No habían transcurrido dos meses cuando Sila decidió que Roma se había adaptado satisfactoriamente a sus actividades de proscripción. La matanza era algo más sutil que la emprendida por Mario en los días de su séptimo consulado; no corría tanta sangre por las calles de la ciudad, y no había cadáveres amontonados en el Foro. Había prohibido los ritos funerarios y el entierro de los proscritos, y los muertos eran arrastrados de un gancho por el esternón hasta el Tíber, al que eran arrojados. Sólo las cabezas se amontonaban en el Foro, en torno al estanque de la fuente pública llamada de Servilio.
Respecto al monto de los bienes confiscados por el Estado y su administrador Crisógono, se dictaron algunas leyes más: las viudas de los proscritos no podían volver a casarse, y las máscaras de cera de Cayo Mario, su hijo, Cinna y sus antepasados, ni de ningún otro proscrito y sus antepasados, podían exhibirse en los funerales familiares.
La casa de Cayo Mario había sido vendida en subasta a Sexto Perquitieno, nieto del que había acumulado la fortuna de dicha familia y vecino de Mario; ahora servía de anexo para guardar las obras de arte del citado Perquitieno.
En las primeras subastas presididas por Crisógono los bienes de los proscritos fueron a parar a los mejores postores a precios corrientes de mercado, pero no había mucho dinero para comprar, y en la décima subasta los precios comenzaron a descender rápidamente. Fue en ese momento cuando Marco Craso comenzó a pujar; se valía de una buena artimaña: en vez de aspirar a los mejores bienes en oferta, se concentraba en los menos apetecibles, que lograba adjudicarse por poco dinero. Las actividades de Lucio Sergio Catilina eran más descaradas, pues se dedicaba a informar a Crisógono de actos de traición o de comentarios subversivos, y así logró que su hermano Quinto fuese declarado proscrito, y consiguió que también lo fuese su cuñado Cecilio. El hermano fue desterrado, pero el cuñado murió y Catilina solicitó del dictador una ley especial para poder heredar, arguyendo que en ninguno de los dos casos figuraba en el testamento ni tenía herederos directos, y que los dos proscritos tenían hijos varones. Al concedérselo Sila, Catilina se hizo inmensamente rico sin gastar un solo sestercio en las subastas.
Por lo tanto, fue en un ambiente doblemente frío cuando Sila celebró su triunfo el último día de enero. El pueblo acudió en masa a vitorearle, pero los caballeros se quedaron en sus casas, tal vez temiéndose que si Sila o Crisógono veían sus caras, acabarían en la próxima lista de proscritos. El dictador mostró en el desfile los despojos y tributos de Asia y del rey Mitrídates, con toda clase de artimañas para ocultar el hecho de que el término de la guerra había sido tan rápido como prematuro, y que, en consecuencia, el botín era decepcionante considerando la riqueza del enemigo.
Al día siguiente, Sila hizo una exposición más que un triunfo, mostrando lo que había confiscado al hijo de Mario y a Carbón, y tuvo buen cuidado de informar a los espectadores de que aquellos artículos serían devueltos a los templos y a los particulares a quienes habían sido arrebatados. Aquel día, los antiguos desterrados, como Apio Claudio, Pulcher, Metelo Pío, Varrón Lúculo y Marco Craso, desfilaron no como senadores de Roma, sino como exiliados rehabilitados, aunque Sila les evitó la indignidad de tener que ponerse el gorro de la libertad, tocado de los libertos.
Dominar a Pompeyo resultó más difícil que acostumbrar a Roma a las proscripciones, y Sila lo supo el día anterior a la celebración de su triunfo. Pompeyo no había hecho caso de las instrucciones del dictador y había zarpado de Africa con todo su ejército. En la carta que le envió desde Tarentum le decía que sus soldados se habían negado a dejarle embarcar sin que le acompañasen, y que no había podido impedirlo (sin explicar cómo tenía tantas embarcaciones para cinco legiones más y los dos mil soldados de caballería). Y al final de la misiva volvía a insistir en su deseo de celebrar un triunfo.
El dictador envió un correo urgente a Tarentum, comunicándole por segunda vez la negativa a tan ansiado triunfo, y el mismo correo regresó con una carta en la que el joven lamentaba la actitud reacia de su ejército, reacción que le era imposible impedir. ¡Aquellos desobedientes soldados estaban empeñados en que su querido general celebrase el bien merecido triunfo! Si el dictador seguía negándose, mucho temía que sus desobedientes soldados tomaran la iniciativa y decidiesen marchar hacia Roma. Él, naturalmente, haría cuanto pudiese por evitarlo.
Una segunda carta envió Sila al galope por la vía Apia a Tarentum, con la tercera negativa. NADA DE TRIUNFO. Y esto ya debió de parecer demasiado rotundo, pues las seis legiones de Pompeyo con los dos mil soldados de caballería se dispusieron a emprender la marcha hacia Roma. Y su querido general les acompañaba, manifestando en otra carta a Sila que lo hacía únicamente para impedir que sus hombres cometiesen actos de los que después pudieran arrepentirse.
El Senado se había enterado secretamente de todas las etapas de este duelo de voluntades, horrorizado por las pretensiones de aquel caballero de veinticuatro años, y había emitido un senatus consultum apoyando todas las órdenes y negativas de Sila. Por ello, cuando Sila y el Senado supieron que Pompeyo y su ejército habían llegado a Capua, la resistencia creció. Estaban ya a finales de febrero, en medio de grandes nevadas, el campo de Marte estaba ya lleno de otras tropas -dos legiones de Lucio Licinio Murena, ex gobernador de la provincia de Asia y de Cilicia, y dos legiones de Cayo Valerio Flaco, ex gobernador de la Galia Transalpina. Ellos dos si a punto de celebrar un triunfo.
Inmediatamente después de la inevitable carta ordenando a Pompeyo detenerse en Capua (e informándole de que el campo de Marte estaba ocupado por cuatro legiones veteranas), el dictador salió de Roma en dirección a Capua. Le acompañaban los cónsules Decula y Dolabela el viejo, el pontífice máximo Metelo Pío, el príncipe del Senado Flaco, el mestre ecuestre, una escolta de lictores y ninguna tropa.
Pompeyo recibió la carta de Sila antes de que pudiera abandonar Capua, y la noticia de que cuatro aguerridas legiones estaban acampadas en las afueras de Roma le hizo desistir de emprender la marcha. No era su intención luchar contra Sila, y la supuesta marcha era una urgencia cuyo único propósito era conseguir un triunfo; y la noticia de que el dictador tenía a su disposición cuatro legiones curtidas en combate le cayó como un jarro de agua fría. Claro que era una fanfarronada, pero, ¿lo pensaría así Sila? ¡Ni mucho menos! ¿Cómo iba a imaginárselo? Para él aquella marcha era como una repetición de la que él mismo había emprendido el año en que había sido cónsul. Y Pompeyo tuvo miedo.
Y cuando llegó la noticia de que el propio Sila llegaba a Capua sin ejército, se apresuró a salir a toda prisa del campamento y cabalgar al galope por la vía Apia, también sin tropas. Las circunstancias de la entrevista no fueron muy distintas a las del primer encuentro entre los dos en el vado del río Calor. Pero en esta ocasión Sila no estaba beodo, aunque sí, evidentemente, montaba una mula. Iba ataviado con la toga praetexta bordada en púrpura, y le precedían los veinticuatro lictores con túnica carmesí y cinturón de cuero negro con aplicaciones de bronce, portando las siniestras hachas en los fasces. Detrás del dictador marchaban otros treinta lictores -doce de Decula, doce de Dolabela y seis del mestre ecuestre que tenía categoría de pretor-. Con ello, el acontecimiento era de mucho mayor relieve que la escena del río Calor y más en consonancia con las primitivas fantasías del pobre Pompeyo.
Pero era evidente que Pompeyo se había crecido en los veinticuatro meses transcurridos desde su primer encuentro con Sila; había dirigido una campaña coordinada con Metelo Pío y con Craso, otra en Clusium con Sila y Craso, y una tercera completamente solo fuera de Italia. Por ello no se anduvo con reparos para revestir su mejor coraza sobredorada, que brillaba casi tanto como su caballo público ricamente enjaezado. La comitiva del dictador venía a pie, y Pompeyo, para no desentonar, desmontó.
Sila llevaba la corona de hierba, agria indirecta para Pompeyo que aún no había ganado ninguna, ni tampoco una corona cívica (puestos a decirlo). Pese a la ridícula peluca y su rostro lleno de cicatrices, el dictador conservaba su majestuosa imagen autoritaria. Y Pompeyo lo advirtió inmediatamente. Los lictores se colocaron doce en fila a cada lado de la calzada de modo que el bronceado joven caminase entre ellos al encuentro con Sila, que se había detenido, dejando el séquito unos pasos detrás de él.
– ¡Ave, Pompeyo Magnus! -exclamó Sila, alzando la mano derecha.
– ¡Ave, dictador de Roma! -respondió con fuerte voz Pompeyo, lleno de alegría al ver que Sila le daba en público el tercer nombre que él mismo se había atribuido. ¡Ahora era ya oficialmente Pompeyo el Grande!
Se besaron en la boca con mutuo desagrado, y los lictores, siempre en vanguardia, se dirigieron despacio en dirección al campamento de Pompeyo, seguidos del resto.
– ¡Estás dispuesto a admitir que soy grande! -dijo Pompeyo encantado.
– El sobrenombre ha hecho carrera, igual que el de joven carnicero.
– Mi ejército está decidido a que celebre mi triunfo, Lucio Cornelio.
– Tu ejército no tiene ningún derecho a tomar esa decisión, Cneo Pompeyo Magnus.
– ¿Y qué puedo hacer? -exclamó él, abriendo los poderosos brazos pecosos-. ¡No me hacen ni caso!
– ¡Bah! -le espetó Sila-. Sin duda comprenderás, Magnus, que después de cuatro cartas (contando la primera que recibiste en Utica) has demostrado bastante incompetencia para dominar a tus tropas.
– ¡Es una crítica injusta! -exclamó Pompeyo, ruborizándose y frunciendo su boca pequeña.
– No. En absoluto. Lo has admitido tú mismo en tres cartas seguidas.
– ¡No quieres entenderme! -añadió Pompeyo, rojo como una amapola-. La tropa reacciona así porque me quiere.
– Te quiera o te odie, la insubordinación es insubordinación. Si yo fuese su comandante la diezmaría.
– Se trata de una insubordinación inofensiva -protestó Pompeyo sin convicción.
– No hay insubordinación inofensiva, y bien lo sabes. Estás amenazando al dictador legal de Roma.
– No es una marcha sobre Roma, Lucio Cornelio, sino una marcha hacia Roma, ¡que es muy diferente! -arguyó Pompeyo-. Mis hombres sólo quieren ver que se me concede lo que merezco.
– Lo que tú mereces, Magnus, es lo que yo decida concederte como dictador de Roma. Tienes veinticuatro años y no eres senador. Me he dignado dirigirme a ti con un estupendo apelativo que sólo puede mejorarse con el superlativo de Maximus y nada más, si no se degrada con el de parvus, minutus o incluso pusillus -replicó Sila.
Pompeyo se detuvo en medio de la calzada y se le quedó mirando; la comitiva no atinó a detenerse hasta que se encontró a una distancia desde la que podían oír lo que decían.
– ¡Quiero un triunfo! -exclamó Pompeyo, dando una patada en tierra.
– ¡Y yo te digo que no! -replicó Sila en el mismo tono.
El ancho rostro acalorado de Pompeyo se contrajo, y los finos labios se retrayeron, mostrando sus blancos dientes.
– Harías bien en recordar, Lucio Cornelio, dictador de Roma, que mucha más gente adora al sol naciente que al que está en el ocaso.
Por algún motivo que los asombrados oyentes no pudieron determinar, Sila lanzó una carcajada y no paró de reír hasta que se le saltaron las lágrimas, palmeándose repetidamente los muslos y desbaratándose casi totalmente los pliegues de la toga recogida en el brazo izquierdo, que comenzó a caer ya arrastrar por el suelo.
– ¡Ah, de acuerdo! -dijo con voz entrecortada cuando pudo articular palabra-. ¡ Celebra el triunfo! ¡ No te quedes parado, Magnus, bobo! -añadió, aún entre temblores de hilaridad-. ¡Ayúdame a recoger la túnica!
– Eres un perfecto necio, Magnus -dijo Metelo Pío a Pompeyo cuando estuvieron a solas.
– Pues yo creo que he sido listo -replicó él con aire satisfecho.
El Meneitos, que no era cónsul a pesar de tener la cuarentena bien cumplida, llevaba bien su edad. Su pelo castaño rizado comenzaba a encanecer en las sienes, y sólo tenía unas atractivas arrugas en las comisuras de los párpados de sus ojos castaños. A pesar de ello, junto a Pompeyo quedaba ensombrecido; y lo sabía, con más tristeza que envidia.
– No has sido nada listo -añadió, contento al ver que los claros ojos azules le miraban incrédulos-. Yo conozco a nuestro amo mucho mejor que tú, y puedo decirte que él es más inteligente que nosotros dos juntos. Si tiene algún defecto es un defecto de genio, no de carácter. Y ese defecto no afecta lo más mínimo a su gran inteligencia. Ni tampoco a la gran habilidad de sus actos, como persona o como dictador.
Pompeyo lanzó una especie de bufido despectivo.
– ¡Oh, Pío, no digas tonterías! ¿A qué defecto de Sila te estás refiriendo?
– A su sentido del ridículo, por supuesto. Mejor lla… lla… llamarlo así que sentido del hu… hu… humor -dijo el Meneitos turbado, al ver que volvía a incurrir en su tartamudeo, y deteniéndose un instante para domeñar su lengua-. Me refiero a cosas así como nombrarme pontífice máximo a mi, que tartamudeo. A él le encantan esa clase de bromas.
Pompeyo forzó un gesto de aburrimiento.
– No sé dónde quieres ir a parar, Pío. ¿Qué tiene que ver conmigo?
– ¡Magnus, Magnus! ¡Se ha estado riendo de ti! Ya lo creo que tiene que ver contigo. El siempre ha querido que celebrases el triunfo. ¿A él qué más le da tu edad o tu calidad de caballero? Eres un héroe militar, y él procura exaltarlos al máximo; pero quería comprobar cuánto lo ansiabas y hasta dónde eras capaz de llegar para conseguirlo. No hubieras debido caer en la trampa. Ahora ya te tiene clasificado mentalmente y sabe que tu valentía es casi igual a tu orgullo, y no digamos a tu ambición. Casi. Pero se ha dado cuenta de que a la hora de la verdad no aguantas.
– ¿Qué quieres decir con que no aguanto?
– Sabes muy bien lo que quiero decir.
– ¡Iba a marchar sobre Roma!
– ¡Bah! -replicó el Meneítos sonriente-. Marchabas hacia Roma. Tú mismo lo dijiste. Y te creo. Y Sila también.
Turbado, Pompeyo le miró enfurecido, pero sin saber qué replicar.
– Mi triunfo lo he conseguido -dijo.
– Claro, pero te ha hecho pagar un precio que te hubieras ahorrado de haber sabido actuar.
– ¿Precio? ¿Qué precio? -inquirió Pompeyo, meneando enérgicamente la cabeza como un animal al que no cesan de molestar-. Pío, hoy no haces más que hablar en acertijos.
– Ya lo verás -añadió el Meneitos en tono agorero.
Y Pompeyo lo vio, pero sólo el mismo día de su triunfo. Era evidente, pero el inconveniente era que su entusiasmo nublaba su percepción. La fecha del triunfo se fijó para el doce de marzo. El sexto día de marzo, Cayo Flaco, ex gobernador de la Galia Transalpina, celebró el triunfo por sus victorias sobre las tribus galas rebeldes; y el nueve de marzo, Murena, ex gobernador de la provincia de Asia, celebró el suyo por las victorias en Capadocia y el Ponto. Así, cuando llegó el día del triunfo de Pompeyo, Roma ya estaba harta de desfiles, y a ver a Pompeyo acudió algo de gente, pero no la muchedumbre habitual. El desfile de Sila había sido una apoteosis, el de Flaco, regular, algo decaído el de Murena y el de Pompeyo francamente deslucido. Nadie conocía su nombre, nadie sabía de su juventud y su extraordinario físico y a nadie le interesaba. ¿Otro triunfo? ¡Vaya…!, dijeron los romanos.
De todos modos, Pompeyo lo inició bastante animado en su punto de origen en la Villa Pública: correría la voz y la gente acudiría corriendo de todas partes; cuando doblase la esquina del circo Máximo para entrar en la vía Triumphalis, toda Roma tendría que estar congregada para verle. Su desfile no desmerecía en casi nada: lo abrían magistrados y senadores, músicos y danzantes, los carros con el botín y planchas con dibujos de episodios de la campaña. Los sacerdotes y las víctimas para el sacrificio -todos animales blancos y machos-, los cautivos y rehenes y, finalmente, el general en su carro de guerra con su ejército detrás.
El ropaje de Pompeyo era impecable: la toga púrpura, profusamente bordada en oro, la corona de laurel, la túnica bordada con palmas y la ancha banda púrpura. Pero ¡nada de pintarse la cara de rojo con minium! Era fundamental para sus planes que Roma viese su juventud y buen físico para que recordase aquel rostro y su parecido con Alejandro Magno. Si el rostro quedaba enmascarado por una mancha color ladrillo, no se sabría qué edad tenía. ¡Nada de minium!
No obstante, la cara limpia no constituyó la principal diferencia entre el desfile de Pompeyo y el de cualquier otro general triunfante, sino los animales que arrastraban el antiguo carro triunfal de cuatro ruedas que montaba el homenajeado. En lugar de los habituales caballos blancos gemelos, él dispuso cuatro enormes elefantes africanos, capturados de su propia mano en Numidia. Cuatro amaestradores se habían dedicado a la doma día tras día -en Utica y Tarento, en la vía Apia y en Capua- de los reacios paquidermos, logrando que se doblegasen a la misión de arrastrar aquella ligera carga. Y había sido una verdadera hazaña, gracias a la cual Pompeyo había podido desfilar con el carro tirado por elefantes. Su compañero en el carro no conducía, solamente lo dirigía mediante unas vistosas riendas unidas a los ricos arneses de los enormes animales, que obedecían a los domadores, sentados entre los gigantescos y rugosos hombros de las parejas de proboscideos a cuatro metros del suelo. Cuando se corriera la voz -¡y se correría rápidamente!- la multitud llenaría el recorrido del desfile para contemplar aquello: el nuevo Alejandro en un carro tirado por los animales que Roma consideraba más sagrados. ¡ ¡ Elefantes!! ¡ Elefantes gigantescos con orejas grandes como velas y colmillos de dos metros!
El itinerario del desfile discurría desde la Villa Pública en el campo de Marte, a través de una vía estrecha bordeada de villas y casas de viviendas que rodeaba el pie de la colina Capitolina y llegaba a las murallas servianas por debajo de los farallones a pico del lado oeste de la colina, y allí estaba la puerta Triumphalis por la que el cortejo entraba en la ciudad. Como el de Pompeyo era el tercer triunfo en seis días, senadores y magistrados estaban más que hartos de repetir el protocolo, y el primer grupo que aguardaba era más bien modesto y decidido a ir a buen paso. A tenor de ello, músicos, danzarines, carros, placas, sacerdotes, animales para el sacrificio, cautivos y rehenes comenzaron a caminar aprisa, y Pompeyo, llevado al paso cachazudo de los elefantes, no tardó en quedarse rezagado.
Por fin el carro llegó a la puerta triunfal y se detuvo en seco. El ejército -sin espadas ni lanzas, pero con palos cubiertos con laurel- hizo lo propio. Como el carro triunfal era una antigualla de la época etrusca, resultaba mucho más bajo que el tradicional de dos ruedas, que aún utilizaban algunas tribus galas, y Pompeyo no podía ver lo que sucedía más adelante de las imponentes grupas enjaezadas de los elefantes. Al principio, simplemente se impacientó irritado, pero al ver que aquello no volvía a ponerse en marcha, envió al palafrenero a que viera qué sucedía.
El hombre volvió con gesto de espanto.
– ¡Triumphator, los elefantes son muy grandes y no pasan por la puerta!
Pompeyo se quedó con la boca abierta; sintió un picor y el sudor corriéndole por la frente.
– ¡Bah! -exclamó.
– ¡De verdad, triumphator, no caben! -insistió el hombre.
Pompeyo se apeó del carro con toda majestad, arrastrando sus vestiduras oro y púrpura, y hacia la puerta se fue. En ella, los domadores de los dos paquidermos en cabeza se miraban estupefactos, hasta que vieron que llegaba Pompeyo.
– La abertura es muy pequeña -dijo uno de ellos.
Mientras caminaba hacia la puerta, Pompeyo ya había desenganchado mentalmente a los elefantes, haciéndolos pasar uno por uno al otro lado, pero ahora veía lo que le era imposible ver desde el carro: no era un problema de anchura sino de altura. La abertura única por la que se autorizaba a entrar al desfile triunfal era de anchura suficiente para permitir el paso de un ejército formado en fila de ocho en fondo, y hasta para que entrase un carro tirado por cuatro caballos o una gran carroza, pero no lo bastante para que cupiera la cabezota de un elefante africano, pues el dintel que la remataba, empotrándose en el farallón de la colina Capitolina, no pasaba de la altura del lomo de los paquidermos.
– Bien -dijo muy seguro de sí mismo-, quitadles los arneses y que pasen uno tras otro agachando la cabeza.
– ¡Para eso no les hemos amaestrado! -objetó horrorizado uno de los domadores.
– ¡Como si no están amaestrados para cagar por el ojo de una aguja! -gritó Pompeyo, ya con el rostro del color del minium-. ¡Hacedlo!
El primer elefante se negó a agachar la cabeza.
– ¡Obligadle a ello tirando de la trompa! -gritó Pompeyo.
Pero, ni tirándole de la trompa, ni sentándole un hombre en los colmillos, hubo manera de hacerle bajar la cabeza; y el animal comenzó a irritarse, contagiando con su inquietud a los otros tres que seguían enganchados al carro, y que empezaron a recular, amenazando con aplastar con el carro al grupo de vexilarios revestidos con pieles de león que iban inmediatamente detrás.
Mientras los domadores no cejaban en sus esfuerzos por obedecerle, Pompeyo permanecía en pie, profiriendo todas las obscenidades cuartelarias de su léxico y lanzando toda suerte de amenazas a los pobres domadores. En vano: los elefantes eran demasiado grandes y se negaban a pasar por la puerta.
Había transcurrido más de una hora cuando llegó Varrón a ver qué sucedía. Él había caminado con el resto de los senadores en cabeza del cortejo, y le bastó una ojeada para entender la situación. Le entraron ganas de echarse al suelo muerto de risa, pero le retuvo la mirada asesina que le dirigió Pompeyo.
– Envía a Scapius con unos hombres al Stabulae para que traigan caballos -dijo en tono estoico-. ¡Vamos, Magnus, déjate de rabietas y piensa! El cortejo ha llegado al Foro y nadie sabe que tú estás atascado aquí. ¡Sila aguarda en el basamento del templo de Cástor cada vez más impaciente, y los que sirven las mesas en el templo de Júpiter Stator comienzan a mesarse los cabellos!
Pompeyo, en vez de contestar, rompió a llorar y se sentó en el polvo con todos sus atavíos triunfales. Y fue Varrón quien ordenó que fuesen a buscar los caballos y desenganchasen los elefantes. En éstas, a la escena se habían sumado varios jardineros que venían del mercado por la vía Recta y que, armados de palas y carretillas, se disponían a recoger lo que estaba considerado el mejor abono del mundo, y, sorteando sin temor las enormes patas de los proboscídeos, iban recogiendo los montones de aquellos boñigos del tamaño de quesos de Arpino. Sólo la prisa y la conmiseración habían impedido que Varrón se echase a reír, en medio de los gritos y voces que lanzaban los domadores, que al final lograron irse con sus animales hacia el forum Holitorium, para no hacerlos regresar por donde habían venido por hallarse la vía repleta con las seis legiones.
Entretanto, la primera parte del cortejo se había detenido en el Foro, frente a la imponente fachada jónica del templo de Cástor y Pólux, en lo alto del cual presidía Sila sentado con su mestre ecuestre, los dos cónsules y amigos y familiares. La cortesía consuetudinaria requería que el triunfador fuese el personaje más relevante del desfile y la fiesta, por lo que aquellos próceres no participaban en el desfile ni asistían a la fiesta.
Todos estaban nerviosos, y además hacía frío. Era un buen día, pero soplaba un cortante viento norte, y el sol del bajo Foro no tenía fuerza para derretir los carámbanos de hielo que colgaban de los aleros de los templos. Finalmente regresó Varrón, quien subió de dos en dos los escalones del templo de Cástor y se inclinó al oído de César. Del grupo de íntimos brotó una carcajada, y Sila, sin dejar de reír, se levantó y avanzó unos pasos para dirigirse a los curiosos.
– ¡Esperad un poco más, que ya llega nuestro triunfador! -gritó-. ¡Había decidido mejorar el desfile sustituyendo los caballos del carro por elefantes, pero los elefantes no cabían por la puerta Triumphalis y ha tenido que cambiarlos por caballos! -Una pausa-. ¡Ah, cómo me hubiera gustado estar allí para verlo!
A sus últimas palabras siguió una risita generalizada y risas descaradas de los allegados a Pompeyo: Metelo Pío, Varrón Lúculo y Craso.
– No sé si os dais cuenta que es difícil ofender a Sila -comentó Metelo Pío a los que estaban a su lado-. He advertido infinidad de veces que posee cierto exclusivismo con la Fortuna y no necesita empeñarse en humillar a un adversario. Es la diosa la que se encarga de ello en nombre de su favorito.
– Lo que no comprendo -añadió Varrón Lúculo, frunciendo el ceño- es por qué Pompeyo no midió previamente la puerta; porque hay que reconocer que él es la eficiencia personificada.
– Hasta que sus fantasías le nublan la razón -añadió Varrón, que estaba sin aliento por haber venido corriendo desde la puerta Triumphalis y subir a toda prisa la escalinata-. Tan empeñado estaba en aparecer con los malditos elefantes, que ni pensó que pudiese fallar algo. Pobre Magnus, estaba desesperado.
– A mí me da pena -dijo Varrón Lúculo.
– A mí también, ahora que le he demostrado lo que quería decirle -añadió Metelo Pío, mirando de hito en hito al acalorado Varrón-. ¿Cómo se lo ha tomado?
– Se le habrá pasado cuando llegue al Foro -contestó Varrón, omitiendo discretamente el desconsolado llanto.
Efectivamente, Pompeyo concluyó el desfile con gracia y dignidad, aunque no podía negarse -ni él podía borrarlo de su mente- que el hiato de dos horas le había restado brillantez. Tampoco había acudido mucha gente a verle; ¡claro, los caballos no podían compararse con elefantes! Y menos aquellos pencos que le había traído Scaptius.
Hasta que no entró en el templo de Júpiter Stator para celebrar la fiesta, no dio en pensar lo que se habían divertido a costa de su fiasco hombres con influencia en Roma. Lo peor había comenzado, en realidad, a la bajada del Capitolio al finalizar el triunfo, al encontrarse, al pie de la columna de Escipión el Africano, con un grupo que se reía a mandíbula batiente, y, que nada más llegar a su altura, se había apartado de la columna para dejarle ver lo que algún ingenioso había escrito con tiza y enormes letras en el pedestal:
Este enaltecido africano
vio lo sublime de los elefantes.
El mierda del joven Carnicero
¡vio que no le cabían!
En el templo de Júpiter Stator fue aún peor. Algunos invitados se contentaban con pronunciar con retintín la palabra «Magnus» cuando se dirigían a él, pero otros simulaban pronunciarla defectuosamente y decían «Magus» en alusión a los brujos de Oriente. Pocos se mantuvieron corteses, como Metelo Pío y Varrón Lúculo; algunos amigos y parientes suyos enconaron la situación al indignarse y querer agredir a los burlones, y otros, como Catulo y Hortensio, brillaron por su ausencia.
Pompeyo, sin embargo, trabó una nueva amistad: nada menos que el desaparecido sobrino del dictador, Publio Cornelio Sila, que le presentó Catilina.
– No sabía que Sila tuviera un sobrino -dijo Pompeyo.
– Ni él -añadió el propio Publio Sila sonriente-. Y, a decir verdad, tampoco yo lo sabía hasta hace poco -añadió.
Catilina se echó a reir.
– ¡Es la pura verdad! -comentó al perplejo Pompeyo.
– Explícamelo -dijo éste, satisfecho de oír una carcajada que no fuese a costa suya.
– Me he criado creyendo que era hijo de Sixto Perquitieno -dijo Publio Sila -, y he vivido siempre junto a la casa de Cayo Mario. Al morir mi abuelo y heredar mi padre, nadie sospechaba la verdad, pero mi padre era amigo de Cinna, y, cuando comenzaron a poner en los rostra las listas de proscritos, él esperaba que apareciese su nombre en una de ellas en cualquier momento. Y murió abrumado por la congoja.
Lo había dicho con tal naturalidad, que Pompeyo supuso justamente que no existía cariño entre padre e hijo; cosa nada extraña, teniendo en cuenta que toda Roma detestaba al anciano Sexto Perquitieno.
– ¡Qué me dices! -exclamó Pompeyo.
– Me enteré de quién era al fisgar en un arca de documentos de mi abuelo -añadió Publio Sila- y encontrar el certificado de adopción. Resulta que mi padre había sido adoptado por mi abuelo antes de que naciera mi tío el dictador, que no sabía que tenía un hermano mayor. En fin, consideré que lo mejor era llevar a mi tío el documento antes de que apareciera mi nombre en una lista de proscritos.
– Pues sí que tienes un cierto parecido con Sila -dijo Pompeyo sonriente-, así que me imagino que no te costaría convencerle.
– ¡En absoluto! ¿Verdad que es una suerte? -dijo feliz Publio Sila-. Ahora tengo la fortuna de Perquitieno, estoy a salvo de proscripción y seguramente heredaré algo de los millones de mi tío el dictador.
– ¿Tú crees que pensará en ti para una posible sucesión?
La pregunta provocó una risita en el achispado Publio Sila.
– ¿Yo? ¿Sucesor de Sila? ¡No, por los dioses! ¡Yo, querido Magnus, no tengo ninguna ambición política!
– ¿Eres ya senador?
Catilina aprovechó la pregunta.
– Sila nos manda a los dos asistir a las reuniones del Senado, pero aún no nos ha nombrado oficialmente senadores. Publio Sila y yo hemos pensado que te vendría bien que hubiera gente joven y hemos venido a comer algo y darte ánimos.
– Me alegro mucho de que hayáis venido -dijo Pompeyo.
– No consientas que esos puritanos altaneros del mos maiorum te rebajen -dijo Catilina, dándole una palmada en la espalda-. A nosotros nos ha complacido muchísimo ver que una persona joven celebraba un triunfo. No tardarás en entrar en el Senado; te lo prometo. Sila quiere llenarlo con hombres que a esos estirados no les gustan.
De pronto, Pompeyo se puso furioso.
– ¡Por lo que a mí respecta -dijo entre dientes-, el Senado puede irse a la mierda! ¡Yo sé lo que quiero hacer de mi vida, y no entra en mis planes ser senador! ¡Antes de plegarme al Senado (o entrar en él) quiero demostrar que no puede impedir que acceda a un cargo o al mando un hombre relevante que lo desee; un caballero, aunque no sea senador!
Catilina enarcó una de sus negras y finas cejas, pero Publio Sila no pareció advertir el gesto.
Pompeyo miró a su alrededor y sonrió encantado, olvidando su arrebato.
– ¡Ah, ahí está, solo en la camilla! ¡Venid a comer conmigo y mi cuñado Memmio, un hombre estupendo!
– Deberías hacerlo con esos estirados que se han dignado acudir -dijo Catilina-. Nos hacemos cargo si te unes a Metelo Pío y sus amigos. Nosotros nos quedamos con Cayo Memmio y nos sentiremos más felices que dos viejos peripatéticos discutiendo sobre la casuística del ombligo.
– Es la fiesta de mi triunfo y puedo comer con quien quiera -replicó Pompeyo.
A principios de abril, Sila publicó una lista de doscientos nuevos senadores, y dijo que nombraría más en los meses siguientes. El primer nombre era el de Cneo Pompeyo Magnus, quien fue a verle inmediatamente.
– ¡No quiero entrar en el Senado! -le dijo airado.
Sila se le quedó mirando perplejo.
– ¿Por qué? ¡Yo pensaba que habrías sido capaz de hacer cualquier cosa por entrar!
Contuvo la ira, impulsado por el instinto de conservación al darse cuenta de que Sila advertiría que era muy distinto a como él creía; trabajo le había costado fingir una personalidad ante Sila. «¡Prudencia, Magnus! ¡Tranquilízate y reflexiona! Halla un motivo que a Sila le parezca acorde con tu personalidad!»
– Está motivado por la lección que me diste con ese maldito triunfo -dijo, con un suspiro, mirando a Sila con ojos de joven atolondrado-. Desde entonces he reflexionado mucho, Lucio Cornelio, y creo que soy demasiado joven y poco formado. Deja que acceda yo al Senado por cuenta propia a su debido tiempo, te lo ruego. Si entro ahora, se reirán de mí durante años.
«Cosa que es bien cierta -pensó-; no pienso entrar en una institución para que esos vejestorios se burlen de mí. Entraré allí cuando a los senadores les tiemblen las rodillas cada vez que me vean.»
– Como quieras, Magnus -replicó Sila, satisfecho.
– Gracias; prefiero que sea así y esperar a haber hecho algo que borre el recuerdo de los elefantes. Un buen cuestorado cuando tenga treinta años, por ejemplo.
Aquello era un tanto excesivo; los ojos claros dejaban escapar un reflejo irónico, como si profundizasen en la personalidad de Pompeyo más de lo que él quería.
– ¡Muy buena idea! -se contentó con decir Sila-. Tacharé tu nombre de la lista y la pasaré a la Asamblea del Pueblo para que la ratifiquen. Voy a hacer que el pueblo ratifique todas las leyes importantes, y ésta va a ser la primera. Pero, de todos modos, quiero que estés mañana en la cámara. Quiero que todos mis legados de la guerra estén presentes en la inauguración. No faltes.
Pompeyo no faltó.
– Comenzaré hablando de Italia y los itálicos -dijo el dictador con potente voz-. De acuerdo con mi promesa a los dirigentes itálicos, procuraré que todos ellos queden inscritos debidamente como ciudadanos romanos, distribuidos de forma equitativa entre las treinta y cinco tribus. No permitiré que se intente de nuevo engañar a los itálicos para que participen en los comicios secuestrando sus votos únicamente en unas cuantas tribus. He dado mi palabra y la cumpliré.
Sentados uno junto a otro en la grada del medio, Hortensio y Catulo intercambiaron una mirada significativa; ellos no eran partidarios de que concediera tal privilegio a gente que, en definitiva, no llegaba a la altura del zapato de un romano.
Sila se rebulló en su silla curul.
– Lamentablemente, me es imposible cumplir la promesa de distribuir a los libertos en las treinta y cinco tribus, y tendrán que seguir inscritos en las tribus urbanas esquilina o suburana. Hago esto por un motivo concreto: garantizar que el que sea propietario de miles de esclavos no pueda caer en la tentación de manumitir a muchos de ellos sobrecargando las tribus rurales con clientes libertos.
– ¡Qué viejo zorro este Sila! -comentó Catulo a Hortensio.
– No se le escapa una -musitó Hortensio-. Debe de haberse enterado de que Marco Craso está acumulando esclavos, ¿no te parece?
Sila siguió hablando de ciudades y tierras.
– Brundisium, que me trató a mí y a mis hombres con el debido honor, será recompensada quedando exenta de derechos de fielato e impuestos.
– ¡Uf! -exclamó Catulo-. ¡Con ese decreto, Brundisium se convertirá en el puerto más famoso de Italia!
El dictador prosiguió mencionando distritos que recibían recompensa, y los muchos más numerosos que eran castigados; Praeneste era el más afectado, aunque en el caso de Sulno la represalia era ser arrasado, mientras que Capua recuperaba su antigua condición y al mismo tiempo perdía hasta el último iugerum de sus tierras, que pasaban a engrosar el ager publicus romano.
– …a Quinto Lutacio Catulo, mi leal partidario, encomiendo la reconstrucción del templo de Júpiter Optimus Maximus del Capitolio -añadió, con una sonrisa que dejó al descubierto sus encías vacías, al tiempo que un brillo desdeñoso cruzaba sus ojos-. La mayor parte de los fondos procederán de las rentas producidas por el nuevo ager publicus de Roma, pero espero también, querido Quinto Lutacio, que los complementes de tu propia bolsa.
Catulo permanecía boquiabierto y pasmado; era el modo del que se valía Sila para castigarle por haberse quedado tranquilamente en Roma durante los años de Cinna y Carbón.
– Nuestro pontífice máximo, Quinto Cecilio Metelo Pío, restaurará el templo de Ops, dañado por el mismo incendio -añadió el dictador sin elevar el tono-. No obstante, esta obra correrá a cargo del erario público, ya que Ops es el símbolo de la riqueza pública de Roma. Por consiguiente, quiero que el pontífice máximo vuelva a consagrar el templo una vez concluidas las obras.
– ¡Eso sí que será divertido! -comentó Hortensio.
– Ya he publicado una lista con los doscientos nombres de quienes he nombrado senadores -prosiguió Sila-, si bien Cneo Pompeyo Magnus me ha comunicado que no desea incorporarse al Senado de momento, y he eliminado su nombre.
Aquello causó cierto revuelo y todos los ojos se volvieron hacia Pompeyo, que estaba solo sentado junto a la puerta, muy tranquilo y sonriente.
– Pienso añadir unos cien senadores más para que el organismo tenga en el futuro unos cuatrocientos miembros, pues hemos perdido muchos esta última década.
– ¡No vayas a pensar que él ha matado unos cuantos, claro! -musitó Catulo a Hortensio-. ¿De dónde iba a sacar las enormes sumas que hubiera tenido que poner de su propia bolsa para reconstruir el gran templo?
– He tratado de elegir a los nuevos miembros del Senado entre las familias senatoriales -continuó Sila-, pero he incluido a caballeros que no eran de familia senatorial siempre que su estirpe honre a la institución. ¡No hay ningún advenedizo en la lista! Sin embargo, en el caso de cierta clase de senadores nuevos, he prescindido del requisito censal oficioso de un millón de sestercios en favor de antepasados familiares adecuados. Me refiero a soldados de valor excepcional. Quiero que Roma honre a estos hombres como se hacía en tiempos de Marco Fabio Buteo. En las últimas generaciones hemos hecho caso omiso de los héroes militares, ¡y quiero que eso acabe! Si un hombre gana la corona de hierba o la corona cívica, independientemente de su linaje, entrará automáticamente en el Senado. Así, esa nueva sangre a la que doy entrada en la cámara será al menos sangre valiente. Y espero que haya apellidos ilustres entre los que logren esas coronas, para que los nuevos no monopolicen la condición de valentía.
– ¡Un edicto muy popular! -gruñó Hortensio.
Pero Catulo, abrumado por aquella obligación financiera que le acababa de imponer Sila, no hizo sino poner los ojos en blanco ante el comentario de su cuñado.
– Una última cosa y daremos fin a la reunión -dijo Sila-. Todos los de la lista de nuevos senadores serán presentados a la asamblea del pueblo, patricios y plebeyos, y requeriré que los ratifiquen. Hemos terminado -añadió, poniéndose en pie.
– ¿De dónde voy a sacar el dinero? -gimió Catulo a Hortensio, mientras se apresuraban a abandonar la cámara.
– No lo busques -dijo friamente Hortensio.
– ¡No tengo más remedio!
– No tardará en morirse, Quinto. Mientras viva, recurre al engaño; y cuando muera, ¿quién se va a preocupar? Que aporte el Estado el dinero.
– ¡La culpa es del flamen dialis! -dijo Catulo furioso-. ¡El, que provocó el incendio, que pague el nuevo templo!
La sutil mente legalista de Hortensio halló aquello fuera de lugar, y frunció el ceño.
– ¡No vayas diciendo eso! Al flamen dialis no se le puede culpar por un accidente, a menos que se le haya juzgado como a cualquier otro sacerdote. Sila no ha dicho por qué ese joven al parecer ha desaparecido de Roma, pero no le ha proscrito ni se le ha acusado de nada.
– ¡Claro, es sobrino de él por matrimonio!
