Primera parte.

ABRIL DEL 83 A. DE J.C. – DICIEMBRE DEL 82 A. DE J.C.

Aunque el mayordomo sostenía a la mayor altura posible la lámpara de cinco llamas para iluminar los dos cuerpos tumbados en la cama, sabía que la luz no despertaría a Pompeyo. Para ello necesitaría despabilar a la esposa. Ella se desperezó, frunció el ceño, apartó la cabeza como para seguir durmiendo, pero por la puerta llegaba un fuerte murmullo de la mansión y el mayordomo la llamaba.

– ¡Domina! ¡Domina!

A pesar de su perplejidad -los sirvientes no tenían costumbre de entrar en el dormitorio de Pompeyo- la púdica Antistia se cubrió decentemente antes de incorporarse.

– ¿Qué sucede?

– Un mensaje urgente para el amo. Despertadle y decidle que salga al atrium -gruñó zafiamente el doméstico.

Las llamas se contrajeron y despidieron humo en el momento en que giró sobre sus talones para abandonar la habitación, y, al cerrarse la puerta, Antistia volvió a quedar envuelta en tinieblas.

¡Aquel hombre ruín lo había hecho a propósito! Pero ella sabía que la camisa estaba a los pies del lecho, se la puso y pidió luz a voces.

A Pompeyo no lo despertaba nada. Lámpara en mano y bien abrigada, Antistia volvió a acercarse a la cama y contempló aquella anatomía inmóvil, que tampoco parecía sentir frío, boca arriba y destapado hasta la cintura.

Ya en otras ocasiones había tratado en vano de despertarle a besos, aunque por otros motivos. Había que hacerlo zarandeándole y aporreándole.

– ¿Qué hay? -dijo él, sentándose y pasándose las manos por la espesa pelambrera color paja, tiesa como un copete. Sus ojos azules la miraron vigilantes. Así era Pompeyo: dormido como un muerto y totalmente despierto en un instante, hábitos del soldado-. ¿Qué hay? -repitió.

– En el atrium tienes un mensaje urgente.

Pero apenas había acabado Antistia la frase cuando él ya estaba en pie, calzado con unas pantuflas y con una túnica descuidadamente echada sobre su hombro pecoso. Inmediatamente salió del cuarto, cerrando la puerta.

Antistia permaneció un instante inmóvil, sin saber qué hacer. Su esposo había dejado la lámpara, pues él veía en la oscuridad como los gatos, y nada la impedía seguirle, aunque quizá no le gustase. ¡No importaba! Sin duda, las esposas tenían derecho a compartir noticias de tamaña importancia como para que los criados las anunciaran interrumpiendo el sueño de sus amos. Y salió del dormitorio con la lamparita para alumbrarse perentoriamente el camino por el enorme pasillo enlosado y de paredes de piedra. Un recodo, unos escalones, y se vio fuera de la imponente fortaleza gala en la civilizada villa romana, enlucida y primorosamente decorada con frescos.

Brillaban luces por doquier, y los criados se movían afanosos.

Y allí estaba Pompeyo, con una simple túnica y, sin embargo, como si fuese Marte en persona. ¡Ah, qué hombre tan extraordinario!

Y debía de aprobar su presencia, pues se había percatado de su llegada. Pero en aquel preciso momento llegó Varrón a toda prisa y se esfumaron las posibilidades de Antistia de compartir la causa que había motivado aquel desconcierto.

– ¡Varrón! ¡Varrón! -gritó Pompeyo, lanzando a continuación un alarido muy poco romano; un alarido como el que antaño proferían los galos al cruzar los Alpes para apoderarse de grandes zonas de la península, incluido Picenum, el pueblo natal de Pompeyo.

Antistia se sobresaltó y advirtió que Varrón también daba un respingo.

– ¿Qué sucede?

– ¡Sila ha desembarcado en Brundisium!

– ¿En Brundisium? ¿Cómo lo sabes?

– ¿Y qué importa? -replicó Pompeyo, cruzando el suelo de mosaico para agarrar al pequeño Varrón por los hombros y zarandearle-. ¡Ha llegado, Varrón! ¡Comienza la aventura!

– ¿Aventura? -inquirió Varrón, aturdido-. ¡Vamos, Magnus, no seas chiquillo! No es una aventura, sino una guerra civil… ¡y otra vez en suelo itálico!

– Me da lo mismo -replicó Pompeyo-. Para mi es una aventura. ¡Si supieras cuánto ansiaba esta noticia, Varrón! ¡Desde que Sila partió, Italia ha estado más sumisa que el perrillo de una vestal!

– ¿Y el asedio de Roma? -preguntó Varrón bostezando.

La euforia desapareció del rostro de Pompeyo, que dejó caer los brazos, dio un paso atrás y miró con aire sombrío a su interlocutor.

– ¡Prefiero olvidar el asedio de Roma! -replicó-. ¡Por sus malditas calles arrastraron desnudo el cadáver de mi padre atado a un asno!

El pobre Varrón se ruborizó de tal manera que hasta su calva mollera enrojeció.

– ¡Oh, Magnus, te pido perdón! ¡No quería… no iba yo siendo tu huésped… te ruego me perdones!

Pero Pompeyo se sobrepuso a su enojo, se echó a reír y dio una palmada a Varrón en la espalda.

– ¡Bah, ya sé que no lo hiciste tú!

Hacía un frío intenso en el amplio atrium, y Varrón se cubrió el torso con los brazos.

– Mejor será que salga para Roma inmediatamente.

– ¿Para Roma? -replicó Pompeyo, mirándole de hito en hito-. ¡Tú no vas a Roma; vienes conmigo! ¿En Roma qué va a pasar? Un rebaño de borregos corriendo de aquí para allá dando balidos y esas viejas del Senado discutiendo durante días enteros. ¡Ven conmigo, que será más divertido!

– ¿Y a dónde piensas ir?

– Pues a unirme a Sila.

– Para eso no me necesitas, Magnus. Monta a caballo y ya está. A Sila le alegrará contarte entre sus jóvenes tribunos militares; estoy seguro. Tú tienes experiencia de combate.

– ¡Oh, Varrón! -replicó Pompeyo con unos aspavientos que traicionaban su exasperación-. ¡No pienso unirme a Sila como joven tribuno militar! ¡Voy a llevarle tres legiones más! ¿Voy a ser yo lacayo de Sila? ¡Eso nunca! En esta empresa quiero ser su asociado.

La sorprendente afirmación dejó pasmados a la esposa de Pompeyo y a su amigo y huésped. Consciente de que había ahogado un grito de sorpresa, Antistia se apartó a un rincón fuera del alcance de la vista de Pompeyo; él ya había pasado por alto su presencia y ella quería escuchar. Necesitaba escuchar.


En los dos años y medio que llevaba casada con él, Pompeyo sólo en una ocasión se había apartado de ella más de un día. ¡Era una maravilla verse tan solicitada! Cosquillas, empellones, revolcones, apretujones, mordiscos, señales… Era como un sueño. ¿Quién lo habría imaginado? Ella, hija de un senador de poca monta y escasa fortuna, ¡casada con Cneo Pompeyo, llamado Magnus! Un hombre con una fortuna merced a la cual habría podido casarse con quien hubiera querido, señor de media Umbría y de Picenum, tan rubio y hermoso que todos decían que era como Alejandro Magno redivivo… ¡Qué marido le había buscado su padre! Y, además, después de varios años desesperando de no encontrar esposo por la escasez de su dote…

Sí, claro que sabía por qué Pompeyo se había casado con ella: por un buen servicio que le había prestado su padre, que había sido el juez del proceso que le habían instruido. Había sido una historia sonada y todo Roma se había enterado. El caso es que Cinna necesitaba desesperadamente una gran suma para financiar su campaña, y esa suma saldría de la fortuna del joven Pompeyo. Por eso el joven había sido procesado por cargos más bien atribuibles a su fallecido padre, Pompeyo Estrabón, que se había apropiado ilícitamente de parte del botín de Asculum Picenum: una red de caza y unas cajas de libros. Una insignificancia. La trampa estaba no en la magnitud del delito, sino en la multa. Si Pompeyo era declarado culpable, los validos de Cinna decidirían la cuantía del castigo, con entera libertad para despojarle de su fortuna.

Un hombre de talante más romano habría decidido batallar ante los tribunales y sobornar al jurado en caso necesario, pero Pompeyo, cuyo rostro proclamaba sus orígenes galos, optó por casarse con la hija del juez. Eso había sucedido en octubre, y, mientras discurrían noviembre y diciembre, el padre de Antistia había dejado que el proceso se estancara. El juicio de su yerno no llegó a celebrarse, pospuesto por augurios adversos, acusaciones de jurados corruptos, reuniones del Senado, malarias y pestes. Y en enero, el cónsul Carbón convenció a Cinna para que buscase de otro modo el dinero que tanto necesitaba. La fortuna de Pompeyo se había salvado.

Antístia, con apenas dieciocho años, había seguido a su deslumbrante marido a sus posesiones del noreste de la península itálica, y allí, en la imponente mole de piedra negra del reducto de Pompeyo se había entregado encantada a los deleites de ser su esposa. Afortunadamente para ella, era una jovencita llena de hoyuelos y curvas, madura para el amor, y nada había enturbiado su felicidad durante cierto tiempo, y cuando las punzadas de la insatisfacción se habían hecho sentir no eran consecuencia de la conducta de su adorado Magnus, sino de la de sus leales servidores, criados y feudatarios, que no sólo la miraban por encima del hombro, sino que se esforzaban en demostrarle su desdén. No era cosa insoportable mientras Pompeyo estuviese a su lado para regresar a casa por la noche, pero ahora hablaba de partir para la guerra, de poner en pie de guerra legiones y unirse a la causa de Sila. ¿Qué haría ella sin su adorado Magnus que la protegiese de los desaires de la gente?


Pompeyo seguía tratando de convencer a Varrón de que la única opción adecuada era acompañarle para unirse a Sila, pero aquel pequeñajo delgado y pedante, tan viejo de mentalidad por el simple hecho de haber pertenecido al Senado un par de años, continuaba resistiéndose.

– ¿De cuántas tropas dispone Sila? -inquirió Varrón.

– Cinco legiones de veteranos, seis mil soldados a caballo, algunos voluntarios macedonios y del Peloponeso y cinco cohortes de hispanos de ese cerdo estafador que es Marco Craso. Unos treinta y nueve mil soldados.

Era la respuesta que esperaba Varrón.

– Te lo repito, Magnus. ¡No seas chiquillo! -exclamó-. Acabo de ver en Ariminum a Carbón, acuartelado con ocho legiones y una importante fuerza de caballería, y aún no ha concluido el reclutamiento. Sólo en Campania hay otras dieciséis legiones. Cinna y Carbón llevan tres años reclutando tropas… ¡tienen ciento cincuenta mil hombres armados en Italia y la Galia itálica! ¿Cómo va a poder Sila hacerles frente?

– Sila se los comerá -replicó Pompeyo imperturbable-. Además, yo aportaré tres legiones de curtidos veteranos de mi padre. Los soldados de Carbón son niños de pecho.

– ¿De verdad que vas a poner en pie de guerra tu propio ejército?

– Así es.

– Magnus, ¡sólo tienes veintidós años! ¡No puedes esperar que los veteranos de tu padre se alisten!

– ¿Por qué no? -quiso saber Pompeyo muy sorprendido.

– Porque, para empezar, te faltan ocho años para poder entrar en el Senado, y veinte para el consulado. Pero aunque los soldados de tu padre estuvieran dispuestos a alistarse bajo tu mando, es ilegal pedírselo. Eres un particular, y los ciudadanos particulares no organizan ejércitos.

– El gobierno de Roma hace más de tres años que es ilegal -replicó Pompeyo-. Cinna ha sido cónsul cuatro veces, Carbón dos, Marco Gratiniano ha sido elegido pretor urbano dos veces, casi la mitad del Senado es ilegal, Apio Claudio se halla proscrito con su imperium intacto, Fimbria anda por Asia Menor firmando acuerdos con Mitrídates… ¡es de risa!

Varrón adoptó una actitud de mula obstinada, cosa no muy difícil para un sabino de la rosea rura, famosa por sus mulas.

– Hay que solucionarlo todo constitucionalmente -dijo.

Respuesta que provocó la carcajada de Pompeyo.

– ¡Oh, Varrón, te tengo en mucha estima, pero eres un empedernido irrealista! Si esto puede resolverse constitucionalmente, ¿por qué hay ciento cincuenta mil soldados en Italia y la Galia itálica?

Varrón volvió a hacer un gesto tajante, pero esta vez en signo de rendición.

– ¡Bien, de acuerdo! Voy contigo.

Una sonrisa beatífica surcó el rostro de Pompeyo, y, pasando el brazo por los hombros de Varrón, le llevó hacia el pasillo que conducía a sus aposentos.

– ¡Magnífico, magnífico! Así escribirás la historia de mis primeras campañas… Tú tienes mejor estilo que tu amigo Sisena. Soy el hombre más importante de nuestra época y merezco tener mi propio historiador.

– ¡Sí que debes de ser importante! -replicó Varrón-. Si no, ¿cómo ibas a tener el desparpajo de llamarte Magnus? ¡El Grande, a los veintidós años, cuando tu padre no había adoptado por sobrenombre más que la condición de sus ojos!

Pompeyo hizo caso omiso de la puya, atareado como estaba, dando instrucciones al mayordomo y al armero.

Finalmente, en el atrio pintado y dorado no quedaron más que Pompeyo y Antistia. él se llegó hasta ella.

– Mi gatita tonta, vas a resfriarte -dijo frunciendo el ceño y besándola con cariño-. Tesoro, vuelve a la cama.

– ¿No quieres que te ayude a hacer el equipaje? -preguntó ella en tono afligido.

– Lo harán mis hombres, pero puedes quedarte a verlo.

Esta vez alumbraba el camino un criado provisto de un enorme candelabro; Antistia se apretujó contra su esposo -sin dejar su lamparita- y fue con él hasta el cuarto en que guardaba las armas. Una impresionante colección compuesta por diez corazas distintas de oro, plata y hierro, con correas de cuero y phalerae, espadas y cascos colgados de las paredes, faldillas de tiras de cuero y diversas clases de perneras acolchadas.

– Ahora estáte quietecita ahí como un ratoncito bueno -dijo Pompeyo, levantando a su esposa como una pluma y sentándola encima de dos enormes arcas.

Y allí la dejaron. Pompeyo y sus criados fueron revisando todas las piezas, comentando si tendrían utilidad y convenía llevarlas. Y cuando Pompeyo hubo sacado cuanto necesitaba de los otros baúles, trasladó con toda displicencia a su esposa a otra atalaya para revolver en las arcas en que había estado sentada e ir entregando cosas a los esclavos, hablando tan feliz consigo mismo, que Antistia perdió cualquier esperanza de que fuera a echarla de menos; ni a ella, ni al hogar, ni a la vida civil. Desde luego que siempre había sabido que él se consideraba antes que nada y sobre todo un soldado, que despreciaba las ocupaciones más rutinarias de sus iguales, la retórica, la ley, el gobierno, las asambleas, las intrigas y los enredos de la política. ¡Cuántas veces no le habría oído decir que llegaría a la silla consular de marfil gracias a su espada y no con bellas palabras y frases vacuas! Ahí estaba ahora, llevándolo a la práctica: militar hijo de un militar, disponiéndose a ir a la guerra.

En cuanto el último esclavo salió cargado con un montón de artefactos, Antistia se deslizó del arcón y se puso delante de Pompeyo.

– Magnus, antes de que te marches, quiero hablarte -dijo.

Era evidente que su esposo consideraba aquel comentario como una pérdida de su precioso tiempo, pero le prestó atención.

– Bien, ¿de qué se trata?

– ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera de casa?

– No tengo la menor idea -contestó él, gozoso.

– ¿Unos meses? ¿Un año?

– Meses, seguramente. Sila se comerá a Carbón.

– Pues me gustaría volver a Roma a vivir en casa de mi padre mientras estés ausente.

él meneó la cabeza, perplejo por la demanda.

– ¡Ni mucho menos! No pienso dejar que mi esposa ande por la Roma de Carbón mientras yo estoy luchando con Sila contra él. Tú te quedas aquí.

– Tus criados y otras gentes me detestan, y, no estando tú, me harán la vida imposible.

– ¡Tonterías! -contestó él, volviéndole la espalda.

Ella le detuvo poniéndose otra vez ante él.

– ¡Por favor, esposo mio, concédeme un momento! ¡Soy tu esposa!

– ¡De acuerdo, de acuerdo, Antistia! -exclamó él con un suspiro-. Di lo que tengas que decir, pero de prisa.

– No puedo quedarme aquí.

– Puedes quedarte y te quedarás -replicó él, balanceando el peso de una pierna a otra.

– Magnus… cuando tú no estás, aunque sólo sea unas horas, tus gentes me son hostiles. Nunca me he quejado porque eres amable conmigo y siempre has estado en casa, menos cuando fuiste a Ancona a ver a Cinna. Pero ahora que no hay otra mujer en tu casa, me encontraré muy sola. Sería mejor que volviese a casa de mi padre hasta que acabe la guerra; de verdad.

– Ni lo pienses. Tu padre es partidario de Carbón.

– No lo es. Es independiente.

Era la primera vez que le llevaba la contraria, que se le oponía, y a Pompeyo comenzó a agotársele la paciencia.

– Mira, Antistia, tengo otras cosas que hacer que estar aquí discutiendo contigo. Eres mi esposa y te quedas en mi casa.

– En la que tu mayordomo me desprecia y me deja a oscuras; en donde no tengo sirvientes propios y nadie me hace compañía -replicó ella, mostrándose tranquila y razonable, pero sintiendo ya pánico.

– ¡Son puras tonterías!

– Es verdad, Magnus. ¡Es verdad! No sé por qué todos me miran con desdén, pero es así.

– ¡Pues claro que sí! -exclamó él, harto de su insistencia.

– ¿Ah, si? -replicó ella, abriendo mucho los ojos-. ¿Qué quieres decir?

– Mi madre era una Lucilia -contestó él, encogiéndose de hombros-. Igual que mi abuela. ¿Y tú qué eres?

– Buena pregunta. ¿Qué soy yo?

Pompeyo notaba que estaba enojada, y eso le irritaba. ¡Mujeres! ¡Él, que estaba a punto de marchar a la primera guerra importante de su vida, y aquella criatura insignificante se dedicaba a escenificar su propio drama! ¿Es que las mujeres no tenían sentido común?

– Eres mi primera esposa -dijo.

– ¿Primera esposa?

– Algo provisional.

– ¡Ah, ya! -replicó ella, pensativa-. Algo provisional. Quieres decir, supongo, la hija del juez.

– Bueno, no digas que no lo sabías.

– Pero de eso hace mucho tiempo; pensé que era cosa pasada y que me amabas. Mi familia es de origen senatorial; no soy una cualquiera.

– Para un hombre ordinario, no. Pero para mí no eres suficiente.

– Oh, Magnus. ¿De dónde te viene ese engreimiento? ¿Por eso nunca te satisfaces dentro de mí? ¿Porque no soy de bastante calidad para darte hijos?

– ¡Sí! -gritó él, dirigiéndose a la puerta.

Ella le siguió con la lamparita en la mano, sin preocuparse porque les oyesen.

– ¡Pero sí que te servía cuando Cinna quería arruinarte!

– Eso ya lo hemos dicho -replicó él, apretando el paso.

– ¡Qué bien te ha venido que Cinna haya muerto!

– Una suerte para Roma y para todos los buenos romanos.

– ¡Tú mandaste asesinarle!

Las palabras resonaron en aquel pasillo de piedra de amplitud suficiente para dar paso a un ejército. Pompeyo se detuvo.

– Cinna murió en una reyerta de borrachos con unos reclutas.

– En Ancona; tu ciudad, Magnus. ¡Tu ciudad! ¡Y poco después de que tú fueras allí a verle! -gritó ella.

Apenas acababa de decirlo cuando Pompeyo la aplastó contra la pared, agarrándola por la garganta. En serio.

– Mujer, no vuelvas a decir eso -dijo, bajando la voz.

– Lo dice mi padre -replicó ella con la boca seca.

– No es que a tu padre le gustara mucho Cinna -añadió él, apretando un poco las manos-, pero a Carbón no le es en modo alguno desafecto, por lo que me daría gran placer matarle. Pero no me da placer matarte a ti. Yo no mato a mujeres. Mantén la boca cerrada, Antistia. Yo nada tengo que ver con la muerte de Cinna; fue un accidente.

– ¡Quiero ir a Roma, a casa de mi padre!

– Te digo que no -replicó Pompeyo, soltándola y dándole un empujón-. ¡Déjame en paz!

Y salió, llamando al mayordomo. Ella le oyó, a lo lejos, diciendo a aquel hombre abominable que no le permitiese salir de la fortaleza mientras él estuviese en la guerra. Temblorosa, regresó despacio al dormitorio que había compartido con Pompeyo durante dos años y medio como primera esposa, alguien provisional e inadecuado para darle hijos. ¿Cómo no se lo habría imaginado, cuando se preguntaba por qué él siempre acababa dejándole un charco pegajoso encima, que luego tenía que limpiarse?

Comenzaban a brotarle las lágrimas. No tardarían en caer, y en cuanto lo hicieran, serían incontenibles durante horas. La desilusión antes de que el amor hubiera perdido su aspecto más atractivo era terrible.

Oyó otro de aquellos chillidos bárbaros que ponían los pelos de punta, y la voz de Pompeyo gritando: «¡Marcho a la guerra! ¡Marcho a la guerra! ¡Sila ha desembarcado en Italia, y es la guerra!»


Apenas había amanecido cuando Pompeyo, con su armadura de plata reluciente y acompañado de su hermano de dieciocho años y de Varrón, se dirigió, encabezando un grupo de administradores y escribas, a la plaza del mercado de Auxinum, en donde plantó el estandarte de su padre, esperando con gran impaciencia a que sus secretarios se acomodaran tras una serie de mesas de caballete, con hojas de papel, plumas y piedras de tinta disueltas en gruesos tinteros de piedra.

Cuando todo estuvo listo, ya se había congregado una apretada multitud que desbordaba el espacio de la plaza y llenaba las calles vecinas. Pompeyo se encaramó ágilmente a una especie de podio que había detrás del estandarte de su padre Pompeyo Estrabón.

– ¡Bien, ha llegado la hora! -gritó-. ¡Lucio Cornelio Sila ha desembarcado en Brundisium para reclamar sus derechos… un ininterrumpido imperium, un triunfo y el privilegio de depositar sus laureles a los pies de Júpiter Optimus Maximus dentro del Capitolio de Roma! El año pasado, justo por estas fechas, el otro Lucio Cornelio, el apellidado Cinna, no se encontraba muy lejos de aquí intentando reclutar para su causa a los veteranos de mi padre. No lo consiguió y halló la muerte. Y hoy aquí estoy yo, teniendo ante mí a muchos veteranos de mi padre. ¡Yo soy su heredero! Sus hombres son mis hombres; su pasado es mi porvenir, y voy a marchar a Brundisium para luchar con Sila, para que haga prevalecer su derecho. ¿Quiénes quieren seguirme?

Breve y sencillo, pensó Varrón admirado. Quizás el joven tuviera razón en aspirar a la silla curul consular esgrimiendo la espada en lugar de bellas palabras. Desde luego, no veía un solo rostro entre aquella muchedumbre que pareciera echar nada de menos en el discurso de Pompeyo. Apenas había acabado de pronunciarlo cuando las mujeres comenzaron a cuchichear respecto a la inminente ausencia de maridos e hijos, y, mientras algunas se retorcían las manos, otras se dedicaban ya a llenar petates con túnicas y calcetines, y otras bajaban los ojos al suelo, ocultando taimadas sonrisas. Los hombres, apartando a su paso a los excitados niños con amagos de bofetadas y puntapiés, se iban acercando a las mesas, y al cabo de un rato los escribas de Pompeyo no daban abasto inscribiendo nombres.

Desde un punto elevado en la escalinata del viejo templo de Picus en Auxinum, Varrón contemplaba sentado todo aquel bullicio, preguntándose si la gente se habría alistado tan de buen grado en las campañas del bizco Pompeyo padre. Seguramente que no. Pompeyo Estrabón había sido el señor de horca y cuchillo; un buen jefe, pero un hombre duro, y, sin duda, le habrían servido de buena gana pero con caras adustas. Era muy distinto con el hijo. Soy testigo de un fenómeno, pensó Varrón. Los mirmidones no se habrían alistado tan alegremente para combatir con Aquiles, ni los macedonios con Alejandro Magno. ¡Cómo le adoran! Es su querido, su mascota, su hijo a la par que su padre.

Una pesada humanidad se dejó caer en el escalón contiguo, y Varrón volvió la cabeza. Era un hombre de rostro coloradote, rematado por cabello rojizo, con unos ojos azules inteligentes que le escrutaban curiosos, a él, el único extranjero de la localidad.

– ¿Tú quién eres? -inquirió el rubicundo gigante.

– Me llamo Marco Terencio Varrón, y soy sabino.

– Ah, igual que nosotros, ¿no? Aunque de eso hace ya mucho tiempo. Ahí le tienes -añadió, señalando con su callosa manaza a Pompeyo-. ¡No sabes cómo esperábamos este día, Marco Terencio Varrón, el sabino! ¿No te parece el elegido de los dioses?

Varrón sonrió.

– No sé si será eso exactamente; pero entiendo lo que dices.

– ¡Ah, ya veo que no sólo eres un caballero con tres nombres, sino un caballero instruido! ¿Acaso eres amigo de él?

– Puede ser.

– ¿Y con qué te ganas la vida?

– Soy senador en Roma y criador de yeguas en Reate.

– ¿Mulas no?

– Es mejor criar yeguas que mulas. Tengo unas cuantas rosea rura y algunos asnos sementales.

– ¿Y qué edad tienes?

– Treinta y dos -contestó Varrón, encantado del diálogo con aquel lugareño.

Pero el hombre de pronto dejó de preguntar, se acomodó más, apoyándose con el codo en el peldaño superior, y estiró sus hercúleas piernas, que cruzó. Fascinado, el pequeño Varrón contempló aquellos mugrientos pies con dedos tan grandes como los de sus manos.

– ¿Y tú cómo te llamas? -inquirió, en el mismo estilo llano de su interlocutor.

– Quinto Scaptio.

– ¿Te has alistado?

– ¡Todos los elefantes de Aníbal no hubieran podido impedírmelo!

– ¿Eres veterano?

– Me enrolé en el ejército de su padre a los diecisiete años. Hace ya cinco, pero he servido en doce campañas, así que no tengo que ir a ninguna más si no quisiera -respondió Quinto Scaptio.

– Pero has querido.

– ¡Los elefantes de Aníbal, Marco Terencio, los elefantes de Aníbal!

– ¿Eres centurión?

– Quizá lo sea en esta campaña.

Siguieron conversando sin dejar de mirar a Pompeyo, que estaba delante de la mesa del centro saludando jovialmente a unos y a otros de entre la multitud.

– Dice que partirá antes de que la luna se haya ocultado -dijo Varrón-, pero no sé cómo. Comprendo que ninguno de los que se alistan necesitan mucha instrucción, pero ¿de dónde va a sacar armas y corazas? ¿Y acémilas, carros y bueyes? ¿Y de dónde va a sacar el dinero para tan gran empresa?

Scaptio lanzó un gruñido, al parecer jovial.

– ¡De eso no tiene por qué preocuparse! Su padre nos dio a todos armas y corazas cuando la guerra contra los itálicos, y cuando murió, el hijo nos dijo que nos las quedásemos. Todos tenemos una mula, y los centuriones tienen carros y bueyes. ¡A los Pompeyos no se les sorprende dormidos! Hay trigo de sobra en los graneros, y mucha comida en las despensas. Nuestras mujeres e hijos no pasarán hambre porque nosotros comamos bien en la guerra.

– ¿Y el dinero? -insistió Varrón, afable.

– ¿Dinero? -repitió Scaptio con un bufido de desdén-. Servimos a su padre sin que viésemos mucho, es verdad. Por entonces casi no había. Cuando lo tenga, nos lo dará. Si no lo tiene, nos quedamos sin él. él es un buen amo.

– Ya lo veo.

Cesó el diálogo, y Varrón contempló a Pompeyo con renovado interés. Todos contaban historias sobre la proverbial independencia de Pompeyo Estrabón durante la guerra itálica; comentaban cómo había mantenido en pie sus legiones mucho después de que se le ordenara licenciarlas, y cómo con ello había alterado personalmente el curso de los acontecimientos en Roma. No había pasado una fuerte factura al tesoro de Roma cuando Cinna había saldado cuentas después de la muerte de Mario, y ahora Varrón entendía el porqué. Pompeyo Estrabón no se había preocupado por pagar a sus tropas. ¿Por qué había de hacerlo si prácticamente eran de su pertenencia?

En aquel momento, Pompeyo se llegó despacio hacia la escalinata del templo de Picus.

– Voy a salir a buscar un lugar para emplazar el campamento -dijo a Varrón-. Ya veo que has madrugado, Scaptio -añadió, dirigiendo una amplia sonrisa al hercúleo compatriota.

– Sí, Magnus -contestó el gigante, poniéndose en pie-. Ahora voy a irme a casa a preparar mis pertrechos, ¿no?

Así que todos le llamaban Magnus, pensó Varrón, poniéndose también en pie.

– Te acompaño, Magnus -dijo.

Ya disminuía la muchedumbre y las mujeres regresaban a la plaza; algunos comerciantes comenzaban a instalar sus tenderetes, y los esclavos se apresuraban a exponer en ellos las mercancías. En torno a la fuente, sobre las piedras, empezaban a apiñarse montones de ropa sucia, frente al altar de los Lares, y un par de muchachas se alzaron las faldas para meterse en el agua. Un pintoresco pueblo, pensó Varrón, unos pasos a la zaga de Pompeyo; soleado y polvoriento, unos cuantos árboles de sombra, el zumbido de los insectos, sensación de eternidad, manzanas rugosas en invierno, gente afanosa que lo sabían todo unos de otros. En Auxinum no había secretos.

– Son hombres muy valerosos -comentó a Pompeyo cuando abandonaban la plaza del mercado para ir a por los caballos.

– Varrón, son sabinos como tú -respondió Pompeyo-, aunque procedan de tiempos inmemoriales del este de los Apeninos.

– ¡Como yo no! -replicó Varrón, dejándose izar en la silla por un gañán de Pompeyo-. Seré un sabino, pero no soy soldado por naturaleza ni por entrenamiento.

– Pero cumplirías tu deber en la guerra itálica.

– Si, claro; y he servido en seis campañas. En esa guerra se sucedieron muy rápidamente. Pero desde que concluyó no he vuelto a pensar en una espada ni en una cota de mallas.

Pompeyo se echó a reír.

– Hablas igual que mi amigo Cicerón.

– ¿Marco Tulio Cicerón, el prodigioso jurista?

– Sí, el mismo. Detestaba la guerra y no podía con ella, cosa que para mi padre era incomprensible. Pero, de todos modos, era una buena persona; a él le gustaba hacer lo que a mi no me gustaba, y entre los dos mantuvimos contento a mi padre sin muchas explicaciones. Después de la toma de Asculum Picenum se empeñó en marchar a servir con Sila en Campania y le eché de menos -añadió Pompeyo con un suspiro.


En dos intervalos de mercado de ocho días, Pompeyo tenía sus tres legiones de veteranos voluntarios acampadas en un reducto bien fortificado a unos ocho kilómetros de Auxinum, a la orilla de un afluente del Aesis. Las disposiciones sanitarias del campamento eran impecables, y su mantenimiento se llevaba a rajatabla. Pompeyo Estrabón, más apegado a sus orígenes rústicos, sólo había adoptado una normativa respecto a las fuentes, pozos negros, letrinas, basuras y desagües: cuando el hedor era insoportable, cambiar de sitio. Por eso había perecido por fiebres ante la puerta Colina de Roma, y los vecinos del Quirinal y del Viminal, enfurecidos por la contaminación de sus fuentes, habían ultrajado su cadáver.

Sin salir de su asombro, Varrón contemplaba el progreso del ejército de su joven amigo, maravillándose de las dotes que Pompeyo manifestaba para la organización y la logística. No se le pasaba por alto el menor detalle, y al mismo tiempo todas las ingentes tareas se ejecutaban con la rapidez propia de la magnífica eficiencia. Soy testigo de excepción de un auténtico fenómeno, se decía; este Pompeyo dará un vuelco a todo, cambiará nuestra manera de ver las cosas. No tiene un ápice de temor ni fisura alguna en su confianza.

Sin embargo, recordó que otros estaban también preparados antes de que se desencadenara el conflicto. ¿Qué sucedería cuando todo estuviese en marcha, cuando se vea enfrentado a la oposición -no ya la de Carbón o Sertorio-, cuando se enfrente a Sila? ¡Ésa será la verdadera prueba! Le apoye o no, la relación entre el toro viejo y el joven decidirá el porvenir de éste. ¿Se doblegará? ¿Puede doblegarse? ¿Qué reserva el futuro a alguien tan joven y seguro de sí mismo? ¿Existe alguna fuerza en el mundo, algún hombre, capaz de doblegarlo?

Era evidente que Pompeyo no pensaba que existiese. Aunque no era un místico, había creado un ambiente anímico a su alrededor que magnificaba ciertos instintos suyos que le complacían. Había, por ejemplo, cualidades más propias que adquiridas -como la de ser invencible, la invulnerabilidad, la inviolabilidad- pues eran un logro personal que él había integrado. Era como si, al mismo tiempo que un flujo divino corriese por sus venas, un miasma siguiera rodeándole. Había vivido casi desde niño los más prodigiosos sueños; mil batallas imaginadas, corriendo en el carro de guerra del vencedor laureado en cien triunfos, erguido sobre él como un Júpiter redivivo, con Roma postrada de admiración ante el hombre más grande de la Historia.

En lo que Pompeyo el soñador se diferenciaba de otros de su misma categoría era en la calidad de su contacto con la realidad; él veía el mundo con fría y exacta agudeza, consciente de la posibilidad y la probabilidad, aferrando cual sanguijuela su discernimiento a hechos como montañas, a detalles tan diminutos como una gota de agua clara. Así, sus prodigiosos ensueños eran el yunque mental sobre el que martilleaba la forma de los hechos cotidianos, templándolos y recociéndolos en el marco preciso de su vida real.

Ahora, distribuía a sus hombres en centurias, cohortes, legiones; los entrenaba, pasaba revista a sus pertrechos, descartaba las acémilas viejas, verificaba con recios golpes los ejes de los carros, los zarandeaba, los probaba a toda carrera en el áspero vado a los pies del campamento. Todo había de estar perfecto para que nada pudiera suceder que dejara en entredicho su propia perfección.


Doce días después de la concentración de tropas, le llegaron noticias de Brundisium. Sila avanzaba por la vía Apia, en medio de escenas de recibimiento entusiástico en villorrios, pueblos, ciudades. El mensajero informó a Pompeyo que Sila, antes de ponerse en marcha, había reunido su ejército y le había hecho prestar juramento de lealtad a su persona. Si en Roma había alguien que dudase respecto a la decisión de Sila de curarse en salud a propósito de posibles acusaciones de alta traición, el hecho de que su ejército le hubiese jurado lealtad, incluso frente al gobierno de Roma, despejaba todas las dudas y confirmaba que la guerra era inevitable.

Y el mensajero había añadido que los soldados de Sila le habían ofrecido su dinero para que pudiera comprar todo el trigo, las verduras y la fruta necesarios durante el avance por Calabria y Apulia, pues no querían caras hoscas que empañasen el destino de su general, no querían campos hollados, pastores muertos, mujeres violadas, ni niños famélicos. Todo se haría conforme a la voluntad de Sila; ya los pagaría más adelante, cuando fuese el amo de Italia y de Roma.

La noticia de que la región sur de la península acogía alborozada a Sila no complació mucho a Pompeyo, que esperaba que cuando él se le uniese con sus tres legiones de curtidos veteranos, hacerlo en condiciones de quien ayuda a quien realmente se encuentra en apuros. Pero era evidente que no era el caso; Pompeyo se encogió de hombros y adaptó sus planes a la situación que le exponían.

– Avanzaremos a lo largo de la costa hasta Buca y luego nos internaremos hacia Beneventum -dijo a sus tres centuriones jefe al mando de las tres legiones.

Eran cargos que, por derecho, hubieran debido ser para tribunos militares de alcurnia, que podría haber encontrado de proponérselo; pero los tribunos militares de casta habrían cuestionado su mando del ejército, y Pompeyo había optado por elegir sus subordinados entre su propia gente, por mucho que algunos aristócratas romanos lo deplorasen de haberlo sabido.

– ¿Cuándo nos pondremos en marcha? -inquirió Varrón, al ver que nadie lo preguntaba.

– Ocho días antes del término de abril -contestó Pompeyo.


Pero entonces entró Carbón en escena, y Pompeyo hubo de cambiar de nuevo sus planes.

Desde los Alpes occidentales, la línea recta de la vía Emilia cortaba en diagonal la Galia itálica hasta Ariminum en el mar Adriático, y desde Ariminum, otra excelente vía seguía la costa hasta Fanum Fortunae, en donde comenzaba la vía Flaminia que conducía a Roma. Por ello, Ariminum era de importancia estratégica similar a Arretium, que dominaba el acceso a Roma al oeste de los Apeninos.

Por consiguiente, era lógico que Cneo Papirio Carbón -dos veces cónsul de Roma y ahora gobernador de la Galia itálica- emplazase en un campamento en las proximidades de Ariminum sus ocho legiones y sus tropas de caballería. Desde aquella base podía moverse en tres direcciones: por la vía Emilia, cruzando la Galia itálica, hacia los Alpes occidentales; por la costa del Adriático en dirección a Brundisium, y por la vía Flaminia hacia Roma.

Hacía año y medio que sabía que Sila desembarcaría y que lo haría en Brundisium. Pero en Roma aún había muchos que se pondrían de parte de Sila cuando llegase el momento, a pesar de que se proclamaban neutrales; eran todos hombres con predicamento político capaces de derrocar al gobierno, y por ello no había que perder de vista Roma. Y Carbón sabía también que Metelo Pío, el hijo del Meneitos, se había ocultado en Liguria, al pie de los Alpes occidentales de la Galia itálica; y con Metelo Pío estaban dos buenas legiones que había retirado de la provincia de Africa cuando los partidarios de Carbón le habían expulsado de ella. Carbón estaba seguro de que en cuanto supiera que Sila había desembarcado, Metelo Pío iría a unirse a él; con el consiguiente riesgo para la Galia itálica.

Naturalmente que había dieciséis legiones estacionadas en Campania, y más próximas a Brundisium que Carbón a Ariminum; pero ¿hasta qué punto eran leales los cónsules de aquel año, Norbano y Escipión Asiageno? No estaba Carbón muy seguro, al faltar de Roma su propia voluntad de hierro. A finales del año anterior se había convencido de dos cosas: de que Sila llegaría en primavera y de que Roma se hallaría más inclinada a oponerse a Sila si él, Carbón, se hallaba ausente de ella. Por ello se había asegurado la elección de dos partidarios incondicionales en Norbano y Escipión Asiageno, y él se había asignado el gobierno de la Galia itálica para no perder de vista los acontecimientos y poder actuar en el momento preciso en caso necesario. Su elección de cónsules había sido adecuada -al menos teóricamente-, pues ni Norbano ni Escipión Asiageno podían esperar clemencia de Sila. Norbano era un cliente de Cayo Mario, y Escipión Asiageno se había disfrazado de esclavo para huir de Aesernia durante la guerra itálica, acto que había disgustado a Sila. Pero ¿tenían suficientes fuerzas? ¿Utilizarían las dieciséis legiones como buenos generales, o no sabrían hacerlo? Carbón no sabía a qué atenerse.

Había algo con lo que no había contado: que el joven heredero de Pompeyo Estrabón tuviese la audacia de poner en pie de guerra tres legiones de veteranos de su padre y se uniera a Sila. Y no es que Carbón diese importancia a aquel jovenzuelo. Lo que le preocupaba eran las tres legiones de veteranos; porque una vez estuviesen al mando de Sila, él sabría emplearlas magistralmente.

Fue el cuestor de Carbón, el magnífico Cayo Verres, quien le llevó la noticia de la proyectada expedición del joven Pompeyo.

– Habrá que detener a ese muchacho antes de que se ponga en marcha -dijo Carbón, frunciendo el ceño-. ¡Qué estorbo! Esperemos que Metelo Pío no se mueva de Liguria mientras me ocupo del joven Pompeyo, y que los cónsules sean capaces de contener a Sila.

– Con el joven Pompeyo acabaremos pronto -añadió Cayo Verres, con tono seguro.

– Sí, pero no por eso deja de ser un estorbo -añadió Carbón-. Haz el favor de convocar a los legados.

Los legados de Carbón no aparecían, y Verres recorrió el gigantesco campamento de un extremo a otro, consciente de que el tiempo que transcurría enojaría a Carbón. Mientras los buscaba, muchas cosas cruzaron su pensamiento, aunque ninguna de ellas relacionada con la actuación del joven heredero de Pompeyo Estrabón. No, en quien no dejaba de pensar Cayo Verres era en Sila, aunque nunca había hablado con él (y no había motivo para ello, ya que su padre era un humilde senador pedario sin derecho a voz, y él durante la guerra itálica había servido a las órdenes de Cayo Mario y de Cinna), recordaba la mirada de Sila entre el cortejo, el día de su proclamación como cónsul, y le había impresionado. A Verres le gustaba estar donde hubiese dinero, pues tenía gustos artísticos costosos y grandes ambiciones, y ahora, mientras daba con los legados de Carbón, se preguntaba si no sería el momento de cambiar de bando.

A decir verdad, Cayo Verres no era cuestor sino procuestor, pues su cargo oficial de cuestor había cumplido el año anterior; que siguiera en el cargo era por voluntad de Carbón, que le había nombrado personalmente, alegando que estaba tan satisfecho de él que quería que le acompañase durante su cargo de gobernador de la Galia itálica. Y como la función del cuestor era administrar el dinero de su superior y llevar las cuentas, Cayo Verres había solicitado al tesoro por cuenta de Carbón la cantidad de 2.235.417 sestercios, suma que, hasta el último sestercio (¡incluso los últimos 417!), estaba destinada a cubrir los gastos de Carbón: pago de las legiones, aprovisionamiento de las mismas, un buen nivel de vida para él, para sus legados, sus criados y su cuestor, y a sufragar el coste de mil y un pequeños artículos, inclasificables en las citadas partidas.

Aunque aún no había concluido abril, ya se habían gastado millón y medio de sestercios, lo que significaba que Carbón no tardaría en tener que pedir fondos al tesoro. Sus legados vivían muy bien, y Carbón hacía tiempo que estaba acostumbrado a tener al alcance de la mano los fondos del Estado. Y no digamos Cayo Verres; él también había hundido bien las manos en un tarro de miel antes de meterlas en las bolsas de dinero. Hasta aquel momento había mantenido discretamente sus peculados, pero ahora, pensándoselo mejor, se dijo que no había necesidad de mantener la sutileza. En cuanto Carbón se alejase para hacer frente a las tres legiones de Pompeyo, él pondría tierra de por medio. Había llegado el momento de cambiar de bando.

Y así lo hizo. Carbón, al amanecer, cogió cuatro legiones, sin caballería, para hacer frente al heredero de Pompeyo Estrabón, y no estaba muy alzado el sol cuando Cayo Verres abandonó también el campamento. Sólo le acompañaban sus criados y no siguió la dirección sur en pos de Carbón, sino que se encaminó a Ariminum, en donde Carbón tenía los fondos en un banco. Sólo dos personas tenían poder para retirarlos: el gobernador Carbón y su cuestor Verres. Después de alquilar doce mulas, Verres retiró cuarenta y ocho talentos y medio en bolsas de cuero que cargó en los animales, y ni siquiera hubo de dar pretexto alguno, pues por Ariminum se había difundido la noticia del desembarco de Sila, y el banquero sabía que Carbón había emprendido la marcha con la mitad de su infantería.

Mucho antes de mediodía, Cayo Verres había desaparecido con seiscientos mil sestercios de la asignación de Carbón, por caminos secundarios, primero de sus propiedades en el valle alto del Tíber y luego -con las mulas aligeradas en veinticuatro talentos de monedas de plata- por otras rutas a través de las cuales pudiera dar con Sila.


