– Tienes que ir a Hispania -dijo Sila a Metelo Pío-. Quinto Sertorio se está apoderando del país.
Metelo Pío miró al dictador con gesto de reprobación.
– Ni mucho menos -replicó sin amilanarse-. Tiene a… ami… gos entre los lusitanos y es fuerte al oeste del Betis, pe… pe… pero cuentas con buenos gobernadores en las dos provincias hispanas.
– ¿Tú crees? -replicó Sila con gesto despectivo-. ¡Ya no! Acabo de recibir noticia de que Sertorio ha derrotado a Lucio Fufidio, pues este estúpido se arriesgó a presentarle batalla. ¡Cuatro legiones, y no ha sido capaz de derrotar a siete mil soldados de Sertorio, de los que sólo un tercio eran romanos!
– Se lle… lle… vó los romanos de Mauritania en primavera, claro -dijo Metelo Pío-. El resto son lusitanos.
– ¡Salvajes, querido Meneitos! Gentes que no valen un clavo de la suela de la caliga romana! Pero capaces de vencer a Fufidio.
– ¡Oh… Edepol!
Por algún motivo que el Meneitos no acertaba a imaginar la suave interjección provocó una risotada en Sila, y transcurrió un momento hasta que el dictador pudiese volver al lamentable tema de Quinto Sertorio.
– Mira, Meneítos, conozco hace tiempo a Quinto Sertorio. ¡Y tú también! Si Carbón hubiese podido conservarlo en Italia, tal vez no hubiera yo ganado la batalla de la puerta Colina por la simple razón de que me habrían derrotado mucho antes. Sertorio es como Cayo Mario, y la Hispania su coto privado. Cuando Lúculo le expulsó de allí el año pasado, esperaba que ese maldito degenerase convirtiéndose en un mercenario mauritano y que nunca más nos molestase. Pero me equivocaba de cabo a rabo. Primero conquistó Tingis al rey Ascalis, luego mató a Paciano y se quedó con sus tropas romanas, y ahora ha vuelto a la Hispania Ulterior y está transformando a esos lusitanos en aguerridos soldados. Tendrás que ir tú a la Hispania Ulterior de gobernador… y a principios del nuevo año, no en primavera -dijo, cogiendo una hoja y entregándosela con entusiasmo-. ¡Puedes llevarte ocho legiones! Así serán ocho legiones menos para buscarles tierras. Y si partes a últimos de diciembre, puedes hacer el viaje por mar directamente a Gades.
– Un gran cargo -dijo el pontífice máximo con sincera satisfacción; no le molestaba estar lejos de Roma durante una larga campaña, aunque fuese para combatir a Sertorio. No tendría que oficiar ceremonias religiosas ni pasarse noches en vela pensando en si su lengua le traicionaría. De hecho, en cuanto saliese de Roma le desaparecería el tartamudeo; siempre era igual-. ¿Y a quién envías de gobernador a la Hispania Citerior?
– Creo que a Marco Domicio Calvino.
– ¿A Curión no? Es bu… bu… buen general.
– Para él tengo pensado Africa. Calvino es mejor para apoyarte durante toda una campaña, querido Meneítos. Curión podría mostrarse demasiado independiente -dijo Sila.
– Ya entiendo.
– Calvino tendrá otras seis legiones. Con las tuyas hacen catorce. De sobra para aplastar a Sertorio.
– ¡En un periquete! -añadió el Meneitos entusiasmado-. ¡No te… te… temas, Lucio Cornelio, Hispania no co… co… rre peligro!
Sila soltó otra risotada.
– ¿Que no tema? No sé ni por qué me preocupo, Meneitos, de verdad. Estaré muerto antes de que tú regreses.
Metelo Pío estiró los brazos como si exorcizase.
– ¡No digas tonterías! ¡Todavía eres relativamente joven!
– Me predijeron que moriría en la cúspide de la fama y el poder -respondió Sila, sin mostrar temor ni pena-. Dejaré el poder en julio, Pío, y me retiraré a Misenum para echar la última cana al aire. No durará mucho, pero pienso disfrutar de lleno lo que dure.
– Los vaticinadores no son romanos -dijo Metelo Pío severo-. Y ya sabemos que la mayoría de veces se equivocan.
– Éste no -contestó Sila con firmeza-. Era un caldeo, adivino del rey de los partos.
Metelo Pío consideró más prudente no seguir discutiendo y sacó a colación el tema de la campaña de Hispania.
A decir verdad, la actividad de Sila se iba estancando. Había cesado el aluvión legislativo y la nueva constitución parecía que iba a durar hasta después de que él abandonara el poder; hasta los repartos de tierras a sus ex combatientes comenzaban a entrar en una fase en la que ya no era necesario que interviniera él personalmente. Y Volaterrae había caído por fin. Sólo Nola, el más antiguo y encarnizado enemigo de Roma, seguía resistiendo.
Había hecho cuanto podía, olvidando muy poco; el Senado estaba domesticado, las asambleas eran prácticamente impotentes, los tribunos de la plebe habían quedado reducidos a meros figurones, sus tribunales eran un éxito popular y práctico, y los futuros gobernadores de las provincias los tenía pensados. El Tesoro estaba repleto y a sus burócratas los tenía implacablemente sumisos a llevar una contabilidad modélica. Y por si era insuficiente la lección de haber proscrito mil seiscientos caballeros en el ordo equester, había rematado la operación arrebatando a los que poseían el caballo público todos sus privilegios sociales, además de decretar el indulto de los desterrados condenados por tribunales con jurados de caballeros.
Había cosas raras, por supuesto. Las mujeres volvían a padecer por su ley que impedía volver a casarse a las convictas de adulterio. Los juegos (que él aborrecía) estaban prohibidos en toda circunstancia, con excepción de la lucha y las carreras pedestres, que no atraían multitudes, como bien sabía él. Pero se encarnizó en particular con los servidores públicos, a quienes despreciaba por ineptos, descuidados, perezosos y venales, y reguló todos los aspectos de la vida de los secretarios de Roma, funcionarios, escribas, contables, heraldos, lictores y mensajeros, sin olvidar a los ayudantes de sacerdotes llamados calatores, a los llamados nomenclatores, que recordaban a otros los nombres de personas, y a los servidores públicos en general que no tuvieran un trabajo determinado salvo el hecho de ser apparitores. De ahora en adelante, ninguno de ellos sabría el trabajo que desempeñaría cuando asumiera su cargo un nuevo magistrado, porque ningún magistrado podía pedir servidores públicos por su nombre, sino que serían designados por grupos con tres años de anticipación, y ningún grupo podría servir constantemente al mismo tipo de magistrado.
Inventó nuevos medios de fastidiar al Senado, y, tras prohibir las demostraciones ruidosas de aprobación o repulsa y cambiar el orden de intervención de los miembros de la cámara, dictó una ley para inscribir en las tablillas que afectaba gravemente a los ingresos de ciertos senadores necesitados al limitar la cantidad de dinero que podían gastar las delegaciones provinciales que acudieran a Roma a cantar las excelencias de un ex gobernador, lo que significaba que tales delegaciones no podrían ya (como hacían antes) dar dinero a senadores pobres.
Era todo un programa legislativo cubriendo todos los aspectos de la vida pública romana y muchos de la hasta entonces vida privada. Todos sabían ahora los límites de sus posibilidades, lo que podían gastar, lo que podían ganar, lo que tenían que pagar al Tesoro, con quién podían casarse, dónde podían vivir y a lo que podían aspirar. Una magna obra realizada, al parecer, en solitario. Los caballeros estaban doblegados, y los héroes militares se encumbraban; la asamblea plebeya y sus tribunos doblegados, y el Senado cada vez más poderoso; los emparentados directamente con los proscritos, aplastados, y hombres como Pompeyo cada vez más enaltecidos. Los abogados que se habían distinguido en las asambleas (como Quinto Hortensio) quedaban postergados, y los que se distinguían en el ambiente más recogido de los tribunales (como Cicerón) iban en ascenso.
– No es de extrañar que Roma ande de cabeza, aunque no oigo una sola voz despotricar contra Sila -dijo el nuevo cónsul, Apio Claudio Pulcro, a su colega Publio Servilio Vatia.
– Una de las razones -contestó Vatia- es el buen sentido de la mayoría de lo que ha legislado. ¡Es una maravilla!
Apio Claudio asintió con la cabeza sin entusiasmo, pero Vatia no se dejó engañar por tal apatía; su colega no estaba bien y se encontraba así desde el regreso del interminable asedio de Nola, del que había estado encargado intermitentemente durante diez años. Además, era viudo con seis hijos, ya famosos por su falta de disciplina y deplorable tendencia a sostener en público sus tempestuosas y mortales peleas.
Compadecido de él, Vatia le dio unas palmadas en la espalda.
– ¡Vamos, Apio Claudio, mira el futuro de un modo más risueño, hombre! Te ha costado lo tuyo, pero por fin has llegado.
– No habré llegado hasta que no recupere la fortuna de mi familia -replicó Apio Claudio hoscamente-. El maldito Filipo me arrebató cuanto tenía y se lo dio a Cinna y Carbón… y Sila no me lo ha devuelto.
– Hubieras debido recordárselo -añadió Vatia-. Ya sabes cuánto tiene que hacer. ¿Por qué no compraste en las subastas durante las proscripciones?
– Estaba en Nola, por si no lo sabes -contestó el desafortunado.
– El año que viene te enviarán de gobernador a una provincia y se te hará justicia.
– Si mi salud aguanta.
– ¡Oh, Apio Claudio, no seas tan pesimista! ¡Claro que tendrás salud!
– No sé yo. Seguro que tengo la mala suerte de que me envíen a la Hispania Ulterior a sustituir a Pío.
– No; te lo prometo. Si no hablas tú con Lucio Cornelio, lo haré yo. Y le pediré que te dé Macedonia. Allí siempre se sacan unas buenas bolsas de oro y contratos muy importantes. Sin contar la venta de ciudadanía a los griegos ricos.
– No sabía que hubiera -replicó Apio Claudio.
– Ricos hay en todas partes; hasta en los países más pobres. Hay hombres que hacen dinero porque han nacido para ello. Ni los griegos, con tanto idealismo político, legislaron nada para impedir que hubiese ricos. Está comentado en la República de Platón, no creas.
– Hombres como Craso, quieres decir.
– ¡Un ejemplo de perlas! Cualquier otro habría caído en la oscuridad cuando Sila le paró los pies; pero Craso no.
Estaban en la Curia Hostilia, en donde iba a celebrarse la reunión inaugural de año nuevo del Senado, pues no había templo de Júpiter Optimus Maximus y el número de senadores había crecido de tal modo que no cabían en templos como el de Júpiter Stator o el de Cástor, ni eran adecuados para la fiesta consiguiente.
– ¡Calla, que habla Sila! -dijo Apio Claudio.
– Bien, padres conscriptos -comenzó diciendo el dictador con voz jovial-, básicamente está todo hecho. Era mi intención declarada volver a poner a Roma en pie y decretar nuevas leyes que correspondiesen a las necesidades del mos maiorum. Y eso he hecho. Pero continuaré en el cargo de dictador hasta julio, cuando se celebrarán las elecciones para las magistraturas del año que viene. Ya lo sabíais. Empero, creo que algunos de vosotros os negáis a creer que un hombre dotado de tal poder se avenga a cederlo. Por ello, os repito que dejaré el cargo de dictador tras las elecciones de julio. Esto significa que los magistrados del año que viene serán los últimos elegidos personalmente por mí. En años venideros habrá elecciones libres, abiertas a cuantos candidatos se presenten. Hay quienes no han cesado de desaprobar que el dictador elija los magistrados y ponga únicamente a votación el mismo número de nombres como cargos hay, pero, como yo siempre he sostenido, el dictador debe trabajar con hombres que estén dispuestos a apoyarle incondicionalmente. No se puede confiar en que el electorado escoja a los mejores, ni siquiera a los que merecen y les corresponde el cargo por su categoría y experiencia. Así pues, como dictador he podido tener la seguridad de que me rodeaba de los que yo deseaba y para quienes el cargo era un derecho moral y ético. Como es el caso del ausente pontífice máximo, mi querido Quinto Cecilio Metelo Pío, que sigue gozando de mi favor y está ya camino de la Hispania Ulterior para enfrentarse al criminal proscrito Quinto Sertorio.
– Un poco prolijo -musitó Catulo con toda justicia.
– Porque no tiene nada que decir -añadió Hortensio.
– Salvo que se queda hasta quintilis.
– Y yo empiezo a creérmelo.
Pero el día de Año Nuevo que con tan buenos auspicios comenzaba, concluiría con malas noticias, largo tiempo diferidas, de Alejandría.
Había llegado la hora de Ptolomeo Alejandro el Joven al principio del año que acababa de terminar, segundo del reinado de Sila. Si, llegaba la noticia de Alejandría de que el rey Ptolomeo Soter había muerto, y su hija la reina Berenice gobernaba sola. Aunque la línea dinástica procedía de ella, según la ley egipcia no podía ocupar el trono sin un rey, y la embajada de Alejandría preguntaba respetuosamente si Lucio Cornelio Sila otorgaba a Egipto un nuevo rey en la persona de Ptolomeo Alejandro.
– ¿Y qué sucede si me niego? -preguntó Sila.
– Mitrídates y Tigranes se anexionarán Egipto -contestó el portavoz de la delegación-. El trono debe ocuparlo un miembro de la dinastía ptolomeica. Si no se nombra a Ptolomeo Alejandro rey y faraón, tendremos que solicitar a Mitrídates y Tigranes que envíen al mayor de los dos bastardos, Ptolomeo Filadelfo, por sobrenombre Auletes por su voz aflautada.
– Comprendo que un bastardo pueda asumir el título de rey, pero ¿puede ser nombrado legalmente faraón? -inquirió Sila, dando muestra de haber estudiado la monarquía egipcia.
– Si fuese hijo de una mujer ordinaria, en modo alguno -le contestaron-. Sin embargo, Auletes y su hermano son hijos de Ptolomeo Soter y de la princesa Arsinoé, la concubina real, legítima hija mayor del rey de Nabatea. Es una costumbre tradicional en todos los pequeños reinos de Arabia y Palestina enviar las primogénitas al faraón de Egipto en concepto de concubinas, por ser un destino más augusto y encomiable que matrimoniar con otras pequeñas dinastías, aparte de que da mayor seguridad a los padres que necesitan de la ayuda de Egipto para proseguir sus actividades de comercio en el Sinus Arabicus y en los desiertos de la región.
– Entonces, ¿decís que Alejandría y Egipto aceptarían a uno de los bastardos ptolomeicos porque su madre era princesa?