– Exactamente, querido Quinto.
– ¡Oh, cuñado!, ¿por qué nos preocupamos por todo esto? Hay momentos en que me dan ganas de recoger todo mi dinero, vender mis tierras y marcharme a la Cirenaica -añadió Catulo.
– Nos preocupamos porque tenemos derecho a ello por nacimiento -sentenció Hortensio.
Los nuevos senadores se reunieron dos días más tarde para escuchar de labios de Sila que iba a abolir las elecciones de censor, al menos provisionalmente; tal como iba a reorganizar las finanzas del Estado, era innecesario establecer contratas, dijo, y no sería necesario hacer ningún censo de población durante por lo menos diez años.
– Así que reconsiderad ese asunto de los censores -dijo con gesto solemne-. No es que quiera eliminar completamente a los censores.
Sin embargo, haría algo especial para los que, como él, pertenecían al patriciado.
– Desde los siglos transcurridos desde la primera sublevación plebeya -dijo-, la categoría de patricio ha ido perdiendo relevancia. La única ventaja que posee un patricio es que puede acceder a cargos religiosos vedados a un plebeyo. Y no considero que esta situación corresponda al mos maiorum tradicional. Los patricios proceden por limpio linaje de la época anterior a los reyes; y el simple hecho de que existan demuestra que sus familias han servido a Roma desde hace más de quinientos años. Por lo tanto, creo que es justo a tenor de ello que los patricios gocen de algún honor particular, secundario quizá, pero exclusivo. Por consiguiente, voy a permitir que los patricios puedan acceder al cargo curul de pretor o cónsul dos años antes que los plebeyos.
– Lo que significa, claro, que legisla a su favor -dijo el plebeyo Marco Junio Bruto a su esposa Servilia, que era patricia.
Servilia encontraba a su esposo algo más comunicativo en aquellos peligrosos días. Desde que había llegado la noticia de que su suegro había muerto en Lilibeo como consecuencia de las opera¡ciones de limpieza del perrillo del dictador, Pompeyo, Bruto estaba en ascuas. ¿Proscribirían a su padre? ¿Le proscribirían a él? Como hijo de proscrito, no podría heredar y lo perdería todo; y si le proscribían a él, perdería la vida. Pero el nombre del anciano Bruto no figuraba entre los cuarenta senadores condenados, y no había vuelto a publicarse ninguna lista de senadores desde aquella primera. Bruto esperaba que hubiese pasado el peligro; pero no estaba seguro. ¡Nadie podía estarlo! Sila actuaba por insinuaciones.
Que fuese menos reservado con Servilia se debía a su reciente apreciación del hecho de que seguramente era su matrimonio con ella lo que había servido para que no apareciese el nombre de Marco Junio Bruto en la lista. Ese nuevo privilegio que Sila concedía a los patricios era una nueva manera de dar a entender que el patriciado era algo especial que merecía más honores que las familias más ricas y poderosas con consulares en su genealogía. Y entre el patriciado, ¿qué nombre más augusto que el de Servilio Cepio?
– Es una lástima -dijo Servilia- que nuestro hijo no pueda aspirar al patriciado.
– Mi nombre es lo bastante antiguo y honorable para nuestro hijo -replicó Bruto con sequedad-. Los Junios Brutos descendemos del fundador de la República.
– Siempre me ha chocado -respondió ella con frialdad- que, sí así es, los actuales Junios Brutos no sean patricios; porque, desde luego, el fundador de la República lo era. Tú siempre hablas de un certificado de adopción por parte de una familia plebeya, pero una familia plebeya llamada Junio Bruto debe de ser descendiente de un esclavo o un campesino propiedad de una familia patricia.
El razonamiento, que Bruto no tuvo más remedio que tragar, era muestra de que Servilia no se resignaba ya a seguir siendo una esposa callada y sumisa; había disminuido su temor al divorcio y, en consecuencia, había aumentado el convencimiento de su propio poder. El hijo de dos años era lo más importante del mundo para ella, pero el padre no significaba nada para ella. Su deseo de conservar la categoría del esposo se basaba estrictamente en el amor por el hijo, pero eso no significaba que tuviera que rendir pleitesía a Bruto como antes de que la traición del suegro les hubiese puesto en un brete.
– A tu hermana menor le vendrá estupendamente -dijo Bruto en tono de malicia-. Es patricia casada con un patricio. A ella y a Druso Nerón les irá de maravilla.
– Druso Nerón es plebeyo -replicó Servilia, altanera-. Será Claudio por nacimiento, pero mi tío Druso lo adoptó; él es un Livio, de igual categoría que tú.
– De todos modos, ya verás como prospera.
– Druso Nerón tiene veinte años y una inteligencia más pequeña que un salero. ¡Es más listo nuestro hijo de dos años! -replicó Servilia ásperamente.
Bruto la miró hastiado; bien sabía que el cariño de su esposa por el pequeño Bruto era irracional. ¡ Era como una leona!
– En cualquier caso -añadió en tono conciliador-, ya nos dirá Sila pasado mañana lo que piensa hacer.
– ¿Tienes alguna idea de lo que se propone?
– Hasta pasado mañana no.
Dos días después, Sila abordaba las elecciones y los cargos con un talante que no daba lugar a discusión.
– Estoy harto de esas escaramuzas electorales -dijo-, y voy a legislar un procedimiento adecuado. A partir de ahora, todas las elecciones se celebrarán en quintilis, cinco o seis meses antes de que los elegidos ocupen el cargo. Durante ese plazo, los nombrados para cargos curules tendrán más importancia en la cámara. Los cónsules electos tomarán la palabra inmediatamente después de los cónsules en el cargo, y los pretores electos, después de los pretores en el cargo; y, a partir de ahora, el príncipe del Senado, los ex censores y los consulares no lo harán hasta después del último pretor electo. Es una pérdida de tiempo que la cámara tenga que escuchar a hombres que ya no desempeñan cargos antes que a otros que los ocupan o van a ocuparlos en breve.
Todos los ojos se volvieron hacia Flaco, príncipe del Senado, directamente degradado por el edicto; pero él continuaba sentado, perplejo, pero sin incomodarse.
Sila prosiguió.
– Se celebrarán en primer lugar las elecciones curules de la Asamblea centuriada, el día anterior a los idus de quintilis; luego, se celebrarán, en la asamblea del pueblo, las de cuestores, ediles curules, tribunos de los soldados y otros cargos de menor importancia, diez días antes de las calendas de sextilis. Y, finalmente, las elecciones plebeyas de la asamblea del pueblo se celebrarán entre el segundo y el sexto día antes de las calendas.
– No está mal -dijo Hortensio a Catulo-. Así todos sabremos lo que nos deparan las elecciones mucho antes de fin de año.
– Y gozaremos de mejor preeminencia -añadió Catulo, complacido.
– Bien, ahora hablaré de los cargos -dijo Sila -. Después de haber completado personalmente con nuevos nombres la lista de senadores de esta distinguida cámara, voy a cerrar la puerta. A partir de ahora sólo se podrá acceder a él habiendo sido cuestor y a los treinta años; no antes. Se elegirán veinte cuestores cada año, lo cual es número suficiente para compensar las posibles muertes para que no haya bajas en la cámara. Hay dos pequeñas excepciones que no afectarán al conjunto: quien haya sido elegido tribuno de la plebe y no sea senador, tendrá que acceder al Senado después de ser cuestor; y quien haya obtenido la corona de hierba o la corona cívica accederá sin más al Senado.
Se rebulló en la silla y miró al mudo rebaño.
– Se elegirán ocho pretores cada año. Un plebeyo no podrá ser candidato a pretor hasta cumplir treinta y nueve años, mientras que un patricio podrá hacerlo dos años antes, como se ha dicho. Habrá de transcurrir un plazo de dos años desde que se haya desempeñado el cargo de pretor para poder ser elegido cónsul. Y nadie podrá ser candidato al consulado sin haber sido pretor. Y voy a restablecer la lex Genucia en toda su extensión para que nadie -patricio ni plebeyo- pueda ser cónsul una segunda vez sin que hayan transcurrido diez años. ¡No quiero ningún otro Cayo Mario!
Cosa que a todos pareció excelente.
Pero cuando Sila presentó el decreto anulando los poderes de los tribunos de la plebe, el consenso no fue tan general y rotundo. Durante los siglos de la República, los tribunos de la plebe habían ido adquiriendo mayor responsabilidad en cuestiones legislativas, convirtiendo la Asamblea, formada exclusivamente por plebeyos, en el cuerpo legislativo más poderoso. Muchas veces, el principal objetivo de los tribunos de la plebe había sido contrarrestar los amplios poderes no especificados del Senado y disminuir la importancia de los cónsules.
– Todo eso ahora se ha acabado -dijo Sila con evidente fruición -. De ahora en adelante los tribunos de la plebe se contentarán con poco más que el derecho a ejercer el ius auxilii ferendi.
Se produjo un revuelo general; todo eran murmullos y aspavientos. Sila frunció el ceño e hizo un gesto desabrido.
– ¡Quiero la supremacía del Senado! -bramó-. Y para ello tengo que reducir a la impotencia a los tribunos de la plebe. ¡Y lo haré! Con mis leyes, nadie que haya sido tribuno de la plebe podrá acceder a una magistratura… no podrá ser edil, pretor, cónsul o censor. Ni podrá desempeñar el cargo de tribuno de la plebe por segunda vez hasta que hayan transcurrido diez años. Podrá ejercer el ius auxilii ferendi sólo en su modalidad primitiva, salvando a un solo individuo de la plebe de las garras de un magistrado. Ningún tribuno de la plebe podrá intimidar con una ley respaldada por toda la plebe en virtud de ese derecho, ni impugnar ningún tribunal en reivindicación de ese derecho.
Curiosamente, la mirada de Sila se detuvo pensativa en dos personajes que no podían aspirar a ser tribunos de la plebe, dada su condición de patricios: Catilina y Lépido.
– El derecho a veto del tribuno de la plebe -prosiguió- quedará muy limitado. No podrá vetar decretos senatoriales, leyes con aprobación senatorial, el derecho del Senado a nombrar gobernadores provinciales y jefes militares, ni su derecho a tratar los asuntos extranjeros. Ningún tribuno de la plebe podrá promulgar leyes en su asamblea si no ha sido previamente autorizado por el Senado por un senatus consultum, y dejará de tener potestad para convocar reuniones del Senado.
Se vieron algunos rostros taciturnos y no pocos airados; Sila hizo una pausa teatral para ver si alguien protestaba, pero nadie osó hacerlo; ante lo cual, lanzó un carraspeo.
– ¿Qué tienes que decir, Quinto Hortensio?
– Estoy de acuerdo, Lucio Cornelio -contestó Hortensio, tragando saliva.
– ¿Hay alguien que no lo esté?
Profundo silencio.
– Bien -se apresuró a decir Sila-. Entonces, la lex Cornelia queda aprobada en el acto.
– Es horroroso -dijo después Lépido a Cayo Cotta.
– Totalmente de acuerdo.
– ¿Y por qué nos hemos callado sumisamente? -preguntó Catulo-. ¿Por qué se lo hemos consentido? ¿Cómo puede ser auténtica la República sin un tribunato de la plebe activo y debidamente constituido?
– ¿Y por qué no has hecho antes esas objeciones? -replicó Hortensio, sulfurándose, como si hubiese sido una indirecta a su acobardamiento.
– Porque me gusta conservar la cabeza sobre los hombros -replicó Catulo con toda franqueza.
– Con eso está todo dicho -apostilló Lépido.
– Yo veo una lógica en lo que dice -dijo Metelo Pío, uniéndose a ellos-. ¡Es muy inteligente! Otro con menos personalidad hubiera abolido el cargo, pero él no. No ha destruido el ius auxilii ferendi; lo que ha hecho ha sido reducir al mínimo los poderes que se conferían por añadidos posteriores. Y por ello puede argumentar perfectamente que está actuando sin traicionar al mos maiorum y que es lo único que quiere. De todos modos, yo os digo que esto no podrá llevarse a cabo, porque el tribunado de la plebe es una institución importante para muchos.
– La medida durará mientras él viva -terció Cotta, lacónico.
Tras lo cual, el grupo se dispersó. Ninguno estaba muy contento, pero, por otra parte, tampoco querían decir lo que realmente pensaban. ¡Era peligroso!
Lo que demostraba, pensó Metelo Pío mientras regresaba solo a casa, que el clima de terror de Sila daba resultado.
Cuando llegó la fecha de los juegos de Apolo a principio de quintilis, a las primeras leyes se habían añadido dos más: una lex Cornelia sumptuaria y una lex Cornelia frumentaria. La ley suntuaria era muy severa y llegaba hasta fijar un máximo de treinta sestercios por cabeza en comidas normales y de trescientos para los festines; lujos como perfumes, vinos extranjeros, especias y alhajas quedaban sometidos a fuertes impuestos; por otra parte, se limitaba el coste de entierros y tumbas y se gravaba con un enorme impuesto la púrpura de Tiro. La ley del trigo era en extremo reaccionaria, pues prohibía la venta a precio reducido por parte del Estado, aunque Sila, sobradamente astuto, no la prohibía del todo; su ley estipulaba sencillamente que el Estado no podía rebajar los precios en competencia con los comerciantes.
Todo un programa que aún estaba inconcluso, quizá porque la ímproba tarea de preparar toda aquella legislación se había sucedido sin tregua desde el triunfo de Sila; el dictador decidió, animado por las circunstancias, tomarse unos días de asueto y asistir a los ludi Apollinares celebrados a principio de quintilis. No era, desde luego, el espectáculo del circo Máximo lo que él quería ver, sino las representaciones teatrales, de las que unas diez u once estaban programadas en el teatro provisional de madera alzado en el circo Flaminius del campo de Marte. Abundaban las comedias y no faltaban las de Plauto, Terencio y Nevio, pero había también representaciones de mimo, que eran las preferidas de Sila, ya que la comedia constaba de un texto que no podía modificarse, mientras que el mimo consistía en una trama principal a partir de la cual director y actores añadían improvisaciones y actuaban sin máscaras.
Quizá fuese su entrevista con la delegación encabezada por Aurelia lo que motivase su decidida asistencia a las obras representadas durante los juegos de Apolo; o tal vez el hecho de que un antepasado suyo hubiera sido fundador de los juegos le decidiera a mostrarse en público. ¿O sería la necesidad de ver al actor Metrobio? ¡Treinta años! ¿Tantos habían pasado? Sí, Metrobio era un muchachito cuando Sila celebraba su treinta cumpleaños atormentado. Desde su ingreso en el Senado tres años después, sus encuentros habían sido escasos, muy espaciados y llenos de amargura.
La decisión de Sila de rechazar esa parte de su naturaleza había sido reflexiva, tenaz y basada en la lógica. Los hombres que en su vida pública admitían o caían en la preferencia por su propio sexo estaban condenados; no había una ley que les obligase a abandonar el servicio público, pero sí que existían leyes en las tablas y una lex Scantinia que imponía pena de muerte, aunque casi nunca se aplicaban pues existía cierta tolerancia con los hombres notables. La realidad era más sutil y no tenía por qué entorpecer la carrera pública si el interesado era eficiente, y se concretaba en sarcasmo, desprecio, bromas y en una drástica disminución de la dignitas; los de su misma alcurnia siempre le considerarían inferior por algo así, y Sila se impuso privarse de ello por mucho que lo deseara. Y lo deseaba mucho. Cifraba sus esperanzas en retirarse pronto de la vida pública, y entonces, se decía, le importaría un bledo lo que pensaran. Viviría su vida y satisfaría sus deseos. Cuando se retirase, su obra sería evidente y notoria, y habría acumulado a lo largo de su carrera una dignitas tan firme, que la última cana al aire ya no podría arruinarla.
¡Cómo deseaba a Metrobio! Probablemente, al actor no le interesaría un hombre viejo y feo. También eso había motivado su asistencia a las representaciones; mejor saberlo ahora que cuando llegase el momento del retiro; mejor recrearse la vista con el objeto amado ahora que aún veía.
Actuaban varias compañías, y, entre ellas, la que ahora dirigía Metrobio, que desde hacía unos diez años había dejado la tragedia por la comedia. Su grupo no actuaba hasta el tercer día, pero Sila asistió a las representaciones de mimo el primero y el segundo, y se divirtió mucho.
Le acompañó Dalmática, aunque no podía sentarse con los hombres como se hacía en el circo, porque en el teatro había una estricta jerarquía, dado que la sociedad romana no veía con buenos ojos las comedias y se consideraba que las mujeres podían corromperse si se sentaban con los hombres para contemplar tales inmoralidades y desnudeces. Las dos primeras filas de asientos en el hemiciclo con gradas de la cavea estaban reservadas a miembros del Senado, y las catorce filas siguientes solían reservarse para los caballeros del caballo público, un privilegio concedido a sus antepasados por Cayo Graco y que Sila les había arrebatado con suma fruición. Por ello, ahora, los caballeros tenían que batallar por un asiento con personas de menor categoría, llegando antes que otros para ocuparlo sin ningún privilegio. Las pocas mujeres que asistían a la representación estaban acomodadas a la derecha de la parte superior trasera de la cavea, desde donde se oía bastante bien, aunque casi no se veía el escenario. En la comedia corriente con máscaras (como la que representaba la compañía de Metrobio) no actuaba ninguna mujer, mientras que en el mimo los papeles femeninos sí que los encarnaban mujeres, nadie actuaba con máscara y muchas veces los actores salían desnudos.
La comedia del tercer día era la tan celebrada de Plauto Miles Gloriosus, en la que Metrobio hacía el papel de soldado fanfarrón. ¡Que ridículo! La máscara grotesca con la boca abierta curvada hacia arriba en boba sonrisa le tapaba el rostro, pero se le veían las manos, y su cuerpo liso y musculoso quedaba bien dentro de la coraza griega. Naturalmente, al final, los actores saludaban sin máscara, y Sila pudo por fin ver el efecto del paso de los años en el joven: pocas huellas, aunque el negro pelo ahora mostraba algunas atractivas canas y se advertía un surco a ambos lados de su nariz griega.
No podía llorar allí en medio de la primera fila en los lujosos almohadones, pero tenía ganas y tuvo que contenerse. El rostro estaba demasiado lejos, separado de él por la media luna vacía del foso de la orquesta, y no veía sus ojos. Distinguía dos órbitas oscuras, pero no su interior, y no sabía si tenía los ojos fijos en él o en cualquier amante actual sentado tres filas más atrás. Como le acompañaba Mamerco, Sila se volvió a su yerno y le dijo con voz algo compungida:
– Haz el favor de decir al que ha hecho el papel de Miles Gloriosus que baje. Creo que le conozco, pero no estoy seguro y quiero felicitarle.
El público desalojaba la estructura de madera, y las mujeres -damas respetables- se abrían paso hacia sus esposos, porque las prostitutas comenzaban ya a buscarse negocio. Vigiladas de cerca por Crisógono y rehuidas por los que las reconocían, Dalmática y Cornelia Sila se unieron al dictador y a Mamerco en el momento en que Metrobio, aún con la coraza puesta, llegaba a presencia de Sila.
– Ha sido una buena actuación -dijo éste.
Metrobio sonrió, mostrando sus dientes aún perfectos.
– Ha sido un placer tu presencia, Lucio Cornelio.
– Hace años fuiste cliente mío, ¿no es cierto?
– Efectivamente. Tú me eximiste de mis obligaciones justo antes de marchar a la guerra contra Mitrídates -contestó el actor, sin que sus ojos manifestaran el menor sentimiento.
– Sí, lo recuerdo. Tú me preveniste respecto a la acusación que Censorino pretendía hacer contra mí. Justo antes de que muriese mi hijo -Sila tensó su estragado rostro-. Y antes de que yo fuera cónsul.
– Felizmente pude prevenirte -añadió Metrobio.
– Fue una suerte para mí.
– Tú siempre fuiste un favorito de la Fortuna.
El teatro estaba casi vacío; Sila, hastiado de aquel diálogo banal, se volvió hacia Mamerco y las mujeres.
– Marchaos a casa -dijo de pronto-, quiero hablar un instante con mi antiguo cliente.
Dalmática (que aquellos días no se encontraba muy bien) estaba como fascinada por el actor griego, y no le quitaba ojo de encima. Y fue Crisógono quien en ese momento interrumpió su arrobamiento, haciéndola sobresaltarse; pero dio media vuelta y salió precedida de la pareja de gigantescos esclavos germanos cuyo cometido era abrir paso a la esposa del dictador.
Sila y Metrobio quedaron a solas demasiado detrás para que pudiera pensarse que eran del mismo grupo. En circunstancias normales hubieran rodeado al dictador clientes y suplicantes, pero la suerte le acompañó y no se les acercó nadie.
– Sólo quiero dar un paseo -dijo Sila-. No te pido nada más.
– Pide lo que quieras -dijo Metrobio.
Sila se detuvo.
– Mírame de frente, Metrobio, y ve lo que el tiempo y la enfermedad han hecho de mí. Mis sentimientos no han cambiado, pero aunque así fuese, ya no sirvo para nada, salvo quizá para esas tontas mujeres que se empeñan muy probablemente en mostrarse compasivas. Porque amor no puede ser.
– Claro que es amor -dijo Metrobio, que ahora estaba tan cerca que Sila podía ver que aún había amor en aquellos ojos que le miraban con ternura y con un vivo interés, exento de asco o repulsa. Era algo más blando y peculiar, distinto a como le había mirado Aurelia en Teanum Sidicinum-. Sila, los que hemos sido víctimas de tu hechizo, hombres o mujeres, no podemos liberarnos. Eres único y a tu lado todos los demás palidecen. No es cuestión de virtud o bondad, porque tú careces de ambas -añadió sonriendo-. Puede que ningún gran hombre sea virtuoso o bueno, y a lo mejor al que posee esas cualidades le está vedada la grandeza. No me acuerdo ya del texto de Platón, y no sé muy bien lo que él y Sócrates decían al respecto.
Con el rabillo del ojo Sila vio que Dalmática se volvía a mirarles, pero desde tan lejos no podía ver la expresión de su rostro. Luego dobló la esquina y desapareció.
– ¿Quieres decir -preguntó el dictador- que si puedo abandonar esta pesada carga considerarías venir a vivir conmigo el resto de mis días? Me queda poco tiempo, pero espero disponer de algo sólo para mí, y así vivir sin pensar en Roma. Si me acompañas en mi retiro te prometo que no te faltará de nada… al menos en el aspecto monetario.
Metrobio lanzó una carcajada, que agitó su rizada cabeza.
– ¡Oh, Sila! ¿Cómo quieres comprar lo que ha sido tuyo durante treinta años?
– Entonces, ¿cuando me retire, vendrás conmigo? -insistió, conteniendo las lágrimas.
– Iré.
– Cuando llegue el momento mandaré buscarte.
– ¿Mañana? ¿El año que viene?
– No tardaré mucho. Dos años quizá. ¿Me esperarás?
– Te esperaré.
Sila lanzó un suspiro de felicidad casi perfecta, pensando en que ya faltaba poco; recordaba que cada vez que se había visto con Metrobio en la última época había muerto algún ser querido: Julilla, su hijo. ¿Quién sería esta vez? Poco me importa, pensó, quien me importa es él; más que nadie, salvo mi hijo, pero mi hijo ha muerto. Que sea Cornelia Sila o los mellizos, pero que no sea Dalmática. Asintió brevemente con la cabeza a Metrobio, como si hubiese sido el más trivial de los encuentros, y se alejó.
Caminaba despacio, totalmente solo; lo cual, de por sí, ya era un lujo inesperado. ¿Cómo iba a tener fortaleza para esperar a reunirse con Metrobio? Ya no era un muchacho, pero seguía siendo su muchacho.
Oyó voces a lo lejos y aminoró más aún el paso antes de que nadie viera su rostro. Pues, aunque su corazón latía con premonitorio gozo, estaba indignado por no haber concluido aún su aburrida tarea y por temor a que fuese Dalmática quien muriese.
Ahora las dos voces se oían más fuerte, y una de ellas ahogaba a la otra. La conocía bien. ¡Qué distintas son las voces humanas! No hay dos iguales si se descartan las similitudes de tono y acento. El que hablaba no podía ser otro que Manio Acilio Glabrio, esposo de su hijastra Emilia Escaura.
– Lo que ha hecho es un abuso -decía Glabrio, en tono firme y aristocrático a la vez-. ¡El tesoro ha ingresado trece mil talentos con sus proscripciones, y alardea de ello! La verdad es que debería caérsele la cara de vergüenza. ¡Debería ser una cantidad diez veces mayor! Propiedades que valían millones se han liquidado por unos miles; por cincuenta mil las compró su esposa, que tiene tierras por valor de cincuenta millones. ¡Es vergonzoso!
– Me han dicho que tú te has aprovechado, Glabrio -dijo otra voz conocida, la de Catilina.
– Una fruslería; lo que me correspondía. ¡El viejo horrendo! ¿Cómo se atrevería a decir que las proscripciones acabarían en las calendas del mes pasado, cuando aún se siguen exponiendo nombres en los rostra cada vez que sus sicarios o sus parientes codician algún buen trozo de Campania o de la costa? ¿No has visto cómo se quedaba charlando con el protagonista de la obra? Le vuelve loco la escena… o la gentuza que en ella se mueve. Le viene de cuando era joven, una epoca en que era peor que la más asquerosa ramera de las que se vendían en Venus Erucina. Supongo que será la irrisión de los maricas cuando hablen de él. ¿Tú has visto un corro de maricas? Sila ha tratado a muchos.
– Ten cuidado con lo que dices, Glabrio -advirtió Catilina en tono molesto-, que también tú podrías ser proscrito.
– ¡Yo no! -replicó Glabrio con una carcajada-. ¡Yo soy de la familia, yerno de Dalmática! Ni el mismo Sila puede proscribir a un miembro de su familia.
Las voces se perdieron al alejarse los dos interlocutores, y Sila permaneció donde estaba, a la vuelta de la esquina. Estaba quieto como una estatua, y sus fríos ojos tenían un brillo horripilante. ¿Eso es lo que decían de él? A pesar de todos los años transcurridos… Claro que Glabrio sabía muchas cosas que se ignoraban en Roma, pero Roma no tardaría en conocer todo lo que Glabrio sabía o se imaginaba. ¿Hasta qué punto serían chismorreos y en qué medida datos vistos en documentos y papeles minuciosamente archivados? Sufría las consecuencias de archivar todas las pruebas para cuando se retirara, pues pensaba escribir sus memorias, como había hecho Catulo César diez años antes. Por eso tenía papeles por todas partes y no era mucho mérito por parte de Glabrio haberlos descubierto. ¿Cómo no habría sospechado de Glabrio que entraba y salía de su casa a su antojo? No todos los que formaban su círculo más allegado eran una Cornelia Sila o un Mamerco. ¡Glabrio! ¿Y quién más?
El rescoldo de la cólera por tener que mantenerse de momento alejado de Metrobio se transformó en una nueva tempestad interior. ¿Así que no puedo proscribir a un miembro de mi familia, eh?, se dijo volviendo a andar. Es cierto; en eso tiene razón. Pero ¿es necesaria la proscripción? ¿No habrá otro modo mejor?
Dobló la esquina y se dio de bruces con Pompeyo; los dos retrocedieron un paso, tambaleantes.
– ¿Cómo, Magnus, vas solo? -preguntó Sila.
– A veces es un placer estar solo -dijo Pompeyo, adaptando su paso al del dictador.
– Totalmente de acuerdo. No me digas que te has cansado de Varrón…
– No aguanto estar mucho rato con él; sobre todo cuando se pone a hablar de Catón el censor, las viejas costumbres y lo que valía el dinero entonces; aunque es preferible oírle hablar de eso que de los hilos invisibles del poder -añadió, sonriente.
– Cierto; había olvidado que era amigo del pobre Apio Claudio -dijo Sila, satisfecho al menos de haber tropezado con alguien que fuese Pompeyo-. No sé por qué todos juzgamos tan viejo a Apio Claudio.
– Es que nació viejo -replicó Pompeyo, conteniendo la risa-. Pero no estás al día, Sila. Ahora casi no se habla de Apio Claudio. Ahora quien tiene fama en Roma es Publio Nigidio Figulus, un verdadero sofista. ¿O debo decir pitagórico? -añadió, encogiéndose de hombros-. Tanto da; yo nunca sé distinguir esas filosofías.
– ¡Publio Nigidio Figulus! Es un antiguo y respetable nombre, pero no sabía que la estirpe se dejaba ver en Roma. ¿Es quizá un caballero rural?
– No es ningún palurdo, si a eso te refieres. Es una gran calabaza que charla y charla… Es experto en adivinación etrusca, desde relámpagos a hígados, una víscera de la que conoce más lóbulos que yo modos oratorios.
– ¿Cuántos modos oratorios conoces, Magnus? -preguntó Sila, que estaba en la gloria.
– Dos, creo. ¿O son tres?
– ¿Cuáles?
– Colorista y descriptivo.
– Dos.
– Dos.
Siguieron caminando en silencio y sonriendo, pero por cosas muy distintas.
– ¿Qué dicen los caballeros ahora que ya no tienen asientos de privilegio en el teatro? -inquirió Sila.
– Yo no me quejo -respondió Pompeyo feliz-, porque nunca voy al teatro.
– Ah. ¿Y dónde has estado hoy?
– Por la vía Recta. Dando un buen paseo, ¿sabes? En Roma me encuentro como encerrado. No me gusta.
– ¿Estás solo?
– Más o menos. Tengo a mi esposa en Picenum -añadió, torciendo el gesto.
– ¿Es que no te gusta, Magnus?
– Oh, me conformo hasta que surja otra cosa mejor. ¡Ella me adora! Pero no me basta.
– Vaya, vaya, ¿pues no es mujer de familia edilicia?
– La mía es consular, y debería tener una esposa en consonancia.
– Pues divórciate y encuentra una esposa consular.
– Detesto tener que decir estupideces a las mujeres o a los padres.
En aquel preciso momento se le ocurrió a Sila una idea genial, y se detuvo en medio del paseo que había entre el Velabrum y el vicus Tuscus, justo debajo del Palatino.
– ¡Por los dioses! -exclamó.
Pompeyo también se detuvo.
– ¿Qué sucede? -preguntó cortésmente.
– Mi joven caballero, he tenido una brillante idea.
– Estupendo.
– ¡Eh, deja de decir bobadas! ¡Estoy pensando!
Pompeyo guardó obedientemente silencio mientras los labios de Sila se movían sobre sus vacuas encías como pececillos. Y, de pronto, le puso la mano en el brazo.
– Magnus, ven a verme mañana por la mañana a la hora tercia -dijo, dando un saltito de alegría y alejándose a toda prisa.
Pompeyo se quedó donde estaba, con el ceño fruncido, y, luego, echó a andar, no hacia el Palatino sino en dirección al Foro, pues vivía en la Carinae.
Sila llegó a su casa como perseguido por las Figias; le aguardaba una de esas tareas que tanto le complacían.
– ¡Crisógono! ¡Crisógono! -vociferó nada más entrar, mientras la toga caía a sus espaldas como una tienda de campaña que se hunde.
Llegó el mayordomo con cara de angustia, cosa que últimamente era habitual en él, y que Sila ya había advertido; pero no en esta ocasión.
– Crisógono, toma una litera, ve a casa de Glabrio y me traes inmediatamente a Emilia Escaura.
– ¡Lucio Cornelio, habéis venido sin los lictores!
– ¡Bah, los despedí antes de que empezase la comedia… A veces son un estorbo! -replicó el dictador-. ¡Ve a recoger a mi hijastra!
– ¿Emilia? ¿Para qué la quieres? -preguntó Dalmática, entrando en el cuarto.
– Ya lo sabrás -contestó Sila sonriente.
Su esposa guardó silencio y le miró inquisitiva.
– Lucio Cornelio, ¿sabes que desde que recibiste a Aurelia y a la delegación no eres el mismo?
– ¿En qué sentido?
Eso era difícil contestarlo, quizá porque no quería molestarle, pero se animó a decir:
– Por tu estado de ánimo.
– ¿En mejor o peor, Dalmática?
– Oh, en mejor. Estás… contento.
– Sí que lo estoy -replicó en tono animoso-. Había perdido la perspectiva de un futuro propio, pero ella hizo que la recuperase. ¡Qué bien me lo voy a pasar cuando me retire!
– Ese actor… Metrobio, ¿es amigo tuyo?
Algo en los ojos de ella le hizo reflexionar y su despreocupación se desvaneció de inmediato para recordar la escena de Julilla con la espada clavada en el vientre, imagen que enturbió la visión del rostro de Dalmática. ¡No, otra esposa celosa no era! ¿Cómo lo sabría? ¿Qué podía saber? ¿Es que lo olían?
– Conozco a Metrobio desde que era niño -respondió conciso en tono que no invitaba a ninguna pregunta mas.
– ¿Y por qué fingías no conocerle hasta que bajó del escenario? -preguntó ella, frunciendo el ceño.
– ¡Porque llevaba máscara! -contestó Sila-. Hace tantos años que no estaba seguro.
¡Malo! Había logrado ponerle a la defensiva y no le gustaba nada.
– Sí, claro, claro -añadió ella poniendo énfasis en las palabras.
– ¡Márchate, Dalmática! He perdido mucho tiempo con esto de los juegos y tengo mucho trabajo pendiente.
Ella dio media vuelta para irse, algo más tranquila.
– Otra cosa -dijo Sila.
– ¿Qué?
– Quiero que vengas cuando llegue tu hija, así que no salgas ni desaparezcas.
¡Qué raro estaba últimamente!, pensó ella mientras cruzaba el vasto atrium hacia el jardín peristilado y sus aposentos. Le veía quisquilloso, feliz, veleidoso y cambiaba de un modo imprevisible; como si hubiese adoptado alguna decisión que le fuera imposible llevar a cabo, él que odiaba los aplazamientos. Y aquel apuesto actor… ¿Qué lugar ocuparía en la mente de Sila? Era alguien importante, aunque no atinaba a descubrir en qué aspecto. De haber habido algún parecido físico, habría incluso pensado que era hijo suyo, tal era la emoción que había observado en su esposo, a quien ya conocía muy bien.
Así, cuando Crisógono entró a comunicarle que había llegado Emilia Escaura, Dalmática ni siquiera se había planteado por qué Sila habría mandado venir a la muchacha.
Emilia Escaura estaba encinta de cuatro meses, y se le había puesto esa piel lustrosa y los ojos brillantes que se observan en algunas embarazadas. Se la veía bien sana. Lástima, quizá, que hubiese salido al padre y fuese baja y algo regordeta, pero conservaba en el rostro rasgos de la madre y había heredado los vivos y hermosos ojos verdes de Escauro.
No era una muchacha inteligente y nunca había sido capaz de aceptar el matrimonio de su madre con Sila, a quien temía y detestaba. Lo había llevado muy mal los primeros años, cuando las escasas ocasiones en que le había visto le hicieron comprender que su atractivo físico era lo que había desatado la pasión de su madre; pero, pese a haber cambiado tanto con la enfermedad, la pasión de su madre no disminuía un ápice. ¿Cómo podía una mujer seguir amando a un viejo tan feo y horrible? Recordaba, naturalmente, a su propio padre, que también era viejo y feo, pero no tenía la podredumbre de alma de Sila, aunque ella no tenía penetración ni ingenio para describirla.
Y ahora la hacía comparecer, sin apenas darle tiempo para dejar un aviso a Glabrio. Su padrastro la recibió dándole palmaditas en la mano y ofreciéndole solícito una cómoda silla, a lo que ella respondió con sonrisa de conejo, temiéndose cualquier cosa. ¿Qué se traería entre manos? Se le veía lleno de júbilo y de maldad.
Cuando entró su madre, repitió la escena de las palmaditas y la silla, como si quisiera predisponerlas e influir en su ánimo para que lo que fuese a decirles resultase más aceptable. Porque era algo importante, desde luego.
– Por cierto, ¿cómo está el futuro pequeño Glabrio? -preguntó a su hijastra muy amablemente.
– Muy bien, Lucio Cornelio.
– ¿Cuándo es el feliz acontecimiento?
– A finales de año, Lucio Cornelio.
– ¡Hum! Aún falta mucho.
– Si que falta, Lucio Cornelio.
Sila tomó asiento y tamborileó con los dedos en el respaldo de roble de la silla, con los labios fruncidos, mirando al infinito. Luego, aquellos ojos que tanto temía se clavaron en ella, y Emilia Escaura se estremeció.
– ¿Eres feliz con Glabrio? -inquirió de pronto.
– Si, Lucio Cornelio -contestó sobresaltada.
– ¡Dime la verdad, muchacha, la verdad!
– Soy feliz, Lucio Cornelio, de verdad.
– ¿Te habrías casado con otro de poder elegir?
Emilia se ruborizó y bajó la vista.
– No tenía mi afecto puesto en ninguno, Lucio Cornelio, si a eso te refieres; y Manio Acilio me resultó aceptable.
– ¿Lo sigue siendo?
– ¡Oh, sí, sí! -respondió ella, con cierto tono de desesperación-. ¿Por qué me lo preguntas? ¡Soy feliz!
– Lástima -dijo Sila.
– Esposo -terció Dalmática, irguiéndose-, ¿a qué viene todo esto? ¿A dónde quieres ir a parar?
– Esposa, quiero dar a entender que no estoy satisfecho con la unión entre tu hija y Manio Acilio Glabrio, quien se cree con derecho a criticarme por ser de mi familia -replicó Sila, mostrando su indignación-. Señal, evidentemente, de que no puedo seguir considerándole miembro de mi familia. Voy a divorciarle inmediatamente de tu hija.
Las dos mujeres se quedaron pasmadas y los ojos de Emilia se bañaron de lágrimas.
– ¡Lucio Cornelio, estoy esperando un hijo suyo! ¡No puedo divorciarme de él! -exclamó la muchacha.
– Claro que puedes -replicó indolente el dictador-. Puedes hacer todo lo que yo te mande. Y te ordeno que te divorcies inmediatamente de Glabrio -añadió, dando palmadas para llamar al secretario llamado Flósculo, que entró hoja en mano, entregándosela a Sila, quien le hizo signo con la cabeza de que saliera.
– Acércate, Emilia, y firma.
– ¡No! -clamó la muchacha, poniéndose en pie.
– ¡Sila, eres injusto! -añadió Dalmática, con los labios prietos, levantándose también-. Mi hija no quiere divorciarse de su marido.
– Me trae absolutamente sin cuidado lo que quiera tu hija -replicó el monstruo-. ¡Ven aquí y firma, muchacha!
– ¡No! ¡No firmo!
Se levantó con tal celeridad de la silla que ninguna de las dos advirtió el movimiento. Los dedos de la mano derecha aferraron a Emilia Escaura por la boca, arrastrándola, en medio de sus gritos y llantos.
– ¡Suéltala! ¡Suéltala! -gritó Dalmática, tratando de aflojarle los dedos-. ¡Te lo suplico, déjala! ¡Está embarazada y puedes hacerle daño!
Él apretaba cada vez mas.
– ¡Firma! -repitió.
La muchacha no podía responder, y su madre se había quedado sin habla.
– Firma -volvió a decir Sila con voz suave-. Firma o te mato, con la misma despreocupación que cuando maté a los legados de Carbón. ¿A mí qué más me da que lleves un retoño de Glabrio en las entrañas? ¡Bien me vendría que lo perdieras! ¡Firma el acta de divorcio, Emilia, o te arranco los pechos y el vientre!
La muchacha firmó sin dejar de llorar, y Sila la soltó desdeñosamente.
– Eso es -dijo, limpiándose la saliva de la mano-. Y no vuelvas a hacerme enfadar, Emilia. No te conviene. Ahora, vete.
Dalmática abrazó protectoramente a la desconsolada joven, dirigiendo por vez primera en su vida una mirada de odio a Sila. Él se dio cuenta, pero les volvió la espalda indiferente.
Una vez en sus aposentos, Dalmática se vio con una muchacha histérica en los brazos y una profunda indignación. Ambas tardarían en recobrar la calma.
– Me habían dicho que podía actuar así, pero nunca le había visto hacerlo -dijo, cobrando ánimo-. ¡Oh, Emilia, no sabes cuánto lo siento! ¡Trataré de hacerle cambiar de idea en cuanto me sienta capaz de ir a verle sin ganas de sacarle los ojos!
Pero la muchacha, que no estaba entontecida, hizo un gesto terminante con la mano.
– ¡No, no, madre! Sería peor.
– ¿Qué habrá hecho Glabrio para enfurecerle así?
– Habrá dicho algo que no debía. A él no le gusta Sila; eso lo sé. Me ha contado que a Sila le gustan los hombres de un modo impropio.