Ignorando que su cuestor había desaparecido, Carbón descendió por la costa del Adriático en dirección a la posición de Pompeyo cerca del Aesis. Avanzaba con tal optimismo, que no se preocupó por hacerlo rápidamente ni adoptó especiales precauciones para ocultar sus movimientos. Sería un buen ejercicio para sus tropas, bisoñas en su mayoría, y nada más. Por muy terribles que pareciesen las tres legiones de veteranos de Pompeyo Estrabón, Carbón tenía suficiente experiencia para saber que ningún ejército puede actuar mejor de lo que ordene su general. ¡Y su general era un chiquillo! La batalla sería un juego de niños.

Cuando le llegó la noticia de la aproximación de Carbón, Pompeyo profirió gritos de alegría y formó inmediatamente a sus soldados.

– ¡Ni siquiera tendremos que salir de nuestras tierras para dar nuestra primera batalla! -les gritó-. ¡Carbón en persona viene desde Ariminum a enfrentarse a nosotros en un combate que tiene perdido de antemano! ¿Por qué? ¡Porque sabe que soy yo quien os manda! A vosotros os respeta; pero a mi no. ¿Creéis que él piensa que el hijo del Carnicero sabe mondar huesos y cortar carne? ¡Qué va, Carbón es tonto! ¡Cree que el hijo del Carnicero es demasiado lindo y delicado para mancharse las manos en el oficio de su padre! ¡Pues se equivoca! Y lo sabéis igual que yo. ¡Vamos a demostrárselo!

Y se lo demostraron. Las cuatro legiones de Carbón llegaron al Aesis en orden de combate bastante aceptable y aguardaron disciplinadamente formadas a que los exploradores buscaran un vado del río, crecido por el deshielo de primavera en los Apeninos. Carbón sabía que, no lejos del vado, Pompeyo seguía en su campamento, y era tal su optimismo que ni se le ocurrió pensar en la posibilidad de que hubiera efectuado una aproximación.

Pompeyo, que había dividido sus fuerzas, haciendo cruzar el Aesis a la mitad mucho antes de que Carbón llegase al lugar, cayó sobre éste en el momento en que dos de sus legiones lo habían vadeado y las otras dos estaban a punto de hacerlo. El ataque simultáneo en tenaza a partir de una arboleda de las dos orillas arrolló a las tropas de Carbón, y los hombres de Pompeyo combatieron con saña para demostrar que el hijo del Carnicero hacía honor a su nombre aun mejor que su padre. Pompeyo, obligado a permanecer en la orilla izquierda para dirigir el combate, tuvo que renunciar a lo que más anhelaba: ir en pos del propio Carbón. Su padre no se había cansado de repetirle que los generales no deben alejarse demasiado del campamento por si la batalla no se desarrolla conforme a lo previsto y es necesario emprender la retirada. Así, Pompeyo tuvo que ver cómo Carbón y su legado Lucio Quintio se incorporaban a las dos legiones de la orilla opuesta y emprendían la huida hacia Ariminum. En las dos legiones sorprendidas en la orilla de Pompeyo no hubo supervivientes. El hijo del Carnicero conocía bien su oficio y profirió gritos de júbilo.

¡Había llegado el momento de ir al encuentro de Sila!


Dos días más tarde, en un gran caballo blanco, que él decía era el caballo público de su familia -así llamado porque lo proveía el Estado-, Pompeyo condujo sus tres legiones por terreno muy hostil a Roma pocos años atrás. Los Picentinos del sur, vestini, marrucini, frentanos, eran pueblos que habían luchado por independizar a las naciones aliadas itálicas del yugo de Roma, y que hubieran perdido la guerra era en gran parte culpa de Pompeyo, el hombre que iba a unirse a Lucio Cornelio Sila. Pero nadie trató de impedir el paso del ejército, y hubo quienes solicitaron alistarse en él. La noticia de la derrota de Carbón se había adelantado a Pompeyo, y aquello eran tierras de gente guerrera; si habían perdido la guerra por la confederación itálica, había otras causas y la opinión general los inclinaba a ser partidarios de Sila antes que de Carbón.

Reinaba una euforia generalizada en el pequeño ejército cuando se alejaron de la costa en Buca para encaminarse por una vía en bastante buen estado hacia Larinum, en la Apulia central. Habían transcurrido dos intervalos de mercado de ocho días cuando llegaron los quince mil veteranos de Pompeyo a la próspera y pequeña ciudad situada en ricas tierras agrícolas y ganaderas. No faltaba ningún miembro de importancia en la delegación que salió a recibir a Pompeyo y a instarle sutilmente a que prosiguiera la marcha.

El próximo combate le esperaba a unos cinco kilómetros de aquella ciudad. Carbón se había apresurado a enviar mensaje a Roma a propósito del hijo del Carnicero y sus tres legiones de veteranos, y Roma trataba de impedir a toda prisa la unión de Pompeyo con Sila: se enviaron dos legiones de Campania, al mando de Cayo Albio Caninas, para detener a Pompeyo, y ambos ejércitos, de pronto frente a frente, entablaron una lucha brutal y sañuda que tenía que ser decisiva; Caninas aguantó lo suficiente para darse cuenta de que no tenía posibilidades de victoria y optó por una rápida retirada con las tropas casi intactas, y un mayor respeto por el hijo del Carnicero.

Por entonces, los soldados de Pompeyo se hallaban tan seguros de si mismos, que, bajo sus caligae claveteadas de gruesa suela, las millas discurrían como si no costase ningún esfuerzo, y habían iniciado el tercer centenar de éstas con uno o dos tragos de vino débil y agrio para celebrar el hecho. Alcanzaron Saepinum, una ciudad más pequeña que Larinum, y Pompeyo tuvo noticia de que Sila estaba cerca, acampado en Beneventum, en la vía Apia.

Pero antes tuvo que dar otra batalla. Lucio Junio Bruto Damasipo, hermano del viejo amigo y legado de Pompeyo Estrabón, quiso tender una emboscada al hijo del Carnicero en un paraje de agreste terreno entre Saepinum y Sirpium. La altiva confianza de Pompeyo en su capacidad volvió a demostrarse; sus avanzadillas descubrieron el lugar en que se ocultaban las dos legiones de Bruto Damasipo, y fue Pompeyo quien cayó sobre ellas inesperadamente. Bruto Damasipo perdió varios cientos de hombres antes de poder escapar de su apurada situación y huir hacia Bovianum.

En ninguna de estas tres batallas trató Pompeyo de perseguir al adversario, pero no por los motivos que suponían hombres como Varrón y los tres centuriones primus pilus. Y no es que prestase mucha consideración al hecho de no conocer el terreno e ignorar si se trataba de maniobras de diversión destinadas a hacerle caer en manos de fuerzas más considerables; era que una única obsesión ocupaba la mente de Pompeyo: el próximo encuentro con Lucio Cornelio Sila.

Sus claros ojos soñadores lo anticipaban a modo de escenas teatrales: dos hombres como dioses, de cabello rojo, fuertes y hermosos, desmontando con la fuerza y la gracia de dos gatos gigantes, avanzando uno hacia otro con paso mesurado y majestuoso en medio de una carretera a cuyos lados se apiñan viajeros y lugareños; a las espaldas de esos dos hombres magníficos, un ejército, cuyas tropas tienen los ojos clavados en ellos. Zeus caminando al encuentro de Júpiter, Ares caminando al encuentro de Marte, Hércules caminando al encuentro de Milo, Aquiles caminando al encuentro de Héctor. ¡Sí, sería un encuentro que pasaría a la historia, ensombreciendo el de Eneas y Turno! El primer encuentro entre los dos colosos, dos soles; uno de ellos aún fuerte pero declinando. ¡Ah, pero él era el sol en ascenso! Ardoroso y fuerte, y con toda la bóveda celeste por recorrer para conseguir más calor y fuerza. El sol de Sila está ya en poniente, y el mío surge apenas por el horizonte, pensaba Pompeyo eufórico.


Envió a Varrón a presentar sus cumplidos a Sila y para que le hiciera un resumen de su avance desde Auximum, el número de muertos que había hecho, los nombres de los generales que había derrotado. Y para pedir al propio Sila que avanzase a su encuentro por la carretera para que todos pudieran ver que él llegaba en son de paz para poner sus tropas a la disposición del hombre más grande de su época; a Varrón no le dijo que añadiese «y de cualquier época», pues eso era algo que él no estaba dispuesto a admitir, ni siquiera en un encuentro protocolario.

Su mente había fantaseado mil veces todos los detalles del encuentro, pensando incluso en su propio atavío. Al principio se había imaginado vestido de oro de pies a cabeza, luego le sobrevino la duda y se dijo que la armadura de oro era demasiado ostentosa y podían tildarle de Craso. Y después se vio ataviado con una toga blanca corriente, despojado de toda insignia militar, con la simple franja púrpura de caballero en el hombro derecho; pero la duda volvió a asaltarle y pensó que la toga blanca sobre el caballo blanco sería como un borrón difuso. Finalmente, pensó que revestiría la armadura de plata que su padre le había regalado después del asedio de Asculum Picenum. Como no volvió a asaltarle la duda, pensó que era su mejor imagen.

Pero cuando su criado le ayudó a montar en el enorme caballo público, Cneo Pompeyo (Magnus) se había ataviado con la más simple de las corazas de hierro, con tiras de cuero de la faldilla sin adornos, y un casco igual que el de cualquier soldado. Lo que adornaba era el caballo, pues él era un caballero de las dieciocho centurias primitivas de la primera clase, y su familia poseía caballo público desde innumerables generaciones. Por ello, el caballo iba enjaezado con todas las correas caballerescas imaginables, botones y medallones de plata, arnés de cuero granate con incrustaciones de plata y una manta bordada bajo una silla con adornos repujados y diversos colgantes tintineantes de plata. Parecía -se dijo feliz Pompeyo, al ponerse en marcha por la carretera vacía, con su ejército en formación tras él- un militar auténtico, un trabajador, un profesional. ¡Que el caballo proclamase su gloria!

Beneventum estaba en la orilla del río Calor, en el lugar en que la vía Apia se unía a la vía Minucia procedente de la costa de Apulia y de Calabria. El sol brillaba sobre su cabeza cuando Pompeyo y sus legiones alcanzaban un altozano y veían a sus pies el vado del Calor. Y allí en la orilla, en medio de la vía, sobre su clásica mula, estaba Lucio Cornelio Sila. Acompañado sólo por Varrón. ¿Y los lugareños? ¿Y sus legados y sus tropas? ¿Y los viajeros?

Algo instintivo hizo que Pompeyo volviese la cabeza y gritase al portaestandarte de su primera legión que diera la orden de alto para que la tropa no siguiera avanzando. Luego, totalmente solo, descendió el promontorio hacia Sila, adoptando su rostro una expresión tan impenetrable que lo sentía cual una máscara de yeso. Al llegar a unos cien pasos, vio que Sila casi caía de la mula, aunque se mantuvo en pie sujetándose con un brazo al cuello del animal y con la otra mano a la sucia oreja; ya erguido, comenzó a avanzar por el centro de la carretera vacía con paso vacilante como de marinero.

Pompeyo saltó de su tintineante caballo público, sin estar muy seguro de que sus piernas fuesen a sostenerle, pero no le fallaron. Que uno de los dos, al menos, actúe como es debido, pensó, y echó a andar con paso decidido.

Ya de lejos, advirtió que aquel Sila no se parecía en nada al que él recordaba, pero conforme se acortaba la distancia fue percatándose de los estragos del tiempo y las enfermedades, y no con simpatía o compasión, sino con horrorizada estupefacción, le invadió una reacción física tan fuerte que por un instante creyó que iba a vomitar.

Para empezar, Sila estaba bebido, cosa que Pompeyo hubiera podido perdonarle si aquel Sila hubiese sido el que él recordaba del día de su toma de posesión del cargo de cónsul. Pero de aquel hombre apuesto y fascinante no quedaba nada; ni siquiera la dignidad de un mechón de pelo gris o blanco. El Sila que avanzaba hacia él llevaba una peluca que cubría su cráneo calvo, un horrendo artificio de ricitos color amarillo rojizo, por debajo del cual colgaban dos largas patillas grisáceas de su propio cabello. No tenía dientes, y su ausencia alargaba aquella barbilla hendida y convertía la boca en una raja fruncida bajo la inconfundible nariz con una leve arruga en la punta. La piel del rostro parecía desollada en parte y como en carne viva, y sólo en algunas partes se veía la blancura natural. Y aunque estaba casi escuálido, debía haber estado gordísimo no hacía mucho, pues la piel de la cara mostraba profundas arrugas y una barba rala convertía su cuello en una parodia de buitre.

Oh, ¿cómo voy a poder brillar ante el telón de este desecho humano?, se dijo Pompeyo, pugnando por contener las ardientes lágrimas de la decepción.

Ya estaban casi frente a frente, y Pompeyo alargó la mano derecha con los dedos abiertos y la palma vertical.

– Imperator! -exclamó.

Sila lanzó una risita, hizo un gran esfuerzo, alargó la mano, farfulló «¡Imperator!» y cayó sobre Pompeyo con la coraza de cuero manchada y empapada de vino.

Varrón se apresuró a sostenerle, y, con la ayuda de Pompeyo, consiguió hacerle volver hasta su tosca mula y que montara en su lomo desnudo y sucio.

– Se ha empeñado en venir montado para recibirte, como tú dijiste -dijo Varrón en voz baja-. Y no ha habido manera de disuadirle.

Pompeyo, montado en su caballo público, volvió la cabeza e hizo señal a sus tropas para que reanudaran la marcha, se situó al lado de Varrón, que cabalgaba junto a Sila, y los tres se encaminaron a Beneventum.


– ¡ Es increíble! -exclamó una vez a solas con Varrón, después de haber dejado a Sila en manos de sus criados.

– Es que ayer tuvo muy mala noche -replicó Varrón, sin poder calibrar el desaliento de Pompeyo, dado que él nunca había caído en las fantasías del joven.

– ¿Una mala noche? ¿A qué te refieres?

– El pobre padece de la piel. Cuando estuvo muy enfermo los médicos temieron por su vida y le enviaron a Aedepsus, un balneario no lejos de la Calcídica Eubea; los médicos de aquel templo tienen fama de ser los mejores de Grecia, y ciertamente le salvaron. Le prohibieron la fruta madura, la miel, el pan, los pasteles y el vino. Pero cuando le sumergieron en las aguas medicinales se le resquebrajó la piel de la cara, y desde aquellos días en Aedepsus padece ataques de un picor insoportable que le hace rascarse hasta ponerse la cara en carne viva. Sigue sin comer fruta, miel, pan ni pasteles, pero el vino le calma el picor, y por eso bebe -añadió Varrón con un suspiro-. Bebe muchísimo.

– ¿Y por qué le sucede eso en la cara, y no en los brazos o las piernas? -preguntó Pompeyo, casi sin dar crédito a lo que oía.

– Sufrió una fuerte insolación en la cara… ¿No recuerdas que llevaba siempre un sombrero para protegerse del sol? Pero aquí organizaron una ceremonia para recibirle y se empeñó en asistir a ella a pesar de la enfermedad, yendo, por vanidad, con casco en vez de con el sombrero. Me imagino que ha sido el sol lo que le ha despellejado la cara -dijo Varrón, tan fascinado como Pompeyo asqueado-. Su cara parece una mora espolvoreada con harina. ¡Qué barbaridad!

– Te expresas exactamente igual que un pedante físico griego -replicó Pompeyo, sintiendo que su propio rostro se desprendía por fin de la máscara de yeso-. ¿Dónde estamos alojados? ¿Lejos? ¿Y mis tropas?

– Creo que Metelo Pío se ha encargado de llevar a tus hombres al campamento que les han designado. Nosotros estamos en una casa preciosa en esta misma calle. Si ahora vienes a desayunar, podemos después ir a caballo a ver a las tropas -dijo Varrón, poniendo la mano solícito en el robusto brazo pecoso de Pompeyo, estupefacto por su mal humor. Sabía que en su carácter no había sitio para la compasión, y se preguntaba qué es lo que le soliviantaba de aquel modo.


Aquella noche Sila les obsequió con un banquete en su cuartel general con objeto de que conocieran a los otros legados. En Beneventum había corrido la noticia de la llegada de Pompeyo, de su juventud, su apostura, sus leales tropas, y los legados de Sila andaban disgustados, pensó Varrón complacido al verles las caras; se diría que la niñera les había quitado de la boca un panal de miel, y cuando Sila invitó a Pompeyo a acomodarse en el locus consularis de su propia camilla y no situó a nadie más entre ambos, las miradas fueron de auténtico odio. Pero a Pompeyo le traía sin cuidado. Se puso cómodo con desenfadado placer y se dedicó a hablar con Sila como si no hubiese nadie delante.

Sila estaba sobrio y no parecía afectado por el picor. Su rostro ya había adquirido cierta costra y se encontraba tranquilo y afable, e, indudablemente, fascinado con Pompeyo. No puedo equivocarme con Pompeyo si Sila también advierte su valía, pensó Varrón.

Considerando lo más adecuado mantener la mirada concentrada en la proximidad en vez de escrutar a todos los presentes, Varrón sonrió a su compañero de camilla, Apio Claudio Pulcher, un hombre al que estimaba.

– ¿Sigue siendo Sila capaz de dirigirnos? -preguntó.

– Es tan genial como siempre -contestó Apio Claudio-. Si logramos que no se embriague arrollará a Carbón por muchas tropas que traiga -añadió temblando con una mueca-. Varrón, ¿no sientes las presencias diabólicas en esta sala?

– Ya lo creo -contestó Varrón, aunque no creía que el ambiente que él notaba fuese exactamente el que decía Apio Claudio.

– He estudiado un poco el tema -añadió Apio Claudio- a través de los templos y cultos menores de Delfos, y estamos rodeados de dedos de poder… invisibles, indudablemente. La mayoría de la gente lo ignora, pero personas como tú y yo, Varrón, somos hipersensibles a las emanaciones de otros lugares.

– ¿Qué otros lugares? -preguntó Varrón, sorprendido.

– Por abajo, por arriba; por todos lados -respondió Apio Claudio en tono sepulcral-. ¡Dedos de poder! No sé cómo explicártelo mejor. ¿Cómo se pueden describir cosas invisibles que sólo los hipersensibles sienten? No me refiero a los dioses, ni al Olimpo, ni a los numina…

Pero otros de los que estaban en la sala habían atraído la atención de Varrón, que, absorto en escrutar a los legados de Sila, ya no escuchaba al pobre Apio Claudio.

Filipo y Cetego, los grandes tergiversadores. Cada vez que la Fortuna favorecía a alguien nuevo, Filipo y Cetego cambiaban de toga en consonancia, impacientes por servir a los nuevos amos de Roma, y llevaban haciéndolo treinta años. Filipo era el más franco de los dos; había sido cónsul tras varios intentos vanos, y hasta había logrado el cargo de censor con Cinna y Carbón, el cenit de la carrera política para un romano. Por el contrario, Cetego -un patricio de los Cornelios, pariente lejano de Sila- había permanecido en la sombra, prefiriendo ejercer su poder manipulando a sus colegas pedarios del Senado. Los dos ocupaban la misma camilla, hablando en voz alta y sin hacer caso de nadie.

Había otros tres jóvenes tumbados juntos e ignorando también a los demás. ¡Vaya trío! Verres, Catilina y Ofellas. Tres malvados; estaba seguro. Aunque a Ofellas le preocupaba más su dignitas que los futuros beneficios. En cuanto a Verres y Catilina, no había duda: eran los futuros beneficios lo único que les importaba.

En otra camilla estaban tres estimables y probos ciudadanos. Mamerco, Metelo Pío y Varrón Lúculo (un Varrón adoptado, en realidad hermano de Lúculo, el partidario más fiel de Sila). Era evidente que no les gustaba Pompeyo y no trataban de ocultarlo.

Mamerco, yerno de Sila, era un hombre tranquilo y equilibrado que había salvado la fortuna de su suegro, poniendo también a salvo a su familia en Grecia. Metelo Pío, hijo del Meneitos, y su cuestor Varrón Lúculo habían llegado por mar de Liguria a Puteoli a mediados de abril y cruzado la Campania para unirse a Sila antes de que el Senado de Carbón movilizase las tropas que habrían podido interceptarles. Hasta el momento en que había aparecido Pompeyo, eran ellos quienes habían monopolizado el esplendor del agradecimiento de Sila, pues le habían aportado dos legiones de curtidas tropas. Sin embargo, gran parte de su despectiva actitud respecto a Pompeyo se basaba más en el quién que en el qué o en el porqué. ¿Un Pompeyo del norte de Picenum? Un advenedizo, ¡alguien que no era romano! Su padre, apodado el Carnicero por la manera en que hacia la guerra, podría haber alcanzado el consulado y obtenido un gran poder político, pero nada podía reconciliarle a él ni a su retoño con Metelo Pío o Varrón Lúculo. Ningún auténtico romano, fuese o no de familia senatorial, podía permitirse, a la edad de veintidós años -¡y de modo totalmente ilegal!-, llevar al gran patricio Lucio Cornelio Sila un ejército y exigirle de hecho ser su socio. El ejército que Metelo Pío y Varrón Lúculo habían llevado a Sila se había convertido automáticamente en suyo propio para hacer lo que quisiera; y si Sila lo hubiese aceptado agradecido, despidiéndoles, ellos se habrían marchado sin pensárselo dos veces, aunque les hubiese dolido. Dos rigoristas puntillosos, pensó Varrón. Ahora, los dos en la misma camilla, miraban airados a Pompeyo porque se había valido de las tropas que había traído a Sila para obtener un mando por el que ni su edad ni sus antecedentes le servían de aval. Había coaccionado a Sila.

En cualquier caso, de todos ellos, el más misterioso para Varrón era Marco Licinio Craso. En otoño del año anterior había ido a Grecia a ofrecer a Sila dos mil quinientos buenos soldados de la Hispania, y apenas había tenido una acogida algo más afable que la que le había dispensado en verano Metelo Pío en Africa.

El frío recibimiento se debía en su mayor parte al rotundo fracaso del proyecto de enriquecimiento rápido que él y su amigo, el joven Tito Pomponio, habían lanzado entre los inversores de la Roma de Cinna; se había producido hacia finales del primer año en que Cinna había compartido el consulado con Carbón, cuando el dinero comenzaba a reaparecer tímidamente y se había difundido la noticia de que ya no existía la amenaza del rey Mitrídates y que Sila había firmado con él el tratado de Dardanus. Aprovechando el súbito brote de optimismo, Craso y Tito Pomponio habían puesto en circulación acciones de una nueva especulación en Asia, y la bancarrota se produjo al saberse la noticia de que Sila había reorganizado totalmente las finanzas de aquella provincia romana y que no volvería a darse más la corrupta circunstancia de la contrata por empresas para recaudación de impuestos.

En vez de quedarse en Roma, enfrentándose a las hordas de airados acreedores, Craso y Tito Pomponio habían optado por ir en busca de la única persona a la que cabía apaciguar: Sila. Tito Pomponio lo había comprendido inmediatamente y se había marchado a Atenas con su inmensa fortuna intacta. Culto, cortés, un tanto diletante en literatura, encantador y demasiado atraído por los jovencitos, Tito Pomponio había llegado pronto a un entendimiento con Sila, pero como le encantaba el ambiente y el modo de vida en Atenas, había optado por quedarse a vivir allí, adoptando el sobrenombre de Atico.

Craso no tenía la misma seguridad, y no había comprendido que su única alternativa era Sila hasta mucho después que Atico. La concatenación de circunstancias habían dejado a Marco Licinio Craso como cabeza de familia y empobrecido. El único dinero disponible era de Axia, la viuda no sólo de su hermano mayor, sino también viuda del mediano; y no había sido la importancia de su dote su único atractivo, pues era una mujer guapa, vivaz, amable y amorosa. Igual que Vinuleia, madre de Craso, era una sabina de Reate y, por ello, familiar próxima a ella; su riqueza procedía del rosea rura, los mejores pastos de Italia y tierra de crianza de los magníficos asnos sementales que costaban una fortuna y por los que se llegaban a pagar sesenta mil sestercios, por ser potenciales progenitores de numerosas mulas para el ejército.

Cuando el marido de Axia, Publio, el mayor de los hermanos Craso, murió fuera de Grumentum en la guerra itálica, ella quedó viuda y encinta. Y en aquella familia tan unida y frugal sólo se vislumbró una solución: al concluir los diez meses de luto, Axia se desposó con Lucio, segundo hijo de Craso, de quien no tenía hijo alguno al quedar otra vez viuda cuando Fimbria mató a Lucio en la calle ante la puerta de la casa. Igual sucedía con Vinuleia, pues Craso padre, al ver muerto a su hijo y saber lo que le esperaba, se suicidó allí mismo.

En aquel entonces, Marco, el hijo menor, tenía veintinueve años y era el designado por el padre (cónsul y censor en su día) para conservar el hogar y salvaguardar su nombre y su descendencia. Todas las propiedades de Craso quedaron confiscadas, incluidas las de Vinuleia; pero la familia de Axia mantenía excelentes relaciones con Cinna y la dote quedó a salvo. Y al concluir su segundo período de diez meses de luto, Marco Licinio Craso se casó con ella y adoptó a su sobrino, el pequeño Publio, como hijo. Casada sucesivamente con tres hermanos, a partir de entonces a Axia se la conoció por la Tertulia, cambio de nombre que ella misma propició, dado que el de Axia tenía algo de poco latino, mientras que el de Tertulia soltaba la lengua.

El magnífico proyecto urdido por Craso y Atico -que habría sido un rotundo éxito de no haberse producido la inesperada intervención de Sila en las finanzas de la provincia de Asia- se fue al agua justo cuando Craso comenzaba a ver un aumento en la fortuna familiar, y le hizo poner pies en polvorosa con una parca bolsa y todas sus esperanzas destruidas. Dejaba atrás dos mujeres solas: su madre y su esposa. Dos meses después de su marcha, Tertulia daba a luz a su hijo Marco.

¿Adónde ir? Craso optó por Hispania. Allí había un resto de la antigua fortuna de Craso, pues años antes el padre había viajado a las Casitérides, islas del estaño, negociando un contrato en exclusiva para llevar el metal desde las islas y a través del norte de Hispania hasta las riberas del Mediterráneo. Aquello se había venido abajo con la guerra civil en Italia, pero Craso nada tenía que perder, y a la Hispania Citerior se dirigió; allí, un tal Vibio Paciano, cliente de su padre, le ocultó en un sótano hasta que tuvo la certeza de que las consecuencias de su estafa no iban a seguirle hasta Hispania. Tras lo cual, salió a la luz y volvió a tejer de nuevo el monopolio del estaño, y luego adquirió parte de las minas de plata y plomo de la Hispania Ulterior.

Todo iba estupendamente, pero tales actividades sólo podían prosperar si podía volver a tener acceso a las instituciones financieras y mercantiles de Roma; lo que significaba que necesitaba un aliado más poderoso que cualquiera de los personajes que él conocía. Necesitaba a Sila. Pero para solicitar el apoyo de Sila (ya que carecía del encanto y la educación de que tan bien dotado estaba Tito Pomponio Atico) tendría que llevarle un obsequio. Y el mejor obsequio que podía hacerle era un ejército. Y entre los antiguos clientes de su padre alistó cinco cohortes modestas, pero bien entrenadas y equipadas.

El primer puerto en que atracó fue Utica, en la provincia de Africa, en donde le habían dicho que Quinto Cecilio Metelo Pío, el hijo del que Cayo Mario llamaba el Meneitos, continuaba tratando de mantener su cargo de gobernador; llegó a principios de verano del año anterior, pero se encontró con que al Meneítos hijo -un pilar de rectitud romana- sus actividades comerciales no le hacían ninguna gracia. Dejó pues a Metelo Pío que adoptase las disposiciones que creyera conveniente cuando cayera el gobierno, y se dirigió a Grecia a ver a Sila en persona, y éste, que había aceptado su regalo de cinco cohortes de hispánicos, comenzó a tratarle con frialdad.

Ahora estaba allí sentado, con sus ojillos grises clavados humildemente en Sila, a la espera del menor signo de aquiescencia, y, sin la menor duda, disgustadísimo de ver que Sila sólo tenía ojos para Pompeyo. El sobrenombre de Craso pertenecía de muchas generaciones atrás a la famosa familia de los Licinios, pero seguían naciendo vástagos que hacían honor a él, pensó Varrón; significaba rechoncho (o quizás, en el caso del primer Licinio llamado Craso, ¿no habría sido alusión a su cortedad intelectual?). Más alto de lo que aparentaba, Craso tenía la maciza constitución de un buey, y algo de ese animal en la insulsa placidez de su rostro bastante inexpresivo.

Varrón concluyó su examen de los congregados y lanzó un suspiro. Sí, había sido acertado concentrar la mayor parte de sus pensamientos sobre Craso. Todos eran ambiciosos, la mayoría de ellos tendrían capacidad, algunos eran tan despiadados como amorales, pero -aparte de Sila y Pompeyo- Marco Craso era el hombre al que habría de prestarse atención en un futuro.

Mientras regresaba a casa junto a un Pompeyo totalmente sobrio, Varrón se alegró de haber cedido a las exhortaciones de Pompeyo, uniéndose en seguida a su campaña.

– ¿De qué te ha hablado Sila? -inquirió.

– De nada extraordinario -contestó Pompeyo.

– Hablabais muy en voz baja.

– ¿Verdad que sí? -Varrón, más que verla, sintió la sonrisa de Pompeyo-. Sila no es tonto, aunque ya no sea el que fue. Si el resto de los mohínos comensales no podían oír lo que hablábamos, tampoco sabrán si hablábamos de ellos.

– ¿Y ha aceptado Sila ser tu socio en la empresa?

– Yo seguiré mandando en mis legiones, que es lo único que quería. Él sabe que no se las he entregado ni prestado.

– ¿Lo hablasteis claramente?

– Ya te he dicho que no es tonto -respondió Pompeyo lacóniCo-. No hemos hablado gran cosa. Así que no existe ningún acuerdo entre los dos, y él no se halla ligado.

– ¿Y eso te satisface?

– ¡Claro! El no ignora que me necesita -añadió Pompeyo.


Sila se levantó al amanecer al día siguiente, y una hora más tarde tenía a su ejército en marcha en dirección a Capua. Ahora ya se había acostumbrado a impulsos de actividad que coincidían con el estado de su rostro, pues no siempre le picaba, sino que era algo más bien cíclico. Recién superado el ataque, y la consiguiente borrachera, sabía que estaría exento del mal durante unos días si no hacía nada contraproducente que desencadenase otro ciclo; era necesario una rigurosa higiene de las manos y no tocarse para nada la cara. Hasta no encontrarse en semejante situación no se daba uno cuenta de las veces que uno se llevaba las manos a la cara sin pensar, inconscientemente. Y allí estaba, con las glándulas lacrimales endureciéndose en fase de curación y todas las cosquillas, hormigueos y leves movimientos cutáneos que implica el proceso de curación. Lo más fácil era el primer día, aquél, pero conforme transcurrían, tendería a olvidarse y acercaría la mano para rascarse un picor totalmente natural de la nariz o la mejilla, y aquel horror volvería a empezar. Otra vez. Por eso se había autodisciplinado a hacer el mayor número de cosas posible antes de que se produjera el siguiente ataque y luego a beber hasta quedar inconsciente mientras se disipaba.

¡Pero resultaba difícil! Tenía tanto trabajo, tantas cosas por hacer; y no era ni la sombra del que había sido. Todo lo que había conseguido lo había hecho superando gigantescos obstáculos, pero desde que le había surgido aquella enfermedad en Grecia un año atrás, cada día que pasaba se preguntaba por qué molestarse en continuar. Como Pompeyo había advertido muy bien, Sila no era tonto y sabía que le quedaba un tiempo de vida limitado.

Pero, naturalmente, en un día como aquél, en que salía de un ataque de picor, entendía por qué se molestaba en continuar: porque era el hombre más grande en un mundo que no quería admitirlo. Nabopolosor lo había visto a orillas del Éufrates, y ni los mismos dioses podían desdecir a un adivinador caldeo. En un día como aquél entendía que fuese más grande que ningún otro hombre, incluida la capacidad de sufrimiento. Contuvo una sonrisa (sonreír podía entorpecer el proceso curativo) pensando en su compañero de camilla durante la cena; aquél era uno muy lejos de entender la naturaleza de la grandeza.

Pompeyo el Grande. Sila confiaba en haber descubierto el sobrenombre que le daban los suyos. Un joven que pensaba que la grandeza no hay que ganársela, que la grandeza se adquiere al nacer y se conserva para siempre. Deseo con todo mi corazón, Pompeyo Magnus, pensó Sila, vivir lo bastante para ver quién y qué circunstancias te hacen caer. Pero un muchacho fascinante, en cualquier caso. Indudablemente, una especie de prodigio. No tiene madera de leal subordinado, de eso estaba seguro. No, Pompeyo el Grande era un rival. Y él mismo se consideraba ya como rival. A los veinclós años. Las tropas de veteranos que había traído, Sila sabía cómo utilizarlas, pero ¿de qué modo utilizar mejor a Pompeyo el Grande? Darle bastante rienda suelta, desde luego, cuidando de no asignarle una tarea que no fuese capaz de llevar a cabo. Halagarle, exaltarle, no herir jamás su enorme engreimiento. Hacerle creer que es él el que se aprovecha y no dejarle ver jamás que es él el utilizado. Yo habré muerto mucho antes de su caída, porque mientras yo viva tendré buen cuidado de que ninguno le haga caer. Es demasiado útil. Demasiado valioso.

La mula que montaba Sila lanzó un chillido y agachó la cabeza en asentimiento; pero Sila, consciente de su rostro, se abstuvo de sonreír ante la sagacidad del animal. Estaba esperando. Esperaba un tarro de ungüento y la receta para hacerlo. Hacía casi diez años que había padecido por primera vez la enfermedad cutánea a su regreso del Éufrates. ¡Qué fantástica expedición!

Había llevado con él a su hijo, un adolescente, hijo de Julilla, que había resultado ser un amigo y un confidente como él jamás había conocido. La mitad perfecta de una relación perfecta. ¡Cuánto habían hablado! De todo lo divino y lo humano. El muchacho había sabido perdonar al padre muchas cosas que el mismo Sila no habría podido perdonarse. Bah, no asesinatos y otras cosas prácticas necesarias, que son actos a los que la vida fuerza a un hombre. No, errores emocionales, debilidades de la mente dictadas por anhelos e inclinaciones que la razón gritaba eran estúpidas, fútiles. Con qué gravedad le había escuchado su hijo y qué bien le había entendido a su corta edad; le había confortado y le había dado excusas que por aquel entonces le habían parecido verosímiles. Y el mundo estéril de Sila se había enaltecido, agrandado, adquiriendo una profundidad y una dimensión que sólo su querido hijo podía darle. Luego, ya seguros en casa, después de la enorme experiencia de la expedición al Éufrates, el joven Sila había muerto. De repente. Su vida se había extinguido en dos insignificantes días. Perdido el amigo y el confidente: perdido el hijo querido.

Las lágrimas quemaban, a punto de brotar. ¡No! ¡No podía llorar! ¡No debía! Si una sola gota resbalaba por su mejilla, volvería el tormento del picor. La pomada. Tenía que concentrar sus pensamientos en el ungüento. Morsimo lo había encontrado en un pueblo perdido junto al río Pyramus en la Cilicia Pedia, y le había calmado, curándole.

Hacía seis meses que había enviado un mensajero a Morsimo, que ahora era etnarca en Tarsus, para pedirle que le buscara el ungüento, aunque tuviera que revolver toda la Cilicia Pedia. Si lo encontraba y -lo que era más importante- conseguía la receta, su piel recobraría la normalidad. Entretanto, aguardaba, sufría y crecía su grandeza. ¿Entiendes, Pompeyo el Grande?

Volvió la cabeza y vio a Metelo Pío el Meneitos y a Marco Craso (Pompeyo el Grande iba en retaguardia a la cabeza de sus tres legiones).

– Tengo un problema -dijo cuando Metelo Pío y Craso se pusieron a su altura.

– ¿Quién? -inquirió taimado el Meneitos.

– ¡Ah, muy bien! Nuestro estimado Filipo -contestó Sila, sin que un solo gesto alterara su rostro.

– Bueno, aunque no viniese Apio Claudio, Lucio Filipo sería un problema -dijo Craso, con su ábaco mental pasando del uno al dos-, pero no puede negarse que Apio Claudio empeora la situación. Cabría pensar que el hecho de que Apio Claudio sea su tío habría impedido a Filipo expulsarle del Senado, pero no ha sido asi.

– Probablemente porque el sobrino es unos años mayor que el tío -añadió Sila humorísticamente.

– ¿Qué quieres hacer exactamente con el problema? -inquirió Metelo Pío, para impedir que sus interlocutores se enzarzaran en disquisiciones sobre los vínculos de sangre de las altas clases romanas.

– Sé lo que me gustaría hacer, pero si es o no posible es cosa tuya, Craso -contestó Sila.

– ¿Por qué había de afectarme a mí? -replicó Craso, parpadeando.

Echándose hacia atrás el sombrero de paja, Sila miró a su legado con más afecto que tiempo atrás, y Craso, a su pesar, sintió una exaltación en el pecho. ¡Sila contaba con él!

– Es muy bonito ir de camino comprando trigo y comida a los labradores de las distintas localidades -comenzó a argumentar Sila, farfullando un tanto por la ausencia de dientes-, pero a finales de verano necesitaremos una cosecha que se pueda enviar por mar. No es preciso que sea de la magnitud de las de Sicilia o Africa, pero debe constituir la base de alimentación de mi ejército. Un ejército que confío vaya en aumento.

– Pero en otoño -comentó Metelo Pío con cautela- tendremos todo el trigo que queramos de Sicilia y de Africa. En otoño habremos tomado Roma.

– Lo dudo.

– ¿Por qué? ¡ Roma está podrida!

Sila suspiró con labios temblorosos.

– Querido Meneitos, si tengo que hacer que Roma se recupere, tendré que dar a Roma la oportunidad para que decida en favor mío pacíficamente. Y eso no va a suceder en otoño. No puedo mostrarme amenazador, no puedo llegar a paso ligero por la vía Latina y atacar la ciudad como lo hicieron Cinna y Mario cuando yo estaba en Oriente. Cuando yo marché sobre Roma la primera vez, tenía la sorpresa de mi parte, porque nadie me creía capaz de hacerlo y nadie opuso resistencia salvo unos cuantos esclavos y mercenarios de Cayo Mario. Pero esta vez es distinto; todos esperan que caiga sobre Roma. Si lo hago demasiado aprisa no venceré. ¡Ah, Roma caerá! Se acentuarán los grupúsculos de rebeldes, crecerá la oposición. Me costará más tiempo que el que me queda de vida aplastar la resistencia. Ni tendré tiempo ni puedo permitirme el esfuerzo. Iré hacia Roma muy despacio.

Metelo Pío reflexionó sobre lo que Sila decía y comprendió su lógica, con un gozo que apenas podía ocultar en aquellos ojos glaciales en sus abultadas órbitas. La prudencia no era una virtud vinculada a la nobleza romana; los nobles romanos eran demasiado políticos para ser prudentes. Todo era cosa del momento y se veía en una perspectiva a corto plazo. Hasta Escauro, príncipe del Senado, pese a su gran experiencia y a su vasta auctoritas, no se había mostrado prudente. Ni su propio padre, Metelo el Numídico. Había sido valiente, intrépido, decidido, de principios inquebrantables. Pero no prudente. Por eso al Meneítos le alegraba profundamente saber que hacía el largo camino hacia Roma junto a un hombre prudente, porque él era un Cecilio Metelo y tenía un pie en cada bando, a pesar de su personal preferencia por Sila. Si había algún aspecto de la empresa que le hacía inhibirse, era el hecho de que -por mucho que quisiera evitarlo- acabaría inevitablemente destruyendo una buena proporción de sus vínculos consanguíneos y por vía del matrimonio. Por consiguiente, apreciaba aquella prudente decisión de avanzar despacio hacia Roma; algunos Cecilios Metelos, que de momento apoyaban a Carbón, verían su error antes de que fuese demasiado tarde.

Naturalmente, Sila sabía cómo funcionaba la mente del Meneítos y le dejó concluir sus reflexiones. Él seguía pensando en su propia tarea, con la vista fija entre las tristes orejas de la mula. He vuelto a Italia y pronto, Campania, ese crisol de las mejores cosas de la tierra, surgirá a lo lejos, verde y ondulante, con sus suaves colinas y dulces aguas. Y excluyo expresamente Roma de mi mirada; Roma no me reconcomerá como el picor. Roma será mía, pero a pesar de que muchos han sido mis crímenes y nula mi contrición, la idea del estupro nunca me ha atraído. Mucho mejor que Roma venga a mí con pleno consentimiento, que verme obligado a forzarla…

– Habréis advertido que desde que desembarqué en Brundisium he estado enviando cartas a todos los caudillos de los antiguos aliados itálicos, prometiéndoles que deseo ver a todos los itálicos inscritos como ciudadanos romanos conforme a las leyes y acuerdos negociados al término de la guerra itálica. Incluso quiero verlos distribuidos en las treinta y cinco tribus. Créeme, Meneitos, me doblaré como una tela de araña bajo el viento antes de atacar Roma.

– ¿Qué tienen que ver los itálicos con Roma? -preguntó Metelo Pío, que nunca había sido partidario de conceder plena ciudadanía romana a los itálicos, y que secretamente aplaudía la decisión de Filipo el censor y de su colega Perpena, de impedir la inscripción de itálicos en las listas de ciudadanos romanos.

– Pompeyo y yo hemos recorrido gran parte del territorio que luchó contra Roma, y por doquier hemos sido bien recibidos… quizás esperen que yo cambie la situación en Roma en el asunto de la ciudadanía. El apoyo de los itálicos me ayudará a convencer a Roma para que ceda pacíficamente.

– Lo dudo -replicó muy tieso Metelo Pío-, pero supongo que sabes lo que te haces. Volvamos al asunto de Filipo, que constituye un problema.

– ¡Ya lo creo! -dijo Sila, bailándole los ojos.

– ¿Y qué tiene que ver Filipo conmigo? -inquirió Craso, considerando que había llegado el momento de interrumpir aquel diálogo.

– Tengo que deshacerme de él, Marco Craso. Pero del modo menos doloroso posible, dado el hecho de que ha logrado convertirse en una reverenciada institución romana.

– Eso es porque se ha convertido para todos en el ideal del contorsionista político pertinaz -añadió el Meneitos con una sonrisa.

– No es una definición desacertada -dijo Sila, asintiendo con la cabeza en vez de sonreír-. Ahora, mi grueso y ostensiblemente plácido amigo Marco Craso, voy a hacerte una pregunta. Y quiero una respuesta sincera. Dada tu lamentable fama, ¿eres capaz de darme una contestación sincera?

La chanza no hizo mella en la cachaza bovina de Craso.

– Lo intentaré, Lucio Cornelio.

– ¿Estás tan apasionadamente apegado a tus tropas hispánicas?

– Teniendo en cuenta que me obligas a buscarles el aprovisionamiento, no -contestó Craso.

– ¡ Bien! ¿Te marcharías con ellas?

– Si crees que no son imprescindibles, sí.

– ¡Bien! Entonces, con tu flemático consentimiento, querido Marco, voy a abatir varios pájaros con la misma flecha. Voy a cederle tus hispánicos a Filipo, para que conquiste y me guarde Cerdeña, y cuando llegue el tiempo de la cosecha en la isla me la envíe a mí -dijo Sila, alargando la mano para coger el odre de vino blanco agrio que llevaba atado a la silla, lo alzó y vertió hábilmente un chorro en su pastosa boca sin que una sola gota le cayera en la cara.

– Filipo se negará a ir -dijo Metelo Pío sin ambages.

– No, no lo hará. Le encantará el encargo -replicó Sila cerrando el cuello en forma de pico de pájaro del pellejo-. Será el dueño absoluto de todas las inspecciones, y los bandidos de Cerdeña le aclamarán. A su lado, parecerán hombres virtuosos.

La duda comenzaba a hacer mella en Craso y le quemaba la garganta, pero no rechistó.

– ¿Estás pensando en qué harás sin tropas que mandar?