– En el caso de que no pueda ser rey Ptolomeo Alejandro, es inevitable, Lucio Cornelio.
– Marionetas de Mitrídates y Tigranes -comentó Sila, pensativo.
– Como las esposas son hijas de Mitrídates, eso es también inevitable. Tigranes está muy próximo a la frontera de Egipto para que pretendamos que los bastardos de Ptolomeo se divorcien de sus esposas. Nos invadiría en nombre de Mitrídates y Egipto sucumbiría. No tenemos poderío militar para emprender una guerra de esa magnitud. Además, las esposas tienen suficiente sangre ptolomeica para acceder al trono. En el caso de que el hijo de Ptolomeo Soter y su concubina, la hija del rey de Idumea -añadió el portavoz con zalamería-, no quede encinta y dé a Auletes una esposa de media consanguinidad ptolomeica.
Sila adoptó de pronto una actitud hosca de hombre ocupado.
– Dejad el asunto en mis manos, que yo me ocuparé de él. ¡No podemos consentir que Armenia y Ponto controlen Egipto!
Era un asunto sobre el que ya había deliberado hacia tiempo; por lo que, sin dilación, se dirigió a la villa de la colina Pinciana y se entrevistó con Ptolomeo Alejandro.
– Ha llegado tu hora -dijo el dictador al real huésped, que ya no era tan joven, pues tenía treinta y cinco años.
– ¿Ha muerto Garbanzo? -se apresuró a preguntar Ptolomeo Alejandro.
– Muerto y enterrado. Reina sola Berenice.
– ¡Pues debo partir! -graznó Ptolomeo Alejandro nervioso-. ¡Tengo que partir sin pérdida de tiempo!
– Irás cuando yo lo diga y no antes -replicó Sila tajante-. Siéntate, majestad, y escucha.
Su Majestad se sentó con los ropajes lánguidamente caídos y unos extraños ojos enmarcados por las dos gruesas rayas de stibium con que había prolongado las pestañas hacia las sienes al estilo del ojo egipcio tradicional, o wadjet, del mismo modo que se había pintado las gruesas cejas y blanqueado el entrecejo. Sila no sabía cómo eran realmente los ojos de Ptolomeo, pero pensó que aquel maquillaje le confería un aspecto siniestro, que sería tal vez lo que pretendía.
– No puedes hablar a un rey como si fuese un subordinado -dijo Su Majestad muy tieso.
– No hay ningún rey en el mundo que no sea subordinado mío -replicó Sila con desprecio-. ¡Yo reino en Roma y soy el hombre más poderoso entre los ríos del Océano y el Indo! Así que, escucha, majestad, ¡y no me interrumpas! Puedes ir a Alejandría a sentarte en el trono, pero sólo con ciertas condiciones. ¿Entendido?
– ¿Qué condiciones?
– Que hagas testamento y lo dejes en manos de las vírgenes vestales en Roma. Un testamento sencillo en el que conste que en caso de morir sin descendencia legítima cedes el reino de Egipto a Roma.
– ¡No puedo hacer eso! -exclamó Ptolomeo Alejandro estupefacto.
– Harás lo que yo te diga que hagas… si quieres reinar en Alejandría. Es el precio. Egipto será para Roma si mueres sin descendencia.
Los perturbadores ojos con su ritual maquillaje miraron de un lado a otro, y la boca profusamente pintada de carmín -llena y viciosa- se frunció en un gesto que a Sila le recordó a Filipo.
– De acuerdo, acepto el precio -dijo Ptolomeo Alejandro resignado-. No creo en la religión tradicional egipcia, así que poco me importa lo que me suceda al morir.
– Excelente razonamiento -dijo Sila cordial-. He traído a mi secretario para que redactes ahora mismo el documento. Con todos los sellos reales y el cartucho correspondiente. No quiero protestas de Alejandría cuando mueras -dijo Sila, dando unas palmadas para que acudiera un criado egipcio al que mandó hacer pasar a su secretario-. En realidad, hay otra condición -añadió displicente mientras llegaba.
– ¿Cuál? -inquirió Ptolomeo Alejandro con hastío.
– Tengo entendido que en un banco de Tiro dispones de una suma de dos mil talentos de oro depositados por tu abuela, Cleopatra tercera. Mitrídates se apoderó del dinero que dejó en Cos, pero no del que dejó en Tiro, Y el rey Tigranes aún no ha logrado subyugar a las ciudades de Fenicia, ocupado como está con los judíos. Dejarás esos dos mil talentos de oro a Roma.
Una mirada de Sila bastó para que Ptolomeo comprendiera que de nada valía discutir, y volvió a asentir con la cabeza.
Entró Flosculus, el secretario, y Ptolomeo Alejandro envió a un criado a por los sellos y el cartucho real, y rápidamente quedó redactado, firmado y testificado el testamento.
– Yo lo registraré -dijo Sila -, ya que tú no puedes cruzar el pomerium y entrar en el templo de Vesta.
Dos días más tarde, Ptolomeo Alejandro el Joven partía de Roma con la embajada y se embarcaba en Puteoli con dirección a Africa; era más fácil la travesía por el Mediterráneo desde aquel punto para luego costear por la provincia romana de Cirenaica y alcanzar Alejandría. Además, el nuevo rey de Egipto no quería acercarse al territorio de Mitrídates y de Tigranes, y no confiaba en la suerte.
En primavera llegó un mensaje urgente de Alejandría en el que el agente de Roma (un conocido mercader) decía que el rey Ptolomeo Alejandro había tenido un fin desastroso. Después de llegar sin novedad tras un largo viaje, Ptolomeo se había casado con su hermanastra y prima hermana Berenice, y había sido rey de Egipto exactamente diecinueve días, durante los cuales, al parecer, había ido en aumento el odio hacia su esposa; a primera hora del decimonoveno día de su reinado, considerando a esta mujer una carga prescindible, había asesinado a su esposa-hermana-prima-reina de cuarenta años. Pero Berenice había reinado mucho más tiempo con su padre, y los ciudadanos de Alejandría la adoraban, por lo cual, al final de aquella misma jornada, la multitud había asaltado el palacio, apresando al rey Ptolomeo Alejandro II y haciéndole literalmente pedazos en el ágora. Egipto estaba sin reyes y sumido en el caos.
– ¡Magnífico! -exclamó Sila al leer la carta, y envió a Alejandría una embajada de senadores romanos presidida por el consular y ex censor Marco Perpena, que llevó consigo el testamento del rey Ptolomeo Alejandro II. Los embajadores llevaban, además, orden de pasar por Tiro a su regreso para recoger el oro.
A partir de aquel día hasta el día de Año Nuevo del tercer año del reinado de Sila, nada más había sucedido.
– La mala suerte nos ha perseguido durante todo el viaje -dijo Marco Perpena-. Naufragamos en Creta y caímos cautivos de los piratas; y las ciudades del Peloponeso tardaron dos meses en pagar nuestro rescate. Y tuvimos que acabar el viaje poniendo rumbo a Cirene y costeando Libia hasta Alejandría.
– ¿En un navío pirata? -preguntó Sila, consciente de la gravedad de los hechos, pero no menos predispuesto a reírse del pobre Perpena, que parecía realmente envejecido y aterrado.
– Exactamente, en un barco pirata.
– ¿Y qué sucedió al llegar a Alejandría?
– Nada bueno, Lucio Cornelio. ¡Nada bueno! -insistió Perpena con un profundo suspiro-. Vimos que los alejandrinos habían actuado con celeridad y eficacia, y sabían a dónde acudir una vez muerto el rey Ptolomeo Alejandro.
– ¿Acudir a dónde y para qué, Perpena?
– Para buscar a los dos bastardos de Ptolomeo Soter, Lucio Cornelio. Solicitaron al rey Tigranes de Siria la entrega de los dos jóvenes; el mayor para ser rey de Egipto, y el menor, rey de Chipre.
– Hábil y previsible -comentó Sila-. Continúa.
– Cuando llegamos a Alejandría, el rey Ptolomeo Auletes ya estaba en el trono, y su esposa, la hija del rey Mitrídates, reinaba con él con el nombre de Cleopatra Trifena. Su hermano menor, a quienes los alejandrinos han dado en llamar Ptolomeo el Chipriota, está de regente en Chipre, acompañado de su esposa, otra hija de Mitrídates.
– ¿Cómo se llama?
– Mitrídates Nisa.
– Todo ello ilegal -observó Sila frunciendo el ceño.
– ¡Los alejandrinos dicen que no!
– Continúa, Perpena, dime lo peor.
– Bien. Les mostramos el testamento, claro. Y les dijimos que veníamos a anexionar oficialmente el reino de Egipto al imperio de Roma como provincia.
– ¿Y qué dijeron, Perpena?
– Se rieron de nosotros, Lucio Cornelio. Y con diversos métodos sus legistas demostraron la invalidez del testamento. Luego nos señalaron al rey y a la reina en sus tronos, diciéndonos que eran los herederos legítimos.
– ¡Pues no lo son!
– No, según la ley romana, alegaron ellos, pero no es aplicable en Egipto. Parece ser que, conforme a la ley egipcia, que está constituida fundamentalmente por preceptos elaborados a tenor de los acontecimientos, la real pareja es legítima.
– ¿Y qué hiciste, Perpena?
– ¿Qué podía hacer, Lucio Cornelio? Alejandría estaba llena de soldados. Dimos gracias a los dioses por poder salir sanos y salvos de Egipto.
– Claro -añadió Sila-. Sin embargo, el testamento es válido y Egipto pertenece a Roma -añadió, tamborileando con los dedos en el escritorio-. Lamentablemente, Roma poco puede hacer en las actuales circunstancias. He tenido que enviar catorce legiones a Hispania para acabar con Quinto Sertorio, y no quiero aumentar los gastos del Tesoro con otra campaña en aquel rincón del orbe. Y menos con Tigranes, que es dueño y señor de la mayor parte de Siria y no tiene vecinos que le paren los pies ahora que los herederos del trono parto están enzarzados en una guerra civil. ¿Tienes el testamento?
– ¡Oh, si, Lucio Cornelio!
– Pues mañana informaré al Senado de lo que ha sucedido, y lo devolveremos a las vestales hasta el día en que Roma pueda anexionarse Egipto por la fuerza, que es la única manera de poder heredar, me temo.
– Egipto es de una riqueza fabulosa.
– ¡Lo sé, lo sé, Perpena! Los Ptolomeos tienen uno de los tesoros más grandes del mundo, y uno de los países más ricos. Y me imagino que no conseguirías los dos mil talentos de oro de Tiro… -añadió Sila, como recordándolo de pronto.
– Ah, eso lo conseguimos sin dificultad, Lucio Cornelio -contestó Perpena con gesto de sorpresa-. Los banqueros nos los entregaron en cuanto vieron el testamento. Lo recogimos en el viaje de vuelta, tal como dijiste.
– ¡Muy bien, Perpena! -exclamó Sila, echándose a reír-. Casi se te puede perdonar el fracaso en Alejandría! -añadió, poniéndose en pie y frotándose las manos de contento-. Buen suplemento para el Tesoro. Estoy seguro de que igual pensará el Senado. Al menos la pobre Roma podrá subvenir a los gastos de la embajada.
Todos los reyes de Oriente eran levantiscos, y era uno de los lastres que Roma se veía obligada a arrastrar porque, por sus luchas intestinas, Sila no había podido permanecer suficiente tiempo en Asia para derrotar de una vez para siempre a Mitrídates y a Tigranes. Nada más embarcar Sila rumbo a Italia, Mitrídates comenzó a maniobrar para anexionarse Capadocia, y Lucio Licinio Murena (gobernador de la provincia de Asia y de Cilicia) se apresuró a hacerle frente, sin conocimiento ni permiso de Sila, contraviniendo el tratado de Dardania. Al principio, a Murena le habían ido estupendamente las cosas, hasta que, por su excesiva confianza, sostuvo con Mitrídates una serie de encuentros desastrosos en el propio Ponto, y Sila se había visto obligado a enviar al anciano Aulo Gabinio para que Murena se retirase a sus provincias. Sila había pensado en castigarle por su conducta, pero, al surgir la pugna con Pompeyo, le había permitido regresar para celebrar un triunfo y así parar los pies a Pompeyo.
Entretanto, Tigranes, en los seis años transcurridos, había extendido su reino de Armenia hacia el sur y el oeste, incorporando tierras de los partos y del reino de Siria en franca desintegración, y ya vislumbraba una ocasión cuando supo que el anciano rey Mitrídates de los partos se hallaba muy enfermo y no podría proceder a la proyectada invasión de Siria; demasiado enfermo para impedir que los bárbaros llamados masagetas ocupasen las tierras norte y este del reino, y tampoco podría evitar que su hijo Gotarzes usurpara Babilonia.
Como el mismo Tigranes había previsto, a la muerte del rey parto Mitrídates estalló la guerra por la sucesión, complicada por el hecho de que el anciano tenía tres esposas oficiales, dos de ellas hermanastras paternas, y la tercera nada menos que una hija de Tigranes llamada Automa. Mientras una serie de hijos de distintas madres se enzarzaban en luchas disputándose lo que quedaba, se produjo la escisión de otra rica satrapía, la fabulosamente fértil Elimea, regada por los afluentes de la derecha del Tigris, el Coaspes y el Pasitigris; se perdieron los puertos sin aluvión del este del delta formado por el Tigris y el Éufrates, y la ciudad de Susa, una de las sedes reales partas. Y los hijos del anciano Mitrídates seguían guerreando sin preocuparse por nada más.
Igual hizo Tigranes. Su primera acción (en el mismo año de la muerte de Cayo Mario) fue invadir sucesivamente los pequeños reinos de Sofena, Gordiana, Adiabena y Osroena. Al conquistar esos cuatro estados, Tigranes poseía las tierras que bordeaban la orilla oriental del Éufrates desde más arriba de Tomisa hasta Europus; era dueño igualmente de las ciudades de Amida, Edesa y Nisibis, y de todos los puestos de pago de tránsito por el gran río. Pero en lugar de confiar el cobro de los pagos a sus armenios, se granjeó la amistad de los árabes escenitas que dominaban las regiones áridas entre el Éufrates y el Tigris al sur de Osroena, y cobraban derecho de paso a las caravanas que cruzaban su territorio. Tigranes hizo que aquellos beduinos nómadas se instalasen en Edesa y Carres, y les confió el cobro del derecho de tránsito por el Tigris en Samosata y Zeugma. Su rey, que ostentaba el título de Abgar, quedó como cliente de Tigranes, y la población de habla griega de las ciudades que había conquistado el rey de Armenia tuvo que emigrar a regiones de ésta en las que se desconocía la lengua griega. Tigranes quería a toda costa ser el soberano de un reino helenizado civilizado, y ¿qué mejor manera de helenizarlo que implantar colonias de grecoparlantes en las fronteras?