Dalmática se puso pálida.
– ¡Qué absurdo! ¡Oh, Emilia!, ¿por qué ha sido Glabrio tan necio? Ya sabes cómo son los hombres; esa calumnia les hace volverse locos.
– No creo que sea una calumnia -replicó Emilia Escaura, llevándose una toalla a la cara, en donde las señales de los dedos de su padrastro empezaban a ponerse moradas-. Yo siempre he creído que había una mujer en él.
– Mi querida niña, llevo nueve años casada con Lucio Cornelio Sila -replicó Dalmática, que comenzaba a sentirse cada vez más pequeña-, y te digo que es una calumnia.
– ¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Como quieras! ¡Me da igual lo que sea! ¡Yo sólo siento odio por esa bestia!
– Te prometo que hablaré con él cuando esté más calmada.
– Ahórrate el mal trago, madre. No cambiará de idea -dijo Emilia Escaura-. Lo que me preocupa ahora es el niño. Mi hijo es lo único que me importa.
– Lo mismo puedo decir yo -replicó Dalmática, mirando compasiva a su hija.
– Madre, ¿también tu estás embarazada?
– Sí, hace muy poco; pero estoy segura.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Lo sabe él?
– No lo sabe. Y no voy a hacer nada que le impulse a divorciarse de mi.
– ¿Conoces la historia de Elia?
– ¿Quién no?
– ¡Oh, madre, esto hace que todo cambie! ¡Me portaré bien! No hay que darle ningún pretexto para que se divorcie de ti.
– Esperemos æ-añadió Dalmática en tono de hastío- que sea menos brutal con tu marido que contigo.
– Será más brutal.
– No necesariamente -dijo Dalmática, que conocía a Sila-. Tú has sido la primera, y a veces se contenta con la primera víctima. Cuando Glabrio se entere del asunto, tal vez ya se haya calmado y se muestre benevolente.
Si no estaba lo bastante apaciguado para mostrarse benevolente, al menos se había disipado gran parte de su ira por las indiscretas palabras de Glabrio. Y Glabrio se percató en seguida de que sería peligroso fanfarronear.
– No hay necesidad de ponerse así, Lucio Cornelio -dijo-. Te he ofendido y haré cuanto pueda por reparar la ofensa. No quiero poner en peligro la posición de mi esposa.
– Oh, la posición de tu ex esposa no está en peligro -replicó Sila, sonriendo con sorna-. Emilia Escaura es miembro de mi familia y está bien segura; pero no puede seguir casada con un hombre que critica a su padrastro y difunde comentarios sobre él que son una atroz mentira.
– Se me fue la lengua -dijo Glabrio, humedeciéndose los labios.
– Se te va con mucha frecuencia, tengo entendido. Es cosa tuya, desde luego; pero de aquí en adelante se te irá sin escudarte en que eres de mi familia, y afrontarás el riesgo como cualquier otro. No he proscrito a ningún senador desde la primera lista, pero no hay nada que me lo impida. Te honré nombrándote senador antes de los treinta años, igual que he hecho con otros jóvenes de familia de alcurnia y antepasados ilustres. Bien, de momento dejaré tu nombre en el elenco senatorial y no aparecerá en los rostra, pero de ti depende que en el futuro siga siendo tan clemente. Tu hijo vive en el vientre de la hija de mi hermanastra y es lo único que te salva. Cuando nazca te lo enviaré. Ahora retírate.
Glabrio salió sin decir palabra y no explicó a ninguno de sus íntimos las circunstancias de su precipitado divorcio, ni los motivos por los que abandonaba Roma para vivir en sus fincas campestres. Su matrimonio con Emilia Escaura no había representado para él una unión afectiva; simplemente, ella le satisfacía, y tenía alcurnia, dote y todo lo que era debido. Con los años habría nacido afecto entre ellos, pero ahora ya era imposible. Sentiría de vez en cuando una punzada de aflicción al pensar en ella, más que nada porque el hijo no conocería a su madre.
Lo que sucedió a continuación no mejoró las relaciones entre Sila y Dalmática. A la mañana siguiente Pompeyo fue a ver al dictador, como estaba previsto.
– Tengo esposa para ti, Magnus -dijo Sila sin rodeos.
Había en Pompeyo algo de león adormecido que le servía cuando sucedían cosas que le impulsaban a pensar antes que a actuar. Escuchó la nueva con gesto más abierto que prevenido, pero sin dejar traslucir lo que pensaba. Lo que hacía, pensó Sila sin quitarle ojo, era darse la vuelta bajo un supuesto sol para que le calentase el otro costado, y lamerse las costillas para quitarse un resto de comida del bigote. Lánguido pero peligroso. Si, mejor atarle a la familia, porque aquél no era como Glabrio.
– ¡Qué amable por tu parte, dictador! -dijo al fin Pompeyo-. ¿Quién podrá ser?
La inconsciente sintaxis picentina traicionaba sus orígenes, pero Sila no hizo comentario alguno.
– Es mi hijastra Emilia Escaura -dijo-. Patricia y de una familia que tú no encontrarías aunque buscases durante un milenio. Con una dote de doscientos talentos, y de fertilidad probada. Está embarazada de Glabrio y se divorciaron ayer. Comprendo que es algo molesto para ti tomar por esposa a quien ya espera un hijo de otro, pero la concepción ha sido virtuosa y es una buena muchacha.
Era evidente que la noticia ni entusiasmaba ni defraudaba a Pompeyo.
– ¡Lucio Cornelio, querido Lucio Cornelio! -exclamó, con sonrisa beatífica-. ¡Estoy encantado!
– ¡Estupendo! -añadió Sila, cortante.
– ¿Puedo verla? Creo que no la conozco.
Una sonrisa cruzó el rostro del dictador al pensar en las contusiones de la boca de Emilia Escaura, y meneó la cabeza.
– Deja que pasen dos o tres intervalos de mercado, Magnus. Luego, vuelves por aquí y te caso con ella. Entretanto me ocuparé de que devuelvan los sestercios de su dote y los guardaré yo.
– ¡Magnífico! -exclamó Pompeyo entusiasmado-. ¿Lo sabe ella?
– Aún no, pero la complacerá enormemente. Te ama en secreto desde que te vio desfilar en el triunfo -mintió Sila descaradamente.
¡La flecha había hecho blanco en el costado del león!
– ¡Qué maravilla! -exclamó Pompeyo agradecido, y partió con aspecto de felino bien satisfecho.
Sila tenía ahora que dar la noticia a su esposa y a su hijastra; una tarea nada desagradable para él. Dalmática le había estado mirando de un modo muy distinto desde que la escena del día anterior había roto casi nueve años de tranquilidad, y a él no le complacía que le detestase. Tenía que herirla.
Las dos mujeres se encontraban en el cuarto de estar de Dalmática y se pusieron tensas al verle entrar sin previo aviso. Lo primero que hizo fue examinar el rostro de Emilia Escaura, contusionado e hinchado por debajo de la nariz. Después, miró a Dalmática. No advertía en ella ira o repulsa, aunque sí notaba desagrado en la frialdad de su mirada. Parecía enferma, pensó. Luego, se dijo que las mujeres æse refugiaban en curiosas enfermedades cuando la emoción las vencía.
– ¡Buenas noticias! -dijo jovial.
Ellas guardaron silencio.
– Tengo nuevo esposo para ti, Emilia.
Sorprendida, la muchacha alzó hacia él sus ojos enrojecidos.
– ¿Quién? -inquirió con un hilo de voz.
– Cneo Pompeyo Magnus.
– ¡Oh, Sila, no! -exclamó Dalmática-. ¡No me lo puedo creer! ¿Vas a casar a la hija de Escauro con ese patán picentino? ¿Mi hija, del linaje de Cecilio Metelo? ¡No lo consentiré!
– Tú nada tienes que opinar.
– ¡Ojalá viviera Escauro! ¡Ya verías si no habría que opinar!
Sila se echó a reír.
– Eso sí que es verdad. Aunque me daría igual. Necesito vincular a Magnus con un lazo más fuerte que el agradecimiento… porque él no es nada agradecido. Y tú, hijastra, eres la única mujer de la familia disponible en este momento.
El rostro de Dalmática se ensombreció aún más.
– ¡Te lo ruego, Lucio Cornelio, no hagas eso! ¡Te lo suplico!
– Llevo el hijo de Glabrio en las entrañas -musitó Emilia Escaura-. Pompeyo no me querrá.
– ¿Quién, Magnus? A él le daría igual que tuvieses dieciséis maridos y dieciséis hijos -replicó Sila-. Él sabe muy bien lo que es una ganga, y tú para él eres una ganga. Te doy veinte días para que te cures la cara, y después te casas con él. Cuando nazca el niño se lo enviaré a Glabrio.
Volvió a romper en llanto.
– ¡Por favor, Lucio Cornelio, no me hagas eso! ¡Déjame al niño!
– Podrás tener otros con Magnus. ¡Y ahora deja de comportarte como una niña y despierta a la realidad! ¡Y tú también, esposa! -añadió, mirando a Dalmática.
Y salió, dejando que Dalmática consolase a su hija como pudiese. Dos días más tarde, Pompeyo le informaba en una carta que se había divorciado de su esposa y que esperaba se fijase la fecha de la boda.
Sila le contestó diciéndole: «Estaré fuera de Roma hasta las nonas de sextilis, y creo que será propicio celebrarla dos días después. Ven a casa en esa fecha y no antes.»
Hércules Invictus era el dios del imperator triunfante y gobernaba en el forum Boarium, sede de los distintos mercados en el vasto espacio abierto que lindaba con el extremo del circo Máximo. Allí tenía su gran altar, el templo y la estatua, que le mostraba desnudo menos en las ocasiones en que un general celebraba el desfile en que se le ataviaba con ropaje de triunfo. Había también en aquella zona otros templos dedicados a Hércules con diversas advocaciones, ya que era el patrón de las aceitunas, de los grandes comerciantes, y a su protección se encomendaban también los que efectuaban un viaje de comercio.
El día de la festividad de Hércules Invictus, Sila difundió una proclama por la ciudad, anunciando que iba a dedicar una décima parte de su fortuna personal para agradecer al dios los favores concedidos en sus empresas militares. El populacho se regocijó, pues como el templo de Hércules Invictus no guardaba fondos, las donaciones en metálico se gastaban en su nombre y en el de sus generales triunfantes en fiestas para todos los hombres libres de Roma. Un día antes de los idus de sextilis, que era el día de la fiesta del dios, se dispondrían cinco mil mesas de banquete, cada una de ellas para cien hambrientos ciudadanos (lo que no quiere decir que hubiese en Roma medio millón de hombres libres, sino que el que daba la fiesta no quería excluir a ancianas decididas, viudas resueltas y niños descarados). La proclama llevaba anexa una lista de los lugares en que se colocarían las mesas, formidable tarea organizativa muy bien planeada y realizada para que los participantes pudiesen permanecer casi todos en su propio barrio sin obstruir las calles ni invadir terrenos problemáticos para no provocar peleas, desórdenes y disturbios.
Una vez hecho el anuncio, Sila partió a su villa de Misenum con su esposa, hija, hijos y nietos, su hijastra y Mamerco. Dalmática le había rehuido desde la anulación del matrimonio de Emilia Escaura y Glabrio, pero él había advertido en ocasiones, al verla, que parecía enferma. Se imponían unas vacaciones a la orilla del mar. Incrementaron el séquito el cónsul Decula, que había redactado las leyes de Sila, y el imprescindible Crisógono.
Así, sólo al cabo de unos días de hallarse instalados a la orilla del mar, tuvo ocasión de intentar recuperar la intimidad con su esposa, que seguía rehuyéndole.
– Es una necedad que sigas reprochándome este asunto igual que Emilia -dijo en tono razonable-. Siempre haré lo que considere que es necesario. Ya deberías saberlo, Dalmática.
Estaban sentados en un rincón resguardado de la galería, a la sombra de los cipreses, con vistas al mar, y les llegaba una suave brisa. Aunque no había mucha luz, se echaba de ver que aquellos días de aire más saludable no habían mejorado la indisposición de Dalmática; estaba ojerosa, tenía mal color y parecía mayor de treinta y siete años.
– Lo sé -contestó ella, al ver que él pretendía una tregua-. ¡Pero no puedo acostumbrarme cuando se trata de mis propios hijos!
– Había que apartar a Glabrio -añadió él-. Y sólo había una manera de hacerlo: separándole de mi familia. Emilia es joven y pronto le olvidará. Pompeyo es un marido aceptable.
– Es inferior a ella.
– Sí, pero necesito vincularle a mí. Su matrimonio con Emilia sirve además para que Glabrio no se atreva a seguir hablando mal de mí al comprobar que tengo poder para dar la hija de Escauro a una persona como Pompeyo de Piceno. ¡NO te esfuerces, Dalmática! -añadió frunciendo el ceño-. No tienes fuerza para enfrentarte a mí.
– Lo sé -replicó ella con voz débil.
– No te encuentras bien, y empiezo a creer que nada tiene que ver con esto de Emilia -añadió él en tono más amable-. ¿Qué te sucede?
– Creo… creo que…
– ¡Dilo!
– Voy a tener otro hijo.
– ¡Por Júpiter! -exclamó él, perplejo y esbozando una sonrisa.
– Ya sé que ninguno de los dos lo deseábamos ahora -añadió ella mohína-. Y temo que tengo demasiada edad.
– Y yo soy demasiado viejo -añadió él, encogiéndose de hombros, pero con más satisfacción-. Bien, es un hecho del que los dos somos responsables. Supongo que no deseas abortar…
– Lo he retrasado demasiado, Lucio Cornelio, y sería peligroso al quinto mes. De verdad que no me había percatado.
– ¿Te ha visto algún físico o una comadrona?
– Aún no.
– Te enviaré a Lucio Tucio -dijo él, levantándose.
– ¡Oh, Sila, no, por favor! -replicó ella, acobardada-. ¡Tucio es un antiguo cirujano militar y no sabe nada de mujeres!
– ¡Sabe más que todos tus malditos griegos!
– En enfermedades de hombres sí, pero preferiría que me viese una mujer de Neápolis o Puteoli.
– Que te examine quien tú quieras -dijo Sila sin insistir, abandonando la galería.
Vinieron a examinar a Dalmática varias mujeres médico y algunas comadronas, y todas coincidieron en que estaba cansada, pero que conforme pasasen los días y el feto consolidase la posición en el vientre se sentiría mejor.
Y en las nonas de sextilis los esclavos prepararon el equipaje y el cortejo se puso en camino hacia Roma; Sila se adelantó porque no soportaba el paso de caracol que imponían las literas de las mujeres, y llegó a la ciudad dos días antes, entregándose a ultimar los detalles de la fiesta.
– Todos los tahoneros de Roma están comprometidos para hacer el pan y los bollos, y ya se han organizado envíos especiales de harina -dijo satisfecho Crisógono, que había llegado a Roma antes que Sila.
– ¿Y el pescado será fresco? Hace mucho calor.
– Todo está previsto, Lucio Cornelio; no te preocupes. He acotado con redes un tramo del río más arriba del Trigarium, y se recogerá el pescado el mismo día; mil esclavos lo desventrarán y comenzarán a cocinarlo en la mañana de la fiesta.
– ¿Y las carnes?
– El gremio de figoneros ha prometido que estarán recién asadas. Habrá cochinillos, pollos, salchichas, corderos y lechales. He recibido un mensaje de la Galia itálica anunciando la llegada de quinientos carros de manzanas y peras primerizas, que en este momento van por la vía Flaminia, escoltados por dos escuadrones de caballería. Las fresas las están recogiendo en Alba Fucentia y encestándolas con hielo del monte Fiscellus, y llegarán a Roma la noche antes de la fiesta, también con escolta militar.
– Es deplorable que la gente sea tan ladrona cuando se trata de comida -dijo el dictador, que en su juventud había sido bien pobre y sabía lo que era el hambre, por mucho que fingiera hacerse de nuevas.
– Si fuese pan o gachas, no habría de qué preocuparse, Lucio Cornelio -dijo Crisógono-. Lo que más roban son las cosas de gusto exótico y las primicias.
– ¿Tendremos vino de sobra?
– Sobrará vino y comida, domine.
– ¡Espero que no esté avinagrado!
– Es excelente todo él. Los que hubieran podido sentir la tentación de añadirle ánforas de vinagre saben perfectamente quién lo compra -replicó Crisógono sonriendo-. Les he dicho que si encuentro una sola ánfora de vinagre los crucificaré a todos, sean o no ciudadanos romanos.
– ¡No quiero trabas, Crisógono!
Pero la traba que hubo no tuvo relación (o así pareció) con la fiesta pública; la traba la procuró Dalmática, que llegó rodeada de todas las comadronas recogidas por Sila a su paso por las ciudades de la vía Apia.
– Sangra -dijo la hija de Sila.
– ¿Abortará? -inquirió Sila con gesto de preocupación.
– Tal vez si.
– Mejor.
– Estoy de acuerdo en que no será una tragedia que pierda el niño -añadió Cornelia Sila, que procuraba siempre no enfadarse ni indignarse con su padre-, pero lo que importa es ella misma, tata.
– ¿Qué quieres decir?
– Que puede morir.
Un fulgor sombrío pasó por los ojos de Sila, quien hizo un gesto de angustia y meneó enérgicamente la cabeza.
– ¡Me trae la muerte! -exclamó-. ¡Siempre el precio más alto! ¡Pero me da igual! ¡Me da igual! -La cara de perplejidad de Cornelia Sila le hizo dominarse-. Es una mujer fuerte y no morirá -añadió con despecho.
– Eso espero.
– Se ha negado a que la viera -dijo Sila, poniéndose en pie-, pero ahora va a verla; quiera o no.
– ¿Quién?
– Lucio Tucio.
Cuando el ex cirujano militar llegó al despacho de Sila horas después, su gesto era grave. Y el estado de ánimo de Sila, que había aguardado a solas todas aquellas horas, había cambiado del horror ante lo que sucedía siempre después de ver a Metrobio, a un sentimiento de culpabilidad y, finalmente, a la resignación. Lo único que esperaba es no tener que ver a Dalmática, pues no se creía capaz de semejante confrontación.
– No traes buenas noticias, Tucio.
– No, Lucio Cornelio.
– ¿Qué es lo que sucede exactamente? -preguntó Sila.
– La opinión generalizada es que la señora Dalmática está embarazada, y eso es lo que ella cree -contestó Lucio Tucio-, pero yo dudo mucho que exista un feto.
– ¿Pues qué existe entonces? -inquirió Sila, al tiempo que se ensombrecían aún más las cicatrices de su rostro.
– Las mujeres hablan de hemorragia, pero el flujo de sangre es escaso para que sea embarazo -contestó el hombrecillo frunciendo el ceño-. Hay sangre, sí, pero mezclada con una sustancia maloliente que yo diría que es pus si se tratase de un soldado herido. Diagnostico alguna clase de supuración interna, pero, con vuestro permiso, Lucio Cornelio, querría recabar otras opiniones.
– Haz lo que quieras -replicó Sila tajante-. En cualquier caso, mañana nada debe trascender… Tengo que ir a una boda. Supongo que mi esposa no podrá asistir.
– Desde luego que no, Lucio Cornelio.
Y en estas circunstancias fue como Emilia Escaura, embarazada de cinco meses de su esposo Glabrio, se desposó con Cneo Pompeyo Magnus en casa de Sila sin ningún testigo de su familia. Y, aunque bajo los velos rojos y azafrán lloraba amargamente, Pompeyo, nada más concluir la ceremonia, se dedicó a consolarla y a congraciarse con ella, de tal modo que cuando abandonaron la casa Emilia ya sonreía.
Debió ser Sila quien hubiera debido informar a Dalmática de la buena nueva, pero él no hizo más que alegar una excusa tras otra para no acudir a los aposentos de su esposa.
– Creo que no soporta verte estando tan enferma -dijo Cornelia Sila-. Ya sabes cómo es; si se trata de alguien a quien no quiere, le da lo mismo, pero si es un ser querido, es incapaz de hacer frente a la situación.
En el aireado cuarto en que estaba Dalmática flotaba un olor a podrido que se acentuaba si uno se acercaba al lecho. Cornelia Sila sabía que se moría; y Lucio Tucio tenía razón: no llevaba fruto en el vientre. Nadie conocía la causa de que se inflase falsamente su vientre, pero, desde luego, era algún morbo maligno. Aquel flujo fétido no cesaba, y no había medicamento capaz de atajarle la fiebre que la consumía. Seguía consciente, y sus ojos, vivos como dos llamas, clavaban su expresión doliente en su hijastra.
– No me importa -decía ahora, meneando la cabeza sobre la almohada bañada en sudor-. Lo que deseo es saber cómo le ha ido a mi pobre Emilia. ¿Está muy afectada?
– Pues no -contestó Cornelia Sila, cambiando de tono-. Lo creas o no, querida madrastra, cuando salieron camino del hogar, se la veía muy contenta. Ese Pompeyo es estupendo. Hasta hoy siempre le había visto de lejos y tenía contra él el prejuicio de los Cornelios, pero es guapísimo, mucho más que ese bobo de Glabrio, y, además, es encantador. Ella, al principio, era un mar de lágrimas, pero al cabo de un rato de decirle Pompeyo lo hermosa que estaba y cuánto la quería, se animó bastante. Dalmática, de verdad que ese hombre vale más de lo que yo pensaba, y te aseguro que la hará feliz.
– Se cuentan de él muchas historias -añadió Dalmática, convencida de las palabras de Cornelia-. Hace años, cuando apenas era un muchacho, tenía relaciones con Flora… ¿sabes quién te digo?
– ¿La famosa cortesana?
– Si. Ahora ya no es tan hermosa, pero me han dicho que aún llora su historia con Pompeyo, quien siempre la dejaba llena de señales de los mordiscos. Yo no sé cómo le gustaría eso, pero parece que así era. Él se cansó de ella y se la pasó a un amigo, y Flora quedó desconsolada. ¡Qué bobada por parte de una prostituta enamorarse!
– Entonces, puede que Emilia Escaura acabe dando las gracias a tata por haberla librado de Glabrio.
– ¡Cómo me gustaría que viniera a verme!
La víspera de los idus de sextilis Sila donó su corona de hierba y sus trofeos, como era costumbre cuando un militar de fama hacía un sacrificio en el ara máxima del forum Boarium. Precedido de sus lictores y encabezando una procesión de miembros del Senado, el dictador recorrió la distancia relativamente corta desde su casa a la escalinata de Caco, para descender por ella al espacio abierto en que solían celebrarse los mercados. Al pasar ante la estatua del dios -aquel día vestido también con atavíos triunfales- se detuvo a saludarle y orar. Luego se acercó al gran altar, tras el cual se hallaba el pequeño templo circular de Hércules Invictus, una sencilla edificación de estilo dórico, famosa porque contaba en su interior con unos frescos obra del famoso poeta trágico Marco Pacuvio.
La víctima, una novilla gorda y blanca, aguardaba al cuidado del popa y el cultarius, rumiando el pienso drogado y mirando con sus cálidos ojos castaños los apresurados preparativos del banquete en la explanada del mercado. Aunque Sila portaba la corona de hierba, los demás se adornaban con coronas de laurel, y cuando el joven Dolabela -que era pretor urbano y, por consiguiente, encargado de las ceremonias- inició sus jaculatorias a Hércules Invictus, todos se las quitaron, puesto que Hércules Invictus era un extranjero dentro del pomerium, y ante él se oraba a la manera griega: con la cabeza descubierta.
Todo se hizo conforme al rito. Como donante de la novilla y celebrante de la fiesta pública, fue Sila quien se inclinó a recoger la sangre en el skyphos, un recipiente especial del ritual de Hércules; pero mientras procedía a llenar la copa, una figura negra y baja como una sombra se introdujo furtivamente entre el pontífice máximo y el cultarius y, hundiendo el hocico en el creciente charco de sangre que se formaba entre los guijarros, comenzó a lamer ruidosamente.
Sila lanzó un grito de horror, dio un salto hacia atrás, irguiéndose, el skyphos cayó de su mano temblorosa y la corona de hierba fue a parar al charco de sangre. El pánico comenzó a cundir más rápido que la sangre derramada que aún seguía lamiendo el ávido perro negro. La gente se dispersó en todas direcciones, algunos profiriendo débiles gritos, otros chillando y perdiendo los laureles, y otros mesándose los cabellos. Nadie sabía qué hacer.
Fue Metelo Pío, el pontífice máximo, quien quitó la maza al estupefacto popa y la abatió con fuerza sobre la cabeza del can, que comenzó a chillar y a andar haciendo círculos, entre gruñidos, hasta que, tras lo que pareció una eternidad, se desplomó convulso hecho un rebujo y quedó muerto, echando un borbotón de espumarajos sanguinolentos por la boca.
Más pálido que Sila, el pontífice máximo dejó caer la maza al suelo.
– ¡Se ha profanado el ritual! -exclamó a voz en grito, con más fuerza que nunca-. ¡Praetor urbanus, hay que volver a empezar! ¡Padres conscriptos, sobreponeos! ¿Dónde están los esclavos de Hércules que hubieran debido impedir la entrada al perro?
Popa y cultarius reunieron a los esclavos del templo, que antes de la ceremonia se habían marchado a ver las golosinas que disponían en las mesas. Con la peluca torcida, Sila sacó fuerzas de flaqueza y se agachó a recoger su corona de hierba del charco de sangre.
– Tengo que ir a casa a bañarme -comentó a Metelo Pío-. Estoy impuro. De hecho, todos lo estamos; debemos ir a casa a bañarnos. Nos reuniremos dentro de una hora. Cuando hayan limpiado esto -añadió en tono más enérgico a Dolabela- y hayan tirado ese horrible animal al río, que los viri capitales encierren a los esclavos en algún sitio hasta mañana y los crucifiquen sin quebrarles las piernas; que agonicen durante días; aquí mismo, en el forum Boarium a la vista del dios Hércules. De ellos ha sido la culpa de que el perro profanara el sacrificio.
Impuro, impuro, impuro, repetía sin cesar Sila camino de su casa para bañarse y revestir la toga praetexta, pues un ciudadano no poseía más que una que vestía en caso de triunfo. Limpió la corona de hierba con sus propias manos, llorando porque, a pesar del cuidado con que lo hacía, se iba despedazando. Dejó, finalmente, los escasos restos para que se secaran en un lienzo blanco. He perdido mi corona graminea. Es una maldición. La suerte me abandona. ¡Mi suerte! ¿Cómo voy a vivir sin suerte? ¿Quién habrá enviado a ese perro negro del averno? ¿Quién me ha estropeado el día, ahora que Cayo Mario ya no puede? ¿Ha sido Metrobio? ¡Voy a perder a Dalmática por culpa suya! No, no es Metrobio…
Y regresó al altar de Hércules Invictus, ahora con una corona de laurel como los demás, mientras sus aterrados lictores le abrían paso brutalmente entre la muchedumbre que acudía a la fiesta. Seguían aprovisionando las mesas con carros, cuyos bueyes provocaron oleadas de pánico cuando los carreteros se apresuraron a desuncirlos para apartarlos de la procesión de sacerdotes que se acercaba, pues si los bueyes dejaban caer sus boñigas en el itinerario de los sacerdotes, era una injuria a éstos, y los dueños de las bestias podían ser azotados y obligados a pagar una fuerte multa.
Crisógono había conseguido otra novilla casi igual que la primera, y el animal ya comenzaba a tambalearse por la droga que el nervioso mayordomo le había obligado a ingerir. Volvió a repetirse la ceremonia, y esta vez todo salió a la perfección, con los trescientos senadores asistentes más atentos a que no se acercase ningún perro que a la ceremonia en sí.
La víctima sacrificada a Hércules Invictus no podía quitarse de la pira junto al altar del dios, y, del mismo modo que el buey blanco de César en el Capitolio, se dejó que la consumiera el fuego, mientras que los que habían sido testigos del fatídico acontecimiento de la mañana se apresuraban a regresar a su casa una vez finalizada la ceremonia, salvo Sila, que hubo de cumplir con lo previsto y recorrer la ciudad para expresar al populacho su deseo de que compartiera su buena suerte. Pero ¿cómo podía deseárselo si la Fortuna le había mostrado su abandono por medio de un perro negro?
Se habían instalado cinco mil mesas de planchas sobre caballetes, bien surtidas de comida, y el vino corrió más rápido que la sangre en el campo de batalla. Más de medio millón de hombres y mujeres, ignorantes de lo acontecido en el ara máxima de Hércules, se atracaban de pescado, fruta y pasteles de miel, y llenaban los talegos que habían traído para que los que habían quedado en casa -esclavos incluidos- tuvieran su parte en la fiesta. Aclamaron a Sila con vítores e invocaciones a los dioses, y le prometieron recordarle en sus plegarias hasta el día en que murieran.
Anochecía cuando regresó a su casa en el Palatino, despidiendo a los lictores para darles las gracias y anunciarles que ellos celebrarían la fiesta al día siguiente en el recinto de su cuartel detrás de la posada en la esquina del clivus Orbius.
Cornelia Sila le esperaba en el atrium.
– ¡Padre, Dalmática pide verte! -dijo.
– ¡Estoy muy cansado! -contestó él, convencido de que le era imposible ver a su mujer, a la que quería, pero no lo suficiente.
– ¡Padre, por favor, ve con ella! Hasta que no la veas no se le quitará de la cabeza esa idea idiota que le ha dado por tu conducta.
– ¿Qué idea idiota? -inquirió él, quitándose la toga y acercándose al altar de los Lares y los Penates en la otra pared. Hizo una reverencia, partió un pastelillo salado sobre la repisa de mármol y dejó sobre él la corona de laurel.
– Que está impura. No deja de decir que está impura.
Permaneció inmóvil, como si fuese de piedra, paralizado por el horror, asediado por una horda de repugnantes sensaciones que no podía dominar. Dio un respingo, estiró los brazos como para repeler a un asesino y se quedó mirando a su hija con ojos de demente, como jamás se le habían visto.
– ¡Impura! -exclamó-. ¡Impura!
Y salió corriendo de la casa.
Nadie supo dónde pasó la noche, a pesar de que Cornelia Sila envió grupos con antorchas a buscarle entre los restos de las cinco mil mesas. Al amanecer, tan sólo vestido con la túnica, compareció en el atrium, donde seguía aguardándole su hija. Crisógono, que la había acompañado toda la noche, avanzó hacia su amo con paso vacilante.
– Ah, bien, aquí estás -dijo Sila, lacónico-. íLlama a todos los sacerdotes, mayores y menores, y diles que se reúnan conmigo dentro de una hora en el templo de Cástor del Foro.
– ¡Padre! -exclamó Cornelia Sila, desconcertada.
– Hoy no quiero tratos con mujeres -fue lo único que dijo antes de retirarse a sus aposentos.
Se bañó con toda minuciosidad, y a continuación rechazó tres togas bordadas de púrpura hasta que le trajeron una que le pareció perfectamente limpia. Tras lo cual, precedido de los lictores (a cuatro de los cuales les mandó cambiarse la toga sucia), se dirigió al templo de Cástor y Pólux, donde le aguardaban los inquietos sacerdotes.
– Ayer -comenzó a decir sin preámbulos- ofrecí la décima parte de cuanto poseo a Hércules Invictus, un dios estrictamente de hombres. A las mujeres se les prohíbe acercarse a su altar, y en honor a su viaje al Averno no se permite la entrada de canes en su recinto, porque el perro es un animal ctónico, como todos los seres negros. Sirven a Hércules veinte esclavos, cuya principal tarea es vigilar que no entren en el recinto mujeres, perros ni seres negros que lo manchen. Pero ayer un perro negro bebió la sangre de la primera víctima que le ofrecí, una horrible injuria a los dioses y… a mi persona. ¿Qué habré hecho, me pregunté, para merecer eso? Yo había acudido de buena fe a presentar una gran ofrenda al dios, y ofrecerle en sacrificio una víctima perfecta. Y de buena fe esperaba que Hércules Invictus aceptase mi ofrenda y mi sacrificio. En lugar de ello, un perro negro bebió la sangre de la novilla al pie del altar. Y mi corona de hierba se manchó al caer en el charco de sangre en que había bebido el perro.
Los noventa sacerdotes convocados le escuchaban inmóviles, encolerizados por el recuerdo de semejante profanación, pues todos ellos habían asistido a la ceremonia, recordaban el horror y habían pasado el día y la noche preguntándose qué habría sucedido y por qué el dios había manifestado tal desagrado al dictador de Roma.
– Los libros sagrados han sido destruidos y no tenemos textos que nos puedan orientar -continuó Sila, consciente de que impresionaba al auditorio-. Fue mi hija quien actuó de mensajera de los dioses, cumpliendo todos los requisitos: hablar sin darse cuenta de lo que decía y sin conocer los acontecimientos que se produjeron ante el altar de Hércules Invictus.
Se detuvo y escrutó la primera fila de sacerdotes sin ver el rostro que buscaba.
– ¡Pontífice máximo, preséntate ante mí! -exclamó con la voz ritual de un sacerdote.
Hubo un cierto movimiento en las filas, y de ellas surgió Metelo Pío.
– Aquí estoy, Lucio Cornelio.
– Quinto Cecilio, a ti te afecta esto muy de cerca y quiero que estés delante de todos porque nadie debe ver tu cara. Me gustaría tener ese privilegio, pero mi cara deben verla todos. Lo que tengo que decir es esto: mi esposa, Cecilia Metela Dalmática, hija del pontífice máximo y prima carnal del actual pontífice máximo, es… -lanzó un profundo suspiro- impura. Supe que era verdad en cuanto me lo dijo mi hija. Mi esposa es impura y su vientre está putrefacto. Hace tiempo que lo sabía, pero ignoraba que el estado de la pobre mujer era una ofensa a los dioses hasta que hablaron por boca de mi hija. Hércules Invictus es un dios de hombres, igual que Júpiter Optimus Maximus. A mí, que soy hombre, se me ha confiado el cuidado de Roma. A mí, que soy hombre, se me ha encomendado conseguir que Roma se recupere de las guerras y vicisitudes de años pasados. Quien soy y lo que soy es lo que cuenta. Y nada en mi vida puede ser impuro. Ni siquiera mi esposa. Así lo he visto hoy. ¿Es correcta mi interpretación, Quinto Cecilio, pontífice máximo?
¡Cómo había cambiado el Meneitos!, pensó Sila, que era el único que podía verle la cara. Ayer había sido él el único en tomar la iniciativa, y hoy era el único que le entendía.
– Si, Lucio Cornelio -contestó Metelo Pío con voz pausada.
– Os he convocado aquí para examinar los auspicios y decidir qué hemos de hacer -prosiguió Sila-. Os he explicado la situación, diciéndoos lo que creo. Pero, de acuerdo con las leyes que he decretado, no puedo adoptar una decisión sin consultaros. Y más en este caso en que la persona más afectada es mi esposa. Naturalmente, no puede decirse que recurro a esta situación para deshacerme de ella. No quiero deshacerme de mi esposa; que quede claro. Os lo digo a todos vosotros y, a través de vosotros, a toda Roma. Teniendo eso en cuenta, creo que mi esposa está impura y que los dioses de hombres están ofendidos. Pontífice máximo, como cabeza de la religión romana, ¿qué dices?
– Digo que los dioses de hombres están ofendidos -contestó Metelo Pío-. Digo que debes apartarte de tu esposa, que no debes volver a verla, y que no debes consentir que mancille tu casa ni tu tarea legal.
Sila hizo un gesto de dolor, que a nadie escapó.
– Quiero a mi esposa -dijo con voz apagada-. Me ha sido leal y fiel, y me ha dado hijos. Y antes fue leal y fiel esposa de Marco Emilio Escauro y le dio hijos. No sé por qué los dioses de hombres me piden esto, ni por qué mi esposa ha dejado de complacerles.
– Nadie pone en duda el afecto que sientes por tu esposa -dijo el pontífice máximo, su primo carnal-, ni es preciso que ninguno de los dos hayáis ofendido a ningún dios, ni de hombres ni de mujeres. Es preferible decir que su presencia en tu casa y tu presencia en su vida han interrumpido u obstaculizado de algún modo las vías por las que llegan a Roma la gracia divina y el favor. En nombre de mis colegas del sacerdocio, afirmo que no es culpa de nadie y que no hallamos falta ni en ti, Lucio Cornelio, ni en tu esposa. Las cosa son como son y no hay más que decir.
Dio media vuelta para mirar a sus silenciosos colegas, y añadió con voz fuerte, firme y sin tartamudear:
– ¡Soy vuestro pontífice máximo! ¡Que hable sin tartamudear ni vacilar es prueba de que Júpiter Optimus Maximus se sirve de mi persona y me presta su voz! Y os digo que la esposa de este hombre es impura y que su presencia en su casa y su vida es ofensivo para los dioses. Por consiguiente debe salir inmediatamente de su casa y de su vida. No es necesario votar. Si hay alguien que no esté de acuerdo, que lo diga.
No se rompió el profundo silencio; como si no hubiera habido nadie.
Metelo Pío giró sobre sus talones, volviéndose hacia el dictador.
– Lucio Cornelio Sila, te mandamos que encomiendes a tus criados que saquen a tu esposa, Cecilia Metela Dalmática, de tu casa y la conduzcan al templo de Juno Sospita, para que allí permanezca hasta que muera. Bajo ningún concepto debes volver a verla, y, una vez que se la hayan llevado, encomiendo al rex sacrorum y al flamen martialis, en sustitución del flamen dialis, los ritos de purificación en casa de Lucio Cornelio. ¡Oh, celestiales gemelos -añadió, cubriéndose la cabeza con la toga- llamados Cástor y Pólux o Dioscuros, o dioses Penates, o cualquier otra advocación que deseéis, nos hemos reunido en vuestro templo porque necesitamos vuestra intercesión ante el poderoso Júpiter Optimus Maximus, seáis o no hijos de él, y ante el triunfador Hércules Invictus. Os rogamos que atestigüéis ante todos los dioses que somos sinceros y nos esforzamos en corregir las faltas que hayamos podido cometer. Según nuestros acuerdos, que datan de la batalla del lago Regillus, os prometemos sacrificaros dos potros blancos gemelos en cuanto podamos hallar tan rara ofrenda. Os rogamos que nos protejáis, como siempre habéis hecho.
Se recurrió a los auspicios, que confirmaron la decisión del pontífice máximo. La clara luz de la mañana que inundaba el interior del templo por la puerta abierta se oscureció de pronto al ascender el sol, y una extraña brisa fría recorrió la nave.
– Otra cosa antes de irnos -dijo Sila.
Todos se detuvieron.
– Hemos de sustituir los libros de la Sibila, pues aunque aún poseemos los de Vegoe y Tages en el templo de Apolo, son textos que no sirven para nada en situaciones concernientes a dioses foráneos, como es el caso de Hércules Invictus. Hay muchas sibilas en el mundo, y algunas muy relacionadas con la de Cumas que escribió sus versos en hoja de palma y se los regaló al rey Tarquinio Prisco. Pontífice máximo, quiero que nombres a alguien que haga una investigación por todo el mundo para recopilar los versículos de que constaban nuestros libros proféticos.
– Tienes razón, Lucio Cornelio; debe hacerse -contestó Metelo Pío con aire grave-. Ya encontraré una persona adecuada.
El dictador y el pontífice máximo regresaron juntos a casa de Sila.
– A mi hija no va a sentarle nada bien -dijo Sila-, pero si se lo dices tú tal vez no me lo reproche.
– Lamento mucho este asunto.
– ¡Y yo! -exclamó Sila, condolido.
Cornelia Sila aceptó lo que decía su padre, para sorpresa de ambos.
– Padre, tú la quieres en la medida de lo posible y no voy a creerte tan malo como para deshacerte de ella.
– ¿Está moribunda? -preguntó Metelo Pío, con el remordimiento de haber sido él quien había tenido la idea de recluir a Dalmática en el templo de Juno Sospita hasta la hora de su muerte.
– Lucio Tucio dice que el final está próximo. El tumor se la come.
– Pues acabemos de una vez.
Ocho robustos portadores de litera sacaron a Dalmática del lecho de enferma, pero ella no lo soportó con digno silencio; en cuanto le comunicaron la decisión de los sacerdotes, se esfumó la sumisión con que había vivido al lado de Sila y comenzó a gritar, a llorar y llamarle a voces mientras la sacaban de la casa. Sila permaneció en su despacho, tapándose los oídos con las manos y llorando. Un precio más a pagar. Pero tenía que pagarlo en interés de la Fortuna. ¿O en interés de Metrobio?
