzanes para caer por sorpresa sobre el invasor, pues era un terreno lleno de montañas de cumbres nevadas o surcado por extraños barrancos, como le había explicado Cayo Mario. Un terreno fantástico, desde el punto de vista militar y como paisaje, pero al cual, sin embargo, aquel rey no concedía más que el interés de ser la vivienda natural de sus trogloditas.
– ¿Qué me dices ahora que has visto mucho más mundo, Burgundus? -preguntó César a su gigantesco liberto mientras cruzaban las profundas gargantas de las Puertas de Cilicia entre imponentes pinos y rumorosas cascadas.
– Que Roma y Bovillae, Cardixa y mis hijos son más estupendos que ninguna catarata o montaña.
– ¿Prefieres volver a casa, amigo mío? Te enviaré encantado -añadió César.
– No, César, me quedo -replicó Burgundus, meneando enfáticamente su rubia cabeza-. Cardixa me mataría site sucediera algo.
– ¡Nada va a sucederme!
– Prueba a decírselo tú.
Publio Servilio Vatia estaba tan cómodamente instalado en el palacio del gobernador de Tarso, cuando llegó César a finales de abril, que parecía haber vivido en él desde siempre.
– Estamos contentisimos con él -comentó Morsimo, capitán de la guardia cilicia del gobernador y etnarca de Tarso.
Cabello encanecido por los veinte años transcurridos desde que había acompañado a Cayo Mario a Capadocia, Morsimo había recibido a César, por quien sentía mayor lealtad que hacia ningún gobernador, pues era sobrino de sus dos ídolos: Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila. Haría cuanto estuviera en su mano por ayudar al jOven.
– Tengo entendido que Cilicia padeció mucho bajo el mandato de Dolabela y Verres -dijo César.
– Ha sido terrible. Verres sólo se dedicaba a la usura y a la extorsión; además del pillaje de las mejores obras de arte de los templos.
– En cuanto llegue a Roma presentaré una acusación contra los dos, así que tendrás que ayudarme a reunir pruebas.
– Seguramente cuando llegues a Roma Dolabela ya estará desterrado -contestó Morsimo-. El gobernador ha tenido noticias de Roma de que el hijo de Marco Emilio Escauro y la señora Dalmática están instruyendo proceso contra Dolabela, y que Cayo Verres se está cubriendo de gloria facilitando pruebas al joven Escauro, y que él mismo piensa testificar en el juicio.
– ¡Astuto fellator! Eso significa que nada podré contra él. Aunque, en definitiva, poco importa quien acuse a Dolabela con tal de que reciba su merecido. Si lamento no ser yo es porque llego tarde a la actividad jurídica por culpa de mi sacerdocio, y un triunfo contra Dolabela y Verres me habría hecho famoso. ¿Atacará Vatia al rey Tigranes? -inquirió tras una pausa.
– No creo. Ha venido con la encomienda concreta de exterminar a los piratas.
Afirmación que el propio Vatia confirmó a César en una audiencia. Coetáneo de Metelo Pío el Meneítos (que además era su primo más allegado), Vatia tenía cincuenta años. En principio la idea de Sila era nombrarle cónsul con Cneo Octavio Ruso, pero Cinna le había derrotado en aquellas elecciones, y Vatia, igual que Metelo Pío, había tenido que aguardar mucho tiempo para el consulado que por nacimiento le correspondía. La recompensa por su inquebrantable lealtad a Sila había sido el gobierno de Cilicia; provincia que él había preferido a Macedonia, a la que había sido destinado su colega del consulado, Apio Claudio Pulcro.
– Que no llegó a Macedonia -dijo Vatia a César-. Cayó enfermo en Tarento y regresó a Roma. Afortunadamente, esto sucedió antes de que Dolabela el viejo hubiera abandonado Macedonia y le han pedido que continúe en el cargo hasta que Apio Claudio se restablezca y pueda reemplazarle.
– ¿Y qué enfermedad le aqueja?
– Debe ser un mal que le viene de antes; ya no estaba bien durante el consulado y jamás conseguí animarle. Pero está tan empobrecido que tendrá que aceptar ese cargo, porque si no no podrá rehacer su fortuna.
César frunció el ceño, pero no dijo nada. Pensaba en las limitaciones propias de un sistema que virtualmente obligaba al que era nombrado gobernador de una provincia a seguir una carrera oficial delictiva; la tradición consagraba la venta de derechos de ciudadanía, contratos, exenciones de impuestos, ingresos que iban a engrosar la bolsa del gobernador; Senado y Erario sancionaban oficiosamente la costumbre para reducir gastos estatales, por eso era tan difícil encontrar un jurado de senadores que condenase por extorsión a un gobernador. No era de extrañar que las provincias expoliadas constituyeran una constante fuente de rencor hacia Roma.
– Tengo entendido que vamos a emprender la guerra contra los piratas, Publio Servilio -dijo César.
– Exacto -contestó el gobernador, en medio de montones de papeles; era evidente que le complacía la parte administrativa del cargo, aunque no era un hombre codicioso que necesitase aumentar su fortuna con extorsiones, y menos cuando, al emprender la guerra contra los piratas, le correspondería legalmente una buena parte del botín-. Desgraciadamente -prosiguió Vatia-, tendré que retrasar la campaña por la penuria a que ha quedado reducida la provincia por la actuación de mi antecesor en el cargo. Todo este año tendré que dedicarlo a asuntos internos.
– ¿Y a mí me necesitas? -inquirió César, demasiado joven para atraerle la idea de hacer carrera militar detrás de un escritorio.
– Te necesito -contestó Vatia enérgico-. Te encargarás de reunir una escuadra.
– En eso tengo cierta experiencia -dijo César haciendo una mueca.
– Lo sé. Por eso te hice llamar. Tiene que ser una escuadra de categoría, y numerosa para poder dividirla en flotillas en caso necesario. Ya han pasado los días en que los piratas andaban por esos mares en pequeños hemiolai y myoparones; actualmente hacen sus incursiones en trirremes y birremes cubiertas, ¡y hasta en quinquerremes!, y atacan reunidos en flotas al mando de almirantes… strategoi los llaman. Surcan los mares como auténticas escuadras con naos capitanas pintadas de oro y púrpura, y viven como reyes en sus guaridas, en las que tienen esclavizados a numerosos hombres libres para su servicio. Además de contar con arsenales y darse los mismos lujos y más que un romano rico. Lucio Cornelio se preocupó de que el Senado comprendiese por qué me enviaba a un lugar tan alejado y poco importante como Cilicia, pues aquí es donde los piratas tienen sus principales guaridas y es por donde debemos iniciar la limpieza.
– Podría ir a descubrir sus principales reductos; estoy seguro de que podría hacerlo tan bien como reunir una escuadra.
– No es necesario, César. Ya sabemos dónde están los principales refugios. Uno bien conocido es Coracesium, aunque cuenta con tan buenas defensas naturales y tanta guarnición que no sé si yo u otro podremos tomarla. Voy a comenzar por el extremo más lejano de la provincia, por Panfilia y Licia. Hay un rey pirata llamado Zenicetes que domina todo el golfo de Panfilia. Será el primero sobre el que caiga la ira de Roma.
– ¿El año que viene? -inquirió César.
– Probablemente -contestó Vatia -, aunque no será hasta finales del verano. No puedo iniciar la guerra contra los piratas sin tener todas las cosas en orden en Cilicia y contar con fuerza naval y militar suficiente para vencer.
– Te prorrogarán el cargo varios años.
– El dictador y el Senado me han garantizado que no me apremiarán y que dispondré de los años que sean precisos. Lucio Cornelio ya se ha retirado, desde luego, pero no creo que el Senado le desobedezca.
Y César se puso en camino para reunir una escuadra, pero sin entusiasmo, porque iba a tardar más de un año en entrar en acción, y, por lo que se figuraba del carácter de Vatia, cuando se iniciara la guerra, el gobernador no iba a tener la rapidez e iniciativa que requería tal campaña. A pesar de que César no sentía estima por Lúculo, no le cabía la menor duda de que el segundo general que le había caído en suerte no tenía ni punto de comparación con el primero.
No obstante, era una ocasión más para viajar y eso le compensaba. La potencia naval sin rival en el extremo oriental del Mediterráneo era Rodas; y a Rodas se encaminó César en mayo. La isla siempre había sido leal a Roma (resistiendo con éxito a Mitrídates nueve años antes), y se podía contar con ella para la obtención de barcos, capitanes y tripulaciones para la campaña de Vatia, aunque no con tropas navales, pues los rodios no abordaban barcos enemigos combatiendo como en tierra.
Afortunadamente, Cayo Verres no había tenido tiempo de hacer una visita a Rodas, y por ello César fue bien recibido en la isla y con buena disposición para las negociaciones por parte de los dirigentes. En esencia se trató de si Roma iba a pagar a Rodas por su intervención; hueso duro de roer, pues Vatia era partidario de que ninguna de las ciudades, islas y comunidades aliadas que proporcionaran barcos recibiera pago en metálico, y dando opción a que se resarcieran con lo que se obtuviera del botín capturado a los piratas, para que su contribución a la empresa fuese gratuita. Y César tenía que negociar siguiendo esa pauta.
– Miradlo de este modo -dijo para persuadirles-. El éxito de la empresa supone un gran botín y el fin de las incursiones. Roma no puede pagaros, pero participaréis del botín y así os cobráis y obtenéis beneficio. Rodas es amiga y aliada del pueblo romano. ¿Por qué vais a arriesgaros a perder tal condición? Las alternativas son: participar o no participar. A vosotros toca decidir.
Rodas cedió y César obtuvo la promesa de tener los barcos para el verano del año siguiente.
De Rodas fue a Chipre, sin saber que en el barco con el que se cruzó en la bocana al salir del puerto llegaba un notable romano: nada menos que Marco Tulio Cicerón, gastado por un año de matrimonio con Terencia y las delicadas negociaciones que acababa de concluir con éxito en Atenas, por las que su hermano menor, Quinto, contraía matrimonio con la hermana de Tito Pomponio Atico. De la unión de Cicerón había nacido una hija, Tulia, y él se había ido de Roma seguro de que su esposa quedaba muy ocupada cuidando de la niña. En Rodas vivía el más famoso maestro de retórica, Apolonio Molon, y a su escuela se dirigía Cicerón; necesitaba un año de vacaciones, lejos de los tribunales de Roma y de Terencia. Había perdido la voz, y Apolonio Molon era famoso por propugnar que el aparato vocal y físico de un orador había de ser equiparable a su capacidad mental. Aunque detestaba viajar y temía que la ausencia de Roma malograse su carrera jurídica, Cicerón ansiaba aquel exilio voluntario lejos de sus amigos y de casa. Quería descansar.
Para César no habría descanso, y su temperamento también se lo impedía. Desembarcó en Pafos, capital del regente de Chipre, Ptolomeo, hermano menor del nuevo rey de Egipto, Ptolomeo Auletes.
Ptolomeo de Chipre era un perdido que había residido mucho tiempo en las cortes de Mitrídates y Tigranes, y ya desde el primer momento de su entrevista con César se evidenció que no entendía nada ni le interesaba entenderlo. No parecía tener instrucción alguna, y sus latentes preferencias sexuales se habían puesto de manifiesto en cuanto abandonó la tutoría de aquellos reyes, por lo que el ambiente en su palacio era muy parecido al de la corte de Nicomedes, con la salvedad de que Ptolomeo era una persona muy distinta.
Bien le habían juzgado los alejandrinos nada más llegar con su hermano mayor y sus respectivas esposas, y por eso, aunque no se hhabían opuesto a su nombramiento de regente de Chipre, sí habían impuesto la presencia en la isla de un buen equipo de burócratas.
César descubrió que eran aquellos hombres quienes realmente gobernaban Chipre por cuenta de Egipto.
Tras rechazar sutilmente las proposiciones eróticas de Ptolomeo, César consagró sus energías a los burócratas alejandrinos. No eran personas fáciles para la negociación, pues no sentían estima por Roma, no veían el lugar de Chipre en la campaña de Vatia y estaban a todas luces resentidos porque Vatia hubiese enviado un legado de veintiún años para entablar las negociaciones.
– Que yo sea joven -dijo César altivamente- no tiene nada que ver. Soy un héroe condecorado, senador a una e dad en que aún no se accede al Senado, y soy el ayudante militar de Publio Servilio Vatia. ¡Podéis consideraros afortunados de que me haya dignado venir a la isla!
La admonición no cayó en saco roto, pero los burócratas no cambiaron de actitud, y a pesar de que César argumentó como un buen político, no pudo llegar a un acuerdo con ellos.
– A Chipre también le afecta la piratería. ¿No veis que la piratería sólo puede erradicarse si todos los que la sufren se unen para la empresa? La escuadra de Publio Servilio Vatia tiene que ser poderosa para actuar a modo de red que acose a los piratas en algún sitio del que no puedan escapar. Obtendremos un enorme botín y Chipre tendrá acceso a los mercados del Mediterráneo. Bien sabéis que actualmente los piratas de Panfilia y Cilicia os lo impiden.
– Chipre no necesita tener acceso a los mercados del Mediterráneo -dijo el jefe de los alejandrinos-. Todo lo que Chipre produce va a parar a Egipto, y en los mares entre Chipre y Egipto no consentimos que haya piratas.
Una segunda entrevista tuvo lugar con el regente Ptolomeo. Sin embargo, esta vez César tuvo suerte. Acompañaba a Ptolomeo su esposa Nisa, hija de Mitrídates. Si César hubiese conocido la fisonomía de los mitridáticos, hubiera reconocido en la joven a un auténtico miembro del linaje: grande, rubia y de ojos dorados verdosos. Ese colorido y su voluptuosidad eran su principal atractivo, más que una auténtica belleza, pero a César le resultó atractiva de inmediato; y ella demostró ser sensible al encanto de César. Y cuando la absurda entrevista con Ptolomeo dio fin, fue ella quien acompañó del brazo al huésped de su marido a mostrarle el lugar en que la diosa Afrodita había surgido del mar para sembrar en tierra su divino desorden.
– Era mi bisabuela, treinta y nueve generaciones atrás -comentó César, acodado en la balaustrada de mármol que marcaba en la orilla el lugar del nacimiento de la diosa.
– ¿Quién? ¿Afrodita? ¡No es posible!
– Claro que sí. Yo desciendo de su hijo Eneas.
– ¿Ah, sí?
Aquellos ojos dorados y ligeramente protuberantes le escrutaron como buscando algún indicio de su asombroso y augusto linaje.
– Ciertamente, princesa.
– Entonces perteneces al Amor -dijo con un mohín la hija de Mitrídates, pasándole suavemente un dedo por el bronceado antebrazo.
El contacto hizo su efecto, aunque César no lo demostró.
– Nunca me lo habían dicho de esa manera, princesa, pero tiene lógica -replicó él sonriente, mirando el glorioso horizonte en que se juntaba el zafiro del mar con el turquesa del cielo.