Tigranes había sido en su niñez rehén del rey de los partos y había vivido en Seleucia del Tigris, lejos de Armenia; al morir su padre, era el único hijo que quedaba, pero el rey de los partos exigió un fuerte rescate por él: setenta valles de la región más rica de Armenia, la Media Atropatena. Ahora, Tigranes invadía la Media Atropatena y recuperaba los setenta valles llenos de oro, lapislázuli, turquesas y fértiles pastos.
Sin embargo, se encontró con que le faltaban caballos niseos para sus cada vez más cuantiosas catafractas; aquellos extraños caballeros iban cubiertos de pies a cabeza con una armadura de escamas de hierro, igual que sus caballos, que habían de ser grandes para aguantar el peso. Así, durante el siguiente año, Tigranes invadió la Media, región en la que se criaba aquella raza de caballos, y la anexionó a Armenia. Ecbatana, sede real de los reyes partos -y anteriormente de los reyes de Media y Persia, Alejandro Magno entre ellos-, fue incendiada y arrasada, y saqueado su magnífico palacio.
Habían transcurrido tres años, y, mientras Sila avanzaba despacio por la península italiana, Tigranes había puesto los ojos en el oeste, cruzando el Éufrates para llegar a la Comágene; al no encontrar resistencia, había invadido las tierras al norte de Siria entre el monte Amano y las cordilleras del Líbano, incluida la poderosa Antioquía y la mitad sur del valle del río Orontes. Incluso una parte de la Cilicia Pedia, de la orilla oriental del Sinus Issicus, cayó en sus manos.
Siria era un territorio totalmente helenizado y su población de habla griega estaba muy influida por las costumbres griegas. Nada más establecer su autoridad en ella, Tigranes obligó a todas las comunidades de idioma griego a trasladarse a la recién construida capital de Tigranocerta. Los más favorecidos fueron los artesanos, a quienes no se les permitió permanecer en Siria, pero como el rey era consciente de la necesidad de proteger a aquel contingente de población de los pueblos de habla meda entre los que quedaron integrados, ordenó, bajo pena de muerte, tratar con cuidado y afabilidad a los nuevos ciudadanos.
Y mientras Sila legislaba para convertirse en dictador de Roma, Tigranes había adoptado oficialmente el título que toda su vida había ambicionado: rey de reyes. La reina Cleopatra Selene de Siria -hermana menor y otrora esposa de Ptolomeo Soter-, que había reinado en Siria con varios esposos seléucidas, fue obligada a dejar Antioquía para vivir en modestas condiciones en una aldehuela del Éufrates, ocupando su lugar en el palacio de Antioquía el sátrapa Magadates, que reinó en Siria con el nombre de Tigranes, rey de reyes.
Rey de reyes, pensó Sila con sorna. Todos esos déspotas orientales se creen rey de reyes; al parecer, hasta los dos bastardos del rey Ptolomeo Soter, que ahora reinaban en Egipto y Chipre con sus mitridáticas esposas. Pero el testamento de Ptolomeo Alejandro era auténtico: bien lo sabía Sila que había sido testigo. Tarde o temprano Egipto sería de Roma. De momento, había que dejar que Ptolomeo Auletes reinase en Alejandría, pero Sila se juró que no darían un solo momento de descanso a aquel títere de Mitrídates y Tigranes. El Senado de Roma enviaría constantemente delegaciones a Alejandría exigiéndole renunciar al trono y entregar Egipto a Roma, el propietario legítimo.
En cuanto al rey Mitrídates del Ponto, era muy interesante saber que había perdido doscientos mil hombres congelados en el Cáucaso; habría que disuadirle una vez más para que renunciara a anexionarse Capadocia. Porque, quejándose en una carta a Sila de que Murena había saqueado e incendiado cuatrocientos pueblos del río Halys, Mitrídates había empezado a apoderarse de la orilla del río que pertenecía a la pobre Capadocia, y para que su acción tuviese visos de legitimidad, había dado al rey Ariobarzanes de Capadocia por nueva esposa a una de sus hijas. Cuando Sila supo que aquella hija tenía cuatro años, envió otro mensajero al rey Mitrídates ordenándole en nombre de Roma que abandonase Capadocia, con hija o sin ella. El mensajero acababa de regresar con una carta en la que Mitrídates prometía hacer lo que se le decía, e informaba a Sila que iba a enviar una embajada a Roma para ratificar el tratado de Dardania.
– Más vale que la envíe cuanto antes -se dijo Sila, mientras, concluyendo aquellas reflexiones sobre los reyes de Asia, iba en busca de su esposa, y en su presencia concluyó en voz alta sus pensamientos-. Si se demora, no me encontrará a mí para regatear, y no les arriendo la ganancia si tienen que negociar con el Senado.
– ¿Qué dices, amor? -inquirió Valeria sorprendida.
– Nada. Dame un beso.
Le bastaba con sus besos, pues Valeria Mesala era una preciosidad. Hasta el momento, el cuarto matrimonio había sido una agradable experiencia para Sila, pero no muy estimulante. Y en parte era debido a su edad y a la enfermedad; lo sabía. Pero más aún a los defectos seductores y sensuales de las romanas aristócratas, que no sabían relajarse debidamente en la cama para aceptar las triquiñuelas sexuales que el dictador ansiaba. Fallaba su energía y necesitaba esas triquiñuelas. ¿Por qué las mujeres, aun amando locamente a un hombre, no podían ceder incondicionalmente a sus fantasías sexuales?
– Yo creo -dijo Varrón, que fue el desventurado confidente- que las mujeres son receptáculos pasivos, Lucio Cornelio. Están hechas para sujetar cosas, desde el pene de un hombre hasta un niño. Y quien sostiene cosas es un ser pasivo. ¡Tiene que ser pasivo, si no la sujección peligra! Lo mismo sucede con los animales. El macho es el activo y sacia su gran deseo montando a varias hembras.
Había ido a informar a Sila de que Pompeyo iba a hacer una breve visita a Roma, y preguntaba si Sila quería ver al joven.
– ¿Quieres decir, querido Varrón, que un hombre decente casado debe andar fornicando con la mitad de las hembras de Roma?
– ¡No, no, desde luego que no! -exclamó Varrón-. ¡Todas las hembras son pasivas y no hallaría satisfacción!
– Entonces, ¿dices que si un hombre quiere saciar sus deseos carnales ha de emparejarse con otro hombre? -preguntó Sila muy serio.
– ¡Oh! ¡Ah! ¡Hummm! -farfulló Varrón, retorciéndose nervioso como una lombriz-. No, Lucio Cornelio; claro que no. Ni mucho menos.
– Entonces, ¿qué hace un hombre decente casado?
– Me gusta estudiar los fenómenos naturales, sí, pero esto son cuestiones que no alcanzan a mis conocimientos -balbució Varrón, maldiciendo el habérsele ocurrido ir a visitar a aquel viejo sorprendente. El problema era que durante los meses en que Varrón había estado curando con el ungüento el rostro de Sila, éste había mostrado gran afecto por él, y se ofendía si no iba a verle de vez en cuando.
– ¡Cálmate, Varrón, te lo preguntaba en broma! -añadió Sila riendo.
– Contigo nunca se sabe, Lucio Cornelio -dijo Varrón, humedeciéndose los labios y pensando en la frase más adecuada para anunciarle la llegada de Pompeyo; Varrón no era tonto y conocía perfectamente la actitud ambigua de Sila hacia Pompeyo.
– Me han dicho -dijo Sila, ajeno a las enrevesadas reflexiones de Varrón- que Varrón Lúculo se ha podido quitar de encima a su hermana adoptiva, prima tuya, creo.
– ¿Terencia? -preguntó Varrón, súbitamente animado-. ¿Ah, sí? ¡Una verdadera suerte!
– Hacía tiempo -añadió sonriente Sila, a quien últimamente encantaban todos aquellos chismes sociales- que una mujer tan rica como Terencia tardaba tanto en encontrar marido.
– Bueno, no es exactamente eso -respondió Varrón contemporizador-. Siempre se encuentran hombres dispuestos a casarse con una mujer rica. Lo malo de Terencia, que es la peor arpía de Roma -créeme-, es que siempre se ha negado a aceptar a los esposos que le buscaba su familia.
– Prefería estar en casa y hacerle la vida imposible a Varrón Lúculo, quieres decir -comentó Sila, más irónico.
– Puede ser. Aunque yo creo que él le gusta. Es una cosa innata y nada puede hacer.
– ¿Y cómo fue? ¿Un flechazo?
– Ni mucho menos. Propuso la unión ese timador de Tito Pomponio que ahora tiene el sobrenombre de Atico por la adoración que siente por Atenas. Por lo visto, él y Marco Tulio Cicerón se conocen hace años, y desde que promulgaste las nuevas leyes Atico viene a Roma todos los años.
– Lo sé -dijo Sila, que no guardaba rencor a Atico por sus veleidades financieras, del mismo modo que tampoco se las reprochaba a Craso, quien sólo había perdido su favor por el modo como había especulado con las proscripciones.
– Bien, la fama de jurista de Cicerón había crecido, a la par que sus ambiciones, pero su bolsa estaba vacía. Necesitaba casarse con una heredera y parecía estar condenado a hacerlo con una de esas muchachas mediocres que nuestros plutócratas menos presentables tan abundantemente engendran. Y fue Atico quien le sugirió a Terencia -añadió Varrón, haciendo una pausa para ver qué cara ponía Sila-. ¿Conoces a Marco Tulio Cicerón? -inquirió.
– Mucho de cuando era un muchacho. Era amigo de mi hijo, que tendría ahora su misma edad. Ya entonces era un prodigio. Pero entre la muerte de mi hijo y el proceso de Sexto Roscio de Amena sólo le había visto sirviendo de contubernalis en mi estado mayor en Campania durante la guerra contra los aliados. Y no ha cambiado; ha encontrado su ambiente, desde luego. Es tan pedante, locuaz y engreído como siempre. Cualidades que convienen perfectamente a un abogado. De todos modos, confieso sin reservas que tiene talento para la oratoria, ¡Y es un cerebro! Su peor defecto es ser paisano de Cayo Mario, porque también es de Arpino.
Varrón asintió con la cabeza.
– Pues Atico se puso en contacto con Varrón Lúculo, quien expuso a Terencia las pretensiones de Cicerón; y, para sorpresa de Varrón, Terencia dijo que quería conocerle. Había oído hablar de su habilidad en los tribunales, y le dijo a Varrón Lúculo que estaba decidida a casarse con un hombre capaz de alcanzar fama, y que creía que Cicerón llegaría a ser famoso.
– ¿Qué cuantía tiene su dote?
– ¡Es enorme! Doscientos talentos.
– La cola de pretendientes debe de dar la vuelta a la casa y no deben faltar hombres bien parecidos. Empiezo a sentir respeto por esa Terencia que ha sido capaz de resistir a los más hábiles cazafortunas de Roma -dijo Sila.
– Terencia -añadió el primo- es fea, agria, arisca y tacaña. Todavía soltera con veintiún años… Ya sé que las muchachas han de obedecer al paterfamilias y casarse con quien se les dice, pero es que no hay hombre, ni muerto ni vivo, capaz de lograr que Terencia haga algo que no quiera.
– Y el pobre Varrón Lúculo es muy buena persona -comentó Sila.
– Es lo que pasa.
– Entonces Terencia vio a Cicerón.
– Efectivamente. Y, pásmate, consintió en casarse con él.
– ¡Suerte para Cicerón! Un favorito de la Fortuna. Le vendrá de perlas su dinero.
– Eso crees tú -añadió Varrón-. Ha redactado ella el contrato de matrimonio, y conserva pleno dominio de su riqueza, aunque acepta dotar a las hijas que tenga y contribuir a financiar la carrera de los hijos. ¡Pero no creo que Cicerón haga cambiar a Terencia!
– ¿Y él qué tal es actualmente?
– Bastante buena persona. Pero creo que en el fondo es un blando, aunque sea un engreído inaguantable y se crea que no tiene rival en cuanto a inteligencia. Y es un ambicioso advenedizo. Le molesta que le recuerden su lejano parentesco con Cayo Mario. Si Terencia hubiese sido una de esas hijas mediocres de plutócrata, creo que ni la hubiera mirado a la cara; pero su madre era patricia y estuvo casada con Quinto Fabio Maximo, por lo que la vestal Fabia es su cuñada. Así que Terencia le pareció «bien», ¿te das cuenta? -añadió Varrón con una mueca-. Cicerón es un Icaro, Lucio Cornelio. Está decidido a remontar el vuelo hasta el reino del sol, algo peligroso si eres un hombre nuevo sin un mal sestercio.
– No sé qué habrá en el aire de Arpino que hace que nazcan esa clase de individuos -dijo Sila-. ¡Menos mal para Roma que este hombre nuevo de Arpino no tiene inclinaciones militares!
– Todo lo contrario, tengo entendido.
– ¡Ah, sé lo que digo! Cuando era uno de mis contubernalis me servía de secretario y palidecía al ver una espada. Ahora que mejor secretario no he tenido nunca. ¿Cuándo es la boda?
– Después de que Varrón Lúculo y su hermano celebren los ludi romani en septiembre -contestó Varrón echándose a reír-. En este momento no piensan en otra cosa que no sea celebrar los mejores juegos que ha visto Roma en este siglo.
– Lástima que yo ya no esté para verlos -dijo Sila, sin mostrarse entristecido.
Se hizo un silencio, que Varrón aprovechó antes de que a Sila se le ocurriese otro tema.
– Lucio Cornelio, no sé si sabes que Cneo Pompeyo Magnus viene dentro de poco a Roma… -dijo casi con timidez-. Le gustaría venir a verte, aunque no ignora lo ocupado que estás.
– ¡Para Magnus no estoy ocupado! -contestó Sila animado, mirando inquisitivo a Varrón -. ¿Continúas tras sus pasos con papel y pluma para anotar todas sus andanzas?
Varrón se ruborizó; nunca se sabía la real interpretación que daba Sila a las cosas más inocentes. ¿No pensaría que sería mejor que se dedicara a registrar los hechos (y andanzas) de Lucio Cornelio Sila?
– De vez en cuando -respondió modestamente-. Empecé por casualidad porque hallándonos juntos estalló la guerra y no supe resistir a su entusiasmo. Me dijo que debía dedicarme a la historia, y eso es lo que hice. No soy el biógrafo de Pompeyo.
– Muy bien dicho.