– Algo parecido -respondió Craso con cautela.

– Podrías serme muy útil -dijo Sila sin poner mucho énfasis en sus palabras.

– ¿De qué modo?

– Tu madre y tu esposa pertenecen a prominentes familias sabinas. ¿Y si fueses a Reate para iniciar un reclutamiento de tropas en mi nombre? Podrías empezar allí y acabar en tierras de los marsos -dijo Sila alargando el brazo y asiendo con fuerza la robusta muñeca de Craso-. Créeme, Marco Craso, la próxima primavera tendrás muchas tareas militares, y buenas tropas, itálicas, si no romanas, para mandar.

– De acuerdo. Me interesa -dijo Craso.

– ¡Ah, ojalá todo pudiera resolverse tan bien y tan fácilmente! -exclamó Sila, volviendo a asir el odre.

Craso y Metelo Pío intercambiaron una mirada por encima de aquella cabeza inclinada de rizos falsos absurdos; diría que bebía para paliar los picores, pero lo cierto era que no podía dejar pasar mucho tiempo sin remojar el gaznate. La pesadilla de aquella tortura física le había hecho aficionarse al paliativo como a un amor perenne. ¿Lo sabría o no?

Si hubieran tenido el valor de preguntárselo, Sila les hubiese respondido sin dudar. Sí que lo sabía. Y no le importaba que se supiera, aparte del hecho de que su vino de aspecto flojo estaba bien reforzado. Le habían prohibido el pan, la miel, la fruta y los pasteles, y en su dieta pocas cosas había que le gustaran. Los físicos de Aedepsus habían vetado con toda lógica todas aquellas cosas deliciosas, de eso no le cabía la menor duda; cuando llegó allí, sabia que estaba muriéndose. Primero había sentido una gula incontenible por el dulce y los alimentos feculentos y había engordado a tal extremo que hasta su mula se quejaba de la carga; luego, había comenzado a sentir entumecimiento y hormigueo en los pies, y con el tiempo, palpitaciones y dolores, de modo que cuando se tumbaba para dormir no había manera de desentenderse de los malditos pies y la sensación le subía por los tobillos y las pantorrillas y cada vez le costaba más conciliar el sueño. Por ello añadió un vino reforzado a su ración habitual y lo utilizó como droga para dormir. Hasta el día en que vio que sudaba, se ahogaba y perdía peso tan rápidamente que estuvo a punto de desaparecer. Y se dedicó a beber cantimploras y cantimploras de agua sin poder saciar la sed. Y lo más horroroso fue que comenzó a fallarle la vista.

Casi todos aquellos síntomas habían desaparecido o mejorado notablemente después de la estancia en Aedepsus. En su rostro no quería ni pensar; él que había sido tan apuesto de joven que los hombres se volvían locos por él, tan apuesto en la madurez que las mujeres se volvían locas… Pero algo que no había desaparecido era su necesidad de beber vino. Aceptando lo inevitable, los sacerdotes físicos de Aedepsus le habían convencido para que cambiase el vino reforzado que tomaba por los vinos más agrios posibles, y, desde los meses transcurridos desde entonces se había acostumbrado a aquel vino tan seco que le hacía torcer el gesto al beberlo. Cuando no le afectaba el picor controlaba bastante la cantidad que tomaba en el sentido de que no dejaba que entorpeciese su reflexión: bebía lo suficiente para mejorarla. O, al menos, es lo que se decía.

– Ofellas y Catilina seguirán conmigo -dijo, volviendo a cerrar el odre-. Pero a Verres, que, como su nombre indica, es un verraco insaciable, creo que le enviaré a Beneventum, al menos de momento, para que organice los aprovisionamientos y vigile la retaguardia.

– ¡ Sí que le gustará! -exclamó el Meneítos con una risita que provocó una sonrisa en Craso.

– ¿Y el joven Cetego? -preguntó; le dolían las piernas de llevarlas colgando, pues eran unas piernas muy gruesas, y se agitó un poco para cambiar de postura.

– Cetego se quedará de momento -contestó Sila, volviendo a acercar la mano al odre y retirándola resueltamente-. Puede ocuparse de las cosas en Campania.


Poco antes de que su ejército cruzase el río Volturnus, cerca de la ciudad de Casilium, Sila envió seis mensajeros a negociar con Cayo Norbano, el más capaz de los dos cónsules epígonos de Carbón. Norbano había salido con ocho legiones, tomando posiciones para defender Capua, y cuando los enviados de Sila aparecieron con bandera para parlamentar, los mandó detener sin escucharles y ordenó avanzar a sus legiones hasta la llanura de Capua y el pie del monte Tifata. Irritado por el trato tan poco noble dado a sus enviados, Sila se dispuso a dar a Norbano una lección que nunca olvidaría. Descendiendo con sus tropas por la falda del monte Tifata, cayó sobre el incauto Norbano, derrotándole sin que se entablase batalla, y el cónsul tuvo que retirarse a Capua, en donde hizo una selección de la aterrada tropa, envió dos legiones para defender Neapolis, puerto de la Roma de Carbón, y se dispuso a aguantar un asedio.

Gracias al ingenio de un tribuno de la plebe, Marco Junio Bruto, Capua estaba muy predispuesta a aceptar el actual gobierno de Roma, pues a principios de año Bruto había promulgado una ley que concedía a Capua la condición de ciudad romana, lo que había complacido enormemente a la población, tras varios siglos de haber sido castigada por Roma por sus muchas insurrecciones. Por consiguiente, Norbano no debía preocuparse de que Capua se cansase de él y de su ejército. Capua era una complacida anfitriona de las legiones romanas.

– Tenemos Puteoli y no necesitamos Neapolis -dijo Sila a Pompeyo y a Metelo Pío mientras se dirigían a caballo hacia Teanum Sidicinum -, y podemos prescindir de Capua porque tenemos Beneventum. Ha sido un acierto dejar allí a Cayo Verres -añadió, deteniéndose un instante para reflexionar y asintiendo con la cabeza como contestando a lo que pensaba-. Le daremos una nueva encomienda a Cetego. Le haremos legado de todas las columnas de abastecimiento. ¡ Eso pondrá a prueba su diplomacia!

– Ésta es una guerra muy lenta -terció Pompeyo-. ¿Por qué no marchamos sobre Roma?

El rostro que Sila volvió hacia él era, dadas sus limitaciones, una imagen de amabilidad.

– ¡Paciencia, Pompeyo! En artes marciales no necesitas que te enseñen, pero tus conocimientos políticos son nulos. Si en lo que queda de año no aprendes nada, al menos te servirá como lección de manejos políticos. Antes de que pensemos en marchar sobre Roma, debemos primero demostrarle que no puede vencer con el actual gobierno. Luego, si se muestra razonable, vendrá a nosotros y se nos ofrecerá.

– ¿Y si no lo hace? -inquirió Pompeyo, sin saber que Sila ya había hablado de esto con Metelo Pío y con Craso.

– Ya veremos -se limitó a contestar Sila.

Habían dejado atrás Capua como si Norbano, atrincherado en su interior, no existiese, y proseguían la marcha en dirección al segundo ejército consular de Roma al mando de Escipión Asiageno y su primer legado Quinto Sertorio. Las pequeñas y muy prósperas ciudades de Campania que cruzó Sila, más que capitular le recibieron con los brazos abiertos, pues le conocían bien; él había mandado los ejércitos de Roma en aquella región durante casi toda la guerra itálica.

Escipión Asiageno se hallaba acampado entre Teanum Sídicinum y Cales, lugar en el que un pequeño afluente del Volturnus, alimentado por manantiales, llevaba una buena cantidad de agua ligeramente efervescente y cálida que aun en verano era una delicia.

– ¡Éste será un excelente campamento de invierno! -dijo Sila.

Y acampó a su ejército en la orilla opuesta del riachuelo que le separaba de su adversario. Hizo regresar la caballería a Beneventum al mando de Cetego y dio instrucciones personales a nuevos mensajeros para que negociaran una tregua con Escipión Asiageno.

– No es un antiguo cliente de Cayo Mario y resultará mucho mas fácil tratar con él que con Norbano -comentó a Metelo Pío y a Pompeyo. Su rostro seguía sanando y había ingerido menos vino que durante el viaje desde Beneventum, lo cual se traducía en un mejor estado de ánimo y una mente más despejada.

– Tal vez -dijo el Meneitos, con gesto de duda-. Si sólo se tratara de Escipión, te diría que estoy totalmente de acuerdo; pero tiene con él a Quinto Sertorio, y ya sabes lo que eso significa, Lucio Cornelio.

– Inconvenientes -dijo Sila impasible.

– ¿No deberías pensar en cómo reducir a Sertorio a la impotencia?

– No lo necesito, querido Meneítos. Lo hará el propio Escipión -dijo Sila, señalando con una vara hacia el lugar en el que una curva cerrada del riachuelo aproximaba ambos campamentos-. Cneo Pompeyo, ¿saben excavar tus veteranos?

– ¡Ya lo creo! -respondió Pompeyo, parpadeando.

– Bien. Pues, mientras los demás acaban las fortificaciones de invierno, ordénales excavar en la orilla, fuera de nuestras defensas, para hacer una gran piscina -añadió Sila con displicencia.

– ¡Qué fantástica idea! -exclamó Pompeyo con igual naturalidad, sonriendo-. Ahora mismo ponemos manos a la obra -añadió, cogiendo la vara de Sila y señalando hacia la lejana orilla-. General, si te parece, abriré brecha en la orilla y ensancharé el río en vez de hacer una balsa aparte. Y creo que los hombres quedarán contentos si techamos una parte… para que no haga tanto frío más adelante.

– ¡Buena idea! Hazlo -contestó Sila afable, viendo cómo Pompeyo se alejaba a buen paso.

– ¿Qué os traéis entre manos? -preguntó Metelo Pío, frunciendo el ceño, al ver a Sila tan amable con aquel joven engreído.

– Él ya lo sabe -contestó Sila, críptico.

– ¡Pero yo no! -exclamó el Meneitos intrigado-. ¡Acláramelo!

– ¡Confraternización, querido Meneitos! ¿Tú crees que las tropas de Escipión van a sucumbir a la tentación del balneario de Pompeyo? Al fin y al cabo, también son soldados romanos, y no hay nada mejor que una actividad placentera compartida con los amigos. En cuanto Pompeyo tenga acabada la piscina, disfrutarán de ella tantos hombres de Escipión como de los nuestros. Y en seguida comenzarán a charlar: las mismas bromas, las mismas quejas, la misma clase de vida. Te apuesto algo a que no hará falta librar una batalla.

– ¿Y con lo poco que le has dicho él lo ha comprendido?

– Totalmente.

– ¡ Me sorprende que se haya avenido a ayudarte! Porque él quiere una batalla.

– Cierto. Pero ya se ha dado cuenta de cómo soy, Pío, y sabe que no va a haber batalla esta primavera. Ya sabes que en su estrategia no entra el incomodarme. Me necesita tanto como yo a él -dijo Sila, riendo cautamente sin mover la cara.

– Me parece que es de los que deciden antes de lo que tú crees que no te necesita.

– Pues te equivocas.


Dos días más tarde, Sila y Escipión Asiageno parlamentaban en la carretera entre Teanum y Cales, acordando un armisticio. Por entonces, Pompeyo había terminado la balsa y tras publicar una lista de turnos de personal -como metódico que era- que dejaba tiempo suficiente para que lo utilizaran también los de la otra orilla, la inauguró para recreo de la tropa. Al cabo de dos días, el tránsito de soldados entre uno y otro campamento era tan crecido que…

– Más valdría que olvidásemos que somos adversarios -comentó Quinto Sertorio a su comandante.

– ¿Qué mal hay en ello? -replicó Escipión Asiageno con gesto de sorpresa.

El único ojo que le quedaba a Sertorio se alzó hacia el cielo. Seguía siendo un hombrón, y su contextura física, a mitad de la tercera década, se había asentado definitivamente, confiriéndole un temible aspecto de toro. Cosa que en ciertos aspectos era lamentable, pues le confería un aspecto bovino totalmente ajeno a la potencia y valía de su mente. Era primo de Cayo Mario y había heredado de él más capacidad militar y personal que su propio hijo; había perdido el ojo en una escaramuza justo antes del sitio de Roma, pero como era el izquierdo y él no era zurdo, la pérdida no le había hecho perder cualidades guerreras; la cicatriz había transformado su agradable rostro en algo caricaturesco, pues el lado derecho seguía siendo atractivo mientras que el izquierdo exponía impúdicamente la horrible contradicción.

El caso era que Escipión le subestimaba, no le respetaba ni entendía. Y ahora le miraba sorprendido.

Sertorio insistió.

– ¡Asiageno, piensa! ¿Tú crees que nuestros soldados combatirán bien si les permitimos que hagan amistad con el enemigo?

– Combatirán si se les ordena.

– No estoy de acuerdo. ¿Por qué crees que Sila ha hecho construir esa balsa si no para atraerse a nuestras tropas? ¡No lo ha hecho para esparcimiento de la suyas! ¡ Es una trampa y estás cayendo en ella!

– Hemos acordado una tregua, y ellos son tan romanos como nosotros -replicó tercamente Escipión Asiageno.

– A ellos los manda un hombre al que deberías temer como si viniera del infierno, Asiageno. No se le puede ceder en una sola pulgada. Si lo haces, acabará apoderándose de todas las millas desde aquí hasta Roma.

– Exageras -replicó Escipión hierático.

– ¡Eres tonto! -farfulló Sertorio sin poder contenerse.

Pero a Escipión le dejó impasible aquel arrebato de malhumor; bostezó, se rascó la mejilla y se miró las uñas cuidadosamente recortadas. Luego, alzó la vista hacia el enorme Sertorio y le sonrió con dulzura.

– ¡Márchate! -dijo.

– ¡Ya lo creo! ¡Ahora mismo! -replicó Sertorio-. ¡A ver si Cayo Norbano te hace entrar en razón!

– Dale recuerdos -gritó Escipión cuando ya Sertorio abandonaba la tienda, y siguió mirándose las uñas.

Quinto Sertorio cabalgó hasta Capua al galope, y allí encontró un hombre más de su aprecio que Escipión Asiageno. Norbano, el más leal de los partidarios de Mario, no era un seguidor fanático de Carbón, y tras la muerte de Cinna le había seguido siendo leal porque detestaba a Sila aún más que al propio Carbón.

– ¿Quieres decir que ese aristócrata fofo ha acordado un armisticio con Sila? -inquirió Norbano, pronunciando con estridencia el odiado nombre.

– Como lo oyes. Y permite a sus tropas confraternizar con el enemigo -añadió Sertorio imperturbable.

– ¿Por qué me habrán asignado un colega tan idiota como Asiageno? -gimió Norbano, encogiéndose de hombros-. Bueno, a eso ha quedado reducida Roma, Quinto Sertorio. Le enviaré una airada misiva de la que hará caso omiso; pero sugiero que vuelvas con él. No me gustaría que acabases siendo cautivo de Sila… porque se las arreglaría para asesinarte. Trata de hacer algo que moleste a Sila.

– Muy bien pensado -dijo Sertorio con un suspiro-. Pondré en contra suya a las ciudades de Campania. Los ciudadanos se han declarado partidarios suyos, pero hay descontentos -añadió con un gesto de enojo-. ¡Mujeres, Cayo Norbano! ¡Mujeres! En cuanto oyen el nombre de Sila pierden el sentido arrobadas. Han sido las mujeres las que han inducido a ponerse de su parte a la Campania; no los hombres.

– Pues convendría que le vieran -dijo Norbano con gesto de asco-. Me consta que tiene aspecto infrahumano.

– ¿Peor que yo?

– Dicen que mucho peor.

Sertorio frunció el ceño.

– Algo he oído, pero Escipión no me dejó formar parte del grupo que negoció el acuerdo y no le he visto. Además, Escipión no habló de su aspecto físico. ¡Ah, seguro que le duele, a la preciosa mentula! -añadió con una risa feroz-. ¡Era tan vano como una mujer!

– No te gusta mucho el sexo, ¿verdad? -dijo Norbano sonriente.

– Las mujeres están bien para un polvo, pero no me casaría con ninguna. Mi madre es la única mujer que acepto. ¡ Pero ella es una mujer como debe ser! No mete la nariz en cosas de hombres, no intenta mandar en casa ni utiliza su cunnus como arma -añadió Sertorio, cogiendo el casco y ajustándoselo enérgicamente-. Me marcho, Cayo. Que tengas buena suerte para disuadir de su error a Escipión. Verpa!


Después de pensárselo un poco, Sertorio decidió dirigirse desde Capua a la costa de Campania, en donde el precioso puertecillo de Sinuessa Aurunca podría ser terreno abonado para hacer un manifiesto contra Sila. En Campania no existía casi peligro en las carreteras, pues Sila no había procedido a cortar ninguna de ellas, aparte de la toma de Neapolis. Sin duda, no tardaría en disponer una fuerza en las afueras de Capua para impedir la salida de Norbano, pero durante su estancia allá no habían visto el menor signo de que se dispusiera a hacerlo. En cualquier caso, Sertorio consideró prudente evitar las carreteras principales. Le agradaba aquella sensación de existencia fugitiva; conllevaba una mayor dimensión de vida real y le recordaba vívidamente la época en que se había fingido guerrero celtíbero para espiar entre los germanos. ¡Eso sí que había sido vida, y no esos fofos aristócratas romanos a quienes aplacar y obedecer! Acción constante, mujeres que sabían cuál era su lugar; hasta había tenido una mujer germánica que le había dado un hijo sin que en ningún momento ella ni el retoño hubiesen representado estorbo alguno; ahora vivían en la Hispania Citerior, en el enclave montañoso de Osca, y el niño sería ya… casi un hombre. ¡Cómo corría el tiempo! No es que los echara de menos, ni anhelase conocer a su único hijo; lo que echaba de menos era aquella clase de vida, la libertad, el bien por excelencia en el que uno se crece como guerrero. Sí, aquello era vida…

Con arreglo a su inveterada costumbre, viajaba sin escolta, ni siquiera un solo esclavo; igual que su primo, el anciano Cayo Mario, él era partidario de que un militar debía ser capaz de cuidar de si mismo. Naturalmente, sus pertrechos los tenía en el campamento de Escipión Asiageno y no iba a volver a por ellos; ¿o sí? Ahora que lo pensaba, había un par de cosas que echaba mucho de menos: la espada que utilizaba normalmente, una cota de malla que se había traído de Galia, de una ligereza y hechura de las que ningún herrero de Italia era capaz, y sus botas de invierno de Liguria. Sí, volvería. Pues aún tardaría varios días en caer Escipión.

Volvió, pues, grupas y fue en dirección noreste, pensando en rodear el campamento de Sila por el lado más alejado, advirtiendo que tras sus pasos avanzaba un grupo por el camino. Cuatro hombres y tres mujeres. ¡Ah, mujeres! Estuvo a punto de volver grupas de nuevo, pero optó por avanzar más aprisa. De todos modos, ellos iban en dirección al mar y él ahora se dirigía a las montañas.

Pero al distinguirlos mejor, frunció el ceño. ¿No conocía al que iba en cabeza? Era un verdadero gigante de pelo muy rubio y muy musculoso, como otros tantos germanos que él había conocido… ¡Burgundus! ¡Por los dioses, era él, Burgundus! ¡Y detrás cabalgaban Lucio Decumio y sus dos hijos!

Burgundus le había reconocido, y ambos azuzaron a su caballo para ir al encuentro, mientras el pequeño Lucio Decumio azotaba a su cabalgadura para no quedarse atrás. ¡Cómo iba a perderse él una sola palabra de la conversación!

– ¿Qué demonios haces aquí? -inquirió Sertorio una vez intercambiados apretones de manos y palmadas en la espalda.

– Estamos perdidos; eso es lo que hacemos -contestó Lucio Decumio, mirando airado a Burgundus -. ¡ Esa mole de basura germana juró que conocía el camino! ¡Él qué va a conocer!

Los años que Burgundus llevaba oyendo los interminables insultos que escupía (y nunca mejor dicho) Lucio Decumio, le habían hecho inmune a ellos, y en esta ocasión los soportaba con su habitual paciencia, mirando al pequeño romano del mismo modo que un buey contempla a un mosquito.

– Buscamos las tierras de Quinto Pedio -dijo Burgundus en su torpe latín, sonriendo a Sertorio con una afabilidad que a pocos hombres demostraba-. La señora Aurelia va a recoger a su hija para llevarla a Roma.

Y allí llegaba ella, a lomos de una robusta y lenta mula, perfectamente erguida, bien peinada y sin la menor mota de polvo en su túnica de viaje. La acompañaba su robusta criada gala, Cardixa, y otra que Sertorio no conocía.

– Quinto Sertorio -dijo, acercándose y tomando el mando en cierto modo.

¡Ella sí que era una mujer! Sertorio le había dicho a Norbano que él no estimaba más que a una sola mujer -su madre-, pero se había olvidado de Aurelia. No se explicaba cómo podía ser a la vez tan hermosa y tan inteligente, pero lo cierto es que era la única mujer en el mundo que reunía las dos cualidades. Aparte de que era tan honorable como cualquier hombre: no mentía, no gemía ni se quejaba, trabajaba denodadamente y no se entrometía en los asuntos de los demás. Tendrían casi la misma edad -cuarenta años- y se conocían desde que ella se había casado, más de vein¡ te años atrás, con Cayo Julio César.

– ¿Has visto a mi madre? -inquirió Sertorio, mientras ella azuzaba a la mula para apartarse del resto del grupo.

– Desde los ludi romani del año pasado no he vuelto a verla, pero tú la habrás visto entretanto. Este año volverá a estar con nosotros durante los juegos. Lo ha adoptado como costumbre.

– No quiere estar nunca en mi casa -comentó él.

– Es que se encuentra sola, Quinto Sertorio, y tu casa es muy triste, mientras que en la nuestra siempre hay bullicio, y a ella le gusta. No creo que le gustara quedarse más de lo que duran los juegos, pero una vez al año está bien.

Satisfecho con las nuevas de su madre, a quien tanto quería, Sertorio volvió a la cuestión que les ocupaba.

– ¿De verdad que os habéis perdido? -preguntó.

– Eso me temo -contestó Aurelia con un suspiro-. ¡Ya verás cuando se entere mi hijo! Me lo reprochará toda la vida. Como es flamen dialis, él no puede salir de Roma y he tenido que confiar en Burgundus. Cardixa dice que es capaz de perderse entre el Foro y el Subura -añadió con desmayada sonrisa-, y yo creía que exageraba, pero ya veo que no.

– Y Lucio Decumio y sus muchachos tampoco han servido de mucho.

– Fuera de la ciudad para poco sirven. Pero, de todos modos -añadió-, no podría haber tenido una escolta más solícita y atenta, y ahora que te hemos encontrado estoy segura de que llegaremos a las tierras de Quinto Pedio sin tardanza.

– No sin tardanza, pero sí que os puedo poner en camino. ¿Has venido a recoger a tu niña, Aurelia? -añadió Sertorio, escrutándola con su único ojo.

– No exactamente -contestó ella ruborizándose-. Quinto Pedio me escribió rogando que viniese. Por lo visto, Escipión y Sila han acampado junto a sus tierras y piensa que Lia estaría más segura en otro lugar. Pero ella no quiere marcharse!

– Una auténtica César. Tozuda -dijo Sertorio sonriendo.

– ¡No lo sabes bien! En realidad, habría debido venir su hermano, porque cuando él les dice a sus hermanas que hagan esto o lo otro, las dos se desviven por hacerlo. Pero Quinto Pedio piensa que yo lo lograré. Mi cometido no es recoger a la niña y llevármela a casa, sino convencerla de que venga.

– Lo conseguirás. Los César son tercos, pero no es de los César de donde a tu hijo le viene ese aire de mando, sino de ti, Aurelia -dijo Sertorio, súbitamente brusco-. Espero que comprendas que llevo cierta prisa, y, aunque hago parte de tu camino, lamento no poder escoltarte hasta casa de Quinto Pedio. Tendrás que recurrir a Sila, que está acampado entre donde estamos ahora y las tierras de Quinto Pedio.

– Y tú vas al campamento de Escipión -añadió ella.

– No iba allí -confesó él-, pero advertí que tenía unas cosas que quería llevar conmigo.

Los enormes ojos malva le miraron apaciblemente.

– Ya entiendo. Escipión no está a la altura.

– ¿Tú pensabas que lo estaba?

– No, nunca.

Se hizo un breve silencio mientras volvían grupas por donde habían venido y el resto del grupo los seguía sin decir palabra.

– ¿Qué vas a hacer, Quinto Sertorio?

– Entorpecer a Sila lo más posible. Creo que en Sinuessa. Pero después de recoger mis cosas del campamento de Escipión -añadió con un carraspeo-. Puedo llevarte hasta el campamento de Sila. No se atreverá a detenerme si llego acompañándote.

– No, llévanos lo más cerca posible para que podamos dar con su campamento sin perdernos -replicó ella con un breve y agradable suspiro-. ¡Me alegrará volver a ver a Lucio Cornelio! Hace cuatro años que no ha estado en Roma. Cuando venía, siempre iba a visitarme nada más llegar y antes de irse. Era como una tradición. Ahora soy yo quien debe romperla; y todo por culpa de esa hija cabezota. Pero no importa. Lo que cuenta es que Lucio Cornelio y yo volvamos a vernos. He echado mucho de menos sus visitas.

Sertorio estuvo a punto de abrir la boca para prevenirla, pero no llegó a hacerlo. Lo que él sabía del aspecto de Sila era por comentarios, y lo que sabía de Aurelia eran evidencias. Y estaba seguro de que a ella le gustaría descubrirlo por si misma.

Así, cuando las defensas de tierra y troncos del campamento de Sila comenzaron a divisarse a lo lejos del ondulante horizonte de Campania, Quinto Sertorio se despidió de su prima muy serio, arreó al caballo y se alejó.

Otro camino cruzaba la llanura hasta las defensas, hollado ya por el paso constante de carros de aprovisionamiento y las herraduras de los caballos. No había pérdida.

– Hemos debido de pasar de largo -dijo Lucio Decumio-, ¡pero nos lo ocultó a la vista tu culazo, Burgundus!

– ¡Vamos, vamos, dejad de pelearos! -dijo suavemente Aurelia.

Y ahí acabó todo. Una hora más tarde el pequeño grupo se detenía ante la puerta, Lucio Decumio solicitaba ver al general y entraban en un mundo extraño y nuevo para Aurelia, que en su vida había estado en un campamento militar. Muchos ojos se clavaban en ella conforme avanzaban por la amplia avenida que cruzaba recta hasta la otra puerta que se veía a lo lejos. Estupefacta, calculó que habría más de cuatro kilómetros.

A medio camino de la vía principalis estaba la única zona de terreno elevado dentro del campamento, un montículo artificial en el que había una casona de piedra. La gran bandera roja del general ondeaba, indicando que estaba en ella, y el oficial pelirrojo que hacía guardia, sentado ante una mesa bajo un toldo, se puso torpemente de pie al ver que era una mujer quien venía a visitar al general. Lucio Decumio, sus hijos, Burgundus, Cardixa y la otra sirvienta permanecieron con los caballos mientras Aurelia avanzaba serena por el sendero hacia el oficial y los centinelas.

Como estaba totalmente envuelta en una voluminosa túnica de fina lana de cervato, lo único que el joven oficial de guardia, Marco Valerio Mesala Rufo, pudo ver fue su rostro. Y qué rostro, pensó, boquiabierto. ¡Tendría la misma edad de su madre, pero qué hermosa mujer! La misma edad de Helena de Troya. Los años no habían mermado el encanto de Aurelia, y aún atraía todas las miradas cada vez que salía a la calle.

– Por favor, quiero ver a Lucio Cornelio Sila.

Mesala Rufo ni le preguntó el nombre ni pensó en prevenir a Sila de su llegada; se limitó a hacerle una reverencia y a indicarle la puerta con la mano. Aurelia entró, dándole las gracias con una sonrisa.

Aunque las persianas estaban abiertas para que entrase el aire, las sombras llenaban la habitación, en particular su fondo, en donde se veía a un hombre, inclinado sobre una mesa, escribiendo apresuradamente a la luz de una lámpara.

– Lucio Cornelio…

Aquella voz sólo podía ser de ella.

El tiempo se detuvo. El torso inclinado se irguió rígido y se encorvó como alerta a recibir un terrible golpe, y pluma y papel rodaron por la mesa por la fuerza con que fueron apartados. Pero a continuación se la quedó mirando, inmóvil.

– ¿Lucio Cornelio? -repitió ella, avanzando unos pasos. Silencio, pero sus ojos comenzaban a acostumbrarse a a la penumbra y columbraron una cabeza con cabello que no era el de Lucio Cornelio Sila. Unos ricitos rojoamarillentos, ridículos.

En ese momento él se irguió, como presa de una convulsión, y comprendió que si era Lucio Cornelio; sólo por el hecho de que la miraban los ojos de Lucio Cornelio. No podían ser más que sus ojos.

Dioses del Olimpo, ¿cómo he podido hacerle esto? ¡No lo sabía! ¡ De haberlo sabido, ni una torre de asedio habría podido arrastrarme hasta aquí! ¿Qué expresará mi rostro? ¿Qué leerá él en mi expresión?

– ¡Oh, Lucio Cornelio, qué alegría verte! -dijo en el tono perfectamente adecuado, y dio los últimos pasos hasta el escritorio para besarle en ambas mejillas llenas de cicatrices.

A continuación, se sentó en una silla plegable, cruzó las manos en el regazo, le dirigió una amable sonrisa con toda naturalidad y aguardó.

– No me proponía volver a verte, Aurelia -dijo sin quitar la vista de ella-. ¿No podías haber aguardado a que llegase a Roma? No me esperaba esta ruptura de nuestra costumbre.

– Creo que te costará llegar a Roma… con tu ejército. O tal vez fuese que yo presentía que sería la primera vez que no irías a verme. Pero no, querido Lucio; no estoy aquí por nada que puedas pensar. He venido porque ando perdida.

– ¿Perdida?

– Sí. Busco las tierras de Quinto Pedio. La tonta de mi hija no quiere venir a Roma, y Quinto Pedio, que seguramente no sabrás que es su segundo esposo, no quiere que esté aquí cerca de dos ejércitos acampados.

Lo había dicho en tono animado y convincente, y estaba segura de que quitaría hierro a su imprevista llegada.

Pero fue Sila quien dijo:

– ¿Te he causado impresión, verdad?

– En cierto modo -replicó ella con sinceridad-. Sobre todo por el pelo. Supongo que te has quedado calvo.

– Y sin dientes -añadió él, descubriendo sus encías vacías.

– Bueno, todos llegamos a ello si vivimos lo bastante.

– ¿No te gustaría que te besase como lo hice hace algunos años, ¿verdad?

Aurelia ladeó la cabeza, sonriente.

– Ni siquiera entonces quería que me besases, aunque me agradase; y demasiado para mi propia tranquilidad de espíritu. ¡Cómo te ofendiste!

– ¿Y qué esperabas? Me rechazaste. Y no me gusta que me rechacen las mujeres.

– ¡ Bien que me acuerdo!

– Yo me acuerdo de las uvas.

– Yo también.

– ¡Ojalá pudiese llorar! -exclamó él, lanzando un profundo suspiro y cerrando los párpados.

– Me alegro de que no puedas, querido amigo -dijo ella con ternura.

– Tú lloraste por mí entonces.

– Cierto; pero no voy a llorar por ti ahora. Sería penar por un reflejo que ha discurrido río abajo hace ya mucho tiempo. Y me alegro de que haya pasado.

Sila se levantó por fin con aire de viejo cansado.

– ¿Quieres una copa de vino?

– Sí, claro.

Aurelia advirtió que lo servía de dos jarros distintos.

– No quiero darte la orina que estoy obligado a beber últimamente, seca y agria como yo.

– Yo también estoy bastante seca y agria, pero beberé lo que tú me recomiendes -dijo ella, cogiendo la copa y dando un sorbo con ganas-. Es muy bueno; gracias. Ha sido una larga jornada tratando de dar con Quinto Pedio.

– ¿Y cómo es que tu marido te deja sola para hacer esas cosas? ¿Está de nuevo fuera de Italia? -inquirió Sila, sentándose ya menos inquieto.

Una sombra de dureza enturbió los esplendorosos ojos de Aurelia.

– Hace dos años que soy viuda, Lucio Cornelio.

– ¿Ha muerto Cayo Julio? -inquirió él sin salir de su asombro-. ¡Si estaba tan sano como un muchacho! ¿Murió en combate?

– No, fue de repente.

– Y aquí estoy yo, con mil años más que él… apegado a la vida -comentó Sila amargamente.

– Eres el caballo de octubre, y él no era más que el centro de la arena. Un buen hombre; me alegro de haber estado casada con él, pero nunca pensé que fuese hombre que necesitase estar apegado a la vida -dijo Aurelia.

– Quizás haya sido mejor así. Si tomo Roma, le habría resultado difícil; y me imagino que habría optado por alinearse con Carbón.

– Estuvo de parte de Cinna por su vinculación a Cayo Mario, pero no sé yo si se habría puesto de parte de Carbón. ¿Está bien tu esposa, Lucio Cornelio? -añadió ella para cambiar de tema, ya mas acostumbrada a su lamentable aspecto, él que había sido hermoso como un Apolo.

– La última vez que supe de ella, si. Está en Atenas. El año pasado me dio mellizos; niño y niña. Y tiene miedo de que se parezcan a su tío el Meneítos -añadió, conteniendo la risa.

– ¡ Oh, no, pobrecitos! Es una bendición tener niños. ¿Piensas a veces en tus otros mellizos, los que te dio tu esposa germánica? Ya serán hombres.

– ¡Queruscos que arrancan la cabellera a los romanos y los queman vivos en jaulas!


Se apaciguaría. Estaba ya más tranquilo y menos atormentado. De todos los males que hubiera podido imaginar que aguardaban a Lucio Cornelio Sila, ella no había tenido en cuenta la pérdida de su enorme y singular atractivo. Sin embargo, seguía siendo Sila, y pensó que su esposa seguramente seguiría queriéndole igual que cuando era la imagen de Apolo.

Continuaron charlando un rato, repasando los años transcurridos y comentando diversos hechos; Aurelia advirtió que le complacía hablar de su protegido, Lúculo, y Sila notó que a ella le gustaba hablar de su único hijo, a quien ahora llamaban César.

– Si mal no recuerdo, el pequeño César era muy instruido. Debe gustarle ser flamen dialis -dijo Sila.

Aurelia dudó si hacer un comentario y, finalmente, dijo otra cosa.

– Ha hecho un esfuerzo tremendo por ser un buen sacerdote, Lucio Cornelio.

Sila frunció el ceño y miró por la ventana próxima a él.

– El sol ya está a punto de ocultarse, por eso hay tan poca luz. Debes proseguir tu camino. Ordenaré a unos cadetes que te guíen; las tierras de Quinto Pedio están cerca, detrás de mi campamento. Y dile a tu hija que no sea loca y que se vaya. Mis hombres no son fieras, pero si es una auténtica Julia resultará una grave tentación; y no se puede prohibir a la tropa beber vino estando acuartelada en Campania. Llévatela cuanto antes a Roma. Pasado mañana pondré a tu disposición una escolta hasta Ferentinum, así estarás a salvo de los dos ejércitos acampados en las cercanías.

– Tengo a Burgundus y a Lucio Decumio y sus hijos -dijo Aurelia poniéndose en pie-, pero te agradezco la escolta si puedes procurármela. ¿No hay inminencia de combate entre tú y Escipión?

¡Qué lástima no poder volver a contemplar la encantadora sonrisa de Sila! La había cambiado por un simple gruñido que no alterara las costras y arrugas del rostro.

– ¿Ese idiota? No, no preveo ninguna batalla -contestó, ya en la puerta, dándole un leve empujón-. Márchate, Aurelia. Y no esperes que vaya a verte en Roma.

Se alejó de la casa para unirse a su séquito, mientras Sila daba instrucciones a Mesala Rufo. Y acto seguido se dirigían por la vía Pretoria hacia otra de las cuatro puertas del enorme campamento de Sila.

Ninguno de sus acompañantes había logrado suscitar en ella comentario alguno a pesar de sus miradas, y el resto del viaje respetaron su tan necesaria paz de espíritu y la dejaron entregada a sus pensamientos.

Siempre me ha gustado, aunque se convirtiera en enemigo nuestro. A pesar de que no es buena persona. Mi esposo era una buena persona y yo le amaba y le fui fiel de cuerpo y alma, pero ahora me doy cuenta de que parte de mi ser era de Lucio Cornelio Sila. Una pequeña parte que mi esposo no quiso porque no sabía qué hacer con ella. Lucio Cornelio y yo sólo nos besamos una vez, pero fue tan deleitoso como morboso. Un espejismo apasionado y corrosivo, al que no cedí; pero ¡cómo lo deseaba, por los dioses! Por mi parte fue una batalla ganada, pero quién sabe si no fue una guerra perdida. Siempre que aparecía en mi pequeño mundo cómodo, era como una especie de tempestad que irrumpía; si ciertamente era como Apolo, también era como un Eolo que gobernaba las alas de mi espíritu, y la lira de mi ser profundo musitaba una melodía que mi esposo jamás había escuchado… ¡Oh, esto es peor que el dolor de una muerte y de una separación! Acabo de ver los residuos de un sueño que era de los dos, y el pobre Lucio Cornelio lo sabe. ¡ Qué entereza! Otro más pusilánime se habría arrojado sobre la espada.

¡Qué doloroso, qué doloroso para él! ¿Cómo puedo yo sentirlo? ¿Yo que soy trabajadora, práctica, poco imaginativa? ¿Yo que tengo una vida colmada y plenamente satisfactoria? Pero ahora comprendo la parte de mi ser que siempre ha sido suya; la parte que, como un ave, se habría elevado en vertiginosa espiral al impulso de su corazón sin importarle que el mundo allá abajo perdiera importancia. Y no es que lamente haber conservado los pies en la tierra y no haberme elevado. Me alegro de ser como soy; porque él y yo no habríamos conocido un momento de paz. ¡Oh, sufro por él y lloro por él!

Y como ella cabalgaba en cabeza del grupo, con excepción de los oficiales romanos que iban en vanguardia, nadie vio las lágrimas de Aurelia, del mismo modo que nadie había visto las de Sila, la ruina de un sueño.


La carta de paciente crítica que Cayo Norbano envió a Escipión Asiageno de nada sirvió para evitar el desastre que el propio Escipión había propiciado; pero, cuando decidió dar batalla, fue él el primer sorprendido de que sus tropas no quisieran combatir. Las ocho legiones se pasaron en masa a Sila.

De hecho, aunque éste le despojó de sus insignias consulares y del cargo, y le despachó del campamento bajo la escolta de un escuadrón de caballería, Escipión Asiageno fue incapaz de hacerse una idea de la situación en que se hallaba Roma, y se dirigió con toda tranquilidad a Etruria, donde comenzó a reclutar otro ejército entre los numerosos clientes de Cayo Mario. Bien cierto que Cayo Mario había muerto, pero su recuerdo era imperecedero; mientras que Escipión Asiageno era un personaje efímero.

– Ni siquiera se da cuenta que ha roto una tregua formal -dijo Sila, sin acabar de entenderlo-. Ya sé que los Escipiones están de capa caída, pero él es el colmo. No merece los nombres de Cornelio Escipión. Si tomo Roma, mandaré ejecutarle.

– Habrías debido ejecutarle al capturarle -comentó el Meneítos, mordaz-. Va a sernos un constante estorbo.

– No, Pío, me servirá de cataplasma para el forúnculo de Etruria -replicó Sila-. Para sacar el pus mientras sólo hay una cabeza y antes de que se convierta en un ántrax.

– ¡Qué metáfora tan justa! -dijo Metelo Pío, sonriendo más formal.


Aunque todavía no era quintilis y aún no había concluido el verano, aquel año Sila siguió acampado. Habían unido los dos campamentos después de la marcha de Escipión, y los veteranos centuriones de Sila comenzaron a entrenar a los jóvenes reclutas que habían sido de la Roma de Carbón. El temor que los veteranos de Sila habían infundido en ellos fue más poderoso que el amable factor de la confraternización, y los días pasados en convivencia habían servido para darles a conocer un tipo de militar desconocido para ellos; unos soldados duros, curtidos, profesionales, y no la clase de adversarios que los cándidos reclutas pensaban que podrían encontrar en el campo de batalla. La deserción habría sido su única alternativa.

Pero la defección de Sinuessa Aurunca por influencia de Quinto Sertorio no pasó de ser una molestia, y Sila la sitió únicamente para que sirviera de campo de entrenamiento para el ejército de Escipión y no para rendirla por hambre ni asaltar sus imponentes murallas; aquel año no le interesaba ninguna empresa que provocase grandes pérdidas en vidas humanas. El mejor papel que podía desempeñar Sinuessa era contener al valiosísimo Quinto Sertorio, pues, aislado en ella, era inútil para Carbón que, de otro modo, habría podido valerse de él para mejores fines.

Llegó la noticia de que en Cerdeña Filipo y sus cohortes hispánicas se habían hecho fácilmente con el poder, y de que iba a ser capaz de enviar la cosecha de toda la isla; efectivamente, los barcos cargados de trigo, sin tropezar con galeras piratas, llegaron a tiempo a Puteoli, y así se pudo aprovisionar al ejército de Sila.

Aquel año, el invierno llegó antes de tiempo y fue muy crudo. Para dividir el grueso de sus fuerzas más que duplicadas, Sila envió cohortes para sitiar Capua, Sinuessa y Neapolis, haciendo así que otras ciudades de Campania, además de Teanum, contribuyesen al abastecimiento de sus tropas. Verres y Cetego demostraron ser unos sagaces administradores e inventaron un sistema para almacenar el pescado del Adriático en cubos con nieve apelmazada, y los soldados de Sila, aficionados al pescado, del que nunca había suficiente cantidad fresco, quedaron encantados con aquel lujo inesperado, que dio no poco trabajo a los cirujanos del ejército curando atragantamientos causados por espinas.

Pero todo ello pasó inadvertido para Síla, que se había rascado las costras de la cara y volvió a sufrir los efectos del temido picor. Todos los que le trataban le aconsejaban que dejase caer las costras sin tocárselas, pero su inquieto temperamento no le dejaba.

e un ataque muy agudo que le tuvo en jaque (quizá por efecto del frío, pensaba Varrón, que quería ayudarle por sus inclinaciones científicas) tres meses seguidos. Tres meses de continua ebriedad y locura para Síla, que gemía y se rascaba, gritaba y bebía. En cierto momento, Varrón le ató las manos a los costados para que no se las llevase al rostro, y -del mismo modo que Ulises atado al mástil, escuchando el canto de las sirenas- supo aguantar el suplicio al tiempo que imploraba que le soltaran. Y volvía a rascarse.

A finales del año Varrón desapareció y fue a advertir a Metelo Pío y a Pompeyo de que dudaba mucho de que Sila estuviese curado en primavera.

– Hay una carta para él de Tarso -dijo Metelo Pío, que se había resignado a soportar a Pompeyo todo el invierno.

Craso estaba con los marsos, y Apio Claudio y Mamerco se hallaban ocupados en asedios en otras localidades.

– ¿De Tarso? -dijo Varrón inquieto.

– Eso es. Del etnarca Morsimus.

– ¿La envía con un tarro?

– No, es una simple carta. ¿Puede leer?

– Ni mucho menos.

– Pues mejor será que la leas tú, Varrón -dijo Pompeyo.

– Por los dioses, Pompeyo! -exclamó Metelo Pío escandalizado.

– ¡Vamos, Meneitos, no seas tan escrupuloso! -comentó Pompeyo hastiado-. Sabemos que está esperando no sé qué remedio mágico, del que encargó su búsqueda a Morsimus. Y ahora le llegan noticias pero no puede leer. ¿No crees que, aunque nada más sea por su bien, Varrón debe leer lo que dice Morsimus?

Y Varrón pasó a leer lo que decía Morsimus.


Ésta es la receta, que es lo único que puedo enviarte, estimado Lucio Cornelio, mi amigo y patrón. Parece ser que hay que preparar el ungüento más a menudo de lo que la distancia del viaje de Pyramus en Cilicia Pedia hasta Roma lo permitiría. Debes buscar los ingredientes y hacerlo tú. Por suerte, ninguno es una rareza, aunque muchos ingredientes deben de ser difíciles de conseguir.