– ¡Claro que eres del Amor teniendo tal antepasada!
Él volvió la cabeza para mirarla y se encontró con sus ojos al mismo nivel, dado lo alta que era.
– Es notable -dijo con voz suave- que el mar produzca tanta espuma en este lugar y no en el resto de la orilla; aunque no entiendo la razón. ¿No ves? -añadió mirando a derecha e izquierda-. Más allá de la balaustrada no hay espuma.
– Se dice que ella la dejó aquí para siempre.
– Entonces es que las burbujas son su esencia -dijo él, despojándose de la toga y desabrochándose los zapatos senatoriales-. Tengo que bañarme en su esencia, princesa.
– Si no fueses descendiente te prevendría -dijo la princesa mirándole.
– ¿Prohíbe la religión bañarse aquí?
– No está prohibido, pero no es prudente. Tu augusta antepasada ha castigado a algunos bañistas con la muerte.
Regresó indemne del chapuzón y vio que ella había extendido el vestido sobre las ásperas hierbas de la orilla y le esperaba tendida. En el reverso de la mano le quedaba una burbuja, y él se agachó para hacerla estallar sobre su liso y virginal ombligo; ella rió y se sobresaltó presa de un temblor incontrolable.
– Quemado por Venus -dijo él tumbándose a su lado, húmedo y estimulado por la misteriosa espuma. Acababa de ser ungido por Venus, que además había dispuesto entregarle a aquella magnífica mujer, hija de un gran rey y sólo suya, como descubrió al penetrarla. Amor y poder: la combinación suprema.
– Quemada por Venus -dijo ella, estirándose como una enorme gata dorada.
– Conoces el nombre romano de Afrodita -dijo el descendiente de la diosa, como sumido en una burbuja de felicidad.
– Roma llega muy lejos.
La burbuja se desinfló, pero no por lo que ella acababa de decir, sino porque había concluido el mágico momento.
César se puso en pie; no le gustaba permanecer echado una vez consumado el amor.
– Bien, Nisa, hija de Mitrídates, ¿usarás de tu influencia para ayudarme a conseguir esa escuadra? -inquirió él, aunque sin explicarle por qué su petición le causaba cierta risa.
– Qué hermoso eres -dijo ella, apoyada en el codo, mirándole-. Sin nada de vello; como un dios.
– Igual que tú.
– Todas las mujeres de la corte vamos depiladas, César.
– ¿Los hombres no?
– ¡No, duele bastante!
Él se echó a reír. Se puso la túnica, se ató los zapatos y comenzó el laborioso engorro de hacerse los pliegues de la toga sin ayuda.
– ¡Vamos, mujer, arriba! -dijo alegremente-. Hay que conseguir una escuadra y convencer a tu esposo de que lo único que hemos hecho es contemplar la espuma del mar.
– ¡Ah, él! -exclamó ella, comenzando a vestirse-. Le da igual lo que hayamos hecho. Habrás notado que era virgen.
– Indudablemente.
Sus ojos verde-dorados se iluminaron.
– Creo que de no ser por mis influencias para ayudarte a conseguir la escuadra ni me habrías mirado.
– Tengo que rebatir lo que dices -replicó él muy tranquilo-. En cierta ocasión se me acusó de hacer lo mismo para conseguir otra escuadra, y lo que dije entonces sigue siendo cierto: preferiría atravesarme con mi espada que recurrir a trucos de mujer para conseguir mis fines. Pero tú, encantadora princesa, has sido un regalo de la diosa, que es algo muy distinto.
– ¿No te has ofendido?
– En absoluto, aunque por tu sensibilidad te lo haya parecido. ¿Has heredado el buen sentido de tu padre?
– Quizás él es listo, pero también tonto.
– ¿En qué?
– Por su torpeza en no saber escuchar los consejos que le dan -contestó ella, dando media vuelta para dirigirse a palacio-. César, me alegro mucho de que hayas venido a Pafos. Estaba harta de ser virgen.
– Pues lo eras. ¿Por qué te has unido precisamente a mí?
– Tú eres descendiente de Afrodita, y por lo tanto más que un simple mortal. ¡Yo soy hija de rey y no puedo entregarme a un hombre cualquiera!
– Es un honor para mi.
Las negociaciones de la escuadra se prolongaron bastante sin que César lo lamentase. Cada día, él y la aburrida esposa de Ptolomeo iban de excursión al lugar de nacimiento de Afrodita, y él se bañaba en la esencia de la diosa antes de consumir parte de la suya en la entusiasmada esposa de Ptolomeo. Era evidente que los burócratas alejandrinos sentían mayor respeto por Nisa que por su esposo, cosa que algo debía de tener que ver con el hecho de que el rey Tigranes estaba enfrente de la isla, en Siria. Egipto quedaba lejos y no corría peligro, pero Chipre era otra cosa.
Se despidió de la hija de Mitrídates amigablemente y con una añoranza que le duró bastante. Aparte del placer físico, había descubierto que le gustaba y admiraba su seguridad congénita, su convicción de ser igual a cualquier hombre por ser hija de un gran rey. No es que despreciase a las mujeres romanas, pensó César, pero una romana no era en absoluto igual que un hombre. Antes de dejar Pafos regaló a Nisa un exquisito camafeo con la imagen en relieve de la diosa, a pesar de que le resultó muy onerosa la piedra en que estaba labrado.
Ella, que debió de imaginárselo, se lo agradeció muchísimo y escribió a su hermana mayor en Alejandría:
Supongo que no volveré a verle. No es la clase de hombre que va a cualquier sitio o hace cosas sin un buen propósito, y me refiero a propósitos de hombre. Creo que me ha amado algo, pero eso no le hará volver a Chipre. No existe la mujer que pueda disuadirle de lo que se proponga.
Nunca había conocido a un romano, aunque creo que en Alejandría se ven muchos y tú debes de conocer bastantes. ¿Será distinto porque es romano? ¿O porque es el único? Tal vez tú puedas explicármelo, aunque creo que sé lo que vas a contestarme.
Lo que más me gustó de él es su tenacidad, y su tranquilidad nada fingida. Sí, reconozco que consiguió la flota con mi ayuda. ¡Ya sé que se valió de mí! Pero hay momentos, querida Trifena, en que a una no le importa que la manejen. Me amó un poco. Admiraba mi cuna. Y no hay mujer capaz de resistir a la manera que tiene de reírse.
Ha sido una aventura muy agradable. ¡Cómo le echo de menos! No te preocupes por mi, que he tomado la medicina en cuanto se marchó, por si acaso. Si estuviese casada de hecho y no ficticiamente, a lo mejor no la habría tomado. La sangre de César es más augusta que la de Ptolomeo. Pero en mi desgraciada situación nunca tendré hijos.
Lamento tus dificultades y siento también que no nos hayan educado para entender la situación de Egipto. Aunque no creas que a nuestro padre Mitrídates ni a nuestro tío Tigranes les importasen mucho esas dificultades. Simplemente se valen de nosotras para sus intereses en Egipto, porque tenemos la suficiente sangre ptolomeica para reivindicar nuestros derechos. Lo que no podíamos saber era ese asunto de los sacerdotes egipcios tan influyentes en la gente del pueblo, los de sangre egipcia más que macedonia. Se diría que hay dos Egiptos, la tierra de la Alejandría macedónica y el delta, y la tierra del Nilo.
Yo creo, querida Trifena, que deberías entablar negociaciones con los sacerdotes. A tu esposo Auletes no le gustan los hombres y tienes esperanzas de ser madre. ¡Tienes que darle hijos! Pero no puedes hacerlo según la ley egipcia hasta que no os coronen y unjan, y eso sólo podéis lograrlo si los sacerdotes se avienen a oficiar la ceremonia. Sé que los alejandrinos fingieron ante la embajada de Roma que estabais coronados y ungidos, pues sabían que Marco Perpena y los otros romanos ignoraban las leyes y costumbres egipcias. Pero el pueblo de Egipto sabe que no habéis sido investidos como reyes. Auletes es necio, tiene pocas luces y muy escasa visión política. Nosotras, por ser hijas de nuestro padre, tenemos mejores dones.
Ve a ver a los sacerdotes y comienza a negociar por tu cuenta. Estoy segura de que no conseguirás nada -ni hijos- hasta que convenzas a los sacerdotes. Auletes quiere dárselas de ser más importante que ellos, y pretender que los alejandrinos pueden desafiarlos impunemente, pero se equivoca. O quizá sea mejor decir que Auletes cree que es más importante ser rey macedonio que faraón de Egipto, y que si es rey acabará siendo faraón. Por tus cartas veo que tú no has caído en esa trampa. Pero no basta con eso. Tienes que negociar. Los sacerdotes saben que nuestros esposos son los últimos del linaje, y que establecer en Egipto dinastías rivales de la sangre egipcia al cabo de casi mil años de invasiones y reyes extranjeros es más peligroso que sancionar a los últimos Ptolomeos. Así que me imagino que lo que desean es que se les consulte y no se les margine. Consúltales, querida Trifena. ¡Y que tu esposo hable con ellos! Al fin y al cabo, ellos son los custodios de los laberintos que guardan los tesoros de los faraones, son administradores de las rentas del Nilo y dirigen al pueblo. El hecho de que el Garbanzo saquease Tebas hace siete años no tiene nada que ver. ¡Le habían ungido faraón, y Tebas no es todo el Nilo!
Mientras tanto, sigue tomando la medicina y no te indispongas con tu esposo y con los alejandrinos. Siempre que los tengas de tu parte, dispondrás de un medio para negociar con los sacerdotes de Menfis.
A finales de sextilis Cayo Julio César había regresado con Vatia a Tarso, y le presentó los acuerdos para la obtención de barcos y tripulaciones. Vatia se sintió complacido, sobre todo por la negociación con Chipre; pero no tenía ninguna otra misión militar para su joven ayudante y, además, le dio la noticia de que Sila acababa de morir en Roma.
– En ese caso, Publio Servilio -dijo César-, con tu permiso me gustaría regresar a Italia.
– ¿Por qué? -inquirió Vatia frunciendo el ceño.
– Por varios motivos -replicó César-. Primero, lo más importante, porque aquí poco servicio te hago, a menos que pienses organizar una expedición para expulsar a Tigranes de la Pedia oriental y de la Capadocia eufrática.
– Esas no son mis órdenes, Cayo Julio -dijo Vatia secamente-. Tengo que centrarme en el gobierno de la provincia y en eliminar la amenaza de los piratas. Capadocia y la Pedia oriental que esperen.
– Lo comprendo. En cuyo caso, de momento no tienes ninguna misión militar que encomendarme. Los otros motivos para regresar a Italia son personales. Tengo que consumar mi matrimonio e iniciar mi carrera ante los tribunales. El tiempo que estuve de flamen dialis me ha retrasado en la actividad jurídica, y quiero ser cónsul en el año debido. Tengo derecho por nacimiento. Mi padre fue pretor, mi tío cónsul y mi primo Lucio, cónsul. Los Julios vuelven a estar en primera fila.
– Muy bien, Cayo Julio, puedes volver a Italia -contestó Vatia, sensible a los argumentos-. Me complacerá recomendarte al Senado y calificar tus gestiones para la obtención de la escuadra como servicio de campaña.
La muerte de Sila había puesto fin a las amigables relaciones entre los cónsules Lépido y Catulo, una pareja que por su carácter se avenía mal, y con la desaparición del dictador tuvieron sus primeras diferencias: Catulo propuso que se le hiciera al difunto un funeral oficial y Lépido se negó a gastar fondos del erario público para las exequias de quien podía perfectamente costeárselas. Fue Catulo quien ganó la batalla en el Senado, y Sila fue enterrado a expensas del Tesoro.
Pero Lépido contaba con sus partidarios, y a Roma comenzaron a llegar los que se habían visto obligados a huir. Marco Perpena Vento y el hijo de Cinna, Lucio, aparecieron en la ciudad poco después del funeral. El primero se las había ingeniado para eludir la proscripción a pesar de su presencia en Sicilia cuando llegó Pompeyo, probablemente porque no se había opuesto a que éste tomara posesión de la isla y porque, dado el poco dinero que tenía, resultaba poco interesante proscribirle. El joven Cinna, por supuesto, no tenía un sestercio. Ahora que el dictador había muerto, los dos formaban el núcleo de la facción secretamente opuesta a la política y las leyes de Sila, y, naturalmente, optaron por apoyar a Lépido en vez de a Catulo.
Lépido, además de ser primer cónsul, se había ganado fama de haberse opuesto a Sila en el Senado, y se consideraba en excelente posición para paliar la severidad de parte de la legislación de Sila ahora que había muerto, dado que sus partidarios en el Senado eran más que los de Catulo.
– Quiero pasar a la historia como el hombre que reformó las leyes de Sila, haciéndolas más aceptables para todos, sus enemigos incluidos -dijo a su gran amigo Marco Junio Bruto.
La Fortuna les habíá favorecido a los dos. En la última lista de magistrados elegidos por Sila Bruto figuraba como pretor, y cuando los cónsules y pretores asumieron el cargo el día de año nuevo la suerte en la asignación de provincias les había sido favorable a Lépido y a Bruto. A Lépido le había tocado la Galia Transalpina y a Bruto la Galia Cisalpina. La Galia Transalpina había sido hasta hacía poco una provincia consular, pero dos factores habían hecho cambiar la situación: la guerra en Hispania contra Quinto Sertorio (que no iba bien) y el estado de efervescencia entre las tribus galas que comenzaban a sublevarse y amenazaban la ruta por tierra a Hispania.
– Podremos gobernar las dos provincias juntos -dijo Lépido, animado, a Bruto al sacar las suertes-. Yo combatiré a las tribus rebeldes y tú organizas la Galia itálica para enviarme suministros y la ayuda que necesite.
Así, Lépido y Bruto ansiaban que llegase el año en que habían de desempeñar su cargo de gobernadores. Una vez enterrado Sila, Lépido continuó su programa de suavizar las leyes del dictador, mientras que Bruto, presidente del tribunal de violencia, se dedicaba a efectuar enmiendas a las leyes de constitución del mismo dictadas el año anterior por el pretor nombrado por Sila, Cneo Octavio. Con el consentimiento de Sila, Cneo Octavio había legislado para que los que se habían aprovechado de las proscripciones devolvieran los bienes enajenados con violencia, por la fuerza o con intimidación, lo que, naturalmente, implicaba eliminar de las listas de proscripción los nombres de los expoliados. Secundando la medida de Cneo Octavio, Bruto prosiguió su labor con entusiasmo.
En junio, con las cenizas de Sila ya depositadas en la sepultura del Campo de Marte, Lépido anunció a la Cámara que pediría su aprobación de una lex Aemilia Lepida para devolver parte de las tierras que Sila había arrebatado a las ciudades de Etruria y Umbría para entregárselas a sus excombatientes.