Así, cuando Varrón salió de la casa del dictador en el Palatino, tuvo que detenerse a enjugarse el sudor de la frente. Todos hablaban del león y el zorro que era Sila, pero él personalmente pensaba que la peor fiera que albergaba aquel hombre era un gato común.
Pero había cumplido su encomienda: cuando Pompeyo llegase a Roma con su esposa y se alojara en la casa de la Carinae, él podría anunciarle que Sila se complacería en recibirle y le asignaría fecha para una amistosa charla, en palabras del propio Sila, pero Varrón sabía que la «amistosa charla» podía convertirse en un paseo por la cuerda floja sobre un foso de brasas.
¡Ah, pero los jóvenes están seguros de sí mismos y son engreídos! Pompeyo, que aún no había cumplido veintisiete años, iría encantado a ver a Sila.
– ¿Qué tal la vida de casado? -preguntó el dictador afablemente.
– ¡Estupenda! -contestó Pompeyo con encantadora sonrisa-. ¡Una maravilla! ¡Qué esposa me has encontrado, Lucio Cornelio! Hermosa, educada… dulce. Está embarazada. Dará a luz mi primer hijo a finales de año.
– ¿Un hijo, eh?, ¿estás seguro de que será varón, Magnus?
– Seguro.
Sila contuvo la risa.
– Bueno, eres un favorito de la Fortuna, Magnus, y supongo que será un hijo. Cneo hijo. El Carnicero, el Joven Carnicero y el Carnicerito…
– ¡Sí, me gusta! -exclamó Pompeyo sin ofenderse.
– Para seguir la tradición -añadió Sila muy serio.
– ¡Eso es! ¡Tres generaciones!
Pompeyo se recostó en el asiento con satisfacción, pero vio la mirada de Sila, y en sus ojos azules la felicidad cedió a una súbita cautela al reflexionar sobre algo que acababa de ocurrírsele. Sila esperaba sin decir nada a que él se manifestara.
– Lucio Cornelio…
– Dime.
– Esa ley que has promulgado… la de que el Senado busque fuera de sus filas si no se encuentra un jefe militar entre sus miembros…
– ¿Te refieres a la de encomienda especial?
– Eso es.
– ¿Y qué?
– ¿Sería aplicable en mi caso?
– Podría serlo.
– Sólo en caso de que ningún senador se presentara voluntario.
– No estipula eso, Magnus. Dice si no se presenta voluntario un miembro del Senado capaz y con experiencia de mando.
– ¿Y quién lo decide?
– El Senado.
Se hizo otro silencio, tras el cual Pompeyo añadió, como quien no quiere la cosa:
– Sería muy conveniente tener muchos clientes en el Senado.
– Siempre es conveniente, Magnus.
Y en ese momento Pompeyo decidió cambiar de tema.
– ¿Quiénes son los cónsules del año que viene? -quiso saber.
– Catulo, desde luego. Aunque aún no he decidido si será primer o segundo cónsul. Hace un año no tenía duda, pero ahora no estoy tan seguro.
– Catulo es como Metelo Pío, un rigorista.
– Quizá. Desgraciadamente, ni tan mayor ni tan prudente.
– ¿Crees que Metelo Pío podrá vencer a Sertorio?
– De entrada, no creo -respondió Sila sonriendo-. Pero no subestimes al Meneitos, Magnus. A él le cuesta un poco ponerse en marcha, pero una vez que se pone no hay quien le pare.
– ¡Bah! ¡Es una vieja! -replicó Pompeyo con desdén.
– He conocido unas cuantas viejas valientes, Magnus.
– ¿Quién es el otro cónsul? -inquirió Pompeyo, cambiando otra vez de tema.
– Lépido.
– ¿Lépido? -exclamó Pompeyo estupefacto.
– ¿No te parece bien?
– No digo que me parezca mal, Lucio Cornelio; en realidad, creo que me parece bien. Es que no creía que te inclinases por él, que no ha sido muy servil.
– ¿Eso es lo que piensas? ¿Que doy los cargos importantes sólo a los lameculos?
Por mucho que le dijeran Pompeyo no se amilanaba.
– No es eso -replicó para mayor fruición de Sila-, pero no has dado cargos de importancia a otros que hayan manifestado tan abiertamente como Lépido que no está de acuerdo contigo.
– ¿Y por qué iba a hacerlo? -replicó Sila perplejo-. ¡No soy tan tonto para dar cargos a quienes podrían socavar mi autoridad!
– ¿Y por qué a Lépido sí?
– Me habré retirado antes de que él asuma el cargo. Y Lépido -añadió Sila deliberadamente- tiene grandes ambiciones. Y he pensado que es mejor nombrarle cónsul antes de que yo muera.
– Es buen hombre.
– ¿Porque me pone en tela de juicio públicamente? ¿O a pesar de eso?
Pero «es buen hombre» era lo más que Pompeyo estaba dispuesto a decir. Lo cierto era que aunque el nombramiento de Lépido no le parecía lógico en Sila, el asunto no le interesaba gran cosa. Mucho más le interesaba la ley de Sila relacionada con el encargo especial del Senado. Al enterarse, había pensado si le afectaba a él, pero no al punto de preguntarle nada a Sila; pero ahora que ya habían transcurrido dos años desde la promulgación, sí que había decidido hacer averiguaciones más que preguntarle. Sí, el dictador tenía toda la razón. Ya era difícil lograr sus objetivos siendo miembro del Senado, pero lograr sus objetivos a través del Senado no siendo miembro de él era realmente difícil.
Al salir de casa de Sila, camino de la suya, fue paseando sumido en sus pensamientos. En primer lugar, tendría que crear una facción dentro del Senado, y luego un grupo más pequeño de partidarios dispuestos -por un precio, naturalmente- a intrigar activa y constantemente a su favor y dedicarse a actividades turbias. Pero, ¿por dónde empezar?
A la mitad de la escalinata de los Joyeros, Pompeyo se detuvo, dio la vuelta y, subiendo los escalones de dos en dos a pesar de la engorrosa toga, regresó al clivus Victoriae. ¡Filipo! Comenzaría por Filipo.
Lucio Marcio Filipo había prosperado mucho desde el día en que había hecho una visita a la villa marítima de Cayo Mario para anunciar al famoso militar que acababan de nombrarle tribuno de la plebe y se ponía a su disposición, a un precio, naturalmente. ¿Cuántas veces había Filipo cambiado de toga? Sólo él lo sabía. Lo que sabían los demás era que siempre se las había arreglado para salir adelante y hasta acrecentar su fama. Cuando Pompeyo fue a verle, era consular y ex censor y uno de los más viejos del Senado. Muchos le odiaban y pocos le estimaban, pero no por eso dejaba de tener su influencia; se las había arreglado para convencer a sus colegas de que era un hombre notable con influencia.
La entrevista con Pompeyo le resultó divertida e interesante; hasta entonces nada había tenido que ver con el niño mimado de Sila, pero estaba convencido de que Pompeyo era un joven que Roma no debía perder de vista. Además, Filipo se hallaba otra vez en dificultades financieras. ¡No como antes, claro! Las proscripciones de Sila habían sido una bicoca, y él se había quedado con fincas por valor de varios millones al precio de unos miles de sestercios, pero, como muchos de su clase, Filipo no era un buen administrador, el dinero se le escapaba a velocidad inaudita, y no sabía llevar bien sus empresas agrícolas ni escoger administradores de confianza.
– En pocas palabras, Cneo Pompeyo, yo soy lo contrario de Marco Licinio Craso, que aún conserva los primeros sestercios que hizo, y ha ido añadiendo millones y millones. Las gentes de sus propiedades tiemblan cada vez que le ven, mientras que las mías se sonríen aviesamente.
– Necesitas un Crisógono -dijo Pompeyo, mirándole de hito en hito con sus ojos azules y su atractivo rostro, franco y abierto.
Filipo era un hombre con tendencia a la adiposidad, y con los años se había puesto más fofo aún; ahora sus ojos castaños quedaban casi ocultos bajo los gruesos párpados superiores y las abultadas bolsas de los inferiores. Unos ojos que se fijaron en el joven interlocutor con manifiesto gesto de sorpresa. Él no estaba acostumbrado a que le trataran con aire protector.
– ¡Crisógono acabó empalado en las agujas al pie de la roca Tarpeya!
– Pero bien útil que le fue a Sila -replicó Pompeyo-. Corrió esa suerte porque se enriqueció con las proscripciones, no porque se enriqueciera robando directamente a su amo. Durante los muchos años que estuvo al servicio de Sila trabajó con denuedo. Créeme, Lucio Marcio, un Crisógono es lo que necesitas.
– Bueno, de ser así no tengo ni idea de dónde encontrarlo.
– Si te parece yo me encargo de buscártelo.
Ahora los ojillos semienterrados bajo la carne surgieron asombrados.
– ¡Ah! ¿Y por qué ibas a hacer eso, Cneo Pompeyo?
– Llámame Magnus -dijo Pompeyo.
– Magnus.
– Porque necesito tus servicios, Lucio Marcio.
– Llámame Filipo.
– Filipo.
– ¿Y en qué puedo yo servirte, Magnus? Eres más rico de lo que un hombre puede soñar… ¡incluso el mismo Craso! Tienes… veintitantos años y ya eres un jefe militar famoso, y además gozas del inestimable favor de Sila… cosa ya bien difícil. Yo lo he intentado en vano.
– Sila deja el poder -replicó Pompeyo con toda intención-, y cuando se vaya yo volveré a estar en la sombra. Sobre todo si intervienen para que así sean hombres como Catulo y los Dolabelas. No soy miembro del Senado y no pretendo serlo.
– Eso es sorprendente -dijo Filipo, pensativo-. Tuviste ocasión, pues Sila en persona incluyó tu nombre en cabeza de la primera lista. Pero tú rehusaste.
– Tengo mis motivos.
– ¡Me lo supongo!
Pompeyo se levantó de la silla y se acercó a la ventana abierta del fondo del despacho de Filipo, que, por la peculiar situación de la casa (colgada cerca de la curva del clivus Victoriae), no daba a un jardín porticado sino al bajo Foro y al risco del Capitolio. Y allá, encima de la columnata que soportaban las estatuas de los doce dioses, Pompeyo vio las obras iniciadas de un gran edificio: el Tabularium de Sila, un gigantesco archivo en el que se guardarían todos los libros de cuentas de Roma y sus tablillas legislativas. Otros hombres, pensó Pompeyo con desdén, mandan edificar una basílica o un templo, Sila, por el contrario, construye un monumento a la burocracia romana. No tiene imaginación. Ése es su punto débil: su sentido práctico patricio.
– Te quedaría agradecido si me encuentras un Crisógono, Magnus -dijo Filipo para romper el largo silencio-. ¡El único inconveniente es que yo no soy Sila, y dudo mucho que sea capaz de controlarle!
– Eres blando únicamente en apariencia, Filipo -replicó el maestro del tacto-. Si te encuentro al hombre adecuado lo sabrás controlar. Lo que sucede es que no sabes elegir las personas.
– ¿Y por qué vas a hacerme ese favor, Magnus?
– ¡Ah, no es lo único que pienso hacer por ti! -replicó Pompeyo, dando la espalda a la ventana, sonriente.
– ¿De verdad?
– Tengo entendido que tu mayor problema es disponer de dinero en metálico. Tienes enormes propiedades y varias escuelas de gladiadores, pero todo está mal administrado, y por eso no cobras las rentas debidas. Un Crisógono sanearía la situación. No obstante, es muy probable que, como eres hombre que gasta sin freno, incluso un aumento de beneficios de tus tierras y escuelas no te bastase.
– ¡Tú lo has dicho! -asintió Filipo, que comenzaba a apreciar francamente aquella visita.
– Estoy dispuesto a aumentar tus ingresos con el obsequio de un millón de sestercios al año -añadió Pompeyo sin inmutarse.
– ¿Un… millón? -inquirió estupefacto Filipo.
– Si te lo ganas, desde luego.
– ¿Y qué debo hacer para ganarlo?
– Crear en el Senado una facción a favor de Cneo Pompeyo Magnus que tenga poder para llevarme a donde quiera cuando quiera.
Pompeyo no había tenido en su vida vergüenza ni escrúpulos y sostuvo sin dificultad la mirada a Filipo mientras le exponía sus deseos.
– ¿Y por qué no ingresas en el Senado y lo haces tú mismo… sería más barato?
– Es imposible porque no quiero pertenecer al Senado. Además, tendría que hacerlo públicamente y es mucho mejor hacerlo en la sombra. No quiero estar sentado en la cámara para que los senadores puedan ver que tengo interés en cosas que exceden la dedicación de un auténtico caballero patriota romano.
– ¡Ah, qué habilidoso! -exclamó Filipo admirado-. No sé si Sila te conocerá bien…
– Bueno, creo que ha sido precisamente por mí por lo que ha creado esa ley especial sobre mando militar y cargos de gobernador.
– ¿Crees que ha inventado lo de la encomienda porque tú te has negado a entrar en el Senado?
– Efectivamente.
– Y por eso me ofreces esa gran suma para que cree una facción favorable a ti en el Senado. Está bien, pero crear esa facción te costará mucho más de lo que quieres pagarme, Magnus; porque no pienso pagar a nadie con dinero mío, y lo que me des es dinero mio.
– Está claro -replicó Pompeyo.
– Hay muchos senadores necesitados entre los pedarii. No te costarán mucho, pues lo único que les exigiremos será el voto, pero habrá que comprar también a algunos picos de oro de las primeras filas, y a unos cuantos más en las intermedias -dijo Filipo pensativo-. Cayo Escribonio Curión es bastante pobre, igual que el hijo adoptivo de Cornelio Léntulo, Cneo Cornelio Léntulo Clodiano; los dos ansían el consulado, pero ninguno de los dos tienen rentas que les permitan ser candidatos. Hay varios Léntulos, pero Léntulo Clodiano es el mayor y es quien dirige el voto de los pedarios clientes de los Léntulos. Y Curión es un auténtico poder; un hombre interesante. Pero comprarlos supondrá mucho dinero. Probablemente un millón a cada uno. Y eso si Curión se vende; yo creo que estará predispuesto, pero no del todo y a ciegas. Lucio Gelio Poplícola, por el contrario, vendería por un millón a su esposa, a sus padres y a sus hijos.
– Prefiero pagarles una suma anual igual que a ti -dijo Pompeyo -. Sí, se les podría comprar millón en mano, pero yo creo que les apetecerá cobrar un cuarto de millón al año. Un millón al cabo de cuatro años; pero voy a necesitarlos más de cuatro años.
– Eres generoso, Magnus. Hasta la necedad, dirían algunos.
– ¡Necio no soy nunca! -protestó Pompeyo-. ¡Y espero ver resultados tangibles acordes con las cantidades!