Había cuatro templos seguidos fuera de las murallas servianas, en los mercados de verduras: los de Pietas, Jano, Spes y Juno Sospita. Esta Juno no era una de las diosas principales que protegían a las mujeres grávidas, sino una divinidad simultáneamente vástago guerrero de la Gran Madre de Pessinus, la Juno de las sierpes de Lanuvium, la Reina de los cielos y la Salvadora de las mujeres. Quizá por esta última advocación era una antigua costumbre que las mujeres que daban a luz sin dificultades acudiesen al templo con la placenta para dejarla como ofrenda.
En la época de la guerra itálica, en que había poco dinero y el templo disponía de pocos esclavos, Metela Baleárica, que había sido esposa de Apio Claudio Pulcro, había soñado que Juno Sospita se le aparecía y se quejaba amargamente de que su templo estaba tan sucio que no podía vivir en él. Baleárica había acudido al cónsul, Lucio César, para pedirle que la ayudase a limpiarlo; pero habían hallado algo más que restos de placentas, pues el lugar estaba lleno de restos de cadáveres de mujeres, de perras, de niños de pecho y de ratas. Ella, que también estaba embarazada cuando, acompañada de Lucio César, llevó a cabo la repugnante tarea, había muerto dos meses después al dar a luz a su sexto hijo.
Pero a partir de entonces el templo estaba bien cuidado; las placentas de ofrenda se metían en cestos impermeabilizados y se sacaban cada cierto tiempo para que las quemase ceremonialmente la flaminica dialis (o, en la época que nos ocupa, su sustituta), y no había un suelo de templo más limpio y que mejor oliera que el de Juno Sospita. Cornelia Sila había preparado un sitio para colocar el lecho de Dalmática, y en él la dejaron los portadores de la litera, empavorecidos por entrar en un lugar de mujeres. Ella seguía llamando con gritos cada vez más débiles a Sila, y, ya a punto de morir, no se dio cuenta de dónde estaba.
Sobre un pedestal había una estatua pintada de la diosa que, con zapatos de punta elevada y lanza, hacía frente a una serpiente alzada, pero lo más llamativo de la estatua era la piel auténtica de cabra que llevaba sobre los hombros, atada a la cintura, y con la cabeza cornuda sobre el pelo oscuro a guisa de casco. A los pies de aquella extraña representación se sentaron Metelo Pío y Cornelia Sila, cogiendo a Dalmática de la mano para ayudarla a superar el obstáculo humano del dolor y la desesperación. Fue una vela de sólo unas horas, más prueba moral que física. La pobre mujer murió sin dejar de solicitar la presencia de Sila, sorda a los paliativos comentarios de Cornelia Sila y Metelo Pío.
Una vez muerta, el pontífice máximo y los enterradores montaron el lectus funebris en el templo, ya que no se la podía trasladar a la casa, y, como tampoco podía mostrarse el cadáver, la colocaron en la tradicional postura sentada, tapada con un paño negro con Orla de oro, rodeada de plañideras profesionales y como decorado de fondo aquella extraña diosa con piel de cabra, lanza y serpiente.
– Cuando uno ha redactado la ley suntuaria, bien puede ignorarla -dijo Sila después.
Como consecuencia, el entierro de Cecilia Metela Dalmática costó cien talentos, y en él desfilaron veinticuatro carros con actores que llevaban las máscaras de cera de los antepasados de los Cecilios Metelos y de dos familias patricias, los Emilios Escauros y los Cornelios Silas. Pero la multitud que llenaba el circo Flaminius (se consideró imprudencia entrar el cadáver dentro del pomerium, dada su condición de impura) apreciaron menos aquel lujo que la aparición de sus hijos gemelos de tres años, Fausto y Fausta, vestidos de negro y llevados de la mano por una giganta de la Galia Transalpina, también engalanada de negro.
En las calendas de septiembre se inició la verdadera legislación: una furiosa embestida de tal envergadura, que hasta el Senado dudó.
– Las actuales leyes sobre los tribunales son torpes, laboriosas y poco realistas -dijo Sila desde la silla curul-. Ninguna comitia debe juzgar acusaciones civiles o criminales; los procedimientos son demasiado largos y susceptibles de manipulación política, y se ven influidos excesivamente por la fama o popularidad del acusado, y no digamos por la de los abogados defensores. Y un jurado del orden de varios miles de electores es tan inoperante como poco prudente.
Después de eliminar los procesos judiciales en las asambleas, Sila prosiguió:
– Voy a establecer en Roma siete tribunales permanentes: para traición, extorsión, malversación, soborno, falsificación, violencia y homicidio. Todos menos el último competen en cierto modo al Estado o al Tesoro, y los presidirá uno de los seis segundos pretores, echándoselo a suertes. El tribunal de homicidios juzgará todos los casos de asesinato, incendio, magia, envenenamiento, perjurio y un nuevo delito que denominaré asesinato judicial, es decir el destierro logrado mediante un tribunal. Espero que el tribunal de homicidios sea el que más trabajo tenga, aunque es el menos complicado, y quiero que lo presida alguien que haya sido edil, aunque no haya sido pretor, y que será nombrado por los cónsules.
Hortensio escuchaba horrorizado en su silla, pues sus sonados triunfos los había obtenido ante las asambleas, en las que su estilo y su habilidad para conmover a la multitud le habían creado leyenda; los jurados limitados en número de los tribunales eran demasiado cerrados para moverse a su impulso.
– ¡Es el fin de la abogacía! -exclamó.
– ¿Y eso qué importa? -replicó Sila con expresión de sorpresa-. Lo que es mucho más importante es el proceso judicial, y yo quiero que eso salga de las asambleas, Quinto Hortensio, no confundamos. No obstante, haré que la asamblea del pueblo sancione el establecimiento de esos tribunales fijos, y, mediante las provisiones de esa ley, las tres asambleas traspasarán sus deberes judiciales a dichos tribunales.
– ¡Excelente! -comentó el historiador Lucio Cornelio Sisena-. íAsí, todos los que sean juzgados ante un tribunal lo serán con el consentimiento de las asambleas! Eso significa que un condenado no puede apelar ante la asamblea una vez establecido el veredicto.
– ¡Exactamente, Sisena! El proceso de apelación se anula y se evita que las asambleas juzguen a nadie.
– ¡Eso es repugnante! -exclamó Catulo-. ¡No sólo repugnante, sino totalmente anticonstitucional! ¡Todo ciudadano romano tiene derecho de apelación!
– Apelación y juicio son todo uno, Quinto Lutacio -replicó Sila-, y forman parte de la nueva constitución romana.
– ¡La antigua constitución era más que suficiente en cuestiones como ésta!
– En cuestiones como ésta, la historia nos ha demostrado que las leyes de la antigua constitución permitían que muchos que hubieron debido ser condenados se salvaran porque alguien lograba convencer a una asamblea con sus trucos retóricos para anular la decisión de un tribunal legal. El aprovechamiento político de esos juicios de las asambleas era lamentable, Quinto Lutacio. Roma ha crecido demasiado para enfangarse en costumbres y procedimientos inventados cuando era una simple villa. No niego a nadie un juicio justo. De hecho, con esta ley, lo hago más Justo. Y se simplifica el procedimiento.
– ¿Y el jurado? -inquirió Sisena.
– Estará formado estrictamente por senadores; por eso necesito que haya cuatrocientos por lo menos. El deber de los jurados era una carga, y lo seguirá siendo cuando haya siete tribunales. Sin embargo, voy a reducir el número de jurados. El antiguo jurado de cincuenta y un miembros se mantendrá sólo en casos de los peores crímenes contra el Estado. De ahora en adelante el número de miembros del jurado dependerá de los que haya disponibles para constituirlo, y si por el motivo que sea hay un número par, un empate cóntará como absolución. Ya tenemos un Senado dividido en decurias presididas por un senador antiguo; me valdré de esas decurias como base de los jurados, aunque sin que necesariamente tenga que ser la misma decuria la que acuda constantemente ante el mismo tribunal. El jurado de cada juicio de todos los tribunales se echará a suertes una vez determinada la fecha del juicio.
– Me parece bien -dijo el joven Dolabela.
– ¡Inaceptable! -exclamó Hortensio-. ¿Qué sucede si a mi decuria le cae en suerte hacer de jurado mientras yo estoy actuando de abogado defensor en otro juicio?
– Pues tendrás que procurar compaginarlo -replicó Sila, sonriendo con sorna-. Las rameras lo hacen, Hortensio. Tú no debes ser menos.
– ¡Vamos, Quinto, calla la boca! -musitó Catulo.
– ¿Quién decide el número de jurados para un determinado tribunal? -inquirió el joven Dolabela.
– El presidente -contestó Sila-, pero hasta cierto punto. La decisión dependerá en último extremo del número de decurias que haya disponibles. Me gustaría que estuviese formado entre veinticinco y treinta y cinco senadores. No se designará una decuria completa, así el número de jurados será par.
– Se asignará la presidencia de los tribunales a los seis segundos pretores echándola a suertes -terció Metelo Pío-. ¿Quiere eso decir que prevalecerá el antiguo sistema para elegir los pretores urbanos y los foráneos?
– No, voy a derogar la ley que atribuye el cargo de pretor urbano al cabeza de lista, y de pretor foráneo al segundo -replicó Sila-. A partir de ahora los ocho cargos se decidirán a suertes.
Pero a Lépido no le interesaba el cargo que recibía en suerte cada pretor, y planteó una pregunta de la que ya conocía la respuesta, por el simple hecho de oírsela decir a Sila.
– Por consiguiente, ¿pretendes impedir la participación en los tribunales a los caballeros?
– Totalmente. Salvo un breve intervalo, el control de los jurados romanos lo han venido ejerciendo los caballeros desde la época de Cayo Graco. ¡Eso se ha acabado! Cayo Graco olvidó incluir en la ley una cláusula que permitiese el procesamiento de un jurado corrupto. ¡Me aseguraré de que los senadores sean plenamente responsables bajo esa ley!
– Entonces, ¿qué deberes quedan para el pretor urbano y foráneo? -preguntó Metelo Pío.
– Serán responsables de todos los litigios civiles -contestó Sila -, así como, en el caso del pretor foráneo, de las querellas criminales entre los no romanos. Sin embargo, voy a anular el derecho de ambos pretores a juzgar en casos civiles; en lugar de ello, trasladarán esos casos a un solo juez designado a suertes entre una serie de senadores y caballeros, y será él quien actúe como iudex. Su decisión será irrevocable para ambas partes, si bien cualquiera de los dos pretores conservarán la potestad de supervisar los procedimientos.
Tomó la palabra Catulo, al ver que Hortensio, sofocado y fuera de sí por la actitud de Sila, no iba a hacer ninguna pregunta.
– Conforme estipula actualmente la constitución, Lucio Cornelio, sólo una asamblea legalmente convocada puede aprobar una sentencia de muerte. Si vas a despojar a las asambleas el derecho a juzgar, ¿quiere eso decir que serán esos tribunales los que tengan potestad para imponer la pena de muerte?
– No, Quinto Lutacio, no es eso. Todo lo contrario. No habrá pena de muerte. Las futuras penas se limitarán al destierro, a multas y/o confiscación de parte o de todas las propiedades de los convictos. Mis nuevas leyes regularán también las actividades de la comisión que determine los daños y perjuicios, que la formarán entre dos y cinco de los jurados, elegidos a suertes, más el presidente del tribunal.
– Has creado siete tribunales -dijo Mamerco-. Traición, extorsión, malversación, soborno, falsificación, violencia y homicidio. Pero, conforme a la lex Plautia, existe aún un tribunal para casos de violencia pública. Yo quiero preguntar dos cosas: una, ¿qué sucederá con este tribunal?, y dos, ¿qué sucede en los casos de sacrilegio?
– La lex Plautia ya no es necesaria -respondió Sila, reclinándose en la silla con gesto complaciente; el Senado parecía satisfecho ante la perspectiva de privar a las asambleas del derecho a juzgar delitos-. Los delitos de violencia se juzgarán en el tribunal al efecto o en el de traición si son de gran magnitud. En cuanto al sacrilegio, los delitos de esta naturaleza son poco frecuentes para que exista un tribunal permanente. Se determinará un tribunal especial en los casos concretos y lo presidirá un ex edil; pero su actuación será la misma que la de los tribunales fijos y no habrá derecho de apelación ante las asambleas. Si se trata de delitos de castidad de las vestales, seguirá siendo aplicable la pena de morir en la hoguera, pero su amante o amantes serán juzgados en otro tribunal, sin que se les imponga pena de muerte.
Lanzó un carraspeo y continuó:
– Por hoy casi he acabado. Pero antes que nada, una palabra sobre los cónsules. No es bueno para Roma ver a sus cónsules enredados en guerras extranjeras. Durante el año en que ejercen su cargo, los dos cónsules deberían ocuparse del bienestar de Roma y de Italia, y nada más. Ahora que los tribunos de la plebe han quedado en el lugar que les corresponde, espero que los cónsules se dediquen más a promulgar leyes. Otra cosa: comportamiento en el Senado. De ahora en adelante, un senador podrá ponerse en pie y tomar la palabra, pero no se le permitirá caminar de arriba abajo mientras hable; hablará desde su sitio, sentado o de pie. Y no se tolerarán ruidos, aplausos, pateo, ni voces y gritos. Los cónsules impondrán una sanción de mil denarios a los que infrinjan este nuevo reglamento de conducta en la cámara.
Un reducido grupo de senadores se reunió al pie de la escalinata de la Curia Hostilia una vez que Sila hubo salido; algunos (como Mamerco y Metelo Pío) eran partidarios irreductibles del dictador, mientras que otros (como Lépido y Catulo) opinaban que Sila era, como mucho, un mal necesario.
– No cabe duda -dijo el Meneitos- que estos nuevos tribunales descargarán de mucho trabajo a los cuerpos legislativos, y ya no se podrá inducir a la asamblea plebeya a que nombre un tribunal especial para juzgar a nadie, ni habrá temor de que un caballero desconocido se deje sobornar… Sí, son buenas reformas.
– ¡Vamos, Pío, tienes edad suficiente para recordar lo que sucedió durante un par de años cuando Cepio el cónsul devolvió al Senado la potestad de nombrar tribunales! -exclamó Filipo-. ¡Yo siempre estaba en uno u otro jurado, hasta en pleno verano! Tú te acordarás -añadió, volviéndose hacia Marco Perpena.
– Ya lo creo -contestó Perpena.
– Lo que os sucede a vosotros -terció Catulo- es que queréis que el Senado controle los jurados, pero os quejáis cuando os toca el turno. Si los senadores queremos dominar la judicatura, tenemos que estar dispuestos a apechugar con las consecuencias.
– No será más difícil ahora que anteriormente -dijo Mamerco, conciliador-. Ahora somos más.
– Claro, tú eres el yerno del Gran Hombre y te maneja como una marioneta -dijo Filipo-. ¡No somos tantos! Y habiendo tribunales permanentes no habrá retrasos… Antes al menos podíamos retrasar los juicios haciendo que las asambleas estuvieran en ascuas unos intervalos de mercado mientras nosotros nos tomábamos unas vacaciones. Mientras que ahora lo único que tiene que hacer el presidente de un tribunal es nombrar el jurado. Y ni siquiera sabremos de antemano si vamos a formar parte de él, por lo que no podremos planificar nada. Sila ha dicho que no se echará a suertes hasta determinar la fecha del juicio. ¡Es que ya lo veo! ¡Apenas lleves dos días de asueto a la orilla del mar y ya tendrás que volver a Roma para formar parte de un maldito jurado!
– Los deberes del jurado deberían haberse repartido -dijo Lépido-. Los juicios importantes para el Senado: extorsión y traición. El tribunal de homicidios podría funcionar perfectamente con un jurado formado por caballeros, ¡y seguramente funcionaría mejor si lo constituyesen miembros del censo por cabezas!
– Según tú -replicó Mamerco, cáustico-, los jurados en el juicio a senadores deberían ser senadores, mientras que los jurados en los juicios a otras personas por acusaciones como brujería o envenenamiento carecen de categoría para que los formen senadores.
– Algo así -contestó Lépido, sonriente.
– Lo que me gustaría saber -dijo el Meneitos, considerando que convenía cambiar de tema- es qué más pensará legislar.
– Me apostaría algo a que no será a favor nuestro -dijo Hortensio.
– ¡Tonterías! -exclamó Mamerco, nada amilanado porque le hubiesen motejado de marioneta de Sila-. Hasta ahora todo lo que ha hecho ha sido para reforzar la influencia del Senado y para que Roma recupere los antiguos valores y costumbres.
– Puede que sea demasiado tarde para volver a las antiguas tradiciones y costumbres -dijo Perpena pensativo-. Muchas de las cosas que él ha abolido eran, por su antigüedad, dignas de incluirse en el mos maiorum. Hoy la asamblea plebeya es como una asociación para jugar a la taba o a los dados. No perdurará porque no puede perdurar. Los tribunos de la plebe han sido durante siglos los principales legisladores de Roma.
– Sí, lo que ha hecho con los tribunos de la plebe no es una medida popular -dijo Lépido-. Tienes razón; el estado actual de la asamblea de la plebe no puede durar.
En las calendas de octubre, el dictador provocó nuevas conmociones. Amplió el límite sagrado de Roma cien pies hacia el forum Boarium para agrandar la ciudad. Desde la época de los reyes nadie había osado tocar el pomerium, y modificarlo era símbolo de realeza, no una facultad republicana. Pero Sila no se anduvo con miramientos; anunció que iba a modificarlo porque ahora el río Rubicón sería la frontera oficial entre Italia y la Galia itálica. Ya hacía mucho tiempo que se consideraba el río como frontera, pero en la última determinación oficial se había adoptado como frontera el río Metaurus. Por consiguiente, razonó Sila, podía decirse que en rigor se había ampliado el territorio de Roma en Italia, y quería dar relevancia al hecho ampliando el pomerium de Roma la nadería de cien pies.
– Por lo que a mi respecta -dijo Pompeyo a su nueva (y grávida) esposa- me parece estupendo.
– ¿Por qué? -preguntó Emilia Escaura con cara de perplejidad. Era una mujer que siempre andaba haciendo preguntas capaces de irritar a un hombre más egoísta, pero a Pompeyo le encantaba que le preguntasen.
– Mi querida regordeta, que parece haberse tragado una sandía entera -contestó, haciéndole cosquillas en el vientre y dirigiéndole un guiño-, porque yo poseo la mayor parte del Ager Gallicus al sur del Ariminum y, así, ahora pertenece a Umbría. Ahora soy uno de los mayores terratenientes de Italia, si no el mayor. No lo sé. Hay otros que tienen más tierras por sus propiedades en la Galia itálica, como los Emilios Escauros, tu tata (mi delicioso pastelito). y los Domicios Ahenobarbos, pero yo he heredado casi todas lasfincas de los Lucilios de Lucania, y, añadiendo la mitad sur del Ager Gallicus a las tierras de Umbría y el norte de Piceno, no creo que tenga rival en Italia. Muchos deploran lo que ha hecho el dictador, pero no seré yo quien lo critique.
– Estoy deseando ver tus tierras -dijo ella añorante, poniéndose la mano en el vientre-. Me lo has prometido, Magnus; en cuanto pueda viajar.
Estaban sentados uno junto a otro en un sofá, y él se volvió Àpara tumbarla con un suave empujón, le cogió los labios entre los dedos y le cubrió el rostro a besos.
– ¡Más! -exclamó ella cuando él la soltó.
Pompeyo tenía el rostro encima del de ella y sus azulísimos ojos la miraban maliciosos.
– ¿Qué quiere esta cerdita golosa? ¿Eh? ¿Qué es lo que quiere? -le dijo-. ¿No debería tener más cuidado? ¿Eh?
Ella se estremeció en medio de una cascada de risitas, que a él le impulsaron a hacerle más cosquillas porque le agradaba oírla, pero el deseo no tardó en apoderarse de él y tuvo que apartarse.
– ¡Ah, maldito niño! -exclamó ella malhumorada.
– Ya falta poco, gatita -dijo él para animarla-. Cuando tengas el de Glabrio haremos el nuestro.
Efectivamente, Pompeyo había sido muy considerado, decidido como estaba a que nadie, y menos los estirados parientes de Emilia Escaura, le reprochasen no ser el más amable y cariñoso de los maridos, pues ansiaba formar parte del clan.
Al saber que el hijo de Mario había tenido intimidad con Praecia, él también había adquirido la costumbre de ir a su suntuosa casa, pues no consideraba que era rebajarse degustar lo que otro había dejado con tal de que el otro en cuestión hubiese sido famoso, tuviese influencia o fuese de nobilísima familia. Además, Praecia era sexualmente una verdadera delicia, y capaz de complacerle con variantes que él estaba seguro de que Emilia Escaura no aprobaría cuando llegase la ocasión. Las esposas eran para el serio asunto de la procreación, pese a que a la pobre Antistia ni siquiera eso le había sido concedido.
Si le gustaba estar casado era porque tenía el feliz don de saber enamorar a las mujeres; a su esposa la abrumaba a cumplidos a toda hora, y no le importaba que las tonterías que le decía pudiera oírlas Metelo Pío, pontífice máximo (aunque tenía buen cuidado de no decírselas cuando Metelo Pío podía oírlas), y mantenía una actitud alegre y animada que propiciaba el amor de Emilia hacia él. Y era tan inteligente que hasta le consentía que se enfadase, llorase, se quejase por nada y le castigase. Ni Antistia ni Emilia Escaura se daban cuenta de que las manipulaba y creían que eran ellas quienes lo hacían, mejor que mejor. Todos contentos y se evitaban disensiones.
Su gratitud hacia Sila por haberle concedido la hija del antiguo príncipe del Senado casi no conocía límites; sabía que él merecía algo más que la hija de Escauro, pero también reforzaba su propia estima saber que una persona como Sila le consideraba digno de la hija de Escauro. Desde luego, no se le escapaba que a Sila le convenía vincularle a su familia mediante aquel matrimonio, y eso reforzaba también su amor propio. A los aristócratas romanos como Glabrio, el dictador podía arrinconarlos, mientras que a Cneo Pompeyo Magnus le atribuía suficiente importancia como para darle lo que había arrebatado a Glabrio. Porque el dictador hubiera podido (por ejemplo) haber dado la hija de Escauro a su sobrino Publio Sila o a su protegido Lúculo.
Pompeyo se había empeñado en no ingresar en el Senado, pero no entraba en sus planes apartarse del círculo íntimo del dictador. No, sus sueños se encaminaban ahora a convertirse en el único héroe militar de la historia de la República que obtuviese poderes proconsulares sin ser senador. Decían que eso era imposible; se habían burlado de él y le habían ridiculizado. ¡No sabían el riesgo a que se exponían! En su momento se lo haría pagar… no matándolos, como habría hecho Mario, ni declarándolos proscritos, como hacia Sila: él los haría sufrir obligándoles a someterse, incitándoles a ocupar una posición tan envidiable, que el oprobio de tener que mostrarse complacientes destruyese su amor propio. ¡Para él eso era mucho más dulce que verles morir!
Así, Pompeyo logró dominar su deseo por la deliciosa ramita de la gens Emilia y se contentó con visitar asiduamente a Praecia y consolarse con mirar el vientre de Emilia Escaura, que nunca jamás engendraría más que su progenie.
Emilia debía dar a luz a primeros de diciembre, pero a finales de octubre le sobrevino un repentino y difícil parto. Hasta aquel momento su embarazo no había presentado incidentes, por lo que el episodio sorprendió a todos, incluidos los físicos. El raquítico niño que trajo prematuramente al mundo murió al día siguiente y no tardó en seguirle la madre, consumida por una hemorragia inexorable.
Su muerte hundió a Pompeyo en la desesperación. La había amado sinceramente a su manera egoísta, y si Sila hubiese buscado por toda Roma la novia adecuada para él con el deseo de complacerle, no hubiera podido encontrar ninguna mejor que la risueña, un poco torpe y totalmente ingenua Emilia Escaura. Hijo de un hombre apodado el Carnicero, y él mismo llamado el Joven Carnicero, la experiencia de Pompeyo en relación con la muerte era de toda la vida, y sin que la redujese impulso alguno de compasión o misericordia. Moría un hombre y otro nacía; moría una mujer y otra nacía. Seres mortales. Al morir su madre había llorado algo, pero hasta la muerte de Emilia Escaura ninguna muerte había llegado a afectarle, salvo la de su padre.
El fallecimiento de su esposa estuvo a punto de inducirle a acompañárla en la pira funeraria; Varrón y Sila no llegaron nunca a saber si aquella pugna por querer saltar a las llamas había sido sincera del todo; hasta tal punto estaba afligido. Ni el propio Pompeyo lo sabía. Lo único cierto es que la Fortuna le había favorecido con el regalo de la hija de Escauro y luego se la había arrebatado antes de que pudiera disfrutarla.
Sumido en un mar de lágrimas, el joven salió de Roma por la puerta Colina, por segunda vez por motivo de una muerte repentina. Primero su padre y ahora Emilia. Para el picentino Pompeyo no había otra solución que volver a su casa.
– Ahora Roma tiene diez provincias -dijo Sila en la cámara al día siguiente del entierro de su hijastra.
Vestía el luto senatorial: la toga blanca y una túnica con la banda púrpura estrecha de los caballeros en lugar de la ancha de senador. De haber tenido parentesco consanguíneo con Emilia, no habría podido asistir a actos públicos durante diez días, pero como no era el caso, allí estaba. Y suerte de ello, porque él tenía asuntos de Estado.
– Voy a nombrarlas, padres conscriptos. Hispania Ulterior, Hispania Citerior, Galia Transalpina, Galia Cisalpina, Macedonia y Grecia, Asia, Cilicia, Africa y Cirenaica, Sicilia, Cerdeña y Córcega. Diez provincias con diez gobernadores. Si ninguno permanece en la provincia más de un año, serán diez hombres para diez provincias a principio de cada año: los dos cónsules y los ocho pretores que dejan el cargo.
Su mirada se detuvo en Lépido, y a él pareció que dirigía los comentarios que siguieron.
– A cada uno de los gobernadores se le asignará un cuestor salvo al de Sicilia, que tendrá dos, uno para Siracusa y otro para Lilibeo. Así, de los veinte cuestores, quedan nueve para Italia y Roma. De sobra. Cada gobernador tendrá además un equipo de servidores públicos, desde lictores y heraldos hasta escribas, funcionarios y contables. Será deber del Senado (actuando a recomendación del Tesoro) asignar a cada gobernador una determinada suma que se denominará estipendio, y este estipendio no se aumentará bajo ningún concepto durante el año. Por consiguiente, constituye el sueldo del gobernador, y se le abonará por adelantado. Con él pagará a los servidores y los gastos del cargo, y deberá presentar a fin de año un estado de cuentas detallado, aunque no estará obligado a devolver lo que no haya gastado. Es suyo desde el momento en que se le entrega, y con él hace lo que le parece; si lo quiere invertir en Roma a su nombre antes de partir para la provincia, puede hacerlo. ¡Pero que sepa que no se le enviará ningún dinero más! Tengo que hacer otra advertencia. Dado que el estipendio es propiedad suya desde el momento en que se le paga, se les puede retener legalmente si el futuro gobernador tiene deudas. Por lo tanto, aviso a todos los posibles gobernadores que su carrera puede verse comprometida si contraen deudas. ¡Un gobernador arruinado que vaya a hacerse cargo de una provincia se verá acusado de grave delito a su regreso!
Dirigió una mirada feroz a la cámara y continuó.
– Voy a anular toda potestad de las asambleas en cuestiones de guerra, provincias y asuntos extranjeros. A partir de ahora, las asambleas no podrán tratar de guerras, provincias y asuntos extranjeros, ni siquiera en contio; serán asuntos de exclusiva potestad del Senado -otra mirada feroz-. A partir de ahora, las asambleas aprobarán leyes y celebrarán elecciones, pero nada más. No tendrán participación en juicios, asuntos extranjeros ni cuestiones militares.
Al concluir la frase se oyó un ligero murmullo. La tradición estaba de parte de Sila, pero desde la época de los hermanos Gracos las asambleas se habían utilizado cada vez más para obtener mando militar y la gobernación de provincias, y hasta para despojar de ese mando a los nombrados por el Senado. Le había sucedido al padre del Meneitos cuando Mario le había arrebatado el mando de la campaña de Africa, y lo había sufrido Sila cuando Mario le había arrebatado el mando de la guerra contra Mitrídates. La nueva ley era bien recibida.
Sila dirigió la vista a Catulo.
– Los dos cónsules deben ser enviados a las dos provincias consideradas más turbulentas o en peligro. Las provincias consulares y las pretorianas se asignarán a suertes. Habrá que ajustarse a ciertas convenciones para mantener el buen nombre de Roma en el orbe. Si se hacen levas de naves o flotas en las provincias o en reinos clientes, el coste se deducirá del tributo anual. Y la misma ley se aplicará a las levas de tropas o abastecimientos militares.
Marco Junio Bruto, hasta aquel momento acobardado como un ratón, sacó fuerzas de flaqueza.
– Si un gobernador tiene que afrontar una guerra en su provincia, ¿tendrá que dejarla al cabo de un año?
– No -respondió Sila, guardando silencio un instante mientras pensaba-. Puede incluso darse el caso de que el Senado se vea obligado a enviar a los cónsules del año a una guerra extranjera. Si Roma se ve acosada será difícil evitarlo. Sólo pido al Senado que considere muy detenidamente las soluciones antes de comprometer a los cónsules del año en una campaña extranjera o prorrogar el mandato de un gobernador.
Cuando Mamerco levantó la mano para hablar, los senadores prestaron oído, pues ya se sabía que era la marioneta de que Sila se valía para hacer preguntas, y supusieron que iba a cuestionar algo que el dictador consideraba preferible introducir por medio de una pregunta.
– ¿Puedo plantear una situación hipotética? -preguntó Mamerco.
– ¡Adelante! -contestó Sila de buen talante.
Mamerco se levantó. Como aquel año era pretor de extranjeros y tenía cargo curul, estaba sentado en el estrado al fondo de la cámara, junto a los demás magistrados curules, y todos los senadores podían verle puesto en pie. El nuevo reglamento impuesto por Sila de que todos tomasen la palabra sin moverse del sitio hacía que sólo a los que estaban en el estrado los vieran todos.
– Pongamos que llega un año en que Roma se ve acosada por todos lados -comenzó a decir Mamerco pausadamente-. Pongamos que los cónsules y todos los pretores disponibles del año han tenido que ir a luchar mientras desempeñaban el cargo, o supongamos que los cónsules del año no tienen suficiente experiencia militar para ser enviados a la guerra. Digamos que se da la posibilidad de que faltan gobernadores, porque un par de ellos han muerto a manos de los bárbaros o por otras causas. Y supongamos que en el Senado no hay hombres con experiencia o capacidad que quieran o puedan asumir el mando militar o el cargo de gobernador. Si has privado a las asambleas de la potestad de discutir el asunto y adoptar la decisión de lo que debe hacerse compete exclusivamente al Senado, ¿qué debe hacer éste?
– ¡Ah, qué magnífica pregunta, Mamerco! -exclamó Sila, después de haber llevado la cuenta de los diferentes puntos con los dedos, como si no la hubiese elaborado él mismo-. Roma se ve acosada por todas partes. No hay magistrados curules. No hay consulares ni ex pretores. No hay senadores con suficiente experiencia o capacidad. Pero Roma necesita otro jefe militar o un gobernador. ¿Es así? ¿Lo he entendido bien?
– Exactamente, Lucio Cornelio -contestó Mamerco muy serio.
– En ese caso -dijo Sila despacio-, el Senado debe buscar fuera de sus filas a ese hombre, ¿no os parece? Lo que expones es una situación insoluble con los medios habituales. En cuyo caso, la solución debe buscarse con medios extraordinarios. En otras palabras, el Senado tiene la obligación de buscar en Roma un hombre de capacidad y experiencia excepcionales para darle la autoridad legal necesaria para que asuma el mando militar o el cargo de gobernador.
– ¿Aunque sea un liberto? -inquirió Mamerco, estupefacto.
– Aunque sea un liberto. Aunque yo más bien me inclinaría a pensar que sería elegido un caballero o un centurión. Yo conozco un centurión que en cierta ocasión estuvo al mando de una peligrosa retirada y le fue concedida la Corona de Hierba, y después obtuvo la toga bordada de púrpura de una magistratura curul. Se llamaba Marco Petreio. De no haber sido por él, se habrían perdido muchas vidas y aquel ejército no habría podido volver a entrar en combate. Accedió al Senado y murió honrosamente durante la guerra itálica. Su hijo forma parte de los nuevos senadores nombrados por mí.
– ¡Pero el Senado no tiene poder legal para dar imperium para mando militar o gobierno a quien no es senador! -objetó Mamerco.
– Con mis nuevas leyes el Senado tendrá ese poder y deberá dárselo -replicó Sila-. Denominaré a ese cargo de gobernador o de mando militar «encomienda especial», y otorgaré la autoridad debida al Senado para que otorgue el imperium que considere necesario. A cualquier ciudadano romano, aunque sea un liberto.
– ¿A dónde irá a parar? -musitó Filipo a Flaco, príncipe del Senado-. ¿Jamás he oído nada igual!
– Pues no sé -contestó Flaco con un hilo de voz.
Sila sí que lo sabía, y Mamerco se lo imaginaba; era una manera más de vincular a Cneo Pompeyo Magnus, que se había negado a entrar en el Senado, pero que, debido a las tropas veteranas de su padre, seguía siendo un poder militar que había que tener en cuenta. Sila no estaba dispuesto a que nadie marchase sobre Roma; él había sido el último. Por consiguiente, si la situación cambiaba y Pompeyo se convertía en un peligro, tenía que haber una solución para que la enorme capacidad de Pompeyo pudiera ser encauzada legalmente por el organismo con poderes para ello: el Senado. Sila no pretendía más que legislar lo que era de puro sentido comun.
– Me queda por definir la traición -dijo días más tarde el dictador-. Hasta que entraron en vigor las nuevas leyes sobre los tribunales, había varias clases de traición, desde el perduellio hasta la maiestas minuta; traiciones grandes, traiciones pequeñas y traiciones medias, aunque todas ellas carecían de auténtica especificidad. A partir de ahora, todas las acusaciones por traición serán juzgadas en el quaestio de maiestate, el tribunal permanente para traición. Las acusaciones de traición, como veréis en breve, se limitarán casi exclusivamente a los que ostenten cargos de gobernador o tengan mando en guerras extranjeras. Si un civil romano comete traición en Roma o Italia, será objeto de un solo proceso que llevará a cabo una asamblea; será juzgado por perduellio por las centurias, que le condenarán a la pena tradicional de crucifixión en un árbol de mal agüero.
Hizo una breve pausa.
– Todos éstos que enumero son casos de traición:
»Un gobernador provincial que abandone su provincia.
»Un gobernador militar que permita a sus ejércitos cruzar la frontera provincial.
»Un gobernador provincial que inicie la guerra por su cuenta.
»Un gobernador que invada el territorio de un rey vasallo sin previo consentimiento del Senado.
»Un gobernador que intrigue con un rey vasallo o cualquier poder extranjero para cambiar la situación de un país extranjero.
»Un gobernador que reclute tropas suplementarias sin autorización del Senado.
»Un gobernador que adopte decisiones o publique edictos en su provincia que alteren la situación de la misma sin consentimiento expreso del Senado.
»Un gobernador que no permanezca en su provincia más de treinta días después de la llegada del sucesor nombrado por el Senado.
»Eso es todo -añadió Sila, sonriendo-. En el aspecto positivo, señalaré que el que posea imperium seguirá teniéndolo hasta cruzar el límite sagrado de Roma. Siempre ha sido así y lo confirmo.
– ¡No sé yo -dijo Lépido enfurruñado- para qué son necesarias todas esas reglas específicas!
– Vamos, Lépido -replicó Sila, hastiado-, estás ahí sentado mirándome; a mí, que he hecho casi todo lo que figura en la lista. ¡Estaba justificado! Se me había privado ilegalmente de mi imperium y mi mando. ¡Y lo que hago ahora es dictar leyes que impidan que nadie prive a otro de su imperium y de su mando! La situación no podrá volver a repetirse, y los que lo hagan serán culpables de traición. No se puede consentir que nadie piense en marchar sobre Roma o cruzar con su ejército la frontera de su provincia en dirección a Roma. Esos tiempos han pasado. Y aquí estoy yo para demostrarlo.
El día 26 de octubre, el sobrino de Sila, Sixto Nonio Sufena (el hijo menor de su hermana), inauguró lo que habría de convertirse en los juegos anuales de la victoria, los ludi Victoriae, que concluyeron en el circo Máximo el primer día de noviembre, aniversario de la batalla en la puerta Colina. Fueron unos juegos aceptables, pero no magníficos, con la peculiaridad de que se celebró por primera vez la carrera de caballos troyana, que entusiasmaba a la multitud por las maniobras que efectuaban los caballos montados por jóvenes que habían de ser de noble cuna. Pero en Grecia no causaron mucha alegría, porque Sufena la había vaciado de atletas, danzarines, músicos y cómicos, por lo que los juegos de Olimpia, celebrados aproximadamente por las mismas fechas, fueron un desastre. Además, se produjo un curioso escándalo: el hijo menor de Antonio Orator, Cayo Antonio Hibrida, se cubrió de oprobio al conducir un carro en una de las carreras, porque si era un honor para un joven noble correr en la troyana, se consideraba un baldón que un noble condujese un carro.
En las calendas de diciembre, Sila anunció los nombres de los magistrados que entrarían en funciones en Año Nuevo. El era primer cónsul con Quinto Cecilio Metelo Pío de segundo cónsul. Finalmente, recompensaba su lealtad. A Dolabela el mayor lo nombró gobernador de Macedonia, y a Dolabela el joven de Cilicia. Aunque la suerte le adjudicó un cuestor en la persona de Cayo Publio Maléolo, Dolabela el joven se empeñó en que su primer legado fuese Cayo Verres. Lúculo permaneció en Oriente sirviendo a Termo, gobernador de Asia, mientras que Cayo Escribonio Curio regresó a Italia para asumir el cargo de pretor.
Había llegado el momento de emprender la principal tarea: la asignación de tierras a los veteranos. Durante los dos años siguientes, el dictador desmovilizaría ciento veinte mil soldados de veintitrés legiones. En su primer consulado, al final de la guerra itálica, había entregado las tierras rebeldes de Pompeii, Faesula, Hadria, Telesia, Grumentum y Bovianum a sus veteranos de la campaña, pero aquello había sido una empresa sin punto de comparación.
El programa fue llevado a cabo minuciosamente, con arreglo a grados de recompensa según los años servidos, graduación y valor personal. Los centuriones primus pilus de sus legiones contra Mitrídates (todos ellos, además, condecorados) recibieron quinientos iugera de buena tierra, mientras que la tropa de las legiones de Carbón que se habían pasado al bando del dictador recibieron diez iugera de tierra peor.
Comenzó por las tierras confiscadas de Etruria en zonas que eran de las ciudades de Volaterrae y Faesulae, castigadas de nuevo. Como Etruria había adoptado una oposición casi constante a Sila, él no concentró en principio a sus veteranos en poblaciones, sino que los dispersó ampliamente en previsión de futuras sublevaciones. Pero esto fue un error, pues Volaterrae no tardó en sublevarse, cerró sus puertas después de matar a numerosos ex combatientes de Sila y se dispuso a resistir el asedio; como la ciudad estaba construida en una elevación en medio de un profundo barranco, sus habitantes pensaron que podrían resistir mucho tiempo. El propio Sila acudió a dirigir el asedio durante tres meses, pero regresó a Roma cuando se dio cuenta de lo que iba a tardarse en reducir a la ciudad.
No obstante, el hecho le sirvió de escarmiento y cambió el sistema de asentamiento de veteranos en tierras confiscadas; las últimas colonias fueron núcleos coordinados de ex combatientes capaces de congregarse en caso de hostilidad local. El único experimento fuera de la península se llevó a cabo en Córcega, donde fundó dos colonias de ex combatientes, pensando en civilizar la isla y acabar con el bandidismo corso; pero fue en vano.
Los nuevos tribunales comenzaron a funcionar bien, proporcionando el marco ideal para la nueva lumbrera de la abogacía, el joven Marco Tulio Cicerón. A Quinto Hortensio (que había medrado a la sombra de los juicios celebrados en las asambleas) le costó adaptar su actuación al ambiente de los juicios al aire libre, mientras que Cicerón se acomodó a las mil maravillas. Al final de año viejo, Cicerón actuó como único defensor en un juicio preliminar presidido por Dolabela el joven, en el que se trataba de dilucidar si había que depositar la suma de dinero llamada sponsio o si podía celebrarse el juicio sin tal requisito. Los abogados de la parte contraria eran nada menos que Hortensio y Filipo, pero fue Cicerón quien ganó el caso, iniciando con ello una carrera forense sin igual.