– Como bien sabéis, padres conscriptos -dijo Lépido ante un Senado que guardaba riguroso silencio- al norte de Roma existe mucho malestar. En mi opinión -y la de muchos otros- casi todo ese malestar procede de esa obsesión de nuestro lamentado dictador por castigar a la población de Etruria y Umbría despojándola de casi todos los iugerum de tierras comunales. Que esta cámara no siempre estuvo de acuerdo con las medidas del dictador se demostró al oponerse a sus deseos de proscribir a todos los habitantes de Arretium y Volaterrae, y mérito nuestro fue disuadirle de hacerlo, a pesar de que la oposición tuvo lugar cuando él se hallaba en el cenit de su poder. Bien, no penséis que mi nueva ley va en favor de Arretium y Volaterrae. Apoyaron decididamente a Carbón y no pienso exonerarles. No, las poblaciones que me conciernen acogieron casi involuntariamente a las legiones de Carbón. Me refiero a ciudades como Spoletium y Clusium, que en este momento sienten gran rencor contra Roma porque han perdido sus tierras sin haber hecho traición. Fueron víctimas desventuradas de la guerra civil en el camino de un ejército.
Lépido hizo una pausa para mirar las gradas de la Curia Hostilia, no le pareció mal la actitud de los senadores y prosiguió con un poco más de sentimiento en la voz.
– No se trata ni mucho menos de las poblaciones que apoyaron activamente a Carbón; las tierras de esos traidores son más que suficientes para el asentamiento de los soldados de Sila. Hago hincapié en ello. Con escasas excepciones, Italia es totalmente romana y sus habitantes ciudadanos romanos repartidos en las treinta y cinco tribus. Sin embargo, a muchos de los distritos de Etruria y Umbría en particular, se los sigue tratando como antiguos aliados rebeldes, pues desde siempre ha sido costumbre de Roma confiscar las tierras públicas de esos distritos. Pero, ¿cómo puede Roma usurpar las tierras de ciudadanos romanos? ¡Es una contradicción! Y nosotros, padres conscriptos del principal ente gubernamental de Roma, no podemos seguir sancionando eso. Si lo hacemos se producirá otra sublevación en Etruria y Umbría, ¡y Roma no puede sostener otra guerra en la península viéndose tan acosada en el exterior! En este momento tenemos que encontrar dinero para tener catorce legiones en campaña contra Quinto Sertorio, porque ahí primordialmente es donde deben ir a parar nuestros preciosos fondos. Mi ley para devolver las tierras a localidades como Clusium y Tuder servirán para calmar a la población de Etruria y Umbría antes de que sea demasiado tarde.
El Senado escuchó, pese a que Catulo se opuso denodadamente a la medida y fue apoyado por los elementos conservadores partidarios de Sila, como había previsto Lépido.
– ¡Esto es el primer paso hacia el desastre! -exclamó airado Catulo-. ¡Marco Emilio Lépido trata de ir deshaciendo la constitución recién aprobada poco a poco, comenzando por unas medidas que sabe complacerán a la cámara! ¡Pero yo digo que no debe consentirse! ¡Cada una de sus medidas que aprobemos para que vaya a la asamblea del pueblo con un senatus consultum adjunto le hará envalentonarse!
Pero, al ver que ni Cetego ni Filipo tomaban la palabra en apoyo de Catulo, Lépido tuvo la impresión de que iba a ganar. Si, era curioso que no hubiesen apoyado a Catulo; pero bienvenido fuese el regalo. Por lo tanto, propuso otra medida antes de haber obtenido el senatus consultum aprobatorio para la ley de devolución de tierras confiscadas.
– Es deber de esta cámara derogar el veto decretado por nuestro lamentado dictador a que se vendiese trigo público a precio inferior al estipulado por los comerciantes de grano -dijo con firmeza, y con las puertas del Senado abiertas para que le oyeran los que estaban fuera-. ¡Padres conscriptos, soy un hombre decente en mis cabales, no un demagogo! Como primer cónsul que soy, no necesito ganarme a la parte más pobre del pueblo; mi carrera política está en su cenit y no soy ningún advenedizo. Puedo permitirme pagar el precio que determinen los comerciantes de trigo, y tampoco quiero decir que el difunto dictador se equivocase cuando fijó el precio del trigo público con arreglo al que pedían los comerciantes. Lo único que creo es que nuestro llorado dictador no preveía las consecuencias. Porque, ¿qué es lo que en realidad sucede ahora? ¡Que los comerciantes han aumentado el precio porque no existe una política gubernamental que les obligue a mantenerlo! Al fin y al cabo, padres conscriptos, ¿qué comerciante es capaz de resistir la perspectiva de ganar más? ¿Dicta su comportamiento la bondad y la humanidad? ¡Claro que no! Ellos se dedican a hacer negocio para ganar y dar beneficios a sus accionistas, y lo que sucede es que hacen gala de gran falta de visión sin pensar que si aumenta el precio del producto por encima de la capacidad del mercado comienza a desgastarse el principio de la ganancia.
»Por consiguiente, miembros de esta cámara, os pido que deis a mi lex Aemilia Lepida frumentaria vuestra aprobación y visto bueno, para que pueda pasarla a la asamblea del pueblo para su ratificación. Volveremos a nuestro tradicional método, bien experimentado, por el que el Estado ofrece trigo a la plebe al precio fijo de diez sestercios el modius. En años de abundancia, el Estado obtiene aún un buen beneficio con ese precio, y como los años de abundancia son más numerosos que los de escasez, el Estado a la larga no sufre perjuicio económico.
De nuevo el segundo cónsul Catulo se opuso a Lépido, pero esta vez consiguió escaso apoyo; tanto Cetego como Filipo estaban inequívocamente a favor de la propuesta de Lépido, que obtuvo el senatus consultum en aquella misma sesión. Ahora tenía las manos libres para promulgar la ley en la asamblea del pueblo, y así lo hizo. Con ello su fama aumentó, y el pueblo le vitoreaba por la calle.
Pero muy distinto fue con su lex agraria relativa a las tierras confiscadas; la reforma se atascó en el Senado y, aunque la sometía sucesivamente a votación en todas las reuniones, no lograba obtener el número de votos necesario para el senatus consultum, y, según la constitución de Sila, no podía transmitirla a una asamblea.
– No pienso ceder -dijo a Bruto en una cena en casa de éste.
Cenaba en casa de Bruto con frecuencia, pues la verdad era que en aquella época no soportaba la soledad de su propia casa. Al iniciarse las proscripciones, él, como la mayoría de los miembros de la clase alta romana, había temido que le alcanzasen por haber permanecido en Roma durante la época de Mario, Cinna y Carbón y por estar casado con la hija de Saturnino, el que había pretendido proclamarse rey de Roma. Había sido la propia Apuleya quien le había instado a divorciarse sin dilación. Tenían tres hijos, y era de suma importancia que la fortuna de la familia quedase intacta para el hijo más pequeño, ya que el mayor había sido adoptado por los Cornelios Escipiones y tenía su carrera asegurada por estar esta familia emparentada con Sila y ser partidaria acérrima del dictador. Escipión Emiliano (homónimo de su famoso antepasado) ya era mayor cuando Apuleya sugirió el divorcio, y Lucio, el segundo, tenía dieciocho años; el más pequeño, Marco, sólo tenía nueve. Aunque quería mucho a Apuleya, Lépido se había divorciado de ella por los hijos, pensando en que cuando pasase el peligro podrían volver a casarse; pero Apuleya no era en vano hija de Saturnino, y, convencida de que su presencia en las vidas de su ex marido y sus hijos siempre constituiría una traba, se había suicidado. Su muerte fue para Lépido un durísimo golpe del que nunca se recuperaría emocionalmente. Por ello, siempre que podía pasar los ratos de ocio en casa de alguien, optaba por la casa de su amigo Bruto.
– ¡Muy bien que haces! No debes ceder -añadió Bruto-. Tu tenaz perseverancia acabará por convencer al Senado; estoy seguro.
– Más vale que los senadores cedan pronto -dijo el tercer comensal, sentado en una silla enfrente del lectus medius.
Los dos hombres miraron a la esposa de Bruto, Servilia, con preocupación atemperada por profundo respeto, ya que siempre decía cosas sensatas.
– ¿Qué quieres decir exactamente? -inquirió Lépido.
– Quiero decir que Catulo se está preparando para la guerra.
– ¿Como te has enterado de eso? -preguntó Bruto.
– Escuchando -respondió ella sin inmutarse, y luego sonrió a su discreto modo-. Esta mañana he ido a visitar a Hortensia, y no en vano es hermana del famoso abogado y, como él, una inveterada habladora. Catulo la adora y habla mucho con ella, y ella habla con cualquiera que sepa tirarle de la lengua.
– Y tú sabes tirarle, claro -dijo Lépido.
– Por supuesto. Pero lo que cuenta es que a mí me interesa tirarle de la lengua, porque casi todas las mujeres hablan de chismorreos y de cosas de mujeres, mientras que a ella de lo que le gusta hablar es de política. Por eso voy a verla con frecuencia.
– Vamos, Servilia, explícanoslo -terció Lépido, que no atinaba a entender lo que decía-. ¿Catulo se está preparando para la guerra? ¿En la Hispania Citerior? Allí ha de marchar el año que viene como gobernador y con un ejército. Así que supongo que no es ilógico que se esté preparando para la guerra, como tú dices.
– Es una guerra que nada tiene que ver con Hispania ni con Sertorio -replicó la esposa de Bruto-. Catulo habla de guerra en Etruria, y, según Hortensia, va a intentar convencer al Senado para que arme más legiones para acabar con el descontento.
Lépido se irguió en el lectus medius.
– ¡Es una locura! -exclamó-. Sólo hay un medio de mantener la paz en Etruria, y es devolviendo a sus habitantes una buena parte de lo que Sila les arrebató.
– ¿Tienes relación con algunos de los dirigentes de Etruria? -preguntó Servilia.
– Por supuesto.
– ¿Los intransigentes o los moderados?
– Con los moderados, me imagino, si por intransigentes entiendes los de localidades como Volaterrae y Faesulae.
– Eso es lo que quiero decir.
– Gracias por decírnoslo, Servilia. Ten la seguridad que no escatimaré esfuerzos por solucionar el asunto de Etruria.
Lépido redobló sus esfuerzos, pero no pudo impedir que Catulo exhortase al Senado a iniciar el reclutamiento de las legiones que juzgaba necesarias para aplastar la sublevación que se tramaba en Etruria. Sin embargo, la oportuna advertencia de Servilia le permitió obtener apoyo entre los pedarii y otros como Cetego; y la cámara acogía con poco entusiasmo las apasionadas diatribas de Catulo.
– De hecho, Quinto Lutacio -dijo Cetego a Catulo-, nos preocupa más la enemistad entre tú y el primer cónsul que las hipotéticas revueltas de Etruria. Nos parece que has adoptado una actitud inflexible de oposición a las propuestas del primer cónsul. Y eso, poco después de que Lucio Cornelio Sila se tomara tanto trabajo en forjar nuevos vínculos de cooperación entre los diversos miembros y facciones del Senado de Roma.
Derrotado, Catulo cedió; pero no por mucho tiempo, como se vería. Los acontecimientos se concatenaron para que su tesis pareciera acertada y quedase descartada toda posibilidad de que Lépido obtuviera el deseado senatus consultum para su ley de devolución de las tierras arrebatadas, pues, a finales de junio, los desposeídos ciudadanos de Faesulae atacaron a las guarniciones romanas de la zona y expulsaron a los ex combatientes de sus asentamientos, matando a los que opusieron resistencia.
La muerte de varios centenares de leales legionarios de Sila no podía caer en saco roto, ni podía consentirse que Faesulae se sublevara impunemente. Era el momento en que el Senado habría debido hallarse ocupado preparando las elecciones de quintilis, pero las elecciones quedaron aplazadas. Se había echado a suertes qué cónsul presidiría las elecciones curules y le tocó a Lépido (era una nueva modalidad de la constitución de Sila), pero fue lo único que se hizo; lo que no aplazó la cámara fue encomendar a los dos cónsules que reclutasen cuatro nuevas legiones cada uno y se encaminasen a Faesulae para aplastar la sublevación.
La sesión estaba a punto de concluir cuando Lucio Marcio Filipo se puso en pie y pidió la palabra, y Lépido, que tenía los fasces durante el mes de julio, cometió el grave error de concedérsela.
– ¡Mis queridos colegas senadores -dijo Filipo con voz estentórea-, os ruego que no pongáis un ejército en manos de Marco Emilio Lépido! No lo solicito. No lo pido. ¡Lo suplico! Pues me parece evidente que nuestro primer cónsul prepara la revolución… la ha estado preparando desde su acceso al cargo. Hasta que nuestro llorado dictador murió no hizo ni dijo nada, pero en cuanto murió se puso manos a la obra. ¡Se negó a acreditar el voto del Senado para que el Estado cargara con los gastos del funeral de Sila! ¡Cierto que perdió, y yo nunca pensé que pudiera sanar! Y se valió del debate a propósito del funeral para dar a entender a sus partidarios que iba a legislar una política de traición. ¡Y una política de traición procedió a legislar! ¡Propuso que se devolviese la tierra confiscada a personas que habían merecido esa confiscación! ¡Y luego, ante la indecisión de la cámara, buscó la adulación de hasta la segunda clase mediante un recurso usado por todos los demagogos, desde Cayo Graco hasta su propio suegro Saturnino, legislando la venta de trigo barato por el Estado! ¡Roma no había de votar fondos para honrar los despojos de su más grande prócer, eso no! ¡Pero sí debía gastar muchos más fondos públicos para favorecer a los inútiles proletarii, claro que sí!
Lépido no fue el único sorprendido por este ataque; toda la cámara escuchaba estupefacta sin moverse. Y Filipo prosiguió:
– Bien, senadores, ¿y queréis darle el mando de cuatro legiones y enviarle a Etruria? ¡Pues yo no os lo consiento! Primero, porque las elecciones curules tienen que celebrarse en breve, y a él le ha tocado organizarlas y, por consiguiente, ¡debe quedarse en Roma para cumplir con su deber y no ir corriendo a levantar un ejército! Os recuerdo que estamos a punto de celebrar las primeras elecciones libres desde hace años, y que es imperativo celebrarlas en su fecha y legalmente. Quinto Lutacio Catulo es perfectamente capaz de reclutar las tropas y hacer la guerra contra Faesulae y las comunidades de Etruria que decidan secundarla. Va en contra de las leyes de Sila que los dos cónsules se ausenten de Roma para hacer la guerra. Pues fue precisamente para prever tal eventualidad que nuestro querido dictador añadió esa cláusula del mando de nombramiento especial. Disponemos de los medios constitucionales para asignar el mando en las guerras al hombre más competente, aunque no sea miembro del Senado. ¡Y vosotros vais a conceder un mando importante a quien no tiene una aceptable hoja de servicios bélicos! Quinto Lutacio tiene experiencia y sabemos que es competente en cuestiones militares, mientras que Marco Emilio Lépido… ¡No sabe nada ni tiene experiencia! Y además, insisto en que es un revolucionario en potencia. ¡No podéis darle legiones y enviarle a hacer la guerra en una región a la que, como han indicado sus propias palabras, tiene interés traicionero en favorecer en contra de Roma!