Estuvieron hablando un rato de la manera de efectuar los pagos y de las sumas necesarias para el soborno de los pedarios, pero de pronto Filipo se arrellanó en la silla y frunció el ceño.
– ¿Qué sucede? -protestó Pompeyo.
– Hay uno del que no podemos prescindir, pero la dificultad estriba en que tiene dinero de sobra. No podemos comprarle, y eso él puede capitalizarlo enormemente.
– Te refieres a Cetego.
– Exacto.
– ¿Y cómo podría ganármelo?
– No tengo la menor idea.
Pompeyo se puso en pie, inquieto.
– Pues será mejor que vaya a verle.
– ¡No! -exclamó Filipo alarmado-. Cetego es un patricio Cornelio, y un hombre tan meloso y cumplido que puedes hacerte un enemigo. No conviene abordarle directamente. Déjamelo a mí; le sondearé y veré qué puede necesitar.
Dos días más tarde, Pompeyo recibía una nota de Filipo compuesta por una sola frase:
«Consíguele a Praecia y es tuyo.»
Pompeyo, temblando de rabia, acercó la nota a la llama de una lámpara hasta que se consumió. ¡Si, así era Cetego! Su precio era la humillación de su patrón, obligándole a hacer de alcahuete.
La manera que tuvo Pompeyo de tratar a Mucia Tercia fue muy distinta a la que usó con Emilia Escaura o con la propia Antistia. Su tercera esposa era, sin comparación, mucho mejor que las dos primeras. En primer lugar era inteligente; después, era enigmática y nunca adivinaba lo que pensaba; y en tercer lugar era una maravilla en la cama. ¡Qué sorpresa! Afortunadamente que no había hecho el tonto llamándola desde el principio pastelito de miel; era un apelativo que había tenido en la punta de la lengua, pero cierta mirada de ella le había impedido pronunciarlo. Por poco que él hubiese estimado al hijo de Mario, ella había sido su esposa y se notaba. Y era hija de Escévola y sobrina de Craso Orator. Además, seis años viviendo con Julia tenían que notarse también. Por todo esto, a Pompeyo le decía su instinto que debía tratarla como un igual y no como un mueble.
Por consiguiente, cuando abordó a Mucia Tertia lo hizo como de costumbre: un beso prolongado, rebuscándole la lengua, acompañado de un amable tocamiento del pezón. Luego, la hizo sentar donde pudiera verle la cara y le dirigió una sonrisa de rendido amor y devoción. Tras lo cual fue derecho al grano.
– ¿Sabías que yo tenía una querida en Roma? -preguntó.
– ¿Cuál? -respondió ella, seria y con toda naturalidad. Mucia Tercia rara vez sonreía.
– Ah, ya veo qúe estás al corriente -replicó él, con no menos naturalidad.
– Sólo de las dos más célebres: Flora y Praecia.
Con toda evidencia, Pompeyo se había olvidado de la existencia de Flora, y durante un instante se quedó sorprendido; luego, se echó a reír y abrió los brazos.
– ¿Flora? ¡Ah, de eso hace muchísimo!
– Praecia fue también querida de mi primer esposo -dijo ella sin que se le alterase la voz.
– Sí, lo sabía.
– ¿Antes o después de entrar en relaciones con ella?
– Antes.
– ¿Y no te importó?
– Si no me ha importado en el caso de su viuda, ¿por qué había de importarme en el de su querida?
– Cierto -replicó ella, acercando unos ovillos de fina lana a la luz para verlos mejor. En el abultado regazo tenía la labor. Finalmente, escogió el rojo más claro, cortó un trozo y, tras chuparlo para humedecerlo y retorcerlo entre los dedos, lo alzó para enhebrarlo, y sólo una vez hecho esto volvió a prestar atención a Pompeyo-. ¿Y qué me tienes que decir de Praecia?
– Estoy creando una facción a mi favor en el Senado.
– Muy acertado -dijo ella, pinchando con la aguja la tela, en la que iba tomando forma un complicado bordado de varios colores, pasando la hebra al otro lado y vuelta otra vez-. ¿Por quién has tenido que empezar, Magnus? ¿Por Filipo?
– ¡Exactamente! ¡Mucia, eres excepcional!
– Simple experiencia -replicó ella-. Me crié oyendo hablar de política.
– Filipo se ha comprometido a crear la facción -prosiguió Pompeyo -, pero hay un senador insobornable.
– Cetego -dijo ella, comenzando a rellenar con rojo vivo un trazo pespunteado.
– Pues si, Cetego.
– Le necesitarás.
– Eso dice Filipo.
– ¿Y cuál es el precio de Cetego?
– Praecia.
– Ah, ya -comentó ella, sin dejar de rellenar afanosamente con hilo rojo-. Así que Filipo te ha encomendado la tarea de conseguir a Praecia para el rey de los senadores pedarios.
– Así parece -contestó Pompeyo, encogiéndose de hombros-. Ella debe de haber hablado bien de mí, si no imagino que se lo hubiera encomendado a otro.
– Mejor tú que el hijo de Cayo Mario.
– ¿Tu crees? -dijo Pompeyo radiante-. ¡Ah, estupendo!
Ella dejó a un lado la labor, y sus ojos verde oscuro escrutaron implacables a su amo y señor.
– ¿Sigues viéndola, Magnus?
– ¡No, claro que no! -replicó Pompeyo indignado, tras lo cual se la quedó mirando dubitativo-. ¿Te habría importado si te hubiera contestado que sí?
– No, claro que no -respondió ella volviendo a su labor.
– ¿Quieres decir que no tendrías celos? -preguntó él, enrojeciendo.
– No, claro que no.
– ¡Eso es que no me amas! -exclamó él, poniéndose en pie de un salto y comenzando a andar por el cuarto.
– Haz el favor de sentarte, Magnus.
– ¡No me amas! -exclamó otra vez.
Ella lanzó un suspiro y dejó la labor.
– ¡Siéntate, Cneo Pompeyo! Claro que te amo.
– ¡Si me amases tendrías celos! -le lanzó él, dejándose caer en la silla.
– No soy una persona celosa. Eso es algo que se es o no se es. ¿Por qué has de querer que sea celosa?
– Ello me indicaría que me amas.
– No; sólo te indicaría que era celosa -replicó ella con meridiana lógica-. Ten en cuenta que me he criado en un hogar muy agitado. Mi padre amaba locamente a mi madre y ella también, pero él siempre tenía celos de ella; y ella pagaba las consecuencias. Finalmente, sus arrebatos de mal humor la impulsaron a caer en brazos de Metelo Nepote, que no es celoso. Y ella es feliz.
– ¿Me estás amenazando para que no tenga celos de ti?
– En absoluto -respondió ella sin alterarse-. Yo no soy como mi madre.
– ¿Me amas?
– Mucho.
– ¿Amabas al hijo de Mario?
– No -dijo ella, agotando el hilo rojo y cortando otra hebra-. El hijo de Mario no era afectuoso con su esposa, y tú eres deliciosamente afectuoso. Una cualidad digna de amor.
La respuesta complació a Pompeyo, que volvió al tema inicial.
– Mucia, el problema es que no sé cómo abordar este asunto. Tengo que actuar de mediador. ¡De alcahuete, hablando claro!
Ella contuvo la risa. Qué maravilla, se reía!
– Entiendo perfectamente lo difícil de tu posición, Magnus.
– ¿Qué hago?
– Actúa con naturalidad. Enfréntate a ello y hazlo. A ti las cosas sólo se te van de las manos cuando dejas de pensar o te preocupas por el qué dirán. Así que no dejes de reflexionar y deja de preocuparte por lo que piensen los demás, porque si no te saldrá todo mal.
– Iré a verla y se lo pediré.
– Exacto -añadió ella, volviendo a enhebrar la aguja y mirándole de nuevo con sutilísima sonrisa-. De todos modos, este consejo tiene su precio, querido Magnus.
– ¿Ah, si?
– Por supuesto. Quiero que me cuentes detalladamente el resultado de tu entrevista con Praecia.
Resultó que el momento de la negociación fue notablemente oportuno. Como ya no dependía ni del hijo de Mario ni de Pompeyo, Praecia había entrado en una especie de profunda inactividad marcada por la falta de estímulos y de intereses. Acomodada y decidida a mantener su independencia, era ahora una mujer demasiado mayor para suscitar pasiones, y, del mismo modo que muchas de sus colegas en el arte amatorio de menor fama, Praecia se había convertido en una especialista en fingimiento; pero, además, era una experta de gran inteligencia en juzgar caracteres. Por ello asumía cualquier relación sexual desde una posición de superioridad, segura de su capacidad para dar placer a su sumisa presa. Lo que a ella le gustaba era entrometerse en los asuntos de hombres que normalmente poco o nada tenían que ver con mujeres. Y lo que más le gustaba era entrometerse en política. Eso era para ella un bálsamo para su inteligencia y sus dotes.
Cuando le anunciaron la visita de Pompeyo, no cometió el error de suponer inmediatamente que el joven venía a reanudar relaciones, aunque sí lo pensó porque había oído que su esposa estaba encinta.
– Mi muy querido Magnus -dijo con gran afabilidad, tendiéndole los brazos cuando él entró en el despacho.
Pompeyo la besó en las mejillas y se sentó en una silla a cierta distancia de la camilla en que ella estaba reclinada, lanzando un suspiro de placer tan artificial que Praecia esbozó una sonrisa.
– ¿Y bien, Magnus? -preguntó ella.
– Bueno, Praecia -contestó él-, veo que todo sigue tan perfecto como siempre. ¿Hay alguien que no te encuentre perfecta, a ti y a todo lo que te rodea, aunque su visita sea inesperada?
El tablinum de Praecia, pues ella lo llamaba como los hombres, estaba armoniosamente decorado en azul celeste, crema y los precisos toques de oro. En cuanto a ella, era una mujer que se levantaba cada día para dedicarse a unos cuidados personales tan minuciosos como prolongados, que transformaban su físico en una especie de obra de arte. Aquel día lucía vestiduras de sutiles gasas colór verde salvia, y se había peinado el pelo rubio claro como Diana cazadora, formando una geométrica cimera de la que irradiaban zarcillos que parecían naturales y no el resultado de un concienzudo retorcimiento frente al espejo. Los hermosos y serenos planos de su rostro no estaban pintados en exceso; Praecia no era tan tonta como para maltratar vulgarmente los dones de la Fortuna a pesar de que ya contaba cuarenta años.
– ¿Qué tal te han ido las cosas últimamente? -inquirió Pompeyo.
– Tengo buena salud, aunque no tenga buen humor.
– ¿Y eso por qué?
Ella se encogió de hombros con un mohín.
– ¿Qué puede infundírmelo? Ya no vienes tú ni nadie interesante.
– He vuelto a casarme.
– Con una mujer muy extraña.
– ¿Mucia extraña? Bueno, puede que sí; pero a mí me gusta.
– Te creo.
Pompeyo reflexionó un instante sobre lo que había de decir, pero no encontraba el pretexto y optó por callar, mientras Praecia le escrutaba con irónica sonrisa, sin abandonar su postura entre tumbada y sentada. Sus ojos, que eran su mayor atractivo, grandes y de un azul intenso, bailaban irónicos.
– ¡Estoy harto! -dijo Pompeyo de pronto-. Vengo de emisario, Praecia, enviado por otro.
– ¡Qué intrigante!
– Un admirador tuyo.
– Tengo muchos admiradores.
– Pero no como éste.
– ¿Y qué es lo que tanto le distingue? Aparte del hecho de que haya conseguido que seas tú quien venga a pedir en su nombre mis servicios…
Pompeyo enrojeció.
– ¡Estoy entre la espada y la pared y me pone furioso! Pero yo le necesito y él a mí no. Por eso vengo de su parte.
– Eso ya lo has dicho.
– ¡No hables con lengua acerada, mujer, de sobra me pesa el encargo! Se trata de Cetego.
– ¡Cetego! ¡Vaya, vaya! -dijo Praecia con un ronroneo.
– Es muy rico, muy caprichoso y muy repugnante -añadió Pompeyo-. Habría podido dar el paso él mismo, pero le divierte obligarme a mí a hacerlo.
– Su precio -dijo ella- es hacerte actuar de alcahuete.
– Así es.
– Debes de necesitarle mucho.
– ¡Dame una respuesta! ¿Sí o no?
– ¿Has terminado conmigo, Magnus?
– Sí.
– Entonces mi respuesta a Cetego es si.
– Pensé que ibas a negarte -dijo Pompeyo poniéndose en pie.
– En otras circunstancias me hubiera encantado decir no, pero lo cierto es que me aburro, Magnus. Cetego es un poder en el Senado, y me gusta estar con hombres poderosos. Además, veo en ello un nuevo poder para mí. Procuraré que los que busquen los favores de Cetego tengan que hacerlo a través de mi. ¡Me gusta!
– ¡Brrr! -gruñó Pompeyo abandonando la casa.
No confiaba en su paciencia para ir a ver a Cetego y optó por ir a hablar con Lucio Marcio Filipo.
– Praecia está de acuerdo -dijo.
– ¡Excelente, Magnus! ¿Por qué estás tan malhumorado?
– ¡Me ha obligado a hacer de alcahuete!
– ¡Oh, estoy seguro de que no ha sido nada personal!
– ¡Ya lo creo que sí!
En la primavera de aquel año cayó Nola. La ciudad de Campania partidaria de los samnitas había resistido casi doce años a Roma y a Sila, sufriendo un asedio tras otro, la mayor parte de ellos por el cónsul del año, Apio Claudio Pulcro. Por ello, era lógico que Sila le ordenase aceptar la sumisión de Nola, y más lógico que él se encargara con gran placer de comunicar a los magistrados de la ciudad los pormenores de las severas condiciones impuestas por Sila. Del mismo modo que Capua, Faesulae y Volaterrae, Nola quedaba sin tierras, y todas sus posesiones revertían al ager publicus de Roma; sus habitantes no obtendrían la ciudadanía romana, y el sobrino del dictador, Publio Sila, asumía la autoridad de la zona, una mortificación suplementaria, dada la misión encomendada el año anterior para resolver la enrevesada situación de Pompeya, donde la falta de sensibilidad de Publio Sila no había hecho sino empeorar las cosas.
Pero para Sila la rendición de Nola era un signo. Ahora podía dejar el poder con la suerte intacta, ya que no existía la plaza en que había ganado la Corona de Hierba. Mayo y junio fueron un continuo traslado de sus pertenencias a Misenum, donde los obreros se afanaban por terminar los trabajos de su villa: un pequeño teatro, un precioso parque con zonas silvestres, cascadas y fuentes, una gran piscina, y varias salas suplementarias destinadas en apariencia a fiestas y banquetes. Por no hablar de los seis aposentos para invitados, de tal opulencia que todo Misenum hacía comentarios. ¿A quién pensaba recibir Sila, al rey de los partos?