Se necesita un vellocino de carnero o de oveja, que se aplasta con un instrumento duro, pero sin cortarlo. Verás que en el borde de un strigilis se forma una sus tancia aceitosa, pero con la dureza de la corteza de queso. La rascas hasta obtener un buen montón; muchas mondaduras, me dijo el que me informó. Luego, las metes en agua; ¡tibia, no caliente!, pero que no esté fría. Lo mejor es meter el dedo y notar que está caliente pero se puede soportar. La sustancia se deshará un poco y flotará en la superficie. Se coge lo que sobrenada hasta llenar un tazón.

Después coges el vellocino entero con piel, y con algo de grasa unida a ella -el animal tiene que haber sido sacrificado hace poco-, y lo hierves. La grasa que obtengas la derrites dos veces y llenas con ella un tazón.

La grasa de la oveja, según me dice mi informante, requiere un poco de grasa especial del interior del animal, porque la grasa de oveja es muy dura, incluso en un cuarto caliente. Mi informante -una vieja maloliente y repulsiva, y no digamos codiciosa- dice que esa grasa de dentro hay que cogerla de la más dura que hay sobre los riñones del animal, y aplastarla. Luego, se mezcla con agua tibia, igual que las fibras de lana, y se coge la capa que quede arriba en una cantidad equivalente a dos tercios de un tazón. A ello se le añade un tercio de un tazón de bilis recién extraída de la vesícula del animal nada más matarlo.

Después, lo mezclas bien todo junto, despacio. El ungüento es bastante duro, pero no tanto como la grasa derretida. Untatelo cuatro veces al día, aunque te prevengo, querido Lucio Cornelio, que apesta horriblemente. Pero mi informante insiste en que debe usarse sin añadir perfumes, especias ni resinas.

¡Te ruego me digas si da resultado! La maldita vieja perjura que fue ella quien hizo el tarro que tú usaste con tan buen éxito, aunque yo lo dudo.

Vale, Morsimus.


Y Varrón salió inmediatamente a buscar una horda de esclavos para que le encontrasen un rebaño de ovejas. Tras lo cual, en una casita próxima al edificio en que residía Sila, estuvo ansiosamente supervisando a los atareados cortadores de vellón, viendo la cocción, examinando cadáveres y riñones, comprobando él mismo la temperatura del agua y las medidas de la grasa, y volviendo locos a los criados con sus observaciones. Casi una hora antes de que la fábrica de ungüento iniciase el proceso, ya estaba incordiando respecto al tamaño del tazón, y al cabo de esa hora comprendió que lo que contaba era que todos los tazones fuesen iguales, y se echó a reír hasta saltársele las lágrimas.

Al cabo de cien ovejas (la bilis y la grasa derretida la extrajeron de dos animales, pero la grasa selecta de encima de los riñones y las mondaduras de lana eran de mucho más lenta obtención), Varrón logró un tarro de pórfido de buen tamaño lleno de ungúento. Por lo que respecta a los exhaustos esclavos, se encontraron con cien cadáveres casi intactos de delicioso cordero, y dieron por bien empleados sus esfuerzos a cuenta del asado con que se regalaron.

Era ya tarde, y Sila, como musitó su ordenanza, se había quedado dormido en una camilla del comedor.

– Bebido -comentó Varrón.

– Sí, Marco Terencio.

– Bueno, más vale así.

Entró de puntillas y permaneció un instante contemplando a aquel pobre ser torturado. Se le había caído la peluca, que dejaba ver la hueca gasa interna en la que habían anudado laboriosamente los miles de cabellos de su confección. ¡ Pensar que se tarda más en hacerla que el ungúento!, pensó Varrón con un suspiro, meneando la cabeza. Luego, con gran delicadeza, fue pasando los dedos untados de ungüento por el martirizado rostro del dormido.


Inmediatamente se abrieron los ojos, aterrorizados a pesar del obnubilamiento etílico; también la boca se abrió y los labios se estiraron, dejando ver las encías vacías y la lengua, pero ningún sonido brotó de ella.

– Es el ungüento, Lucio Cornelio -musitó Varrón-. Lo he hecho con la receta. ¿Puedes aguantar que te lo unte?

Las lágrimas llenaron las órbitas de los ojos de Sila, por estar echado de espaldas, y, antes de que pudieran rodarle por los temporales, Varrón ya se las había enjugado con un pañuelo de fina tela. Seguían brotando, y Varrón continuó enjugándoselas.

– No debes llorar, Lucio Cornelio. El ungüento hay que aplicarlo sobre la piel seca. No te muevas y cierra los ojos.

Y Sila permaneció quieto con los ojos cerrados, y tras algún respingo al notar el contacto en la cara, se quedó inmóvil del todo y fue cediendo su tensión.

Varrón concluyó su labor y cogió una lámpara de cinco llamas para verlo. Por los sitios en los que la piel estaba agrietada brotaba un flujo claro, pero el ungüento había detenido la hemorragia.

– Debes procurar no rascarte. ¿Pica? -inquirió Varrón.

– Sí que pica -contestó Sila, sin abrir los ojos-, pero mucho más me picaba antes. Atame las manos.

Así lo hizo Varrón.

– Volveré al amanecer y volveré a untártelo -dijo-. Lucio Cornelio, quizá cuando vuelva se te habrá pasado el picor.

Dicho lo cual, salió de puntillas.

Al amanecer aún le picaba, pero para el ojo clínico de Varrón la piel de Sila tenía un aspecto -¿cómo decirlo?- más apacible. Y le puso más ungüento, al tiempo que Sila le pedía que no le desatara las manos. Al anochecer, después de tres aplicaciones, dijo que pensaba que podría aguantar el rascarse si Varrón le desataba. Cuatro días más tarde le anunciaba que los picores habían desaparecido.

– ¡Da resultado! -exclamó Varrón ante Pompeyo y el Meneítos, con la euforia de un verdadero físico, a pesar de que no lo era ni pensaba serlo.

– ¿Podrá tomar el mando en primavera? -inquirió Pompeyo.

– Si el ungüento sigue haciendo efecto, seguramente mucho antes de primavera -contestó Varrón, saliendo a toda prisa para meter un tarro en la nieve.

Conservado en frío durará más, se dijo mirándose las manos que apestaban a ungüento rancio. Verdaderamente es felix, dijo para sus adentros, pensando en la suerte de Sila.


Cuando la llegada del anticipado invierno trajo la nieve a Roma, muchos de sus habitantes lo consideraron como un mal augurio. Ni Norbano ni Escipión Asiageno habían regresado después de sus respectivas derrotas y no llegaban noticias alentadoras de sus ulteriores acciones; Norbano sufría un asedio poco severo en Capua, y Escipión seguía recorriendo Etruria para reclutar tropas.

A finales de año, el Senado pensó en convocar una reunión para tratar de su futuro y del de Roma. El número de miembros había disminuido aproximadamente en un tercio de los que había nombrado Sila, entre los que habían marchado para unirse a él en Grecia y los que lo abandonaban ansiando unirse a él ahora que estaba en Italia. Pues, a pesar de las protestas de un grupo que se empeñaban en denominarse neutrales, en Roma, todos, desde los más aristócratas a los más plebeyos, sabían que las espadas estaban en alto. Toda Italia y la Galia itálica eran insuficientes para que Sila y Carbón coexistieran pacíficamente; les oponían sus principios, el sistema de gobierno y la idea del derrotero que había de seguir Roma. Sila propugnaba el mos maiorum, aquellas costumbres ancestrales consagradas por la tradición que designaban a la aristocracia terrateniente como dirigente tanto en la paz como en la guerra, mientras que Carbón era partidario de la hegemonía del comercio y los negocios, de la gestión de los caballeros y de los tribuni aerarii. Como ninguno de los dos bandos se avenía a compartir el poder, uno de los dos había de obtener la hegemonía mediante otra guerra civil.

Que el Senado pensara ahora en reunirse se debía al regreso de Carbón de la Galia itálica, llamado desde Ariminum por el tribuno de la plebe Marco Junio Bruto, el que había legislado la condición de plena ciudadanía romana para Capua. Se reunieron en casa de Bruto en el Palatino, lugar bien conocido de Cneo Papirio Carbón, pues él y Bruto eran amigos desde hacía años. Además, era un lugar más discreto que la morada de Carbón, en la que (según se decía) hasta el muchacho que limpiaba los orinales estaba comprado por varios personajes interesados en saber qué es lo que Carbón pensaba hacer.

Que en casa de Bruto no hubiese criados vendidos era obra de su esposa, Servilia, que llevaba el hogar con una mano muchísimo más dura que la que había empleado Escipión Asiageno con su ejército; ella no toleraba ninguna desviación, y parecía tener más ojos que el mismo Argos, y más oídos que una colonia de murciélagos, pues no había sirviente capaz de engañarla, y el que no la temía duraba pocos días en la casa.

Así, Bruto y Carbón pudieron sentarse con absoluta seguridad para mantener una conversación en privado, con excepción, naturalmente, de Servilia; pues en aquella casa no se hacía ni decía cosa alguna de la que no se enterase ella, y la entrevista secreta no lo fue para ella. Buen cuidado que tuvo Servilia. Los dos hombres se acomodaron en el despacho de Bruto con la puerta bien cerrada, y ella se agachó en la galería porticada bajo la ventana abierta. Un sitio frío e incómodo para escuchar, pero ella lo consideró una nadería, comparado con lo que se iba a hablar en el cómodo cuarto.

La conversación se inició en tono jocoso.

– ¿Cómo está mi padre? -inquirió Bruto.

– Bien; te envía recuerdos.

– ¡Me extraña que puedas aguantarle! -espetó Bruto, guardando silencio a continuación, sorprendido él mismo por lo que había dicho-. Perdona, no creas que estoy enfadado. No estoy enfadado.

– Ya. ¿Sólo un poco perplejo porque sea capaz de llevarme bien con él?

– Si.

– Es tu padre -añadió Carbón, conciliador-. Y es un anciano. Comprendo que a ti te fastidie; pero no es el caso conmigo. Así de claro. Después de que Verres huyó con los fondos que me quedaban, tenía que encontrar un cuestor que le sustituyese. Y tu padre y yo somos amigos desde que regresó con Mario del destierro, como bien sabes. -Carbón hizo una pausa, seguramente para dar una palmada a Bruto en el brazo, pensó Servilia, pues sabía cómo Carbón trataba a su esposo-. Cuando te casaste, él te compró esta casa para que no estuvieras supeditado a nadie. Pero con lo que no contaba era con la soledad de vivir solo después de haber estado vosotros dos viviendo tanto tiempo como… solteros, sería la mejor palabra. Me imagino que te estorba y habría molestado a tu mujer. Por eso, cuando le escribí pidiéndole que fuese mi nuevo procuestor, aceptó encantado. No veo por qué tú tienes que sentirte culpable. Él es feliz con lo que hace.

– Gracias -dijo Bruto con un suspiro.

– Bien, ¿qué hay tan urgente que haya tenido que venir aquí?

– Las elecciones. Desde la deserción de Filipo, el amigo de todos, la moral de Roma no puede ser más baja. Nadie va a encabezar una corriente; nadie tiene valor para hacerlo. Por eso he considerado que debías estar en Roma, al menos hasta que terminen las elecciones. No encuentro a ningún otro con méritos que quiera ser cónsul. Nadie que valga quiere obtener un cargo importante -dijo Bruto con gesto nervioso, propio de su carácter.

– ¿Y Sertorio?

– Ya sabes que es un rigorista. Le escribí a Sinuessa pidiéndole que fuese candidato al consulado, pero no quiso aceptar, alegando dos motivos (yo sólo esperaba uno): que aún es pretor y que debe esperar los dos años de costumbre para ser cónsul. Yo pensaba haber discutido con él ese inconveniente, y lo habría hecho de haber sido el único; pero por el segundo motivo lo consideré inútil.

– ¿Cuál es ese segundo motivo?

– Dice que Roma está acabada, y que se niega a ser cónsul en una ciudad de cobardes y oportunistas.

– ¡Finamente expresado!

– Dice que quiere ser gobernador de la Hispania Citerior y partir para allá inmediatamente.

– Fellator! -gruñó Carbón.

Bruto, que detestaba las palabras gruesas, no añadió nada y no debía tener nada más que decir del tema, pues permanecieron un rato en silencio.

Exasperada, la que escuchaba en la galería arrimó el ojo a la celosía de la contraventana y vio a Carbón y a su marido, sentados a ambos lados del escritorio. Podían haber sido hermanos, pensó; los dos eran morenos, de facciones bastante agradables y ni muy altos ni muy atléticos.

Se había preguntado muchas veces por qué la Fortuna no la había favorecido con un esposo de físico más impresionante, alguien que, así, hubiera podido destacar en política. En seguida había abandonado la esperanza de que Bruto consiguiera una brillante carrera militar; por consiguiente, debía hacerlo en política. Pero lo más que era capaz de hacer Bruto era promover una legislación para que Capua adquiriese la condición de ciudad romana. No era mala idea, y, desde luego, había evitado que su tribunado de la plebe hubiese quedado en pura inanidad, pero jamás se le recordaría como un gran tribuno de la plebe, como en el caso de su tío Druso.


Bruto había sido el elegido del tío Mamerco, aunque el propio tío Mamerco era en alma y cuerpo un hombre de Sila, y con él había estado en Grecia en el momento en que había sido necesario encontrar marido para la mayor de las seis pupilas, Servilia, cuando aún vivían todas en Roma bajo la tutela de una pariente pobre, Cnea, y de su madre Porcia Liciniana, mujer tremenda. Ningún tutor, por alejado que se hallara de su pupilo, tenía por qué preocuparse de la virtud y educación moral del que viviese bajo la férula de Porcia Liciniana. Incluso su hija Cnea se convertía con el paso de los años en una solterona cada vez más simplona.

Así, había sido Porcia Liciniana quien recibió a los pretendientes de Servilia cuando le pidieron la mano al aproximarse la fecha en que cumplía dieciocho años, y fue Porcia Liciniana quien comunicó la información pertinente de los diversos aspirantes al tío Mamerco -ausente en Oriente-, junto con agudas observaciones sobre virtud, moral, prudencia, templanza y demás cualidades que ella consideraba deseables en un esposo. Y aunque Porcia Liciniana nunca había cometido la burda tontería de expresar una preferencia determinada por un pretendiente concreto, los agudos comentarios no cayeron en saco roto, y el tío Mamerco se dijo que, después de todo, Servilia contaba con una espléndida dote, un magnífico nombre de origen patricio y, tal como le aseguraba Porcia Liciniana, no carecía de atractivo físico.

Por ello, el tío Mamerco optó por lo mejor y eligió al hombre que Porcia Liciniana insinuaba con mayor interés: Marco Junio Bruto. Como era un senador de algo más de treinta años, se le consideraba lo bastante maduro para estar exento de locuras e indiscreciones juveniles, seria el cabeza de la rama familiar cuando muriese el viejo Bruto (lo que no podía tardar mucho, decía Porcia Liciniana) y era un hombre rico de impecable genealogía (aunque plebeya).

Servilia no le conocía, e incluso después de que Porcia Liciniana la informase de su inminente casorio, no se le permitió verle hasta el día del enlace. Que la impusieran esa antigua costumbre no fue por empeño de la terrible Porcia Liciniana, sino el resultado de un castigo que le habían impuesto de niña, pues, por haber hecho de espía en casa de su tío Druso, éste la había castigado con una especie de reclusión domiciliaria por la que no se le permitía tener cuarto propio ni la menor intimidad en la casa, ni salir de ella sin ir acompañada de alguien que fiscalizara sus pasos y palabras. Todo aquello había sucedido años antes de que llegase a la edad casadera, y por entonces ya habían muerto todas las personas mayores de su familia -madre, padre, tía, tío, abuela y padrastro-, pero seguía aplicándose la punición.

No era, pues, exagerado decir que Servilia ansiaba tanto casarse para abandonar la casa de su tío Druso, que apenas le preocupaba el marido que le asignasen. Aquel hombre representaba para ella la liberación de una detestable situación; pero al saber su nombre, había cerrado los ojos con sumo alivio. Era un hombre de su propia clase y condición en lugar del caballero rural que esperaba, el caballero rural con que su tío Druso constantemente la había amenazado casarla cuando fuese mayor. Afortunadamente, el tío Mamerco no había considerado conveniente casarla con alguien de categoría inferior, y menos aún Porcia Liciniana.

Y a casa de Marco Junio Bruto fue Servilia, agradecida esposa, y con ella la magnífica dote de doscientos talentos o cinco millones de sestercios. El tío Mamerco los había invertido bastante bien de modo que le procurasen unas rentas propias, arreglándolo para que a la muerte de la madre la fortuna fuese para las hijas. Como su flamante esposo era hombre de fortuna, no puso objeciones a las disposiciones de la dote y se consideró satisfecho de haber obtenido una esposa de origen patricio capaz de pagarse su tren de vida, ya fuesen esclavos, salarios, ropa, alhajas, casas o cualquier otro gasto. Él conservaba su propio dinero.

Aparte de la libertad para ir donde le placiera y ver a quien quisiera, el matrimonio resultó para Servilia una experiencia particularmente triste. Su esposo había llevado una larga vida de soltero sin madre ni ninguna otra mujer en casa, y tenía adquiridas unas costumbres en las que no entraba ninguna esposa, y no compartía con ella nada; ni el cuerpo, pensaba Servilia. Si invitaba a amigos a comer, le pedía que abandonase el comedor y tenía prohibida la entrada en el despacho; jamás hablaba con ella de algo, ni le enseñaba cualquier cosa que hubiese comprado, ni iba jamás con ella en sus desplazamientos a sus villas campestres. En cuanto al cuerpo, era algo que de vez en cuando irrumpía en los aposentos de Servilia sin excitarla en absoluto. Y así, vio que tenía mucha más intimidad de la que le hubiera convenido o anhelado por los años que no la había tenido. Y como a su marido le gustaba dormir solo, ni siquiera tenía que compartir el cubículo del dormitorio, y aquel silencio la aterraba.

De ese modo, el matrimonio resultó ser una simple variante de lo que la angustiaba casi desde niña: no importaba a nadie y nadie se preocupaba por ella. La única manera que le había servido para destacar era ser mala, rencorosa, sañuda, y esos rasgos de carácter eran algo que los sirvientes habían aprendido en carne propia, aunque nunca dejase que trascendiesen a su esposo, pues sabía que no la amaba y que, por lo tanto, era muy posible el divorcio. Para Bruto era una mujer indefectiblemente agradable: para los criados, implacablemente dura.

No obstante, Bruto cumplía con su deber conyugal y, a los dos años de casada, Servilia quedó encinta. Al igual que su madre, estaba preparada debidamente para engendrar y tuvo una gestación perfecta; incluso el parto no fue el tormento que le habían hecho creer. Dio a luz al niño en siete horas de una gélida noche de marzo, y pudo deleitarse contemplándolo cuando se lo presentaron lavado y fragante.

No fue de extrañar que el pequeño Bruto llenase todos los resquicios de la vida carente de cariño de su madre, y que ella no consintiese que ninguna otra mujer le alimentase o cuidase y fuese ella quien se ocupaba de él, tuviese la cuna en su propio cubículo y lo guardase en exclusiva para ella sola.


¿Por qué tenía tanto interés Servilia en escuchar lo que se hablaba en el despacho aquel gélido día de finales de noviembre del año en que Sila desembarcó en Italia? Desde luego, no porque las actividades políticas de su esposo le interesasen gran cosa. Escuchaba porque era el padre de su querido hijito, y ella había prometido salvaguardar la herencia, la fama y el bienestar futuro del niño, lo que implicaba estar al corriente de todo. ¡Tenía que saberlo todo! Y más que nada las andanzas políticas de su marido.

A Servilia le tenía sin cuidado Carbón, pese a que reconocía que era un hombre importante; pero ella había advertido con toda justicia que era un hombre que antepondría sus intereses a los de Roma y no estaba muy segura de que Bruto tuviera suficiente clarividencia para darse cuenta de los defectos de Carbón. La presencia de Sila en Italia la preocupaba profundamente, pues ella tenía buen criterio político y veía el esquema de los acontecimientos que se avecinaban con más agudeza que muchos hombres que llevaban media vida en el Senado. De una cosa estaba segura: de que Carbón no tenía suficiente vigor para mantener a Roma unida ante la amenaza de un hombre como Sila.

Apartó los ojos de la celosía y arrimó el oído para escuchar, arrodillándose en la dura terracota de la galería. Y ahora comenzaba a nevar. ¡Vaya gracia! Los copos formaban un velo entre su abrigado cuerpo y la actividad doméstica que se desarrollaba al fondo del jardín peristilo, en la cocina, de la que entraban y salían criados. No es que la preocupase que la vieran, pues nadie iba a atreverse a criticar que en su casa estuviese donde quisiera, en la postura que se le antojara; pero es que prefería aparecer ante la servidumbre como un ser superior, y los seres superiores no se arrodillan bajo la ventana del marido a escuchar.

De pronto, se puso tensa y prestó más oído. ¡Carbón y su marido volvían a conversar!

– Hay algunos hombres convenientes entre los posibles candidatos al cargo de pretor -decía Bruto-. Carrinas y Damasipo son capaces y tienen popularidad.

– ¡Uf! -exclamó Carbón-. Un joven imberbe les derrotaría igual que a mí; pero, a diferencia mía, a ellos al menos les han advertido que Pompeyo es tan cruel como su padre y diez veces más astuto. Si Pompeyo se presentase a pretor, obtendría más votos que Carrinas y Damasipo juntos.

– La victoria fue de los veteranos de Pompeyo -comentó Bruto conciliador.

– Puede. Pero si así es, Pompeyo les dio rienda suelta -impaciente por hablar del futuro, Carbón cambió de tema-. No son los pretores lo que me preocupa, Bruto. Me preocupa el consulado, por las siniestras perspectivas que planteas. En caso necesario, sería yo mismo candidato. ¿Pero a quién puedo elegir por colega? ¿Quién es capaz en esta maldita ciudad de apoyarme en vez de hundirme? No cabe duda de que en primavera habrá guerra. Sila no ha estado bien de salud, pero mis informadores me han dicho que para la próxima campaña estará más que repuesto.

– Su enfermedad no ha sido el único motivo de su irresolución este año -añadió Bruto-. Hemos sabido que se ha mantenido inactivo para que Roma se aviniese a capitular sin hacer la guerra.

– ¡Pues ha sido en vano! -replicó Carbón furioso-. ¡Bah, basta de especulaciones! ¿A quién puedo nombrar mi colega consular?

– ¿No tienes ninguna idea? -inquirió Bruto.

– Ninguna. Necesito alguien capaz de animar a la gente… alguien que mueva a los jóvenes a alistarse y que suscite en los viejos deseos de hacerlo. Un hombre como Sertorio, aunque tú dices que no acepta.

– ¿Y Marco Mario Gratidiano?

– Es un Mario por adopción, y no es suficiente. Yo quería a Sertorio porque es un Mario por vínculos de sangre.

Se hizo una pausa; al oír el suspiro que profería su marido, Servilia se quedó totalmente quieta, decidida a no perderse palabra de lo que dijese.

– Si lo que quieres es un Mario -dijo Bruto despacio-, ¿por qué no el hijo de Mario?

Se hizo otra pausa, pero no de estupefacción, pues Carbón replicó:

– ¡No puede ser! Edepol, Bruto, no tendra mas que veinte años!

– Tiene veintiséis.

– ¡Le faltan cuatro años para el Senado!

– Constitucionalmente, no hay límite de edad, a pesar de la lex Villia annalis. Manda la costumbre, y te sugiero que hagas que Perpena le nombre senador inmediatamente.

– No le llega a su padre a la altura del zapato -exclamó Carbón.

– ¿Y eso importa, Cneo Papirio? ¿Tú crees que importa? Admito que en Sertorio habrías encontrado el Mario ideal. No hay nadie en Roma más capaz para el mando militar ni a quien la tropa respete más, pero no acepta. Así, ¿quién más hay, aparte del hijo de Mario?

– Desde luego se produciría un alud de alistamientos -dijo Carbón en voz baja.

– Y lucharían por él como los espartanos por Leónidas.

– ¿Tú crees que podría?

– Creo que le gustaría probar.

– ¿Quieres decir que ya ha expresado deseos de ser cónsul?

Bruto se echó a reír, cosa rara en él.

– ¡No, Carbón, claro que no! Aunque es bastante engreído, en realidad no es muy ambicioso. Lo que quiero decir es que creo que si hablases con él y le ofrecieses esa oportunidad la aceptaría sin dudarlo. Hasta ahora, no ha tenido en su vida ocasión alguna de emular a su padre. Y al menos en cierto modo, esto le daría la oportunidad de superar a su padre. Cayo Mario accedió tarde al cargo, y él sería cónsul con menos años aún que Escipión el Africano. Independientemente de como actúe, eso ya le dará fama.

– Si actúa la mitad de bien que Escipión el Africano, Roma no correrá peligro con Sila.

– No abrigues esperanzas de que el joven Mario sea Escipión el Africano -dijo Bruto-. Del único modo que supo impedir que el cónsul Catón perdiese una batalla fue apuñalándole por la espalda.

Carbón se echó a reír, cosa habitual en él.

– Si, al menos eso fue una ventura para Cinna, porque Mario le pagó una fortuna para que no prosperase la acusación de homicidio.

– Sí -añadió Bruto muy serio-, pero esa historia debería darte una idea de las dificultades que tendrás con el hijo de Mario como colega consular.

– ¿No debo darle la espalda?

– No le entregues tus mejores tropas; deja que demuestre que sabe mandar antes de cedérselas.

Se oyó ruido de patas de sillas que se mueven; Servilia se puso en pie y echó a correr hacia su cálido obrador, en donde la joven que lavaba la ropa del niño disfrutaba de la rara oportunidad de abrazar al pequeño Bruto.

El arrebato de unos celos terribles surgió en lo más profundo de Servilia sin que pudiera dominarlo, y su mano golpeó con tal furor la mejilla de la muchacha que la hizo caer de la cuna en que estaba encaramada, soltando al niño, que no cayó al suelo porque la madre se apresuró a cogerlo, y apretándolo frenética contra su pecho, echó a la criada del cuarto a puntapiés.

– ¡Mañana te vendo! -dijo a voz en grito por la galería porticada del jardín-. ¡Dito! ¡Dito! -gritó ya más calmada.

El mayordomo, cuyo florido nombre era Epafrodito, llegó a la carrera.

– Decid, domina.

– Azota a esa muchacha gala que me asignaste para lavar la ropa del niño, y véndela por mala esclava.

– Pero, domina, si es estupenda -replicó el mayordomo sin salir de su asombro-. ¡No sólo lava bien, sino que adora al niño!

Servilia abofeteó a Epafrodito casi con la misma saña con que lo había hecho con la joven, y a continuación profirió una retahíla de obscenidades.

– ¡Escucha, fellator griego consentido y cebón! ¡Cuando te dé una orden la obedeces sin decir palabra y sin protestar! ¡ Me trae sin cuidado que no seas mío, así que no vayas gimoteando al amo o lo sentirás! Ahora, lleva a la chica a tus dependencias y aguarda a que yo vaya, porque sé que te gusta y no la azotarás fuerte si no estoy yo delante.

La marca rojiza de la bofetada con todos los dedos bien marcados no le provocó tanto miedo como las palabras del ama, que le hicieron salir de estampida.

Servilia no pidió otra doncella, sino que ella misma arropó al pequeño con un chal de lana fina, y con él se fue a las dependencias del mayordomo. La muchacha estaba atada y Epafrodito, con lágrimas en los ojos, no tuvo más remedio que azotarla, bajo la mirada de basilisco del ama, hasta dejarle la espalda en carne viva. Del cuarto surgían fuertes gritos que ni la intensa nevada amortiguaba; pero el amo no se presentó a ver qué sucedía, pues había salido con Carbón a ver al hijo de Mario, como Servilia había supuesto.

Finalmente hizo una seña al mayordomo y éste bajó el látigo.

Servilia se aproximó a la muchacha a ver su obra de cerca y pareció satisfacerla.

– ¡ Bien! No volverá a crecerle la piel en la espalda. No vale la pena ponerla a la venta porque no nos darían ni un sestercio. Crucifícala ahí afuera en el peristilo; así os servirá a todos de advertencia. ¡Y no le quiebres las piernas! Que muera despacio.

Y a su obrador se volvió Servilia, para cambiar de pañales a su hijo. Tras lo cual, lo sentó en su regazo y le contempló arrobada, inclinándose a besarle con ternura, hablándole con voz suave y en falsete.

Componían una bella estampa: el niñito moreno sobre las rodillas de la madre, una mujer hermosa de cuerpo firme y voluptuoso, y rostro afilado con aire de misterio por su boca fruncida y sus ojos de pesados párpados. No obstante, el niño no tenía más que el atractivo de su corta edad, pues, en realidad, era simplón y apático, lo que la gente llama un niño «muy bueno», de los que apenas lloran y no dan guerra.

Y así se los encontró Bruto a su regreso de casa del hijo de Mario; escuchó en silencio la historia, sucintamente contada, de la lavandera y su castigo. Como él no se entrometía en las eficientes disposiciones domésticas de Servilia (jamás la casa había funcionado tan bien, eso desde luego), no modificó en nada la sentencia de su esposa, y cuando después el mayordomo acudió a su llamada, no le preguntó qué era aquella figura cubierta de nieve que colgaba desmadejada de una cruz en el jardín.


– ¡César! ¿Dónde estás, César?

El joven salió descalzo del que había sido el despacho de su padre, con una pluma en una mano y un rollo en la otra, vestido con una sutil túnica, y frunciendo el ceño porque la voz de su madre había interrumpido sus reflexiones.

Pero a ella, bien abrigada bajo varias capas de finísima tela de lana casera, le preocupaba más el bienestar de su cuerpo que el rendimiento de su mente, y dijo enojada:

– Oh, ¿pero es que no te das cuenta del frío que hace? No, claro que no. ¡Y sin zapatillas! César, tu horóscopo indica que sufrirás una terrible enfermedad aproximadamente a esta edad, y tú lo sabes bien. ¿Por qué tientas a la Fortuna? Los horóscopos se encargan al nacer para tratar de evitar los posibles riesgos. ¡Sé bueno!

Estaba sinceramente preocupada -y él lo sabía- por lo que le dirigió una de sus célebres sonrisas, una especie de muda disculpa que no afectase a su orgullo.

– ¿Qué sucede? -preguntó, resignándose nada más verla a tener que abandonar su trabajo, pues vio que estaba vestida para salir.

– Tu tía Julia quiere que vayamos a su casa.

– ¿Ahora? ¿Con este tiempo?

– Me alegra que te hayas dado cuenta del tiempo que hace, aunque no te induzca a vestirte como es debido -replicó Aurelia.

– Mater, tengo un brasero. Mejor dicho, dos.

– Pues entra y vístete -dijo ella-, que aquí llega un viento helado del patio. Y busca a Lucio Decumio -añadió antes de que él le diera la espalda-. Quiere que vayamos todos.

Es decir, con sus dos hermanas; cosa que le sorprendía. Debía ser una importante reunión de familia. Estaba a punto de decir que no necesitaba ir con Lucio Decumio, y que él mismo se valía para proteger a cien féminas, pero optó por callar. ¿A qué intentar lo imposible? Aurelia siempre imponía su voluntad.

Cuando salió de sus aposentos vestía los atavíos de flamen dialis, aunque con un tiempo como aquél se había provisto de tres túnicas debajo, polainas de lana y calcetines, y unos zapatones sin correas ni cordones. La laena de sacerdote sustituía a la toga viril; era una absurda prenda doble cortada en círculo con un orificio en el centro para introducir la cabeza, y ricamente adornada con amplias listas alternas escarlata y púrpura; le llegaba hasta las rodillas y le tapaba totalmente brazos y manos, lo que implicaba, pensó entristecido (tratando de encontrar alguna ventaja en la detestada prenda), que no necesitaba llevar mitones. Cubría la cabeza con el apex, un casco de marfil ajustado, rematado por un pincho en el que iba clavado un grueso disco de lana.

Desde que oficialmente se había convertido en hombre, César había tenido que avenirse a los tabúes que rodeaban al flamen dialis: no hacía ejercicios militares en el Campo de Marte, no dejaba que ningún objeto de hierro tocase su persona, no llevaba nudos ni hebillas, no saludaba a ningún perro, todo el calzado que gastaba estaba confeccionado con piel de algún animal muerto accidentalmente y sólo comía los alimentos estipulados por su condición de sacerdote. Que su mentón no ostentase barba se debía a que se la rasuraba con una navaja de bronce y que llevase botas en sustitución de los molestos chanclos del flamen dialis se debía exclusivamente a que él mismo había ideado una bota sin cordones que se ajustaba bien al tobillo y a la pantorrilla.

Ni siquiera su madre sabía cuánto detestaba aquella sentencia de por vida obligándole a ser sacerdote de Júpiter. Cumplidos ya los quince años, había aceptado la absurda imagen sacerdotal sin ninguna protesta, y Aurelia había suspirado aliviada. Poco había durado su rebeldía, pero lo que no podía saber era la verdadera razón de su sumisión: él era romano hasta la médula, lo que significaba que aceptaba sin rechistar las costumbres de su país, y, además, era enormemente supersticioso. ¡Tenía que obedecer! Si no lo hacía, nunca obtendría el favor de la Fortuna, que no le sonreiría ni valoraría sus esfuerzos y no le procuraría suerte. Porque a pesar de su odioso castigo, aún creía que la Fortuna le otorgaría una solución… si hacía cuanto podía por servir a Júpiter Optimus Maximus.

Así, la obediencia no significaba aceptación, como creía Aurelia. Su obediencia no era más que un modo de detestar más cada día que pasaba su condición de flamen dialis; condición más que detestable por no existir modo legal de deshacerse de ella. El anciano Cayo Mario había sabido encadenarle para siempre. A menos que la Fortuna le liberase.

Ya tenía diecisiete años, y le faltaban siete meses para cumplir los dieciocho; pero parecía mayor y adoptaba una actitud de cónsul que ha sido censor. Su estatura y sus anchos hombros contribuían a esa imagen, desde luego, aparte de su atlética constitución. Ya hacía dos años y medio que había muerto su padre, por lo que se había convertido muy joven en paterfamilias, condición que asumía con toda naturalidad. La hermosura de su niñez no se había malogrado, pero ahora era más viril; su apéndice nasal -por ventura de los dioses- se había prolongado convirtiéndose en una protuberante nariz romana, librándole de una guapura que habría sido una tríste tara para quien con tanto anhelo deseaba ser un hombre en todos los aspectos: militar, estadista y amante de mujeres sin que se sospechase que era también amante de hombres.

Su familia estaba reunida en el vestíbulo, vestida para una buena caminata en aquella fría jornada. Salvo su esposa, Cinnilla, que, por tener once años, no era considerada de edad suficiente para asistir al extraño conciliábulo del clan. Pero allí estaba. Era el único miembro bajito y moreno de la casa. Al llegar César, sus negros y aterciopelados ojos se clavaron en él, como siempre. César la adoraba; se acercó a ella y la levantó en vilo para abrazarla y besarla en las mejillas con los ojos cerrados para mejor aspirar aquel aroma de niña lavada y perfumada por la madre.

– ¿Condenada a quedarte en casa? -dijo, volviéndole a besar las mejillas.

– Algún día seré mayor -contestó ella, con una encantadora sonrisa con hoyuelos.

– ¡Claro que sí! Y serás más importante que la mater, porque serás el ama de casa -replicó él, dejándola en el suelo, acariciando su pelo negro ondulado y haciendo un guiño a Aurelia.

– No voy a ser ama de esta casa -dijo la niña con voz solemne-. Seré la flaminica dialis, ama de una casa del Estado.

– Cierto -añadió César con una sonrisa-. ¿Cómo se me habrá olvidado?

Salió a la nevada calle, pasaron por delante de las tiendas que circundaban el muro exterior de la casa de viviendas de Aurelia hasta el vértice del edificio triangular, en donde estaba lo que parecía una taberna y era en realidad la sede de la Hermandad de las encrucijadas, encargada del buen estado y la vida espiritual de las intersecciones de las calles del barrio, y en particular del altar a los Lares y la gran fuente que manaba perezosamente en medio de una cortina de estilizados carámbanos, por el frío que hacía aquel invierno.

Lucio Decumio estaba sentado en su habitual mesa del fondo a mano izquierda del gran local. Ya canoso, pero con la cara sin una sola arruga, hacia poco que había inscrito en la asociación a sus dos hijos, a quienes estaba aleccionando en las heteróclitas actividades de la fratría; los tenía a los dos sentados a uno y otro lado como los dos leones que flanqueaban la estatua de la Magna Mater, graves, fieros, melenudos, ojo avizor y con las garras recogidas. ¡Y eso que Lucio Decumio no se parecía en nada a la Magna Mater. Era un hombrecillo delgado y de aspecto anodino, aunque los hijos habían salido de físico más parecido a la madre, una celta grandota del Ager Gallicus. Para quien no le conociese, él tenía el aspecto de lo que era: valiente, intrigante, amoral, muy inteligente y leal.

A los tres se les iluminó el rostro al ver entrar a César, pero sólo Lucio Decumio se puso en pie, y, abriéndose paso entre mesas y bancos, se llegó al joven, se puso de puntillas y le besó en los labios con mayor fruición con que lo hacía con sus hijos. Era un beso paternal, aunque sólo se daba a alguien con quien hubiera una relación de afecto.

– ¡Hola, hijo! -gorjeó, cogiendo a César de la mano.

– Hola, papá -contestó César con una sonrisa, alzando la mano del viejo y apretándola cariñosamente contra su mejilla.

– ¿Vienes de limpiar la casa de algún muerto? -preguntó Lucio Decumio, al ver el atuendo sacerdotal del joven-. ¡Un tiempo asqueroso para morir! ¿Una copita de vino para calentarte?

César torció el gesto. Nunca se había podido aficionar al vino por mucho que Lucio Decumio y sus retoños trataran de que adquiriese esa afición.

– No tengo tiempo, papá. He venido a que me dejes a tus hijos, porque tengo que llevar a mi madre y a mis hermanas a casa de Cayo Mario, y ella, naturalmente, no confía en que las acompañe yo solo.

– Prudente mujer, tu madre -dijo Lucio Decumio, con cara de malicia, llamando a sus hijos, que inmediatamente acudieron-. ¡A por las togas, chicos! Vamos a acompañar a las señoras a casa de Cayo Mario.

Sin rencor por la preferencia que su padre mostraba por Cayo Julio César, Lucio Decumio hijo y su hermano Marco Decumio asintieron con la cabeza, dieron una palmadita afectuosa en la espalda a César y salieron a buscar su toga más caliente.

– No vengas, papá -dijo César-, que hace mucho frío.

Pero Lucio Decumio se negó a hacerle caso y dejó que sus hijos le abrigaran con el mismo cuidado que una madre a su hijo de pecho.

– ¿Dónde está el patán de Burgundus? -inquirió mientras echaban a caminar entre los alborotados copos.

– Ahora no nos hace falta -dijo César, conteniendo la risa-. Mater le ha enviado a Bovillae con Cardixa. Ha empezado a parir tarde, pero desde que puso los ojos en Burgundus ha dado a luz cada año un niño gigante. Éste será el cuarto, como bien sabes.

– No te faltarán guardaespaldas cuando seas cónsul.

César se estremeció, pero no por efecto del frío.

– Nunca seré cónsul -replicó con voz ronca, encogiéndose de hombros-. Mi madre -añadió, más animado- dice que es como alimentar a una tribu de titanes. ¡ Por los dioses, que no paran de comer!

– Son buena gente.

– Si, muy buena gente -añadió César.

Ya habían llegado a la puerta de la vivienda de Aurelia donde recogieron a las mujeres. Otras damas de la aristocracia habrían optado por ir en litera, sobre todo con aquel tiempo, pero ellas eran Julias y preferían caminar, facilitando su tránsito por las Fauces Suburae los dos hijos de Decumio, que abrían paso en la espesa capa de nieve arrastrando los pies.

El Foro estaba vacío y tenía un extraño aspecto sin los vívidos colores de sus columnas, muros, tejados y estatuas; todo era blanco como el mármol y aparecía como sepultado y adormecido. La gigantesca estatua de Cayo Mario junto a los rostra tenía un montón de nieve bajo las pobladas cejas, ocultando la fiera mirada de aquellos ojos oscuros.

Subieron por la colina de los banqueros, y, a lo largo de los soportales de la puerta Fontinalis, llegaron a la casa de Mario. Como el jardín peristilado estaba en la parte de atrás de la mansión, entraron directamente al vestíbulo y se despojaron de las togas externas (salvo César, obligado a conservar su atavío oficial), y, mientras Estrofantes, el mayordomo, se alejaba con Lucio Decumio y sus hijos para traer comida y vino, César y las mujeres pasaron al atrium.

De no haber sido el tiempo tan extraordinariamente frío, hubieran permanecido allí, pues ya había pasado la hora de la comida, pero el rectángulo del compluvium abierto en el tejado era como una tolva, y en la piscina se formaba una capa de copos de nieve que se iba derritiendo.

Apareció el hijo de Mario para recibirlos y hacerles pasar al comedor, que era más caliente, dijo. Su aspecto era de alegría casi febril y ese estado de ánimo le sentaba bien, pensó César. El joven era casi tan alto como él (que era primo carnal suyo), pero más musculoso, rubio con ojos grises, bien parecido y físicamente más impresionante. De rostro más atractivo que su padre, carecía, no obstante, de ese algo vital que hacía de Cayo Mario uno de los hombres inmortales de Roma. Pasarían muchas generaciones, pensó César, antes de que los niños en la escuela dejasen de rememorar las hazañas de Cayo Mario, pero no sucedería igual con el hijo.

César detestaba ir de visita a aquella casa, pues allí le habían sucedido muchas cosas a una edad en que otros chicos pasaban descuidadamente el tiempo jugando en el Campo de Marte, y en la que él había tenido que ir a diario a la casa para hacer de enfermero y acompañante del anciano y rencoroso Cayo Mario. Y, aunque la había limpiado minuciosamente con su escoba sacra después de la muerte de Mario, su maligna presencia seguía impregnándola. O es lo que le parecía a él. Antaño había admirado y querido a Cayo Mario, pero, nombrándole sumo sacerdote de Júpiter, el anciano había impedido que César pudiera jamás emularle: ningún hierro, ningún arma, prohibido ver la muerte. ¡Al flamen dialis le estaba vedada la carrera militar! Miembro automático del Senado sin derecho a presentarse a las elecciones de magistrado, el flamen dialis no podía tener carrera política. César estaba condenado a ser honrado sin adquirir el honor, a ser reverenciado sin mérito alguno. El flamen dialis era un ser propiedad del Estado, alojado, pagado y alimentado por el Estado, un prisionero del mos maiorum, las costumbres adoptadas por tradición por el pueblo romano.

Pero el rencor de César se desvaneció al ver a su tía Julia, hermana de su padre y viuda de Cayo Mario, y, a diferencia de su madre, la mujer a quien más quería del mundo. Sí, la quería más que a su madre, si es que el amor podía definirse como un simple arrebato de pura emoción. Su madre estaba constantemente presente en su mente porque era adversaria, partidaria, crítica, compañera, su igual; mientras que su tía Julia le acogía en sus brazos y le besaba en los labios, le miraba arrobada con aquellos dulces ojos grises carentes de todo reproche. Para César era impensable la vida sin una y otra.

Julia y Aurelia se acomodaron juntas en la misma camilla, incómodas por ser mujeres, ya que la costumbre les impedía reclinarse cómodamente en camillas, por lo que tomaron asiento en el borde de la misma con los pies colgando y sin apoyo en la espalda.

– ¿No tienes sillas para las mujeres? -recriminó César al hijo de Mario, al tiempo que disponía unos cabezales en la espalda de su madre y su tía.

– Gracias, sobrino, así estamos bien -terció Julia, que era siempre la conciliadora-. ¡No creo que haya suficientes sillas! Es una auténtica reunión de mujeres.

Un hecho irrebatible, pensó César compungido. Eran dos únicos varones en la familia: su primo y él, y los dos huérfanos.