Lépido había escuchado con la boca abierta las primeras frases del discurso, pero luego, con súbita decisión, se volvió hacia el funcionario y le arrebató la tablilla de cera y el estilo, y durante el resto de la diatriba de Filipo fue tomando notas. Y ahora se ponía en pie con la tablilla al alcance de la mano.
– ¿Qué te impulsa a decir semejantes cosas, Filipo? -inquirió, sin decir el nombre entero de su adversario como hubiera sido lo cortés-. Confieso que se me escapa el motivo, pero debes de tener uno, de eso estoy seguro. ¡Cuando el gran tergiversador se pone en pie en esta cámara para pronunciar tan elocuente discurso, tened la seguridad de que hay gato encerrado! ¡Alguien le está pagando para que se cambie de toga! ¡Qué rico se ha vuelto… qué gordo, qué feliz! ¡Cuán engolfado en el lodo de la voluptuosidad! ¡Y siempre al servicio de alguien que necesita una boca senatorial!
Alzó levemente la tablilla de cera y miró con firmeza por encima de ella a los silenciosos senadores. Dirigió la vista a Catulo y advirtió que también él estaba estupefacto por la intervención de Filipo. El que estaba detrás de aquel discurso no era Catulo ni ninguno de su facción.
– Rebatiré los puntos de Filipo uno por uno, padres conscriptos. Uno, mi pasividad antes de la muerte del dictador. ¡No es cierto! ¡Y todos lo sabéis! ¡Haced memoria!
»Dos, la votación de fondos públicos para subvenir a los gastos del funeral del dictador. Sí, me opuse. Igual que muchos otros. ¿Y por qué no? ¿Es que no se puede tener opinión?
»En cuanto al tercero, el que mi oposición fuese una señal para que mis… partidarios -¿es que tengo alguno?- supieran que iba a deshacer todo lo que había hecho Lucio Cornelio Sila, ¡qué absurdo! Lo único que he intentado es aplicar dos leyes y al mismo tiempo con eficacia. Pero no he dado a entender en lo más mínimo a nadie que pretenda destruir toda la labor legislativa de Sila. ¿Me habéis oído criticar el nuevo sistema judicial? ¿O el nuevo reglamento del servicio estatal? ¿O del Senado? ¿Del proceso electoral? ¿Las nuevas leyes de traición que limitan los abusos de los gobernadores de provincias? ¿La función restringida de las asambleas? ¿O la severa limitación de la función de tribunado de la plebe? ¡No, padres conscriptos, no me habréis oído! ¡Porque no pienso entorpecer tales disposiciones!
La última frase la vociferó de tal modo que causó el sobresalto de no pocos. Hizo una pausa para que se serenaran y continuó.
– Cuatro, la alegación de que mi ley para devolver algunas tierras confiscadas -¡algunas, no todas!- a sus propietarios es traición. Eso es igualmente absurdo. Mi lex Aemilia Lep ida no dice que todas las tierras confiscadas de ciudades o distritos convictos de lesa traición deban devolverse. Sólo afecta a las tierras de localidades cuya participación en la guerra contra Carbón fue involuntaria.
Lépido bajó la voz para obtener un tono emotivo.
– ¡Senadores, os ruego que penséis por un momento! Si queremos ver una Italia romana auténticamente unida, debemos dejar de aplicar los tradicionales castigos que imponíamos a los aliados itálicos, a hombres que, según la ley, son ahora tan romanos como nosotros. Si Lucio Cornelio en algo se equivocó fue en eso. Tal vez fuese comprensible en un hombre de su edad, pero es imperdonable que la mayoría de nosotros, que tenemos como poco veinte años menos que él, pensemos en los mismos términos. Os recuerdo que Filipo también es viejo y tiene los prejuicios anticuados propios de su edad. Cuando era censor mostró flagrantemente sus prejuicios negándose a hacer lo que Sila llevó a la práctica: distribuir a todos los ciudadanos romanos en las treinta y cinco tribus.
Comenzaba a hacer mella en ellos, porque efectivamente la cámara era mucho más joven que diez años atrás. Y, ya más animado, continuó.
– Cinco, mi ley del trigo. Con ella también se corrige un error manifiesto. Creo que si Lucio Cornelio hubiese seguido más tiempo de dictador, él mismo lo habría advertido y habría hecho lo mismo: legislar para que las clases bajas volvieran a tener trigo barato. Los comerciantes fueron codiciosos. ¡Nadie puede negarlo! Y efectivamente esta cámara vio con acierto el buen sentido de mi ley frumentaria, pues la aprobasteis, evitando así el riesgo de que en la próxima cosecha estallen disturbios y haya violencia en Roma. ¡Porque no se puede privar a la gente del común de un privilegio que es tan antiguo que lo consideran un derecho!
»Sexto, mi función como cónsul elegido para organizar las elecciones curules. Sí, me tocó en suerte, y, de acuerdo con la nueva constitución, ello significa que sólo yo puedo presidir las elecciones curules. Pero, padres conscriptos, ¡no fui yo quien pidió el mando de las cuatro legiones para sofocar la rebelión de Faesulae! ¡Se me asignó! ¡Por libre voluntad vuestra! ¡Sin que yo lo solicitara! ¡Vosotros no pensásteis -ni a mí se me ocurrió pensar- que un asunto como el de las elecciones curules tuviese prioridad respecto a una sublevación en Italia! Confieso que yo di por sentado que era prioritario sofocar la rebelión, y luego celebrar las elecciones curules. Hay tiempo de sobra para hacerlo antes de que termine el año; no estamos más que al principio de quintilis.
»Siete, no va expresamente contra las leyes de Sila que ambos cónsules estén ausentes de Roma para dirigir una guerra. Ni aunque fuese fuera de Italia. Según Lucio Cornelio Sila, la primera obligación de los cónsules es cuidar de Roma y de Italia. Ni Quinto Lutacio Catulo ni yo vamos a cometer abuso de autoridad. La cláusula que prevé la asignación especial de mando no senatorial sólo es aplicable si los magistrados legalmente elegidos y los otros senadores competentes no están disponibles para dirigir la guerra.
»Y, finalmente, el punto ocho -añadió Lépido-. ¿Por qué he de ser yo menos apto para el mando que Quinto Lutacio Catulo? Los dos hemos servido durante la guerra itálica como legados. Ninguno de los dos salió de Roma durante los años de Cinna y Carbón. Los dos mantuvimos tan terca y sincera neutralidad, que Lucio Cornelio Sila no pudo castigarnos, y, después de todo, somos la última pareja consular elegida por él mismo. En cuanto a nuestra experiencia militar, puede decirse otro tanto. No se puede aventurar que uno de los dos vaya a brillar más que el otro en la guerra contra Faesulae. Y el interés de Roma es que los dos brillemos por igual, ¿no es cierto? Según las costumbres romanas, si los cónsules están dispuestos a tomar el mando militar por indicación del Senado, es un deber para ellos. El Senado nos lo asignó, y los cónsules lo asumen. Nada más.
Pero Filipo no se resignó, y sin mostrar decepción ni animosidad, con suavidad y prudencia, fue transformando el debate en un lamento en torno a la evidente enemistad que había surgido entre los cónsules, ilustrando sus quejas con unos cincuenta ejemplos entre meras discrepancias y roces y enfrentamientos importantes. Ya se había puesto el sol (lo que significaba que el Senado debía poner fin a la sesión), pero Catulo y Lépido no querían posponer para el día siguiente la decisión; por ello, los celadores de la cámara trajeron antorchas y Filipo continuó su perorata. Una buena perorata, pues, al llegar a la última parte del discurso, los senadores estaban dispuestos a aprobar lo que fuese con tal de irse a casa a cenar y dormir.
– Lo que propongo -dijo finalmente-, es que ambos cónsules juren que no convertirán su ejército en instrumento de venganza personal mutua. ¡No es mucho pedir! Pero me quedaría más tranquilo si se les toma juramento.
Lépido se puso en pie hastiado.
– Mi opinión sobre tu propuesta, Filipo, es que se trata de lo más estúpido que se ha oído en esta cámara. No obstante, si los padres conscriptos se quedan más satisfechos y quieren que Quinto Lutacio y yo nos pongamos antes manos a la obra, soy el primero que está dispuesto a jurar.
– Totalmente de acuerdo, Marco Emilio -dijo Catulo-. ¿Nos vamos a casa?
– ¿Qué crees que se proponía Filipo? – preguntó Lépido a Bruto durante la cena al día siguiente.
– Pues, sinceramente, no lo sé -contestó Bruto meneando la cabeza.
– ¿Tienes alguna idea, Servilia? -preguntó el primer cónsul.
– Pues no -contestó ella frunciendo el ceño-. Mi esposo me hizo un resumen de lo que se dijo anoche, pero me enteraré mejor si me facilitas una copia de las actas, si es que se tomaron.
Era tan favorable el criterio que Lépido tenía de la capacidad política de Servilia, que no vio inconveniente en su petición y accedió a entregarle copia del documento al día siguiente antes de salir de Roma para reclutar sus cuatro legiones.
– Yo empiezo a creer -dijo Bruto- que no vas a poder mejorar la suerte de las ciudades de Etruria y Umbría que no se vieron implicadas directamente en la guerra con Carbón. En el Senado hay muchos como Filipo, y no les gusta oír tus argumentos.
A Bruto le preocupaba la pacificación de algunos de los distritos de Umbría, pues después de Pompeyo era el principal terrateniente, y no le complacía ver cerca de sus fincas asentamientos militares; éstos se hallaban principalmente en torno a Spoletium e Iguvium, dos zonas de confiscación, y el hecho de que aún no hubiesen llegado a ellos colonos excombatientes se debía a dos factores: la lentitud de las comisiones de reparto y la marcha de catorce de las legiones de veteranos de Sila veinte meses atrás para combatir en Hispania. Sólo este segundo factor había permitido que Lépido sacara adelante su ley, pues, de haber estado en Italia las veintitrés legiones de Sila para la desmovilización pensada en principio, no habrían faltado excombatientes en Spoletium e Iguvium.
– Lo que dijo ayer Filipo me dejó estupefacto -comentó Lépido, enrojeciendo de rabia al recordarlo-. ¡Son increíbles esos idiotas! De verdad que creía que con mi réplica me los ganaría. Hablé con buena lógica, Servilia, con buen sentido, pero consintieron en que Filipo impusiera ese absurdo juramento que hubimos de prestar esta mañana en Semo Sancus Dius Fidius.
– Lo que significa que están dispuestos a dejarse impresionar más -dijo ella-. Lo que me preocupa es que no estés en el Senado para oponerte a ese viejo embaucador la próxima vez que hable, y ten por seguro que hablará. Algo trama.
– No sé por qué le llamamos viejo -dijo Bruto, que era proclive al desacuerdo-. No es tan viejo; tiene cincuenta y ocho años, y, aunque parezca que se le va a llevar por delante una apoplejía, creo que tiene vida para rato. ¡Ojalá me equivocara!
Pero Lépido estaba harto de digresiones y especulaciones, y fue directo al grano.
– Me marcho a Etruria para reclutar tropas -dijo-, y me gustaría que vinieses tú también lo antes posible, Bruto. Hemos previsto actuar al unísono el año que viene, pero creo que hay que empezar ahora mismo. No hay ningún asunto previsto en tu tribunal que no pueda posponerse hasta el año que viene cuando haya nuevo juez, así que te pido que vengas conmigo inmediatamente como primer legado.
Servilia hizo un gesto de preocupación.
– ¿Es prudente reclutar tus tropas en Etruria? -inquirió-. ¿Por qué no hacerlo en Campania?
– Porque Catulo se me adelantó y eligió Campania. De todos modos, mis tierras y mis amistades están en Etruria y no al sur de Roma. Yo allí puedo moverme bien porque tengo muchos conocidos.
– Y eso es lo que me inquieta, Lépido. Sospecho que Filipo lo desvirtuará cuanto pueda y seguirá sembrando dudas en los demás senadores en cuanto a tus verdaderas intenciones. No me parece conveniente reclutar tropas en una región en la que puede estallar una sublevación.
– ¡Que Filipo haga lo que quiera! -exclamó Lépido desdeñosamente.
Y el Senado le dejó hacer. Al llegar sextilis y activarse notablemente el reclutamiento de tropas, Filipo se impuso como deber mantener vigilado a Lépido mediante una asombrosa red de eficaces agentes. No perdió el tiempo en observar lo que hacía Catulo en Campania; sus legiones se completaban rápidamente con antiguos partidarios de Sila, hastiados de la paz y la agricultura, y dispuestos a emprender otra campaña que no les alejara mucho de sus hogares. La dificultad era que los que se alistaban en Etruria no eran excombatientes de Sila, sino jóvenes de la región sin experiencia o veteranos que habían combatido con Carbón y sus generales, y que no se hallaban encuadrados en las unidades al producirse la rendición. La mayoría de los veteranos de Sila asentados en Etruria optaron por quedarse en sus parcelas para defenderlas o por marchar a Campania a alistarse en las legiones de Catulo.
Durante el mes de septiembre, Filipo no dejó de bramar en la cámara mientras Catulo y Lépido, ya reclutadas las fuerzas, se dedicaban a adiestrarlas y perfeccionarlas. Luego, nada más comenzar octubre, Filipo logró que el Senado exigiera a Lépido regresar a Roma para celebrar las elecciones curules. El requerimiento le llegó a Lépido en el campamento en las afueras de Saturnia, y él envió su respuesta por el mismo correo.
«No puedo irme en la actual coyuntura. Esperadme o nombrad a Quinto Lutacio», les dijo.
Ordenaron regresar de Campania a Quinto Lutacio Catulo, pero no para celebrar las elecciones; no entraba en los planes de Filipo conceder este favor a Lépido, y Cetego se alió con él de tal modo que todo lo que Filipo pedía lo aprobaban tres cuartos de la Cámara.
A todo esto aún no se había emprendido ninguna acción contra Faesulae, que había cerrado sus puertas y estaba a la expectativa, muy contenta de que Roma no acabara de decidir lo que había que hacer.
Enviaron un nuevo requerimiento a Lépido, pidiéndole que regresara inmediatamente a Roma para celebrar las elecciones, y Lépido volvió a negarse. Tras lo cual, Filipo y Cetego dijeron a los senadores que había que considerar a Lépido como sublevado, y que tenían pruebas de sus tratos y acuerdos con los rebeldes de Etruria y Umbría, y que su primer legado, el pretor Marco Junio Bruto, estaba también implicado.
Servilia decía en carta a Lépido:
Creo que por fin he podido descubrir lo que se esconde en la maniobra de Filipo, aunque no tengo prueba concluyente de mis sospechas. No obstante, ten por seguro que quien mueve a Filipo mueve también a Cetego.