Llegó julio y la última farsa electoral del dictador. Para disgusto de Catulo, él fue nombrado segundo cónsul; el primer cónsul fue Marco Emilio Lépido, un nombre que nadie se esperaba dada su postura independiente en el Senado desde que Sila había impuesto la dictadura.
A principios de mes, Valeria Mesala y los mellizos marcharon a Campania, donde todo estaba dispuesto en la villa. En Roma nadie esperaba sorpresas. Sila dejaría el poder tal como lo había asumido y ejercido: con un aura de gran respetabilidad y ceremonia. Roma estaba a punto de perder su primer dictador en ciento veinte años, y el primero que se había mantenido en el cargo más de seis meses.
Se celebraron sin novedad los ludi Apollinares instituidos por el remoto antepasado de Sila, y lo mismo sucedió con las elecciones. Y el día siguiente a las elecciones curules una gran multitud se congregó en el bajo Foro para ver cómo Sila renunciaba al cargo; iba a hacerlo en público y no en la Curia Hostilia, y había elegido los rostra una hora después del amanecer.
Y lo hizo con dignidad e impresionante majestad; primero despidiendo a los veinticuatro lictores con gran cortesía y costosos obsequios de su peculio, y después dirigiéndose a la multitud desde la tribuna antes de encaminarse con los electores al campo de Marte, donde tuvo lugar, por parte de Flaco, príncipe del Senado, la derogación de la ley por la que se le había nombrado dictador. Desde la Asamblea centuriada, partió hacia su casa, siendo ya un ciudadano cualquiera desprovisto de imperium y de auctoritas.
– Pero me gustaría que algunos fueseis testigos de que salgo de Roma -dijo a los cónsules Vatia y Apio Claudio, a Catulo, a Lépido, a Cetego y a Filipo-. Llegaos mañana a la puerta Capena una hora después del amanecer. ¡Exactamente en la puerta! Y me veréis decir adiós a Roma.
Le obedecieron al pie de la letra, naturalmente; por mucho que fuese un privatus sin poderes de magistrado, había sido durante no poco tiempo dictador, y era como si perdurara su poder. Sila sería peligroso mientras viviese.
Todos acudieron, pues, a la puerta Capena, aunque los tres protegidos de Sila más importantes -Lúculo, Mamerco y Pompeyo- no estaban en Roma. Lúculo se hallaba en viaje de negocios relacionados con los juegos de septiembre, Mamerco estaba en Cumas y Pompeyo había regresado a Piceno, en espera del nacimiento de su primer hijo. Cuando Pompeyo se enteró de la ceremonia en la puerta Capena, se alegró enormemente de no haber estado presente, mientras que a Lúculo y a Mamerco les sucedió todo lo contrario.
El mercado colindante con la puerta estaba lleno de gente dedicada a vender, comprar, mirar, enseñar, pasear, galantear y comer, un público que, indudablemente, contempló con sumo interés a aquel séquito de hombres ataviados con toga bordada en púrpura, que hubo de soportar las habituales andanadas de insultos despectivos contra las clases altas; pero no era la primera vez que los senadores curules los escuchaban e hicieron oídos sordos, situándose junto al impresionante arco de la puerta y charlando animadamente mientras aguardaban.
No tardaron en oír compases de música con gaitas, tambores y flautas entonando armoniosamente un himno báquico, y en la plaza del mercado se produjo un revuelo que hizo que la multitud abriese paso a un cortejo que llegaba desde el Palatino. Lo abrían rameras cargadas de flores y con togas color naranja, tocando panderetas y arrojando pétalos de rosa que extraían de las togas; a continuación, venían monstruos y enanos con el rostro embadurnado o pintado, algunos con máscaras cornudas con campanillas, avanzando con sus piernas deformes y vestidos con abigarrados centunculi, como trozos de arco iris; les seguían los músicos, algunos de los cuales simplemente llevaban flores, y otros hacían cabriolas imitando a sátiros o a caprichosos eunucos. En medio de ellos, rodeado de niños que bailaban entre risas, caminaba un burro gordo y ebrio con las pezuñas doradas, una guirnalda de rosas en el cuello y las tristes orejas asomando por unos agujeros en un sombrero de paja de ala ancha. Y a horcajadas, sobre un paño púrpura, iba el igualmente ebrio Sila, agitando una copa de oro que no cesaba de derramar vino, vestido con una toga de púrpura de Tiro bordada en oro y con flores en el cuello y en la cabeza. Junto al burro caminaba una hermosa mujer, que se veía claramente que era un hombre, con el negro pelo salpicado de blanco y el cuerpo ceñido con un sutil vestido de color azafrán; llevaba un gran jarro de oro y cada vez que Sila bajaba la copa él la llenaba con el rojo líquido.
Como el camino hacia la puerta era cuesta abajo, el cortejo adquirió cierta inercia, y cuando Sila vio que estaban cerca del arco y comenzó a gritar confusamente que se detuvieran, todos cayeron entre gritos y chillidos, y las mujeres, piernas al aire, dejaron ver la raja carmín de sus partes pudendas. El burro se tambaleó y fue a dar contra el petril de una fuente, y Sila estuvo a punto de caer de no haberle sostenido el travestí del jarro, que le depositó en tierra a pulso con sus fuertes brazos. Una vez recuperado el equilibrio, el dictador comenzó a caminar hacia el grupo de los estupefactos senadores, no sin detenerse ante un par de preciosas piernas femeninas que se agitaban en el suelo, agacharse e introducir el dedo en el cunnus, con las consiguientes risotadas de orgásmico placer de la tumbada.
Mientras el cortejo se levantaba del suelo y se reagrupaba entre cánticos y danzas -para fruición de la multitud-, Sila llegaba ante los cónsules, apoyado en el brazo de su hermoso acompañante y alzando la copa en alto a guisa de saludo.
– ¡Tacete! -gritó a músicos y danzantes, que callaron inmediatamente, haciéndose un profundo silencio-. ¡Bien, por fin ha llegado! -gritó de nuevo sin dirigirse a nadie en concreto, tal vez al cielo-. ¡Ha llegado mi primer día de libertad!
La copa de oro describió círculos en el aire, mientras la boca pintada del dictador mostraba las desdentadas encías con una gran sonrisa de felicidad. Su rostro, bajo la grotesca peluca rojiza, aparecía totalmente pintado de blanco para ocultar las cicatrices, pero no producía el efecto deseado porque la pintura roja de los labios se había corrido a las arrugas de las comisuras y de debajo de la nariz y la barbilla, causando la impresión de una atroz herida cosida con puntadas rojas. Pero la herida sonreía sin cesar. Sila estaba borracho y todo le daba igual.
– Durante más de treinta años -dijo, dirigiéndose a los impecables Vatia y Apio Claudio- he ocultado mi naturaleza. Me he privado del amor y el placer… primero por mi nombre y mi ambición, y luego a causa de Roma. Pero se acabó. ¡Se acabó, se acabó, se acabó! ¡Os devuelvo Roma… hombrecillos y presuntuosos gusanos! Otra vez quedáis libres de desahogar vuestra bilis sobre el país… elegir los hombres inadecuados, gastar los dineros públicos alegremente sin pensar en el mañana. ¡Pronostico que en los treinta años de una generación, vosotros y los que os sucedan traeréis la ruina irremisible a Roma!
Su mano se alzó para hacer una tierna caricia al rostro del que le servía de apoyo.
– Sabéis quién es; claro, todos vais al teatro: Metrobio, mi muchacho. ¡Mi muchacho para siempre! -exclamó, volviéndose y acercando a su rostro la cabeza de negros cabellos para besarle en la boca.
Luego, entre hipidos y risas, dejó que le montasen de nuevo en el burro, y el variopinto cortejo cruzó la puerta hacia el arranque común de la vía Latina y la vía Apia, seguido por la multitud vitoreante.
Ninguno de los senadores sabía adónde mirar; sobre todo después de que Vatia rompiera a llorar. Y todos fueron alejándose a solas o por parejas. Apio Claudio trató de consolar al apenado cónsul Vatia.
– ¡No puedo creérmelo! -dijo Cetego a Filipo.
– Pues no hay más remedio -replicó Filipo-. Para eso nos invitó a este desfile de travestidos; si no ¿cómo iba a romper lazos con nosotros?
– ¿Romper lazos? ¿Qué quieres decir?
– Ya le has oído. Durante más de treinta años ha estado ocultando su naturaleza. Me ha engañado. Ha engañado a todos. ¡Qué refinada venganza ha sido este día para él! Roma ha estado en manos de un degenerado que ha sabido ponerla en pie. Nos ha dado el pego un saltimbanqui. ¡Cómo se habrá reído!
Claro que se rió. No paró de reírse hasta Misenum, en la litera llena de flores con Metrobio a su lado, y acompañado del cortejo de bacantes a los que invitó a quedarse cuanto quisieran en su villa. A los juerguistas se habían unido Roscio el comediante y Sorex el mimo, así como otros actores no tan famosos.
Invadieron la villa renovada que antaño fue el hogar de Cornelia, la madre de los Gracos, y cruzaron desvergonzadamente el santo umbral, con Sila en cabeza, montado en el burro beodo.
¡Liber pater! le gritaban, dirigiéndole besos con la mano y sonidos de gaita; y él, casi inconsciente por efecto del vino, reía, gimoteaba y chillaba.
La fiesta duró un intervalo de mercado y fue famosa por la enorme cantidad de comida y vino que se consumió, y las gentes que, sin haber sido invitadas, acudieron de las villas y pueblos de los alrededores. El anfitrión, en constante jarana, los acogió encantado, induciéndoles a desenfrenos sexuales de los que muchos de ellos nunca habían oído hablar.
Sólo Valeria quedó al margen de todo; al ver llegar a su esposo se recluyó en sus aposentos a llorar desconsoladamente, y únicamente Metrobio logró que le abriese la puerta.
– No penséis que siempre va a ser así, señora. Hace tanto tiempo que deseaba esto que debéis dejar que se desahogue. De aquí a unos días lo pagará… se encontrará enfermo y ya no querrá saber nada de fiestas.
– Tú eres su amante -replicó ella, atenazada por una negra desesperación.
– He sido su amante más años de los que hace que el sol alumbra vuestra vida -contestó Metrobio afablemente-. Le pertenezco desde siempre. Y vos también le pertenecéis.
– El amor entre hombres es repugnante.
– Tonterías. Eso es lo que dicen vuestro padre, vuestro hermano y todos vuestros primos. ¿Cómo podéis saberlo? ¿Qué conocéis de la vida, Valeria Mesala, aparte de la triste reclusión de una noble romana? Mi presencia no significa que no le hagáis falta, del mismo modo que la vuestra no significa que yo no le haga falta. Si queréis quedaros, tendréis que aceptar el hecho de que ha habido -¡y hay! -muchos amantes en la vida de Sila.
– Verdaderamente, no tengo mucho que elegir -musitó ella con un hilo de voz-. O volver a casa de mi hermano o acostumbrarme a estas turbulentas compañías.
– Eso es -añadió él, sonriéndole comprensivo con gran afecto e inclinándose para acariciarle la nuca, como si supiera el cansancio que producía mantener erguida la altiva cabeza patricia.
– No te merece en absoluto -dijo ella, casi sorprendiéndose de sus palabras.
– Todo cuanto soy a él se lo debo -respondió Metrobio muy serio-. Si no hubiera sido por él, no sería más que un simple actor.
– Bien, parece que no queda otra alternativa que adaptarse a este circo. Pero me es imposible en su apogeo, porque no tengo costumbre ni temple para este alboroto. Cuando creas que me necesita, avísame.
Y no se dijo más. Tal como había previsto Metrobio, una semana después del inicio de la orgía, los achaques latentes de Sila rebrotaron, y los juerguistas fueron despedidos. El famoso mimo Sorex y el cómico Roscio se atrincheraron en sus aposentos, mientras Valeria, Metrobio y Lucio Tucio atendían a Sila, quien, según su humor, se mostraba agradecido o insoportable.
Por fin, recobrada la serenidad y una aparente salud, el ex dictador se entregó a la redacción de sus memorias, un cántico de alabanzas -dijo a Valeria y a Metrobio- a Roma y a los hombres como Catulo César y a sí mismo, a la par que un asesinato simbólico de hombres como Cayo Mario, Cinna, Carbón y sus partidarios.
A finales de año y del consulado de Vatia y Apio Claudio, la vida de Sila en Misenum estaba tan perfectamente equilibrada, que la villa entró en una fase de placidez. Escribía a ratos sus memorias, conteniendo la risa cada vez que de su pluma surgía una frase acertada y cáustica sobre Cayo Mario; escribiendo el capítulo de la guerra contra Yugurta disfrutó enormemente con la idea de que a partir de ese momento podía decir con sus propias palabras que la captura del númida era una hazaña propia que Mario había ocultado deliberadamente. Luego, durante un tiempo, dejaba pluma y papel y se entregaba a una auténtica orgía de comedias y espectáculos de mimo, o daba una gran fiesta que duraba un intervalo de mercado. Y combinaba estas actividades con otras que iban surgiendo de su fértil imaginación, incluidos simulacros de cacerías de niños y niñas desnudos, concursos para ver quién adoptaba la postura más rara para efectuar el coito, absurdas adivinanzas escenificadas en las que los que representaban podían evocar prácticamente cualquier cosa mediante disfraces y galas; celebraba fiestas de chistes, fiestas de desnudos a la luz de la luna, fiestas de un día en torno a la impresionante piscina de mármol blanco, en las que los invitados contemplaban extasiados las evoluciones acuáticas de los jovenzuelos de ambos sexos desnudos. Su imaginación era inagotable, e irrefrenable su anhelo por conocer cualquier novedad de índole sexual. No obstante, se observó que no cometía ninguna crueldad con los animales, y que a un huésped que tenía esa clase de inclinaciones le echó de su casa.
Sin embargo, no cabía duda de que su estado se deterioraba; una vez entrado el nuevo año, su potencia sexual mermó considerablemente, y a finales de febrero no había nada capaz de estimularle, cosa que empeoró enormemente su malhumor.
Sólo uno de sus amigos nobles romanos fue a verle a Misenum: Lúculo. Había estado en Africa con su hermano en julio, supervisando la captura de fieras para los juegos a primeros de septiembre, y, al regresar a Roma en agosto, llegaron a sus oídos los comentarios sobre las extravagancias que tenían lugar en la villa de Misenum y las letanías de los escandalizados por el comportamiento de Sila.