Era una familia en la que predominaban las mujeres, y de haber estado Roma presente para ver juntas a Julia y Aurelia, se habría complacido en el espectáculo de dos de las más hermosas de la ciudad. Aunque ambas eran altas y esbeltas, Julia tenía la gracia innata de los Césares, mientras que Aurelia atraía por su viva y natural sencillez. Julia era de pelo ondulado y rubio y grandes ojos grises, y habría podido ser modelo para la estatua de Cloelia del Foro. Aurelia tenía pelo castaño canoso, y una clase de belleza que en su juventud hacía que la parangonasen con Helena de Troya; cejas y pestañas oscuras y unos ojos hundidos, que muchos de sus pretendientes aseguraban eran malva, y el perfil de una diosa griega.

Julia tenía ya cuarenta y cinco años, y Aurelia cuarenta, y las dos habían quedado viudas en trágicas aunque distintas circunstancias.

Cayo Mario había muerto como consecuencia de un tercer infarto fulminante, después de iniciar en Roma una matanza que nadie olvidaría; habían perecido todos sus enemigos -y algunos de sus amigos- y los rostra se habían llenado de cabezas como un acerico. Julia sobrevivía con ese tremendo pesar.

El esposo de Aurelia, fiel partidario de Cinna después de la muerte de Mario -como era lógico en alguien cuyo hijo estaba casado con la hija menor de Cinna-, había marchado a Etruria a reclutar tropas, y una mañana de verano en Pisae, al agacharse para atarse la bota, había caído muerto. Por la autopsia se había dictaminado rotura de un vaso sanguíneo; le incineraron en una pira ante un solo miembro de su familia y enviaron las cenizas a su esposa, que ni siquiera sabía que había muerto cuando llegó el emisario de Cinna con la urna mortuoria. Nadie sabía lo que sintió ni lo que pensaba; ni su hijo, convertido en cabeza de familia apenas cumplidos los quince años. Nadie la había visto derramar lágrimas, y su rostro había permanecido imperturbable. Ella era Aurelia, una persona encerrada en sí misma, más apegada a sus tareas de casera de una atestada insula que a ningún ser humano, con excepción de su hijo.

El hijo de Mario no tenía hermanas, mientras que César tenía dos mayores que él que se parecían a la tía Julia; había algo de la fisonomía de Aurelia en el rostro de César, pero no en ninguna de las hermanas.


Julia la mayor, llamada Lía, tenía veintiún años, y en su rostro se adivinaba una sombra de tristeza; y era comprensible, pues su primer esposo, un patricio arruinado llamado Lucio Pinario, había sido su gran amor, y, no sin dificultades, había logrado casarse con él; antes de cumplirse un año de la boda, tenían un hijo, y poco después del feliz acontecimiento (que causó el sedante efecto que esperaban sobre el comportamiento de Lucio Pinario), el joven moría en extrañas circunstancias. Se pensó que le había asesinado un confederado itálico, pero no pudieron hallarse pruebas. Y Lía, con diecinueve años, se había encontrado viuda y tan pobre, que se había visto obligada a volver a vivir en casa de su madre. Pero entre su matrimonio y su viudez, había cambiado el paterfamilias, y comprobó que su joven hermano no era ni con mucho tan magnánimo y flexible como lo había sido su padre, y César dispuso que debía volver a casarse, pero con un hombre que eligiese él.

– Me consta que si lo dejamos a tu criterio, volverás a elegir un idiota -dijo él brutalmente.

No se sabía con certeza cómo ni dónde había dado César con Quinto Pedio (aunque algunos decían que había sido gracias a los buenos oficios de Lucio Decumio, que, aunque era un sórdido hombrecillo de la cuarta clase, gozaba de notables relaciones); el caso es que un día se presentó en casa con Quinto Pedio y comprometió a su hermana con aquel flemático y probo caballero de Campania de buena familia, aunque no noble. No era bien parecido ni elegante, y, con sus cuarenta años, tampoco podía decirse que fuese joven. Pero era enormemente rico y se mostraba conmovedoramente agradecido por poder casarse con una joven guapa de la más alta nobleza patricia. Lía había tragado saliva, mirando a su hermano de quince años, y había aceptado sin rechistar. Aun a tan joven edad, César era capaz de imprimir una expresión a su rostro que descartaba toda discusión.

Afortunadamente, el matrimonio había sido un éxito. Por muy bien parecido, elegante y joven que hubiera sido Lucio Pinario, como marido había resultado un desastre; y ahora Lía descubría que tenía muchas ventajas ser la amada de un hombre rico que le doblaba la edad, y, conforme transcurría el tiempo, fue cobrando más afecto a su insípido segundo esposo. Le dio un hijo, y estaba tan adaptada a la placentera vida de lujo en las propiedades de su cónyuge en Teanun Sidicinum, que cuando Escipión Asiageno y Sila instalaron sus campamentos en las cercanías, se negó rotundamente a volver a casa de su madre, pues sabía que ella le fiscalizaría las tareas, la dieta, los hijos y su vida en general para adaptarla a sus austeras ideas. Pero, claro, Aurelia se había presentado de improviso (al parecer, después de una inesperada entrevista con Sila, de la que poco había explicado), y Lía se había visto obligada a volver a Roma; y sin los hijos, pues Quinto Pedio había decidido que se quedaran con él en Teanum.

Julia la pequeña, llamada Ju-Ju, se había casado a primeros de aquel mismo año, poco después de cumplir dieciocho años. En su caso, sin posibilidad alguna de elección propia, pues era César quien le había buscado marido, a pesar de sus amargas protestas por relevarla de una tarea que ella se sentía perfectamente capaz de llevar a cabo; pero el hermano impuso su voluntad y se presentó en casa con otro pretendiente riquísimo, en este caso de familia senatorial y él mismo senador pedario bien contento con su suerte. Procedía de Aricia, junto a la vía Apia y las tierras de César en Bovillae, por lo que era latino, un grado de superioridad respecto a un simple campanio. Después de conocer a Marco Atio Balbo, Ju-Ju se había casado con él sin rechistar, pues, comparado con Quinto Pedio, era bastante aceptable con sus treinta y siete años, y bastante atractivo para esa edad.

Como Marco Atio Balbo era senador, poseía domus en Roma y grandes fincas en Aricia, por lo que Ju-Ju podía congratularse de aventajar en algo más a su hermana mayor, ya que ella, al menos, vivía casi permanentemente en Roma. Aquella tarde, cuando se convocó a toda la familia en casa de Cayo Mario, ya estaba embarazada, pero su estado de gravidez no había sido óbice para que su madre la hiciera ir andando.

– A las embarazadas no les conviene la molicie, que luego tienen abortos -dijo Aurelia.

– ¿No decías que se les moría el niño por comer sólo habas? -replicó Ju-Ju, que había puesto todas sus esperanzas en la litera en que había hecho el viaje desde la casa de su esposo en la Carinae hasta el edificio de viviendas de su madre en el Subura.

– Eso también. Los físicos pitagóricos son un peligro.

Había otra mujer, aunque no era pariente de ninguna de las otras, o, al menos, no muy próxima. Se llamaba Mucia Tertia y era la esposa del hijo de Mario. Hija única del pontífice máximo Escévola, la llamaban Mucia Tertia para distinguirla de sus dos famosas primas, las hijas de Escévola el Augur.

Aunque no era particularmente agraciada, Mucia Tertia había quitado el sueño a más de uno. Tenía ojos verde oscuro, exageradamente separados y de pobladas pestañas, más largas por la parte de fuera, lo que acentuaba la separación, y, aunque no lo confesaba, se recortaba las pestañas de la parte interior con unas tijeritas de marfil del antiguo Egipto. Mucia Tertia era muy consciente de aquel raro atractivo. Su nariz larga y recta tampoco resultaba un inconveniente, pese a que los puristas dictaminasen que debía poseer una protuberancia o curvatura. También su boca distaba mucho del ideal romano, al ser muy grande; y cuando sonreía, dejaba ver un buen arsenal de dientes perfectos. Pero sí tenía labios gruesos y sensuales, y un cutis saludable y claro que no desentonaba con su pelo rojo oscuro.

A César, por ejemplo, le parecía arrebatadora; y con sus diecisiete años y medio era ya una mujer muy experimentada sexualmente. Todas las mujeres del Subura habían demostrado su buena disposición a ayudar a que un joven tan atractivo hallase satisfacción amatoria, y pocas se echaban atrás cuando él les exigía que se bañasen y lavasen; se había corrido rápidamente la voz de que el joven César estaba dotado de un par de poderosas armas y sabía utilizarlas muy bien.

Fundamentalmente, a César le interesaba Mucia Tertia por la clase de enigma que representaba, pues, por mucho que se esforzaba, era una mujer que no dejaba traslucir su ser interior; sonreía con facilidad, mostrando aquellos dientes perfectos, pero sus magníficos ojos nunca eran risueños y jamás dejaba escapar un gesto o una expresión que realmente revelara sus sentimientos.

Llevaba cuatro años de matrimonio, indiferente, al parecer, tanto para el hijo de Mario como para ella. Su conversación era bastante animada, pero muy formal, y nunca intercambiaban esas miradas de secreto entendimiento propias de casi todas las parejas, ni mostraban intención de tocarse, aun cuando no les viese nadie. Y no tenían hijos. Si aquella unión carecía de afecto, no era, desde luego, Mario hijo quien lo lamentase, pues sus aventuras eran de todos conocidas. Pero ¿y Mucia Tertia, de quien no se murmuraba la menor indiscreción y no digamos infidelidad? ¿Era feliz? ¿Amaba a Mario? ¿Le odiaba? Era imposible saberlo; y, sin embargo, a César, su instinto le decía que era inmensamente desgraciada.

El grupo había tomado asiento y todos tenían los ojos clavados en el hijo de Mario, que perversamente había optado por sentarse en una silla. Para no ser menos, César cogió también una silla, pero se acomodó lejos de Mario en la curva de la U formada por las tres camillas del comedor, a espaldas de su madre, por lo que no podía ver el rostro de sus mujeres más queridas; consideraba mucho más importante ver la cara del hijo de Mario, de Mucia Tertia y del mayordomo Estrofantes, a quien le habían dicho que asistiera a la reunión y que estaba de pie junto a la puerta, después de rehusar silenciosamente el asiento que le ofrecía su señor.

Tras humedecerse los labios -curioso signo de nerviosismo-, Mario hijo tomó la palabra.

– Esta tarde a primera hora he recibido la visita de Cneo Papirio Carbón y de Marco Junio Bruto.

– Extraña pareja -comentó César, que no quería dejar que su primo hablase sin parar para aturdirle.

El hijo de Mario le dirigió una mirada de enojo, aunque sin el menor atisbo de aturdimiento, y César se sintió frustrado.

– Han venido a proponerme que me presente a las elecciones de cónsul con Cneo Carbón. Y he aceptado.

Hubo un revuelo general. César vio el asombro en el rostro de sus hermanas, advirtió un sobresalto en su tía y una curiosa mirada impenetrable en los fantásticos ojos de Mucia Tertia.

– Hijo, ni siquiera eres senador -dijo Julia.

– Lo seré mañana, cuando Perpena me inscriba en los rollos.

– No has sido cuestor ni pretor.

– El Senado me eximirá de los requisitos habituales.

– ¡No tienes conocimientos ni experiencia! -insistió Julia con voz desmayada.

– Mi padre fue cónsul siete veces y me he criado entre cónsules. Además, no puedes decir que Carbón no tenga experiencia.

– ¿Y por qué esta reunión? -terció Aurelia.

El hijo de Mario dirigió su sincera y atractiva mirada a su tía.

– ¡ Para tratar el asunto, desde luego! -exclamó un tanto perplejo.

– ¡Tonterías! -espetó Aurelia-. Aparte de que ya has tomado la decisión, pues le has prometido a Carbón ser su colega. Creo que nos has hecho salir de casa, en donde estábamos tan calientes, para darnos una noticia que nos habría llegado casi con la misma rapidez por medio de los chismorreos de la calle.

– ¡ No es cierto, Aurelia!

– ¡Ya lo creo que sí! -replicó Aurelia.

Rojo como una amapola, el joven Mario se volvió hacia su madre, estirando el brazo, suplicante.

– ¡ Mamá, no es cierto! Sí, le he dicho a Carbón que me presentaré a las elecciones, pero… siempre he creído conveniente que mi familia dé su opinión. ¡ De verdad! Puedo cambiar de idea.

– ¡Bah! No vas a cambiar de idea -dijo Aurelia.

La mano de Julia asió la muñeca de Aurelia.

– Calma, Aurelia. No quiero que nadie se enfade.

– Tienes razón, tía Julia; nada de enfadarnos -añadió César, colocándose entre ellas dos y mirando fijamente desde el nuevo puesto a su primo-. ¿Por qué le dijiste que sí a Carbón? -inquirió.

La pregunta no inquietó en absoluto al joven Mario.

– ¡Vamos, César, no me consideres tan poco inteligente! -contestó con desdén-. He aceptado por el mismo motivo que lo habrías hecho tú si no vistieses la laena y el apex.

– Entiendo por qué crees que yo habría aceptado, pero, en realidad, me habría negado. La mejor manera es in suo anno.

– Es ilegal -terció Mucia Tertia inopinadamente.

– No -replicó César anticipándose a Mario-. Va en contra de la costumbre tradicional y hasta vulnera la lex Villia annalis, pero no es realmente ilegal. Únicamente podría ser ilegal y punible si tu esposo usurpara el cargo contra la voluntad del Senado y del pueblo. Pero Senado y pueblo pueden legislar la anulación de la lex Villia; y es lo que se hará. El Senado y el pueblo emitirán la legislación necesaria, lo que significa que el único que lo declarará ilegal será Sila.

Se hizo un silencio.

– Eso es lo peor -dijo Julia con voz entrecortada-. Te verás enfrentado a Sila.

– De todos modos, me habría enfrentado a él, mamá -añadió Mario.

– Pero no en tu condición de representante recién elegido del Senado y del pueblo. Ser cónsul significa aceptar la responsabilidad suprema. Estarás al mando de los ejércitos de Roma -dijo Julia, mientras le rodaba una lágrima por la mejilla-. Serás la causa máxima de preocupación de Sila, y es un hombre terrible. Yo no le conozco, no tan bien como tu tía Aurelia, Cayo, pero silo bastante. Incluso hubo una época en que le estimaba, cuando cuidaba de tu padre, no sé si lo sabes… Se esforzaba por limar todos los inconvenientes que constantemente rodeaban a tu padre. Era un hombre más paciente y perspicaz que tu padre, y hombre de honor al mismo tiempo. Pero tu padre y Lucio Cornelio tenían en común un rasgo muy importante: cuando todo falla, desde la constitución hasta el apoyo popular, son o eran capaces de pasar por encima de todo para lograr sus propósitos. Por eso los dos marcharon sobre Roma, y por eso Lucio Cornelio volverá a hacerlo si Roma adopta la decisión de elegirte cónsul. El simple hecho de tu elección le hará ver que Roma se propone luchar contra él hasta las últimas consecuencias, y que no puede haber solución pacífica -añadió, con un suspiro, enjugándose la lágrima-. Por Sila es por lo que quiero que cambies de idea, querido Cayo. Si tuvieses su experiencia, no digo que no pudieras vencer. Pero no es así y te derrotará. Y yo perderé a mi único hijo.

Era un razonamiento lógico de adulto, pero como Mario no era ni lo uno ni lo otro, lo único que hizo fue escucharlo con gesto enfurruscado. Y abrió la boca para contestar.

– Bueno, mater -se anticipó César-, como dice tía Julia, tú conoces a Sila mejor que ninguno de nosotros. ¿Tú qué crees?

Aurelia difícilmente se mostraba desconcertada, y no tenía intención alguna de dar detalles de su reciente sorpresa motivada por la horrenda y penosa entrevista con Sila en su campamento.

– Es cierto que conozco bien a Sila. Y le he visto hace poco, como todos sabéis. Antes siempre era yo la última persona a quien visitaba antes de salir de Roma y la primera que le veía cuando regresaba; pero entre esas idas y venidas apenas le veía. El es así; en el fondo es un actor que no puede vivir sin representación. Y es un hombre que sabe transformar y dar sentido a una situación inocua; por eso optaba por venir a verme en esas circunstancias. En vez de simples visitas para hablar de cosas de poca importancia, éstas se convertían en despedida o conciliábulo. Creo que puedo decir sin faltar a la verdad que él me atribuía una especie de aura.

– No has contestado a mi pregunta, mater -dijo César, sonriéndole.

– No -respondió la extraordinaria mujer sin alterarse en lo más mínimo-. Voy a hacerlo -añadió, mirando fijamente al joven. Mario-. Lo que debes comprender es que si te enfrentas a Sila como representante recién elegido del Senado y del pueblo, es decir, como cónsul, te revestirás de un aura por lo que a Sila respecta. Tu edad unida a la personalidad de tu padre, Sila la utilizará para dar mayor relieve al drama de su pugna por dominar Roma. Y todo ello es de poco consuelo para tu madre, sobrino. Renuncia a ello por su bien. Enfréntate a Sila en el campo de batalla como un simple tribuno militar.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Mario a César.

– Yo, primo, te aconsejo que lo hagas. Sé cónsul anticipándote al tiempo prescrito.

– ¿Lía?

– ¡No lo hagas, primo, te lo ruego! -contestó la joven, volviendo sus atemorizados ojos hacia su tía Julia.

– ¿Ju-Ju?

– Estoy de acuerdo con mi hermana.

– ¿Esposa?

– Sigue el sendero que te marque la Fortuna.

– ¿Estrofantes?

– Domine, no lo hagáis -contestó el viejo servidor con un suspiro.

Asintiendo suavemente con la cabeza, el joven Mario se reclinó en la silla y pasó el brazo por el alto respaldo, frunciendo el ceño y expulsando suavemente el aire por la nariz.

– Bueno, desde luego, no ha habido sorpresas -dijo-. Las mujeres de la familia y mi mayordomo me instan a que no me anticipe y me encumbre, arriesgando mi vida. Puede que mi tía insinúe que, además, arriesgaré la reputación. Mi esposa lo deja en manos de la Fortuna, ¿soy un elegido de la Fortuna? Y mi primo dice que adelante.

Se puso en pie, y su figura no dejaba de ser imponente.

– No voy a faltar a mi palabra a Cneo Papirio Carbón y a Marco Junio Bruto. Si Marco Perpena acepta inscribirme en el Senado, y el Senado se aviene a dictar la legislación pertinente, me presentaré candidato al consulado.

– No nos has dicho realmente por qué motivo -dijo Aurelia.

– Creí que resultaba evidente. Roma está al borde de la desesperación, y Carbón no encuentra un colega adecuado. ¿A quién se dirige? Al hijo de Cayo Mario. ¡ Roma me adora y me necesita! Ése es el motivo -dijo el joven.

Sólo los servidores más viejos y leales habrían osado decir lo que manifestó Estrofantes, en nombre no ya de la condolida madre, sino del padre difunto:

– Es a vuestro padre a quien Roma adora, domine. Roma se vuelve hacia vos por vuestro padre. Lo único que sabe Roma es que sois el hijo del que la salvó de los germanos, del que obtuvo las primeras victorias en la guerra contra los itálicos y el que fue cónsul siete veces. Si hacéis eso será únicamente por ser hijo de quien sois, no por vos mismo.

El joven Mario sentía gran afecto por Estrofantes, y el mayordomo no lo ignoraba. Teniendo en cuenta las implicaciones, el joven aceptó gallardamente el razonamiento. Apretó los labios y aguardó a que concluyera.

– Lo sé -se limitó a contestar-. De mí depende mostrar a Roma que el hijo de Cayo Mario no le desmerece.

César bajó la vista y no dijo nada. Se preguntaba por qué el viejo loco no había dado la laena y el apex de flamen dialis a su propio hijo. Él sí que estaba convencido de que habría podido estar a la altura de las circunstancias. Pero no Mario hijo.


Y así, a finales de diciembre, se reunían los electores en sus respectivas centurias en el llamado aprisco del Campo de Marte y votaban primer cónsul al hijo de Mario, y colega suyo a Cneo Papirio Carbón. El hecho de que el joven Mario obtuviera muchos más votos que Carbón era signo de la desesperación de Roma, de sus temores y dudas. No obstante, muchos de los que le votaron lo hicieron con el convencimiento de que el joven había heredado algo del padre, y de que bajo su mando el triunfo sobre Sila era una notable posibilidad.

En cierto aspecto, los resultados electorales surtieron un efecto muy alentador: el reclutamiento se aceleró, particularmente en Etruria y Umbría. Los hijos y nietos de los clientes de Cayo Mario se alistaron multitudinariamente en las legiones del hijo, más animados y más llenos de confianza. Y cuando el joven Mario hizo una visita a las vastas posesiones de su padre, fue agasajado y recibido como un salvador providencial.

Roma cobró alborozado ánimo para asistir a la toma de posesión de los nuevos cónsules el primer día de enero, y no quedó decepcionada. El joven Mario asistió a todas las ceremonias haciendo gala de una enorme alegría que le ganó el afecto de todos los presentes. Tenía magnífico aspecto, sonreía, saludaba con la mano y de palabra a los conocidos entre la muchedumbre. Y como todos sabían dónde estaba su madre (a los pies de la gigantesca estatua de su esposo junto a los ros tra), todos fueron testigos de cuando el nuevo primer cónsul abandonó su sitio en el cortejo para ir a besarle manos y labios. Y para dedicar un gallardo saludo a su padre.

Quizás el pueblo de Roma, pensaba cínicamente Carbón, necesite que haya en el poder alguien joven en los momentos críticos. Desde luego, hacía muchos años que la multitud no había vitoreado a un cónsul en su primer día en el cargo. Y aquel día lo estaba haciendo. Y, por todos los dioses, se dijo Carbón, espero que Roma no se arrepienta de esta ganga electoral. Hasta aquel momento, la actitud del joven Mario había sido gallarda; parecía dar por sentado que todo iba a salirle bien, que no necesitaba esforzarse, como si todas las futuras batallas estuvieran ganadas.

Los augurios no fueron buenos, a pesar de que los nuevos cónsules no habían advertido nada adverso durante su vela nocturna en lo alto del Capitolio. El mal presagio era una ausencia que nadie podía ignorar. En el punto más alto de la colina del Capitolio, en el que se había alzado el templo de Júpiter Optimus Maximus quinientos años antes, no había ahora más que un montón de restos ennegrecidos: en el sexto día de quintilis del año recién concluido, se había declarado, en el interior de la morada del dios, un incendio que había durado siete días y que lo había destruido todo. Todo. Pues el templo era tan antiguo que todo él era de madera, menos el podio de piedra. Los enormes fustes de sus columnas dóricas eran de madera igual que los muros, las vigas y el tabicado interior. Unicamente su grandiosidad y solidez, sus raros y costosos colores, sus magníficos murales y abundantes dorados le habían conferido categoría de morada singular para Júpiter, ya que la idea de un único Júpiter asentado en la montaña más alta -como era potestativo del Zeus griego- para los romanos e itálicos era algo inaceptable.

Cuando las cenizas se enfriaron lo bastante como para que los sacerdotes pudieran inspeccionar el lugar, vieron que el desastre era absoluto: de la gigantesca estatua de terracota del dios obra del escultor etrusco Vulca, durante el reinado de Tarquino, no quedaba nada; de las estatuas de marfil de Juno, esposa de Júpiter, y de su hija Minerva tampoco quedaban restos, e igual sucedía con los misteriosos Terminus y Juventas que no habían podido ser desplazados cuando el rey Tarquino había iniciado la construcción del templo de Júpiter Optimus Maximus. Tablillas de leyes y registros de inmemorial antigüedad se habían perdido, igual que los libros de la Sibila y otros documentos proféticos a los que Roma recurría en momentos de crisis. Innumerables tesoros de oro y plata se habían derretido, y hasta la estatua de oro de la Victoria conduciendo una biga, donación de Herón de Siracusa. Se habían recogido los informes montones retorcidos de metales fundidos para que los herreros los refinaran, pero los lingotes resultantes de la fundición (que habían guardado en los bajos del templo de Saturno hasta que llegase el momento de entregarlos a los artesanos para hacer otras obras) no podían remplazar los nombres inmortales de los primitivos escultores: Praxiteles, Mirón, Strongylion, Policleto, Escopas y Lisipo. Arte e Historia habían perecido en las llamas del mismo modo que la morada de Júpiter Optimus Maximus.

También los templos contiguos se habían visto afectados, sobre todo el de Ops, el misterioso guardián de la salud pública de Roma, sin rostro ni cuerpo; habría que reconstruirlo. El templo de la Fides Publica también había sufrido graves daños, pues el calor del incendio había destruido los tratados y pactos colgados en su interior, así como la muñequera de lino de la mano derecha de una antigua estatua que se creía era la Fides Publica. Otro edificio que había sufrido daños era uno nuevo y de mármol, por lo que simplemente requería nueva pintura; se trataba del templo del Honor y la Virtud, erigido por Cayo Mario para guardar sus trofeos de guerra, sus condecoraciones militares y sus regalos a Roma. Lo que impresionó a los romanos fue el significado de la distribución de los daños: Júpiter Optimus Maximus era el espíritu guía de Roma; Ops era la prosperidad pública de Roma; la Fides Publica era el espíritu de la buena fe entre los romanos y sus dioses; y el Honor y la Virtud eran dos rasgos característicos de la gloria militar de Roma. Por ello, los romanos se preguntaban si aquel incendio era señal de que habían concluido los días de la grandeza de Roma. ¿Era el fuego símbolo de que Roma estaba acabada?

Y así, fue aquel día de Año Nuevo el primero en que los cónsules asumían su cargo sin la protección del sagrado templo de Júpiter Optimus Maximus, y se había erigido un altar provisional bajo un dosel al pie del podio de piedra ennegrecida en que antes se alzaba el antiguo templo, y en ella hicieron los nuevos cónsules su ofrenda y juraron su cargo.

Con el pelo oculto por su ajustado casco de marfil, y el cuerpo cubierto por los agobiantes pliegues de la laena circular, el flamen dialis César asistía oficialmente al ceremonial, aunque no desempeñase un papel activo, pues los ritos los presidía el sumo sacerdote de la república, el Pontifex Maximus Quinto Mucio Escévola, padre de la esposa del hijo de Mario.

César contemplaba la ceremonia, dominado por dos penosos sentimientos: que la destrucción del templo hubiese dejado sin vivienda oficial al sacerdote especial de Júpiter y que él nunca pudiera revestir la toga orlada de púrpura para acceder al cargo de cónsul.

Pero había aprendido a ocultar su aflicción, y durante todo el protocolo se mantuvo erguido con entereza sin que su rostro reflejase el menor sentimiento.

La reunión del Senado y la fiesta que se sucedía fueron trasladados del templo de Júpiter Optimus Maximus a la Curia Hostilia, sede del Senado, y a un templo recién inaugurado. Aunque por su corta edad César no tenía acceso a la Curia Hostilia, por su condición de flamen dialis era automáticamente miembro del Senado, y nadie le impidió la entrada; contempló impasible el breve acto oficial por el que se investía primer cónsul al joven Mario. Los cargos de gobernador, que se iniciarían al cabo de un año, fueron echados a suertes entre los pretores del año y los dos cónsules, se estableció la fecha de la fiesta de Júpiter Latiaris en el monte Albano, así como otros días movibles de festividad civil o religiosa.

Como poca cosa podía comer el flamen dialis de los abundantes y selectos manjares ofrecidos al finalizar la ceremonia, César buscó un rincón discreto y se dispuso a escuchar lo que hablaban los que discurrían por su lado camino de las camillas. El rango determinaba el puesto obligado de algunos, como era el caso de los magistrados, sacerdotes y augures, pero los senadores tenían casi todos plena libertad para situarse según sus preferencias y amistades, y compartir las viandas que la profusa bolsa del joven Mario les ofrecía.

Era una discreta reunión de no más de cien personas, ya que muchos senadores se habían unido a Sila, y no todos los que habían asistido a las ceremonias apoyaban los planes de los dos cónsules. Quinto Lutacio Catulo estaba entre los presentes, pero no era partidario de Carbón; su padre, Catulo César, (muerto durante el baño de sangre de Mario) había sido implacable adversario de Mario, y el hijo mantenía igual postura, aunque no fuese tan dotado ni culto. Ello se debía, pensaba César, a que la sangre Julia de su padre había quedado mezclada en el hijo con la de la madre, una Domicia de los Domicios Ahenobarbos, familia de famosa estirpe, pero no de intelecto. A César no le gustaba por un prejuicio relativo a su aspecto: Catulo era flaco y pequeño, y había heredado de su madre el pelo rojo y las pecas; estaba casado con la hermana del hombre que se hallaba reclinado a su lado en la misma camilla, Quinto Hortensio, el cual (otro de los neutrales que permanecían en Roma) estaba a su vez casado con Lutacia, hermana de Catulo. Quinto Hortensio, un hombre de poco más de treinta años, se había convertido en el primer abogado de la Roma de Carbón y Cinna, y algunos decían que era el mayor letrado de la historia de Roma. Hombre bastante bien parecido, su sensual labio inferior delataba su afición por los modestos placeres de la vida, y su mirada, en aquel momento fijada sobre César, su gusto por los muchachos guapos. Acostumbrado a tales miradas, César disipó cualquier idea que Hortensio hubiera podido alentar haciendo un gesto ridículo con la boca y bizqueando, tras lo cual, Hortensio enrojeció y volvió inmediatamente la cabeza hacia Catulo.

En aquel momento se acercó un criado a César para susurrarle que su primo requería su presencia al fondo del salón. El joven se levantó del escalón en que se había acomodado y se llegó hasta la camilla en que estaban reclinados el hijo de Mario y Carbón, besó a su primo en la mejilla y se acomodó en el borde del podio curul detrás de ellos.

– ¿No comes? -preguntó el joven Mario.

– Poco hay de lo que pueda comer.

– Ah, sí; no me acordaba -musitó Mario con la boca llena de pescado; lo deglutió y señaló a la enorme bandeja que había en la mesa-. De eso sí que puedes comer -añadió.

César miró con poco entusiasmo la forma parcialmente deshecha de una lubina del Tíber.

– Gracias -dijo-, pero nunca me ha gustado el pescado.

El comentario hizo que el joven Mario contuviera la risa, aunque no le disuadió de su afición por aquel pez que se criaba entre los excrementos que arrojaban las cloacas de la ciudad.

A César le hizo gracia ver que Carbón si que debía de ser más escrupuloso, pues su mano, que estaba a punto de servirse un trozo de lubina, optó por asir un pollito asado.

En aquel lugar, César llamaba más la atención, pero también podía ver a mucha más gente. Mientras hablaba de cosas sin importancia con su primo, sus ojos iban de un rostro a otro. Roma, pensaba, debe de estar complacida con esta elección de un primer cónsul de veintiséis años, pero a muchos de los presentes no les complace nada, sobre todo a los paniaguados de Carbón como Bruto Damasipo, Carrinas, Marco Fanio, Censorino, Publio Burrieno, Publio Albinovano el lucano… Sí, claro, había algunos más que contentos, como Marco Mario Gratidiano y el pontífice máximo Escévola, pero eran parientes del joven Mario, y era lógico que estuvieran interesados en el éxito del primer cónsul.

El joven Marco Junio Bruto surgió por detrás de la camilla a espaldas de Carbón, y César advirtió que le saludaban con particular fervor; Carbón no solía ser muy amigo de calurosos recibimientos. El joven Mario, al verlo, cedió su puesto en la camilla a Bruto y fue en busca de otra compañía. Bruto saludó a César con una inclinación de cabeza, sin mostrar el menor interés. Era la ventaja de ser flamen dialis, que nadie mostraba interés por un personaje que no tenía peso político. Carbón y Bruto se pusieron a hablar sin tapujos.

– Creo que podemos congratularnos por lo bien que ha salido todo -dijo Bruto, echando mano a la ya maltrecha lubina.

– ¡Uf! -exclamó Carbón, dejando caer el medio devorado pollo con gesto de disgusto y cogiendo pan.

– ¡Vamos, vamos! Deberías estar contento.

– ¿De qué? ¿De él? Bruto, es más vacuo que la cáscara de un huevo. Créeme, lo sé bien por el trato que he tenido con él estos últimos meses. Tendrá los fasces en enero, pero seré yo quien habrá de hacerlo todo.

– Supongo que no esperarías otra cosa.

Carbón se encogió de hombros y tiró el pan; desde que César había insinuado la procedencia de la lubina, había perdido el apetito.

– Pues, no sé… Tal vez esperaba que adquiriese un poco de sentido común. Al fin y al cabo, es hijo de Mario y su madre es una Julia. Son factores que cuentan algo.

– Y, por lo visto, no.

– Puedes jurarlo por el pañuelo gastado de tu abuela. Para lo más que sirve es para adornar; nos da una buena imagen y acelera los reclutamientos.

– A lo mejor se le da bien el mando -dijo Bruto, limpiándose la grasa de las manos en una servilleta de lino que le dio un esclavo.

– Puede. Pero yo creo que no. Desde luego, en ese aspecto, pienso seguir tu consejo.

– ¿Qué consejo?

– Asegurarme de que no le encomiendan las mejores tropas.

– Ah -exclamó Bruto, tirando la servilleta al aire sin preocuparse de si el mudo criado que estaba al lado de César podía cogerla o no-. No ha venido Quinto Sertorio. Esperaba que viniera a Roma, al menos para esta ocasión. Después de todo, el hijo de Mario es primo suyo.

Carbón lanzó una risa sardónica.

– Querido Bruto, Sertorio ha abandonado nuestra causa. Se marchó de Sinuessa por su cuenta y riesgo, y en Telamon se alistó en una legión de clientes de Cayo Mario que zarpó en invierno hacia Tarraco. Es decir, que ha asumido su cargo de gobernador de la Hispania Citerior muy pronto. No me cabe duda de que espera que cuando cumpla su plazo ya se habrá resuelto la situación en Italia.

– ¡Es un cobarde! -exclamó Bruto indignado.

Carbón ventoseó.

– ¡Ni mucho menos! Yo más bien diría que es raro. No tiene amigos, ¿no te has dado cuenta? Ni esposa. Pero no tiene la ambición de Cayo Mario, por lo que todos hemos de dar gracias a nuestra buena estrella; porque si la tuviera, Bruto, sería primer cónsul.

– Mira, yo creo que es una lástima que nos haya dejado plantados. Su presencia en el campo de batalla hubiera servido para dar un vuelco a la situación, porque, aparte de todo, él sabe cómo combate Sila.

Carbón eructó y se apretó el vientre.

– Me parece que voy a retirarme a tomar un vomitivo. La prodigiosa selección de manjares que nos ha ofrecido el cachorro es demasiado fuerte para mi estómago.

Bruto ayudó a levantarse de la camilla al segundo cónsul y le llevó hacia un rincón detrás del podio, cubierto con un biombo, donde los criados atendían con orinales y jofainas a los que les requerían.

Lanzando una mirada de desdén a la espalda de Carbón, César pensó que había escuchado la conversación más importante que podía darse en la fiesta consular; se despojó de los zuecos, los recogió y desapareció de escena sigilosamente.

Lucio Decumio lo atisbaba todo desde un rincón del vestíbulo del Senado, y se le acercó nada más cruzar la puerta. Iba cargado con ropa normal para César: botas adecuadas, capa con capucha, calcetines y unas polainas de lana. César se despojó de los atributos de flamen dialis, y de detrás de Lucio Decumio surgió una figura imponente que cogió la apex laena y los zuecos para guardarlos en una bolsa de cuero.

– ¿Ya has vuelto de Bovillae, Burgundus? -preguntó César, tiritando de frío mientras se embutía la bota sin cordones.

– Sí, César.

– ¿Y qué tal? ¿Todo bien con Cardixa?

– Soy padre de otro hijo. Cuando seas cónsul tendrás una guardia personal completa.

– Jamás seré cónsul -replicó César, tragando saliva y mirando hacia la cúpula nevada de la basílica Emilia.

– ¡Tonterías! ¡Claro que lo serás! -añadió Lucio Decumio, cogiendo entre sus manos abrigadas con mitones el rostro del joven-. ¡Y deja ya de entristecerte! No habrá fuerza en el mundo capaz de impedírtelo si quieres serlo, ¿me oyes? -añadió, bajando las manos y haciendo un gesto impaciente en dirección de Burgundus-. ¡Vamos, patán germano, abre camino al amo!


Aquel terrible invierno continuó tal como había comenzado y parecía no tener fin. Las estaciones se sucedían de acuerdo con el calendario desde que Escévola era pontífice máximo hacía varios años; pues él, igual que Metelo Dalmático, era partidario de mantener las fechas en armonía con las estaciones, a pesar de que el pontífice que había ostentado el cargo entre ellos dos -Cneo Domicio Ahenobarbo- había consentido que el calendario se adelantase, haciéndolo más corto de días que el año solar, y alegando que los melindrosos hábitos griegos eran una tontería.

Por fin en marzo comenzó el deshielo y toda Italia se dispuso a recibir al buen tiempo. Dormidas desde octubre, las legiones comenzaron a moverse y a desplegar actividad. Desafiando la espesa nieve de primeros de marzo, Cayo Norbano salió de Capua con seis de sus ocho legiones y se puso en camino para unirse a Carbón, que había vuelto a Ariminum. En su marcha rebasó la posición de Sila, quien no se lo impidió. A pesar de la nieve, Norbano pudo avanzar bien por la vía Latina y luego por la Flaminia, y alcanzó Ariminum sin tardanza, incrementando con sus tropas las fuerzas de Carbón hasta treinta legiones y varios miles de soldados de caballería. Una tremenda carga para Roma, y el Ager Gallicus.

Pero antes de partir para Ariminum, Carbón había resuelto su problema más acuciante: la fuente de financiación del enorme ejército. Quizá fuese el oro y la plata fundidos del incendiado templo de Júpiter Optimus Maximus, guardado en lingotes en el Tesoro, porque comenzó apoderándose de ellos y en su lugar dejó un escrito en el que se decía que Roma debía al Gran Dios tantos talentos de oro y tantos otros de plata. Pero había, además, muchos templos romanos que disponían de riquezas propias, y como la religión formaba parte del Estado y éste la subvencionaba, Carbón y el joven Mario optaron por tomar «prestado» el dinero de dichos templos. En teoría, no era un acto anticonstitucional, pero de hecho era una solución detestable que nunca se había llevado a la práctica. Y así, de las cámaras acorazadas de los templos fueron saliendo arcas y más arcas de monedas, del monto constituido por el sestercio que se entregaba a Juno Lucina cada vez que nacía un romano, varón o hembra, por el denario que se daba a Juventas cuando los ciudadanos varones superaban la pubertad, por los cuantiosos denarios donados a Mercurio cuando los comerciantes hundían su ramo de laurel en la fuente sagrada, por los sestercios que se entregaban a Venus Libitina cuando moría un ciudadano romano, y por los sestercios que las prostitutas famosas ofrecían a Venus Erucina. Todo ese dinero y mucho más fue requisado para engrasar la máquina de guerra de Carbón. Se requisaron también lingotes y se fundieron todos los obsequios de oro y plata de los templos no considerados obras de arte.

Se encomendó al pretor tartamudo Quinto Antonio Balbo -que no era de la estirpe de los Antonios- la tarea de acuñar las nuevas monedas y retirar las antiguas; una determinación que, aunque considerada sacrílega por muchos, dio sus buenos frutos. Carbón pudo dejar al joven Mario al frente de Roma y de la campaña en el sur, para dirigirse tranquilo a Ariminum.

Aunque ninguno de los bandos lo sabía, un mismo propósito animaba a Sila y Carbón: que no fuese una guerra civil que arruinase a Italia, que todas las provisiones para hombres y bestias consumidas durante las hostilidades se pagasen al contado y que se redujese al mínimo la extensión de tierras asoladas durante las acciones bélicas. La guerra itálica había dejado al país al borde del desastre, y no podía hacer frente a otra similar, y menos aún tan pronto. Eso era algo que ni Sila ni Carbón ignoraban.

Sabían también que la guerra que iban a desencadenar carecía ante la gente del común de la nobleza de propósitos y de las fundadas razones que habían hecho estallar la guerra itálica, que había sido una pugna entre Roma y los estados que querían sacudirse el yugo del vasallaje. Mientras que, ¿cuáles eran los motivos del actual conflicto? El simple enfrentamiento de dos bandos por establecer su dominio en Roma, una simple pugna por la hegemonía entre dos hombres: Sila y Carbón, por mucha propaganda con que quisieran enmascararla ambos bandos. Y el pueblo no era tonto. Por consiguiente, no se podía abrumar al país, mermando el bienestar de romanos e itálicos.

Sila contaba con el crédito de sus tropas, mientras que a Carbón no le había quedado más remedio que recurrir al de los dioses. Y ambos se veían enfrentados al terrible dilema de si una vez finalizado el conflicto podrían cancelar su deuda.

Nada de esto, sin embargo, preocupaba al hijo de Mario, por ser heredero de un hombre riquísimo exento de agobios dinerarios, ya fuese para pagar sus lujos o financiar las legiones. Precisamente la financiación de la guerra era un tema que el viejo Cayo Mario había tratado con el pequeño César durante la época en que éste le había ayudado a recuperarse del segundo infarto, mientras que a su hijo apenas le había hablado de ello, pues justo cuando más le habría necesitado a su lado, el joven estaba en una edad en que para él resultaba más interesante Roma y sus placeres que su propio padre, y fue César -nueve años más joven que su primo- quien cosechó el legado de las experiencias de Mario. Y César había escuchado con auténtica avidez todo aquello que su nombramiento como sacerdote había convertido en imposible utopía.

Al iniciarse el deshielo a mediados de marzo, el hijo de Mario y sus legados salieron de Roma para acampar en las afueras de la pequeña ciudad de Ad Pictas, en la vía Labicana, un diverticulum que rodeaba las colinas Albanas y confluía con la vía Latina en un lugar llamado Sacriportus. Allí, en una llanura aluvial, habían estado invernando ocho legiones de voluntarios de Etruria y Umbría, sometidos a un severo e intenso entrenamiento en la medida en que el frío lo permitía. Todos los centuriones eran veteranos de las campañas de Cayo Mario y sabían hacer bien las cosas, pero cuando llegó el hijo de Mario a finales de marzo, las tropas aún eran muy novicias, cosa que al joven no le preocupó, creyéndose que el recluta más bisoño lucharía bajo su mando del mismo modo que lo habían hecho los curtidos soldados de su padre. Él, lo que anhelaba era detener a Sila lo antes posible.

Había en sus filas militares que sabían mejor que él lo arduo de la empresa, pero ninguno trató de hacérselo ver, debido al simple motivo de que probablemente ninguno consideraba que el joven Mario tuviera dotes para merecer semejante sinceridad. Mario era una figura decorativa a la que había que cuidar y proteger.

Cuando llegaron comunicados del espionaje informando de que Sila se disponía a ponerse en marcha, el hijo de Mario se mostró alborozado. Por lo visto, Sila había seleccionado once de sus dieciocho legiones, con casi toda la caballería menos unos escuadrones, enviándolas al mando de Metelo Pío el Meneitos hacia la costa del Adriático y las posiciones de Carbón en Ariminum. Así, a Sila le quedaban siete legiones, una fuerza inferior a la de él.

– ¡Puedo vencerle! -dijo a su primer legado, Cneo Domicio Ahenobarbo.

este, casado con la hija mayor de Cinna, se veía obligado a formar en el bando de Carbón a pesar de su natural inclinación hacia la causa de Sila; estaba muy enamorado de su hermosa esposa pelirroja, y lo bastante sometido a sus deseos para hacer algo contra su voluntad. Así, se vio en la tesitura de ignorar que la mayoría de sus parientes más cercanos eran estrictamente neutrales o partidarios de Sila.

Ahora, escuchando al pletórico Mario, se sentía aún más incómodo; quizás había llegado el momento de ir pensando en dónde exiliarse si al engreído joven le fallaban sus bravatas y era incapaz de derrotar al viejo zorro pelirrojo.

El primer día de abril, el joven Mario, de excelente humor, hizo salir a las tropas del campamento y cruzó los antiguos pilares del Sacriportus hacia la vía Latina, para dirigirse hacia Campania, en donde estaba Sila. No perdió tiempo, pues había dos puentes que cruzar a una distancia de cinco millas, y quería estar en posición despejada antes de avistar al enemigo. Nadie le comentó que fuese una imprudencia ir al encuentro de Sila en vez de quedarse en la posición que ocupaba, y, aunque había recorrido decenas de veces la vía Latina, el joven Mario no tenía capacidad para recordar el terreno ni para interpretarlo en sentido militar.