He analizado varias veces las actas que recogen el primer discurso de Filipo. y he hablado bastante con mujeres que pueden saber algo, salvo con la odiosa Praecia, que ahora es la reina de la mansión de Cetego, parece que como soberana exclusiva. Hortensia no sabe nada porque estoy convencida de que su esposo Catulo no sabe nada. Sin embargo, pude obtener la clave esencial de una Julia, la viuda de Cayo Mario; ¡puedes hacerte idea de hasta dónde han llegado mis indagaciones!
Su antigua nuera, Mucia Tercia, está casada ahora con un joven arribista de Piceno, un tal Cneo Pompeyo que tiene la audacia de hacerse llamar Magnus. No es miembro del Senado, pero es riquísimo, muy descarado y con ambiciones de brillar. Tuve que tener muchísimo tacto para no dar a Julia la impresión de que andaba recabando información, pero ella es muy sincera cuando confía en alguien, y desde el principio se mostró bien predispuesta hacia mí por la lealtad que mostró el padre de mi esposo hacia Cayo Mario, a quien, como recordarás, acompañó al exilio durante el primer consulado de Sila.
Resulta, además, que Julia detesta a Filipo desde que se vendió a Cayo Mario hace años; por lo visto, Cayo Mario le despreciaba a pesar de que se sirvió de él. Bien, en mi tercera visita (juzgué conveniente ganarme la confianza de Julia, antes de mencionar de pasada a Filipo) llevé la conversación al tema de la actual situación y de los posibles motivos de Filipo para hacerte su víctima, y Julia me dijo que pensaba, por algo que Mucia Tercia le había comentado durante su última visita a Roma, que Filipo está ahora al servicio de ese Pompeyo. ¡Igual que Cetego!
No pregunté nada más. Realmente no hacía falta. Desde aquella primera conversación, Filipo no ha dejado de machacar la cláusula especial de la ley de Sila autorizando al Senado a buscar fuera de él un jefe militar o un gobernador si no hubiese una persona adecuada para el cargo en la cámara. ¿Aún no ves lo que esto tiene que ver con la situación? Te confieso que yo tampoco lo veía hasta que me puse a reflexionar sobre la actuación de Filipo en los últimos treinta años.
Y llegué a la conclusión de que Filipo sólo actúa para quien le paga, y quien le paga es Pompeyo. Filipo no es un Cayo Graco ni un Sila, él no tiene una estrategia bien pensada para inclinar al Senado y lograr la destitución de todos los que estáis organizando la campaña contra Faesulae, y nombrando a Pompeyo en vuestro lugar. Seguramente sabe de sobra que el Senado no lo haría bajo ninguna circunstancia, pues en este momento hay muchos senadores con capacidad militar. Si cayesen los dos cónsules -posibilidad que, de momento, es difícil considerar- no hay nadie más que Lúculo para cubrir el hueco, y él es pretor este año, lo que quiere decir que ya tiene el imperium.
No, Filipo se contenta con armar el mayor alboroto posible para tener la oportunidad de recordar al Senado que existe esa cláusula de Sila sobre el mando especial. Y es de suponer que Cetego le apoya porque está también comprometido con Pompeyo. ¡No por dinero, evidentemente! Pero hay medios aparte del dinero, y en el caso de Cetego podría ser cualquier cosa.
Por consiguiente, mi querido Lépido, creo que eres hasta cierto punto una víctima casual, que tu valentía para decir lo que piensas, aunque vaya en contra de la mayoría del Senado, le ha dado a Filipo ocasión para hacerte blanco de sus ataques a cambio de las colosales sumas que le estará pagando Pompeyo. Presiona a favor de uno que no es senador, pero considera importante contar con una fuerte facción en el senado para el día en que sus servicios sean requeridos.
Con toda sinceridad, te diré que podría equivocarme; pero no lo creo.
– Esta explicación tiene mucha más lógica que todo lo que yo había oído – dijo Lépido al esposo de la autora de la carta, después de haberla leído en voz alta para darle a conocer el contenido.
– Estoy de acuerdo con Servilia -dijo Bruto admirado-. No creo que se equivoque. Siempre acierta.
– Bien, amigo mío, ¿qué hago? ¿Regreso a Roma como buen muchacho, celebro las elecciones curules y paso a un segundo plano, o intento lo que quieren que haga los cabecillas de Etruria y nos rebelamos contra Roma?
Era una pregunta que Lépido se había planteado muchas veces desde que había comprendido que Roma no iba a permitir que restableciese la normalidad y prosperidad de Etruria y Umbría. Su dilema era su orgullo y cierta necesidad acuciante de destacar entre los demás; lamentablemente, en este caso, consulares romanos. Desde la muerte de su esposa, su propia vida había perdido valor para él al extremo de que la consideraba de escasa importancia; casi había olvidado el motivo real de su suicidio, cometido para que los hijos quedasen a salvo de represalias políticas. Escipión Emiliano y Lucio le apoyaban incondicionalmente, y Marco era aún un niño, pero era en él en quien se cumplía la tradición familiar de los Lépidos de ser el varón que había nacido con una mancha en la cara, y eso era un fenómeno que indicaba que sería durante toda su vida un favorito de la Fortuna. ¿Por qué había de preocuparse, pues, de sus hijos?
Para Bruto el dilema era muy distinto, aunque no temiese la derrota. No, lo que atraía a Bruto de este plan era el agotamiento de sus ocho años de matrimonio con la patricia Servilia, el convencimiento de que ella le consideraba un hombre simplón, aburrido, de poco interés, flojo, despreciable. Él no la amaba, pero con el paso de los años, conforme sus amigos y colegas elogiaban cada vez más las opiniones políticas de ella, se había dado cuenta de que su esposa encarnaba un personaje singular cuya aprobación de lo que él hacía contaba enormemente. En la situación actual, por ejemplo, la carta la había dirigido al cónsul Lépido, no a él. De él prescindía. Y eso le avergonzaba. Y además se daba cuenta de que a ella también le avergonzaba. Si quería recuperar su estima tenía que hacer algo valiente, honorable y señalado.
Por eso Bruto respondió al interrogante de Lépido en vez de pasarlo por alto.
– Creo que debes hacer lo que están empeñados en que hagas y erigirte en caudillo de la sublevación de Etruria y Umbría contra Roma.
– De acuerdo -dijo Lépido-. Lo haré. Pero al comienzo del año nuevo, cuando no me ate ese absurdo juramento.
Al llegar las calendas de enero, Roma estaba sin magistrados curules porque no se habían celebrado las elecciones. En el último día del año Catulo había convocado al Senado para informarle de que al día siguiente habría de enviar los fasces al templo de Venus Libitina y nombrar al primer interrex. El magistrado supremo provisional llamado interrex desempeñaba el cargo durante cinco días como custodio de Roma; tenía que ser patricio, portavoz de su decuria senatorial y, en el caso del primer interrex, el primer patricio de la cámara. Al sexto día le sucedía en el cargo de interrex el segundo patricio del Senado portavoz de su decuria, y era este segundo interrex quien celebraba las elecciones.
Así, al amanecer del primer día del año, la cámara nombró a Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, primer interrex, y los candidatos a los cargos de cónsules y pretores comenzaron sus frenéticos sondeos. El interrex envió un breve mensaje a Lépido ordenándole dejar su ejército y regresar inmediatamente a Roma, y recordándole que había jurado no enfrentar sus legiones contra su colega.
A mediodía de la tercera jornada en que desempeñaba su cargo de interrex Flaco, príncipe del Senado, Lépido envió su respuesta.
Te recuerdo, príncipe del Senado, que ahora soy procónsul, no cónsul. Que cumplí mi juramento, el cual ya no me obliga al ser procónsul, habiendo dejado de ser cónsul. Cedo complacido mi ejército consular, pero te recuerdo que ahora soy procónsul, me ha votado un ejército proconsular y no pienso cederlo. Como mi ejército consular constaba de cuatro legiones y mi ejército proconsular consta también de cuatro legiones, es evidente que no tengo que ceder nada.
No obstante, estoy dispuesto a regresar a Roma con las siguientes condiciones: que se me reelija cónsul, que todos los iugerum de tierras confiscadas de Italia sean devueltos a sus antiguos propietarios, que los derechos y bienes de los hijos y nietos de los proscritos les sean devueltos y que les sean restituidos a los tribunos de la plebe todos sus poderes.
– ¡Con eso -dijo Filipo a los miembros del Senado- hasta al más lerdo comprenderá lo que intenta Lépido! Para darle lo que pide hay que destrozar la constitución que Lucio Cornelio Sila elaboró con tanto esfuerzo, y Lépido sabe perfectamente que no lo haremos. Lo que equivale a una declaración de guerra. Por lo tanto, suplico a la Cámara la aprobación de un senatus consultum de re publica defendenda.
Pero la medida requería un debate sereno, y el Senado no aprobó el decreto inapelable hasta el último día del mandato de Flaco como primer interrex. Una vez aprobado, la autoridad para defender a Roma contra Lépido le fue oficialmente conferida a Catulo, a quien se ordenó regresar con su ejército y disponerse al combate.
El sexto día de enero, Flaco, príncipe del Senado, cedió su cargo, y la cámara nombró segundo interrex a Apio Claudio Pulcro, que aún estaba en Roma recuperándose de su larga enfermedad. Y como Apio Claudio Pulcro ya estaba mucho mejor, puso manos a la obra, convocó la asamblea centuriada y preparó las elecciones curules, que habían de celebrarse, dijo, en un plazo de dos días dentro de las murallas servianas del Aventino; un lugar fuera del pomerium, pero bien a cubierto de cualquier acción militar que pudiese emprender Lépido.
– Qué raro -dijo Catulo a Hortensio antes de partir para Campania – que después de tantos años sin gozar del privilegio de elegir libremente los magistrados, sea tan difícil celebrar elecciones. Es como si estuviésemos acostumbrándonos a que haya alguien que nos haga las cosas como una madre a sus pequeñuelos.
– ¡Eso son fantasías sin sentido, Quinto! – replicó Hortensio con frialdad-. Si acaso, admitiré que es una curiosa coincidencia que el primer año que tenemos libertad para elegir a los magistrados nos salga un cónsul que ignora los principios de su cargo. Tengo que señalarte que estamos celebrando las elecciones y que el gobierno de Roma continuará como siempre en años venideros.
– ¡Pues esperemos que los electores sepan elegir tan acertadamente como lo hizo Sila! -respondió Catulo, ofendido.
Pero fue Hortensio quien dijo la última palabra.
– ¡Olvidas, querido Quinto, que fue Sila quien eligió a Lépido!
En general, los dirigentes del Senado (entre ellos Catulo y Hortensio) quedaron complacidos con el acierto de los electores. El primer cónsul fue un anciano de hábitos sedentarios pero de buena capacidad, Décimo Junio Bruto, y el segundo nada menos que Mamerco. Era evidente que los electores tenían la misma buena opinión de los Cotta que Sila, pues el año anterior el dictador había elegido a Cayo Aurelio Cotta para un pretorado, y aquel año los electores volvían a elegir pretor a su hermano Marco Aurelio Cotta, y, al sortear los cargos, le tocó praetor peregrinus.
Como se había quedado en Roma en previsión de lo que pudiera suceder, Catulo se apresuró a ofrecer el mando de la guerra contra Lépido a los nuevos cónsules. Tal como esperaba, Décimo Bruto lo rehusó alegando su edad y la falta de adecuada experiencia militar, y fue Mamerco quien aceptó. Mamerco, que acababa de cumplir cuarenta y cuatro años, tenía una buena hoja de servicios y había combatido en todas las campañas de Sila. Pero inesperados acontecimientos y la intervención de Filipo se concatenaron contra Mamerco. Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, colega en el penúltimo consulado de Cayo Mario, murió de repente al día siguiente de dejar el cargo de primer interrex, y Filipo propuso que Mamerco fuese nombrado provisionalmente príncipe del Senado.
– No podemos estar sin portavoz de la cámara en estos momentos -dijo Filipo-, aunque siempre ha sido potestad de los censores nombrarlo. Por tradición es el patricio más viejo del Senado, pero legalmente el derecho de nombramiento es de los censores, quienes designan al que les parece más adecuado. El patricio mayor entre los senadores es Apio Claudio Pulcro, que no goza de buena salud y que, en cualquier caso, ha de marchar a Macedonia. Necesitamos un príncipe del Senado joven y con salud. Hasta que elijamos una pareja de censores, sugiero que nombremos a Mamerco Emilio Lépido Liviano para ese cargo. Y sugiero que permanezca en Roma hasta que todo haya vuelto a la normalidad. Por consiguiente, Quinto Lutacio Catulo debe seguir ostentando el mando para luchar contra Lépido.
– ¡Pero yo voy a ir de gobernador a la Hispania Citerior! -exclamó Catulo.
– ¡No puede ser! -replicó Filipo tajante-. Propongo que a nuestro buen pontífice máximo, Metelo Pío, a quien se le ha prorrogado el mando en la Hispania Ulterior, se le nombre provisionalmente gobernador de la Citerior hasta que los acontecimientos nos permitan enviar otro.
Como todos estaban a favor de cualquier medida que mantuviese al tartamudo pontífice máximo lejos de Roma y de las ceremonias religiosas, Filipo se salió con la suya, y la cámara autorizó a Metelo Pío a gobernar provisionalmente la Hispania Citerior y su propia provincia, nombró a Mamerco príncipe del Senado interino y confirmó a Catulo el mando de la guerra contra Lépido. Muy decepcionado, Catulo marchó a Campania a hacerse cargo de las legiones, y un no menos decepcionado Mamerco permaneció en Roma.
Tres días más tarde llegaron noticias de que Lépido estaba movilizando sus cuatro legiones y que su legado Bruto había partido a la Galia itálica para situar las dos legiones de guarnición en Bononia, en la confluencia de la vía Emilia y la vía Annia, en adecuado dispositivo de refuerzo de Lépido. Como aún acariciaban la idea de la sublevación, por haber perdido sus tierras públicas, cabía esperar que Clusium y Arretium ofreciesen toda la ayuda posible a Bruto en su maniobra de apoyo de Lépido, y bloqueasen cualquier intento por parte de Catulo para interceptarle.
Y Filipo volvió a clamar.
– Nuestro comandante supremo, Quinto Lutacio Catulo, sigue al sur de Roma… aún no ha salido de Campania. Lépido ya ha emprendido la marcha desde Saturnia y estará en buena situación para impedir que nuestro comandante en jefe envíe sus tropas a combatir a Bruto en la Galia itálica -dijo en el Senado-. Además de esto, imagino que nuestro comandante supremo necesitará sus cuatro legiones, para detener al propio Lépido. ¿Qué podemos, pues, hacer respecto a Bruto, que tiene en sus manos la clave del éxito de Lépido? ¡Hay que neutralizar a Bruto y rápido! En este momento no tenemos en Italia más legiones y las dos de la Galia itálica están en manos de Bruto. Ni siquiera Lúculo -si estuviera en Roma y no camino de asumir su cargo de gobernador en la provincia de Africa- podría reunir y movilizar dos legiones con suficiente rapidez para contener a Bruto.