– Todos los que le juzgáis deberíais miraros a vosotros mismos -dijo Lúculo muy estirado-. Él puede hacer lo que quiera.
Pero hasta transcurridos unos días de la clausura de los ludi romani en septiembre, no pudo Lúculo disponer de tiempo para ir a verle. Le halló en uno de sus momentos de mayor lucidez, trabajando en las memorias y animadísimo por el mal lugar en que estaba dejando a Cayo Mario y sus hazañas.
– Eres el único que ha venido, Lúculo -dijo Sila, con un débil residuo de aquel fulgor implacable en unos ojos ya enturbiados por el dolor.
– ¡Nadie tiene derecho a criticarte! -dijo Lúculo, frunciendo la nariz-. Tú lo has dado todo por Roma.
– Cierto, y no niego que ha sido duro, pero, mi querido amigo, si no me hubiese sacrificado todos esos años ahora no estaría disfrutando ni la mitad con estos excesos.
– Ya veo que tiene sus atractivos -añadió Lúculo, siguiendo con la mirada las evoluciones de una niña púber preciosa que danzaba desnuda al sol ante la ventana de Sila.
– Es verdad que a ti te gustan jóvenes, ¿cierto? -comentó Sila, conteniendo la risa y asiéndole por el brazo-. Aguarda a que acabe la danza y te la llevas a dar un paseo.
– ¿Qué has hecho con las madres?
– Nada. Se las he comprado.
Lúculo se quedó y volvió con frecuencia.
Pero en marzo, ya impotente, Sila se volvió totalmente insoportable, incluso para Metrobio y Valeria, que obraban de común acuerdo. Sin acabar de explicárselo, Valeria estaba embarazada; de Sila, esperaba. Pero no podía decírselo, y temía ver llegar el día en que su estado fuese notorio. Había sido a finales de año, cuando Lúculo les había dado unos extraños hongos que había traído de Africa y que repartía entre sus amigos íntimos. Valeria los había comido, y, en una especie de pesadilla recordaba vagamente que todos los presentes habían gozado de ella, desde Sila a Sorex, e incluso Metrobio. Era lo único que podía reprocharse, pero el miedo se lo había borrado de la mente al pensar en las terribles consecuencias.
Las rabietas temperamentales de Sila eran terribles; horas sin fin de gritos y voces en las que no cesaba de hacer daño a quien se interpusiera en su camino, desde los niños que servían de juguete a sus amistades hasta las ancianas sirvientas; como tenía en la villa una compañía de su guardia personal, los que le cuidaban eran bien conscientes del peligro que corrían.
– ¡No se le puede dejar que mate a alguien! -exclamó Metrobio.
– ¡Oh, cómo desearía que se resignara con lo que le está pasando! -dijo Valeria entre sollozos.
– Tú tampoco te encuentras bien.
Una observación imprudente, aunque la dijese con todo afecto, porque Metrobio recordaba las circunstancias del embarazo.
– ¿Quién sabe? -añadió, riendo complacido-. ¡A lo mejor soy el padre! Hay una posibilidad entre cuatro.
– Cinco.
– Cuatro, Valeria. El niño no puede ser de Sila.
– ¡Me matará!
– Vive cada día que pasa y no le digas a él nada -dijo el actor muy decidido-. Nadie sabe lo que nos depara el futuro.
Poco después Sila comenzó a sentir en la región del hígado un dolor que no le daba reposo; paseaba de arriba a abajo por el atrium arrastrando los pies, sin poder sentarse y sin poder tumbarse. Su único consuelo era el baño de mármol blanco junto a su habitación, en el que se dejaba flotar hasta que volvía a pasear sin fin por el atrium. Se quejaba y gimoteaba, acercándose a las paredes, y había que disuadirle de que se diera cabezazos desesperado por aquel tormento.
– El estúpido que vacía su orinal ha difundido el rumor de que a Lucio Cornelio le devoran los gusanos -dijo el físico Tucio a Metrobio y a Valeria, con gesto de profundo desprecio-. ¡Francamente, ante la ignorancia de la mayoría de la gente respecto a lo que es el organismo humano y lo que es la enfermedad casi me dan ganas de dedicarme a la bebida! Antes de iniciarse el mal, Lucio Cornelio usaba normalmente la letrina, pero ahora se ve obligado a hacerlo en un orinal, y los excrementos aparecen llenos de gusanos. ¿Creéis que puedo convencer a los criados de que los gusanos son algo natural que tenemos todos y que viven en el intestino durante toda la vida? ¡No!
– ¿Los gusanos no comen? -preguntó Valeria lívida.
– Sólo los alimentos que hemos ingerido nosotros -respondió Tucio -. Seguro que cuando vaya a Roma escucharé allí la misma historia. Los criados son los difusores más eficaces de mentiras.
– Me habéis quitado un peso de encima -comentó Metrobio.
– No pretendía eso, sino prevenirte contra la falsedad de los comentarios de los criados. La realidad es grave -prosiguió Lucio Tucio-. Su orina sabe más dulce que la miel, y su piel huele a manzanas maduras.
– ¿Es que habéis probado su orina? -inquirió Metrobio con gesto de asco.
– Sí, recurriendo a un truco que me enseñó una comadrona cuando era niño. Dejé una pequeña cantidad al aire libre en un plato al que acudieron toda clase de insectos. Lucio Cornelio mea miel concentrada.
– Y pierde peso a ojos vista -añadió Metrobio.
– ¿Va a… morir? -balbució Valeria consternada.
– Desde luego -respondió Lucio Tucio-. Además de ese mal de la miel, cuya naturaleza ignoro salvo que es mortal, tiene enfermo el hígado por el exceso de vino.
Los ojos oscuros de Metrobio se empañaron de lágrimas contenidas, y sus labios temblaron.
– No es de extrañar -dijo con un suspiro.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó la esposa.
– Esperar, señora.
Y sin más, se alejó para ver al enfermo.
Fue Metrobio quien dijo con voz suave unas palabras en las que no había la menor tristeza:
– Le amo desde hace tantos años… En cierta ocasión le pedí que me dejara vivir con él, a pesar de que ello habría supuesto cambiar una vida agradable por otra muy difícil; pero él no quiso.
– Te quería mucho -dijo Valeria pensativa.
– ¡No! Él estaba enamorado de la idea de su cuna patricia. Sabía a dónde iba y eso era lo que contaba para él por encima de todo -replicó Metrobio, volviéndose a mirarla con las cejas enarcadas-. ¿No has advertido que el concepto del amor es distinto en cada persona, y que el amor que se da nunca es correspondido en igual medida? Yo nunca se lo he reprochado. ¿Cómo podría hacerlo si no estoy en su lugar? Al final, después de haberme distanciado tantas veces, me reconoce públicamente ante sus iguales. «¡Mi muchacho!» Volvería a sufrirlo todo por oírle decir esas palabras a hombres como Vatia y Lépido.
– No conocerá al niño.
– Dudo mucho que llegue a ver crecer tu vientre.
El atroz dolor cedió y sobrevino un absurdo incidente en virtud de una queja económica de la ciudad de Puteoli, una localidad próxima a Misenum dominada por la familia Granio, que durante generaciones habían sido banqueros y magnates del comercio y que se consideraban dueños de la ciudad. Ignorante de los excesos de Sila -y más aún de sus enfermedades -, uno de los funcionarios de la ciudad solicitó una audiencia; su queja, según dijo al mayordomo, era que Quinto Granio debía al erario de la ciudad una gran suma y se negaba a pagar, por lo que solicitaban la intervención de Sila.
Sila no hubiera podido oír peor nombre que el de Granio; exceptuando el de Cayo Mario. De hecho existían fuertes vínculos matrimoniales entre los Marios, los Gratidios y los Tulios de Arpino y los Granios de Puteoli; la primera mujer de Cayo Mario era una Grania. Por ello varios Granios habían sido proscritos, y los que no lo habían sido se mantenían muy quietos para que Sila no se acordara de su existencia. Entre los afortunados que se habían salvado de la proscripción se contaba Quinto Granio. Y ahora se veía arrestado por una patrulla de guardias de Sila para ser conducido a presencia del ex dictador en su villa de Misenum.
– No debo tales sumas -alegó Quinto Granio tenaz, con actitud irreductible.
Sentado en una silla curul y con toga praetexta, en plena majestad romana, Sila le dirigió una mirada fulminante.
– ¡Harás lo que ordenen los magistrados de Puteoli y pagarás! -replicó.
– ¡No, no pagaré! Que Puteoli me lleve ante un tribunal y que se juzgue el caso como es debido -alegó Quinto Granio.
– ¡Paga, Granio!
– ¡No!
El imprevisible carácter de Sila aquellos días se descomponía con la misma facilidad que un vilano. Se puso en pie temblando de rabia y con los puños cerrados.
– ¡Paga, Granio, o te haré estrangular aquí mismo!
– Habrás sido dictador de Roma -replicó Quinto Granio despectivo -, pero ahora no tienes autoridad para ordenarme hacer nada, como yo no la tengo para ordenártelo a ti. Dedícate a tus orgías y deja que Puteoli arregle sus propios asuntos.
La boca de Sila se abrió para ordenar a voces que estrangularan a Granio, pero no profirió sonido alguno. Sintió una náusea indescriptible y un fuerte vahído que le hizo tambalearse, pero pudo sobreponerse con gran esfuerzo y dirigió la vista al capitán de su guardia.
– ¡Estranguladle! -musitó.
Pero antes de que el capitán hubiese podido hacer un solo movimiento, un borbotón de sangre surgió de la boca de Sila, salpicando a su alrededor, mientras profería horribles ruidos ahogados, manchándose la toga. Un segundo borbotón acompañado de un repugnante eructo le hizo caer de rodillas, mientras sus hombres echaban a correr en todas direcciones espantados y dando gritos, sin osar acercarse a él por estar convencidos de que le devoraban los gusanos.
En cuestión de segundos apareció Lucio Tucio, acompañado de Metrobio y de una Valeria demudada. Sila seguía vomitando sangre con la cabeza apoyada en las manos de su amante, y su esposa temblaba encogida sin saber qué hacer. Tucio pidió a gritos toallas, que en seguida trajeron los criados, espantados por el estado del cuarto y el no menos horrible estado de su amo que se ahogaba entre eructos, tratando de hablar, y aferrado con ambas manos al brazo manchado de sangre de Metrobio.
Al ver que se olvidaban de él, Quinto Granio salió del cuarto aprovechando que el capitán de la guardia intentaba imponer serenidad a sus hombres; dejó la casa, tomó por el camino hacia donde estaba su caballo, montó en él, volvió la cabeza y se alejó.
Transcurrió mucho tiempo hasta que cesó el atroz ataque de Sila y pudieron levantarle del suelo para trasladarle en los brazos ensangrentados de Metrobio. La guardia también había abandonado la sala, dejando a los criados la tarea de arreglar aquel caos.
Lo peor -como constató Sila, que estaba consciente- era que la sangre seguía manando con riesgo de ahogarle, aunque ya no eructase. ¡Horroroso! ¡Aterrador! En su profunda desesperación y desamparo, se aferraba a Metrobio como a una tabla de salvación, clavando los ojos en el rostro amado con una intensidad y una angustia indescriptibles, al ser su único medio de comunicación mientras no cesara la hemorragia. Con el rabillo del ojo veía el rostro lívido de Valeria, en el que destacaban poderosamente los ojos azules, y la cara seria del físico.
¿Me estoy muriendo?, pensaba, consciente de que así era. ¡No quiero morir así, vomitando y ahogándome, sucio e incapaz de dominar mi cuerpo rebelde para cruzar el negro umbral con entereza y dignidad romana! He sido rey de Roma sin corona, pero me coronaron en Nola. He sido el hombre más grande entre los ríos del Océano y el Indo. ¡Quiero morir como es debido, no entre atroces vómitos de sangre, sin poder hablar y empavorecido!
Pensó en Julilla, que había muerto sola en un inmenso charco de sangre. En Nicópolis, muerta con menos sangre pero mayor agonía. En Clitumna, muerta con la cerviz tronchada y los huesos rotos. En Metelo el Numídico, con el rostro congestionado y ahogándose. ¡No me imaginaba lo horroroso que es! En Dalmática, gritando su nombre en el templo de Juno Sospita. En su hijo, en la flor de la vida; el hijo de Julilla, que había significado para él más que nadie, nadie, nadie… Él también había muerto asfixiado.
Tengo miedo. ¡Mucho miedo! Nunca lo imaginé. Es inevitable y nada puede hacerse; pronto habrá acabado todo y ya no oiré, sentiré ni pensaré. Habré acabado. No seré nada. Eso no da dolor. Es el sueño eterno. Yo, Lucio Cornelio Sila, que fui rey de Roma sin corona pero ceñí la de Nola, dejaré de ser y sólo quedaré en el recuerdo. Porque sólo eso es la inmortalidad: ser recordado en el mundo de los vivos. Casi había concluido mis memorias; sólo me quedaba una parte por escribir. Una obra para que me juzguen los futuros historiadores, y más que suficiente para borrar la sombra de Cayo Mario. Él no pudo escribir sus memorias. Yo si. Y seré el vencedor. ¡He vencido! Y de todas mis victorias la victoria sobre Cayo Mario es la más preciada.
La hemorragia continuó casi una hora, causándole horribles sufrimientos; luego cesó y pudo descansar algo. No había perdido el conocimiento y veía perfectamente a Metrobio, a Valeria y a Lucio Tucio, con una claridad de visión que hacía tiempo que no tenía, como si en la fase final se le devolviera aquel gran sentido para contemplar su partida en el rostro de sus íntimos. Y luego pudo hablar.
– El testamento. Que venga Lúculo; él debe leerlo cuando yo muera. Es mi albacea y el tutor de mis hijos.
– Ya he mandado llamarle, Lucio Cornelio -dijo el actor griego con voz pausada.
– ¿Te he dado bastante, Metrobio?
– Siempre, Lucio Cornelio.
– No sé lo que es el amor. Aurelia solía decir que sí lo sabía pero que no lo profundizaba mi conocimiento. No sé. La otra noche soñé con Julilla y nuestro hijo. Él se me acercó y me rogó que fuese con su madre. Debí de imaginarme el significado; pero no lo pensé y me eché a llorar. A él si que le quería. Más que a mí mismo. ¡Cómo le he echado en falta!
– Eso ya va a solucionarse, querido Lucio Cornelio.
– Motivo de más para desear la muerte.
– ¿Tienes algún otro deseo?
– Sólo paz. Sentirme… satisfecho.
– Has tenido satisfacciones.
– Mi cadáver.
– Di, Lucio Cornelio.