En el primer puente, sobre el Veregis, permaneció en retaguardia mientras las tropas lo cruzaban animadas y, de pronto, recapacitó que el terreno era más favorable para el combate en torno a los pilares del Sacriportus que hacia el punto en que él se dirigía; pero no se detuvo. En el segundo puente, sobre el más ancho y rápido Tolerus, dio en pensar, finalmente, que se dirigía hacia un terreno en el que las legiones maniobrarían con dificultad. Sus exploradores llegaron diciéndole que Sila estaba a dieciséis kilómetros de la vía, cruzando rápidamente la ciudad de Ferentinum, ante lo cual el joven Mario fue presa del pánico.

– Creo que será mejor regresar a Sacriportus -dijo a Ahenobarbo-. En este terreno es imposible hacer el despliegue que tenía previsto, y no puedo rebasar a las fuerzas de Sila para situarme en un terreno más abierto. Nos enfrentaremos a él en Sacriportus, ¿no te parece?

– Lo que tú digas -contestó Ahenobarbo, que sabía perfectamente el efecto que causaría en aquellas tropas bisoñas la orden de dar media vuelta y retirarse, y, sin embargo, optó por callar-. Daré la orden de volver a Sacriportus.

– ¡A paso ligero! -exclamó el hijó de Mario, mientras sentía desvanecerse su confianza, al tiempo que aumentaba su pánico.

Ahenobarbo le miró estupefacto, pero tampoco dijo nada. Si el joven quería extenuar al ejército cubriendo tantos kilómetros a la carrera, ¿a qué discutir? De todos modos, no podían vencer.

Y así, las ocho legiones emprendieron el regreso a Sacriportus a paso ligero, y los millares de nuevos reclutas no salían de su estupor ante los gritos de los centuriones que les conminaban a levantar los pies y seguir avanzando. Al joven Mario también se le contagió aquella desesperada premura, y fue cabalgando entre las filas infundiéndoles prisa, sin siquiera pensar en decirles que no era una retirada sino una simple marcha hacia mejor terreno para el combate. La consecuencia fue que tropas y general llegaron al terreno más favorable sin condiciones físicas ni mentales para hacer buen uso de él.

Como todos los de su clase, el joven Mario había aprendido cómo dar una batalla, pero hasta entonces se había contentado con creer que heredaría sin más la perspicacia y habilidad de su padre; pero en Sacriportus, mientras legados y tribunos militares se congregaban a su alrededor para que les diera órdenes, se vio que era incapaz de pensar ni encontrar un ápice de la sagacidad y habilidad de su padre.

– Oh -dijo finalmente-, desplegad las legiones en cuadrados de ocho hombres en fondo, y mantened dos legiones en línea, de reserva.

No eran órdenes adecuadas, pero nadie trató de hacer que las mejorase, y a las tropas sedientas y sin aliento tampoco se las estimuló con una arenga del general; en lugar de dirigirse a sus soldados, el hijo de Mario se situó a caballo en un lado del campo de batalla, cabizbajo, pensando en el dilema que se le planteaba.

Sila, en lo alto de un promontorio entre el Tolerus y el Sacriportus, comprendió el lamentable plan de batalla del joven Mario, lanzó un suspiro, se encogió de hombros y mandó atacar a sus cinco legiones de veteranos al mando de Dolabella y Servilio Vatia. Las dos mejores legiones del antiguo ejército de Escipión Asiageno las dejó en reserva al mando de Lucio Manlio Torcuato, y él permaneció en aquel altozano con un escuadrón de caballería para el servicio de mensajeros de los comandantes y los comunicados de cambio de táctica en caso necesario. Se hallaba a su lado nada menos que Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado y portavoz de la Cámara, que había decidido pasarse a sus filas en pleno invierno, acudiendo al encuentro de Sila en febrero.


Al ver que se acercaba el ejército de Sila, el hijo de Mario recobró la calma, aunque no el optimismo, y asumió en persona el mando del ala izquierda sin tener una idea precisa de lo que hacía ni había de hacer. Los dos ejércitos chocaron a media tarde de aquel breve día, y no había transcurrido una hora cuando los campesinos de Etruria y Umbría que tan entusiastas se habían alistado en el ejército del hijo de Mario, abandonaban el campo de batalla, huyendo en todas direcciones ante los veteranos de Sila, que los deshacían sin piedad y con relativa facilidad. Una de las dos legiones que había mantenido en reserva desertó y se pasó a Servilio Vatia, manteniéndose impasible ante la matanza de sus compañeros a pocos pasos de distancia.

La defección de aquella legión fue lo que acabó por desanimar al joven Mario. Recordando que la imponente fortaleza de la ciudad de Praeneste se hallaba cerca, al este de Sacriportus, hacia ella ordenó la retirada. Teniendo la marcha un objetivo concreto, avanzaron mejor y consiguió evacuar a las tropas de su ala izquierda con bastante orden. Ofella, al mando del ala derecha de Sila, emprendió la persecución con una celeridad y saña que regocijó al propio Sila, que contemplaba las maniobras desde su posición elevada. Estuvo hostigando y acosando al enemigo durante quince kilómetros, aislando a los rezagados, mientras el joven Mario se esforzaba por salvar el mayor número posible de tropas. Cuando por fin las enormes puertas de Praeneste se cerraron a sus espaldas, no le quedaban más que siete mil hombres.

El centro del ejército había perecido casi por completo en el campo de batalla, pero el ala derecha al mando de Ahenobarbo había logrado abrirse paso para dirigirse a Norba, antiguo reducto de los volscos, fanáticos de la causa de Carbón, ciudad que, en lo alto de una montaña, treinta y dos kilómetros al sudoeste, abrió complacida sus inexpugnables puertas para recibir a los diez mil hombres. Pero Ahenobarbo no entró con ellos; les deseó buena suerte y prosiguió la marcha hasta Tarracina en la costa, en donde tomó un barco para Africa, el lugar más alejado de Italia que se le ocurrió.

Ignorando que su primer legado había huido, el joven Mario permaneció satisfecho en su refugio de Praeneste, sabiendo que de allí muy difícilmente podría desalojarle Sila. A unos treinta y seis kilómetros de Roma, Praeneste ocupaba las alturas de una estribación de los Apeninos, y era una plaza que había resistido numerosos asaltos a lo largo de los siglos. Ningún ejército podía tomarlo por detrás, donde la estribación se unía ya a montañas más vertiginosas del macizo, pero era precisamente el lado por el que podía recibir abastecimientos, por lo que resultaba imposible rendirlo por hambre. En el recinto había varios manantiales, y los enormes silos subterráneos del templo de la Fortuna Primigenia que daba su fama a la localidad, guardaban muchos medimni de trigo, aceite y vino y de otros alimentos no perecederos como quesos y pasas, así como manzanas y peras de la anterior cosecha.

Aunque sus orígenes eran suficientemente latinos y sus habitantes se enorgullecían de su dialecto como el más antiguo y puro, Praeneste nunca se había aliado con Roma, había luchado en el bando de los aliados itálicos durante el anterior conflicto y seguía reivindicando pertinazmente que su ciudadanía era superior a la de Roma y que ésta era una ciudad de nuevos ricos. Por eso era bastante lógica su ferviente acogida al hijo de Mario, pues para los praenestanos era como el desvalido que se enfrentaba a la furibunda venganza de Sila, y, por ser hijo de quien era, su ejército fue bien recibido. En agradecimiento, Mario mandó formar patrullas de aprovisionamiento y las envió por los vericuetos de detrás de la fortaleza en busca de alimentos para no agotar las reservas de la ciudad.

– En verano, Sila no tendrá más necesidad que levantar el sitio y podréis marcharos -dijo el decano de los magistrados de la ciudad.

Predicción que no se cumplió; en menos de un intervalo de mercado después de la batalla de Sacriportus, el joven Mario y los habitantes de Praeneste vieron que se iniciaba un asedio en toda regla con el firme propósito de rendir la plaza. Los ríos que discurrían desde el macizo hacia Roma vertían todos en el Anio, y los del lado opuesto iban a desembocar en el Tolerus, pues Praeneste estaba situada en la divisoria de las aguas. Y ahora, sin salir de su asombro, los sitiados vieron cómo comenzaba a construirse un gigantesco muro con foso desde el Anio hasta el Tolerus, y cuando las obras estuvieran concluidas, la única salida de Praeneste serían los senderos y vericuetos de las montañas traseras, en caso de que no estuviesen vigilados.


La noticia de Sacriportus llegó a Roma antes de que el sol se ocultara aquel aciago día, aunque muy discretamente, y sólo se difundió en forma de rumor. Llegó por mano de un mensajero especial enviado por el propio hijo de Mario, quien, nada más entrar en Praeneste dictó una apresurada carta al pretor urbano de Roma, Lucio Junio Bruto Damasipo, que decía:


Todo se ha perdido al sur de Roma. Esperemos que Carbón en Ariminum libre la clase de guerra que Sila sea incapaz de contrarrestar, aunque sólo sea por el hecho de que cuenta con menores fuerzas. Las tropas de Carbón son mucho mejores que las mías, que carecían de un buen entrenamiento y de experiencia, lo que fue causa de que no pudieran resistir ni una hora al empuje de los veteranos de Sila.

Sugiero que te prepares para el asedio de Roma, aunque creo que será imposible en una ciudad tan grande y tan dividida en tendencias. Si crees que Roma se negará a resistir un asedio, prepárate a la llegada de Sila en el próximo intervalo de mercado, pues no hay tropas que puedan interceptar su avance. No sé si pretenderá ocupar la ciudad; espero que se proponga pasar de largo para atacar a Carbón. Por lo que he oído contar a mi padre de Sila, es muy probable que intente aplastar a Carbón con una maniobra en tenaza, una de cuyas mandíbulas sería Metelo Pío. Ojalá lo supiera, pero lo ignoro. Lo único que sé es que en este momento es prematuro para Sila ocupar la ciudad y no creo que cometa tal error.

Tardaré un tiempo en poder salir de Praeneste, en donde me han recibido de buen grado; sus gentes sienten gran afecto por Cayo Mario y no han negado el socorro a su hijo. Ten la seguridad de que en cuanto Sila se disponga a atacar a Carbón, romperemos el cerco para ir en auxilio de Roma. Quizá si yo me persono en Roma, la gente acepte resistir el asedio.

Aparte de eso, creo que ha llegado el momento de destruir los últimos nidos de víboras partidarios de Sila en nuestra amada ciudad. ¡Mátalos, Damasipo! No impidas que el sentimiento mitigue tu decisión. Si siguen viviendo quienes puedan decidir apoyar a Sila, será imposible resistirle; pero si los cabecillas de los que intenten causarnos dificultades mueren, los demás se someterán sin reservas. Todos los que puedan prestar ayuda militar a Carbón deben salir de Roma ahora mismo. Tú incluido, Damasipo.

Te adjunto unos cuantos nombres de víboras partidarios de Sila que me vienen a la memoria. Sé que faltan decenas de ellos, ¡haz tú mismo la lista completa! El pontífice máximo, el viejo Lucio Domicio Ahenobarbo, Carbo Arvina y Publio Antistii Veto.


Bruto Damasipo cumplió las órdenes. Durante el breve pero intenso programa de asesinatos que el anciano Cayo Mario había perpetrado antes de morir, el pontífice máximo Quinto Mucio Escévola había sido apuñalado sin que nadie pudiera entender el porqué. Su supuesto asesino (el Fimbria que había partido con el cónsul sufecto Flaco para relevar del mando a Sila en la guerra contra Mitrídates, y que después había asesinado a Flaco) en su momento no arguyó más excusa que echarse a reír diciendo que Escévola merecía la muerte. Pero Escévola no había muerto a pesar de hallarse gravemente herido. Fuerte y tenaz, el pontífice máximo estaba de nuevo ejerciendo sus funciones a los dos meses. Pero ahora no escaparía. A pesar de ser suegro del joven Mario, fue apresado cuando trataba de buscar refugio en el templo de Vesta. Era completamente ajeno a cualquier traición para con su yerno.

El anciano Lucio Domicio Ahenobarbo, cónsul poco después de que su hermano fuese elegido pontífice máximo reformador, fue ejecutado en su casa, y, sin duda, Pompeyo el Grande hubiese aprobado encantado de haber sabido que no necesitaba mancharse las manos con la sangre de su suegro; Publio Antistio fue también asesinado, y su esposa, loca de dolor, se quitó la vida. Cuando Bruto Damasipo se hubo deshecho de quienes consideraba que podían poner en peligro la Roma de Carbón, unas treinta cabezas adornaban los rostra del bajo Foro. Hombres que se decían neutrales (como Catulo, Lépido y Hortensio) se encerraron en sus casas y se negaron a salir por temor a que los sicarios de Bruto Damasipo intentaran matarles.

Una vez realizada la tarea, Bruto Damasipo y su pretor Cayo Albio Carrinas salieron de Roma y se unieron a Carbón. El pretor de la casa de la moneda, Quinto Antonio Balbo, abandonó también Roma, pero al mando de una legión, con la encomienda de ir a Cerdeña y arrebatar la isla a Filipo.

Sin embargo, la defección más extraña de todas fue la del tribuno de la plebe Quinto Valerio Sorano, quien, gran erudito y hombre muy humanitario, no pudo aprobar aquella matanza de quienes ni siquiera se había demostrado que fuesen partidarios de Sila. Pero, ¿cómo efectuar una protesta pública que hiciera reaccionar a la ciudad? ¿Podría un solo hombre destruir Roma? Quinto Valerio Sorano había llegado a la conclusión de que el mundo ganaría con la destrucción de Roma. Y después de pensárselo, entrevió una solución. Se dirigió a los rostra, subió a la tribuna y allí, en medio de los sangrantes trofeos de Bruto Damasipo, gritó con todas sus fuerzas el nombre esotérico de Roma.

– ¡AMOR! -clamó una y otra vez.

Los que le oían y lo entendían huían del lugar, tapándose los oídos con las manos. ¡ El nombre secreto de Roma no podía pronunciarse en voz alta! Roma y todo lo que representaba se desmoronarían como por efecto de un terremoto. Y es Lo que Quinto Valerio Sorano también pensaba. Así, después de gritar al aire y a los pájaros y a los aterrados ciudadanos el nombre críptico de Roma, Sorano corrió a Ostia, preguntándose cómo es que la ciudad seguía en pie sobre sus siete colinas. Y de Ostia zarpó para Sicilia, con el repudio de ambos bandos.

La ciudad, carente de gobierno, no se derrumbó; la gente continuó haciendo sus cosas como siempre, y los nobles neutrales asomaron tímidamente la cabeza por la puerta de sus casas, olfatearon el aire y se aventuraron por las calles sin hacer comentarios. Y Roma aguardó a ver qué haría Sila.


Sila entró en Roma pacíficamente y sin la protección del ejército.

No había ningún imperioso motivo que le disuadiera, y sí numerosas razones que le impulsaran a ello. Poco le importaban cuestiones como la de su imperium, y si renunciaba a él en el momento de cruzar el pomerium sagrado, ¿quién había en aquella Roma sin timón que pudiera oponérsele, acusarle de ilegalidad o de impiedad? Si volvía a Roma era en su condición de conquistador y dueño de la ciudad, con todos los poderes necesarios en consonancia con su pasado. Cruzó el pomerium sin escrúpulos y procedió a restablecer en la ciudad un gobierno provisional.

El magistrado más anciano que había quedado en Roma era un pretor, uno de los dos hermanos Magio de Aeclanum. Y a él fue a quien Sila encomendó el gobierno, asistido por los ediles Publio Furio Crasipes y Marco Pomponio. Cuando se enteró de que Sorano había pronunciado en voz alta el nombre de Roma, frunció aterrado el ceño y se estremeció, pese a que había contemplado impasible los rostra erizados de cabezas, ordenando que las quitasen y se les diese el ceremonial adecuado. No dirigió discursos al pueblo ni convocó al Senado. Y no había transcurrido un día de su entrada cuando regresó a Praeneste, dejando en la ciudad dos escuadrones de caballería al mando de Torcuato, para que ayudasen a los magistrados a mantener el orden, como dijo con displicencia.

No trató de ver a Aurelia, quien, al saber que había vuelto a marcharse, se enfrentó con indiferencia a su familia, en particular a César, quien estaba convencido de que la entrevista de su madre con Sila en Teanum era un hecho muy significativo, aunque ella no quisiera explicárselo.


El legado encargado del asedio a Praeneste era el tránsfuga Quinto Lucrecio Ofela, quien recibía órdenes directamente de Sila.

– Quiero que el hijo de Mario se quede para siempre encerrado en Praeneste -dijo Sila-. Levanta un muro de diez metros desde las montañas del Anio hasta las de detrás del Tolerus, con torres de veinte metros cada doscientos pasos. Entre ese muro y la ciudad excava un foso de siete metros de profundidad y siete de ancho con stimuli en el fondo, gruesos como los carrizos de las riberas del lago Fucino. Cuando esté acabado el cerco, dispón patrullas que vigilen todos los senderos que parten por detrás de la ciudad hacia los Apeninos para que no entre ni salga nadie. Quiero que ese muñeco arrogante sepa que Praeneste va a ser su residencia para lo que le queda de vida -añadió con aviesa sonrisa que le frunció las comisuras de los labios, una sonrisa que habría dejado ver sus fieros caninos cuando aún los tenía y su rostro no era un desastre horripilante-. También quiero que los habitantes de Praeneste sepan que están condenados a albergar al hijo de Mario para el resto de sus días; así que dispón heraldos que voceen la noticia seis veces al día. Una cosa es ayudar a un niño bonito con un apellido famoso, y otra darse cuenta de que ese niño bonito les ha traído la muerte y el sufrimiento.

Cuando Sila se dirigió a Veii, al norte de Roma, dejó a Ofela dos legiones para realizar las obras. Y las legiones trabajaron de lo lindo. Afortunadamente, en la zona abundaba la toba volcánica, una extraña roca que se cortaba como queso y se endurecía enormemente una vez expuesta al aire. Gracias a ello, el muro avanzó prodigiosamente, y el foso se cavó también con gran celeridad. La tierra de la excavación se aprovechó para formar un segundo muro, y en la tierra de nadie comprendida entre ambos no quedó un solo árbol ni objeto que pudiera servir de ariete. En las montañas de detrás de la ciudad talaron igualmente los árboles existentes entre las murallas y el campamento de las patrullas que vigilaban los senderos para impedir el abastecimiento de Praeneste.

Ofela era un capataz infatigable; pretendía no irle a la zaga a Sila, y ahora tenía la ocasión. Así, no daba respiro a nadie para que se quejara de dolor de espalda ni de agujetas. Además, también los soldados querían estar a la altura de Sila, pues una de las legiones era la que había desertado del hijo de Mario en Sacriportus, y la otra era la que había pertenecido a Escipión Asiageno; su lealtad estaba en tela de juicio, y por eso consideraban que si construían bien el muro y cavaban esforzadamente el foso demostrarían a Sila su buena disposición. Bastaba con que se aplicasen con sus manos al pico y a la pala, pero eran diez mil pares de manos y sobraban herramientas, y los centuriones les instruían sobre los trucos y recursos de la construcción de un cerco. Para Ofela no constituía un gran problema organizar tan enorme trabajo, pues él era un auténtico romano en cuestiones de ejecución metódica.

Al cabo de dos meses estaban terminados el muro y el foso con más de doce kilómetros de largo y cortando la vía Prenestina y la vía Labicana, interrumpiendo así el tránsito en ambas carreteras y haciéndolas inútiles después de Tusculum y Bola. A los caballeros y senadores romanos cuyas propiedades resultaron afectadas por ello, no les quedó otro remedio que aguardar mohínos el final del asedio y maldecir al hijo de Mario. Por el contrario, los pequeños propietarios de la región se regocijaron al ver los bloques de toba, pues una vez concluido el cerco el muro sería derruido y dispondrían de un inagotable suministro de material para la construcción de vallas, graneros y vaquerías.

En Norba proseguía una acción similar, aunque allí no eran necesarias tan gigantescas obras de asedio. Para rendirla se había enviado a Mamerco con una legión de nuevos reclutas (alistados en el país de los sabinos por Marco Craso), y en seguida se puso manos a la obra con la obstinación y consabida eficiencia que le habían servido para salir de no pocas situaciones apuradas.

En cuanto a Sila, en Veii, dividió las cinco legiones que había dejado atrás con Publio Servilio Vatia; éste, al frente de dos, había de dirigirse hacia la costa de Etruria, mientras Sila y Dolabela el viejo marchaban con las otras tres por la vía Casia hacia el interior en dirección a Clusium. Ya había comenzado mayo y Sila estaba muy satisfecho con el avance. Si Metelo Pío y sus fuerzas más numerosas progresaban del mismo modo, en otoño se hallaría en excelente posición para dominar toda Italia y la Galia itálica.

¿Cómo le iba a Metelo Pío con sus tropas? Sila no sabía mucho del terreno que habían cubierto al ponerse en marcha por la vía Casia hacia Clusium, pero tenía mucha confianza en su más fiel aliado, al tiempo que enorme curiosidad por ver cómo se desenvolvía Pompeyo. Había asignado expresamente a Metelo Pío el ejército más numeroso, y también deliberadamente había dado instrucciones de que Pompeyo el Grande mandase los cinco mil soldados de caballería que él no habría podido utilizar en su propio avance por terreno más montañoso y accidentado.


Metelo Pío había avanzado hacia la costa adriática con sus dos legiones (al mando de su legado Varrón Lúculo), seis legiones que habían sido de Escipión, las tres legiones de Pompeyo y los cinco mil jinetes asignados a éste por Sila.

Naturalmente, Varrón el sabino viajaba con Pompeyo y era oído atento y favorable (¡y no digamos pluma atenta y favorable!) a todo pensamiento de éste.

– Tengo que llevarme mejor con Craso -le dijo Pompeyo cuando cruzaban Picenum -. Con Metelo Pío y con Varrón Lúculo no hay inconveniente, aparte de que les estimo bastante. Pero Craso es un bruto malhumorado, tremendo. Necesito que esté de mi parte.

Montado en un caballo enano, Varrón miró de abajo arriba a Pompeyo, que cabalgaba en su caballo público blanco.

– ¡Ya veo que algo has aprendido durante este invierno con Sila! -dijo con auténtica perplejidad-. No me imaginaba que iba a oírte hablar de conciliación con nadie, con excepción de Sila, claro.

– Sí que he aprendido -admitió Pompeyo indolente. Sus magníficos dientes blancos destellaron en afectuosa sonrisa-. ¡Vamos, Varrón, ya sé que estoy convirtiéndome en el partidario más apreciado de Sila, pero también soy capaz de entender que necesite a otros! Aunque puede que tengas razón -añadió-. Es la primera vez en mi vida que tengo tratos con un comandante en jefe que no sea mi padre. Mi padre era un gran militar, pero lo único que contaba para él eran sus tierras. Sila es distinto.

– ¿En qué sentido? -inquirió Varrón con curiosidad.

– A él le importa poco casi todo… ni siquiera nosotros a quienes llama legados, colegas o lo que mejor le parezca. Ni siquiera sé si le importa Roma. Lo que a él le importa no es nada material: ni el dinero, ni las tierras, ni aun la magnitud de su auctoritas o su reputación pública. No, para Sila eso no tiene importancia.

– ¿Y qué es lo que le importa? -insistió Varrón, fascinado por el prodigio de que un Pompeyo profundizase más que él.

– Quizá su dignitas -contestó Pompeyo.

Varrón se puso a pensarlo detenidamente. ¿Tendría razón Pompeyo? Dignitas! El don más intangible de cualquier noble romano era la dign itas. La auctoritas representaba el ascendiente, la magnitud de su influencia pública, su capacidad para influir en la opinión pública y en las entidades públicas desde los sacerdotes a los encargados del Tesoro.

La dignitas era distinto. Era una cualidad profundamente personal y exclusiva, aunque se proyectaba sobre todos los aspectos de la vida pública del individuo. ¡Qué difícil de definir! Claro, por eso existía, precisamente, la palabra. La dignitas era… ¿la magnitud del efecto que causaba alguien… el grado de su gloria? La dignitas resumía lo que un hombre era, como persona y como miembro destacado de la sociedad. Era el conjunto de su orgullo, su integridad, su fidelidad, su inteligencia, sus hazañas, su habilidad, su saber, su posición, su valía como hombre… La dign itas perduraba tras la muerte, era el único medio con que contaba el individuo para triunfar de la muerte. Sí, ésa era la mejor definición. La dignitas era el triunfo del hombre sobre la extinción de su ser físico. Y vista bajo esa perspectiva, Varrón pensó que Pompeyo tenía toda la razón. Si algo importaba a Sila era su dignitas. Había dicho que vencería a Mitrídates; que regresaría a Italia y se vengaría; que restablecería la república en su forma tradicional. Había dicho esas cosas y tenía que hacerlas para que no mermara su dignitas. Y de algo externo a su persona extraía la fuerza para cumplir su palabra. Y una vez cumplida quedaría satisfecho. No podía descansar hasta no haberlo logrado. No descansaría.

– Diciendo eso -comentó Varrón -, le has prestado a Sila el último favor.

– ¿Cómo? -preguntó Pompeyo, con un brillo de perplejidad en sus ojos azules.

– Quiero decir -replicó Varrón vocalizando despacio- que acabas de demostrarme que Sila no puede perder. Él lucha por algo que Carbón ni siquiera entiende.

– ¡Ah, sí, desde luego! -añadió Pompeyo alegremente.

Estaban llegando al río Aesis, en medio del feudo de Pompeyo. No se había borrado en él el ímpetu juvenil del año anterior, pero ahora estaba integrado en una estructura más concreta de nuevas y estimulantes experiencias; en otras palabras, Pompeyo había madurado. En realidad, maduraba un poco más cada día. Al encomendarle Sila el mando de la caballería, Pompeyo se había entregado a una clase de actividad militar por la que nunca se había preocupado mucho. Era una característica romana, desde luego. Los romanos eran partidarios del soldado de infantería, y hasta cierto punto habían llegado a creer que el soldado a caballo era más decorativo que útil, algo que más bien estorbaba. Varrón estaba convencido de que la única razón por la que los romanos utilizaban caballería era por no ser menos que el enemigo.

En tiempos antiguos, en la época de los reyes de Roma y en los albores de la República, era el soldado a caballo el que constituía la élite militar y la punta de lanza del ejército. En él tenía su origen la clase de los caballeros, el ordo equester, como lo había denominado Cayo Graco. Los caballos eran terriblemente caros, demasiado para que muchos particulares pudiesen adquirirlos, y de ello había nacido la costumbre del caballo público, la montura de los caballeros pagada por el Estado.

Ahora, a sustancial distancia de aquellos tiempos pretéritos, el soldado romano de caballería había dejado de existir fuera del concepto social y económico. El caballero -fuese comerciante o terrateniente, miembro de la primera clase de las centurias- era una reliquia de la antigua caballería militar romana, pero el Estado aún continuaba comprando los mil ochocientos caballos de los descendientes de aquellos antiguos caballeros.

Amigo de explorar los vericuetos del pensamiento, Varrón se dijo que se desviaba de su reflexión original y se esforzó por volver al punto de partida: Pompeyo y su interés por la caballería, algo que no era ya puramente romano. Eran las tropas que Sila había traído de Grecia, y en ellas no había galos, pues de haber sido reclutadas en Italia, habrían sido galas en su mayor parte; gentes alistadas al otro lado del Padus en la Galia itálica o en el amplio valle del Rhodanus en la Galia Transalpina. Aquellos soldados de Sila eran en su mayoría tracios mezclados con unos cuantos gálatas; buenos guerreros, y de lo más leal que podía esperarse de gentes que no eran romanas. En el ejército romano tenían categoría de auxiliares, y algunos de ellos serian recompensados al final de la ardua campaña con la plena ciudadanía romana o una parcela.

Durante todo el camino desde Teanum Sidicinum, Pompeyo se había preocupado de recorrer las filas de aquellos guerreros de pantalón y justillo de cuero, escudo redondo pequeño y largas lanzas; la espada larga que usaban era mejor para el ataque que la corta de la infantería, por ir a caballo. Al menos, pensó Varrón conforme se iban aproximando al Aesis, Pompeyo sabía reflexionar, ya que se percataba de las ventajas de la caballería y estudiaba las posibilidades de su utilización. Hacía planes y consideraba cómo mejorar su rendimiento o el modo de pertrecharla. Estaba formada por regimientos de quinientos hombres, cada uno de ellos constituido por diez escuadrones de cincuenta jinetes, y tenían sus propios oficiales; el único romano al mando era el general en jefe de caballería. En este caso Pompeyo, que se mostraba muy interesado, totalmente fascinado y decidido a dirigirlos con una aptitud y competencia poco habitual en un romano. Pero aunque Varrón pensase que parte de aquel interés del joven procedía de su buena porción de sangre gala, tuvo la prudencia de no exponerle su teoría.

¡Era fantástico! Allí estaban, a la vista del Aesis y del antiguo campamento de Pompeyo. En el punto de partida, como si no hubiese existido ningún kilómetro de por medio. Habían hecho un viaje para ver a un hombre viejo desdentado y calvo, y no se habían entablado más que un par de batallas sin consecuencias tras una larga marcha.

– No sé -dijo- si la tropa no se preguntará qué es lo que hacemos.

Pompeyo parpadeó y desvió la mirada.

– ¡Qué pregunta más absurda! ¿Por qué van a preguntarse nada? ¡Soy yo el que decide, y ellos no tienen más que hacer lo que mande! -añadió, con una mueca de extrañeza ante la revolucionaria idea de que un veterano de Pompeyo Estrabón pudiera pensar.

Pero Varrón no desistía.

– ¡Vamos, Magnus! En ese aspecto, si no en muchos otros, son hombres como nosotros. Y siendo hombres, tienen el don de pensar, a pesar de que muchos de ellos no sepan leer ni escribir. Una cosa es no discutir las órdenes, y otra muy distinta preguntarse qué es lo que sucede.

– No te entiendo -replicó Pompeyo con toda franqueza.

– Magnus, ¡es el fenómeno llamado curiosidad humana! Es propio de la naturaleza del hombre plantearse el porqué de las cosas. Aunque sea un recluta picentino que no haya visto nunca Roma y no entienda la diferencia entre ésta e Italia. Hemos ido a Teanum y hemos vuelto, y ante nosotros tenemos el antiguo campamento. ¿No crees que algunos se preguntarán a qué hemos ido a Teanum y por qué hemos regresado en menos de un año?

– ¡Ah, eso lo saben! -respondió Pompeyo impaciente-. Además, son veteranos. Si les pagasen mil sestercios por las millas que han recorrido los últimos diez años, podrían vivir en el Palatino y criar peces de colores, aunque se measen en la fuente y cagasen en el huerto del cocinero. ¡Qué cosas tienes, Varrón! ¡No dejas de sorprenderme con las cosas que se te ocurren! -añadió, taloneando al caballo público y descendiendo al galope la última cuesta. De pronto, soltó una carcajada, agitó las manos y sus palabras se oyeron claramente-. ¡Palurdo el que llegue el último!

¡Qué infantil!, pensó Varrón. ¿Qué hago yo aquí? ¿De qué puedo yo servirle? Todo esto es un juego, una magnífica aventura.


Quizá lo fuera, pero aquella misma noche Metelo Pío convocó una reunión de sus tres legados, y Varrón, como de costumbre, acompañó a Pompeyo. El ambiente era agitado porque había noticias.

– Carbón no está lejos -dijo el Meneitos, haciendo una pausa para reflexionar sobre lo que acababa de decir-. Bueno, al menos tenemos cerca a Carrinas, y Censorino no tardará en unírsele. Parece ser que Carbón pensó que bastarían ocho legiones para interceptarnos, pero al ver el número de nuestras tropas ha enviado a Censorino con otras cuatro. Llegarán al Aesis antes que nosotros, y allí nos enfrentaremos.

– ¿Y dónde está Carbón? -inquirió Marco Craso.

– Continúa en Ariminum. Supongo que está a la espera de lo que haga Sila.

– Y de lo que haga el hijo de Mario -añadió Pompeyo.

– Sí -dijo el Meneitos, enarcando las cejas-. Pero a nosotros eso nos trae sin cuidado; nuestra misión es hacer saltar a Carbón. Pompeyo, éste es tu terreno. ¿Obligamos a Carrinas a cruzar el río o le dejamos en la otra orilla?

– Poco importa, realmente -contestó Pompeyo friamente-. Las riberas son muy parecidas; hay sitio de sobra para los despliegues, arboledas de protección y terreno bien nivelado para emplearse a fondo si podemos provocar el combate. Tuya es la decisión, Pío -añadió, con voz suave y gesto angelical-. Yo soy simplemente tu legado.

– Bien, como de lo que se trata es de llegar a Ariminum, lo más lógico es que pasemos la tropa a la otra orilla -dijo Metelo Pío imperturbable-. Si obligamos a Carrinas a retirarse no nos interesa cruzar el río para perseguirle. Según los informes, tenemos mucha ventaja con la caballería. Pompeyo, si crees que el terreno y el río nos lo permiten, me gustaría que cruzaras tú el primero y mantuvieses la caballería entre el enemigo y nuestra infantería. Luego, apartas la caballería y yo ataco con la infantería. Pocas artimañas podemos hacer y será una batalla clásica. De todos modos, si puedes situar la caballería a espaldas del enemigo cuando le embistamos, arrollaremos a Carrinas y a Censorino.

Nadie puso objeciones a la estrategia, lo bastante imprecisa para dar a entender que Metelo Pío tenía cierto talento como general. Cuando se sugirió que Varrón Lúculo se pusiese al mando de las tres legiones de veteranos de Pompeyo para que éste tuviese plena independencia con la caballería, él mismo aceptó sin reservas.

– Yo mandaré el centro, Craso el ala derecha y Varrón Lúculo la izquierda -dijo Metelo Pío para cerrar la reunión.

Como hacía buen día y el terreno no estaba muy húmedo, todo salió bastante en consonancia con lo previsto por Metelo Pío. Pompeyo cruzó sin dificultad, y el choque de infantería que siguió demostró la gran ventaja que las tropas veteranas conferían a un general en la batalla. Aunque las legiones de Escipión eran bastante bisoñas, Varrón Lúculo y Craso mandaron magistralmente las cinco legiones de veteranos y su confianza se transmitió a los hombres de Escipión. Carrinas y Censorino no contaban con tropas veteranas y cedieron sin que Metelo Pío tuviese que desplegarse demasiado. El resultado habría sido una fuga desordenada si Pompeyo hubiese logrado caer sobre el enemigo por detrás, pero cuando bordeaba el campo de batalla para hacerlo se encontró con la novedad de la llegada de Carbón con seis legiones más y tres mil soldados a caballo.

Carrinas y Censorino lograron retirarse sin perder más de tres o cuatro mil hombres y acamparon cerca de Carbón a un kilómetro escaso del campo de batalla; el avance de Metelo Pío y sus legados hubo de detenerse.

– Volveremos a tu campamento primitivo al sur del río -dijo Metelo Pío con firme decisión-. Prefiero que crean que nos tomamos con cautela el avance, y, además, creo que nos interesa dejar una buena distancia entre ellos y nosotros.

A pesar del decepcionante resultado de la jornada, la moral era alta entre la tropa, y muy alta en la tienda de mando cuando Pompeyo, Craso y Varrón Lúculo fueron a conferenciar con el general al anochecer. La mesa estaba llena de mapas desordenados, lo que daba a entender que el Meneitos los había estado consultando profusamente.

– Bien -dijo-, quiero que echéis un vistazo para estudiar el mejor modo de burlar a Carbón.

Se apiñaron en torno a la mesa, y Varrón Lúculo acercó una lámpara de cinco llamas. El mapa de piel de carnero mostraba la línea costera del Adriático entre Ancona y Rávena y el territorio del interior hasta las cumbres de los Apeninos.

– Nosotros estamos aquí -dijo el Meneitos, señalando un punto al sur del Aesis-. El siguiente río importante es el Metaurus, peligroso de vadear. Todo esto es el Ager Gallicus, y aquí está Ariminum, en el extremo norte, y algunos ríos, pero fáciles de vadear, según las indicaciones. Menos éste entre Ariminum y Rávena, ¿lo veis? El Rubico, que hace de frontera natural con la Galia itálica -el Meneítos había ido señalándolo todo, metódico como era-. Es bastante obvio por qué Carbón se ha situado en Ariminum. Desde allí puede desplazarse hasta la Galia itálica por la vía Emilia y bajar por la carretera Sapis hasta la vía Casia en Arretium y amenazar a Roma desde el valle superior del Tíber; y de allí puede llegar a la vía Flaminia y a Roma para descender por el Adriático hasta Picenum, y, en caso necesario, hasta Campania a través de Apulia y Samnio.

– Pues debemos desalojarle -dijo Craso, expresando la pura evidencia-. Y podemos.

– Pero hay un inconveniente -dijo Metelo Pío, frunciendo el ceño-. Por lo visto, Carbón ya no está acuartelado del todo en Ariminum. Ha hecho algo muy acertado enviando ocho legiones al mando de Cayo Norbano por la vía Emilia a Forum Cornelii. Aquí. No lejos de Faventia. No está muy lejos de Ariminum; habrá unos sesenta y cuatro kilómetros.

– Lo que significa que puede contar con esas ocho legiones en Ariminum en una jornada de marcha forzada, si fuera preciso -dijo Pompeyo.

– Sí. O llevarlas a Arretium o a Placentia en dos o tres días -añadió Varrón Lúculo, que nunca perdía de vista la situación general-. Tenemos a Carbón al otro lado del Aesis con Carrinas y Censorino… y dieciocho legiones más tres mil soldados de caballería, Norbano está en Forum Cornelii con otras ocho legiones, y otras cuatro guarnecen Ariminum con una caballería de varios miles de hombres.

– Es necesaria una buena estrategia para seguir avanzando un solo palmo -dijo Metelo Pío, mirando a sus legados.

– Esa estrategia es fácil -dijo Craso, tintineándole mentalmente las cuentas del ábaco-. Tenemos que impedir que Carbón enlace con Norbano, separarle de Carrinas y Censorino y separar a éste de Carrinas. Evitar que se unan. Fragmentación, como dijo Sila.

– Uno de nosotros, yo seguramente, tendrá que cruzar el Ariminum con cinco legiones, interceptar a Norbano y tratar de dominar la Galia itálica -añadió Metelo Pío, frunciendo el ceño-. Cosa nada fácil.

– Sí que es fácil -terció Pompeyo decidido-. Mirad, aquí está Ancona, el segundo puerto del Adriático. En esta época del año está lleno de barcos en espera de que los vientos del oeste permitan iniciar el comercio de verano hacia oriente. Si llevas las cinco legiones a Ancona, Pío, las embarcas en esas naves y las llevas a Rávena. Es un viaje seguro en el que nunca pierdes de vista la tierra y evitas las tempestades. Serán unos ciento sesenta kilómetros y puedes hacerlo en ocho o nueve días, aun contando con que haya que remar. Y si tienes viento de popa, cosa bastante probable en esta época del año, puedes hacerlo en cuatro días -añadió, dando una palmada al mapa-. Y en una marcha rápida de Rávena a Faventia impides que Norbano pueda enlazar con Ariminum.

– Habrá que hacerlo en secreto -dijo el Meneitos con los ojos brillantes-. ¡ Sí, saldrá bien, Pompeyo! Ni en sueños se les ocurrirá que vayamos a mover tropas de aquí a Ancona, porque todos sus vigías estarán al otro lado del Aesis. Pompeyo, Craso, vosotros permaneceréis en donde estamos ahora fingiendo que contáis con cinco legiones más hasta que Varrón Lúculo y yo zarpemos de Ancona. Entonces, avanzáis. Si es posible, lo claváis en el terreno, igual que a Censorino. Carbón seguirá de momento con ellos y cuando sepa que he desembarcado en Rávena se dirigirá hacia allá para auxiliar a Norbano. Claro que puede optar por quedarse y enviar a Carrinas o a Censorino en ayuda de Norbano. Pero no lo creo. Carbón necesita mantener una posición central.

– ¡Ah, va a ser muy divertido! -exclamó Pompeyo.

Y tal era el entusiasmo en el puesto de mando, que nadie consideró exagerado el comentario, ni siquiera Marco Terencio Varrón, que estaba sentado apaciblemente en un rincón tomando notas.


La estrategia dio resultado. Mientras Metelo Pío se ponía febrilmente en marcha con Varrón Lúculo y las cinco legiones hacia Ancona, las otras seis legiones y la caballería fingían ser once. Luego, Pompeyo y Craso salieron del campamento y cruzaron el Aesis sin oposición. Al parecer, Carbón había decidido atraerlos hacia Ariminum, pues, sin duda, planeaba una batalla decisiva en un terreno más conocido para él.

Pompeyo abría la marcha con la caballería, pisando los talones a la retaguardia de Carbón, constituida por la caballería al mando de Censorino, al que fue acosando con patente regularidad, una táctica que sacaba de quicio a Censorino, que era poco paciente. Cerca de la ciudad de Sena Gallica, volvió grupas y presentó batalla. Venció Pompeyo, que estaba mejorando sus capacidades de mando de la caballería. Censorino se apresuró a refugiarse en Sena Gallica con caballería e infantería, pero no estaría mucho tiempo, porque Pompeyo tomó al asalto sus modestas fortificaciones.

Y Censorino hizo lo lógico: sacrificó a su caballo y huyó por la puerta trasera de la ciudad con ocho legiones de infantería en dirección a la vía Flaminia.

Por entonces, Carbón había tenido noticia de la desagradable presencia del Meneitos con su ejército en Faventia, con lo que Norbano quedaba interceptado para acudir en auxilio de Ariminum. Y Carbón se puso en marcha hacia Faventia, haciendo que Carrinas le siguiera con ocho legiones, y dejando a Censorino a su propio albur.

Pero en éstas se presentó Bruto Damasipo en pleno avance de Carbón y le dio la noticia de que Sila había aniquilado al ejército del hijo de Mario en Sacriportus. Ahora Sila avanzaba por la vía Casia hacia Arretium, en el límite de la Galia itálica, aunque sólo disponía de tres legiones. Y en ese momento, Carbón cambió de plan. Sólo podía hacer una cosa. Norbano tendría que renunciar a acudir en ayuda de la Galia itálica ante el ataque de Metelo Pío; Carbón y sus legados irían a detener a Sila en Arretium, cosa nada difícil, dado que sólo contaba con tres legiones.


Pompeyo y Craso supieron la noticia de la victoria de Sila sobre el hijo de Mario casi al mismo tiempo que Carbón, y se entusiasmaron. Giraron en dirección oeste para seguir a Carrinas y a Censorino, que acudían con ocho legiones cada uno para reforzar a Carbón en la vía Casia de Arretium. Fue una persecución tenaz y furiosa. Y Pompeyo se dijo, mientras avanzaba con Craso hacia la vía Flaminia, no era una campaña para caballería, pues se dirigían a terreno montañoso, por lo que hizo regresar al Aesis a sus tropas a caballo y volvió a tomar el mando de los veteranos de su padre. Había descubierto que Craso parecía contento en hacer lo que él dijese siempre que sus sugerencias casaran bien con las ideas de su dura cabezota.

De nuevo la presencia de tantas tropas veteranas fue decisiva; Pompeyo y Craso alcanzaron a Censorino en un diverticulum de la vía Flaminia, entre Mevania y Spoletium, y ni siquiera hubo necesidad de entablar batalla. Agotadas, hambrientas y acobardadas, las tropas de Censorino se dispersaron, y lo único que pudo conservar fueron tres de las ocho legiones, remanente valiosísimo que decidió salvar saliendo de la vía e internándose a campo través hacia Arretium, en donde estaba Carbón. La tropa de las otras cinco legiones se dispersó de tal modo, que fue imposible rehacerla en unidades.

Tres días más tarde, Pompeyo y Craso capturaban a Carrinas en las afueras de la gran ciudad fortificada de Spoletium. Esta vez si que hubo combate, pero Carrinas lo dirigió tan mal que se vio obligado a encerrarse en Spoletium con tres de sus ocho legiones; las otras tres huyeron a Tuder, donde se refugiaron, y las otras dos desaparecieron y nunca más se supo de ellas.