La cámara escuchaba cabizbaja, confrontada finalmente con la realidad de que los años de guerra civil no habían concluido porque Sila se hubiese proclamado dictador para emprender una reforma legislativa que impidiese a nadie más marchar sobre Roma. No hacía aún un año que había muerto y otro hombre pretendía ya imponer su voluntad sobre el desventurado país, y regiones enteras de Italia se alzaban en armas contra la ciudad por cuya ciudadanía tanto anhelaban. Quizás hubiese algunos senadores entre los que no tenían derecho a voz lo bastante honrados para admitir que era fundamentalmente por culpa de ellos por lo que Roma se veía obligada a dar este nuevo paso; pero si así era, ninguno lo expresó en voz alta, y todos miraron a Filipo como un salvador, dejando la solución en sus manos.
– Hay un hombre capaz de detener a Bruto de inmediato – dijo Filipo con aire de suficiencia-. Dispone de las tropas de su padre -¡y de sus propias tropas! – en el norte de Piceno y en Umbría. ¡Una marcha para enfrentarse a Bruto mucho más corta que desde Campania! Ha sido leal servidor de Roma del mismo modo que lo fue su padre antes que él. Me refiero, naturalmente, al joven caballero Cneo Pompeyo Magnus, vencedor en Clusium, vencedor en Sicilia, vencedor en Africa y en Numidia. ¡No en vano Lucio Cornelio Sila permitió que este joven caballero celebrase un triunfo! ¡Este joven es nuestra mayor esperanza! ¡Y él puede contener a Bruto en pocos días!
El recién nombrado, a título provisional, portavoz del Senado y segundo cónsul se rebulló en la silla curul, frunciendo el ceño.
– Cneo Pompeyo no es miembro del Senado – dijo Mamerco -, y no me gusta la idea de dar mando a quien no pertenece a la cámara.
– ¡Totalmente de acuerdo contigo, Mamerco Emilio! -repuso Filipo-. A nadie le gusta. Pero ¿puedes ofrecer otra solución? Tenemos poder constitucional para encontrar en momentos de crisis fuera de las filas del Senado la solución militar, y ese poder nos lo dio nada menos que el propio Sila. Y nunca ha habido un hombre más conservador que Sila, ni un hombre más apegado al mantenimiento del mos maiorum. Pero fue él quien previó una situación como la actual para ponerle solución.
Filipo continuó sin apartarse de su silla (como había impuesto Sila a los oradores), pero se volvió despacio sobre sus talones mirando a los senadores de ambos lados. Había ganado prestancia como orador desde la época en que se había propuesto acabar con Marco Livio Druso; ahora no se trataba de absurdas rabietas ni de diatribas insultantes.
– Padres conscriptos -añadió con voz solemne-, no podemos perder tiempo en debates. En este mismo momento, Lépido marcha sobre Roma. Yo solicito con todo respeto que el primer cónsul, Décimo Junio Bruto, proponga una votación a la Cámara para que el Senado autorice al caballero Cneo Pompeyo Magnus a movilizar sus legiones y presentar batalla a Marco Junio Bruto en nombre del Senado y el pueblo de Roma. Y que, además, esta Cámara conceda categoría prepretoriana al caballero Cneo Pompeyo Magnus.
Décimo Bruto había abierto la boca para dar su aprobación, pero Mamerco le contuvo, poniéndole una mano en el brazo.
– Estoy de acuerdo en que des paso a la votación, Décimo Junio -dijo-, pero no hasta que Lucio Marcio Filipo haya aclarado una frase de su propuesta. Ha dicho: «que movilice sus legiones» sin especificar cuántas legiones. ¡Por muy brillante que sea la hoja de servicios de Cneo Pompeyo, no es miembro del Senado! No se le puede autorizar a movilizar legiones en nombre de Roma en el número que él juzgue conveniente. Yo insisto en que la votación debe hacerse sobre el número exacto de legiones que la Cámara autorice a movilizar a Cneo Pompeyo, y digo además que el número de legiones se limite a dos. Bruto, gobernador de la Galia itálica, cuenta con dos legiones de soldados bastante inexpertos que constituyen la guarnición de esa provincia. Bastará con dos legiones de curtidos veteranos de Pompeyo para enfrentarse a Bruto.
La perspectiva de una oposición no complacía a Filipo, pero juzgó conveniente no rebatir a Mamerco, que era persona serena y tenaz, y siempre acababa arrastrando con su influencia a los senadores. Además, estaba casado con la hija de Sila.
– ¡Pido perdón a la Cámara! -exclamó-. ¡Qué torpeza la mía! Agradezco al estimado príncipe del Senado y segundo cónsul su oportuna intervención. Me refería a dos legiones, naturalmente. Procedamos a la votación, Décimo Junio, sobre ese número concreto de legiones.
Se procedió a la votación y se aprobó la propuesta sin que hubiera un solo voto en contra. Cetego había estirado los brazos por encima de la cabeza, bostezando, para señalar a sus seguidores pedarios que votasen a favor. Y como era un asunto bélico, la resolución senatorial tenía fuerza de ley, pues en asuntos de guerra y de política exterior las diversas asambleas del pueblo romano no tenían ya voz.
Fue, después de tanta maniobra política, una guerra rápida y deplorable, que apenas mereció tal nombre. Aunque Lépido se había puesto en marcha hacia Roma mucho antes de que Catulo saliera de Campania, aún llegó éste antes a la ciudad y ocupó el campo de Marte. Cuando Lépido apareció al otro lado del río en el Transtiberino, después del avance por la vía Aurelia, Catulo tenía tomados y guarnecidos los puentes, y aquél se vio obligado a seguir hacia el norte para pasar por el puente Mulviano y los dos ejércitos chocaron en el lado nordeste de la vía Lata, bajo las murallas servianas del Quirinal, centro de la batalla. Hubo algunas escaramuzas importantes, pero Lépido resultó un estratega lamentable, incapaz de desplegar bien las tropas e indigno de la victoria.
Al cabo de una hora las dos alas de Lépido emprendían la retirada hacia el puente Mulviano, perseguidas por Catulo. Al norte de Fregellae volvió a enfrentarse a Catulo, pero simplemente para asegurarse la huida a Cosa. Y de Cosa logró escapar a Cerdeña con veinte mil infantes y mil quinientos soldados de caballería, con la intención de reorganizar el ejército en la isla y volver a Italia. Le acompañaba su hijo Lucio, el ex gobernador de la época de Carbón, Marco Perpena Vento y el hijo de Cinna. Su hijo mayor, Escipión Emiliano, no quiso dejar Italia y optó por hacerse fuerte con su legión en la inexpugnable fortaleza del monte Albano al norte de Bovillae, y allí aguardó el asedio.
El tan sonado regreso de Cerdeña nunca se produjo; el gobernador de la isla era un antiguo aliado de Lúculo, un tal Lucio Valerio Triario, y se opuso tenazmente a la ocupación de la isla. En abril de aquel año nefasto Lépido moría en Cerdeña, y sus soldados dijeron que había perecido de tristeza por el recuerdo de su esposa. Perpena Vento y el hijo de Cinna se embarcaron para Liguria, y desde allí siguieron por la vía Domicia con los veinte mil infantes y mil quinientos soldados de caballería para unirse en Hispania a Quinto Sertorio. Con ellos fue Lucio, el hijo mediano de Lépido.
El hijo mayor, Escipión Emiliano, demostró ser el militar más competente de los rebeldes y resistió en Alba Longa algún tiempo, pero, al final, tuvo que rendirse; cumpliendo órdenes del Senado, Catulo lo ejecutó.
Si la ignominia fue la pauta de los acontecimientos, Bruto llevó la peor parte. Sin saber nada de Lépido, mantuvo sus dos legiones de la Galia itálica en la conjunción de las dos grandes calzadas, y hacia su posición se encaminó Pompeyo. El joven (que ya tenía unos veintiocho años) había movilizado sus legiones cuando Filipo le consiguió el nombramiento especial del Senado, pero en lugar de llevarlas de Piceno a Ariminum y conducirlas por tierra por la vía Emilia, optó por descender por la vía Flaminia hacia Roma, y en la intersección de ésta al norte de Arretium con la vía Casia, que conducía a la Galia itálica, tomó esa dirección. Con ello impedía que Bruto pudiera establecer contacto con Lépido, caso de que hubiera pensado en hacerlo.
Al saber que Pompeyo se acercaba por la vía Casia, Bruto se retiró a Mutina, una ciudad grande y bien fortificada llena de clientes de los Emilios, de Lépido y de Escauro, que le acogió alegremente. Pompeyo puso cerco a Mutina y la ciudad resistió hasta que Bruto se enteró de la derrota y huida de Lépido y de su muerte en Cerdeña. Sabiendo que las tropas de Lépido habían pasado a engrosar las fuerzas de Quinto Sertorio en Hispania, Bruto, desesperado, antes que agravar la situación de Mutina, prefirió rendirse.
– Has sido razonable -le dijo Pompeyo después de entrar en la ciudad.
– Razonable y rápido -replicó Bruto hastiado-. Creo, Cneo Pompeyo, que no tengo carácter marcial.
– Cierto.
– En cualquier caso, aceptaré de buen grado la muerte.
Los ojos azules se abrieron más de lo normal.
– ¿La muerte? -inquirió como sorprendido-. ¡No es necesario, Marco Junio Bruto! Quedas libre.
A su vez Bruto abrió unos ojos como platos.
– ¿Libre? ¿De verdad, Cneo Pompeyo?
– ¡Claro que si! -contestó Pompeyo sonriendo-. Ahora bien, eso no significa que estés libre para movilizar más rebeldes. Vuelve a tu casa.
– Entonces, con tu permiso, Cneo Pompeyo, me dirigiré a mis tierras del oeste de Umbría. Hay que apaciguar a la gente de esa región.
– Por mí no hay inconveniente. Yo también me dirijo a Umbría.
Pero una vez que Bruto hubo cruzado a caballo las puertas de Mutina, Pompeyo mandó llamar a uno de sus legados, un tal Geminio, picentino de humilde condición y suboficial, pues a Pompeyo no le gustaba tener subordinados de rango social semejante al suyo.
– Me sorprende que le hayas dejado ir -dijo Geminio.
– ¡Ah, tenía que dejarle! Mi relación con el Senado no es aún muy firme para tomar la iniciativa de ejecutar a un Junio Bruto sin pruebas aplastantes, aunque tenga imperium de propretor. Así que de ti depende hallar esas pruebas aplastantes.
– Dime que es lo que quieres, Magnus, y se hará.
– Bruto dice que va a sus propiedades de Umbría, y, sin embargo, ha tomado dirección noroeste por la vía Emilia, un camino erróneo, ¿no te parece? Bueno, quizá vaya a campo través, o tal vez quiera reclutar más tropas. Quiero que salgas ahora mismo tras él con un buen destacamento de caballería, con cinco escuadrones -dijo Pompeyo, limpiándose los dientes con una astillita-. Sospecho que busca tropas, probablemente en Regium Lepidum. En ese caso, no puede existir duda de que es traidor por partida doble y nadie en Roma pondrá objeciones a su muerte. ¿Entendido, Geminio?
– Totalmente.
Lo que Pompeyo no dijo a Geminio era el motivo real de su estrategia con Bruto. El joven Carnicero aspiraba al mando de las tropas de Hispania contra Sertorio, y sus posibilidades aumentaban ·si hallaba un pretexto para no desmovilizar sus legiones; si podía dar a entender que en la Galia itálica existía peligro de sublevación a lo largo de la vía Emilia, sería un buen pretexto para permanecer donde estaba con su ejército; se hallaría lo bastante lejos de Roma para no representar una amenaza para el Senado, y seguiría en pie de guerra, listo para ir a Hispania.
Geminio hizo exactamente lo que le dijeron. Cuando Bruto llegó a la ciudad de Regium Lepidum, al noroeste de Mutina, fue recibido con alborozo. Como indicaba el nombre del lugar, era un crisol de clientes de los Emilios Lépidos y, naturalmente, se le ofrecieron para combatir si así lo deseaba; pero antes de que Bruto pudiera contestarles, Geminio y sus cinco escuadrones de caballería cruzaron las puertas y en el foro de Regium Lepidum éste acusó a Bruto de traidor a Roma, juzgándole y cortándole la cabeza.
La cabeza de Bruto fue enviada a Mutina con un conciso mensaje de Geminio, diciendo que le había sorprendido organizando una insurrección y que tenía la impresión de que la Galia itálica no estaba muy segura.
Y Pompeyo envió el siguiente informe al Senado:
De momento considero deber mío guarnecer con mis dos legiones de veteranos la Galia itálica. Las tropas que mandaba Bruto las desmovilicé por desleales, pero sólo las castigué quitándoles las armas y la coraza, Y sus dos águilas, naturalmente. Considero la conducta de Regium Lepidum síntoma del descontento general al norte de la frontera, y espero que ello explique por qué me quedo.
No envío la cabeza del traidor Bruto con este informe de mis servicios porque en el momento de su muerte era gobernador con imperium prepretoriano, y no creo que el Senado quiera exhibirla en los rostra. Pero he enviado la cabeza y las cenizas a su viuda. Espero haber obrado correctamente. No tenía intención de ejecutar a Bruto, pero él se lo buscó.
Ruego con todo respeto que se me prorrogue el imperium de momento. Puedo desempeñar una función útil aquí en la Galia itálica, conservando la provincia para el Senado y el pueblo de Roma.
El Senado, bajo la habilidosa guía de Filipo, declaró sacer a los que habían tomado parte en la rebelión de Lépido, pero como aún eran patentes los horrores de la proscripción, no se tomaron represalias contra sus familias. La viuda de Marco Junio Bruto, con el tarro de arcilla que contenía las cenizas en el regazo, podía estar tranquila. El futuro de su hijo de seis años no corría peligro, aunque de ella dependería que no se concitasen contra él los odios políticos cuando fuese mayor.
Servilia contó al niño la muerte del padre de un modo que le dio a entender que jamás debería admirar ni ayudar al asesino Cneo Pompeyo Magnus, el advenedizo picentino. El niño la escuchó, asintiendo muy serio con la cabeza y sin dar muestra alguna de si le entristecía saberse huérfano.
No había entrado en la etapa de crecimiento rápido, y era todavía un niñito de piernas delgadas que hacía pucheros. De pelo y ojos muy negros, y piel cetrina, tenía ya un cierto atractivo que su querida mamá conceptuaba belleza, y su tutor hacía elogios de lo bien que leía, escribía y calculaba (si bien callaba que el pequeño Bruto carecía de cualidades originales y de imaginación). Naturalmente, Servilia no tenía intención de enviarle a la escuela con otros niños; era demasiado sensible, demasiado inteligente, demasiado precioso, y podían quitárselo.