Fue en junio, siendo Sila cónsul con Metelo Pío, cuando un noble de veintiséis años de familia patricia, Marco Valerio Mesala Corvino, apeló a su buen amigo, también de veintiséis años, Marco Tulio Cicerón, para que actuase en nombre de uno que era amigo suyo y cliente.
– Sexto Roscio, hijo de Amena -dijo Mesala a Cicerón-. Le acusan de asesinar a su padre.
– ¡Oh! -exclamó Cicerón-. Tú eres un buen abogado, querido Corvino, ¿por qué no le defiendes tú? Los casos de asesinato son llamativos, pero fáciles; no tienen implicaciones políticas.
– Eso crees tú -replicó Mesala, muy serio-. Este caso tiene muchas implicaciones políticas. Sólo existe una posibilidad de que absuelvan a Roscio: que le defiendas tú, Marco Tulio. Hortensio se ha negado horrorizado.
Cicerón se incorporó en la silla, sus negros ojos animados por un fulgor de interés y haciendo uno de sus gestos más frecuentes de agachar la cabeza y dirigir una profunda mirada a su interlocutor.
– ¿Tan complicado ha de ser un caso de homicidio? ¿Por qué?
– Quien se encargue de la defensa de Roscio de Amena se enfrentará al sistema de proscripción de Sila -dijo Mesala-. Para lograr su absolución habrá que demostrar que las proscripciones de Sila suponen una grave corrupción.
– ¡Por los dioses! -dijo Cicerón, profiriendo un silbido con su carnosa boca.
– ¡Y que lo digas! ¿Te interesa el caso?
– Pues no se… -contestó Cicerón, frunciendo el ceño y debatiéndolo interiormente. Conservar la vida era fundamental, pero un caso difícil con posibilidad de ganar laureles jurídicos merecía la pena-. Explícate un poco, Mesala, para que me haga una idea.
Mesala se dispuso a contar la historia de modo vivaz para ganar el interés de Cicerón.
– Sexto Roscio tiene mi edad, y le conozco desde que íbamos a la escuela. Hemos servido nuestras seis campañas a las órdenes de Lucio César y de Sila en Campania. El padre de Roscio era propietario de casi toda Amena, incluidas trece fincas en la orilla del Tíber, de una enorme riqueza. Roscio es su único hijo, pero hay dos primos que son los malvados. El padre de Roscio fue a Roma a hacer una visita a principios de año y allí le asesinaron. No sé si fueron los primos, y Roscio tampoco lo sabe. Es probable, pero podría ser que no -añadió Mesala con una mueca-. La noticia del asesinato del padre llegó a Amena a través de un agente de los primos, desde luego. Y lo más sospechoso es que ese agente no le dijo nada al pobre Roscio. Sólo habló con los primos, quienes urdieron la historia para hacerse con la heredad.
– Creo que lo entiendo -dijo Cicerón, cuya mente era implacable analizando la perfidia humana.
– Volaterrae acaba de sublevarse y Sila estuvo allí dirigiendo las primeras fases del asedio; y con él iba Crisógono.
No había necesidad de explicar a Cicerón quién era Crisógono, pues todo Roma conocía al infame administrador encargado de las listas, los libros y todos los detalles relativos a las proscripciones de Sila.
– Los primos acudieron a Volaterrae y les fue concedida una entrevista con Crisógono, quien, mediante un alto precio, acordó con ellos falsificar una de las listas de proscripción incluyendo el nombre del padre de Roscio. Luego fingió que había «visto por casualidad+ un informe oficial sobre el asesinato y «recordó+ que el nombre figuraba en una lista de proscripción. En resumen: las propiedades del padre de Roscio, con un valor de seis millones, fueron subastadas y las adquirió el propio Crisógono por dos mil sestercios. ¿Te imaginas?
– ¡Me encanta ese infame! -exclamó Cicerón, con gesto de perro perdiguero al acecho.
– ¡Pues a mí no! ¡Es odioso! -replicó Mesala.
– ¡Sí, sí, es odioso! ¿Y qué sucedió después?
– Todo esto sucedió antes de que Roscio supiera que su padre había muerto. La primera noticia la tuvo cuando los dos primos aparecieron con una orden de proscripción de Crisógono y le expulsaron de las propiedades del padre. Crisógono se ha quedado con diez de las trece fincas y ha instalado en ellas al segundo primo como administrador y agente. Las otras tres fincas Crisógono se las ha asignado al otro primo. El golpe para el pobre Roscio ha sido por partida doble: al enterarse que su padre estaba proscrito hacía meses y que había sido asesinado.
– ¿Y ha creído toda esa sarta de mentiras? -preguntó Cicerón.
– Totalmente. ¿Por qué no había de creerlas? Cualquiera con unos sestercios ahorrados teme verse en una lista de proscritos, viva en Roma o en Amena. ¡Y Roscio se lo creyó! Y abandonó las propiedades.
– ¿Y quién descubrió el pastel?
– Los ancianos del lugar -contestó Mesala-. Un hijo nunca conoce la auténtica naturaleza del padre, pero los amigos de éste sí; cosa lógica. Una persona conoce a un amigo sin las deformaciones emocionales propias de un hijo.
– Cierto -añadió Cicerón, pensando en su propio padre.
– Fueron los amigos del padre quienes se reunieron y convinieron en que el muerto no tenía ni un pelo de partidario de Mario, Cinna o Carbón, y convinieron ir a Volaterrae para pedir audiencia con Sila en persona para suplicarle que revocase la proscripción para que Roscio pudiese heredar. Reunieron numerosas pruebas y se pusieron en marcha sin dilación.
– ¿En compañía de qué primo? -inquirió Cicerón.
– Buena pregunta -contestó Mesala sonriente-. Del primero, que, además, tuvo la audacia de asumir el mando de la misión. Mientras, el segundo primo se adelantó al galope hasta Volaterrae para advertir a Crisógono de lo que sucedía. Por eso la delegación no llegó a ver a Sila; les paró los pies Crisógono, quien tomó nota de todos los detalles, se quedó con las pruebas, y les prometió entrevistarse con el dictador para que derogase la proscripción, asegurándoles que no se preocuparan y que Roscio heredaría.
– ¿Y no sospechó nadie que hablaban con el verdadero propietario de las trece fincas? -inquirió Cicerón.
– Nadie, Marco Tulio.
– Es signo de los tiempos, ¿no es cierto?
– Eso me temo.
– Continúa.
– Transcurrieron dos meses, y los amigos del padre de Roscio se dieron cuenta de que les habían engañado, pues no llegaba ninguna orden anulando la proscripción, y ya se sabía que los dos primos vivían en las propiedades como si fuesen suyas. Hicieron averiguaciones y supieron que el primero era dueño de tres y Crísógono de las otras diez. Y todos se quedaron aterrados, pues imaginaron que Sila estaba al corriente de todo.
– ¿Tú crees que es así? -inquirió Cicerón.
Mesala reflexionó un buen rato y, finalmente, meneó la cabeza.
– No, Cicerón, lo dudo.
– ¿Por qué? -preguntó aquel jurista nato.
– Sila es terrible. A mí me hace temblar. Dicen que de joven mataba a mujeres por dinero, y que entró en el Senado pasando por encima de esos cadáveres; pero yo le conocí un poco cuando estuve en su ejército (yo era muy joven para tener amistad con él, desde luego, pero él siempre andaba revisándolo todo) y me llamó la atención por su escrupulosidad aristocrática. ¿Sabes lo que quiero decir?
Cicerón sintió una comezón de bochorno, pero lo disimuló. ¿Sabía él lo que el noble patricio Marco Valerio Mesala quería decir con escrupulosidad aristocrática? ¡Oh, claro! Nadie mejor que Cicerón, que era «hombre nuevo» y tanto envidiaba a los patricios como Mesala y Sila.
– Creo que sí -dijo.
– Sila tiene un lado oscuro, y seguramente sería capaz de matarnos sin escrúpulos si conviniera a sus planes, pero sería por tener un motivo patricio. No lo haría por codiciar trece ricas fincas en la ribera del Tíber. Si tuviera ocasión de acudir a una subasta de propiedades confiscadas, no digo yo que no aprovechara la ocasión de comprar unas tierras muy baratas, pero ¿urdir algo así para enriquecerse él o su liberto de un modo deshonroso poniendo en peligro algo tan vital como su reputación? No; creo que no. A él le importa su honorabilidad; se advierte en sus leyes, que yo considero son honorables. Puede que no esté de acuerdo con él en que a los tribunos de la plebe deba arrebatárseles todo su poder, pero lo ha hecho legal y abiertamente. Es un patricio romano.
– Entonces Sila no sabe nada -apostilló Cicerón, pensativo.
– Yo creo que no.
– Continúa, Marco Valerio, te lo ruego.
– Cuando los ancianos de Amena dieron en pensar que Sila estaba al corriente de los hechos, mi amigo Roscio optó por protestar más. El pobre había estado muy abrumado durante meses y apenas tenía ánimo para hablar. Pero una vez que se soltó la lengua, comenzó a contar cosas. Habían atentado contra su vida varias veces. Y por ello hace dos meses huyó a Roma y buscó refugio en casa de una vieja amiga de su padre, la vestal retirada Metela Baleárica, la hermana de Metelo Nepote. La otra hermana era esposa de Apio Claudio Pulcro y murió dando a luz a ese horrible niño que se llama Publio Clodio.
– Continúa, Mesala -dijo Cicerón.
– Parece ser que el hecho de que Roscio conociese a gente de tanta influencia como los Metelos Nepote y una vestal retirada de los Cecilios Metelos, quitó el sueño a los primos, que comenzaron a temerse que Roscio pudiera entrevistarse con Sila. Pero no se atrevieron a asesinarle por temor a que se descubriese el crimen si los Cecilios Metelos conseguían que se llevasen a cabo pesquisas. Así que decidieron que era mejor desacreditar a Roscio falsificando pruebas de que era el asesino de su padre. ¿Conoces a un tal Erucio?
– ¿Y quién no? -replicó Cicerón con una mueca de disgusto-. Es un acusador profesional.
– Bien, pues ése acusó a Roscio del asesinato de su padre. Los testigos del crimen eran sus esclavos, que, naturalmente, habían sido vendidos con las propiedades a Crisógono. Por consiguiente, no había posibilidad de que dijesen la verdad. Y Erucio está convencido de que no hay abogado capaz de asumir la defensa de Roscio, al no atreverse a denigrar el método de las proscripciones por temor a Sila.
– Pues más le vale a Erucio no dormirse sobre sus laureles -comentó Cicerón con energía-. Defenderé encantado a tu amigo Roscio, Mesala.
– ¿Y no te preocupa incomodar a Sila?
– ¡Uf! ¡Bobadas! ¡Sé cómo hacerlo exactamente y lo haré! Además, te aseguro que Sila me lo agradecerá.
Aunque en el tribunal de homicidios se habían visto otros casos, el juicio de Sexto Roscio de Amena, acusado de parricidio, levantó un gran revuelo. La ley de Sila estipulaba que presidiese el tribunal un antiguo edil, pero aquel año era presidente el pretor Marco Fanio. Cicerón, sin ningún temor, expuso la historia de Roscio en su actio prima, dejando claro para el jurado y el público que la línea principal de su defensa sería la corrupción a que daban lugar las proscripciones de Sila.
Llegó por fin el último día del juicio en que Cicerón tenía que dirigir el discurso definitivo al jurado, y, junto al presidente del tribunal, estaba Lucio Cornelio Sila, sentado en su silla curul.
La presencia del dictador no amilanó a Cicerón lo más mínimo, sino que le estimuló para elevarse a una elocuencia sin par.
– Hay tres culpables en este horrible asunto -dijo, dirigiéndose a Sila en vez de al jurado-. Los primos Tito Roscio Capito y Tito Roscio Magnus como más destacados, pero, en realidad, secundarios. No hubieran podido hacer lo que han hecho de no ser por las proscripciones, de no ser por Lucio Cornelio… Crisógono -añadió, con una marcada pausa entre los dos nombres, que hizo temer a Mesala que fuese a añadir: «Sila.+
»¿Quién es concretamente ese «hijo de oro+ -prosiguió Cicerón-, ese Crisógono? Yo os lo diré. ¡Un griego! No es ninguna desgracia. Fue esclavo. No es ninguna desgracia. Es liberto. No es ninguna desgracia. Es cliente de Lucio Cornelio Sila. No es ninguna desgracia. Es rico. No es ninguna desgracia. Es poderoso. No es ninguna desgracia. Es el administrador de las proscripciones. No es ninguna desgracia… ¡Eh, no, no, no! ¡Perdonadme, padres conscriptos! Ya veis lo que sucede cuando uno se deja llevar por la retórica. ¡Cuidado! ¡Habría podido pasarme horas diciendo «no es ninguna desgracia» y hubiera cavado mi tumba retórica. No.
Cicerón, ya en pleno arrebato oratorio, hizo una pausa para demostrar que hablaba sabiendo bien lo que decía.
– Lo repetiré. Es administrador de las proscripciones. ¡Y eso sí que es una desgracia monumental, olímpica! ¿Veis todos a ese hombre magnífico, sentado en su silla curul; ese paradigma romano de virtud, ese general sin rival, ese legislador que ha dado nuevas pautas de gobierno, ese diamante fulgurante en la corona de la gens Cornelia? ¿Le veis todos? ¿Sentado ahí, tan apaciblemente como si fuese Zeus? ¿Le veis todos? ¡Miradle bien!
Cicerón dio la espalda a Sila para mirar al jurado, agachando un poco la cabeza, componiendo bajo la toga una escuálida figura que, sin embargo, parecía tener los músculos de Hércules y la majestad de Apolo.
– Hace años, este hombre magnífico se compró un esclavo para que fuese su mayordomo. Un excelente mayordomo, por cierto. Cuando la difunta esposa de este gran hombre tuvo que huir de Roma a Grecia, tuvo a su lado al mayordomo para ayudarla y consolarla, y fue el mayordomo quien se hizo cargo de la familia de este gran hombre (esposa, hijos, nietos y criados), mientras nuestro gran Lucio Cornelio Sila avanzaba por la península italiana como un titán. Era un mayordomo de confianza que no traicionó esa confianza. Y fue manumitido y adoptó las dos primeras partes del glorioso nombre del amo: Lucio Cornelio, y, como es costumbre, lo apellidó con su propio cognomen de Crisógono. El hijo de oro. Sobre el que se fueron acumulando honores y honores, crecientes confianzas, ingentes responsabilidades. No era un simple mayordomo liberto de una gran casa, sino el gestor, administrador y ejecutor de un proceso previsto para cumplir dos propósitos: en primer lugar, dar el justo castigo a todos los traidores que respaldaron a Mario, que respaldaron a Cinna y respaldaron incluso a un insecto repugnante como Carbón; y, segundo, emplear los bienes y tierras de los traidores para restaurar la prosperidad de la empobrecida Roma.
Cicerón cruzó de arriba abajo el espacio ante el tribunal presidido por Fanio, sujetándose con la mano izquierda la toga sobre el hombro y el brazo derecho caído, pegado al cuerpo. Todos estaban quietos, con los ojos clavados en él y conteniendo la respiración.
– ¿Y qué es lo que hizo ese Crisógono? Mientras ante su patrocinador mantenía su radiante rostro sonriente, secretamente se dedicaba a ejercer su venganza contra éste que le había insultado, contra aquél que le había estorbado, y actuando sobre todo al amparo de la noche, y, con inicua pluma y traicionando la confianza de su patrón, insertaba los nombres de aquellos cuyas propiedades codiciaba, en connivencia con gusanos y sabandijas para enriquecerse a costa de su patrón, a expensas de Roma. ¡Ah, pero qué astuto era, miembros del jurado! ¡Cómo urdía y se las ingeniaba para ocultar las pistas, cómo adulaba a su amo, cómo manipulaba su cohorte de alcahuetes y maleantes, cómo se esmeraba por asegurarse de que su noble e ilustre patrón no tuviera idea de lo que estaba sucediendo realmente! Pues eso es lo que sucedió: que abusó del modo más vil y despreciable de la confianza y la autoridad otorgadas.
Y, echándose a llorar, Cicerón profirió fuertes sollozos, se retorció las manos y encorvó el cuerpo en un paroxismo de dolor.
– ¡Ah, no puedo mirarte, Lucio Cornelio Sila! Que yo… un hombre bajo y sencillo del campo del Lacio… un rústico, un palurdo, un leguleyo del agro, que sea yo quien tenga que quitarte el velo de los ojos, quien te los abra a… ¿qué adjetivo hallaría yo para calificar el grado de trapacería de tu más estimado cliente, Lucio Cornelio Crisógono? ¿Vil, repugnante, despreciable trapacería? ¡Una trapacería que no tiene nombre!
Ya no había lágrimas.
– ¿Por qué tenía que ser yo? ¿No podía haber sido cualquier otro? ¿No podía haber sido tu pontífice máximo o tu mestre ecuestre, grandes próceres los dos y colmados de honores? Pero no, me cupo a mí en suerte. Y no lo quería; pero lo acepto. Porque, miembros del jurado, ¿qué consideráis que debo hacer? ¿Ahorrar al gran Lucio Cornelio Sila la grave aflicción callando el engaño de Crisógono, o salvar la vida de un hombre que, aunque acusado de la muerte de su padre, no ha hecho realmente nada que justifique esa acusación? ¡Sí, naturalmente! Hay que optar por el desconcierto y la pública mortificación de un hombre honorable, distinguido, ¡legendario!, porque no podemos condenar injustamente a un hombre inocente -hizo una pausa y se irguió, severo-. Miembros del jurado, he dicho.
El veredicto, por supuesto, fue el previsto: ABSOLVO. Sila se puso en pie y se dirigió hacia donde estaba Cicerón, del que se apartaron los que le rodeaban.
– Muy bien, delgado jovencito -dijo el dictador, tendiéndole la mano-. ¡Qué magnífico actor hubieras podido ser!
Cicerón estaba tan eufórico que ni notaba sus pies en el suelo, pero se echó a reír y estrechó alegremente la mano.
– ¡Qué actor soy, querrás decir! ¿Qué es la buena abogacía sino actuar conforme a lo que se dice?
– Pues acabarás siendo el Tespis de los tribunales de Sila.
– Con tal que me perdones las libertades que me he tenido que tomar en este juicio, Lucio Cornelio, seré lo que quieras.
– ¡Ah, te lo perdono! -replicó Sila, displicente-. Creo que perdonaría cualquier cosa con tal de ver un buen espectáculo. Y, con una sola excepción, nunca había visto una representación igual, mi querido Cicerón. Además, ya hacía tiempo que pensaba en cómo deshacerme de Crisógono… tan tonto no soy; pero resultaba espinoso. ¿Y Sexto Roscio? -preguntó el dictador, mirando a su alrededor.
Compareció Sexto Roscio.
– Sexto Roscio, recupera tus tierras y tu reputación y la de tu difunto padre -dijo Sila-. Lamento que la corrupción y venalidad de quien merecía mi confianza te haya causado tanto dolor. Pero responderá de ello.
– Lucio Cornelio, todo ha acabado bien gracias a la capacidad de mi abogado -dijo Sexto Roscio, tembloroso.
– Ahora falta el epílogo -añadió el dictador, haciendo un gesto con la cabeza a los lictores y alejándose en dirección a las escaleras que conducían al Palatino.
Al día siguiente, Lucio Cornelio Crisógono, que era ciudadano romano de la tribu Cornelia, fue arrojado de cabeza desde la roca Tarpeya.
– Puedes considerarte afortunado -le dijo antes Sila-, pues podría haberte privado de la ciudadanía, mandándote azotar antes de crucificarte. Morirás como un romano por haberte ocupado tan bien de las mujeres de mi familia en tiempos difíciles. Más no puedo hacer por ti. Te escogí, en principio, porque sabía que eras un sapo. Pero lo que no tuve en cuenta fue que, al estar tan ocupado, no podría estar al tanto de lo que hacías. Las cosas acaban por saberse. Adiós, Crisógono.
Los dos primos de Roscio -Capito y Magnus- desaparecieron de Amena antes de que pudieran prenderlos para ser juzgados, y no se volvió a saber de ellos. En cuanto a Cicerón, de pronto se hizo famoso y con reputación de héroe. Nadie había tenido el valor de enfrentarse de aquel modo con las proscripciones.
Liberado del cargo de flamen dialis y con un destino militar a las órdenes de Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia, Cayo Julio César partió hacia Oriente apenas un mes después de cumplir los diecinueve años, acompañado por dos nuevos criados y por su liberto germano, Cayo Julio Burgundus. Aunque casi todos los que iban a la provincia de Asia lo hacían en barco, César decidió hacer el viaje por tierra, recorriendo las ochocientas millas de la vía Egnatia desde Apollonia, en la Macedonia oriental, hasta Callípolis, en el Helesponto. Como era verano por el calendario y la estación, no fue un viaje incómodo, a pesar de carecer casi por completo durante él de las hosterías y casas de posta habituales en Italia. Los que iban por tierra a Asia tenían que acampar al aire libre.
Como al flamen dialis le estaba prohibido viajar, César había tenido que hacerlo imaginariamente devorando cuantos libros pudo obtener sobre el extranjero para figurarse cómo era el mundo. Pronto comprobó que no era como había supuesto, pero la realidad era aún mejor que la imaginación. En cuanto al hecho de viajar, ni él con su elocuencia era capaz de hallar palabras para describirlo. Era un viajero nato, aventurero, curioso e insaciable por probarlo todo. Hablaba con todo el mundo, pastores, viajantes, mercenarios en busca de empleo ante los caudillos locales; hablaba griego ático inmejorablemente, pero además todas las lenguas exóticas que había aprendido de niño en la insula de su madre ahora le eran muy útiles, y no porque tuviese la suerte de encontrar gente que las hablase conforme hacía camino, sino porque su inteligencia estaba armonizada a los idiomas y acentos extranjeros y era capaz de entender un oscuro dialecto griego fijándose en las palabras básicas. Como viajero, poseía la ventaja de que nunca le faltaban medios para comunicarse.
Habría sido maravilloso haber podido contar con Bucéfalo, claro, pero la joven y fiel mula no era mala cabalgadura, figura aparte; había veces en que César imaginaba que tenía garras en vez de cascos, por lo bien que andaba por mal terreno. Burgundus montaba su gigantesco caballo, y los dos criados dos buenos caballos. Ya que él había prometido no montar más que una mula, tendría que notarse que era una excentricidad y verse, por la calidad de las monturas de sus criados, que no padecía dificultades financieras. ¡Qué astuto era Sila! Porque eso era lo que le dolía a César: no poder deslumbrar a todos con su apariencia. En una mula era algo difícil.
La primera parte de la vía Egnatia era la que discurría por terreno más agreste e inhóspito, pues su trazado, sin pavimentar pero bien cuidado, ascendía por el altiplano de Candavia, unas altas montañas que no debían de haber cambiado mucho desde la época de Alejandro Magno; rebaños de ovejas y de vez en cuando, a lo lejos, guerreros a caballo que habrían podido ser escordiscos, eran los únicos signos de vida que vieron los viajeros. A partir de la Edesa macedónica, en donde los fértiles valles y llanuras eran más habitables, se veían más gentes y asentamientos mayores y más próximos entre sí. En Salónica César pudo alojarse en el palacio del gobernador y deleitarse con un baño de agua caliente; sus únicas abluciones desde Apollonia las había efectuado en ríos o lagos de frías aguas aun en verano, y, aunque el gobernador le instó a quedarse más, él sólo se detuvo un día.
Encontró interesante Filipos -escenario de varias batallas famosas, y ocupada no hacia mucho por un hijo de Mitrídates- por su historia y estratégica situación en las estribaciones de la cordillera del Pangeo; aunque más interesante aún fue el camino al este de la misma, en el que advirtió las posibilidades militares que presentaban los estrechos desfiladeros antes de que la ruta desembocase en terreno más plano y menos agreste. Y, finalmente, alcanzaron el golfo de Melas, rodeado de montañas, pero fértil, y tras las crestas otearon el estrecho del Helesponto. Era el lugar en que Hele cayó al mar desde el carnero con el vellocino de oro, dando su nombre a las aguas, el lugar de los escollos en los que estuvieron a punto de naufragar los Argonautas, el lugar en que los ejércitos de los reyes de Oriente, desde Jerjes a Mitrídates, habían pasado arrolladores de Asia a Tracia. El Helesponto era la verdadera encrucijada de Oriente y Occidente.
En Callípolis, para cubrir la última etapa del viaje, se embarcó en una nave con capacidad para los caballos, la mula y las acémilas, que zarpaba rumbo a Pérgamo. Llegaban noticias de la sublevación de Mitilene y de su asedio, pero él tenía órdenes de presentarse en Pérgamo, y su única esperanza era que le destinasen a la zona de guerra.
Pero el gobernador, Marco Minucio Thermo, tenía otros planes para él.
– Es crucial que aplastemos esta sublevación -dijo a su nuevo tribuno militar- porque ha sido provocada por el nuevo sistema de impuestos que el dictador ha decretado para la provincia de Asia. Los estados insulares de Lesbos y Quíos eran prósperos bajo Mitrídates, y les encantaría emanciparse de Roma, y hay ciudades en el continente con igual aspiración. Si Mitilene resiste un año, otras ciudades pueden seguir su ejemplo. Una de las dificultades para reducir a Mitilene es su doble puerto y el hecho de que no disponemos de una flota apropiada. Así pues, Cayo Julio, vas a ver al rey Nicomedes de Bitinia y que te proporcione una flota. Cuando la tengas reunida, zarpas para Lesbos y la entregas a mi legado Lúculo, que está al mando de las tropas de asedio.
– Perdona mi ignorancia, Marco Minucio -replicó César-, pero ¿cuánto se tarda en reunir una flota y qué naves y de qué clase deseas?
– Se tarda una eternidad -contestó Thermo con displicencia-. Y tendrás que traer lo que el rey pueda reunir a duras penas; más adecuado sería decir que conseguirás lo poco que Nicomedes pueda darte, pues él es como todos estos déspotas orientales.
El joven César frunció el ceño ante tal respuesta y procedió a demostrar al gobernador que poseía una gran arrogancia natural, no exenta de atractivo.
– Eso no basta -replicó-. Lo que Roma necesita debe conseguirlo.
Termo no pudo por menos de echarse a reír.
– ¡Ah, mucho tienes que aprender, joven César! -dijo.
A César aquello no le sentó bien. Apretó los labios y lanzó una mirada muy parecida a las de su madre (a quien Termo no conocía, pues de haberla conocido habría entendido mejor al hijo).
– Bien, Marco Minucio, ¿por qué no me dices la fecha en que la querrías y las naves de que debe constar? -preguntó altanero-. Yo me comprometo a entregarla en la fecha que digas, tal como desees.
Termo se quedó con la boca abierta y por un instante no supo qué decir. Que aquella expresión de plena seguridad en si mismo no provocase su ira le sorprendió; tampoco la nueva muestra de arrogancia del joven le causaba risa. Y el gobernador de la provincia de Asia comprendió que realmente César se creía capaz de hacer lo que decía. El tiempo y el rey Nicomedes se encargarían de ponerle en su sitio, pero era curioso que César cayese en tal error a juzgar por la carta de Sila que él mismo acababa de entregarle.
Tiene relación conmigo en virtud de su matrimonio, que le convierte en sobrino mío, pero quiero que quede suficientemente claro que no deseo favoritismos para él. En realidad, no le favorezcas. Quiero que le encargues cosas difíciles y le asignes puestos difíciles. Es de una inteligencia excepcional y muy valiente, y es muy posible que responda muy bien.
Sin embargo, salvo por su conducta durante dos entrevistas que he tenido con él, su historia hasta el momento no tiene nada de particular porque ha sido flamen dialis. Ya no lo es ni legal ni religiosamente, pero la circunstancia significa que no ha prestado servicio militar y que su valor quizá sólo sea verbal.
Ponle a prueba, Marco Minucio, y que mi querido Lúculo haga lo propio. Si no responde, tienes plena autorización por mi parte para aplicarle el más duro castigo que desees. Si responde, espero que le des lo que merece.
Por último, tengo que pedirte una cosa en particular. si ves o te enteras de que César monta un animal que no sea su mula, haz que vuelva inmediatamente a Italia.
A la vista de semejante carta, Termo, recuperado de su estupefacción, dijo con voz pausada:
– Muy bien, Cayo Julio, te diré fecha y naves. Entregarás la flota a Lúculo en la playa de Anatolia, al norte de la ciudad, en las calendas de noviembre. Aún no habrás podido obtener una sola nave de Nicomedes, pero me has pedido fecha de entrega, y las calendas de noviembre sería la ideal, porque podríamos bloquear los dos puertos antes del invierno y les pondríamos en buen aprieto. En cuanto a la flota, que sean cuarenta naves, por lo menos la mitad de ellas trirremes o mayores. Y vuelvo a decirte que suerte tendrás si consigues treinta naves, y de ellas cinco trirremes.
»De todos modos, joven César -añadió Termo con mirada severa -, por manifestarte como lo has hecho, debo advertirte que si llegas tarde o traes una flota más reducida, enviaré un informe desfavorable a Roma.
– Como debe ser -replicó César sin amilanarse.
– Puedes alojarte en palacio de momento -añadió Termo, afable; a pesar de que Sila le autorizaba a tratarle con dureza, no pensaba indisponerse con una persona emparentada con el dictador.
– No, parto hoy mismo para Bitinia -respondió César, dirigiéndose hacia la puerta.
– No hace falta exagerar, Cayo Julio.
– Tal vez no, pero es imprescindible hacer las cosas cuanto antes.
Termo tardó un buen rato en enfrascarse en su profuso papeleo. ¡Qué muchacho tan extraordinario! De finos modales y a la particular manera de los vástagos de las mejores familias patricias; aquel joven daba perfectamente a entender que se llevaba bien con todos sin sentirse superior a nadie, y al mismo tiempo se le notaba que se creía superior a todos salvo (quizá) a Fabio Máximo. Imposible de definir; pero así eran precisamente los Julianos y los Fabianos. ¡Y muy bien parecido! Termo, que no sentía inclinaciones eróticas por los hombres, admiraba ese aspecto de César, consciente de que un atractivo físico como el del joven solía suscitar tal clase de deseo. En cualquier caso, aquel César no había mostrado el menor amaneramiento.
Volvió a sumirse en sus papeles, y al poco rato se había olvidado de Cayo Julio César y de la utópica flota.
César fue por tierra hasta Pérgamo sin consentir que su reducido séquito pernoctase en la posada. Siguió el curso del río Caico hasta su nacimiento, y luego cruzó una cordillera para entrar en el valle del Macestus, cercano al mar, que evitó siguiendo el consejo de los habitantes de la región; lo que hizo fue apartarse del Macestus, paralelo a la costa de la Propóntide, y llegarse a Prusa. Le habían informado que existía la posibilidad de que el rey Nicomedes estuviese visitando la segunda ciudad importante de su reino. La situación de Prusa en las laderas de un impresionante macizo coronado de nieve gustó enormemente a César; pero el rey no estaba allí. Continuó por el río Sangarius, y, torciendo al oeste, alcanzó la ciudad real de Nicomedia, adormecida al fondo de un amplio y abrigado golfo.
¡Qué distinto a Italia! Bitinia era de clima suave, nada caluroso, y muy fértil gracias a sus numerosos ríos, que en aquella época del año llevaban más agua que los de Italia. Era evidente que el rey poseía un país próspero en el que nada faltaba a sus súbditos. En Prusa no había visto pobres y tampoco tropezaba con ninguno en Nicomedia.
El palacio se alzaba en un promontorio en el centro de la ciudad, rodeada de imponentes murallas. La primera impresión de César fue la de una pureza de líneas, formas y colores helenísticos, y abundante riqueza, aunque la hubiese dominado Mitrídates varios años y el rey se encontrase exiliado en Roma. No recordaba haber visto al monarca, pero no era de extrañar, porque en Roma no se permitía a los reyes extranjeros cruzar el pomerium, y Nicomedes había alquilado una lujosísima villa en la colina Pinciana para efectuar en ella las negociaciones con el Senado.
En la puerta de palacio César fue recibido por un encantador afeminado de edad indefinida que le miró de arriba abajo con detenida admiración, y mandó a otro afeminado con sus criados para que les acompañase a las cuadras a dejar los caballos y la mula, para, a continuación, conducir a César a una antecámara en la que había de esperar hasta que el rey fuese informado y decidiese su alojamiento. No podía decirle si el rey le recibiría de inmediato, dijo el que resultó ser su mayordomo.
La reducida sala en que hubo de aguardar César era fría y muy bonita; no adornaban frescos sus paredes, pero estaban divididas en paneles por pilastras de escayola con cornisas doradas a juego con las molduras de los paneles, cuyo interior resaltaba pintado en rosa suave, bordeado de rojo púrpura. El suelo era de mosaico de mármol púrpura y rosa, y las ventanas, que daban a lo que debían de ser los jardines de palacio, enmarcaban exquisitas vistas de terrazas, fuentes y floridos arbustos. El perfume de las flores invadía la pieza, y César lo aspiró, cerrando los ojos.
Le hizo abrirlos el ruido de voces que llegaban a través de una puerta entreabierta de una de las paredes: una voz de hombre, aguda y ceceante, y una voz de mujer, fuerte y profunda.
– ¡Salta! -decía la mujer-. ¡Eso es!
– ¡Qué boba eres! -decía el hombre-. ¡Cómo le mimas!
– ¡Aúpa, aúpa, auuu! -exclamó la mujer, con una carcajada.
– ¡Fuera! -exclamó el hombre.
– ¡Asíii! -replicó la mujer, con otra carcajada.
Quizá fuese una falta de educación, pensó César, pero le daba igual; se acercó a donde su vista pudiese verificar lo que escuchaba su oído, y contempló en la habitación contigua una escena fascinante. La componían un hombre viejo, una mujer grandota de quizá diez años menos y un viejo can regordete y pequeño de una raza que él no conocía. El perro hacía gracias, poniéndose de pie sobre las patas traseras, tumbándose, revolcándose y haciéndose el muerto con las cuatro patas tiesas, sin apartar los ojos de la mujer que, con toda evidencia, era su ama.
El viejo estaba furioso.
– ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaba.
Como llevaba la cinta blanca de la diadema ceñida a la cabeza, César supuso que era el rey Nicomedes.
La mujer (la reina, pues también llevaba una diadema) se agachó a coger al perro, que rápidamente se puso en pie para esquivarla, corrió a sus espaldas y la mordió en el voluminoso trasero. El rey se echó a reír, el perro volvió a hacerse el muerto y la reina se puso a frotarse el trasero, complacida y enfadada a la vez. Predominó en ella el buen humor, no sin que antes lanzase un puntapié al animal, al que alcanzó entre el culo y los testículos, haciéndole chillar y huir, con ella tras él.
Ya a solas (no parecía saber que hubiera alguien en la sala contigua, ni que le hubiesen anunciado la llegada de César), la risa del rey fue desvaneciéndose poco a poco; se sentó en una silla y lanzó un suspiro como de satisfacción.
Del mismo modo que Mario y Julia habían experimentado una especie de conmoción al conocer al padre de este rey, César contempló más que perplejo a Nicomedes III. Alto, delgado y cimbreante, el anciano vestía una túnica de púrpura de Tiro bordada en oro y perlas que le llegaba hasta los pies, y calzaba sandalias doradas recubiertas de perlas, dejando al descubierto las uñas pintadas de purpurina. No llevaba peluca -tenía el pelo encanecido bastante corto-, pero se le notaba un profuso maquillaje de crema y polvos blancos en el rostro, además de pestañas y cejas pintadas de negro, mejillas con colorete y una boca con abundante carmín.
– Creo que la reina tiene lo que merecía -dijo César, entrando en la habitación.
Al rey de Bitinia se le salieron los ojos de las órbitas. Ante él tenía a un joven romano, vestido de viaje con coraza de cuero y faldilla también de cuero. Muy alto y ancho de hombros, aunque el resto del cuerpo era más esbelto, salvo las pantorrillas bien desarrolladas por encima de unos tobillos bien torneados cubiertos por las botas militares. Pero su cabeza, coronada de pelo rubio claro, era una contradicción: un cráneo grande y redondo, y un rostro alargado y puntiagudo. ¡Y qué rostro! Huesudo, pero unos huesos espléndidos, recubiertos de piel clara, y con unos ojazos bien espaciados y profundos. Cejas rubias y delgadas, y pestañas largas y pobladas; unos ojos inquietantes, pensó el rey, viendo aquellos iris azules bordeados de un azul tan intenso que parecía negro y que conferían a las pupilas un aire penetrante, atemperado en aquel momento por un fulgor de ironía. En cualquier caso, para el gusto del rey, no había nada en el joven comparable con aquella boca carnosa pero pequeña, y con un adorable frunce en las comisuras.
– ¡Caray, hola! -exclamó el rey, apresurándose a sentarse erguido con postura de seducción contenida.
– ¡Vamos, dejaos de tonterías! -dijo César, tomando asiento en una silla enfrente de él.
– Eres demasiado guapo para que no te gusten los hombres. ¡Ojalá tuviese diez años menos! -añadió con gesto triste.
– ¿Qué edad tenéis? -inquirió César sonriente, mostrando sus dientes blancos y perfectos.
– ¡Demasiado viejo para darte lo que yo quisiera!
– Concretad. La edad, quiero decir.
– Ochenta años.
– Se dice que un hombre no es nunca demasiado viejo.
– Para mirar no, pero para actuar si.
– Daos por satisfecho de que no podáis estar a la altura -replicó César sin dejar de sonreír-. Porque si pudierais tendría que zurraros y se crearía un incidente diplomático.
– ¡Bobadas! -dijo Nicomedes con desdén-. Eres demasiado hermoso para ser hombre de mujeres.
– En Bitinia tal vez; en Roma, desde luego que no.
– ¿No te tienta nada?
– No.
– ¡Qué pérdida tan lamentable!
– Conozco muchas mujeres que no piensan lo mismo.
– Seguro que nunca has amado a ninguna.
– Amo a mi esposa.
– ¡Nunca entenderé a los romanos! -exclamó el rey con gesto perdidamente enamorado-. Llamáis bárbaros a los demás y sois vosotros los que no estáis civilizados.
César colgó una pierna del brazo del sillón y balanceó el pie.
– Sé recitar a Homero y a Hesíodo -dijo.
– Y un pájaro también si se le enseña.
– Yo no soy un pájaro, rey Nicomedes.
– ¡Ojalá lo fueses! Te tendría en una jaula de oro para contemplarte.
– ¿Otro animal doméstico? Podría morderos.
– ¡Hazlo! -replicó el rey, mostrándole el cuello desnudo.
– No, gracias.
– ¡Así no vamos a ninguna parte! -espetó el rey malhumorado.
– Ya veo que os dais cuenta.
– ¿Quién eres?
– Me llamo Cayo Julio César y soy tribuno militar de Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia.
– ¿Y vienes con poderes oficiales?
– Por supuesto.
– ¿Por qué no me ha avisado Termo?
– Porque yo viajo más aprisa que los mensajeros y los correos, aunque no sé por qué no me ha anunciado vuestro mayordomo -contestó César, sin dejar de balancear el pie.
En ese momento entró el mayordomo, que se quedó de piedra al ver al romano con el rey.
– ¿Que te creías, Sarpedón, que serías el primero? -preguntó el rey-. Pues olvídate. ¡No le gustan los hombres! ¿Julio? ¿Patricio?
– Sí.
– ¿Eres pariente del cónsul Lucio Julio César, que mató Cayo Mario?
– Era primo hermano de mi padre.
– Entonces tú eres el flamen dialis.
– Era el flamen dialis. Ya veo que habéis estado en Roma.
– Demasiado tiempo. Sarpedón -dijo el rey, con el ceño fruncido, al ver que el mayordomo seguía en el cuarto-, ¿has dispuesto alojamiento para nuestro ilustre huésped?
– Sí, majestad.
– Pues aguarda afuera.
Con una profunda reverencia, el mayordomo salió del cuarto andando hacia atrás.
– ¿A qué has venido? -inquirió el rey.
César puso el pie en el suelo y se sentó erguido.
– He venido a por una flota.
El rey no hizo gesto alguno.
– ¡Ah, una flota! ¿Y cuántos barcos y de qué tipo?