– ¡Magnífico! -dijo el eufórico Pompeyo a Varrón-. ¡Voy a ver como despido al viejo estúpido de Craso!

Y lo hizo insinuándole que debía ir con sus tres legiones a Tuder para ponerle sitio, mientras él con sus tropas se llegaba a Spoletium. Así, Craso se dirigió a Tuder, feliz como nadie pensando que dirigía su propia campaña; y Pompeyo tomó rápidamente posiciones ante Spoletium, a sabiendas de que allí cosecharía la mayor gloria posible por ser la plaza en que se había refugiado el general Carrinas. Pero las cosas no salieron como Pompeyo había previsto. Astuto y audaz, Carrinas escapó de Spoletium durante una tormenta nocturna y reforzó a Carbón con sus tres legiones intactas.

Aquella huida de Carrinas afectó a Pompeyo, y Varrón fue testigo asombrado de lo que era una rabieta de pompeyano: lágrimas, puños cerrados, mechones de pelo arrancados, pataleo, copas y platos rotos, y muebles destrozados. A continuación, igual que la tormenta nocturna tan favorable a Carrinas, la furia de Pompeyo cesó.

– Vamos a unirnos a Sila en Clusium -dijo-. ¡Vamos, Varrón, muévete!

Varrón asintió con la cabeza y se puso en movimiento.


Era a principios de junio cuando Pompeyo y sus tropas veteranas llegaron al campamento de Sila en el río Clanis y encontraron al comandante en jefe algo amargado y abatido. Las cosas no le habían ido muy bien al marchar Carbón desde Arretium hasta Clusium, estando a punto de ganar la batalla que se produjo a raíz de un encuentro casual y que, por consiguiente, no había podido ser planificada. Sólo la presencia de ánimo de Sila, tomando la iniciativa para retirarse a su fortificado campamento les había salvado.

– Pero no importa -dijo Sila muy animado-. Ahora estás tú aquí, Pompeyo, y Craso no anda lejos. Con vosotros dos será muy ¡distinto. Carbón tiene las de perder.

– ¿Qué tal le ha ido a Metelo Pío? -inquirió Pompeyo, poco satisfecho de que Sila hablase de Craso como si fuese igual a él.

– Se ha apoderado de la Galia itálica; obligó a combatir a Norbano en las afueras de Faventia, mientras Varrón Lúculo, que había tenido que huir para refugiarse en Placentia, se enfrentó a Lucio Quintio y a Publio Albinovano cerca de Fidentia. Todo ha ido muy bien. El enemigo está disperso o muerto.

– ¿Y Norbano?

Sila se encogió de hombros; nunca le importaba gran cosa lo que les sucedía a sus adversarios una vez derrotados, y Norbano ni siquiera había sido un enemigo personal.

– Imagino que se retiraría a Ariminum -contestó, volviéndose para dar las órdenes de acampar a las tropas de Pompeyo.

Como era de esperar, Craso llegó al día siguiente procedente de Tuder, al mando de tres legiones bastante hoscas y malhumoradas; corría el rumor en sus filas de que Craso se había apoderado de una fortuna en oro del botín tomado en Tuder.

– ¿Es cierto? -preguntó Sila, apretando de tal modo los labios que casi desaparecieron en aquel rostro de acentuadas arrugas.

Pero nada inmutaba aquella fisonomía bovina. Craso abrió mucho sus ojos grisáceos y puso cara de natural sorpresa.

– No -respondió.

– ¿Estás seguro?

– En Tuder no había nada, aparte de unas viejas, y no me gustaba ninguna.

Sila le dirigió una mirada de suspicacia, pensando en si era insolencia premeditada, pero no podía saberlo.

– Eres tan cerrado como enrevesado, Marco Craso -dijo finalmente-. Te concederé el privilegio de tu familia y tu posición, y optaré por creerte, pero te haré una firme advertencia. Si descubro que te has aprovechado a expensas del Estado, en contra de mis planes y deseos, no volveré a verte.

– Muy bien -replicó Craso, asintiendo con la cabeza y marchándose.

Publio Servilio Vatia había escuchado el diálogo y sonrió a Sila.

– Resulta antipático -comentó.

– A mi me resultan antipáticos casi todos -añadió Sila, pasando el brazo por los hombros de Vatia-. ¡Tú tienes suerte, Vatia!

– ¿Por qué?

– Porque me resultas simpático. Eres buena persona, no abusas de tu autoridad y nunca me discutes y haces lo que te digo -dijo, bostezando hasta saltársele las lágrimas-. Estoy seco. ¡Necesito una copa de vino!

Hombre esbelto y atractivo, de tez algo oscura, Vatia era de la familia patricia de los Servilios, de raigambre más que probada capaz de cumplir los máximos requisitos sociales, y su madre era de la augusta familia de los Cecilios Metelos, hija de Metelo el Macedónico, lo que significaba que estaba muy bien relacionada, incluso con Sila, por matrimonio. Por ello se sentía muy halagado con aquel pesado brazo sobre los hombros, y de esa guisa caminó con Sila hasta la tienda del puesto de mando. Sila había estado bebiendo bastante aquel día y necesitaba un poco de descanso.

– ¿Qué haremos con esa gente cuando Roma caiga en mi poder? -preguntó, mientras Vatia le servía un vaso del vino especial y él se escanciaba de otra frasca, añadiéndole bastante agua.

– ¿Qué gente? ¿Te refieres a Craso?

– Sí, a Craso. Y a Pompeyo Magnus -contestó Sila, con una sonrisa que le descubrió las encías-. ¿Te das cuenta, Vatia? Magnus! ¡A su edad!

Vatia sonrió y tomó asiento en una silla plegable.

– Bueno, si él es demasiado joven, yo soy demasiado viejo. Habría debido ser cónsul hace seis años, y supongo que ya no podré serlo.

– Si triunfo serás cónsul. No te quepa la menor duda. Yo soy mal enemigo, Vatia, pero soy buen amigo.

– Lo sé, Lucio Cornelio -dijo Vatia con voz afable.

– Entonces, ¿qué hago con ellos? -insistió Sila.

– Con Pompeyo, comprendo el inconveniente. No me le imagino retirándose tranquilamente cuando todo termine, ¿cómo podrías impedirle que aspire a cargos precozmente?

– ¡A él no le interesan los cargos! -dijo Sila, riendo-. Él quiere la gloria militar. Y creo que intentaré procurársela. Puede ser muy útil -añadió, estirando el brazo para que volviera a llenarle la copa-. ¿Y Craso? ¿Qué hago con Craso?

– Ah, él ya se las arreglará solo -contestó Vatia, sirviéndole otra vez-. Se hará rico; y lo comprendo. Cuando murieron su padre y su hermano Lucio, habría debido heredar algo más que una viuda rica. La fortuna de Licinio Craso estaba valorada en trescientos talentos; pero, claro, fue confiscada. ¡Cinna se apoderó de todo! Y el pobre Craso no tenía la influencia de Catulo.

– ¡ Pobre Craso, dices! -replicó Sila con sorna-. Sé muy bien que ha robado el oro de Tuder.

– Probablemente -añadió Vatia imperturbable-. Pero ahora no puedes encausarle. Le necesitas. Y él lo sabe. Estáis metidos en una empresa desesperada.


Carbón supo inmediatamente la llegada de Pompeyo y Craso para engrosar el ejército de Sila. Miró a sus legados con rostro tranquilo y no les dio instrucciones para modificar las posiciones. Aún contaba con tropas mucho más numerosas que las de Sila, por lo que éste no daba señales de intentar salir del campamento para dar otra batalla. Y mientras Carbón esperaba acontecimientos que le sirvieran para adoptar una decisión, llegaron noticias de la Galia itálica de que Norbano y sus legados Quintio y Albinovano habían sido derrotados, y Metelo Pío y Varrón Lúculo habían tomado para Sila la Galia itálica. La nueva que llegó a continuación de la Galia itálica era más aciaga: el legado de Lucania, Publio Albinovano, había convocado a Norbano y a todo su estado mayor a una conferencia en Ariminum y los había matado a todos, menos al propio Norbano, rindiendo a continuación la ciudad a Metelo Pío a cambio del perdón. Conforme al deseo que había expresado, se le había permitido zarpar en un barco para exiliarse en algún lugar de Oriente. El único legado que escapó con vida fue Lucio Quintio, que estaba prisionero de Varrón Lúculo en el momento de los asesinatos.

En el campamento de Carbón cundió el pesimismo, y los inquietos como Censorino comenzaron a caminar arriba y abajo, enfurecidos. Y Sila continuaba sin presentar combate. Desesperado, Carbón encomendó una misión a Censorino: ponerse al mando de ocho legiones para acudir en auxilio de Praeneste y romper el cerco que inmovilizaba al hijo de Mario. Censorino regresaba diez días más tarde, informándole de que era imposible romper el asedio, pues las fortificaciones de Ofela eran inexpugnables. Carbón envió una segunda expedición a Praeneste con la que únicamente consiguió perder dos mil buenos soldados, que cayeron en una emboscada de Sila. Una tercera fuerza se puso en camino al mando de Bruto Damasipo, pensada para llegar por las montañas y abrirse paso por los senderos a espaldas de la ciudad; pero tampoco logró su propósito, y Bruto Damasipo tuvo que contemplar impotente la ciudad y regresar por donde había venido.

Ni la noticia de que el caudillo paralítico samnita Cayo Papio Mutilo había reunido cuarenta mil hombres en Aesernia, para enviarlos en ayuda del hijo de Mario, pudo levantar la moral de Carbón. Su desánimo se acentuaba cada vez más. Y su decaimiento no mejoró al recibir una carta de Mutilo, diciéndole que la fuerza sería de setenta mil hombres, pues Marco Lamponio de Lucania le iba a enviar veinte mil, y Tiberio Gutta de Capua diez mil.

Sólo había una persona en la que Carbón confiase: su procuestor, el anciano Marco Junio Bruto. Y fue a él a quien consultó al llegar quintilis sin que hubiera podido tomar una decisión que tranquilizase su espíritu.

– Si Albinovano se dedica a asesinar a hombres con los que ha comido y bromeado durante meses, ¿cómo voy a confiar en mis legados? -dijo.

Paseaban por la vía Principalis de casi cuatro kilómetros, una de las dos grandes avenidas del campamento, lo bastante ancha para que no se oyese lo que hablaban.

El anciano de labios azulados parpadeó despacio bajo el sol y eludió responder mientras se lo pensaba varias veces.

– Creo que no puedes confiar, Cneo Papirio -contestó lacónico.

Carbón lanzó un estremecido suspiro.

– ¡Por los dioses, Marco! ¿Qué voy a hacer?

– De momento, nada. Pero creo que debes abandonar esta triste aventura antes de que el asesinato se convierta en solución deseable para uno o más de tus legados.

– ¿Abandonar?

– Sí, abandonar -contestó el anciano Bruto con firmeza.

– No me lo consentirían! -exclamó Carbón.

– Puede que no. Pero no hace falta que se lo digas. Yo empezaré a hacer los preparativos, mientras tú finges que lo único que te preocupa es el ejército samnita -añadió el anciano, dando unas palmaditas en el brazo de Carbón-. No te desesperes. Al final todo saldrá bien.


A mediados de quintilis el anciano Bruto había concluido los preparativos, y en plena noche y con todo sigilo, Carbón y él abandonaron el campamento sin equipaje ni criados, con excepción de una mula cargada de lingotes de oro cubiertos por una capa de plomo, y una gran bolsa de denarios para gastos de viaje. Con aspecto de fatigados mercaderes, llegaron hasta Telamon, en la costa de Etruria, y allí se embarcaron para Africa. Nadie les molestó ni nadie mostró interés por la pesada mula ni por lo que llevaba en las alforjas. ¡La Fortuna me favorece!, pensó Carbón cuando el barco levó anclas.


Como estaba paralítico de cintura para abajo, Cayo Papio Mutilo no podía tomar el mando de las fuerzas reunidas, aunque viajó con el contingente samnita desde el campo de entrenamiento en Aesernia hasta Teanum Sidicinum, en donde las tropas ocuparon los antiguos campamentos de Sila, y Escipión y Mutilo se instalaban en una casa propia.

Su fortuna había aumentado desde la guerra itálica; ahora tenía villas en doce localidades del Samnio y de Campania, y era mas rico que nunca. Irónica compensación -pensaba a veces- por su insensibilidad e impotencia de cintura para abajo.

Aesernia y Bovianum eran sus ciudades preferidas, mientras que a su esposa Bastia le gustaba vivir en Teanum porque era de aquella región. Que Mutilo no hubiese puesto obstáculos a esta separación permanente se debía a su invalidez, ya que como cónyuge de poco servía, y, si su esposa debía buscar solaz físico, mejor que lo hiciera lejos de él. No obstante, a Aesernia nunca llegaron rumores escandalosos sobre su comportamiento; lo cual significaba o que guardaba la misma continencia a que él estaba obligado por su invalidez, o que su discreción era ejemplar. Así, cuando Mutilo llegó a su casa de Teanum, ansiaba la compañía de Bastia.

– No te esperaba -dijo ella sin inmutarse.

– Y no tenías por qué, ya que no te había escrito -contestó él, afable-. Tienes buen aspecto.

– Estoy muy bien.

– Yo, dentro de mis limitaciones, también me encuentro bien -añadió él, notándola distante, excesivamente cortés, contra lo que había esperado.

– ¿Qué te trae a Teanum? -preguntó ella.

– He venido con un ejército. Vamos a combatir a Sila. Bueno, lo harán mis fuerzas, porque yo me quedaré aquí contigo.

– ¿Cuánto tiempo? -añadió ella.

– Hasta que todo acabe de un modo u otro.

– Ya -replicó ella, inclinándose en la silla. Era una mujer magnífica, de unas treinta primaveras, que ahora le miraba sin el menor indicio de aquel ardiente deseo de cuando estaban recién casados y él era un hombre entero-. ¿Qué puedo hacer para tu comodidad, esposo mío? ¿Necesitas algo en particular?

– Tengo mi ayuda de cámara que se ocupa de ello.

Retocándose las capas de lujosa gasa sobre su magnífica anatomía, continuó mirándole con sus enormes ojos negros, dignos de un elogio homérico.

– ¿Vas a cenar solo? -preguntó.

– No, con tres más. Mis legados. ¿Hay algún inconveniente?

– Ninguno. Prepararé una cena digna de ti, Cayo Papio.

Y así fue. Bastia era un ama de casa sin par y conocía a dos de los tres invitados del lisiado comandante; a Poncio Telesino y a Marco Lamponio. Telesino era un samnita de egregia familia, que en la época de la guerra itálica era demasiado joven para figurar entre los grandes del Samnio; ahora, con treinta y dos años, era un hombre bien parecido y lo bastante desvergonzado para fijar la vista en la anfitriona con una fruición que ella sólo advertía, pero que, prudentemente, ignoró. Telesino era samnita, y ello significaba que detestaba a los romanos tanto o más de lo que admiraba a las mujeres.

Marco Lamponio era el caudillo más importante de Lucania y había sido un irreductible enemigo de Roma durante la guerra itálica. A sus cincuenta años, seguía siendo un guerrero con ansias de derramar sangre romana. No cambian estos itálicos no romanos, pensó Bastia; destruir Roma es para ellos más importante que la prosperidad y la paz. Más que los hijos.

El único que Bastia no conocía era un campaniense como ella, el ciudadano de mayor relieve en Capua. Se llamaba Tiberio Gutta y era gordo, bruto, egoísta y un fanático del derramamiento de sangre romana, como los otros.

Bastia abandonó el triclinium en cuanto su esposo le dio permiso para retirarse, reprimiendo la profunda indignación que la invadía y que con tanto cuidado había ocultado. ¡ Era injusto! Ahora que las cosas comenzaban a calmarse de tal manera que era como si la guerra itálica no hubiese existido, de pronto iba a estallar de nuevo. Habría querido gritarles que nada iba a cambiar, que Roma volvería a aplastarles y a convertir en polvo sus fortunas, pero había sabido contenerse. Y aunque la hubiesen escuchado, su orgullo y su patriotismo les habría impulsado a seguir adelante.

El furor la reconcomía y no amainaba. Caminaba arriba y abajo por el suelo de mármol de su sala de estar, con ganas de moler a golpes a aquellos imbéciles. Y sobre todo a su esposo, caudillo de su pueblo, a cuyos planes se avenían todos los samnitas. ¿Y cuáles eran esos planes? La guerra contra Roma. La ruina. ¿Es que no pensaba que cuando sucumbiera, arrastraría en su caída a todos los suyos? ¡Sí, claro que sí! Él era todo un hombre, imbuido de esas estupideces del nacionalismo y la venganza. Todo un hombre, y a la vez hombre a medias. Y la mitad que le quedaba a ella no le servía ni para procrear ni para solaz.

Se detuvo, agobiada por el enfebrecimiento que le causaba su desazón. Se había mordido los labios y notaba sabor de sangre.

Una sangre hirviente.

El esclavo… Era uno de aquellos griegos de Samotracia de pelo tan negro que producía brillos azulados, de cejas juntas y pobladas, y ojos color de lago cristalino… De piel tan suave que pedía besos a gritos… Bastia dio unas palmadas.

Al entrar el esclavo, le miró con la barbilla alzada y los mordidos labios rojos y jugosos como fresas.

– ¿Siguen los caballeros en el comedor?

– Sí, domina.

– Bien. Haz el favor de seguir atendiéndoles. Y di a Hipólito que venga, que quiero encargarle una cosa.

El rostro del esclavo permaneció imperturbable. Como su amo Mutilo no vivía en Teanum Sidicinum, pero la domina Bastia sí, era ésta quien más le importaba, y había que satisfacerla. Hizo una inclinación de cabeza.

– En seguida os mando a Hipólito, domina -dijo, saliendo del cuarto entre reverencias.

En el triclinium se habían olvidado de Bastia, nada más abandonarlo ésta para retirarse a sus aposentos.

– Carbón me ha dicho que Sila está clavado en Clusium -decía Mutilo a sus legados.

– ¿Y lo crees? -inquirió Lamponio.

– No tengo por qué ponerlo en duda -replicó Mutilo, frunciendo el ceño-, pero tampoco puedo estar totalmente seguro, claro. ¿Tú crees que no es así?

– Yo sólo sé que Carbón es romano.

– Eso es! -exclamó Poncio Telesino.

– La fortuna cambia -añadió Tiberio Gutta de Capua, con la cara embadurnada de la grasa de un capón relleno de castañas-. De momento combatimos en el bando de Carbón, pero una vez vencido Sila, podemos volvernos contra Carbón o cualquier otro romano.

– Claro que sí -dijo Mutilo sonriendo.

– Tenemos que marchar hacia Praeneste sin tardanza -añadió Lamponio.

– Mañana mismo -se apresuró a decir Telesino.

– No -dijo Mutilo, meneando impasible la cabeza-. Los hombres descansarán aquí cinco días más. Han hecho una larga marcha y aún les queda todo el recorrido de la vía Latina. Han de llegar descansados a las fortificaciones de Ofela.

Decididos los planes -y dada la perspectiva de poca cosa que hacer durante cinco días-, la cena concluyó mucho antes de lo que había previsto el mayordomo de Mutilo. Ocupado con los criados en la cocina, no vio ni oyó nada, y no estaba presente cuando el amo ordenó a su gigantesco criado germano que le transportase a los aposentos del ama.

Bastia estaba arrodillada desnuda sobre los almohadones del sofá, con las piernas abiertas; entre sus muslos marfileños se veía una cabeza de pelo negro azulado, y el macizo y musculoso cuerpo al que pertenecía ésta se hallaba echado sobre el sofá con la misma lasitud de un gato dormido. Los dos cuerpos no se tocaban más que en el sitio en el que se hundía aquella cabeza. Bastia tenía los brazos estirados hacia atrás, agarrando los almohadones, y al hombre le colgaban de los costados.

La puerta se había abierto despacio; el esclavo germano permaneció en el quicio con el amo en brazos como una recién casada a quien se cruza el umbral del hogar, y aguardó a que le dijera algo con la cachaza propia de las gentes de su raza, lejos de su país, que casi no hablan latín ni griego, y constantemente transidos por el dolor de haber perdido algo y no saberlo expresar.

Esposo y esposa cruzaron sus miradas. En la de ella se notaba un grito de triunfo y júbilo; en la de él, una estupefacción con el brillo mortecino de una profunda conmoción. Sin quererlo, sus ojos fueron a detenerse en sus magníficos pechos, en su esbelta cintura, y las lágrimas le nublaron la contemplación.

El joven griego, concentrado como estaba en su actividad, debió de advertir algo, una tensión en la mujer que nada tenía que ver con el acto en sí, alzó la cabeza, pero, como dos rápidas serpientes, las manos de ella se aferraron al pelo negro azulado para bajársela y sostenerla en donde la tenía.

– ¡Continúa! -gritó.

Hipnotizado por la escena, Mutilo observó aquellos rodetes enrojecidos de los pezones que comenzaban a erizarse, aquellas caderas que se balanceaban contra la sumisa cabeza. Y así, ante la vista de su esposo, Bastia dio desahogo a su intenso orgasmo entre gemidos y gritos. A Mutilo le pareció que no acababa nunca.

Una vez concluido, soltó la cabeza y dio una bofetada al joven griego, que se apartó y permaneció boca arriba, con un pavor tal que ni a respirar se atrevía.

– Mutilo, tú con eso no puedes hacer nada -dijo ella, señalando al pene del esclavo que comenzaba a perder turgencia-, pero la lengua puedes usarla perfectamente.

– Cierto, sí que puedo -dijo él, ya sobrepuesto-. Mi lengua aún siente y degusta; pero no le interesa la carroña.

El germano le sacó de la habitación y le llevó al cubículo de dormir, depositándole con cuidado en la cama. Luego, tras haberle ayudado en los diversos menesteres, le dejó solo sin decir palabra alguna animosa o de comprensión; cosa por la que daba inmensas gracias a los dioses, pensó Papio Mutilo, hundiendo el rostro en la almohada. Pero en su cabeza seguía viendo aquel cuerpo lascivo de su esposa, los pechos con los pezones erizados y aquella cabeza, ¡aquella cabeza! La cabeza… Más abajo de su cintura nada se conmovía, nunca más volvería el estímulo, pero el resto de su fisiología se atormentaba, soñaba y anhelaba todas las facetas del amor. ¡Todas!

– No estoy muerto -dijo, hundido en la almohada, sintiendo que volvían a brotarle las lágrimas-. ¡ No estoy muerto! ¡Pero, por los dioses, que ojalá lo estuviera!


A finales de junio, Sila salió de Clusium con sus cinco legiones y tres de Escipión, y dejó a Pompeyo al mando, decisión que no supuso sorpresa alguna para los otros legados. Pero como Sila era Sila y nadie discutía sus decisiones, Pompeyo quedó al mando.

– Dales una buena -dijo a Pompeyo-. Te aventajan en número, pero están desmoralizados. De todos modos, cuando vean que me he marchado, presentarán batalla. Ojo con Damasipo, que es el más competente. Craso se ocupará de Marco Censorino, y Torcuato que se las vea con Carrinas.

– ¿Y Carbón? -preguntó Pompeyo.

– Carbón no es más que un nombre; él deja la estrategia en manos de los legados. Pero no pierdas el tiempo, Pompeyo, que tengo otra misión para ti.

A nadie sorprendió que Sila se llevase al primer legado; ni Vatia ni Dolabela hubieran podido soportar la humillación de recibir órdenes de un muchacho de veintitrés años. Su marcha se produjo a poco de llegar noticias sobre los samnitas, por lo que se dispuso a llegar cuanto antes a la región de Praeneste; había que tomar decisiones antes de que las huestes samnitas pudieran acercarse.

Después de explorar minuciosamente toda aquella región contigua a Roma, Sila supo con certeza lo que había de hacer. La vía Praenestina y la vía Labicana eran impracticables por efecto del muro y el foso de Ofela, pero aún seguían abiertas la vía Latina y la vía Apia, uniendo a Roma con el norte y con Campania respectivamente. Para ganar la guerra era vital apoderarse de todos los accesos a Roma por el sur; Etruria estaba agotada, pero el Samnio y Lucania apenas estaban afectadas por el reclutamiento y los aprovisionamientos.

El campo entre Roma y Campania era muy irregular. En la costa estaba la gran zona de las marismas Pontinas, que atravesaba la vía Apia procedente de Campania, una línea recta infestada de mosquitos que llegaba casi hasta Roma, circundando las laderas de los montes Albanos, que no eran realmente montes, sino unas imponentes montañas surgidas de una erupción volcánica que había roto y alzado la primitiva llanura aluvial del Lacio. El propio monte Albano, centro del antiguo movimiento telúrico, se alzaba entre la vía Apia y la vía Latina, que discurría más al interior. Al sur de los montes Albanos, otra cordillera separaba la vía Apia de la vía Latina, impidiendo la comunicación entre aquellas dos arterias desde Campania hasta cerca de Roma. A efectos militares era siempre preferible transitar por la más interior vía Latina que por la vía Apia, debido a los mosquitos.

Por consiguiente, era mejor que Sila se apostase en la vía Latina, pero en un lugar en el que pudiera, en caso necesario, trasladar rápidamente sus tropas a la vía Apia. Las dos arterias discurrían al pie de los montes Albanos, pero la vía Latina lo hacía por un desfiladero abierto en la estribación este de la cordillera para que el trazado aprovechase el terreno más llano de las alturas hasta el propio monte Albano. En el lugar en que el desfiladero se abría ya hacia el monte Albano, existía una pequeña carretera que giraba hacia el oeste, rodeando el pico, para unirse a la vía Apia muy cerca del lago sagrado y del templo de Nemi.

Allí fue donde se situó Sila, dedicándose a construir inmensos muros de piedra de toba a ambos extremos de la garganta, dejando dentro de las defensas la carretera secundaria que conducía al lago de Nemi y a la vía Apia. Ahora ocupaba el único tramo de la vía Latina en el que se podía cortar el tránsito en una dirección u otra. Concluyó las fortificaciones en muy breve plazo, y apostó una serie de vigias en la vía Apia para asegurarse de que el enemigo no le rebasaba por aquel flanco, ni desde Roma ni desde Campania. Recibía sus aprovisionamientos por la carretera secundaria de la vía Apia.


Cuando las huestes del Samnio, Lucania y Capua llegaron a Sacriportus, ya todos las denominaban el ejército «samnita», a pesar de su diversa composición (incrementada con restos de las legiones dispersadas por Pompeyo y Craso). En Sacriportus, las tropas entraron en la vía Labicana, pero se encontraron con que Ofela se había guarnecido tras una segunda línea de fortificaciones y no había nada que hacer. Reluciente de mil colores en las alturas, Praeneste parecía tan lejano como el jardín de las Hespérides. Después de recorrer todo el muro de Ofela, Poncio Telesino, Marco Lamponio y Tiberio Gutta no pudieron encontrar ningún punto débil. Y una marcha a campo través sin un propósito concreto con setenta mil hombres quedaba descartada. El mando celebró consejo y optó por un cambio de estrategia: la única manera de hacer salir a Ofela era atacar Roma. Y hacia Roma se encaminó el ejército samnita por la vía Latina.

Volvieron a cruzar Sacriportus, y allí tomaron por la vía Latina en dirección a Roma… para tropezar con Sila, protegido por los enormes muros, cortándoles el camino. Les pareció más fácil tomar aquellas posiciones que las de Ofela, y las huestes samnitas atacaron. No tuvieron éxito, pero volvieron al asalto. Y aún insistieron en vano, ante las risotadas de Sila, más fuertes que las de Ofela.

Después, llegaron noticias, buenas y malas a la vez. Los que habían quedado en Clusium habían presentado batalla a Pompeyo. La mala noticia era que habían sido derrotados, pero no parecía importar sabiendo que los supervivientes, unos veinte mil, iban hacia el sur al mando de Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo. Carbón había desaparecido, pero la lucha, porfiaba Bruto Damasipo en su carta a Poncio Telesino, proseguía. Si asaltaban las posiciones de Sila por los dos lados al mismo tiempo, caeria. ¡Tenía que caer!

– Menuda tontería -dijo Sila a Pompeyo, a quien había convocado en el desfiladero para sostener una conferencia en cuanto supo su victoria en Clusium -. Ya pueden poner el Pelión encima del Osa, si quieren, que de aquí no me echan. ¡Es un punto de defensa inexpugnable!

– Si tan seguro estás, ¿para qué me necesitas? -preguntó el joven, decepcionado por haber sido llamado para nada.

La campaña en Clusium había sido breve, reñida y decisiva; el enemigo había perdido muchos hombres, y muchos también habían caído prisioneros, y los que habían logrado escapar se distinguían por la valía de los que dirigían la retirada. En las filas de los que se habían rendido no había legados veteranos. La defección del propio Carbón no la había sabido Pompeyo hasta después de la batalla, cuando tribunos, centuriones y soldados del otro bando comentaron con lágrimas en los ojos su fuga nocturna a los hombres de Pompeyo, lamentando la gran traición.

Poco después había llegado la convocatoria de Sila, que Pompeyo había recibido entusiasmado. Le encomendaba acudir con seis legiones y mil jinetes. Se entendía que Varrón fuera también, mientras que Craso y Torcuato debían permanecer en Clusium. Pero ¿qué necesidad tenía Sila de más tropas en un reducto en el que ya no cabían? A los soldados de Pompeyo habían tenido que instalarlos en un campamento a orillas del lago Nemi, cerca de la vía Apia.

– Ah, aquí no te necesito -replicó Sila, apoyándose en el parapeto de una torre de observación, mirando en vano hacia Roma, dado que desde aquella enfermedad contraída en Grecia había perdido mucha vista, aunque le disgustara admitirlo-. ¡Cada vez estoy más cerca, Pompeyo! ¡Cada vez más cerca!

Pompeyo, que no solía ser tímido, era incapaz de hacer la pregunta que le quemaba la lengua: ¿Qué pensaba hacer Sila una vez concluida la guerra? ¿Cómo iba a conservar su autoridad y cómo iba a prevenir las posibles represalias? No podía conservar para siempre su ejército, y en cuanto lo licenciase estaría a merced de quien tuviese el poder y la influencia para exigirle cuentas. Y ése podría ser cualquiera que en aquel momento se decía leal partidario suyo, hombre de Sila hasta la muerte. ¿Quién sabía lo que pensaban hombres como Vatia y Dolabela el viejo? Los dos tenían edad consular, a pesar de que las circunstancias se lo habían impedido. Los enemigos de un gran hombre eran como la Hidra, que por muchas cabezas que se le cortaran, continuamente le crecían otras con fuertes dientes.

– Si no me necesitas aquí, ¿dónde me necesitas, Sila? -inquirió Pompeyo, perplejo.

– Estamos a principios de sextilis -replicó Sila, encaminándose hacia la escalera.

Y nada más dijo hasta que salieron de la torre y se internaron en aquel ordenado caos del reducto: hombres transportando piedras, aceite para arrojarlo hirviendo sobre las pobres cabezas de los que intentasen subir por las escalas, proyectiles para los onagros y catapultas dispuestas en lo alto de las murallas, lanzas, flechas y escudos.

– ¿Que estamos a principios de sextilis? -repitió Pompeyo una vez salieron de aquel bullicio y comenzaron a caminar por la carretera que conducía al lago de Nemi.

– ¿Ah, sí? -exclamó Sila, como sorprendido, echándose a reír al ver la cara que ponía Pompeyo.

Como notó que esperaba que él también se riera, así lo hizo Pompeyo.

– Pues sí -añadió-, principios de sextilis.

Dominándose a duras penas, Sila se dijo que ya estaba bien de guasa; mejor sería sacar de dudas al impaciente futuro Alejandro.

– Pompeyo, voy a encomendarte una cosa especial -dijo sin más-. Los demás lo sabrán a su debido tiempo. Quiero que tú estés bien lejos antes de que estallen las protestas, porque estallarán sin duda. Mira, lo que quiero que hagas es algo que no debía pedírselo a nadie que no hubiera sido pretor como mínimo.

Pompeyo, cada vez más intrigado, se detuvo, puso la mano en el brazo de Sila y le volvió hacia él para verle cara a cara. Habían llegado a una pintoresca vaguada, en donde el ruido de la actividad en el campamento les llegaba amortiguado por las matas de zarzas y rosales.

– ¿Y por qué me has elegido a mí, Lucio Cornelio? -preguntó Pompeyo-. Tienes muchos legados que cumplen ese requisito, como Vatia, Apio Claudio, Dolabela, o bien hombres como Mamerco y Craso, aún más idóneos. ¿Por qué yo?

– Ten paciencia, Pompeyo, te diré por qué. Pero antes voy a explicarte lo que quiero que hagas.

– Te escucho -dijo Pompeyo, con gesto de gran calma.

– Te mandé traer seis legiones y mil soldados de caballería. Un ejército considerable, que vas a trasladar inmediatamente a Sicilia para asegurarme la próxima cosecha. Estamos en sextilis y la siega comenzará en breve. Y en Puteoli está anclada la flota para el transporte del trigo; centenares de naves vacías. ¡Transporte asegurado, Pompeyo! Mañana partirás por la vía Apia hacia Puteoli antes de que zarpe la flota. Irás con mi mandato, dinero suficiente para pagar el alquiler de los barcos y con imperium de propretor. Sitúa tu caballería en Ostia, donde hay una flota más pequeña. Ya he enviado mensajeros a los puertos de Tarracina y Antium para que comuniquen a los propietarios de barcos pequeños que se reúnan en Puteoli si quieren cobrar un viaje que, en circunstancias normales, no cobrarían al ir vacíos. Tendrás naves de sobra, te lo aseguro.

¿No había soñado en cierta ocasión una reunión entre él y un hombre ungido también por los dioses como Lucio Cornelio Sila, viéndose abyectamente frustrado al encontrarse con un sátiro en lugar de un semidiós? ¿Pero qué importaba el aspecto de un hombre cuando le ofrecía a manos llenas la realización de sus sueños? ¡ El viejo borracho lleno de cicatrices, que ya ni podía ver Roma a lo lejos, le estaba ofreciendo dirigir la guerra! Una guerra en la que nadie le daría órdenes, contra un enemigo para él solo… Conteniendo la emoción, alargó su mano pecosa de dedos cortos y algo torcidos, y estrechó la hermosa mano de Sila.

– ¡ Lucio Cornelio, es estupendo! ¡Magnífico! ¡ Puedes contar conmigo! ¡Echaré a Perpena Vento de Sicilia y te proporcionaré más trigo del que puedan consumir diez ejércitos!

– Voy a necesitar más trigo del que puedan consumir diez ejércitos -dijo Sila, retirando la mano; a pesar de su juventud e innegable atractivo, no era Pompeyo persona que le atrajese físicamente, y no le gustaba tocar a hombres o mujeres que no le agradasen físicamente-. A finales de año, Roma será mía, y si quiero que Roma se me entregue tengo que asegurarme de que no pasa hambre. Eso quiere decir que me hace falta la cosecha de Sicilia, la de Cerdeña y la de Africa si es posible. Por tanto, cuando hayas conquistado Sicilia tendrás que trasladarte a la provincia de Africa y ver lo que puedes hacer. No llegarás a tiempo de apresar a las flotas de Utica y de Hadrumetum, porque me imagino que tendrás que estar en Sicilia muchos meses antes de poder acudir a Africa; pero Africa tienes que dejarla tomada antes de regresar a Italia. Me han dicho que Fabio Adriano murió abrasado vivo en el palacio del gobernador de Utica durante una sublevación, pero Cneo Domicio Ahenobarbo, que escapó de Sacriportus, le ha sustituido y conserva toda la provincia para el enemigo. Desde Sicilia occidental hay poca distancia por mar entre Lilibeo y Utica. Tú puedes apoderarte de Africa; creo que no hay en ti el menor atisbo de fracasado.

Pompeyo temblaba de emoción, y sonrió encantado.

– ¡No fracasaré, Lucio Cornelio! ¡Te prometo que jamás te fallaré!

– Te creo, Pompeyo -dijo Sila, sentándose en un tronco y pasándose la lengua por los labios-. Pero ¿qué hacemos aquí? ¡Necesito vino!

– Éste es un buen lugar; nadie nos ve ni nos oye -dijo Pompeyo con voz suave-. Espera, Lucio Cornelio. Yo te traeré vino. Tú quédate aquí sentado.

Como era un lugar a la sombra, Sila aceptó, sonriendo misteriosamente. Hacía un día magnífico.

Pompeyo regresó a la carrera, pero sin acusarlo en el ritmo respiratorio. Sila cogió el odre y bebió de él a chorro con gran habilidad un buen rato hasta que lo dejó en el suelo.

– Ahora me siento mejor. ¿Qué estaba diciendo?

– Lucio Cornelio, a otros podrás engañarles, pero no a mí. Sabes exactamente lo que estabas diciendo -dijo Pompeyo con frialdad, sentándose en la hierba frente al tronco de Sila.

– ¡ Muy bien, Pompeyo! ¡ Eres tan excepcional como una perla del tamaño de un huevo de paloma! Y puedo decir que me alegro de que estaré muerto antes de que te conviertas en un quebradero de cabeza para Roma -añadió, volviendo a coger el odre para beber.

– No voy a ser un quebradero de cabeza para Roma -replicó Pompeyo con voz inocente-. Seré el primer hombre de Roma… y no declamando ante esos presuntuosos de mierda del Foro y del Senado.

– Pues ¿cómo, entonces, muchacho, si no es con mucha elocuencia?

– Haciendo lo que tú me has encomendado. Derrotando a los enemigos de Roma en el campo de batalla.

– No es nada nuevo -dijo Sila-. Así lo he hecho yo, y así lo hizo también Cayo Mario.

– Sí, pero yo no voy a necesitar que me lo autorice una comisión -replicó Pompeyo-. ¡ Roma entera se arrodillará ante mí!

Sila hubiera podido interpretar la afirmación como un reproche o como franca crítica, pero conocía a Pompeyo y sabía que la mayoría de las cosas que decía el joven eran producto de su endiosamiento, y que aún no tenía idea de lo difícil que era convertir en realidad sus deseos. Así, se limitó a suspirar, diciendo:

– En puridad, no puedo concederte ninguna clase de imperium. No soy cónsul y no me respaldan ni el Senado ni el pueblo para dictar leyes. Tendrás que conformarte con que yo haga todo lo posible para que cuando vuelvas se te confirme el imperium de pretor.

– No lo dudo.

– ¿Hay algo de lo que dudes?

– No en lo relacionado conmigo. Puedo influir en los acontecimientos.

– ¡No cambies nunca! -exclamó Sila, inclinándose hacia adelante y juntando las manos entre las rodillas-. Muy bien, Pompeyo; se han acabado los cumplidos, escucha con atención. Hay dos cosas más que debo decirte. La primera se refiere a Carbón.

– Te escucho -dijo Pompeyo.

– Zarpó desde Telamon con el anciano Bruto, y es muy posible que se dirigiera a Hispania o a Massilia. Pero en esta época del año lo más probable es que haya ido a Sicilia o a Africa. Aunque esté ausente, sigue siendo cónsul. Cónsul electo. Eso significa que puede anular el imperium de un gobernador, mandar los soldados o la milicia del gobernador, reclutar auxiliares y dar muchas molestias hasta que expire su consulado. Y para eso faltan varios meses. No voy a decirte en detalle lo que pienso hacer cuando me apodere de Roma, pero sí te diré una cosa: es vital para mis planes que Carbón esté muerto mucho antes de que haya cumplido su mandato. ¡Y es vital que yo sepa que ha muerto! Tu misión es descubrir dónde se oculta y matarle. Discretamente y sin llamar la atención… Me gustaría que su muerte pareciese un accidente. ¿Te encargas de ello?

– Sí -contestó Pompeyo sin vacilar.

– ¡ Estupendo! -dijo Sila, abriendo las manos y mirándoselas como si fueran de otro-. Y ahora voy a decirte la otra cosa, que está en relación con el motivo por el que te confío a ti esta campaña en ultramar y no a mis legados -añadió, mirando fijamente al joven-. ¿Lo adivinas tú mismo, Pompeyo?

Pompeyo reflexionó y se encogió de hombros.

– Puede que tenga alguna idea -respondió-, pero sin saber lo que piensas hacer cuando hayas conquistado Roma, seguramente me equivoco. Dímelo tú.

– Pompeyo, ¡tú eres el único en quien puedo confiar para esa misión! Si doy seis legiones y mil jinetes a un viejo como Vatia o Dolabela y le envío a Sicilia o a África, ¿que le impedirá regresar con intención de suplantarme? Le bastaría con permanecer fuera de Italia el tiempo suficiente para que yo tuviese que licenciar mi ejército, y en cuanto lo hiciera, él volvería para suplantarme. Sicilia y Africa no son campañas que puedan concluirse en seis meses, por lo que es muy posible que yo haya tenido que licenciar mi ejército antes de que regrese aquel a quien confíe la misión. No puedo mantener un ejército permanente en Italia, porque ni hay dinero ni sitio para ello. Aparte de que el Senado y el pueblo no lo consentirían. Por lo tanto, tengo que tener bien a la vista a todos los hombres mayores que puedan ser rivales míos. Y por eso te envío a ti a que te apoderes de las cosechas para que yo pueda alimentar a la ingrata Roma.

Pompeyo lanzó un suspiro, se cogió las rodillas entre los brazos y miró a Sila cara a cara.

– ¿Y qué me impediría a mí hacer lo mismo, Lucio Cornelio? Si soy capaz de dirigir una campaña, ¿no seré capaz de suplantarte?

La pregunta no causó la menor turbación en Sila, que se echó a reir.

– ¡Oh, puedes pensarlo cuanto quieras, Pompeyo! Pero Roma no te aceptaría. Nunca. Aceptaría a Vatia o Dolabela porque tienen edad, relaciones, antepasados, influencia y clientes. Pero un picentino de veintitrés años, desconocido en Roma, no tiene la menor posibilidad.

Y así concluyó el diálogo. Los dos se alejaron en direcciones opuestas, y cuando Pompeyo se encontró con Varrón no le dijo gran cosa; simplemente comentó a aquel infatigable observador de la vida y la naturaleza que se iba a Sicilia para hacerse con la cosecha. Pero no le habló para nada de imperium, hombres mayores, la muerte de Carbón y otros asuntos. A Sila le pidió un solo favor: que le permitiese llevar a su cuñado, Cayo Memio, como primer legado. Memio, que era unos años mayor que Pompeyo, aunque no era cuestor, había servido en las legiones de Sila.

– Tienes toda la razón, Pompeyo -dijo Sila sonriente-. ¡ Excelente elección! Hay que apoyarse en la familia.


El ataque simultáneo a las fortificaciones de Sila en ambos extremos del desfiladero se produjo dos días después de la marcha de Pompeyo hacia Puteoli para trasladarse con su ejército a Africa en la flota triguera. Una oleada de atacantes trató de tomar al asalto los muros, pero inútilmente. Sila siguió dominando la vía Latina, y los que atacaban por el norte no podían enlazar con los que atacaban por el sur. Al amanecer del segundo día después del ataque, los vigías de las torres de ambos extremos no vieron al enemigo: habían levantado el campamento, desapareciendo en la noche. Aquel día llegaron noticias de que los veinte mil hombres de Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo avanzaban por la vía Apia hacia Campania, y que las huestes samnitas marchaban en la misma dirección por la vía Latina.

– Dejémoslos -dijo Sila con indiferencia-. Me imagino que al final volverán… juntos. Y cuando vuelvan estaré esperándoles en la vía Apia.


A finales de sextilis, los samnitas y los restos del ejército de Carbón unieron sus fuerzas en Fregellae, desde donde avanzaron hacia el este por la vía Latina, a través de la garganta de Melfa.

– Vuelven a Aesernia para pensárselo -dijo Sila, ordenando que no les siguieran más allá-. Basta con apostar vigías en Ferentinum en la vía Latina y en Tres Tabernae, en la vía Apia. Es suficiente con esos puestos de vigilancia; no quiero perder exploradores enviándolos a espiar a los samnitas en territorio suyo en torno a Aesernia.


La actividad militar se trasladó bruscamente a Praeneste, donde el hijo de Mario, cada vez más inquieto y con menor apoyo popular, salió de la ciudad y se aventuró en tierra de nadie y, en el extremo oeste del macizo, divisoria de las vertientes del Tolerus y del Annio, comenzó a construir una imponente torre de asedio, creyendo que aquel punto era el más débil de la muralla de Ofela. No quedaban árboles para la obra al alcance de los defensores de Praeneste, y se recurrió a la madera de casas y templos, con sus respectivos clavos y pernos.