Sólo tres miembros de su familia habían venido a darle el pésame, aunque dos de ellos no eran en puridad parientes próximos.
Después de morir los padres, abuelos y tías de Servilia, la única persona de relación consanguínea, el tío Mamerco, había puesto los seis huérfanos de su hermano a cargo de una prima de Servilio Cepión y su madre. Esas dos mujeres, Cnea y Porcia Liciniana, fueron las que acudieron a visitarla, cortesía que a Servilia le sobraba. Cnea, que le recordaba el agrio y mudo dominio de su despótica madre, seguía casi con treinta años con el mismo pecho liso de su adolescencia, y Porcia Liciniana dominó la conversación como había hecho toda la vida.
– Bien, Servilia, nunca pensé que te vería viuda tan joven, y lo siento -dijo aquella mujerona-. Siempre me pareció extraño que Sila no incluyera a tu esposo y a su padre en las listas de proscritos, aunque supuse que era en deferencia para contigo. Habría estado fuera de lugar incluso para Sila proscribir al suegro de su propia sobrina, pero, en realidad, hubiera debido ser así. El viejo Bruto fue acérrimo partidario de Cayo Mario y de Carbón. Debió de ser el matrimonio de su hijo lo que les salvó a los dos, y era de esperar que el hijo aprendiese la lección, ¿no crees? Pues no, se le ocurre apoyar a ese idiota de Lépido. Cualquiera con un poco de sentido común habría podido darse cuenta de que era una opción absurda.
– Bastante -comentó cortésmente Servilia.
– Yo también lo siento -dijo Cnea con brusquedad, para poner su granito de arena.
Pero la mirada que Servilia dirigió a la pobre criatura no expresaba cariño ni compasión; Servilia la despreciaba, aunque no la odiase tanto como a su madre.
– ¿Que harás ahora? -inquirió Porcia Liciniana.
– Casarme otra vez lo antes posible.
– ¡Casarte de nuevo! Eso no está bien para una mujer de tu rango. Yo me quedé viuda y no volví a casarme.
– Me imagino que nadie te lo propondría – dijo Servilia sin alzar la voz.
Pese a su insensibilidad, Porcia Liciniana advirtió la causticidad del comentario y se puso en pie muy digna.
– He cumplido con mi deber y te he dado el pésame -dijo-. Anda, Cnea, vámonos ya. No estorbemos a Servilia en su búsqueda de un nuevo marido.
– ¡Vete con viento fresco, vieja verpa! -dijo Servilia cuando hubieron salido.
Tan indeseada como Porcia Liciniana y Cnea fue la tercera visita que tuvo poco después: el más joven de los seis huérfanos, Marco Porcio Catón, era hermanastro de Servilia por parte de madre, hermana de Druso y Mamerco.
– Mi hermano Cepio hubiera debido venir -dijo el joven Catón con su voz dura y desagradable-, pero está fuera de Roma con el ejército de Catulo; es contubernalis, si sabes lo que significa el término.
– Lo sé -contestó Servilia sin alzar la voz.
Pero la insensibilidad de Porcia Liciniana no era nada comparada con la de Marco Porcio Catón, y éste no captó la ironía. Tenía ya dieciséis años, pero seguía viviendo con Cnea y su madre, igual que su hermana Porcia, pues hacía tiempo que Mamerco había vendido la casa de Druso por ser muy grande y ahora vivían todos en la del padre de Catón.
Aunque el enorme tamaño de su aguileña nariz impedía que pudiera calificársele de guapo, Catón era un joven muy atractivo de cutis claro y anchos hombros; sus grandes y expresivos ojos eran de color gris claro con una espesa cabellera castaño rojiza y una boca bonita. No obstante, para Servilia era un monstruo sin paliativos, una persona ruidosa, lerda, insensible, y tan pendenciero, que había sido un tormento para su gemelo mayor desde que comenzó a andar y a hablar.
Les separaban diez años y distinto padre, pero aún había más. Servilia era una patricia de familia cuyo origen se remontaba a la época de los reyes de Roma, mientras que la rama de la familia de Catón procedía de una esclava celtíbera, Salonia, que había sido la segunda mujer de Catón el Censor. Para Servilia, esa mancha que la madre había arrojado sobre ella y la familia de su marido era intolerable, y era incapaz de ver a ninguno de sus tres hermanos más jóvenes sin apretar los dientes de rabia y vergúenza. Ante Catón demostraba estos sentimientos, mientras que ante Cepio, que se suponía era auténticamente hermano suyo (aunque ella sabía que no), los ocultaba. Por decencia. ¡Maldita decencia!
No es que Catón sintiese complejo social alguno; él estaba muy orgulloso de su bisabuelo el censor y consideraba impecable su ascendencia; como los nobles romanos habían olvidado el segundo matrimonio de Catón el Censor (basándose en que había sido una venganza contra el hijo esnob que había tenido de su primera esposa, una Licinia), el joven Catón tenía esperanzas de llegar al Senado y muy posiblemente al consulado.
– Al final, tío Mamerco no te eligió un buen marido -dijo Catón.
– No estoy de acuerdo -respondió Servilia-. Me convenía. Al fin y al cabo era un Junio Bruto; plebeyo quizá, pero totalmente noble por ambas partes.
– ¿Es que nunca vas a entender que el linaje es mucho menos importante que los actos de la persona? -replicó Catón.
– Es mucho más importante.
– ¡Eres una esnob insoportable!
– Si, lo soy; y doy gracias a los dioses por ello.
– Estropearás a tu hijo.
– Eso está por ver.
– Cuando sea un poco mayor, ya me encargaré de él para borrarle todas las pretensiones sociales.
– Por encima de mi cadáver.
– ¿Cómo vas a impedírmelo? ¡No vas a tener al niño pegado a tus faldas toda la vida! Como es huérfano yo estoy in loco parentis.
– Por poco tiempo. Pienso volver a casarme.
– ¡Volver a casarse es impropio de una noble romana! Creí que ibas a emular a Cornelia, la madre de los Gracos.
– No soy tonta. Una noble de ascendencia patricia debe tener esposo para asegurarse la preeminencia. Y un esposo tan noble como ella.
Él soltó una estentórea carcajada.
– ¿Quieres decir que vas a casarte con un bufón linajudo como Druso Nerón?
– Mi hermana Lilla es quien va a casarse con Druso Nerón.
– ¡Muy oportuno! Y eso que no se gustan.
– Harán lo que les digan, conforme está dispuesto.
– Seré yo quien se case con la hija de tío Mamerco -dijo Catón con aire de suficiencia.
Servilia le miró con aire despreciativo.
– ¡Tú no! Emilia Lépida está prometida hace años a Metelo Escipión, de cuando el tío Mamerco estaba con Pío, su padre, en el ejército de Sila. ¡Tú, Catón, comparado con Metelo Escipión, eres una seta!
– Es igual. Emilia Lépida estará prometida a Metelo Escipión, pero no le ama; se pelean constantemente, y cuando está triste ¿a quién acude ella? ¡A mí, naturalmente! ¡Pierde cuidado, que me casaré con ella!
– ¿No hay nada bajo el sol capaz de quebrantar tu increíble engreimiento? -inquirió ella.
– Si lo hay no me consta -replicó él imperturbable.
– No te preocupes, que surgirá.
Otra risotada.
– ¡Eso esperas!
– No espero; estoy segura.
– Mi hermana Porcia ya está comprometida -añadió Catón para no cambiar de tema.
– Con un Ahenobarbo sin duda. ¿El joven Lucio?
– Exacto; el joven Lucio. ¡Me gusta! Es una persona que sabe pensar.
– Un advenedizo casi tan fatuo como tú.
– Me marcho -dijo Catón levantándose.
– ¡Vete con viento fresco! -volvió a decir Servilia, pero esta vez a la cara.
Así fue como Servilia fue a su cama vacía aquella noche, sumida en una mezcla de tristeza y decisión. Así que no aprobaban su intención de volver a casarse; la consideraban una fuerza acabada, ¿verdad?
– ¡Pues se equivocan! -exclamó en voz alta antes de rendirse al sueño.
Por la mañana fue a ver a tío Mamerco, con quien siempre se había llevado muy bien.
– Eres el albacea del testamento de mi esposo -dijo-. Quiero saber qué sucede con mi dote.
– Sigue siendo tuya, Servilia, pero ahora que eres viuda no la necesitarás. Marco Junio Bruto te ha dejado lo suficiente para vivir cómodamente, y su hijo es un niño muy rico.
– No pienso seguir viviendo sola, tío. Quiero volver a casarme si me encuentras un esposo conveniente.
– Rápida decisión -comentó Mamerco sin salir de su asombro.
– No hay por qué demorarlo.
– Han de pasar nueve meses para que puedas volver a casarte, Servilia.
– Tiempo de sobra para que me encuentres marido -replicó la viuda-. Que sea por lo menos de tan buena cuna y fortuna como Marco Junio, pero preferiblemente algo más joven.
– ¿Cuántos años tienes tú?
– Veintisiete.
– ¿Quieres alguien de unos treinta?
– Una edad ideal, tío Mamerco.
– No un cazafortunas, claro.
– ¡No un cazafortunas! -contestó ella enarcando las cejas.
– De acuerdo, Servilia -dijo Mamerco sonriente-. Comenzaré a buscar. No será difícil. Tu linaje no puede ser mejor, tienes una dote de doscientos talentos y eres fértil. Y tu hijo no será una carga financiera ni para tu esposo ni para ti. ¡Sí, creo que te encontraremos algo que esté bien!
– Por cierto, tío -dijo ella cuando se levantaba-, ¿te has dado cuenta de que el joven Catón ha echado el ojo a tu hija?
– ¿Qué?
– Catón ha echado el ojo a Emilia Lépida.
– ¡Si está prometida a Metelo Escipión!
– Eso le dije yo, pero él no parece considerarlo un impedimento. Yo no creo que Emilia Lépida tenga pensado cambiar a Metelo Escipión por Catón, pero no cumpliría con mi deber si no te informara de lo que va diciendo Catón por ahí.
– Son buenos amigos, es cierto -dijo Mamerco con aire de preocupación-, ¡pero tiene exactamente la misma edad que Emilia Lépida! Generalmente a las chicas no les interesan muchachos de su misma edad.
– Te repito que no sé lo que a ella le interesa. Lo Único que te digo es que a Catón le interesa ella. ¡Córtalo de raíz, tío, córtalo de raíz!
«¡Así aprenderás, Marco Porcio Catón!», se dijo Servilia para sus adentros al salir a la tranquila calle del Palatino donde vivían Mamerco y Cornelia Sila. ¿Cómo has osado pretender a la hija de tío Mamerco, patricia por los dos costados?
Y llegó a su casa, muy satisfecha de sí misma. En muchos aspectos, no lamentaba que la vida le hubiese reservado el destino de viuda; aunque cuando se casó con Marco Junio Bruto no era muy mayor, los ocho años de matrimonio le habían avejentado a sus ojos, y ella había comenzado a desesperar de tener más hijos. Un varón ya estaba bien, pero las hijas también servían; con una buena dote podían encontrar un buen marido que fuese políticamente útil para el hijo varón. Si, la muerte de Bruto había sido una sorpresa, pero no la afligía.
El mayordomo en persona le abrió la puerta.
– ¿Qué sucede, Dito?
– Tenéis visita, domina.
– ¡Después de tantos años, griego idiota, deberías saber anunciar las visitas de otro modo! -le espetó ella, complaciéndose en el súbito temor que le asaltaba-. ¿Qué visita?
– Dijo que era Décimo Junio Silano, señora.
– Dijo que era Décimo Junio Silano. O es quien dice que es o no lo es. ¿Quién es, Epafrodito?
– Es Décimo Junio Silano, señora.
– ¿Le has hecho pasar al despacho?
– Sí, señora.
Y allí se dirigió sin quitarse la negra palla, frunciendo el ceño para enfrentarse con aquel Décimo Junio Silano. La misma famosa familia de su difunto marido, pero de una rama con el cognomen de Silano porque el primero de la estirpe llamado así no era feo como el impúdico rostro del Silano que arrojaba el agua en todas las fuentes de Roma, sino un hombre guapo. Con la misma fama que los Memmios, los Junio Silanos seguían siendo hombres muy bien parecidos.
– Venía- dijo él, tendiendo la mano a la viuda a darte el pésame y ofrecerte la ayuda que puedas necesitar. Me imagino que estarás muy apenada -concluyó con poca convicción, ruborizándose.
Evidentemente, por el rostro no se le podía confundir más que con un Junio Silano, pues era rubio, de ojos azules y de una guapura impresionante. A Servilia le gustaban los rubios guapos. Puso su mano en la de él el tiempo preciso, y se volvió para quitarse la palla y dejarla en el respaldo de la silla de su difunto, quedándose con el negro vestido. Era un color que le iba bien por su cutis claro, pero sus ojos y el pelo eran tan azabache como sus galas de viuda. También tenía buen gusto y se vestía con estilo y sencillez, y al joven le pareció tan perfecta de carne y hueso como se lo había parecido en el recuerdo.
– Décimo Junio, ¿no nos conocemos? -inquirió, haciéndole seña para que se sentase en el sofá, mientras ella se acomodaba en una silla.
– Si, Servilia, pero de hace años. Nos vimos en una cena en casa de Quinto Lutacio Catulo antes de que Sila fuese dictador. No hablamos mucho, pero recuerdo que hacía poco que habías tenido un hijo.
– ¡Ah, claro! -exclamó ella recordándolo-. Excusa mi descortesía, pero es que me han sucedido tantas cosas desde entonces… -añadió, llevándose una mano a la cabeza con gesto de tristeza.
– No te preocupes -contestó él afable, sentándose sin decir nada más ni quitarle ojo.
Ella tosió delicadamente.
– ¿Te apetece un poco de vino?
– No, gracias.
– Ya veo que no has traído a tu esposa, Décimo Junio. ¿Se encuentra bien?
– No tengo esposa.
– ¡Oh!
Tras su rostro hermético e impenetrable los pensamientos acudían en avalancha. ¡Gustaba a aquel hombre! ¡No había la menor duda: le gustaba! Y hacía años, por lo visto. Y era un hombre honorable. Sabiendo que estaba casada, no había osado cultivar su amistad ni la de su esposo, y ahora que era viuda quería ser el primero y sin rivales. Era de muy buena cuna, sí, pero ¿y fortuna? Era el hijo mayor, ya que tenía el mismo nombre de Décimo; si, Décimo era el nombre del primogénito de los Junio Silanos. Tendría unos treinta años; edad adecuada. ¿Sería rico? Había que averiguarlo.
– ¿Estás en el Senado, Décimo Junio?
– Entraré este año. Soy cuestor urbano.
¡ Estupendo! Al menos estaba en el censo senatorial.
– ¿Dónde están tus tierras, Décimo Junio?
– Oh, aquí y allá. Mis principales propiedades están en Campania: veinte mil iugera frente al Volturnus, entre Telesia y Capua. Pero tengo fincas ribereñas en el Tíber, una buena finca en el golfo de Tarentum, una villa en Cumas y otra en Larinum -contestó él de buen grado, dispuesto a impresionarla.