– Olvidáis preguntar para cuándo los quiero -añadió el extraño visitante.
– ¿Cuándo, pues?
– Quiero cuarenta naves, la mitad de ellas trirremes o mayores, y todas ellas en el puerto que decidáis a mediados de octubre -contestó César.
– ¿Dentro de dos meses y medio? ¿Y por qué no cortarme las piernas? -replicó Nicomedes, poniéndose en pie.
– Eso haré si no obtengo la flota.
El rey volvió a sentarse con gesto de sorpresa.
– Te recuerdo, Cayo Julio, que estás en mi reino y que no es una provincia de Roma -replicó Nicomedes, sin que su ridícula boca pintada de carmín pudiese transmitir la impresión de fuerza debida-. ¡Te daré lo que pueda cuando pueda! ¡Pídelo y no lo exijas!
– Querido rey Nicomedes -dijo César en tono afable-, sois un ratón en medio de un camino por el que pasan dos elefantes: Roma y el Ponto -sus ojos dejaron de sonreír y Nicomedes recordó, de pronto, al horrible Sila-. Vuestro padre murió a una edad tan avanzada que no pudisteis subir al trono hasta que ya erais viejo; y esos años que lleváis reinando os habrán mostrado lo débil que es vuestra posición, habéis pasado la mitad de ellos en el exilio y ahora estáis en este palacio sólo porque Roma os repuso en el trono por mano de Cayo Escribonio Curión. Si Roma, que está muchísimo más lejos del Ponto de lo que está Bitinia, sabe perfectamente que el rey Mitrídates dista mucho de estar acabado -¡y dista mucho de ser un viejo!-, vos también debéis saberlo. Este reino se llama amigo y aliado del pueblo romano desde la época del segundo Prusias, y vos mismo estáis firmemente ligado a Roma. Con toda evidencia, reinar es mejor que estar en el exilio; lo que significa que debéis colaborar con Roma. Si no, Mitrídates del Ponto vendrá alegremente por ese camino a enfrentarse con Roma, que llega por la dirección contraria, y el pequeño ratón resultará aplastado… por unos pies o por otros.
El rey permanecía mudo, con sus labios carmín despegados y los ojos muy abiertos. Tras una larga pausa, respiró profundamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¡No hay derecho! -exclamó rompiendo a llorar.
Profundamente exasperado, César se puso en pie y metió la mano en la sobaquera de la coraza para sacar un pañuelo que arrojó desdeñosamente al rey.
– ¡Sobreponeos para no deshonrar vuestra posición! Aunque hayamos comenzado sin ceremonia, es una entrevista entre el rey de Bitinia y el representante oficial de Roma. ¡Y ahí estáis sentado y vestido como una saltatrix tonsa y os ponéis a lloriquear cuando se os dice la cruda verdad! ¡No me han enseñado a castigar a venerables ancianos, que además son reyes vasallos de Roma, pero me incitáis a hacerlo! Id a lavaros la cara, rey Nicomedes, y volveremos a empezar.
Dócil como un niño, el rey de Bitinia se puso en pie y salió del cuarto, para regresar al poco tiempo con el rostro limpio y acompañado de criados con bandejas de refrescos.
– Vino de Quíos -dijo el monarca, sentándose y dirigiendo una amplia sonrisa a César sin resentimiento-. ¡Veinte años tiene!
– Os lo agradezco, pero tomaré agua.
– ¿Agua?
– Pues si -respondió César, de nuevo con ojos risueños-; no me gusta el vino.
– Menos mal que el agua de Bitinia es famosa -dijo el rey-. ¿Qué quieres comer?
– Cualquier cosa -respondió César, encogiéndose de hombros.
El rey Nicomedes miraba ya de otra manera a su huésped; una mirada inquisitiva en la que no primaba la complacencia por su atractivo viril; una mirada que trataba de profundizar en lo que en un primer momento le había fascinado de César.
– ¿Qué edad tienes, Cayo Julio?
– Preferiría que me llamarais César.
– Hasta que pierdas tu maravillosa cabellera -replicó el rey, dando muestra de que había estado lo bastante en Roma como para aprender algo de latín.
César se echó a reír.
– ¡Sí, reconozco que es gracioso llevar un sobrenombre que significa eso! Espero que la conserve hasta la vejez como los Césares y no como los Aurelios, que la pierden. Tengo diecinueve años -añadió tras una breve pausa.
– ¡Más joven que mi vino! -dijo el monarca, maravillado-. Tienes algo de Aurelio, ¿verdad? ¿Orestes o Cotta?
– Mi madre es una Aurelia de los Cotta.
– ¿Y te pareces a ella? No te encuentro mucho parecido con Lucio César ni con César Estrabón.
– Tengo rasgos de ella y de mi padre. El parecido que tengo con los Césares no es el de Lucio César, que es el más joven, sino Catulo César, el mayor. Los tres murieron al regresar Mario, si recordáis.
– Si -contestó Nicomedes dando pensativo un sorbo de vino-. A los romanos suele impresionarles la realeza. Están encantados con el concepto republicano, pero son sensibles a la realeza. Pero a ti no te impresiona lo más mínimo.
– Majestad, si Roma tuviera rey, yo lo sería -contestó César sin inmutarse.
– ¿Porque eres patricio?
– ¿Patricio? -repitió César, perplejo-. ¡No, por los dioses! ¡Yo soy un Julio! Desciendo de Eneas, cuyo padre era mortal pero que tuvo por madre a Venus… Afrodita.
– ¿Desciendes de Ascanio, hijo de Eneas?
– Nosotros a Ascanio le decimos Iulus -contestó César.
– ¿El hijo de Eneas y Creusa?
– Según algunos. Creusa pereció en las llamas de Troya, pero su hijo escapó con Eneas y Anquises, y llegó al Lacio. Pero Eneas tuvo también un hijo con Lavinia, la hija del rey Latino. Y él también se llamaba Ascanio y Iulus.
– Entonces, ¿de qué hijo de Eneas eres descendiente?
– De los dos -contestó César muy serio-. Yo lo que creo es que sólo hubo un hijo; la controversia estriba en quién fue la madre, pues es sabido que el padre era Eneas. Es más sugestivo creer que Iulus era hijo de Creusa, pero yo más bien me inclino a creer que era hijo de Lavinia. Al morir Eneas, Iulus fundó la ciudad de Alba Longa en el monte Albano, más arriba de Bovillae. Y allí murió, dejando el gobierno en manos de su familia, los Julios. Éramos reyes de Alba Longa, y después, cuando cayó en manos del rey Servio Tulio de Roma, fuimos a Roma como ciudadanos prominentes, como lo demuestra el hecho de que somos los sacerdotes hereditarios de Júpiter Latiaris, mucho más antiguo que Júpiter Optimus Maximus.
– Yo creía que eran los cónsules quienes celebraban sus ritos -comentó Nicomedes, revelando una vez más sus conocimientos del mundo romano.
– Sólo una vez al año, como privilegio.
– Pues si los Julios son tan augustos, ¿por qué no han sido más enaltecidos durante los siglos de república?
– Dinero -replicó César.
– ¡Ah, el dinero! -exclamó el rey-. ¡Horrible cosa, César! Para mi también. No tengo dinero para darte esa flota… Bitinia está en la ruina.
– Bitinia no está en la ruina y me daréis la flota. Si no, seréis aplastado como un ratón bajo la pata de un elefante.
– ¡¡No tengo esa flota!!
– ¿Pues qué hacéis ahí sentado perdiendo el tiempo? -le espetó César poniéndose en pie-. ¡Dejad la copa, rey Nicomedes, y poneos manos a la obra! ¡Vamos, arriba! -añadió, cogiendo al rey por el codo-. Iremos al puerto a ver qué podemos encontrar.
Furioso, Nicomedes se zafó de César.
– ¿Vas a dejar de decirme lo que debo hacer?
– ¡No, hasta que lo hagáis!
– ¡Lo haré, lo haré!
– Ahora. Nada hay como el presente.
– Mañana.
– Mañana puede aparecer el rey Mitrídates por detrás de las montañas.
– ¡Mañana no aparecerá Mitrídates! Está en Cólquida y han muerto dos tercios de su ejército.
– Explicaos -dijo César, sentándose, con expresión de interés.
– Fue con doscientos mil soldados a dar una lección a los salvajes del Cáucaso por haber asolado la Cólquida. ¡Muy propio de Mitrídates! No se le ocurrió pensar que podría ser derrotado llevando tantos soldados; pero los salvajes ni siquiera necesitaron luchar contra él. El frío en la alta montaña acabó con su ejército. Dos tercios de las tropas del Ponto han muerto de congelación -añadió Nicomedes.
– Roma no lo sabe -dijo César con el ceño fruncido-. ¿Por qué no informasteis a los cónsules?
– Porque acaba de suceder… y, además, ¡no es asunto mío decírselo a Roma!
– Mientras seáis amigo y aliado, ya lo creo que lo es. Lo último que sabíamos de Mitrídates es que se hallaba en Cimeria reorganizando sus tierras al norte del Euxino.
– Lo hizo en cuanto Sila ordenó a Murena que no atacase al Ponto -dijo Nicomedes, asintiendo con la cabeza-. Pero la Cólquida se había mostrado reacia a pagar tributo, y él se puso en marcha para enderezar la situación, y fue cuando descubrió las incursiones de esos bárbaros.
– Muy interesante.
– Así que ya ves que no hay elefante.
– ¡Ya lo creo que sí! -exclamó César con los ojos centelleantes -. Y más grande: un elefante llamado Roma.
El rey de Bitinia no pudo evitar soltar la carcajada.
– ¡Me rindo, me rindo! ¡Tendrás la flota!
En aquel momento entró la reina Oradaltis, con el perro detrás, y se encontró a su anciano esposo con la cara sin afeites y llorando de risa. Y, a decente distancia, un joven romano de porte más parecido a los que solían sentarse bien cerca de Nicomedes.
– Querida, te presento a Cayo Julio César -dijo el rey, una vez calmada la hilaridad-. Es descendiente de la diosa Afrodita y de mucha más alcurnia que nosotros. Acaba de lograr mañosamente que le entregue una gran flota.
La reina (que sabía perfectamente a qué atenerse respecto a su consorte) dirigió a César una regia reverencia.
– Mucho me extraña que no le hayas dado el reino -dijo, sirviéndose una copa de vino y cogiendo un pastelillo antes de sentarse.
El perro se acercó a César y se tumbó a sus pies, zalamero, y
cuando él le dio una sonora palmada, se estiró, dándose la vuelta
y mostrándole la barriga para que le rascara.
– ¿Cómo se llama? -preguntó César, que era amante de los perros.
– Sila -contestó la reina.
César se echó a reír, reviviendo la imagen de la sandalia de la reina propinando un puntapié al trasero del perro.
Durante la cena supo la desgracia de Nisa, hija única de los reyes y heredera del trono de Bitinia.
– Tiene cincuenta años y sin descendencia -dijo Oradaltis entristecida-. Nosotros negamos su mano a Mitrídates, naturalmente; pero él impidió que le encontrásemos un esposo adecuado. Es una tragedia.
– ¿Podré conocerla antes de irme? -preguntó César.
– Imposible -dijo Nicomedes con un suspiro-. Cuando huí a Roma la última vez que Mitrídates invadió Bitinia, Oradaltis y Nisa quedaron en Nicomedia; Mitrídates se apoderó de nuestra hija como rehén y aún la tiene en su poder.
– ¿Y no se ha casado con ella?
– Creemos que no. Ella nunca fue muy guapa, y ya era mayor para tener hijos. Si le hubiese ofendido en público, él la habría matado; pero hemos sabido que vive y está en Cabeira, donde él tiene encerradas a mujeres que no deja casarse -dijo la reina.
– Esperemos que la próxima vez que los elefantes choquen, rey Nicomedes, el elefante romano venza; y si yo participo en la guerra, pediré a quien esté al mando que busque a la princesa Nisa.
– Espero estar muerto para entonces -replicó el rey muy serio.
– ¡No puedes morirte antes de que haya regresado tu hija!
– Si regresa alguna vez será como títere del Ponto; ésa es la realidad -añadió amargamente Nicomedes.
– Pues más vale que dejes Bitinia en herencia a Roma.
– ¿Como hizo Atalo con Asia y Ptolomeo Apion con Cirenaica? ¡Jamás! -exclamó Nicomedes de Bitinia.
– Pues caerá en manos del Ponto, y Ponto sucumbirá ante Roma, con lo cual Bitinia, de todos modos, acabará siendo de Roma.
– No, si yo puedo impedirlo.
– No podréis -dijo César muy serio.
Al día siguiente, el rey acompañó a César al puerto y le mostró detalladamente que no había ningún navío preparado para la guerra.
– Éste no es lugar para tener anclada una flota -dijo César, sin dejarse engañar-. Vayamos a Calcedonia.
– Mañana -dijo Nicomedes, cada vez más encantado de la compañía de su desconfiado huésped.
– Hemos de comenzar hoy mismo -replicó César, intransigente-. ¿Qué distancia hay? ¿Cuarenta millas…? No se hace en una etapa a caballo.
– Iremos en barco -dijo el rey, que detestaba viajar.
– No, iremos por tierra. Quiero conocer el terreno. Cayo Mario, que era tío mío por matrimonio, decía que siempre que sea posible hay que viajar por tierra. Así, si algún día tengo que combatir aquí, conoceré el terreno.
– Entonces, ¿Mario y Sila son tíos tuyos por matrimonio?
– Estoy muy bien relacionado -dijo César con tono solemne.
– ¡LO tienes todo, César! Parientes poderosos, cuna, inteligencia, buen cuerpo y belleza. Cuánto me alegra no ser tú.
– ¿Por qué?
– No te faltarán enemigos. Los celos, o la envidia, si prefieres ese término, te seguirán los pasos como las Furias al pobre Orestes. Unos te envidiarán por tu belleza, otros por el cuerpo o la estatura, otros por tu alcurnia y otros por la inteligencia. Y la mayor parte por todo ello. Y cuanto más te encumbres, peor será. Tendrás enemigos por todas partes, y ningún amigo. No podrás confiar ni en hombres ni en mujeres.
César le escuchaba muy serio.
– Sí, creo que es una justa apreciación -dijo-. ¿Qué me sugerís que haga?
– En tiempo de los reyes había un romano que se llamaba Bruto -contestó Nicomedes, exhibiendo de nuevo sus conocimientos de la historia de Roma-. Bruto era muy inteligente, pero lo enmascaraba su apariencia física, de ahí el sobrenombre. Cuando el rey Tarquino el Soberbio organizó la famosa carnicería no se le ocurrió matar a Bruto. Y fue éste quien le depuso y se convirtió en el primer cónsul de la república.
– Y mandó ejecutar a sus hijos cuando éstos trataron de restaurar la monarquía en Roma, haciendo regresar a Tarquino del destierro -añadió César-. ¡Bah! Nunca he admirado a Bruto, ni pienso emularle fingiéndome estúpido.
– Pues habrás de apechar con lo que venga.
– Os aseguro que pienso apechar con lo que venga.
– Hoy es muy tarde para salir hacia Calcedonia -dijo el rey taimadamente -. Será mejor que cenemos pronto, prosigamos esta estimulante conversación y salgamos al amanecer.
– Ah, sí que saldremos al amanecer -añadió César, animado-, pero no de aquí. Salgo para Calcedonia dentro de una hora. Si queréis venir, ya podéis daros prisa.
Nicomedes no se entretuvo; por dos razones: primero porque sabía que no debía perder de vista a César, que era muy listo, y, en segundo lugar, porque estaba locamente enamorado de aquel joven que seguía porfiando que no sentía debilidad alguna por los hombres. Llegó en el momento en que César montaba en su mula.
– ¿Una mula?
– Una mula -dijo César con altivez.
– ¿Por qué?
– Un gusto particular.
– ¿Tú vas en mula y tu liberto a caballo?
– Lo que veis.
Nicomedes lanzó un suspiro y le ayudaron con cuidado a montar en su carro de dos ruedas que se puso en marcha tras César y Burgundus. Sin embargo, cuando se detuvieron a pasar la noche en la mansión de un noble tan anciano que ya no contaba con volver a ver a su soberano, César pidió excusas a Nicomedes.
– Os pido perdón. Mi madre habría dicho que no me paro a pensar. Estáis muy cansado. Hubiéramos debido hacer el viaje en barco.
– Estoy rendido, es cierto -dijo Nicomedes sonriente-, pero tu compañía me rejuvenece.
Efectivamente, cuando por la mañana, después de llegar a la residencia real en Calcedonia, desayunaron juntos, Nicomedes estaba animado y hablador, y parecía muy descansado.
– Como ves -dijo en el imponente malecón que cerraba el puerto de Calcedonia-, tengo una modesta flota, suficiente. Doce trirremes, siete quinquerremes y catorce naves descubiertas. Aquí. En Crisópolis y Dascilium tengo más.
– ¿Cobra Bizancio parte de los derechos de tránsito por el Bósforo?
– Ya no. Los bizantinos los cobraban cuando eran muy poderosos y tenían una flota casi como la de los rodios, pero al caer Grecia y Macedonia, se vieron obligados a mantener un cuantioso ejército de tierra para mantener a raya a los bárbaros tracios que siguen haciendo incursiones. Bizancio no podía permitirse tener flota y ejército, y es Bitinia la que cobra los derechos de tránsito.
– Y por eso tenéis varias flotas.
– ¡Y por eso tengo que conservarlas! Puedo entregar a Roma diez trirremes y quince quinquerremes, unas de aquí y otras de allí, además de quince navíos descubiertos. El resto de la flota la alquilaré.
– ¿Alquilarla? -preguntó César, estupefacto.
– Naturalmente. ¿Cómo crees que se forman las escuadras?
– ¡Como hacemos nosotros: construyendo navíos!
– Un despilfarro. Si, claro, los romanos sois así… -dijo el rey-. Mantener los barcos en servicio cuando no se necesitan cuesta dinero. Por eso, nosotros los pueblos asiáticos de habla griega y los egeos mantenemos nuestras flotas al mínimo, y si necesitamos más naves con urgencia las alquilamos. Y eso es lo que haré.
– Alquilar naves, ¿dónde? -quiso saber César, sin salir de su sorpresa-. Si en el Egeo hubiese naves disponibles me imagino que Termo ya las hubiera confiscado.
– ¡En el Egeo no! -replicó Nicomedes con desdén, encantado de enseñarle algo al inteligente joven-. Las alquilaré en Paflagonia y Ponto.
– ¿El rey Mitrídates va a alquilar naves al enemigo?
– ¿Y por qué no? De momento no las necesita y le ocasionan gastos. Ya no tiene tropas para llenarlas y no creo que piense invadir Bitinia ni la provincia romana de Asia este año… ni el que viene.
– Así bloquearemos Mitilene con naves del reino con el que más deseos tiene de aliarse la isla -dijo César, meneando la cabeza-. ¡Es fantástico!
– Normal -se apresuró a decir Nicomedes.
– ¿Y cómo negociaréis el alquiler?
– Por medio de un agente. El más de fiar reside aquí en Calcedonia.
César pensó que, tal vez, ya que el rey de Bitinia alquilaba naves para el uso de Roma, debía ser Roma la que corriera con los gastos, pero Nicomedes parecía no darle importancia, y César no dijo nada. Por una parte, no tenía dinero, y además no estaba autorizado a buscarlo. Mejor sería aceptar las cosas tal como vinieran. Ahora empezaba a comprender por qué Roma tenía problemas en las provincias y con los reyes vasallos. Por su conversación con Termo había supuesto que Bitinia recibiría el pago por la flota más adelante, pero ahora se preguntaba cuánto tardarían en liquidarle la deuda.
– Bueno, ya está todo arreglado -dijo el rey seis días más tarde-. Tendrás la flota en el puerto de Abidos el quince de octubre. Faltan casi dos meses, que pasarás conmigo.
– Mi deber es supervisar la reunión de las naves -replicó César, no por rechazar el acoso del rey, sino convencido de que debía hacerlo así.
– No puedes -contestó Nicomedes.
– ¿Por qué?
– Porque no se hace así.
Regresaron a Nicomedia, y de buena gana por parte de César. Cuanto más conocía al anciano, más le gustaba; igual que su esposa y el perro.
Como había dos meses por delante, César pensó viajar a Pessinus, Bizancio y Troya. Por desgracia, el rey se empeñó en acompañarle a Bizancio y por mar, y César no pudo ir ni a Pessinus ni a Troya, pues lo que habría debido de ser un viaje en barco de dos o tres días se convirtió en una singladura de casi un mes. Viajaban muy despacio y con todos los formalismos, pues Nicomedes se detenía en todos los pueblecitos pesqueros para que sus habitantes le contemplaran en todo su esplendor, aunque, como deferencia para con César, sin la cara pintada.
Bizancio, de tradición griega y población no menos helenizada, existía desde seis siglos atrás sobre una península elevada en la orilla tracia del Bósforo, y tenía un puerto en el cabo norte en forma de cuerno y otro más abierto en el brazo sur; contaba con murallas muy fortificadas y altas y su riqueza era manifiesta en el tamaño y lujo de los edificios, tanto privados como públicos.
El Bósforo tracio era más bello que el Helesponto, y más majestuoso, pensó César, que había navegado por él. Que el rey Nicomedes era soberano de la ciudad se hizo evidente en cuanto la nave real llegó al muelle: todos los personajes importantes acudieron a saludarle. Sin embargo, no se le escapó a César que a él le dirigían miradas sombrías y que a algunos les disgustaba ver al rey de Bitinia en tan amigable compañía de un romano. Lo que planteaba otro dilema, pues hasta aquel momento la aparición pública de César en compañía del rey Nicomedes había tenido lugar en Bitinia, donde los súbditos conocían, querían y entendían a su soberano; pero no era así en Bizancio, donde no tardó en hacerse evidente que todos creían que el romano era el novio del rey.
Hubiera sido fácil borrar semejante suposición haciendo unos cuantos comentarios sobre viejos estúpidos que se engañaban a sí mismos, y lo fastidioso que era tener que andar negociando una flota con un viejo bobo. Pero el único inconveniente era que César no podía hacerlo; ya había cobrado cariño a Nicomedes en todos los aspectos menos en el que Bizancio suponía, y no podía herir al pobre viejo en lo que precisamente a él más le dolía: el orgullo. Pero existían motivos más que suficientes que le obligaban a dejar en claro la situación; en primer lugar y antes que nada, porque afectaba a su futuro: él pretendía llegar a lo más alto, y si ya era difícil para un individuo intentar ese duro ascenso ocultando una parte auténtica de su naturaleza, mucho peor era intentarlo sabiendo que la suposición era injustificada. Si el rey hubiese sido más joven, César hubiera optado por pedirle que él mismo disipara las sospechas, pese a que Nicomedes rechazaba la intolerancia romana de la homosexualidad como rasgo antihelenista, bárbaro incluso; pero, dada su avanzada edad, no sabía si su exigencia no le causaría una grave aflicción. Ahora veía que la vida, después de la adolescencia tutelada que se había visto obligado a llevar, a veces situaba a los hombres ante dilemas irresolubles.
El resentimiento de los bizantinos hacia los romanos se debía, evidentemente, a la ocupación de la ciudad por Fimbria y Flaco cuatro años antes, cuando, nombrados por el gobierno de Cinna, habían decidido ir a Asia y hacer la guerra a Mitrídates antes que volver a Grecia para combatir a Sila. A los bizantinos poco les importaba que Fimbria hubiese asesinado a Flaco; el hecho era que la ciudad había padecido. Y allí estaba su soberano derrochando lisonjas con otro romano.
Así, tras reflexionar sobre lo que podía hacer, César se dispuso a causar su propia impresión a los bizantinos para salvar su honra lo más posible. Su inteligencia y formación le fueron muy útiles, pero no estaba muy seguro de ese otro factor de su naturaleza que tanto deploraba su madre: su encanto. Sin embargo, mucho le valió para ganarse a los próceres de la ciudad, y harto le sirvió para apaciguar los ánimos tras el particular episodio de grosería y zafiedad de Flaco y Fimbria, pero, al final, tuvo que concluir que probablemente había reforzado las sospechas sobre sus inclinaciones sexuales, ya que en los hombres viriles no es cualidad el encanto.
César optó por un ataque frontal. La primera fase del mismo consistió en rechazar drásticamente todas las propuestas que le hacían los hombres, y la segunda en averiguar el nombre de la más famosa cortesana de la ciudad y hacer el amor con ella hasta que pidiera tregua.
– …tan grande como un burro y es tan cachondo como una cabra -comentó ella a todas sus amistades y amantes habituales, con cara de cansancio-. ¡Oh, es maravilloso! -añadió sonriente, con un suspiro, estirando los brazos voluptuosamente-. ¡Hace años que no gozaba así con un joven!
Y la cosa dio resultado. No hirió al rey Nicomedes, cuya devoción por él se reveló así como lo que era: una pasión inútil.
Volvieron a Nicomedia, a la reina Oradaltis y al can Sila, en aquel estrambótico palacio sobrecargado de pajes y de criados quisquillosos e intrigantes.
– Lamento tener que irme -dijo a la real pareja la noche de su última cena.
– No tanto como nosotros -replicó la reina malhumorada, provocando al perro con el pie.
– ¿Volverás cuando caiga Mitilene? -le preguntó el rey-. Nos gustaría volver a verte.
– Volveré. Os lo prometo -contestó César.
– ¡Estupendo! -exclamó Nicomedes con cara de satisfacción-. Ahora, te ruego que me descifres un acertijo del latín que nunca he entendido. ¿Por qué cunnus es del género masculino y mentula del femenino?
– ¡No lo sé! -contestó César, perplejo.
– Debe de haber algún motivo.
– Sinceramente, nunca lo había pensado. Pero ahora que lo decís he de reconocer que es muy curioso.
– Cunnus debería ser cunna, al tratarse del órgano genital femenino; y mentula, más bien mentulus, tratándose del pene. ¡Hay que ver lo confusos que sois los romanos, después de tanta jactancia masculina! Vuestras mujeres son masculinas y vuestros hombres femeninos -apostilló, reclinándose en la silla con una amplia sonrisa.
– No habéis elegido las palabras más finas para las partes privadas -dijo César muy serio-. Cunnus y mentula son vocablos obscenos. Debería haber pensado que la respuesta es evidente -prosiguió sin alterar su grave expresión-. Que lo masculino sea del género femenino y viceversa significa el sexo con el que debe acoplarse.
– ¡Bobadas! -exclamó el rey con los labios temblorosos.
– ¡Sofismas! -añadió la reina, encogiéndose de hombros.
– ¿Tú qué dices, Sila? -preguntó Nicomedes al perro, con el que se llevaba mucho mejor desde la llegada de César, o quizá porque Oradaltis no utilizaba tanto al animal para burlarse del anciano.
– Yo si que se lo preguntaré cuando regrese a Italia -dijo César echándose a reír.
En palacio se notó el vacío después de la marcha de César; la real pareja vagaba desconcertada, y hasta el perro andaba triste.
– Es el hijo que no hemos tenido -dijo Nicomedes.
– ¡No! -replicó con firmeza Oradaltis-. Es el hijo que nunca hubiéramos podido tener. Nunca.
– ¿Por mi predisposición hereditaria?
– ¡Claro que no! Porque no somos romanos. Es un romano.
– Quizá sea mejor decir que es como es.
– ¿Crees que volverá, Nicomedes?
– Sí, creo que si -se apresuró a contestar el rey, claramente animado.
Cuando César llegó a Abidos en los idus de octubre, se encontró con la flota prometida anclada y compuesta por dos enormes naves pónticas de dieciséis órdenes de remos, ocho quinquerremes, diez trirremes y veinte navíos bien construidos, pero no específicamente de guerra.
Como lo que deseáis es bloquear, más que perseguir a otra flota -decía la carta del rey a César-, he proporcionado naves mercantes anchas, cubiertas y transformadas, en lugar de las veinte galeras de guerra descubiertas. Si queréis impedir que los de Mitilene accedan al puerto durante el invierno, necesitaréis naves más fuertes que las galeras ligeras, que hay que varar en cuanto amenaza temporal. Las mercantes transformadas aguantarán bien, si no hay las furiosas galernas que hacen suspender toda navegación. He considerado que debías llevar esos dos grandes navíos pónticos, aunque sólo sea por su imponente aspecto; romperán cualquier cadena de obstáculo y os serán útiles cuando ataquéis. Además, el capitán del puerto de Sinope los incluyó por una bagatela, aparte del avituallamiento y la paga de las tripulaciones (quinientos hombres cada uno), pues dice que al rey del Ponto en este momento no le sirven para nada. Te adjunto la factura en hoja aparte.
Desde Abidos en el Helesponto, en la costa anatólica de la isla de Lesbos, al norte de Mitilene, la distancia era de unas cien millas, que según el primer piloto tardarían en cubrir entre cinco y diez días si el tiempo se mantenía y los barcos eran marineros.
– Pues más vale que comprobemos que lo son -dijo César.
El hombre, que no estaba acostumbrado a servir a un almirante (pues tal pensó César era su condición hasta que llegaran a Lesbos) que le ordenaba verificar los navíos antes de iniciar la expedición, reunió a los tres capataces de los astilleros de Abidos e inspeccionó detenidamente todas las naves, acompañados por César, que lo observaba todo y no cesaba de hacerles preguntas.
– ¿No os mareáis? -preguntó el primer piloto con yana esperanza.
– No, que yo sepa -contestó César con ojos risueños.
Diez días antes de las calendas de noviembre, la flota de cuarenta naves zarpaba del Helesponto, desde donde la corriente -que siempre iba del Euxino al Egeo- les condujo rápidamente hacia la boca sur del estrecho, con el promontorio de Mastusia en la orilla de Tracia y el estuario del río Escamandro en la orilla asiática.
Cerca del Escamandro estaba Troya, la fabulosa Ilión, de cuyas calcinadas minas su antepasado Eneas había huido de Agamenón. Lástima no haber podido visitar el impresionante lugar, pensó César. Ya tendría oportunidad, se dijo, encogiéndose de hombros.
El tiempo no se estropeó, y la flota, sin dispersarse, alcanzó el cabo norte de Lesbos seis días antes de lo previsto. Como no entraba en los planes de César llegar a su destino antes de las calendas de noviembre, volvió a consultar con el primer piloto y puso la flota al abrigo dentro de la rizada palma de la península de Cidonia, en la costa asiática, frente a Mitilene. El enemigo le traía sin cuidado; lo que quería era sorprender al ejército romano de asedio. Y dejar a Termo con dos palmos de narices.
– Tenéis una suerte fenomenal -dijo el primer piloto, cuando volvieron a levar anclas la víspera de las calendas de noviembre.
– ¿Por qué?
– Jamás he visto una mar mejor en esta época del año, y el tiempo se mantendrá todavía unos días.
– Entonces, al anochecer echaremos el ancla en alguna ensenada que encontremos en Lesbos, y al amanecer iré al encuentro del ejército con el navío ligero más rápido que haya -dijo César-. No tiene objeto aparecer con toda la flota hasta que el comandante me dé órdenes de dónde situarla.
César encontró al ejército poco después de salir el sol al día siguiente, y desembarcó para presentarse a Termo o a Lúculo, quienquiera que estuviera al mando. Resultó ser Lúculo, pues Termo seguía en Pérgamo.
Se vieron en un lugar desde el cual Lúculo observaba la construcción de un muro con foso a través del brazo de tierra en que se asentaba Mitilene.
Quien realmente sentía curiosidad era César -Lúculo era un hombre con fama de enojadizo que menospreciaba a los oficiales jóvenes-, y se limitó a anunciarse como simple tribuno militar. Su fama en Roma había aumentado a lo largo de los años desde que había sido fiel cuestor de Sila y el único legado que había apoyado su primera marcha sobre Roma, cuando aquél era cónsul. Desde entonces había sido partidario del dictador, a tal extremo que Sila le había confiado misiones que no suelen desempeñar los que no han sido pretores: había hecho la guerra contra Mitrídates, permaneciendo en la provincia de Asia tras el regreso de Sila a Italia, conservándosela, mientras que el gobernador Murena hacia, sin permiso de Roma, la guerra contra Mitrídates en Capadocia.
César vio a un hombre delgado, de buen aspecto y estatura un poco mayor a la media, que andaba un poco rígido, no porque tuviera mal las articulaciones sino por pura rigidez mental. No era guapo, pero tenía una fisonomía interesante con aquel rostro alargado y pálido, rematado por una cabellera espesa y ondulada gris mate. Al aproximarse, vio que sus ojos eran de un gris claro, suave y frío.
– ¿Y bien? -preguntó el comandante, frunciendo el ceño.
– Soy Cayo Julio César, tribuno militar.
– Supongo que te envía el gobernador.
– Sí.
– Bien. ¿Para qué querías verme? Estoy ocupado.
– He traído tu flota, Lucio Licinio.
– ¿Mi flota?
– La que el gobernador me mandó traer de Bitinia.
– ¡Por los dioses! -exclamó Lúculo, clavando en él su fría mirada.
César permaneció callado.
– ¡Es una buena noticia! No sabía que Termo había enviado dos tribunos a Bitinia. ¿Cuándo te envió a ti? ¿En abril?
– Creo que soy el único que envió.
– César… César… ¡Tú no puedes ser el que envió a finales de quintilis!
– Sí, yo soy.
– ¿Y ya has reunido una flota?
– Sí.
– Pues tienes que volverte con ella, tribuno. El rey Nicomedes te habrá dado una porquería.
– La flota no es ninguna porquería. Traigo cuarenta navíos que he inspeccionado personalmente en cuanto a navegabilidad: dos de dieciséis órdenes de remos, ocho quinquerremes, diez trirremes y veinte mercantes transformados, que el rey me dijo serían mejor para el bloqueo de invierno que las galeras ligeras sin puente -dijo César, reprimiendo su extraordinaria satisfacción con gran dominio.
– ¡Por los dioses! -volvió a exclamar Lúculo, examinando ya detenidamente al joven tribuno, como si fuese un personaje monstruoso de circo, al tiempo que un leve gesto de admiración aflojaba el gesto adusto de su boca y su mirada se suavizaba-. ¿Cómo lo has conseguido?
– Sé cómo persuadir a la gente.
– Me gustaría saber qué le dijiste, porque Nicomedes es de lo más tacaño que hay.
– No temas, Lucio Licinio, traigo la factura.
– Llámame Lúculo; aquí hay por lo menos seis Lucios Licinios -dijo el general, echando a andar hacia la orilla-. No hace falta que me digas que tienes la factura. ¿Cuánto nos cobra por las de dieciséis órdenes de remos?
– Sólo la comida y el sueldo de las tripulaciones.
– ¡Por los dioses! ¿Dónde tienes esa fantástica flota?
– Anclada una milla más arriba de la costa, hacia el Helesponto. Pensé que sería mejor adelantarme y preguntarte si querías que la fondeara aquí o que fuese directamente a bloquear los puertos de Mitilene.
Lúculo ya no andaba tan estirado.
– Creo que nos pondremos en seguida manos a la obra, tribuno -contestó frotándose las manos-. ¡Qué golpe para Mitilene! Ellos están convencidos de que pueden avituallarse durante todo el invierno.
Cuando los dos llegaron al navío ligero y Lúculo subió hábilmente a bordo, César se quedó rezagado.
– ¿Qué sucede, tribuno, no vienes?
– Si lo deseas. No conozco muy bien las costumbres militares y no quiero cometer errores -replicó César.
– ¡Vamos, hombre, sube!
Hasta que los veinte remeros -diez a cada costado- hubieron dado la vuelta al barco, poniéndolo proa al norte, no volvió Lúculo a decir nada.
– ¿No conoces bien las costumbres militares, eh? Ya tienes más de diecisiete años, ¿no? Y no me has dicho que fueses contubernalis.
Conteniendo un suspiro (pensando en que iba a hastiarse de dar explicaciones), César contestó sin inmutarse:
– Tengo diecinueve, pero es mi primera campaña. He sido flamen dialis hasta junio.
Pero Lúculo no quería muchos detalles; era inteligente y estaba muy ocupado. Asintió con la cabeza, dando por supuesto toda una serie de cosas que otros hubieran preguntado.
– César… ¿tu tía fue la primera esposa de Sila?
– Sí.
– Entonces eres su protegido.
– De momento.
– ¡Bien dicho! Yo soy su más leal partidario, tribuno, y te lo digo como una advertencia obligada, dado tu parentesco con él. No permito que nadie le critique.
– De mí no oirás ninguna crítica, Lúculo.
– Bien.
Se hizo un silencio, roto únicamente por el gruñido rítmico de los veinte remeros. Al cabo de un rato, Lúculo volvió a hablar con cierto tono de regocijo.
– De todos modos, me gustaría saber cómo conseguiste una flota tan poderosa del rey Nicomedes.
Su profundo deleite surgió de pronto de una manera que César aún no había aprendido a dominar, y dijo algo indiscreto a una persona que no conocia.
– Baste decir que el gobernador me irritó y no quiso creer que yo pudiera obtener cuarenta naves para las calendas de noviembre. Sentí mi orgullo herido y me propuse conseguirlas. ¡Y ahí están! Ha sido consecuencia lógica de la falta de fe por parte del gobernador en mi capacidad para cumplir mi palabra.
La respuesta irritó sobremanera a Lúculo; era un hombre que detestaba tener en su ejército gente presuntuosa, y aquella afirmación le parecía sumamente arrogante. Por ello se dispuso a dar una lección al presumido.
– Conozco muy bien a esa vieja meretriz de Nicomedes -dijo con voz glacial-. Tú eres muy guapito y él muy descarado. ¿Le gustaste? ¡Sí, claro que le gustaste! -añadió inmediatamente, sin dar tiempo a que César contestase-. ¡Has hecho muy bien, César! No todos los romanos hacen gala de tan noble propósito de supeditar la castidad a los intereses de Roma. Creo que debemos llamarte el rostro que hizo botar cuarenta navíos. ¿O más bien el culo?
La ira asomó al rostro de César con tal rapidez que tuvo que clavarse las uñas en la palma de la mano para contener sus brazos; nunca en su vida había tenido que violentarse tanto para no perder la cabeza, pero lo logró con un duro esfuerzo que jamás olvidaría. Volvió los ojos hacia Lúculo y los clavó en él. Y Lúculo, que había visto miradas como aquélla en muchas ocasiones, palidecío. De haber habido sitio para retirarse, lo habría hecho, pero tuvo que aguantar donde estaba con gran esfuerzo.
– Conocí la primera mujer -dijo César con voz monocorde- cuando estaba a punto de cumplir catorce años, y no podría decir el número de las que han venido después. Lo que quiere decir que conozco muy bien las mujeres. Y esa acusación que acabas de hacer, Lucio Licinio Lúculo, es la que suelen hacer las viejas. Las mujeres, Lucio Licinio Lúculo, no disponen de otra arma que sus cunni para lograr sus fines o lo que otro hombre les pida para sí. El día que tenga que recurrir al sexo para conseguir lo que quiero, Lucio Licinio Lúculo, me atravesaré con la espada. Tienes un nombre glorioso, pero comparado con el mio es menos que polvo. Has empañado mi dignitas, y no descansaré hasta borrar esa mancha. A ti no te importa el método de que me valí para conseguirte la flota. ¡Ni a Termo! No obstante, puedes tener la seguridad de que la obtuve de forma honorable y sin tener que pasar por el lecho del rey, ni tampoco de la reina. Cuando se explota el sexo los resultados son efímeros y yo no logro mis propósitos de esa manera, sino usando mi inteligencia, un don que me parece escaso entre los mortales. Por consiguiente, llegaré lejos. Más lejos probablemente que tú.
Concluida su réplica, César le dio la espalda y contempló las obras de asedio, cada vez más empequeñecidas por la distancia, que destrozaban los alrededores de Mitilene. Y Lúculo, apabullado, daba gracias para sus adentros de que el diálogo hubiese tenido lugar en latín y no se hubiesen enterado los remeros. ¡Oh, gracias, Sila, por habernos mandado semejante avispón a romper la placidez del asedio! Nos dará más preocupaciones que mil Mitilenes.
El resto del viaje se realizó en el más absoluto silencio; César sumido en sus pensamientos, y Lúculo torturándose el cerebro para descubrir la manera de desdecirse sin mancillar la buena opinión que de sí mismo tenía, pues era inconcebible que él, el comandante de aquella guerra, se rebajase a pedir excusas a un joven tribuno militar. Y como no acababa de hallar una solución satisfactoria, al final del breve viaje ascendió la escala de la galera de dieciséis órdenes de remos más próxima como si César no existiera, y, una vez en la cubierta, extendió el brazo con la palma abierta para detener al joven, que comenzaba a ascender también.