– Los Cornelios siempre han sido sepultados. Pero yo no quiero, Metrobio. Lo digo en el testamento, pero debes asegurarte de que Lúculo lo haga. Si entierran mi cuerpo en una sepultura, puede caer sobre ella alguna partícula de las cenizas de Cayo Mario, porque las esparcí; no debía haberlo hecho. A saber si no andan flotando por ahí para mancillarme. Las arrastró la corriente del Anio y las vi deshacerse en los remolinos como telarañas rotas, pero se levantó viento y algunas aún secas volaron lejos. Por eso desconfío. Que me incineren. Dile a Lúculo que así lo quiero; que me quemen y guarden mis cenizas en un ánfora sellada para que no entre el aire ni ninguna partícula de Cayo Mario. Seré el único Cornelio incinerado.
– Se hará; te lo prometo.
– ¡Quémame, Metrobio! ¡Encárgate de que Lúculo lo cumpla!
– Lo haré, Lucio Cornelio, descuida.
– ¡Ojalá hubiera sabido lo que es el amor!
– Lo sabes, claro que lo sabes. El amor te hizo renunciar a tus gustos y consagrarte a Roma.
– ¿Eso es amor? No puede ser. Seco como el polvo. Seco como mis cenizas. El único Cornelio incinerado; no enterrado.
Los vasos sanguíneos obstruidos y reventados de la garganta produjeron un nuevo vómito de sangre, que duró casi intermitentemente varias horas. Se hundía, casi reducido a la mitad de sus fuerzas vitales, y los intervalos de lucidez disminuían. Una y otra vez, cuando las fuerzas se lo permitían, pidió a Metrobio que ni un solo átomo de Cayo Mario pudiera tocar sus restos, y repetía que no sabía lo que era el amor.
Lúculo llegó a tiempo de verle morir, aunque no pudo oir una palabra de su boca ni constatar que le reconociera. Los extraños ojos exánimes en las oscuras cuencas con las negras pupilas habían perdido su poder amenazador y sólo eran dos borrones abatidos. Casi no se le notaba la respiración y sólo la comprobaban con un espejo que le acercaban a los labios; su piel era de una palidez extrema por la pérdida de sangre, pero las cicatrices moradas resaltaban como ascuas, y el cráneo calvo había perdido tersura y era como una bola arrugada. La boca colgaba yerta entre las rígidas mandíbulas. Y de pronto advirtieron un extraño fenómeno en los ojos: las pupilas se agrandaron inundando el iris y llenando las órbitas, y la luz de Sila se apagó. Vieron cómo le abandonaba y permanecieron pasmados contemplando como una especie de fulgor de oro cubría aquellos ojos abiertos.
Lucio Tucio se inclinó a cerrarle los párpados, y Metrobio les puso encima dos monedas para que no se abrieran, mientras Lúculo le introducía un denario en la boca para el pago de la barca de Caronte.
– Ha sido una dura muerte -dijo Lúculo, manteniendo la entereza.
– Todo fue duro para Lucio Cornelio -dijo Metrobio, lloroso-. No habría sido lógica una muerte dulce.
– Escoltaré el cadáver hasta Roma para proceder al entierro solemne.
– Le complacería, pero su deseo es ser incinerado.
– Será incinerado.
Obnubilado por la pena, Metrobio se escabulló para reunirse con Valeria, que no había tenido valor para aguardar el final.
– Ya está -dijo el actor griego.
– Yo le amaba -dijo ella con un hilo de voz-. Sé que toda Roma piensa que me casé con él por conveniencia para que concediera honores a mi familia, pero era un gran hombre y fue muy bueno conmigo. ¡YO le amaba, Metrobio, de verdad!
– Te creo -contestó él, sentándose a su lado y cogiéndole la mano que comenzó a acariciar, ausente.
– ¿Qué harás ahora? -preguntó ella.
Despertando de su ensueño, Metrobio miró aquella mano fina, blanca y de esbeltos dedos; no muy distinta a la mano de Sila: por algo eran los dos patricios romanos.
– Me marcharé -contestó.
– ¿Después del funeral?
– No, yo no puedo asistir. ¿Te imaginas la cara de Lúculo si me ve entre las plañideras?
– ¡Lúculo sabe lo que representabas para Lucio Cornelio! ¡Lo sabe mejor que nadie!
– Valeria, será un funeral oficial; y no debe haber nada que merme su dignidad, y menos un actor griego con un culo muy usado -lo había dicho en tono amargo, pero se encogió de hombros-. Sinceramente, no creo que a Lucio Cornelio le agradase que estuviera presente. En cuanto a Lúculo, es un gran aristócrata y lo que sucedía aquí en Misenum le permitía ceder a algunas de sus inclinaciones menos encomiables, como la de desflorar niñas -añadió con gesto de repulsa -. ¡Los vicios de Sila al menos eran corrientes! A Lúculo se lo consentía, pero él no hacía eso.
– ¿Y a dónde vas a ir?
– A Cirenaica. El remanso dorado del orbe.
– ¿Cuándo?
– Esta misma noche. En cuanto Lúculo disponga a Sila para el último viaje y la casa quede tranquila.
– ¿Y cómo vas a Cirenaica?
– Desde Puteoli. Estamos en primavera y habrá barcos que salgan para Africa, hacia Hadrumetum. Y desde allí me buscaré transporte.
– ¿Tienes dinero?
– ¡Oh, sí! Sila no podía dejarme nada en el testamento, pero me dio con creces en vida. Era bien raro, ¿sabes? Muy tacaño, menos con las personas a quienes quería. Eso es lo más triste, que hasta el final dudó de su capacidad para amar -dijo él, alzando la vista hacia su rostro, con una sombra de reflexión en la mirada-. ¿Y tú, Valeria, qué harás?
– Tendré que volver a Roma, y después del funeral regresaré a casa de mi hermano.
– Tal vez no sea una buena idea -dijo Metrobio-. Yo tengo una mejor.
Los ojos azules y entristecidos de Valeria le miraron con total ingenuidad y sorpresa.
– ¿Cuál?
– Ven conmigo a Cirenaica. Ten el niño y yo seré el padre. Me da igual que lo haya engendrado Lúculo, Sorex, Roscio o yo. He pensado que Lúculo fue uno de los cuatro, y sabe tan bien como yo que no puede ser de Sila. Creo que Roma te trae mala suerte, Valeria. Lúculo te denunciará para desacreditarte. No olvides que por ser de igual alcurnia que él, podrías acusarle de hechos que los de su clase reprueban.
– ¡Por los dioses!
– Tienes que venir conmigo.
– ¡No me dejarán!
– No se enterarán. Diré a Lúculo que no te encuentras en condiciones de figurar en el cortejo del cadáver, y que te enviaré a Roma para el funeral. En este momento Lúculo está muy ocupado para pensar en su arriesgada situación y no sabe nada del niño. Ahora es cuando debes escapar de él, Valeria.
– Tienes razón. Sí que me denunciará.
– Incluso puede que te haga matar.
– ¡Oh, Metrobio!
– Ven conmigo, Valeria. En cuanto se marche, nos vamos los dos de esta casa. Nadie se enterará. Ni nadie sabrá qué es lo que ha sido de ti -añadió Metrobio con sonrisa irónica-. Al fin y al cabo, yo no era más que el muchacho de Sila, y tú, Valeria Mesala, su esposa. ¡Una mujer muy por encima de mí!
Pero ella no pensaba que estuviera muy por encima de él. Hacía meses que se había enamorado de Metrobio, aunque comprendía que él no correspondería a su amor.
– Si que iré -dijo.
Él dio unas palmaditas en la mano que aún retenía entre las suyas, y luego volvió a dejársela en el regazo.
– ¡Estupendo! De momento quédate aquí; que Lúculo no te vea. Recoge algunas cosas en un bulto que pueda llevar una mula. Lleva vestidos oscuros sencillos y capas con capucha; tienes que parecer mi esposa, no la de Lucio Cornelio Sila.
Y dejó a Valeria Mesala pensando en un futuro muy distinto al que ella esperaba tras las exequias de Sila. No se había planteado el peligro que representaba para Lúculo, y sabía que tenía que estar muy agradecida al actor. Ir con él supondría la angustia de verle enamorarse de hombres, ella que languidecía por su amor; pero sería un padre para el niño y ella podría ofrecerle una vida hogareña que tal vez con el tiempo llegara a gustarle más que las aventuras fugaces con otros hombres. ¡Sí, mucho mejor que la angustia de no volver a verle! O que la muerte. Ahora se daba cuenta de porqué, por algún oculto motivo, siempre había desconfiado del altivo y frío Lúculo.
Comenzó a elegir las prendas más sencillas y oscuras de sus numerosas arcas de lujosas vestiduras. Dinero no tenía, pero disponía de magníficas alhajas. Metrobio debía de tener dinero de sobra; las joyas serían su dote, una reserva por si venían malos tiempos. ¡Cirenaica! El remanso dorado del orbe. ¡Qué maravilla!
El espectáculo de las exequias de Sila dejó reducido su triunfo a un hecho insignificante. Doscientas diez literas cargadas a más no poder de mirra, incienso, canela, bálsamo, nardo y otros productos aromáticos -obsequio de las mujeres romanas- desfilaron a hombros de porteadores vestidos de negro. Como el cadáver estaba tan encogido y momificado por la pérdida de sangre que era imposible exponerlo al pueblo, los escultores habían hecho una efigie del muerto con canela e incienso para colocarla en el féretro, precedida de la imagen de un lictor hecha con las mismas especias. Se exhibieron placas con escenas de su vida, con excepción de sus primeros treinta y tres años, y de los abominables últimos meses; en ellas se le veía representado ante las murallas de Nola recibiendo la Corona de Hierba de manos de un centurión; de pie, sereno ante un acobardado Mitrídates firmando el tratado de Dardania; ganando batallas, legislando, haciendo prisionero a Yugurta, ejecutando a los cautivos de las tropas de Carbón. En un vehículo especial se exhibían más de dos mil coronas y guirnaldas con que le habían obsequiado ciudades, tribus, reyes y países de todo el orbe. Sus antepasados vestidos de negro desfilaron en carruajes negro y oro, tirados por espléndidos corceles negros, y entre el· séquito de los deudos caminaban sus regordetes mellizos, Fausto y Fausta.
Fue un día caluroso y nublado, y la atmósfera era húmeda. El mayor cortejo funerario que jamás había tenido lugar en Roma, arrancó de la casa que daba al circo Máximo, descendió por el Velabrum hasta el Foro, donde Lúculo -potente y famoso orador- pronunció el elogio mortuorio desde los rostra, de pie junto al falso cadáver de canela e incienso, sentado en aquel féretro que guardaba en un compartimento oculto el auténtico y apergaminado despojo. Por segunda vez en tres años lloraba Roma por ver a los mellizos quedar huérfanos, y la multitud rompía en aplausos al decir Lúculo que Roma se constituía en tutora de los niños para que nada les faltase. De no haber sido porque el sentimiento alteraba los rostros llorosos, Roma se hubiera percatado de que en el fisico de Fausto y Fausta se notaba ya que iban a parecerse a su tío-abuelo materno, el temible y feo Quinto Cecilio Metelo Numidico, a quien su padre llamaba el Meneitos y había asesinado en un arrebato producido por el rechazo de Aurelia.
Como por arte de magia, siguió sin llover mientras el cortejo reanudaba la marcha, esta vez clivus Argentarius arriba, para cruzar la puerta Fontinalis tras la cual estaba la mansión que había sido de Cayo Mario, para descender a continuación hacia el campo de Marte. Tenían ya allí preparada la sepultura, suntuosamente aislada en la vía Lata y próxima a los terrenos en los que se reunía la asamblea centuriada. A la hora nona colocaron el féretro sobre una inmensa pira bien ventilada, intercalando entre haces y troncos la carga de las doscientas diez literas de especias. Nunca olería tan bien Sila como cuando, conforme a sus deseos, el fuego consumiera sus restos mortales.
Y en el momento en que las antorchas comenzaban a lamer con sus llamas la base de la pira, se levantó un fuerte viento y la pequeña montaña prendió con tal furia que los deudos tuvieron que apartarse, cubriéndose el rostro. Luego, cuando ya el fuego moría, comenzó a llover. Un aguacero tan fuerte que anegó y apagó las brasas tan pronto, que las cenizas de Sila pudieron recogerse momentos después para guardarlas en una exquisita urna de alabastro, adornada con oro y piedras preciosas. Lúculo prescindió del ánfora que Sila había dispuesto para que no las contaminase alguna partícula de Cayo Mario, pues no paraba de llover y no flotaba en el aire ni una mota de polvo.
La urna fue depositada cuidadosamente en aquella sepultura construida en cuatro días con mármoles policromados; un mausoleo redondo con columnas estriadas rematadas por el tipo de capitel de Corinto que Sila había traído y popularizado, consistente en delicados ramos de hojas de acanto. En una placa que daba a la vía grabaron su nombre y títulos, y bajo ella un simple epitafio, compuesto por él mismo:
EL MEJOR AMIGO Y EL PEOR ENEMIGO
– Bueno, me alegro de que todo haya concluido -dijo Lúculo a su hermano, mientras caminaban bajo el aguacero, calados hasta los huesos y temblando de frío.
Estaba preocupado: Valeria Mesala no había ido a Roma, y su hermano Rufo, sus primos el Negro y Metelo Nepote, y su tía-abuela, la ex vestal, comenzaban a hacer preguntas preocupantes, y Lúculo no había tenido más remedio que decirles que había enviado a buscarla a Misenum y que el enviado había regresado a toda velocidad a comunicarle que había desaparecido.
Transcurrió casi un mes hasta que Lúculo abandonó la desesperada búsqueda efectuada en unas cuantas millas a la redonda de la villa de Misenum y en todos los bosques y arboledas entre Neápolis y Sinuessa. La esposa de Sila se había esfumado. Igual que sus alhajas.
– Robada y asesinada -dijo Varrón Lúculo.
Su hermano (que tenía ciertas reservas incluso con él) no dijo nada. Tenía tanta suerte como Sila, pensó, pues el mismo día del funeral ya se le había ocurrido pensar el peligro que podía representar Valeria Mesala. Ella sabia muchas cosas de él, mientras que él no sabía nada de ella, y hubiera tenido que matarla. ¡Era providencial que alguien se le hubiese adelantado! La fortuna le favorecía.
La desaparición de Metrobio no le atañía lo más mínimo de habérsela planteado, cosa que no había hecho. En Roma había actores afeminados de sobras para cubrir la vacante. Le preocupaba mucho más el hecho de que ya no podría disfrutar sin freno de las niñas sin madre. ¡Cómo echaría de menos Misenum!