Servilia se reclinó imperceptiblemente en la silla y lanzó un discretísimo suspiro. Era rico. Muy rico.
– ¿Cómo está tu hijito? – preguntó él.
El niño: su auténtica obsesión; algo que no podía ocultar y que le asomaba a los ojos e inundaba su rostro con una pasión que contrastaba con sus enigmáticos rasgos.
– Echa de menos a su padre, pero creo que comprende -respondió.
Décimo Junio Silano se puso en pie.
– Tengo que irme, Servilia. ¿Puedo volver a verte?
Sus suaves párpados de pobladas pestañas negras velaron sus ojos, y sus mejillas se arrebolaron ligeramente, al tiempo que una sonrisa elevaba las comisuras de sus labios.
– Te lo ruego, Décimo Junio. Será un verdadero placer -contestó.
¡A fastidiarse, Porcia Liciniana!, dijo para sus adentros, pletórica, mientras despedía al visitante a la puerta de la casa. ¡He encontrado marido, y eso que no hace un mes que soy viuda! ¡Ay, cuando se lo diga a tío Mamerco!
En una carta, escrita un mes después de la muerte de Marco Junio Bruto, Lucio Marcio Filipo decía a Cneo Pompeyo Magnus:
Es cierto que estamos en la segunda parte del año, pero hay que tener en cuenta que las cosas van bastante bien. Esperaba haber podido retener permanentemente en Roma a Mamerco, pero al llegar noticia de que habían muerto Bruto y Lépido, dijo que su papel como príncipe del Senado no le obligaba a seguir en Roma y pidió a la Cámara permiso para preparar la guerra contra Sertorio. Nuestras cabras senatoriales no tardaron en convertirse en borregos y concedieron a Mamerco las cuatro legiones de Catulo que seguían movilizadas en Capua en espera de licenciamiento. Me apresuro a decirte que Catulo está muy satisfecho de su campaña contra Lépido; se ha ganado (inmerecidamente) una imponente fama militar sin tener que salir del campo de Marte, y ha instado al Senado a que conceda a Mamerco la gobernación de la Hispania Citerior y el mando de la campaña contra Sertorio.
Es posible que Mamerco sea el hombre que precisa Hispania. Por consiguiente, tengo que hacer lo que sea para que no llegue allí. Voy a procurarte una misión especial en Hispania antes de que Lúculo pueda regresar de Africa. Afortunadamente, creo que dispongo del instrumento adecuado para frustrar las ambiciones de Mamerco. Es -un hombre, naturalmente- uno de los veinte cuestores de este año, un tal Cayo Elio Estaeno. ¡En el sorteo le tocó nada menos que el ejército del cónsul! En otras palabras, está en Capua al servicio de Catulo desde que asumió el cargo, y luego servirá a las órdenes de Mamerco.
¡Es realmente difícil encontrar un villano de más confianza, mi querido Magnus! Más que Cayo Verres, que, después de condenar a destierro al joven Dolabela testificando en contra de él en el proceso en que hizo de abogado acusador el joven Escauro, ahora se pasea por Roma prometido a Cecilia Metela, ¡figúrate! La hija de Metelo Caprario y hermana de esos tres jóvenes arribistas que son, ¡ay!, lo mejor que los Cecilios Metelos han dado al mundo en esta generación. Qué denigrante.
Bien, mi querido Magnus, he entrado en contacto con este villano y me he asegurado sus servicios. No hemos hablado de cantidades concretas, pero no será barato. Sin embargo, hará lo que haya que hacer, de eso estoy seguro. Su plan consiste en fomentar un motín entre las tropas en cuanto Mamerco lleve en Capua el tiempo suficiente para que parezca que es el responsable. Le indiqué que esas tropas son veteranos de Sila y que no creía que se volviesen contra el yerno de su querido dictador, pero Estaeno se rió de mis reparos. Mis recelos se disiparon al oírle reír con tantas ganas y confianza. Además, hay que decir que pueden esperarse grandes cosas de una persona que ha arreglado su propia adopción por los Elios y hace que la gente le llame Paetus en vez de Estaeno. Causa buena impresión a todos, pero sobre todo a los de clase baja, a quienes les entusiasma y enfebrece con su estilo oratorio.
Esto era lo que había hasta que encontré a Estaeno para frustrar el mando de Mamerco; pero desde entonces he cambiado de táctica y presiono para que lo tome, y cada vez que le veo le pregunto por qué sigue en Roma en vez de irse a Capua para adiestrar a sus tropas. Creo que podemos estar seguros de que, a más tardar en septiembre, Mamerco tendrá que vérselas con un motín. En cuanto tenga noticia de ello, comenzaré a reclamar al Senado que recurra a la cláusula del mando especial.
Afortunadamente, las cosas van de mal en peor en Hispania y eso facilitará mi tarea. Así que ten paciencia y sé optimista, mi querido Magnus. Llegará el día, este mismo año, en que cruces los Alpes antes de que las nieves lo impidan.
El motín que estalló a poco de comenzar el mes de sextilis fue perfectamente planeado por Cayo Elio Estaeno, pues no fue cruento ni violento, y surgió con tal espontaneidad que su víctima, Mamerco, no quiso aplicar castigo a la tropa. Una delegación fue a decirle con total firmeza que las legiones no querían ir a Hispania al mando de ningún general que no fuese Cneo Pompeyo Magnus, porque creían que sólo él podía derrotar a Quinto Sertorio.
– Y quizá tengan razón -dijo Mamerco con toda sinceridad al Senado cuando acudió a Roma a informar-. Confieso que no se lo reprocho. Han sido muy respetuosos. Los veteranos con su experiencia tienen buen olfato, y no puede alegarse que no me conocen. Si ellos creen que soy incapaz de vencer a Quinto Sertorio, yo mismo debo dudarlo. Si creen que Cneo Pompeyo es el único capaz de hacerlo, habrá que pensar si no será cierto.
Aquellas palabras sinceras y tranquilas causaron tal impresión en los senadores, que no se produjeron arrebatos de indignación ni hubo lugar a debate. Así, Filipo pudo intervenir más fácilmente.
– Padres conscriptos -comenzó diciendo en tono afectuoso-, ha llegado la hora de que hagamos inventario de la situación en Hispania sin apasionamientos ni prejuicios. ¡Cuán sedante y enaltecedora experiencia ha sido para mí escuchar a nuestro muy querido e inteligente segundo cónsul, nuestro príncipe del Senado, Mamerco Emilio Lépido Liviano! Yo voy a continuar en el mismo tono mesurado y reflexivo.
Dio una vuelta sobre sí mismo, mirando a todos los rostros a que alcanzaba desde su posición en la primera fila de la izquierda.
– Los primeros éxitos de Quinto Sertorio después de regresar a Hispania para unirse a los lusitanos hace tres años y medio son comprensibles. Hombres como Lucio Fufidio no supieron contenerle y le presentaron batalla precipitadamente. Cuando nuestro pontífice máximo, Quinto Cecilio Metelo Pío, llegó para gobernar la Hispania Ulterior, y su colega Marco Domicio Calvino llegó para gobernar la Hispania Citerior, sabíamos que Quinto Sertorio iba a ser difícil de derrotar. Fue entonces, en aquella primera campaña de verano, cuando el legado de Sertorio, Lucio Hirtuleyo, atacó a las seis legiones de Calvino con tan solo cuatro mil hombres y le infligió una derrota. Calvino murió en el campo de batalla, igual que la mayoría de sus hombres. A continuación, Sertorio fue a combatir a Pío, pero prefirió atacar a su estimable legado Thorio, muriendo Thorio en el campo de batalla y quedando sus tres legiones malparadas. Nuestro querido Pío se vio obligado a retirarse a sus cuarteles de invierno en Olisipo del Tajo, perseguido por Sertorio.
»Al año siguiente -es decir, el año pasado- no hubo grandes batallas. ¡Pero tampoco grandes éxitos! Pío pasó el tiempo tratando de librarse de las garras de Sertorio, mientras que Hirtuleyo recorría la Hispania central y afianzaba la influencia de Sertorio entre las tribus celtibéricas. Ya se había ganado Sertorio a los lusitanos, y en ese momento casi toda Hispania estaba a punto de ponerse de su parte, salvo las tierras entre el río Betis y las montañas de Orospeda, en donde Pío había concentrado sus fuerzas para atraerle.
»Pero el gobernador del pasado año de la Galia Transalpina, Lucio Manlio, pensó que podía asestar un golpe a Sertorio y cruzó los Pirineos con cuatro legiones. Hirtuleyo le presentó batalla en el río Iberus, causándole tan aplastante derrota que Lucio Manlio hubo de retirarse sin dilación a su provincia, en la que no tardó en ver ¡que corría peligro!, pues Hirtuleyo le persiguió y le derrotó por segunda vez.
»Este año tampoco nos ha sido favorable, padres conscriptos. La Hispania Citerior aún no tiene gobernador, y en la Ulterior gobierna con una prórroga Pío, que no ha cruzado el Betis ni ha avanzado al norte de Orospeda. Sin encontrar resistencia, Quinto Sertorio cruzó el paso de Consabura de la Hispania Citerior y ha fijado su capital en Osca, pues ha tenido la audacia de organizar la ocupación de las provincias de Roma según el modelo romano. Tiene una capital y un Senado… incluso una escuela en la que pretende que los hijos de los caudillos bárbaros aprendan latín y griego para que ocupen debidamente los cargos de magistrados en esa Hispania que quiere suya. Sus magistrados ostentan títulos romanos, su senado consta de trescientos miembros. Y ahora se le ha unido Marco Perpena Vento con las tropas de Lépido que lograron escapar de Cerdeña.
Nada de lo que exponía era nuevo ni desconocido, pero nadie lo había dicho en unas frases sucintas y desapasionadas. Se oyó un suspiro general y los senadores permanecieron en sus sillas abatidos.
– ¡Padres conscriptos, tenemos que enviar un gobernador a la Hispania Citerior! Lo intentamos, pero Lépido impidió la marcha de Quinto Lutacio, y un motín ha impedido la marcha de nuestro príncipe del Senado. Me resulta evidente que el gobernador ha de ser un hombre de singular calidad. Sus obligaciones serán, en primer lugar, hacer la guerra y después gobernar. De hecho, su obligación casi exclusiva será hacer la guerra. De las catorce legiones que fueron con Pío y Calvino hace dos años y medio, puede que queden siete, todas ellas con Pío en la Hispania Ulterior. La Hispania Citerior está guarnecida… por Quinto Sertorio. No hay nadie en esa provincia que le haga frente.
»El que enviemos a la Hispania Citerior deberá ir con un ejército… no podemos quitarle tropas a Pío. Y el núcleo de ese ejército lo tenemos en Capua: cuatro buenas legiones integradas por veteranos de Sila, que se han negado a marchar a Hispania si no es al mando de Cneo Pompeyo Magnus, que no es senador pero sí caballero.
Filipo hizo una larga pausa, inmóvil, para que sus últimas palabras causaran efecto, y cuando reanudó el discurso lo hizo con voz más apremiante, más práctica.
– Entonces, queridos colegas, tenemos una sugerencia, gentilmente expresada por el ejército de Capua: Cneo Pompeyo Magnus. No obstante, la ley de Lucio Cornelio Sila estipula que tenga prioridad de mando alguien del Senado dispuesto a recibirlo, y que esté militarmente calificado para ejercerlo. Quiero ver si existe tal hombre en esta Cámara.
Se volvió hacia el estrado curul y miró al primer cónsul.
– Décimo Junio Bruto, ¿quieres el mando?
– No, Lucio Marcio, no lo quiero. Soy demasiado mayor y poco hábil.
– ¿Mamerco?
– No, Lucio Marcio. Mi ejército está descontento.
– ¿Pretor urbano?
– Aunque mi magistratura me permitiese dejar Roma más de diez días, no lo querría -contestó Cneo Aufidio Orestes.
– ¿Pretor de extráhjeros?
– No, Lucio Marcio, no lo quiero -contestó Marco Aurelio Cotta.
Y tras él, otros seis pretores lo rehusaron.
Filipo se volvió a las primeras filas y comenzó a preguntar a los consulares.
– ¿Marco Tulio Decula?
– No.
– ¿Quinto Lutacio Catulo?
– No.
Y así uno tras otro.
Filipo se hizo a si mismo la pregunta y contestó:
– ¡No, no lo quiero! Soy demasiado viejo, demasiado gordo… y militarmente inepto.
Luego miró a uno y otro lado de la Cámara y preguntó:
– ¿Hay alguien que se considere capaz de tomar el mando? ¿Qué dices tú, Cayo Escribonio Curio?
A Curio le hubiera encantado decir si, pero le habían comprado y contestó:
– No.
Había un senador muy joven que a duras penas permanecía sentado, apoyado en las manos y mordiéndose la lengua para callar, porque sabía que Filipo jamás aprobaría su nombramiento. Cayo Julio César no quería llamar la atención sobre su persona hasta no tener alguna posibilidad de victoria.
– Entonces -añadió Filipo- volvemos al mando especial y a Cneo Pompeyo Magnus. Vosotros mismos habéis oído cómo me he descalificado. Ahora bien, puede que entre los senadores y promagistrados que se encuentren en el extranjero haya alguno adecuado. ¡Pero no hay tiempo que perder! ¡Hay que hacer frente a la situación ahora mismo o perderemos las dos provincias de Hispania! ¡Y para mí está bien claro que el único hombre disponible y adecuado es Cneo Pompeyo Magnus! No es senador, sino caballero; pero está en el ejército desde los dieciséis años, y desde los veinte ha mandado sus propias legiones una batalla tras otra. Nuestro llorado Lucio Cornelio Sila le prefirió a otros. ¡Y con justicia! El joven Pompeyo Magnus tiene experiencia, talento, buenas tropas de soldados veteranos, y le anima el mejor interés por Roma.
»Disponemos del instrumento constitucional para nombrar a este joven gobernador de la Hispania Citerior con imperium proconsular y autorizarle a mandar las legiones que creamos necesario, prescindiendo de su condición de caballero. Sin embargo, yo solicitaría que no se le otorgue ese mando especial de modo que parezca que ya ha servido como cónsul. Que no se le califique de pro consule sino de pro consulibus; no cónsul tras un año en el cargo, sino en nombre de los cónsules del año. Así será consciente en todo momento de la naturaleza de su encargo especial.
Filipo se sentó, y Décimo Junio Bruto, el primer cónsul, se puso en pie.
– Miembros de la Cámara, propongo una votación. Los que estén a favor de otorgar un mando especial con imperium proconsular y seis legiones a Cneo Pompeyo Magnus, caballero, que se sitúen a mi derecha. Los que se opongan, que se coloquen a mi izquierda.
Nadie se situó a la izquierda de Décimo Bruto, ni siquiera el joven senador Cayo Julio César.