– No subas, tribuno -dijo con frialdad-. Vuelve al campamento y acuartélate. No quiero verte.
– ¿Tengo libertad para recoger mis criados y caballos?
– Desde luego.
Si Burgundus, que conocía a su amo tan bien como el que más, estaba seguro de que algo no había ido bien durante el tiempo que César había estado ausente, tuvo la prudencia de no hacer ningún comentario al ver aquel rostro enfurruscado y aquella mirada glacial durante todo el camino hacia el campamento de Lúculo.
El propio César ni recordó el camino ni se dio cuenta de la disposición del campamento al que se dirigían. Un centinela les señaló la via principalis e indicó al joven tribuno militar que hallaría alojamiento en el segundo edificio de ladrillo de la derecha. No era aún mediodía, pero era como si la mañana hubiese sido de mil horas, y la clase de hastío que notaba César ahora era muy distinta; un hastío hosco, medroso y ciego.
Como era un campamento permanente que no esperaban abandonar hasta la primavera, el ejército estaba instalado con mayor comodidad que bajo las tiendas de cuero. Para la tropa, hileras interminables de cabañas de madera de ocho soldados; para los auxiliares, construcciones de madera más grandes con capacidad para ochenta; para los legados, una edificación igual; para los oficiales de grado medio, un edificio de ladrillo de cuatro pisos, y para los tribunos militares el mismo tipo de edificio, aunque más pequeño.
La puerta estaba abierta y salían voces del interior, cuando César se acercó al umbral; los criados y las cabalgaduras aguardaron afuera.
Al principio no vio gran cosa del interior, pero pronto sus ojos se habituaron a la penumbra y captó el ambiente antes de que nadie advirtiese de su presencia. En medio de la habitación había una gran mesa, en torno a la cual se sentaban siete jóvenes con los pies calzados con botas puestos sobre ella. No los conocía; era el inconveniente de haber sido flamen dialis. En ese momento, uno de los jóvenes, fuerte y de cara agradable, miró hacia la puerta y le vio.
– ¡Hola! Entra, vamos -dijo en tono afable.
César cruzó el umbral con mayor confianza en sí mismo de la que sentía, pues aún reflejaba su rostro la indignación por la imputación de Lúculo. Los siete que clavaron sus ojos en él vieron un Apolo decaído, y todos fueron bajando los pies de la mesa y guardaron silencio, tras el saludo inicial, sin dejar de mirarle.
Luego, el de la cara agradable se puso en pie y se acercó a él con la mano extendida.
– Soy Aulo Gabinio -dijo, echándose a reír-. ¡No te muestres tan altanero, seas quien seas, que ya hay muchos de ésos!
– Cayo Julio César -contestó él, estrechando su mano con fuerza, pero sin ánimo para devolverle la sonrisa-. Creo que tengo que alojarme aquí. Soy tribuno militar.
– Ya sabíamos que aparecería el octavo -dijo Gabinio, volviéndose hacia los demás-. Eso somos todos, tribunos militares, la escoria del ejército y un quebradero de cabeza para nuestro general. ¡A veces hacemos algo, pero como no nos pagan, el general no puede pedir mucho más! Acabamos de comer y algo ha quedado. Pero primero ven que te presente.
Los demás se habían ido poniendo en pie.
– Cayo Octavio -dijo uno bajo y musculoso, guapo al estilo griego, con pelo castaño y ojos pardos, y orejas que le sobresalían como asas. Le estrechó la mano con agradable firmeza.
– Publio Cornelio Léntulo, llámame Léntulo.
Era evidente que aquél era uno de los que se daban aires, y poseía la fisonomía de los Cornelios de tez morena y cara fea. Parecía como si le costase estar a la altura de las circunstancias, aunque se le notaba firmemente decidido a estarlo; inseguro, pero terco.
– Éste es Léntulo el guapo: Lucio Cornelio Léntulo, el Negro.
Otro de los arrogantes y otro Cornelio, pero con más ínfulas que el otro Léntulo.
– A Lucio Marcio Filipo hijo le llamamos Lipo.
Era un joven de ojos grandes, oscuros y soñadores, en un rostro más agradable que el de su padre, heredado de su abuela Claudia, sin duda, a quien se parecía. Daba la impresión de ser una persona tranquila y apacible; le estrechó la mano con afabilidad, pero sin blandura.
– Marco Valerio Mesala Rufo, conocido por Rufo el Rojo.
Aquél no era de los arrogantes, pese a que su apellido patricio era de los más enaltecidos. Rufo era, efectivamente, rojo de pelo y ojos, aunque no parecía de temperamento sanguíneo.
– Y por último, como de costumbre, pues siempre miramos por encima de su cabeza, Marco Calpurnio Bíbulo.
Bíbulo era el más arrogante de todos, quizá porque era el más bajito y el menos fuerte. Sus rasgos físicos le conferían una especie de superioridad natural debido a sus pómulos prominentes y su nariz romana bulbosa; tenía boca despectiva y frente recta sobre sus ojos gris claro, algo saltones. Pelo y cejas eran rubio pajizo, pero no dorado, lo cual le hacía parecer mayor de sus veintiún años.
Rara vez dos individuos sienten mutuamente al conocerse un desagrado inexplicable, pero es algo instintivo e inevitable. Y ese desagrado brotó entre Cayo Julio César y Marco Calpurnio Bíbulo al mirarse. El rey Nicomedes le había hablado de enemigos potenciales: sin duda alguna aquél era uno de ellos.
Gabinio cogió una octava silla arrimada a la pared y la acercó a la mesa, entre la suya y la de Octavio.
– Siéntate y come -dijo.
– Me sentaré con mucho gusto, pero me perdonaréis que no coma.
– ¡Pues bebe un poco de vino!
– No lo pruebo.
– ¡Ah, pues te encantará vivir aquí! -exclamó con una risita-. Las vomitonas van de pared a pared.
– ¡Tú eres el flamen dialis! -exclamó Filipo hijo.
– Era el flamen dialis -replicó César, decidido a no decir más, pero cambió de idea-. Si os cuento ahora la historia no volváis a preguntarme.
Y procedió a contarlo todo a grandes rasgos, con palabras tan escogidas que todos ellos, pese a que no eran intelectuales, comprendieron inmediatamente que el nuevo tribuno era individuo de grandes luces, si no un erudito.
– Vaya historia -comentó Gabinio cuando hubo concluido.
– Entonces sigues casado con la hija de Cinna -dijo Bíbulo.
– Sí.
– ¡Y ahora, sin remedio, nos vemos trabados en el antiguo combate, Gabinio! -dijo Octavio con una carcajada-. ¡Con César son cuatro patricios! ¡Guerra a los muertos!
Los demás le fulminaron con la mirada y no dijo mas.
– ¿Vienes de Roma, verdad? -inquirió Rufo.
– No, de Bitinia.
– ¿Y qué hacías en Bitinia? -preguntó Léntulo el feo.
– Reuniendo una flota para la toma de Mitilene.
– Seguro que volviste loco a esa vieja maricona de Nicomedes -añadió Bíbulo sin poder contenerse, a pesar de que sabía que era una grosería capaz de ofender a cualquiera.
– Pues, efectivamente -respondió César con tranquilidad.
– ¿Conseguiste la flota? -insistió Bíbulo.
– Naturalmente -respondió César con una arrogancia que ni el propio Bíbulo hubiera igualado.
Bíbulo lanzó una carcajada descarnada como su propio rostro.
– ¿Natural o antinaturalmente? -preguntó.
Lo que sucedió a continuación nadie lo vio. Lo único que vieron los seis pares de ojos fue a César al otro lado de la mesa agarrando a Bíbulo a pulso a cierta altura. El hombrecillo resultaba grotesco, tratando de alcanzar con sus cortos brazos el rostro sonriente de César. Parecía una escena de mimo.
– Si no fueses tan insignificante como una pulga -dijo César-, ya estaría fuera haciéndote morder el polvo. Desgraciadamente, Pulex, sería un asesinato matar a golpes a una insignificancia como tú. ¡No vuelvas a acercarte a mí, Pulga! -Y, sin dejarle en el suelo, miró en derredor buscando un sitio apropiado: un armario de casi dos metros, en el que le subió sin aparente esfuerzo, esquivando sus patadas-. Patalea ahí arriba un rato, Pulex.
Dicho lo cual salió del cuarto.
– ¡Realmente te cae bien eso de Pulex, Bíbulo! -dijo Octavio riendo-. A partir de ahora te llamaré así, te lo mereces. ¿Y tú, Gabinio? ¿Vas a llamarle Pulex?
– ¡Le llamaré más bien Podex! -exclamó Gabinio rojo de indignación-. ¿ Pero, cómo se te ocurrió decir eso, Bíbulo? ¡No venía a cuento y nos has dejado en mal lugar! -añadió mirando a los demás, furioso-. No sé lo que pensáis hacer vosotros, pero yo voy a ayudar a César a descargar.
– ¡Báj ame! -chilló Bíbulo desde encima del armario.
– ¡Yo no! -contestó Gabinio con desprecio.
Al final nadie quiso ayudarle y Bíbulo tuvo que tirarse de un salto, porque el mueble era poco estable para bajarse descolgándose.
Pese a su rabiosa indignación, se sentía también turbado y mortificado. Gabinio tenía razón. ¿Cómo se le habría ocurrido decir aquello? Lo único que había logrado era quedar como un patán, había perdido la estima de sus compañeros y ni siquiera podía felicitarse por haber ganado el reto. César le había derrotado fácilmente, y con honor, no por abstenerse de golpear a uno más pequeño que él, sino poniendo de manifiesto esa pequeñez. Era natural que Bibulo estuviera resentido por la estatura y los músculos de sus compañeros; bien sabía que el mundo era de los hombres altos y fuertes. El aspecto físico de César había bastado para provocarle -el rostro, el cuerpo, la altura- y, además, el joven había hablado con una fluida cascada de palabras escogidas. ¡No había derecho!
No sabia a quién odiaba más, si a sí mismo o a Cayo Julio César, el superdotado. De afuera le llegaban los ecos de unas risotadas intrigantes que eran una tentación. Despacio, se fue acercando a la puerta y miró cautelosamente. Allí estaban sus colegas tribunos desternillándose de risa viendo al superdotado montado en… ¡una mula! No podía oír lo que decía, pero imaginaba que era algo divertido, ingenioso, simpático, agradable, irresistible, fascinante, interesante, bien traído.
– Bueno -se dijo, mientras se dirigía a su cuarto-, jamás se verá libre de esta pulga.
Al empezar el invierno y con él la fase del asedio en que todo se reducía a la mínima actividad por parte de los sitiadores, que esperaban la rendición por hambre de los sitiados, Lucio Licinio Lúculo halló un momento para escribir a su admirado Sila.
Tengo buenas esperanzas de que esto acabe en primavera gracias a una sorprendente circunstancia de la que te hablaré más adelante. En primer lugar, quiero que me concedas un favor. Si logro tomar Mitilene en primavera, ¿puedo regresar a Italia? Ha sido una larga campaña, querido Lucio Cornelio, y tengo ganas de ver Roma, y no digamos a ti. Mi hermano Varrón Lúculo es ya de edad y experiencia para ser edil curul, y me gustaría compartir con él la edilidad. No hay cargo como ése para que lo compartan dos hermanos con la aprobación popular. íImagínate qué juegos organizaríamos! Yo tengo treinta y ocho años y mi hermano treinta y seis, casi la edad del pretorado, y no hemos sido ediles. Te ruego que nos concedas ese cargo y luego el de pretor lo antes posible. De todos modos, si consideras que mi solicitud es imprudente o inmerecida, lo entenderé.
Parece que Termo controla la provincia de Asia, una vez que a mí me ha asignado el asedio de Mitilene para tenerme entretenido y que no le estorbe. Realmente no es mala persona. Los indígenas le estiman porque tiene paciencia para escuchar sus cuentos de por qué no pueden pagar el tributo, y a mí me gusta porque después de escucharlos con tanta paciencia insiste en que deben pagarlo.
Las dos legiones que tengo están formadas por tropas muy tormentosas. Las tuvo Murena en Capadocia y Ponto y Fimbria antes que él. Tienen una independencia de criterio que no me gusta nada, y estoy tratando de quitársela. Naturalmente, están resentidas por tu edicto que no les permite regresar a Italia por haber sancionado el asesinato de Flaco por mano de Fimbria, y periódicamente me envían una delegación para solicitar que se derogue. Saben que dan en hierro frío y al mismo tiempo se dan cuenta de que las diezmaré apenas me den una excusa. Son soldados romanos y tienen que hacer lo que se les ordene. Me pongo frenético cuando los veteranos que han ascendido a oficial y los tribunos jóvenes se creen con derecho a opinar. Pero más adelante te hablo de esto.
Yo creo que, tal como andan las cosas, Mitilene habrá cedido bastante en su resistencia en primavera, y entonces intentaré un asalto frontal. Dispondré de varias torres y no puede fallar. Si logro Àsometer esta ciudad antes del verano, el resto de la provincia de Asia se doblegará sumisa.
El principal motivo por el que tengo tantas esperanzas se debe a que dispongo de la imponente flota enviada por -ni te lo imaginas- ¡Nicomedes!. Termo envió a tu sobrino político, Cayo Julio César, a finales de quintilis, para solicitarla, y me escribió comunicándomelo, bien que ninguno de los dos esperábamos contar con ella antes de marzo o abril. Pero, mira por dónde, Termo tuvo la audacia de reírse de la seguridad que mostraba el joven César diciéndose capaz de tener reunida la flota tan pronto. Bien, César partió y pidió la flota que Termo quería en una fecha determinada, sin andarse con rodeos. Cuarenta naves, la mitad de ellas quin querremes y trirremes cubiertas, para entregar en las calendas de noviembre. Las órdenes que había dado Termo a este joven arrogante.
¿ Y querrás creer que César apareció en mi campamento en las calendas de noviembre con una flota mejor de lo que habría podido esperarse de una persona como Nicomedes? ¡Y con dos galeras de dieciséis órdenes de remos por las que no he tenido que pagar más que la manutención y los sueldos de las tripulaciones! Cuando vi la cuenta me quedé aturdido; Bitinia tendrá su ganancia, pero no escandalosa. Lo que me obliga a devolvérsela honorablemente en cuanto caiga Mitilene. Y habrá que pagar. Desde luego, espero poder sacar la suma del botín. Pero si no fuese tan importante como creo, ¿podrías hacer que el Tesoro concediese un empréstito especial?
Tengo que añadir que el joven César se mostró arrogante e insolente cuando me entregó la flota, y me vi obligado a pararle los pies. Naturalmente, sólo hay un medio para haber podido conseguir tan magnífica flota en tan poco tiempo de ese maricón de Nicomedes: acostarse con él. Así se lo dije para que no se diera aires, ¡pero mucho dudo que haya manera de bajarle a César los humos! Se revolvió como una serpiente de cascabel y me dijo que no necesitaba recurrir a trucos de mujeres para obtener las cosas, y que el día que tuviera que hacerlo se clavaría la espada. Me dejó pensando en cómo someterle a la disciplina; un problema que no suelo tener, como bien sabes. Al final pensé que quizá sus colegas tribunos militares lo consigan. Los recordarás, pues debiste verlos en Roma antes de que marcharan. Son Gabinio, los dos Léntulos, Octavio, Mesala Rufo, Bibulo y el hijo de Filipo.
Tengo entendido que el pequeño Bibulo lo intentó y acabó en lo alto de un armario. Desde entonces se han dividido bastante las filas de los tribunos; César ha formado bando con Gabinio, Octavio y el hijo de Filipo; Rufo es neutral, y los dos Léntulos y Bíbulo le odian. Siempre surgen problemas durante las operaciones de asedio; por supuesto, es consecuencia del hastío, y resulta difícil azotar a estos díscolos por faltas de servicio, incluso para mi. Pero es que César causa dificultades sin cuento. Detesto tener que molestarme con una persona a este nivel tan bajo, pero no he tenido más remedio en varias ocasiones. César es tremendo. Bien parecido, seguro de sí mismo, muy consciente de su, ¡ay!, gran inteligencia.
Aunque hay que decir que César presta servicio. No para. Yo no sé cómo puede ser, pero casi todos los oficiales por ascenso le conocen, y -lo que es peor- le estiman. Él sabe imponerse. Mis legados han optado por eludirle porque no acepta órdenes en una tarea si a él no le parece bien la forma en que se hace. ¡Y desgraciadamente, la manera que él dice es siempre la mejor! Es uno de esos individuos que se lo saben todo de antemano, antes de que se dé el primer golpe o el subordinado grite la primera orden. La consecuencia es que la mayoría de las veces mis legados quedan en ridículo, azorados.
La única manera que hasta ahora he logrado descubrir que menoscaba su seguridad es comentar cómo logró obtener la flota del rey Nicomedes a precio de ganga. Eso sí funciona; hasta el punto de que se indigna profundamente. Pero ¿piensas que él iba a hacer lo que yo quería, que me agrediese, dándome una excusa para someterle a un tribunal militar? ¡No! Es demasiado listo y sabe dominarse. ¡Y tuvo la impudicia de comentarme que mi alcurnia comparada con la suya es menos que polvo!
Basta de jóvenes tribunos. Tengo que encontrar algo que decir de los oficiales mayores, los primeros legados, por ejemplo. Pero me temo que no se me ocurre nada.
Me han dicho que has entrado en el mundo de los negocios y que le has encontrado a Pompeyo el joven Carnicero una esposa de categoría muy superior a él. Si te queda tiempo podrías encontrarme una esposa. Estoy fuera de Italia desde que cumplí treinta años y ya tengo casi la edad de pretor y sin esposa ni hijo que me suceda. Lo malo está en que prefiero el buen vino, la buena comida y pasarlo bien en vez de la clase de mujer con la que un Licinio Lúculo debe casarse. Además, me gustan las mujeres muy jóvenes, y ¿quién va a estar tan apurado económicamente que me dé una hija de trece años? Si sabes de alguien, dímelo. Mi hermano se niega rotundamente a actuar de intermediario, así que ya puedes imaginarte lo que me alegra saber que tú te dedicas a ello.
Te quiero y te echo de menos, querido Lucio Cornelio.
A finales de marzo, Marco Minucio Termo llegó de Pérgamo y coincidió con Lúculo en que había que atacar. Al enterarse de los detalles relativos a César y la flota de Bitinia, soltó verdaderas carcajadas, pese a que Lúculo aún no le veía la gracia, pues estaba más que harto de que la cadena de mando le pasase continuas quejas contra sus rebeldes y pendencieros tribunos jóvenes.
Sin embargo, existía un antiguo reglamento militar que se aplicaba por tradición: si un hombre es causa constante de problemas, se le destina a un puesto en combate en el que halle la muerte. Y haciendo sus planes para el asalto de Mitilene, Lúculo decidió actuar conforme a esa costumbre militar. César tenía que morir. Él tenía mando pleno en la batalla que se avecinaba, pues Termo se reservaba el papel de mero observador.
No era nada extraordinario que un general convocase a consejo a todos sus oficiales, pero sí era raro en el caso de Lúculo que suscitara comentarios. Y no es que a nadie le extrañara ver en él a los tribunos militares jóvenes, porque eran notoriamente díscolos y el general no confiaba mucho en ellos; normalmente servían de mensajeros a las órdenes del tribuno de su respectiva legión, y ese destino les dio al dar los últimos detalles en el consejo. Excepto a César, a quien dijo en tono glacial:
– Eres un auténtico quebradero de cabeza, pero he observado que te gusta cumplir. Por consiguiente, he decidido darte el mando de una cohorte especial compuesta por los peores elementos de la «Fimbria». Cohorte que quedará en reserva hasta que yo vea dónde opone mayor resistencia el enemigo, para ordenar entonces que acuda a esa zona del combate. Tú, como jefe, tendrás que arreglártelas para invertir la situación.
– Eres hombre muerto -dijo Bíbulo con complacencia cuando se sentaron en el alojamiento después del consejo.
– ¡Yo no! -exclamó César entusiasmado, cortando con la espada un pelo de la cabeza y otro con el puñal.
Gabinio, que apreciaba mucho a César, le miró preocupado.
– ¡Hay que ver lo grandísimo mentula que eres! -exclamó-. Si te callaras y no te hicieras notar no te elegirían para cosas así, porque te ha encomendado una misión que no es para un tribuno joven, y menos cuando no ha servido en ninguna campaña. Todas sus tropas son de Fimbria y están castigadas con el exilio, y ha reunido a los que más detesta para ponerte a ti al mando. Si quería asignarte el mando de una cohorte, tendría que haberte dado tropas de las legiones de Termo.
– Eso ya lo sé -replicó César sin alterarse-. Y tampoco puedo evitar ser un grandisimo mentula… Pregunta a las mujeres del campamento.
Algunos se echaron a reír y otros le miraron furiosos; los que le detestaban le hubieran perdonado más fácilmente su actitud si durante el invierno no se hubiese ganado una envidiable fama entre las cantineras, realzada más aún por la novedad de que la elegida tenía que estar limpia y reluciente.
– ¿Y no te preocupa lo más mínimo? -preguntó Rufo el Rojo.
– No -contestó César-. Tengo tanta suerte como talento. Ya veréis -añadió, guardando con cuidado la espada y el puñal en sus respectivas vainas y disponiéndose a llevarlos a su habitación. Al pasar junto a Bíbulo le hizo cosquillas debajo de la barbilla-. No tengas miedo, pulguita, tú eres tan pequeño que el enemigo no te verá.
– Si no estuviese tan seguro de sí mismo, sería más soportable -comentó Léntulo el feo a Léntulo el Negro, mientras subían hacia sus cuartos.
– Ya habrá algo que le rebaje los humos -dijo el último.
– Espero estar presente para verlo -añadió Léntulo el feo con un estremecimiento-. Mañana va a ser una jornada terrible, Negro.
– Sobre todo para César -contestó Léntulo con una aviesa sonrisa de satisfacción-. Lúculo lo envía al matadero.
Había seis torres de asalto cerca de las murallas de Mitilene, cada una de ellas capaz de permitir el ascenso de centenares de soldados que tomasen los adarves lo bastante aprisa como para desbordar a los defensores. Desgraciadamente para Lúculo, los defensores sabían de sobra que tenían menos posibilidades de resistir semejante asalto que de vencer en un combate pírrico fuera de las murallas.
A media noche despertaron a Lúculo con la noticia de que las puertas de la ciudad estaban abiertas y comenzaban a salir sesenta mil hombres para tomar posición en la explanada entre la ciudad y el muro de asedio que habían levantado los romanos.
Sonaron las trompetas, repicaron los tambores y resonaron los cuernos, y en el campamento romano se produjo una frenética actividad al llamar Lúculo a sus hombres a las armas. Contaba ahora con las cuatro legiones de Asia, ya que Termo había traído las otras dos que no formaban parte del ejército de Fimbria y que, por consiguiente, tenían derecho a regresar a Roma con el gobernador cuando cesase en su cargo. Por ello, su presencia en el asedio de Mitilene había hecho que las tropas de Fimbria recordasen su castigo del exilio y volviera a surgir el descontento. Ahora que era inevitable una batalla campal, Lúculo temía que esas tropas cedieran, lo que hacía aún más necesario que la cohorte de César con los descontentos más notorios fuese separada del resto.
Lúculo disponía de veinticuatro mil hombres contra los sesenta mil de Mitilene, pero entre los curtidos guerreros de la ciudad habría más viejos y niños, como sucedía siempre que una plaza recurría a la población para defenderse de un asedio.
– ¡Qué estúpido; debía de habérmelo imaginado! -exclamó furioso Lúculo.
– Lo que no entiendo es cómo sabían que íbamos a atacar hoy -comentó Termo.
– Seguramente por espías entre las mujeres del campamento -contestó Lúculo-. Las mandaré matar -añadió, mientras se disponía al combate-. Lo peor de todo es que aún es de noche y no se ven las posiciones que han ocupado. Tendré que mantenerlos a raya hasta que podamos elaborar un plan de ataque.
– Tú eres brillante en la táctica, Lúculo -dijo Termo-. Todo saldrá bien.
Al amanecer Lúculo estaba en lo alto de una de las torres contemplando la masiva formación enemiga que se hallaba ya en la tierra de nadie, al borde del foso de cuyo fondo habían desaparecido los millares de agudas estacas, pues Lúculo no deseaba que su ejército pereciera empalado en caso de verse obligado a una retirada. Una ventaja es que habría de ser una lucha a muerte, pues el muro del cerco impediría la desbandada. No es que pensara en ello, pues las tropas de Fimbria eran tan buenas como las otras si les daba por combatir debidamente.
Antes de que saliera el sol, él mismo se llegó a la tierra de nadie rodeado de su cadena de mando para transmitir las órdenes.
– No puedo arengar a las tropas porque no me oirían -dijo con los labios prietos-. Así que todo depende de que me oigáis bien vosotros y obedezcáis al pie de la letra. Como punto de referencia os guiaréis por la puerta norte de Mitilene, que está en el centro de nuestro campo de operaciones. El ejército se extenderá en forma de media luna, con los flancos avanzados, pero justo en el centro quiero una fuerza ariete que se adelante a las demás unidades con el objetivo de tomar la puerta. La táctica consistirá en utilizar ese ariete para escindir en dos al enemigo y cercarlo con las dos alas de la media luna. Eso quiere decir que hay que mantener la formación, y los extremos de las alas deben avanzar al mismo nivel que el ariete. No hay caballería, y la infantería de los extremos tendrá que actuar como si lo fuera. Rápido y con contundencia.
Tendría a su alrededor unos setenta hombres, a los que hablaba subido sobre una caja para que todos le oyeran; estaban los centuriones de las cohortes además de los oficiales. Su severa mirada se detuvo en César, y en el centurión pilus prior que mandaba la cohorte de rebeldes en que había pensado en primer lugar como carnaza. Lúculo conocía perfectamente al agresivo pilus prior, sabía que se llamaba Marco Silio y que era un advenedizo mal educado, cabecilla siempre de las delegaciones que constantemente le enviaban las tropas de Fimbria. No era el momento de pensar en venganzas, sino de adoptar una decisión basada estrictamente en el sentido común. Y lo que debía decidir era si la cohorte tenía que formar como cabeza en el ariete del centro -con lo cual era casi seguro que perecería hasta el último hombre- o dejarla detrás de uno de los extremos de la media luna, donde lo más que podría hacer era servir de refuerzo. Y tomó la decisión.
– César y Silio: situaréis la cohorte en cabeza del ariete que avance hacia la puerta. Cuando lleguéis a ella, resistid a toda costa.
Tras lo cual, siguió dando órdenes.
– Los dioses me valgan, ese cunnus de Lúculo me ha dado un niño bonito por jefe -masculló Silio, torciendo el gesto y mirando a César, mientras Lúculo terminaba de dar las órdenes.
César respondió a la afrenta del veterano centurión con un simple fulgor de ira en la mirada, y se echó a reír.
– ¿Y no prefieres tener por jefe a un niño bonito que ha estado dos años seguidos sentado en las rodillas de Mario escuchando cómo se combate que a un legado que no sabe dónde tiene la mano derecha?
¡Cayo Mario! Era el nombre que resonaba como una campana en el corazón de todo buen soldado romano. La mirada que Marco Silio dirigió a su jefe era inquisitiva y menos severa.
– ¿Y qué eras tú de Cayo Mario? -preguntó.
– Era mi tío y creía en mí -contestó César.
– Pero ésta es tu primera campaña… y tu primer combate -replicó Silio.
– ¿Te lo sabes todo, verdad, Silio? Pues toma nota de esto: no voy a dejarte a ti ni a tus hombres en la estacada, pero si me dejáis vosotros a mí haré que os azoten -le dijo César.
– Trato hecho -se apresuró a contestar Silio, alejándose para dar instrucciones a sus centuriones subordinados.
Lúculo no era el tipo de general que pierde el tiempo. En cuanto los oficiales transmitieron las órdenes y la tropa estuvo en formación, dio orden de avanzar. Le resultaba evidente que el enemigo no tenía plan de batalla, ya que sólo aguardaba apiñado en el terreno interior del muro de asedio, y, cuando el ejército romano inició el avance, aquel enemigo no hizo ningún movimiento de ataque; resistirían el ataque con los escudos y lucharían cuerpo a cuerpo, convencidos de vencerles por su superioridad numérica.
Tan astuto como agresivo, Silio hizo correr la voz entre sus seiscientos hombres de que el jefe era un niño bonito, sobrino, además, de Cayo Mario y que Cayo Mario creía en él.
César avanzaba en cabeza del estandarte, con el gran escudo rectangular en el brazo izquierdo y la espada sin desenvainar; Mario le había dicho que no debía desenvainarse hasta el último momento antes de atacar al enemigo, porque:
– No puedes mirar el terreno, avances al paso o corras, y si la llevas desenvainada en la mano derecha y caes en un hoyo o tropiezas con una piedra, puedes herirte tú mismo -le había comentado balbuciente con su torcida boca paralizada.
César no tenía miedo ni en lo más íntimo de su ser, y ni por un instante se le ocurrió pensar que fuera a morir. En un momento dado advirtió que sus hombres iban cantando.
¡So-mos-los-fim-bria-nos!
¡Ojo-a-los-fim-bria-nos!
¡Le-di-mos-al-rey-del-Pon-to!
¡So-mos-los-me-jo-res!
Fascinante, pensó César conforme se acercaban cada vez más a las hordas de Mitilene. Debe de hacer cuatro años que murió Fimbria; cuatro años en los que habían combatido con dos Licinios, Murena y ahora con Lúculo. Fimbria era un lobo y ellos siguen considerándose soldados de él. Nunca se considerarán licinianos. No sé qué pensarán de Murena, pero a Lúculo le detestan. ¡No es de extrañar! Es un aristócrata estirado, que no cree que es útil que la tropa le estime. No sabe el error que comete.
En el momento preciso César hizo seña al corneta para que tocase «lanzar venablos», y se mantuvo erguido cuando por encima de su cabeza sintió los silbidos de las dos voleas, que hicieron buen estrago en las filas de los de Mitilene. ¡Adelante!
Desenvainó la espada y la hizo brillar al aire, oyendo el ruido propio de las seiscientas espadas desenvainadas, y se encaminó con calma hacia el enemigo como un senador andando por el Foro, escudo en ristre y sin preocuparse por lo que sucedía a sus espaldas. Corto y de doble filo muy afilado, el gladium no era un arma para blandirla sobre la cabeza y descargarla y César la empleaba con arreglo a su propósito: esgrimida a la altura del vientre con la hoja en diagonal, punta hacia arriba. Estocada y empellón; empellón y estocada.
Al enemigo no le gustaba aquel tipo de ataque dirigido a las sensibles ijadas, y la cohorte de rebeldes fimbrianos siguió avanzando sin que los de Mitilene tuviesen espacio suficiente para manejar sus largas espadas por encima de la cabeza; la sorpresa les hacía retroceder, y la presión de los romanos los mantuvo suficientemente en retirada para ver aparecer por la brecha la columna-ariete de Lúculo que desde el centro de la media luna comenzó a internarse en las filas del enemigo.
Pero los de Mitilene, tras aquel primer retroceso, cobraron valor y se dispusieron a combatir con todas sus ganas, por odio a Roma, y decididos a morir antes que su querida ciudad cayera en manos extranjeras.
Pero César vio en seguida que aquel coraje era en gran parte ficticio. Cuando se te acerque un enemigo no hay que mostrar terror ni ceder terreno, porque si no pierdes el enfrentamiento psicológicamente y aumentan las posibilidades de morir. Atacar, atacar y seguir atacando; parecer invencible, y entonces es el enemigo el que cede terreno. Y César era excepcional en el ataque; dotado de sensibles reflejos y vista agudísima, combatió durante un buen rato sin pensar en lo que sucedía a sus espaldas.
Pero reflexionó y se dijo que había que pensar con inteligencia, aun en lo más encarnizado del combate. El era el jefe de la cohorte, y casi se había olvidado de su existencia. ¿Pero cómo volverse y ver lo que sucedía sin quedar aislado? ¿Cómo encontrar un punto elevado desde el cual formarse una idea de la situación? Notaba el brazo algo cansado, aunque la posición baja de ataque y el menor peso de su espada no podían compararse con el cansancio que sufría el enemigo con sus espadas mucho más pesadas: cada vez las blandían con menor precisión y las descargaban con menos fuerza.
Vio a un lado un montón de cadáveres enemigos en medio del reflujo de los que retrocedían, y redobló su fuerza de ataque para aprovechar la ocasión y subirse a él para ver. Unicamente sus piernas quedarían expuestas, pero podía girar en redondo sobre el siniestro montículo para parar cualquier golpe.
Sus hombres le vitorearon al verle, y eso le reconfortó; pero observó que la cohorte estaba aislada. El ariete de Lúculo había abierto brecha, pero no le habían apoyado debidamente. Estamos en una isla en medio del enemigo, pensó. ¡Pero aguantaremos y no moriremos! Descendió del montón con una serie de asombrosos saltos que sorprendieron al enemigo y se llegó al lado de Marco Silio que seguía avanzando.
– Estamos aislados. Toca «formación en cuadro» -dijo al corneta, que luchaba junto al portaestandarte.
El cuadrado se formó con inaudita precisión y rapidez. ¡Ah, qué buenas tropas! César y Silio entraron en el cuadrado y fueron recorriendo el perímetro animando a los soldados y ordenando reforzar los puntos débiles.
– Si tuviera una mula podría ver lo que está sucediendo en el campo de batalla -dijo César a Silio-, pero los tribunos militares al mando de una simple cohorte no van montados. Es un error.
– ¡Eso se arregla! -dijo Silio, que ya le miraba con gran respeto, silbando a una docena de soldados de reserva que estaban allí cerca-. Te haremos una tribuna de hombres y escudos.
Al poco, César estaba de puntillas sobre una plataforma de cuatro hombres con los escudos por encima de la cabeza, a la que había accedido por escalones también humanos.
– ¡Ten cuidado con los venablos! -le gritó Silio.
Ahora veía que el resultado de la batalla no estaba decidido, pero la táctica de Lúculo surtía efecto. El enemigo parecía hallarse a punto de ser arrollado inexorablemente por los flancos de la formación romana que se iban cerrando.
– ¡Dame el estandarte! -gritó César, cogiéndolo al vuelo y enarbolándolo en dirección a Lúculo, muy visible sobre su caballo blanco-. Así al menos el general sabrá que estamos vivos y no retrocedemos como nos ordenó -dijo a Silio al bajar de su atalaya, al tiempo que dirigía un gesto grosero a dos lanceros enemigos-. Gracias por la tribuna. No se sabe muy bien quién va ganando.
Poco después los de Mitilene lanzaban un ataque decisivo contra el cuadrado de César.
– ¡No podremos resistir! -dijo Silio.
– ¡Sí que resistiremos! Que cierren filas como ano de pez -ordenó César-. ¡Vamos, Silio, a ello!
Y acto seguido se abrió paso, seguido del centurión, hasta el punto en que la lucha era más encarnizada, repartiendo mandobles a diestro y siniestro para desesperación del enemigo. Aquella cohorte aislada de romanos debía morir para ejemplo de los demás. Notó que alguien se abalanzaba sobre él, oyó un grito ahogado de Silio y vio caer la espada. Nunca se explicaría cómo había podido parar el golpe con el escudo, evitando que a Silio le partiera la cabeza; lo había hecho y había matado al enemigo con el puñal, a pesar de que lo empuñaba con la mano del escudo.
El incidente fue un momento de inflexión en el combate, pues a continuación notaron que disminuía la fuerza de ataque del enemigo y la cohorte pudo reemprender el avance. Llegaron a la puerta, y bajo su arco los fimbrianos se volvieron eufóricos cara al lejano muro de asedio: de allí nadie les desalojaría.
Y así fue. Aproximadamente una hora antes de caer el sol, Mitilene cedía, dejando treinta mil cadáveres en el campo de batalla, viejos y niños en su mayoría. Lúculo, inmisericorde, ordenó ejecutar a todas las mujeres de Lesbos del campamento romano, al tiempo que permitía a las de Mitilene recorrer el campo de batalla para recoger los cadáveres y enterrarlos.
César comprobó que tardaron un mes en poner orden en los destrozos de la batalla y que la tarea fue más ingente que los preparativos del combate. Su cohorte, a la que ya estaba estrechamente unido, había decidido que era digno del favor de Mario (aunque, desde luego, él se guardó mucho de decirles que el favor de Mario se había traducido en el cargo de flamen dialis) y era él quien ostentaba el mando. Unos días antes de la ceremonia en la que el general Lúculo y el gobernador Termo entregaban las condecoraciones a los que las habían merecido, el pilus prior Marco Silio se había presentado ante Lúculo y Termo para manifestarles bajo juramento que César le había salvado la vida sin después ceder terreno al enemigo, y juró también que había sido César quien había salvado a la cohorte de una muerte cierta.
– De haber sido una legión, habrías ganado la Corona de Hierba -dijo Termo al colocarle la corona de roble en la cabezota dorada, abriéndola por los extremos-, pero como sólo es una cohorte, Roma te concede la corona cívica -hizo una pausa-. Sabes muy bien, Cayo Julio, que, al ganar la corona cívica, accedes automáticamente al Senado, y con arreglo a las nuevas leyes de la República tienes derecho a otros honores. ¡Decididamente, parece que Júpiter Optimus Maximus quiere verte en el Senado! Con esto recuperas el escaño que perdiste al dejar de ser flamen dialis.
César fue el único de la batalla de Mitilene que recibió tal honor, y su cohorte la única que recibió la phalerae para adornar el vexilium. A Marco Silio le concedieron un precioso arnés de nueve phalerae de oro, que él colgó orgulloso de su coraza de cuero; poseía ya nueve phalerae de plata (con las que ahora adornaba la espalda de la coraza), dos armillae anchas de plata y dos torcas de oro que colgaban de las trabillas de cuero de las hombreras.
– Esto se lo debo a Sila -dijo Silio a César, mientras formaban entre los otros condecorados en la tribuna para que el ejército los saludase-. Nos habrá negado el regreso a casa, pero fue justo y no nos quitó las condecoraciones. Eres un auténtico soldado, niño bonito -añadió, mirando admirado su corona de roble-. Nunca he visto otro mejor.
Y eso, se dijo César después, era mejor alabanza que todos los formalismos y enhorabuenas con que le abrumaron Lúculo, Termo y los legados durante el banquete celebrado en su honor. Gabinio, Octavio, Lipo y Rufo se congratularon sobremanera, pero los dos Léntulos no dijeron nada. Bíbulo, que no era cobarde, pero no había ganado nada porque había actuado de mensajero durante la batalla, no podía callarse.
– Me lo imaginaba -dijo apesadumbrado-. No has hecho nada que no hubiéramos podido hacer nosotros de haber tenido la suerte de hallarnos en igual situación. Pero tú, César, tienes más suerte que nadie.
César se echó a reír, al tiempo que le hacía cosquillas bajo la barbilla, una costumbre que había adquirido; pero Gabinio replicó.
– Eso es negar a una persona el mérito de su acción -dijo enojado-. César nos ha superado a todos trabajando este invierno, y nos ha aventajado en el campo de batalla trabajando aún más. ¿Suerte? ¡La suerte nada ha tenido que ver, tonto envidioso de estrechas miras!
– Ah, Gabinio, no te lo tomes así -dijo César, que podía permitirse ser afáble, sabiendo que eso era lo que más le dolía a Bíbulo-. Siempre hay algo de suerte. ¡Una suerte especial! Es un signo del favor de la Fortuna que sólo tienen hombres de capacidad superior. Sila tiene suerte, y es el primero en decirlo. ¡Pero ya veréis! La suerte de César se hará famosa.
– Y la de Bibulo brillará por su ausencia -sentenció Gabinio más tranquilo.
– Probablemente -añadió César, dando a entender por el tono que era un asunto que ni le iba ni le venía.
Termo y Lúculo, con sus legados, oficiales y tribunos, regresaron a Roma a finales de junio. El nuevo gobernador de Asia, Cayo Claudio Nerón, había llegado a Pérgamo para hacerse cargo de la provincia, y Sila había concedido permiso a Lúculo para regresar a Italia, informándole al mismo tiempo que él y su hermano Varrón Lúculo serían ediles el año próximo.
Cuando llegues aquí -terminaba la carta de Sila- habrás sido elegido edil curul. Te ruego me excuses que no actúe como intermediario matrimonial; la suerte no parece acompañarme en esa actividad. Ya habrás sabido que ha muerto la esposa dé Pompeyo. Además, si te inclinas por las niñas, mejor será que te las busques tú, mi querido Lúculo. Tarde o temprano encontrarás algún noble arruinado que esté dispuesto a venderte su hijita. ¿ Y cuando crezca, qué? ¡Todas se hacen mayores!
Fue Marco Valerio Mesala Rufo quien al llegar a Roma tuvo que arreglar un matrimonio. Su hermana -a la que quería mucho- había sufrido un radical divorcio por parte de su esposo, como ella misma le había informado en cartas regadas con lágrimas. Aunque seguía perjurando que le amaba con toda su alma, el divorcio había evidenciado que él no la quería en absoluto. Y no se entendía por qué, pues Valeria Mesala era hermosa, inteligente, bien educada y nada aburrida; no le gustaba el chismorreo, no era derrochadora y no dirigía miradas incitantes a otros hombres.
A finales de junio murió uno de los plutócratas más ricos de Roma, y sus dos hijos celebraron espléndidos juegos funerarios en su memoria en el Foro. Estaba previsto el combate de veinte parejas de gladiadores con lujosa coraza de plata, no una tras otra, como era costumbre, sino diez contra diez, tracios contra galos; pero entendido como estilos, no nacionalidades, pues eran los dos estilos que se practicaban entonces, y los contendientes procedían de las mejores escuelas de gladiadores de Capua. Ansiando diversión, Sila se dispuso a acudir, por lo que los huérfanos se apresuraron a instalar un palco restringido en el centro de la primera fila, orientado al norte, para que el dictador no corriera riesgo de apreturas.
No había ninguna regla del mos maiorum que impidiera la asistencia de mujeres ni que se sentasen entre los hombres; los juegos funerarios eran más bien un espectáculo de circo que una representación teatral. Marco Valerio Mesala, el primo de la divorciada, eufórico aún de su éxito al haber contratado a Cicerón para que defendiese a Roscio de Amena, pensó que el espectáculo animaría a la desesperada Valeria Mesala y la llevó a verlo.
Sila ya estaba sentado en su estrado del honor cuando llegaron los primos, y se hallaban ya casi todos los asientos ocupados. Se veía en la palestra, cubierta de serrín, a las diez parejas de gladiadores que hacían ejercicios y calentaban sus músculos aguardando a que los hermanos diesen la señal de empezar una vez hechas las plegarias y realizados los sacrificios por el difunto. En asuntos sociales como aquél era muy conveniente tener amigos de alcurnia, y sobre todo una tía ex vestal e hija de Metelo Baleárico, porque, sentada con su hermano Metelo Nepote, su esposa Licinia y el primo de ambos, Metelo Pío (que aquel año era cónsul y personaje de gran influencia), era la antigua vestal Cecilia Metela Baleárica quien reservaba dos asientos que nadie osaba ocupar.
Para llegar a ellos, Mesala el Negro y Valeria Mesala hubieron de abrirse paso entre los que ya estaban sentados en la segunda fila, detrás del dictador, quien, como todos podían ver, se encontraba sereno y con buen aspecto, quizá porque el tacto y la habilidad de Cicerón le habían permitido descargarse bastante su mala conciencia por las proscripciones, y deshacerse de un problema arrojando a Crisógono desde la roca Tarpeya. En el Foro no cabía un alfiler; la plebe, encaramada en tejados y escalinatas, y los pudientes, acomodados en un graderío de madera al lado de la palestra de unos cuarenta pies de lado.
Los retrasados, como era habitual en Roma, tuvieron que sufrir toda clase de improperios al pasar molestando a los que ya estaban sentados; aunque a Mesala le importaba un bledo, la pobre Valeria no pudo por menos de avanzar musitando excusas. Luego, tuvo que pasar justo detrás del dictador, y, por temor a empujarle, clavó los ojos en su nuca y su espalda. Llevaba la ridícula peluca, por supuesto, y una toga praetexta bordada en púrpura, y sus veinticuatro lictores estaban agachados delante, a sus pies. Al pasar, Valeria vio una borla de lana púrpura enganchada en los pliegues del hombro izquierdo de la toga blanca de Sila, y, sin pararse a pensar, la cogió.
Sila jamás mostraba el menor indicio de temor en medio de la multitud, y siempre parecía inmune al peligro; pero al notar el suave contacto, se encogió, saltó del asiento y se volvió tan velozmente que Valeria retrocedió, pisando a alguien los pies. El dictador, borrado ya todo indicio de terror en sus ojos, vio a una mujer muy asustada, pelirroja y de ojos azules, joven y muy hermosa.
– Perdona, Lucio Cornelio -atinó a decir Valeria, humedeciéndose los labios y pensando en alguna explicación. Y para quitar hierro, le mostró la borla en su mano-. Es que la tenías en el hombro y pensé que cogiéndola podría tener algo de tu suerte. -Los ojos se le llenaron de lágrimas, que contuvo resueltamente con un mohín-. ¡Necesito suerte!
Sonriéndole sin abrir los labios, Sila cogió aquella mano que le tendía la borla y la cerró.
– Quédatela, y que te traiga suerte -dijo, y volvió a sentarse.
Pero durante todo el espectáculo de los gladiadores no dejó de volverse hacia el sitio que ocupaba Valeria con Mesala, Metelo Pío y los demás; y ella, consciente de sus miradas, le sonreía nerviosa, ruborizándose y apartando la vista.
– ¿Quién era ésa? -preguntó al Meneitos, cuando, una vez acabado el espectáculo, la multitud se dispersaba poco a poco.
Desde luego que todo el grupo había advertido su interés (junto con otra mucha gente), y Metelo Pío no se hizo de nuevas.
– Valeria Mesala -dijo-. Es prima del Negro y hermana de Rufo, que estará regresando del asedio a Mitilene.
– ¡Ah! -exclamó Sila asintiendo con la cabeza-. Tan bien nacida como hermosa. Y acaba de divorciarse, ¿verdad?
– Ha sido una sorpresa para todos. Por cierto que está muy afectada.
– ¿Es estéril? -preguntó, él que se había divorciado de una alegando lo mismo.
– Lo dudo, Lucio Cornelio -replicó el Meneítos torciendo el gesto-. Será más bien falta de uso.
– Hummm -musitó Sila pensativo-. Que venga mañana a cenar -añadió de pronto-. Y que la acompañen el Negro y Metelo Nepote, y tú también, claro. Pero no las otras mujeres.
Y así, cuando el joven tribuno militar Marco Valerio Mesala Rufo llegó a Roma, se encontró con que el dictador le reclamaba a su presencia sin contemplaciones. Estaba enamorado de su hermana y quería casarse con ella.
– ¿Qué podía decir? -manifestó Rufo a su primo Mesala.
– Espero que dijeras estar muy complacido -replicó el Negro, lacónico.
– Es lo que he dicho.
– ¡Estupendo!
– Pero, ¿qué dirá la pobre Valeria? ¡Es tan viejo y tan feo! No he tenido ni tiempo de decírselo.
– Se pondrá contenta, Rufo. Sí, él tiene un aspecto deplorable, pero es como si fuese el rey de Roma… ¡y es más rico que Creso! Por lo menos para ella será como el bálsamo por ese injusto divorcio -añadió el Negro, convencido-. ¡Y figúrate las ventajas que a nosotros nos da ese matrimonio! Creo que a mí piensa nombrarme pontífice y a ti augur. Tú calla la boca y da gracias.
Rufo siguió el prudente consejo de su primo, una vez que supo que su hermana encontraba a Sila atractivo y deseable, y que consentía en casarse.
Pompeyo, que acudió invitado al enlace, halló un momento para hablar a solas con el dictador.
– Ni la mitad de tu suerte -dijo el joven, cariacontecido.
– Cierto; no has tenido mucha suerte con tus matrimonios -replicó Sila, que estaba realmente disfrutando de la fiesta y se sentía bien predispuesto hacia la gente.
– Valeria es una mujer muy hermosa -insistió Pompeyo.
– ¿Te sientes frustrado, Pompeyo? -inquirió Sila con ojos risueños.
– ¡Por los dioses que si!
– Roma está repleta de mujeres nobles hermosas. ¿Por qué no te buscas una y le pides la mano a su tata?
– A mí esos asuntos no se me dan bien.
– ¡Bobadas! Eres joven… rico… guapo y… famoso -contestó Sila con su habitual modo de enumerar las cosas-. ¡Pide, Magnus, pide a alguna! No habrá muchos padres que te la nieguen.
– A mí esos asuntos no se me dan bien -repitió Pompeyo.
Los ojos risueños escrutaron al joven. Sila sabía perfectamente por qué Pompeyo no se decidía: temía que le rechazaran por no estar su alcurnia a la altura de la pretendida; su ambición buscaba lo mejor, y su propio engreimiento no le permitía otra cosa, pero siempre se interponía aquella nimia duda de si Pompeyo de Piceno no iba a verse subestimado. En suma: Pompeyo quería que fuese un padre quien le propusiera el matrimonio, y no se lo proponía nadie.
Y en la mente de Sila se abrió paso una idea parecida a la que le había impulsado a nombrar pontífice máximo de Roma a un tartamudo.
– ¿Te importaría que fuese viuda? -inquirió, otra vez con ojos de picardía.
– No, con tal que no sea vieja como la República.
– Creo que tiene veinticinco años.
– No está mal; mi misma edad.
– No tiene dote.
– Me importa más su alcurnia que su fortuna.
– Su alcurnia -dijo Sila en tono alegre- es espléndida por ambos lados. ¡Plebeya, pero espléndida!
– ¿Quién es? -preguntó Pompeyo, inclinándose hacia él-. ¿Quién es?
Sila se levantó de la camilla y se le quedó mirando un poco achispado.
– Espera a que haya transcurrido la luna de miel, Magnus. Luego vuelve y te lo diré.
Para Cayo Julio César el regreso había sido una especie de triunfo que le hizo pensar que tal vez lo que viniera después no sería igual. No sólo estaba libre, sino que se había quitado una espina: había ganado una importante corona.
Sila había mandado llamarle inmediatamente, y César había encontrado al dictador de muy buen humor. La entrevista había tenido lugar antes de la boda, de la que ya todo Roma hablaba oficiosamente; por eso César ni la mencionó.
– Bueno, muchacho, veo que has sido el no va mas.
¿Qué decir? No estaba dispuesto a mostrarse con la misma ingenuidad que ante Lúculo.
– No lo creo, Lucio Cornelio; me esforcé, pero puedo hacer cosas mejores.
– No lo dudo; no hay más que verte -replicó Sila, dirigiéndole una mirada guasona-. Me han dicho que conseguiste reunir en Bitinia una flota de lo mejor.
César enrojeció sin poder evitarlo.
– Hice exactamente lo que me ordenaron -contestó apretando los dientes.
– ¿Estás resentido, no?
– La acusación de que me prostituí por ello es injustificada.
– Voy a decirte una cosa, César -dijo el dictador, cuyo rostro arrugado y fofo parecía algo más fresco que cuando él le había visto poco más de un año atrás-. Los dos hemos sido víctimas de Cayo Mario, pero tú al menos te ves libre de él a… ¿qué edad? ¿Veinte años?
– Exacto -contestó César.
– Yo tuve que sufrirle hasta después de los cincuenta; así que puedes considerarte afortunado. Y, por si te sirve de consuelo, a mí me importa un bledo con quién se acuesta un hombre si sirve bien a Roma.
– ¡No, no es ningún consuelo! -exclamó César-. Ni por Roma, ni por ti, ni por Cayo Mario vendería mi honor.
– Ni por Roma, ¿eh?
– Roma no debería exigírmelo si ha de ser la Roma que yo creo.
– Sí, buena contestación -dijo Sila, asintiendo con la cabeza-. Lástima que no siempre sean así las cosas. Roma, como podrás comprobar, es tan puta como cualquiera. Tú no has tenido una vida fácil, aunque no ha sido tan dura como la mía. Pero eres como yo, César; lo noto. Y tu madre también. Te ha caído ese borrón y tendrás que acostumbrarte a él. Cuanto más famoso seas, cuanto más dignitas tengas, más se correrá la voz. Del mismo modo que se dice que yo asesiné a mujeres para entrar en el Senado. La diferencia entre nosotros dos no está en la naturaleza sino en la ambición. Yo quería ser cónsul y quizá censor; lo que me correspondía. Lo demás me vino impuesto, por Cayo Mario en su mayor parte.
– Yo no ambiciono más -dijo César, sorprendido de sí mismo.
– No te llames a engaño. No me refiero a cargos, sino a la ambición. Tú, César, quieres ser perfecto. No es la injusticia de la mancha lo que te preocupa, lo que te amarga es que te aparta de la perfección. Honor intachable, carrera perfecta, hoja de servicios perfecta, reputación perfecta. Todo in suo anno en todo momento. Y como te obligas a ser perfecto, exigirás que lo sean todos los que te rodeen, y cuando veas que no lo son los desecharás. La perfección te reconcome del mismo modo que a mí obtener lo que me correspondía por derecho de cuna.
– ¡Yo no me considero perfecto!
– No he dicho eso. ¡Escucha! Digo que quieres ser perfecto. Escrupuloso con precisión matemática. Y no cambiarás. Pero cuando te veas obligado harás lo que sea. Y cada vez que falte perfección en tus actos, los detestarás y… te detestarás a ti mismo -dijo Sila alzando en el aire una hoja de papel-. Mañana mandaré que claven este decreto en los rostra. Has ganado la corona cívica, y, con arreglo a mis leyes, eso te da derecho a un asiento en el Senado, un sitio especial en el teatro y en el circo, y una ovación en pie cada vez que co''mparezcas luciendo la corona cívica. Tienes obligación de llevarla cu~do acudas al Seriado, al teatro y ‹al circo. La próxima reunión del Senado es dentro de quince días. Espero verte en la Curia Hostilia.
Y así concluyó la entrevista. Pero cuando César llegó a casa se encontró con un premio mejor de Sila: un caballo joven castaño con una nota colgada en las crines.
«No hace falta que sigas montando en mula, César. Tienes permiso mío para montar ese corcel. De todos modos, no es perfecto. Mira sus patas.»
César miró y soltó la carcajada. En lugar de cascos redondos, el animal los tenía partidos como pezuñas de vaca.
– Más vale que se los cortes -dijo Lucio Decumio, meneando la cabeza, sin verle la gracia-. No quiero ver muchos como él.
– No, hombre, al contrario -replicó César, enjugándose las lágrimas-. No podré montarlo mucho porque no se le puede calzar, pero el Pezuñas me llevará a todas las batallas, y cuando no haga eso, se dedicará a montar mis yeguas en Bovillae. ¡Lucio Decumio, me traerá suerte! Tendré siempre caballos así y no perderé ninguna batalla.
Su madre vio inmediatamente cuánto había cambiado, y se entristeció sin saber por qué. ¡Con lo bien que le habían ido las cosas! Había regresado con una corona civica y había figurado muy honrosamente en los partes de guerra. Incluso le había comunicado que no había vaciado la bolsa tanto como se temía; el rey Nicomedes le había dado oro, y su parte en el botín de Mitilene había sido mayor debido a la corona cívica.
– No lo entiendo -dijo Cayo Matius, sentado en el jardín del patio de luces con las rodillas entre los brazos, mirando a César, que estaba sentado del mismo modo en el suelo-. Dices que tu honor ha quedado en entredicho y aceptas una bolsa de oro de ese viejo rey. ¿No crees que está mal?
A otro no le hubiera tolerado hacer semejante pregunta, pero él y Cayo Matius eran amigos desde niños.
César le miró entristecido.
– Si la acusación la hubieran hecho antes de tener el oro, sí – contestó-. Pero el pobre anciano me entregó ese oro como obsequio a un huésped. Exactamente lo que un rey vasallo debe dar al representante oficial de Roma. Del mismo modo que paga tributo, lo que ofrezca al enviado de Roma es libre y claro -añadió, encogiéndose de hombros-. Lo acepté agradecido, Pustula; la vida de campaña es cara. No es que yo sea de gustos excesivos, pero hay que contribuir a los gastos comunes, a los banquetes y festines especiales, y a los lujos que piden los demás. Los vinos tienen que ser de los mejores, la comida de lo más absurdo, y de nada sirve que yo sea parco en comer y beber. Por eso el oro tenía tanta importancia para mí. Después de que Lúculo dijera eso pensé en devolverlo, pero me di cuenta de que si lo hacía ofendería al rey. No podía explicarle lo que habían dicho Lúculo y Bíbulo.
– Sí, te entiendo -dijo Cayo Matius con un suspiro-. Mira, Pavo, me alegra mucho no tener que ser senador o magistrado. ¡ Es mucho mejor ser un caballero ordinario de los tribuni aerarii!
Pero a César eso no le entraba en la cabeza y no hizo comentarios, sino que volvió al tema de Nicomedes.
– Me he comprometido a volver -dijo-, y eso atizará los rumores. Cuando era flamen dialis pensaba que a nadie le interesaban las andanzas de los tribunos militares jóvenes, pero se ve que no es así. ¡Todo son chismorreos! Sólo los dioses saben a cuántos no habrá contado Bíbulo esa historia con Nicomedes. Y me imagino que Lúculo también la habrá difundido; igual que los Léntulos. Desde luego, Sila estaba al corriente.
– Él te ha favorecido -comentó Matius pensativo.
– Sí; pero no me imagino por qué.
– ¡Pues si tú no lo sabes, figúrate yo…! -exclamó Matius. Jardinero empedernido, acababa de ver dos hojitas de un hierbajo germinado y se apresuró a arrancarlas-. En fin, César, yo creo que lograrás borrar esa historia. Ya verás como se olvida con el tiempo.
– Sila dice que no se borrará.
Matius lanzó un bufido.
– ¿Por qué no se han borrado las que cuentan de él? ¡Vamos, César! Él es un mal bicho, pero tú no.
– Yo soy capaz de asesinar, Pústula. Todos los hombres son capaces.
– No he dicho que no lo fueras, Pavo. La diferencia es que Sila es mala persona y tú no.
Y a Cayo Matius nadie le hacía cambiar de idea.
Llegó la fecha de la boda de Sila, y, una vez celebrada, los recién casados dejaron Roma para pasar unos días en la villa de Misenum. Pero el dictador volvió para la reunión del Senado a la que había convocado a César. Ahora, con sus veinte años, era uno de los nuevos senadores de Sila. ¡Senador por segunda vez a los veinte años!
Habría debido ser el día más maravilloso de su vida: entrar en aquella cámara llena con la corona de roble y que todos en pie -incluidos consulares como Flaco, príncipe del Senado, y Marco Perpena – aplaudieran con todas sus ganas en la única ocasión en que se podía infringir las rigurosas leyes del dictador sobre el comportamiento en la Curia Hostilia.
Pero el joven miraba aquellas caras con ánimo de hallar un gesto de ironía o desprecio, tratando de figurarse hasta qué extremo se habría difundido la historia, para saber quiénes le menospreciaban. Avanzaba con angustia, y ésta aumentó al ascender hasta la última fila que ocupaban los pedarii, que era el sitio que pensaba le correspondía cuando oyó que Sila le gritaba que tomase asiento entre los de la grada de en medio, el puesto que se destinaba a los héroes militares. Naturalmente, hubo algunos que contuvieron una risita, pero era un gesto amable destinado a mitigar su aturdimiento. Sin embargo, él creyó que era irrisión y le dieron ganas de esconderse en el rincón más oscuro.
Pero lo aguantó todo sin que se le saltaran las lágrimas.
Cuando volvió a casa después de la sesión – bastante aburrida-, halló a su madre esperándole en la sala de visitas. No era costumbre suya, ya que, ocupada como estaba siempre, rara vez dejaba su despacho durante el día. Ahora, haciendo de tripas corazón, esperaba a su hijo con fingida paciencia, sin saber cómo abordar un tema que no le gustaba nada; de haber sido buena conversadora le habría resultado más fácil, claro. Pero a Aurelia le costaba hallar las palabras, y le dejó que se quitara la toga sin decir nada. Luego, cuando vio que hacía ademán de dirigirse al despacho, comprendió que tenía que encontrar algo que decir o no hablarían y el espinoso tema quedaría sin abordar.
– César -dijo, e inmediatamente enmudeció.
Desde que había revestido la toga viril, tenía por costumbre dirigirse a él por el cognomen, más que nada porque para ella «Cayo Julio» era el esposo, y su muerte no había cambiado en nada la costumbre; además, su hijo era una persona bastante extraña para ella, después de todos aquellos años de distanciamiento obligado que ella misma se había impuesto por temor a mimarle.
– Sí, madre -contestó él, enarcando una ceja.
– Siéntate, que quiero hablar contigo.
César se sentó con gesto apenas sorprendido, como si no se tratase de nada importante.
– César, ¿qué sucedió en Oriente? -inquirió lacónica.
El gesto de leve sorpresa se transformó en expresión irónica.
– Cumplí con mi deber, gané una corona cívica y complací a Sila -respondió.
– La prevaricación no te va – replicó ella, tensando su preciosa boca.
– No he cometido ninguna prevaricación.
– ¡Ni me has dicho lo que necesito saber!
Ahora él se inhibía y su mirada se hizo fría.
– No puedo decirte lo que no se.
– Puedes decirme más de lo que me has dicho.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el disgusto.
– ¿Qué disgusto?
– El disgusto que veo en cada uno de tus movimientos, de tus miradas, de tus evasivas.
– No hay disgusto alguno.
– No me lo creo.
César se levantó, dispuesto a dejarla, palmeándose los muslos.
– Yo nada puedo hacer con lo que tú creas, mater. No hay ningún disgusto.
– ¡Siéntate!
Volvió a sentarse, con un leve suspiro.
– César, acabaré por enterarme; pero me gustaría que me lo contases tú en vez de otra persona.
César ladeó la cabeza, con las manos cruzadas y los ojos cerrados. Volvió a lanzar un suspiro y se encogió de hombros.
– Conseguí una magnífica flota del rey Nicomedes de Bitinia, y se ve que fue una hazaña singular. Se dijo de mí que la había conseguido mediante relaciones sexuales con el rey. Así que he vuelto a Roma con fama no de valentía, eficiencia o astucia, sino de haber vendido mi cuerpo para lograr mis fines -dijo sin abrir los ojos.
Ella no se enterneció conmovida, tampoco lanzó una exclamación de horror ni estalló indignada; permaneció sentada hasta que su hijo tuvo que abrir los ojos y mirarla. Fue un intercambio ecuánime de miradas de dos fuertes personalidades que compartían una pena en vez de consolarse mutuamente, pero dispuestas a transigir.
– Grave problema -dijo ella.
– Un baldón inmerecido.
– Eso desde luego.
– ¡No puedo luchar contra ello, mater!
– Tienes que hacerlo, hijo.
– ¡Dime cómo!
– Bien sabes cómo, César.
– De verdad que no -replicó él, lacónico, con cara de perplejidad-. He tratado de hacer caso omiso, pero es muy difícil sabiendo lo que piensan todos.
– ¿De dónde procede el comentario? -preguntó Aurelia.
– De Lúculo.
– ¡Oh, ya entiendo…! A él pueden creerle.
– Le creen.
Durante un buen rato, ella, con mirada de preocupación, estuvo callada. Su hijo la miraba, maravillado de su entereza y su capacidad para desechar las implicaciones personales. Luego, abrió la boca y comenzó a hablar muy despacio, sopesando las palabras.
– Tienes que olvidarlo, eso antes que nada. Pues cuando hablas de ello te sitúas a la defensiva y haces ver cuánto te preocupa. Piensa un poco, César. Sabes lo grave que es semejante suposición para tu futura carrera política. ¡Pero no puedes dejar que nadie advierta que eres consciente de la gravedad! Así que debes olvidarlo para siempre. Lo mejor es que te haya sucedido ahora en vez de dentro de diez años, porque para un hombre de treinta años sería una imputación mucho más difícil de afrontar que para uno de veinte. De eso debes dar gracias. En esos diez años sucederán muchas cosas, pero no volverá a repetirse el baldón. Lo que tienes que hacer, hijo, es esforzarte con denuedo para disiparlo -añadió, con un brillo burlón en sus extraordinarios ojos-. Hasta ahora, tus conquistas las has hecho entre las mujeres ordinarias del Subura. César, yo sugiero que apuntes más alto. ¡No sé por qué, pero lo cierto es que te llevas las mujeres de calle! Así que, a partir de ahora, tus iguales deben saberlo. Y eso quiere decir que debes concentrarte en la conquista de mujeres que cuentan, mujeres conocidas. No cortesanas como Praecia, sino mujeres nobles. Patricias.
– ¿Que me ponga a desflorar a Domicias y Licinias? – inquirió César, sonriendo embobado.
– ¡No! -respondió ella-. ¡Nada de muchachas solteras! ¡Solteras nunca! Esposas de hombres importantes.
– ¡Edepol! -exclamó él.
– Hay que combatir el fuego con el fuego, César. No hay otra manera. Si no se difunden tus historias amorosas, todos pensarán que tienes líos con hombres. Así que, en lo posible, han de ser historias escandalosas y de las que todo el mundo se entere. Tienes que labrarte fama de ser el mayor mujeriego de Roma, pero elige con cuidado las presas -añadió Aurelia, meneando desconcertada la cabeza-. Sila sabía volver locas a las mujeres, pero al menos en una ocasión pagó un amargo precio, cuando Dalmática, de jovencita, era esposa de Escauro. La estuvo evitando escrupulosamente, pero, a pesar de todo, Escauro le castigó impidiendo que fuese elegido pretor, y por culpa de él tardó seis años en llegar a serlo.
– Lo que quieres decirme es que me ganaré enemigos.
– No es eso -replicó ella-. No, yo lo que quiero decirte es que ese problema de Sila surgió por el hecho de que no puso cuernos a Escauro. De haberlo hecho, a Escauro le hubiera sido más difícil vengarse, porque para un hombre que es la irrisión es imposible mostrarse admirable. Lamentable, sí; pero fue Escauro quien quedó en buen lugar, porque Sila permitió que adoptara una actitud noble de esposo benevolente capaz de ir con la cabeza bien alta. Así que, si eliges una determinada mujer, debes estar seguro de que el engañado es el marido. No elijas mujeres que te pidan tirarte al Tíber, y nunca busques una que sea tan lista que te encandile hasta exigirte públicamente que te tires al Tíber tú.
El la miraba con un profundo respeto, tan nuevo en su expresión como dentro de sí mismo.
– Mater, ¡eres la mujer más extraordinaria del mundo! ¿Cómo sabes esas cosas? Eres tan estirada y virtuosa como Cornelia, la madre de los Gracos, y das a tu hijo unos consejos terribles.
– He vivido muchos años en el Subura -respondió ella, con gesto complacido-. Además, de eso se trata: eres mi hijo y te han calumniado. Lo que hago por ti no lo haría por nadie, ni por mis propias hijas. Por ti sería capaz de matar si preciso fuera. Pero eso no solucionaría el problema. Así que, en vez de eso, me complace destrozar unas cuántas reputaciones. Ojo por ojo.
Estuvo a punto de abrazarla, pero las costumbres tradicionales tenían fuerte arraigo; se puso en pie, le cogió la mano y se la besó.
– Gracias, mater; yo también mataría por ti con igual decisión y alegría. -De pronto le vino una idea a la cabeza y se estremeció de contento-. ¡Ah, estoy deseando que se case Lúculo! ¡Y ese mierda de Bíbulo!
Al día siguiente volvió a haber mujeres en la vida de César, pero no para conquista.
– Julia nos ha mandado llamar -dijo Aurelia, antes de que César saliera camino del Foro.
Como aún no había ido a ver a su querida tía, César no protestó.
Era un día espléndido y caluroso, pero por lo temprano de la mañana el paseo desde el Subura al Quirinal fue agradable. César y Aurelia tomaron cuesta arriba por el Vicus ad Malum Punicum, y después por la calle que conducía al templo de Quirino en la Alta Semita. En el precioso recinto del templo estaba el manzano púnico plantado por Escipión el Africano después de su victoria sobre Cartago, y junto a él crecían dos mirtos antiquísimos, uno para los patricios y otro para los plebeyos, si bien, en el caos que siguió a la guerra itálica, el mirto patricio había empezado a secarse y estaba ya casi muerto, mientras que el plebeyo seguía floreciendo. El significado que se le atribuía era la muerte del patriciado, por lo que a César no le causó ningún placer ver sus ramas desnudas. ¿Por qué no habrían plantado un nuevo mirto patricio?
Los cien talentos que Sila había permitido conservar a Julia le habían servido para obtener una buena vivienda en una calle que discurría desde la Alta Semita a las murallas servianas. Era bastante espaciosa y recién construida, y las rentas le bastaban para disponer de esclavos que la atendiesen y para subvenir más que holgadamente a sus propias necesidades; incluso podía permitirse mantener y alojar a su nuera Mucia Tercia, aunque fuese poco consuelo para César y Aurelia, que lamentaban su triste situación.
Julia rondaba ya los cincuenta y no parecía haber cambiado. Al trasladarse al Quirinal había dejado de tejer y se dedicaba a otras cosas; aunque no era un barrio de pobres, ni estaba saturado de casas, ella siempre encontraba familias necesitadas de ayuda, desde casos de un padre borracho hasta situaciones de enfermedad. Una mujer más presuntuosa y sin tacto hubiera sido rechazada, pero Julia tenía encanto y los necesitados del barrio sabían a dónde acudir.
Sin embargo, aquel día no había obras de caridad que hacer, y Julia y Mucia Tercia aguardaban nerviosas.
– He recibido una carta de Sila -dijo Mucia Tercia-, y me dice que tengo que volver a casarme.
– ¡Si eso va én contra de sus leyes relatívas a las viudas de los proscritos…! -exclamó Aurelia extrañada.
– Mater, quien hace las leyes puede contravenirlas -dijo César-. Una cláusula especial y ya está.
– ¿Y con quién tienes que casarte? -inquirió Aurelia.
– Ahí está la cosa -añadió Julia muy seria-. No se lo ha dicho a la pobre. Y por la carta ni siquiera podemos saber si tiene pensado alguien o quiere que sea Mucia quien se busque esposo.
– A ver -dijo César, tendiendo el brazo, cogiendo la carta y leyéndola de un tirón-. No dice nada, es cierto. Sólo que vuelva a casarse.
– ¡Yo no quiero volver a casarme! -exclamó Mucia Tercia.
Se hizo un silencio que rompió César.
– Escríbele y díselo. Dilo muy cortésmente, pero con firmeza. Y a ver qué hace. Así sabrás más.
– No puedo hacerlo -replicó Mucia temblorosa.
– Claro que sí. A Sila le gusta la gente que se le enfrenta.
– Serán los hombres, pero no la viuda del hijo de Mario.
– ¿Qué queréis que haga yo? – preguntó César a Julia.
– No tengo ni idea -respondió Julia-. Es que eres el único hombre de la familia, y pensé que debíamos decírtelo.
– ¿De verdad que no quieres volver a casarte? -preguntó César a Mucia.
– No, César, de verdad que no.
– Pues como soy el paterfamilias, yo escribiré a Sila.
En aquel momento el viejo mayordomo Estrofantes entró en el cuarto.
– Domina, tenéis visita -dijo a Julia.
– ¡Qué fastidio! -exclamó ella-. Di que no estoy, Estrofantes.
– Es que quiere ver a la señora Mucia.
– ¿Quién? -inquirió César cortante.
– Cneo Pompeyo Magnus.
– Supongo que el pretendido esposo -comentó César sonriente.
– ¡Pero si yo no le conozco! -exclamó Mucia Tercia.
– Yo tampoco -añadió César.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Julia.
– Oh, le recibiremos, tía Julia. Hazle pasar -añadió con un movimiento de cabeza dirigido al mayordomo.
Estrofantes volvió al atrium donde el visitante se consumía de impaciencia entre perfume de rosas.
– Seguidme, Cneo Pompeyo -farfulló el anciano.
Desde el casamiento de Sila, Pompeyo había estado esperando noticias sobre la misteriosa novia que le había buscado el dictador, y en cuanto supo que Sila había regresado a Roma tras la luna de miel, esperó que le llamase; pero no fue así. Finalmente, sin poder aguantar más, fue a ver a Sila y le preguntó qué sucedía y qué había resuelto.
– ¿Sobre qué? -inquirió Sila, haciéndose de nuevas.
– ¡Bien que lo sabes! -gruñó Pompeyo-. Me dijiste que habías encontrado esposa para mi.
– ¡Ah, sí, sí! -dijo Sila entre risas-. ¡Hay que ver la impaciencia de la juventud!
– ¿Me lo dirás, malvado torturador?
– ¡Magnus, Magnus, no insultes al dictador!
– ¿Quién es?
Sila cedió.
– La viuda del hijo de Mario: Mucia Tercia. Es hija de Escévola, pontífice máximo, y de Licinia, hermana de Craso Orator. Tiene más de Mucio Escévola que de Licinio Craso, porque su abuelo materno era en realidad hermano del abuelo paterno. Y, desde luego, es pariente de las hijas de Escévola el Augur, las llamadas Mucia Prima y Mucia Secunda, por eso a ella la llaman Mucia Tercia, a pesar de que hay cincuenta años de diferencia entre ella y las otras. La madre de Mucia Tercia vive aún, por supuesto. Escévola se divorció de ella por adulterio con Metelo Nepote, con el que se casó después. Así que Mucia Tercia tiene dos hermanastros Cecilios Metelos, Nepote el joven y Celer. Está muy bien emparentada, Magnus, ¿no crees? Muy bien emparentada para quedarse siendo la viuda de un proscrito para el resto de sus días. Mi querido Meneitos, que es su primo, me lo viene diciendo hace tiempo -añadió Sila, reclinándose en la silla-. Bueno, Magnus, ¿te parece bien?
– ¿Que si me parece bien? – repitió Pompeyo apabullado-. ¡Ya lo creo!
– ¡Estupendo! – La montaña de papeles de su escritorio pareció hacerle señas y Sila bajó la vista hacia unos documentos. Al cabo de un rato volvió a mirar a Pompeyo con gesto de sorpresa-. Le escribí para decirle que tenía que volver a casarse, Magnus. Así que no hay impedimento -añadió-. Y ahora haz el favor de dejarme solo. No se te olvide invitarme a la boda.
Y Pompeyo se había dirigido directamente a su casa a bañarse y cambiarse, mientras sus criados averiguaban como enloquecidos dónde vivía Mucia Tercia; tras lo cual su amo se apresuró a personarse en casa de Julia, deslumbrando a cuantos se cruzaban con él con su nívea toga y dejando una estela de esencia de rosas en su camino. ¡La hija de Escévola! ¡La sobrina de Craso Orator! ¡Emparentada con los principales Cecilios Metelos! ¡Los hijos que le diera serían parientes por consanguinidad de casi todo el mundo! ¡Ah, le importaba un bledo que fuese la viuda del hijo de Mario! ¡Y le daba igual que fuese más fea que la sibila de Cumas!
¿Fea? ¡Nada de eso! Era muy exótica y hermosa. Pelirroja y con ojos verdes; pero las dos cosas de matiz oscUro; y con· un cutis claro y perfecto. ¡Y qué ojos! ¡Jamás había visto nada parecido! ¡ Era una preciosidad! Pompeyo se enamoró nada más verla sin que mediara palabra.
No era de extrañar, pues, que apenas se diera cuenta de las demás personas que había en la habitación, aun después de hacerse las presentaciones. Acercó una silla a la de Mucia Tercia y cogió su serena mano entre las suyas.
– Dice Sila que tienes que casarte conmigo – dijo, sonriéndole con sus blancos dientes y sus ojos azules.
– Es la primera noticia -replicó ella, notando inmediatamente que su antipatía cedía; se le notaba realmente feliz, y realmente era muy atractivo.
– Ah, bueno, ya sabes cómo es Sila -añadió él, conteniendo la felicidad que le embargaba-. Pero hay que admitir que se preocupa de todo corazón por los intereses ajenos.
– Es natural que tú pienses así -terció Julia con frialdad.
– ¿De qué te quejas? A ti no te hizo tanto mal en comparación con otras viudas de proscritos -replicó el enamorado Pompeyo, sin delicadeza alguna, mirando arrobado a su futura esposa.
Julia estuvo a punto de replicar que Sila era el responsable de la muerte de su único hijo, pero optó por callar; era bien sabido que aquel bobalicón era partidario de Sila y no entendería otro punto de vista.
Y César, sentado en un rincón, se dedicó a observar detalladamente a Cneo Pompeyo Magnus sin que éste se diera cuenta. Con mirarle se veía que no era un verdadero romano, eso era evidente; los rasgos galos del picentino eran notorios en su ancho rostro y su barbilla hendida. Y oyéndole, se corroboraba la impresión, pues era pasmosa su total carencia de sutileza. El Joven Carnicero. Buen apodo.
– ¿Qué te parece? -preguntó Aurelia a César por el camino de vuelta al Subura bajo el calor del mediodía.
– Más adecuado sería preguntárselo a Mucia.
– Oh, a ella le gusta a rabiar. Mucho más de lo que le gustaba el hijo de Mario.
– No le vendrá mal, mater.
– No.
– Y tía Julia se encontrará sola sin ella.
– Sí, pero encontrará más cosas en que ocuparse.
– Lástima que no tenga nietos.
– ¡Culpa de su hijo Mario! -replicó Aurelia con aspereza.
Estaban ya casi en el vicus Patricius antes de que César reanudara la conversación.
– Mater, tengo que volver a Bitinia -dijo.
– ¿A Bitinia? Hijo, eso es poco prudente.
– Lo sé; pero di mi palabra al rey.
– ¿Una de las nuevas reglas de Sila para el Senado no es que los senadores deben pedir permiso para salir de Italia?
– Sí.
– Pues menos mal -añadió Aurelia-. Debes decir sinceramente en la cámara a dónde piensas ir. Y llevarte a Euticus y a Burgundus.
– ¿A Euticos? -inquirió César, deteniéndose y mirándola-. ¡Si es tu mayordomo! ¿Qué harías sin él? ¿Y por qué habría de llevármelo?
– Me las arreglaré sin él. Él es de Bitinia, hijo. Debes decir en el Senado que tu liberto, que sigue siendo mayordomo, tiene necesidad de viajar a Bitinia por asuntos comerciales y tienes que acompañarle, como es de rigor en todo buen amo.
César se echó a reír.
– ¡Sila tiene toda la razón! ¡Hubieras debido nacer hombre! ¡ Muy romano y sutil! Decirles claramente mi destino en lugar de fingir que voy a Grecia y que luego descubran que voy a Bitinia. Sí, las mentiras siempre se saben. Hablando de sutileza -añadió, al venirle una idea a la cabeza-, ese Pompeyo carece totalmente de ella. Me dieron ganas de pegarle cuando le dijo lo que le dijo a la pobre tía Julia. ¡Y por los dioses, qué fanfarrón es!
– Sin tasa, me imagino -añadió Aurelia.
– Me alegro de haberle conocido -dijo César-, porque así me ha dado a entender un buen motivo por el que mi baldón puede ser una buena cosa.
– ¿Qué quieres decir?
– A él no ha habido manera de situarle en su sitio. Tiene su lugar, pero no tan alto e intocable como él cree. La concatenación de circunstancias ha hecho que su engreimiento alcance límites insospechados. Todo lo que ha querido hasta ahora se lo han dado; hasta una esposa mejor de lo que merece. Y se ha acostumbrado a pensar que siempre va a ser así. Y está claro que no; algún día las cosas le irán muy mal y no podrá soportarlo. Yo al menos he aprendido ya la lección.
– ¿De verdad crees que Mucia es muy superior a lo que merece?
– ¿Tú no? -inquirió César, sorprendido.
– No, yo no. Aquí poco importa su alcurnia. Ha sido esposa del hijo de Mario, y lo fue porque su padre la dio conscientemente al hijo de un hombre nuevo. A Sila no se le olvidan esas cosas. Ni las perdona. A ese simplón le ha deslumbrado hablándole de su linaje, pero no le ha dicho los motivos por los que la daba a alguien inferior a ella.
– ¡Astuto!
– Sila es un zorro, como todos los pelirrojos desde Ulises.
– Entonces, mejor que me marche de Roma.
– ¿Después de que Sila renuncie al poder?
– Después de que Sila renuncie al poder. Dice que será después de haber supervisado la elección de los cónsules del año siguiente al próximo; dentro de unos once meses, si las supuestas elecciones se celebran en julio. Los del año que viene van a ser Servilio Vatia y Apio Claudio, pero no sé en quién habrá pensado para el otro. En Catulo probablemente.
– ¿No correrá peligro si renuncia al poder?
– En absoluto -contestó César.