La tarea más peligrosa era construir un camino llano para trasladar la torre desde el sitio de construcción hasta el borde del foso, ya que los obreros quedaban a merced de los arqueros de Ofela situados en lo alto de la muralla. El hijo de Mario escogió a los más jóvenes y rápidos de sus hombres, situándolos bajo un tejadillo protector. Otro equipo menos expuesto construyó un puente de maderos para poder salvar el foso con la torre y arrimarla a la muralla. Una vez asegurado en la torre un espacio protegido para los que la construían, ésta fue creciendo cada vez más hacia arriba y hacia los lados.

Al cabo de un mes estaba terminada, igual que el camino y el puente a través del cual la pasarían mil pares de brazos. Pero Ofela no había permanecido ocioso, y había preparado minuciosamente la defensa. Tendieron el puente sobre el foso en lo más oscuro de la noche, y la torre avanzó entre crujidos sobre una pista de grasa de oveja y aceite, y, al amanecer, estaba ya situada junto a la muralla de Ofela, superándola veinte pies en altura. En sus entrañas colgaba de cuerdas endurecidas con pez un potente ariete, hecho con la jácena maestra de la cella del templo de Fortuna Primigenia, hija mayor de Júpiter y símbolo de la suerte de Italia.

Pero pasarían años antes de que la toba se quebrase, y el ariete batía la piedra en vano; los bloques de toba dúctil, se conmovían, vibraban y temblaban, pero aguantaron, dando tiempo a que las catapultas de Ofela lanzasen proyectiles incendiarios que prendieron en la torre e hicieron huir a los asaltantes entre una lluvia de flechas y venablos, con el pelo encendido. Al anochecer, no quedaban de la torre más que restos carbonizados y retorcidos, derrumbados en el foso, y los que habían intentado abrir brecha eran cadáveres o habían tenido que regresar a Praeneste.

En octubre, el hijo de Mario trató varias veces de establecer una base de ataque en el foso relleno con los restos de la torre, construyendo un tejado entre éste y la muralla para proteger a sus hombres que intentaron socavarla y, finalmente, escalarla, pero todo fue en vano. El invierno se aproximaba y prometía ser tan frío como el anterior; Praeneste notaba la falta de alimentos y maldecía el día en que había abierto sus puertas al hijo de Mario.


Las huestes samnitas no se habían dirigido a Aesernia. El ejército de noventa mil hombres había acampado en las imponentes montañas al sur del lago Fucino para dedicar casi dos meses a entrenarse, efectuar incursiones de avituallamiento y seguir entrenándose. Poncio Telesino y Bruto Damasipo fueron a ver a Mutilo en Teanum y regresaron con un plan para apoderarse de Roma por sorpresa y sin que Sila se percatase. Pues Mutilo dijo que había que olvidarse del hijo de Mario, y que la única posibilidad racional consistía en tomar Roma y obligar a Sila y a Ofela a un asedio que planteaba terribles dudas. ¿Se pondría la población de Roma de parte de los samnitas?

Había una ruta por las montañas entre la garganta de Melfa y la vía Valeria; vía pecuaria más que camino, la ruta cruzaba la cordillera entre Atina, detrás del paso de Melfa, y, por terreno inhóspito, llevaba hasta Sora, en la curva del río Liris, a Treba y a Sublaquaeum, para desembocar en la vía Valeria a poco más de un kilómetro de Varia, en una aldehuela llamada Mandela. No estaba pavimentada ni cuidada, pero existía desde siglos atrás, y la usaban en verano los pastores para llevar sus rebaños a los pastos; era también la ruta de tránsito del ganado destinado a las ferias y a los mataderos del Campus Lanatarius y del Vallis Camenarum, en la zona de las murallas aventinas de Roma.

Si Sila se hubiese detenido a pensar en la época en que él había marchado desde Fregellae al lago Fucino para ayudar a Cayo Mario a derrotar al marso Silo, habría recordado aquel camino ganadero, pues él lo había recorrido en el trecho entre Sora y Treba, pudiendo comprobar que era transitable. Él lo había abandonado en Treba y no había pensado en comprobar su estado a partir de allí. Por ello, se había descuidado la única posibilidad que tenía Sila de contrarrestar la estrategia de Mutilo, y, creyendo que la única ruta que tenían los samnitas para atacar Roma era la vía Apia, Sila permaneció vigilante en el desfiladero de la vía Latina, convencido de que no podían cogerle por sorpresa.

Mientras permanecía en aquella posición, los samnitas y sus aliados avanzaban por la vía pecuaria, con la confianza de que cruzaban una región cuyos habitantes no eran afectos a Roma, y fuera del alcance de los espías de Sila. Pasaron por Sora, Treba, Sublaquaeum y, finalmente, desembocaron en la vía Valeria en Mandela. Ahora estaban a un día escaso de marcha para alcanzar Roma, cuarenta y ocho kilómetros de vía perfectamente cuidada como lo era la vía Valeria, que discurría por Tibur y el valle de Anio y desembocaba en el campo Esquilino, bajo la doble muralla del Agger.

Pero no era éste el mejor sector desde el que lanzar un ataque contra Roma, y al aproximarse a la ciudad, Poncio Telesino y Bruto Damasipo tomaron por un diverticulum que llevaba a la vía Nomentana y a la puerta Colina. Y precisamente allí, ante la puerta Colina, como si estuviera esperándoles, se hallaba el importante campamento construido por Pompeyo Estrabón durante el asedio a Roma de Cinna y Cayo Mario. Al anochecer del último día de octubre, Poncio Telesino, Bruto Damasipo, Marco Lamponio, Tiberio Gutta, Censorino y Carrinas se hallaban cómodamente instalados en el reducto, dispuestos a atacar al día siguiente.


La noticia de que noventa mil hombres ocupaban el campamento de Pompeyo Estrabón ante la puerta Colina la recibió Sila ya de noche aquel último día de octubre. Se encontraba ya bastante aturdido por el vino, pero despierto. Al instante sonaron clarines y tambores, la tropa saltó de sus jergones y por doquier brillaron las antorchas. Sobrio e impasible, Sila convocó a sus legados.

– Se nos han anticipado -dijo, con labios apretados-. No sé cómo han llegado allí, pero los samnitas están ante la puerta Colina a punto de atacar Roma. Emprenderemos la marcha al amanecer. Tenemos que recorrer treinta kilómetros, y algunos por terreno montañoso, pero hemos de llegar a la puerta Colina a tiempo para presentar combate. ¿Cuánta caballería tienes en el lago de Nemi? -preguntó, volviéndose hacia el que mandaba los jinetes, Octavio Balbo.

– Setecientos hombres -contestó Balbo.

– Pues sal ahora mismo. Ve por la vía Apia y a galope como el viento. Estarás en la puerta Colina varias horas antes de que yo consiga llegar con la infantería, y tendrás que contenerlos. ¡Me tiene sin cuidado lo que hagas y cómo lo hagas! Ve allí y manténlos entretenidos hasta que yo llegue.

Octavio Balbo no perdió tiempo en palabras; salió sin esperar nada más de la tienda de Sila pidiendo a voces un caballo antes de que Sila se hubiese vuelto a dirigir a los otros legados.

Eran cuatro: Craso, Vatia, Dolabela y Torcuato; perplejos pero sin perder la presencia de ánimo.

– Aquí tenemos ocho legiones, y hay que arreglarse con ellas -dijo Sila-. Presentaremos combate en desventaja de dos a uno. Voy a daros instrucciones ahora, porque quizá no haya tiempo cuando lleguemos a la puerta Colina.

Guardó silencio y se les quedó mirando. ¿Quién respondería mejor? ¿Quién tendría el temple para dirigir lo que iba a ser un enfrentamiento desesperado? Por derecho, debían ser Vatia y Dolabela, pero ¿eran los mejores? Su mirada se detuvo en Marco Licinio Craso, alto y robusto, hombre siempre tranquilo -presa de la avaricia, ladrón y estafador-, sin principios, ni quizá moral. Era, sin embargo, el que más tenía que perder si no ganaban la guerra; porque Vatia y Dolabela podrían arreglárselas por su influencia. En cuanto a Torcuato, era un buen hombre pero sin dotes de mando.

Y tomó la decisión.

– Voy a distribuir la tropa en dos divisiones de cuatro legiones -dijo, dándose una palmada con las manos en los muslos-. Me reservo el mando supremo, pero no conduciré ninguna de las divisiones. Para mejor diferenciarlas, las llamaré la derecha y la izquierda; y, a menos que cambie las órdenes al llegar, éste es el plan de batalla. Derecha e izquierda en línea, sin centro. No hay hombres suficientes. Vatia, tú mandarás la izquierda con Dolabela como lugarteniente. Tú, Craso, mandarás la derecha con Torcuato de lugarteniente.

Mientras lo decía, Sila miraba a Dolabela y vio su expresión de disgusto; no había necesidad de mirar a Craso, que no dejaría traslucir su estado de ánimo.

– Eso es lo que quiero -añadió con voz ronca, casi escupiendo las palabras por su boca desdentada-. No hay tiempo para discutir. Todos compartís mi suerte y tenéis en vuestras manos la decisión final. Haced lo que se os ha dicho; de vosotros espero el espíritu de combate con que siempre os he hecho luchar.

Dolabela cedió el paso en la puerta a los otros tres y se volvió hacia Sila.

– Quisiera unas palabras a solas contigo, Lucio Cornelio -dijo.

– Bien, que sean rápidas.

Cornelio también y pariente lejano de Sila, Dolabela no pertenecía a la rama de aquella gran familia que había adquirido tanta fama como los Escipiones o el propio Sila; lo que tenía en común con los Cornelios era su sencillez: mofletudo, rostro preocupado, ojos algo juntos. Ambicioso y con fama de perverso, tanto él como su primo carnal, el Dolabela joven, estaban resueltos a adquirir mayor renombre para su propia rama familiar.

– Podría hundir tu empresa -dijo a Sila-. Me bastaría con hacer que mañana te fuese imposible ganar la batalla. Y supongo que sabes que cambiaría de bando con tal celeridad, que la oposición acabaría por creer que siempre había estado de su parte.

– ¡Continúa! -replicó Sila muy afable, al ver que Dolabela hacía una pausa para ver el efecto que causaban sus palabras.

– No obstante, estoy dispuesto a plegarme a tu decisión de promover a Marco Craso por encima de mí, con una condición.

– ¿Cuál?

– Ser cónsul el año que viene.

– ¡Concedido! -exclamó Sila con afable sinceridad.

– ¿No te sorprende? -preguntó Dolabela, parpadeando.

– A mi ya no me sorprende nada, querido Dolabela -respondió Sila, acompañando al legado hasta la puerta-. De momento, para mí tiene poca trascendencia quién sea cónsul el año que viene. Lo que me importa es quién tiene el mando mañana en el campo de batalla. Y veo que tenía razón optando por Marco Craso. ¡ Buenas noches!


Los setecientos jinetes al mando de Octavio Balbo llegaron ante el campamento de Pompeyo Estrabón a media mañana del primer día de noviembre. Pero Balbo nada podía hacer aunque lo hubiese querido, porque los caballos estaban tan agotados que se los veía cabizbajos, sin aliento, sudorosos y con los belfos llenos de espuma, mientras que los jinetes, desmontados, trataban de aliviar su estado aflojándoles las cinchas y musitándoles palabras cariñosas. Por eso Balbo no había hecho alto muy cerca del enemigo, con intención de hacerle creer que estaban a punto de entrar en acción. Dispuso a los animales en formación de carga, mandó a los jinetes enarbolar las lanzas y simuló enviar mensajes a una supuesta fuerza de infantería a sus espaldas.

Era evidente que aún no habían iniciado el ataque a Roma. Se veía la puerta Colina imponente y desierta, con el rastrillo bajado y las dos robustas hojas de roble cerradas; las almenas de las dos torres que la flanqueaban estaban llenas de cabezas, y las murallas que discurrían a ambos lados bien guarnecidas de tropas. La llegada de Balbo acababa de provocar una repentina actividad dentro del campamento enemigo, del que salían soldados por la puerta sudoeste, formando para resistir un ataque de la caballería. No se veía caballería alguna del enemigo, y Balbo esperaba que no estuviese oculta en algún sitio.

Todos sus soldados llevaban un balde de cuero atado a la parte izquierda de atrás de la silla para dar de beber al caballo, y, mientras la primera línea continuaba con la farsa de disponerse a la carga a la espera de un falso ejército de infantería a punto de llegar, los demás acudían con los cubos a diversas fuentes de los alrededores para llenarlos. Una vez que los caballos hubiesen bebido, Octavio Balbo esperaba lanzar el ataque pasara lo que pasase.

Pero tan bien salió la artimaña de preparación del ataque, que ninguna respuesta había habido del enemigo cuando Sila llegó con la infantería unas cuatro horas después a primera hora de la tarde. Sus hombres estaban igual de agotados que los caballos de Balbo al llegar a la vista del enemigo: agotados, decaídos y con las piernas temblorosas por haber recorrido a paso ligero treinta kilómetros de terreno a veces cuesta arriba.

– Bien, seguramente hoy no podremos atacar -dijo Vatia después de haber inspeccionado el terreno con Sila y los otros legados para determinar la clase de batalla que había que plantear.

– ¿Por qué no? -inquirió Sila.

– ¡ Están demasiado cansados para pelear! -exclamó Vatia, sin salir de su asombro.

– Cansados estarán, pero lucharán -replicó Sila.

– ¡No puedes hacerlo, Lucio Cornelio! ¡Te derrotarán!

– Puedo, y no me vencerán -añadió Sila, inexorable-. Escucha, Vatia, tenemos que luchar hoy. Esta guerra tiene que acabar, y es aquí y ahora donde debe acabar. Los samnitas saben la dura marcha que acabamos de hacer y no ignoran que tienen la ventaja de su parte hoy más que nunca. Si no presentamos hoy la batalla, el día que ellos creen más posible la victoria, ¿qué sucederá mañana? ¿Qué puede impedirles levantar el campamento por la noche y desaparecer para esperar otra ocasión? ¿Desaparecer quizá durante meses, hasta la primavera, el verano o quién sabe si el otoño? No, Vatia, atacamos hoy. Porque hoy el ánimo de los samnitas es vernos morir ante la puerta Colina.

Mientras los soldados descansaban, comían y bebían, Sila anduvo entre ellos para decirles sin el formalismo de los discursos pronunciados desde la tribuna que debían sacar fuerzas de flaqueza para la batalla; que si esperaban a recuperarlas, la guerra no acabaría nunca. La mayor parte de la tropa llevaba años bajo su mando y realmente le adoraban, pero hasta las legiones de Escipión Asiageno, por el tiempo transcurrido, se consideraban como suyas. Ya no tenía el aspecto del magnífico ser semidivino a quien habían otorgado la Corona de Hierba ante Nola tantas campañas atrás, pero era él, y, con él se habían gastado, encanecido y hasta llenado de arrugas. Así, conforme caminaba entre ellos alentándoles para el combate, sus manos se iban alzando en silencio, dándoles a entender que perdieran cuidado, que les darían una buena paliza a los samnitas.

Dos horas escasas antes de oscurecer se entabló la batalla. Las tres legiones que habían sido de Escipión Asiageno formaban el núcleo de la división izquierda, y, aunque Sila no tomó su mando, optó por mantenerse en su zona de operaciones, y, en lugar de montar su clásica mula, eligió un caballo blanco, advirtiéndoselo a los soldados para que le conocieran y le vieran bien si participaba en el combate. Escogió un promontorio que le daba una buena panorámica del campo de batalla, y a lomos del blanco corcel asistió al desarrollo de la batalla. Vio que en Roma habían abierto las hojas de la puerta Colina y alzado el rastrillo, aunque nadie salía para intervenir en el combate.

Las fuerzas enemigas que se enfrentaban a su división izquierda eran las más temibles y estaban compuestas exclusivamente por samnitas al mando de Poncio Telesino, pero con cuarenta mil hombres era algo menos numerosa; cierta compensación, pensó, tocando al palafrenero con el pie para que el muchacho hiciese avanzar al caballo. Como no era buen jinete, no se fiaba de aquel noble bruto, y prefería que le guiaran a mano. Sí, el ala izquierda cedía y tenía que acudir allá. Vatia, que estaba en terreno llano, seguramente no advertía que uno de sus problemas más graves era la puerta abierta de la ciudad; conforme los samnitas avanzaban implacables causando bajas con sus espadas cortas, algunos hombres de Vatia entraban en Roma en lugar de aguantar y conservar el terreno.

Justo cuando se disponía a entrar en la refriega, oyó un fuerte palmetazo del mozo en el flanco del caballo y tuvo la presencia de ánimo de inclinarse y agarrarse a la crin con ambas manos en el momento en que el animal arrancaba a galope. Miró de soslayo hacia atrás y comprendió el porqué: dos lanceros samnitas le habían lanzado el arma a la vez y, de no ser por el mozo, que había hecho arrancar al animal, le habrían derribado. Detuvo al caballo, y el muchacho en seguida le dio alcance y agarró al corcel por la cola.

Dirigió una agradecida sonrisa al mozo y se internó en el combate con la espada en la mano derecha y un escudo en la izquierda. Dio con algunos hombres que conocía y les ordenó bajar el rastrillo, lo que hicieron sin ninguna consideración para los que estaban debajo, advirtió jocoso. La medida dio resultado; al no tener donde retroceder, las legiones de Escipión aguantaron, y la legión de veteranos inició la lenta y constante maniobra de hacer retroceder al enemigo.

Sila no tenía ni idea qué tal iba Craso con el ala derecha, porque, aun en el promontorio, la distancia era muy grande para apreciarlo, y él sabía desde el principio que la izquierda era la más débil. La más dotada era la división de Craso con cuatro legiones de veteranos.

Al caer la noche prosiguió el combate a la luz de miles de antorchas alzadas en los adarves de las murallas de Roma. En un segundo impulso, el ala izquierda cobró ánimo. El propio Sila seguía en el centro de la lid, impulsando a los atemorizados soldados de Escipión y tomando parte en el cuerpo a cuerpo, ayudado magníficamente por el palafrenero que en ningún momento dejaba que el caballo entorpeciera sus ataques.

Unas dos horas más tarde, las huestes samnitas cedían al empuje del ala izquierda y retrocedían hasta el campamento de Pompeyo Estrabón, exhaustas e incapaces de contener el alud de las fuerzas de Sila. Roncos de gritar, Sila, Vatia y Dolabela animaron a sus soldados a no dar cuartel, y éstos aniquilaron a los samnitas dentro de su campamento. Poncio Telesino cayó con el cráneo hendido, y sus hombres se desmoralizaron.

– ¡ No hagáis prisioneros! -clamó Sila-. Matadlos a todos; a flechazos si se agrupan para rendirse.

En aquel encarnizado momento de la batalla habría sido más difícil convencer a la tropa de respetar al enemigo. Y los samnitas perecieron.

Sólo después de la victoria, Sila, ya en su habitual mula, tuvo tiempo para interrogarse respecto a la suerte que habría corrido Craso. No había la menor señal de la división derecha, pero tampoco había rastros del enemigo. Craso y sus adversarios habían desaparecido.

Hacia media noche llegó un mensajero mientras Sila recorría el antiguo campamento de Pompeyo Estrabón asegurándose de que los caídos estaban todos muertos; se detuvo al ver llegar al hombre que traía las noticias.

– ¿Te envía Marco Craso? -le preguntó.

– Sí -contestó el hombre, que no parecía abatido.

– ¿Dónde se encuentra?

– En Antemnae.

– ¿En Antemnae?

– El enemigo retrocedió y huyó antes de medianoche, y Marco Craso fue en su persecución. En Antemnae hubo otra batalla y vencimos. Marco Craso me envía para pedirte comida y vino para sus tropas.

Con una gran sonrisa, Sila gritó órdenes para que se buscasen las provisiones solicitadas, y luego, montado en su mula, acompañó al convoy de aprovisionamiento por la vía Salaria hasta Antemnae, a pocos kilómetros. Allí, él y Vatia hallaron a la maltrecha ciudad recobrando la calma después de la batalla que casi la había destruido; las casas ardían, y brigadas con baldes se esforzaban por atajar el fuego, y había muertos por doquier, aplastados por los habitantes despavoridos que habían huido tratando de salvar sus vidas y pertenencias.

Craso le esperaba en el otro extremo de Antemnae, en donde había reunido en un campo a los enemigos supervivientes.

– Habrá unos seis mil -dijo a Sila-. Vatia se enfrentó a los samnitas, y a mi me tOcaron los lucanos, los capuanos y el resto de las tropas de Carbón. Tiberio Gutta cayó en el combate, Marco Lamponio creo que ha escapado, y tengo prisioneros a Bruto Damasipo, Carrinas y Censorino.

– ¡Inmejorable! -exclamó Sila, mostrando sus encías al sonreír-. A Dolabela no le gustó que te concediese el mando y tuve que prometerle el consulado para el año que viene, pero yo sabía que había hecho bien eligiéndote a ti, Marco Craso.

Vatia volvió la cabeza, mirando estupefacto a Sila.

– ¿Que Dolabela ha exigido eso…? Cunnus! Mentula! Verpa! Fellator!

– No te preocupes, Vatia, tú también serás cónsul -dijo Sila, sin dejar de sonreír-. A Dolabela le sentará mal; se excederá cuando gobierne la provincia que le corresponda, y se pasará el resto de sus días desterrado en Massilia con todos los que cometen abusos -añadió, señalando la reata con las vituallas-. ¿Dónde dejamos el tentempié, Marco Craso?

– Creo que aquí, si puedo encontrar otro lugar para los prisioneros -respondió el flemático Craso, que no daba a entender que acabase de haber conseguido una importante victoria.

– He traído la caballería de Balbo para que escolte a los prisioneros ahora mismo hasta la Villa Publica -dijo Sila-. Habrá amanecido cuando se pongan en marcha.

Mientras Octavio Balbo reunía a los abatidos enemigos, Sila mandaba llevar a su presencia a Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo. A pesar de ser los vencidos, no lo demostraban en absoluto.

– ¡Ah! ¿Pensáis que vais a volver a presentar batalla en otra ocasión? -dijo Sila, sonriendo aviesamente-. Pues no, mis queridos amigos romanos. Poncio Telesino ha muerto, y a los supervivientes samnitas he ordenado que los mataran a flechazos. Como os habéis aliado con samnitas y lucanos, no os considero romanos, y, por consiguiente, seréis juzgados por traición y ejecutados. Sin dilación.

Y así fueron decapitados los tres adversarios más irreductibles de la guerra en un campo de las afueras de Antemnae, sin juicio ni previo aviso. Sus cuerpos fueron arrojados a la inmensa fosa común en que enterraron a los caídos del enemigo, pero Sila mandó meter las cabezas en un saco.

– Catilina, amigo -dijo a Lucio Sergio Catilina, que había venido con Vatia, acompañándole-, hazte cargo de ellas, encuentra la cabeza de Tiberio Gutta, coge también la de Poncio Telesino, vuelve a la puerta Colina y cabalga hasta donde está Ofela. Y dile que las ponga una por una en su catapulta más potente y las lance dentro de Praeneste.

El rostro agradable y moreno de Catilina se iluminó con inusitada vivacidad.

– Encantado, Lucio Cornelio. ¿Puedo pedir un favor?

– A ver; pero no prometo nada.

– ¡Déjame entrar en Roma y dar con Marco Mario Gratidiano! Quiero su cabeza. Si el hijo de Mario la ve, se dará cuenta de que Roma es tuya y que su carrera se ha acabado.

Sila meneó despacio la cabeza, pero no en signo negativo.

– ¡Oh, Catilina, eres de lo mejor entre mis hombres! ¡Cómo te estimo! Gratidiano es tu cuñado.

– Era mi cuñado -replicó Catilina con voz queda-. Mi esposa murió poco antes de que me uniera a ti.

Lo que no dijo era que Gratidiano le había acusado de matarla él para poder continuar libremente una aventura.

– Bueno, de todos modos, Gratidiano tendrá que caer más tarde o más temprano -dijo Sila, volviéndose de espaldas y encogiéndose de hombros-. Añade su cabeza a la colección si crees que puede impresionar al joven Mario.

Dispuesto todo debidamente, Sila, Vatia y los legados se reunieron con Craso, Torcuato y los hombres de la división derecha a celebrar la victoria, mientras Antemnae ardía y Lucio Sergio Catilina se encaminaba feliz a realizar su siniestro cometido.

Como si no necesitara dormir, Sila regresó a Roma, pero no entró en ella. El mensajero que había enviado por delante de él conminó al Senado a reunirse en el templo de Bellona, en el Campo de Marte. Cuando iba hacia allí se detuvo para comprobar que los seis mil prisioneros quedaban congregados en la Villa Publica (próxima al templo), y dio algunas órdenes. Después prosiguió y desmontó de la mula en el espacio vacío y descuidado que había ante el templo, llamado «territorio enemigo».

Naturalmente que ningún senador habría osado resistirse a las exigencias de Sila, y en el interior le aguardaban un centenar aproximadamente, todos de pie, pues no les parecía conveniente hacerlo sentados en sus sillas plegables. Unos cuantos tenían aspecto de lo más tranquilo -Catulo, Hortensio, Lépido-, a otros se los veía aterrados -un par de Flacos, un Fimbria, un Carbón de poca categoría-, pero la mayoría mostraba actitud de borrego, vacua pero atemorizada.

Con la coraza pero sin casco, Sila cruzó sus filas como si no existieran, y subió al pedestal de la estatua de Bellona, añadida al templo desde que se había puesto de moda representar con figura humana hasta a los antiguos dioses romanos. Como también ella revestía armadura, hacía buena pareja con Sila, incluida la fiera mirada de su rostro helenístico. Ella, no obstante, poseía belleza, en agudo contraste con Sila. Su aparición causó profunda impresión en la mayoría de los reunidos, pero ninguno osó manifestarlo. Llevaba la peluca de rizos naranja algo descentrada, manchada su túnica escarlata y los puntos enrojecidos de su rostro destacaban sobre el fondo blanco de su piel de albino como lagos de sangre sobre la nieve. Muchos se condolieron, aunque por distinto motivo: unos porque le habían conocido y le apreciaban, otros porque esperaban, al menos, que el nuevo amo de Roma tuviese gran prestancia. Y aquel hombre más parecía un travestí en decadencia.

Al hablar, le bailaban los labios, y algunas de sus palabras costaba entenderlas; hasta que, al seguir hablando así, los que le oían se esforzaron por entenderle, sabedores de que en ello les iba la vida.

– ¡Veo que he llegado en el momento oportuno! -dijo-. El Territorio Enemigo está lleno de hierbajos, y todo necesita una buena limpieza y un repintado; las piedras de las vías asoman por el firme gastado, las lavanderas tienden la ropa en la Villa Publica. ¡ Habéis cuidado estupendamente de Roma! ¡ Imbéciles! ¡ Bellacos! ¡ Inútiles!

Su discurso continuó seguramente en el mismo tono mordaz, sarcástico; pero después de exclamar «¡Inútiles!», las palabras quedaron apagadas por un tremendo griterío procedente de la Villa Publica. Se oían gritos, chillidos y alaridos espantosos, y al principio todos fingieron seguir escuchándole, pero los horripilantes clamores no cesaban y los senadores comenzaron a rebullir, musitando y dirigiéndose temerosas miradas.

Y el griterío cesó de pronto tan súbitamente como había comenzado.

– ¿Qué, corderillos, estáis asustados? -dijo Sila sarcástico-. ¡ No os asustéis! Eso que habéis oído no es más que mis hombres amonestando a unos criminales.

Tras lo cual descendió del pedestal de la estatua de Bellona y salió del templo como si no hubiese advertido la presencia de un solo senador de Roma.

– Me temo que no se encuentra muy bien -comentó Catulo a su cuñado Hortensio.

– Con el aspecto que tiene, no me extraña -replicó Hortensio.

– ¿Y nos ha hecho venir aquí para decirnos eso? -añadió Lépido-. ¿Y a quién amonestarían?

– A los prisioneros -dijo Catulo.

Y, efectivamente, mientras Sila se dirigía al Senado, sus hombres ejecutaban a los seis mil prisioneros de la Villa Publica con flechas y espadas.

– Yo voy a observar una perfecta buena conducta en toda ocasión -dijo Catulo a Hortensio.

– ¿Por qué, en concreto? -inquirió Hortensio, que era hombre mucho más arrogante y práctico.

– Porque tenía razón Lépido. Sila nos ha convocado aquí para que oigamos cómo morían los que se han opuesto a él. Lo que diga no tiene la menor importancia, pero lo que haga si que tiene una gran importancia para todos nosotros que queremos vivir. Tendremos que portarnos bien y procurar no enojarle.

– Creo que exageras, mi querido Quinto Lutacio -replicó Hortensio, encogiéndose de hombros-. Dentro de unas semanas se habrá marchado; logrará que el Senado y las asambleas legalicen sus hazañas y le devuelvan el imperium, figurará en primera fila de los consulables y Roma reanudará su vida normal.

– ¿De verdad lo crees? -dijo Catulo, estremeciéndose-. No sé cómo lo hará, pero creo que vamos a tener esos inquietantes ojos de Sila desde una posición de superioridad por mucho tiempo.


Sila llegó a Praeneste al día siguiente, el tercero del mes de noviembre.

Ofela le recibió entusiasmado y señaló a dos hombres que había a un lado, vigilados por la guardia.

– ¿Los conoces? -inquirió.

– Es posible, pero no sé sus nombres.

– Son dos tribunos de las legiones de Escipión que llegaron a galope tendido a la mañana siguiente de la batalla en la puerta Colina para decirme que habías sido derrotado y muerto en combate.

– ¡Ah! ¿Y tú no los creíste?

Ofela soltó una carcajada.

– Te conozco muy bien, Lucio Cornelio. Para matarte a ti hacen falta muchos samnitas.

Y con la celeridad del prestidigitador que hace aparecer un conejo de un orinal, Ofela alargó la mano hacia atrás y sacó la cabeza del hijo de Mario.

– ¡Ah! -exclamó Sila, mirándola de cerca-. Guapo muchacho, ¿verdad? Se parece a la madre, desde luego. Y no sé a quién salió en inteligencia, pero no ha sido al padre. Guárdala de momento -añadió, haciendo un gesto para que la apartara-. ¿Así que Praeneste se rindió?

– Casi inmediatamente después de lanzar las cabezas que me trajo Catilina. Se abrieron las puertas de par en par y todos salieron con bandera blanca y dándose golpes de pecho.

– ¿También el joven Mario? -preguntó Sila sorprendido.

– ¡Ah, no! Él se metió en las cloacas para intentar escapar. Pero ya hacia meses que tenía yo enrejados los desagües. Junto a uno de ellos le encontramos, con la espada clavada en el vientre y el criado griego llorando a sus pies -contestó Ofela.

– ¡ Bien, es el último de su estirpe! -comentó Sila con aire de triunfo.

Ofela le miró de hito en hito. ¡Aquel Lucio Cornelio no olvidaba nada!

– Aún hay uno libre -se apresuró a añadir, arrepintiéndose inmediatamente, pues Sila no era de los que les gustan que les recuerden que tienen fallos.

Pero Sila no se inmutó y esbozó una sonrisa.

– Supongo que te refieres a Carbón -dijo.

– Sí, a Carbón.

– Carbón también ha muerto, mi querido Ofela. El joven Pompeyo le hizo cautivo y le ejecutó por traición en el ágora de Lilibeo a finales de septiembre. ¡Es excepcional ese Pompeyo! Creí que tardaría unos cuantos meses en organizar Sicilia y acorralar a Carbón, y lo hizo todo en un mes. ¡Y aun se las arregló para enviarme la cabeza de Carbón con un mensajero especial, en un tarro de vinagre! ¡ Muy propio de él! -añadió Sila, conteniendo la risa.

– ¿Y el viejo Bruto?

– Prefirió suicidarse antes que delatar a Pompeyo el paradero de Carbón. En vano, claro, porque la tripulación de su nave (trataba de reunir una flota para Carbón) se lo contó todo a Pompeyo, naturalmente. Entonces, mi brillante y eficiente legado envió a su cuñado a Cossura, a donde había huido Carbón, para que le trajese encadenado a Lilibeo. Pero son tres las cabezas que me ha enviado Pompeyo, no dos. Las de Carbón, el viejo Bruto y Sorano.

– ¿Sorano? ¿Quinto Valerio Sorano, el erudito que era tribuno de la plebe?

– El mismo.

– ¿Y por qué? ¿Qué había hecho? -inquirió Ofela, sin salir de su asombro.

– Decir en voz alta desde los ros tra el nombre secreto de Roma -contestó Sila.

– ¡Por Júpiter! -exclamó Ofela estremeciéndose, con la boca abierta.

– Afortunadamente -mintió Sila-, el gran dios tapó los oídos de los que estaban en el Foro y nadie lo oyó. No sucede nada, mi querido Ofela. Roma no perecerá.

– ¡Ah, menos mal! -dijo éste, enjugándose el sudor de la frente-. Había oído de gente que hace cosas extrañas, ¡pero eso de pronunciar el nombre secreto de Roma es el colmo! -y de pronto le vino una idea a la cabeza y tuvo que preguntar-. ¿Y qué hacía Pompeyo en Sicilia, Lucio Cornelio?

– Asegurarme la cosecha.

– Algo había yo oído, pero confieso que no le di crédito. Es un muchacho.

– Humm -musitó Sila, sin rebatírselo-. Pero, así como el hijo de Mario no salió a su padre, el joven Pompeyo sí que es digno hhijo de Pompeyo Estrabón. Y de sobra.

– Entonces pronto regresará -dijo Ofela, no muy contento con aquella nueva estrella en el cielo de Sila, él que se creía sin rival.

– Aún no -respondió Sila como quien no quiere la cosa-. Le he enviado a Africa para que se apodere de la provincia. Y supongo que es lo que hace en este momento -añadió, señalando hacia la tierra de nadie, en donde una gran multitud de hombres aguantaba de pie el ardiente sol-. ¿Son los que se rindieron con las armas en la mano?

– Sí. Son doce mil. Una mezcla heterogénea -contestó Ofela, satisfecho por cambiar de tema-. Romanos del hijo de Mario, muchos praenestinos y algunos samnitas. ¿Quieres verlos más de cerca?

Accedió, pero no se entretuvo mucho. Perdonó a los romanos y ordenó que se ejecutara allí mismo a praenestinos y samnitas. Tras lo cual mandó que los supervivientes de la ciudad -viejos, mujeres y niños- enterraran los cadáveres en la tierra de nadie. Paseó por la ciudad, que no conocía, y frunció el ceño enfurecido al ver el deplorable estado en que había quedado el templo de Fortuna Primigenia, saqueado por el hijo de Mario para obtener la madera para su torre.

– Yo soy un favorito de la Fortuna -dijo a los miembros del consejo de la ciudad que habían sobrevivido-, y haré que vuestra Fortuna Primigenia sea el mejor templo de toda Italia. Pero a expensas de Praeneste.


El cuarto día de noviembre, Sila se llegó a Norba, aunque ya sabía lo que había sucedido.

– Se avinieron a rendirse -dijo Mamerco, con los labios apretados de rabia- y luego incendiaron la ciudad y mataron a todos los que quedaban o se suicidaron, mujeres, niños, los soldados de Ahenobarbo, y todos los varones. Lucio Cornelio, siento que no haya habido prisioneros en Norba.

– No importa -contestó Sila, indolente-. En Praeneste hemos hecho buena redada. A su lado, Norba casi no se hubiera notado.

Y el quinto día de noviembre, cuando el sol bañaba ya las estatuas doradas en lo alto del templo, y la luz de la mañana daba a la ciudad un aspecto menos deplorable, Lucio Cornelio entraba en Roma. Lo hizo por la puerta Capena en solemne cortejo, sobre el caballo blanco que el palafrenero había guiado con firme mano durante la batalla de la puerta Colina, y con su mejor coraza, la de plata con la musculatura en relieve y una escena cincelada de su ejército ofreciéndole la Corona de Hierba ante las murallas de Nola. Con él, ataviado con la toga bordada de púrpura, cabalgaba Lucio Valerio Flaco, el príncipe del Senado, y, detrás de ellos, los legados por parejas, incluido Metelo Pío y Varrón Lúculo, a quien había ordenado venir de la Galia itálica cuatro días antes para tan magna ocasión. De todos los que destacarían en el futuro, sólo faltaban Pompeyo y Varrón el sabino.

Su única escolta militar fueron aquellos setecientos soldados de caballería que habían salvado la situación engañando a los samnitas; su ejército estaba en el desfiladero, demoliendo las murallas para restablecer el tránsito en la vía Latina. Luego, quedaba por derruir el muro de Ofela y descargar una enorme cantidad de materiales en diversos campos; gran parte de los bloques de toba se habían partido al demoler el muro, y Sila sabía ya qué iba a hacer con ellos: se utilizarían para la mampostería opus incertum del nuevo templo de Fortuna Primigenia de Praeneste. No debía quedar signo alguno de las hostilidades.

Muchos salieron a la puerta para ver su entrada en Roma, pues por mucho riesgo que existiese, los romanos eran incapaces de sustraerse a cualquier clase de espectáculo, y aquél era un momento histórico. Muchos de los que le veían entrar a caballo estaban convencidos de ser testigos del fin de la República, y corría el rumor de que intentaba convertirse en rey de Roma. ¿Cómo, si no, iba a conservar el poder? ¿Cómo iba a desprenderse de él, después de lo que había hecho? Y no tardaron en ver un escuadrón especial de caballería que venía inmediatamente detrás de la última pareja de legados, con las lanzas enhiestas y en sus puntas clavadas las cabezas de Carbón y el hijo de Mario, de Carrinas, de Censorino, del anciano Bruto, de Mario Gratidiano, de Bruto Damasipo, de Poncio Telesino, de Gutta de Capua y Sorano y de Cayo Papio Mutilo de los samnitas.


A Mutilo le llegó la noticia del desastre de la puerta Colina al día siguiente de la batalla, y lloró tan desconsoladamente que Bastia acudió a ver qué le sucedía.

– ¡Todo se ha perdido! ¡Todo! -exclamó, sin acordarse de cómo ella le había insultado y atormentado, ya que era la única persona que le quedaba a la que estaba unido por vínculos familiares-. ¡Ha sucumbido mi ejército! ¡Ha vencido Sila! ¡Sila será rey de Roma y el Samnio desaparecerá!

Durante el rato que tardó en encender todas las mechas de un candelabro, Bastia no cesó de mirar a aquel hombre totalmente abatido que no podía moverse del sofá, sin hacer intento alguno de consolarle; sólo le miraba, inmóvil, con ojos muy abiertos. Pero, de pronto, a su mirada afloró el brillo de una decisión y su rostro se endureció. Y dio unas palmadas.

– Decid, domina -dijo el mayordomo desde la puerta, mirando consternado a su lloroso amo.

– Busca al germano y prepara la litera -dijo ella.

– Domina… -arguyó el mayordomo, perplejo.

– ¡No te quedes ahí! ¡Haz inmediatamente lo que te digo!

El mayordomo tragó saliva y desapareció.

– ¿Qué significa esto? -inquirió Mutilo, enjugándose las lágrimas.

– Quiero que te vayas -replicó ella entre dientes-. ¡No quiero compartir la derrota! ¡Quiero conservar mi casa, mi dinero, mi vida! ¡Así que márchate, Cayo Papio! ¡Vuelve a Aesernia, a Bovianum o a donde tengas casa! ¡A donde sea, menos aquí! No quiero que me arrastre tu desgracia.

– ¡No puedo creerlo! -dijo él con voz entrecortada.

– ¡Pues créetelo! ¡Fuera!

– ¡ Pero, Bastia, estoy paralítico! ¡ Soy esposo tuyo y estoy paralítico! ¿No sientes compasión ni afecto?

– Ni te amo ni te tengo compasión -replicó ella hoscamente-. Han sido tus estúpidas y fútiles conjuras y guerras contra Roma las que te han dejado inútiles las piernas y lo que a mí me servía, las que me han privado de los hijos que podría haber tenido y de todo el placer que hubiera podido compartir contigo. Me he pasado casi siete años viviendo aquí sola mientras tú, en Aesernia, te dedicabas a intrigar y tramar, y cuando te dignas visitarme, llegas oliendo a mierda y orines, y dándome órdenes… ¡Oh, no, Cayo Papio Mutilo, esto se ha acabado! ¡Vete de aquí!

Y como su mente era incapaz de abarcar la magnitud de su desgracia, Mutilo no hizo protesta alguna cuando su criado germano le levantó de la cama y le condujo en brazos a la puerta principal, donde le aguardaba la litera al pie de la escalinata. Bastia los había seguido como una reencarnación de la Gorgona, hermosa y diabólica, con una mirada capaz de convertir en piedra a un hombre. Cerró tan de golpe la puerta que pilló la orla de la capa del germano, y éste dio un traspiés; se echó el peso de su amo sobre el brazo izquierdo y comenzó a tirar de la capa.

Cayo Papio Mutilo llevaba en el cinto un puñal militar, mudo recuerdo de la época en que había sido guerrero samnita. Lo desenvainó, apoyó la cabeza contra la puerta y se cortó el cuello. La sangre salpicó por doquier, manchó la puerta y se escurrió por los escalones, mojando al germano, que profirió horrorizados alaridos que hicieron acudir a gente de un extremo y otro de la calle. Lo último que vio Cayo Papio Mutilo fue a aquella Gorgona, que, al abrir la puerta, recibió el último borbotón de sangre.

– ¡Te maldigo, mujer! -fueron las últimas palabras que intentó pronunciar.

Pero ella no le oyó ni se estremeció o inmutó, sino que mantuvo la puerta bien abierta y gritó al lloroso germano:

– ¡Éntrale!

Y dentro, con el cadáver de su esposo en tierra, ordenó:

– Córtale la cabeza, que voy a enviársela a Sila como obsequio.

Bastia hizo honor a lo dicho y envió la cabeza de su esposo a Sila, con sus cumplidos. Pero la historia que Sila supo de labios del desgraciado mayordomo obligado a llevársela no era muy halagüeña para Bastia. Entregó la cabeza de su enemigo a los tribunos militares de su estado mayor y dijo imperturbable:

– Matad a la mujer que la ha enviado. Quiero que muera.


Así, las cuentas quedaban casi canceladas. Con excepción de Marco Lamponio de Lucania, todos los enemigos de relieve que se habían opuesto al regreso de Sila a Italia estaban muertos. De haberlo querido, hubiera podido convertirse en rey de Roma sin obstáculo alguno.

Pero él tenía una solución más acorde con el criterio de quien creía en la tradición de un mos maiorum republicano, y con ese ánimo desfiló por el circo Máximo, sin ninguna ambición regia.

Era viejo y estaba enfermo; durante cincuenta y ocho años había batallado con una concatenación de circunstancias y acontecimientos adversos que constantemente le habían privado del placer de la justicia y la recompensa, de su justo papel en la historia de Roma, al que tenía derecho por nacimiento y capacidad. No había tenido otra elección ni ninguna oportunidad para continuar su ascenso legal en el cursus honorum honorablemente. En todas las etapas había habido alguien o algo que le entorpecía el camino, imposibilitando la vía recta y legal. Pues allí estaba, cabalgando en la dirección indebida por el circo Máximo. Un despojo de cincuenta y ocho años, sintiendo en sus entrañas el ardor del triunfo y del fracaso. Amo de Roma. El primer hombre de Roma. Se había vengado. Pero la desilusión de la edad, su físico estragado y la muerte inexorable, convertían su júbilo en amarga tristeza, destruyendo el placer y exacerbando su dolor. Qué tarde, qué amarga, qué tuerta era su victoria…

No pensaba en la Roma que tenía a sus pies con amor e idealismo; el precio había sido demasiado alto. Ni se sentía con ánimos para la tarea que sabía ineludible. Lo que más deseaba era paz, tiempo libre, materializar mil fantasías sexuales, embriagarse sin freno y olvidarse de toda responsabilidad. ¿Por qué no podía desear todo aquello? Por culpa de Roma, por culpa del deber, porque no podía aceptar la idea de abandonar la tarea con tanto como quedaba por hacer. La única razón por la que cabalgaba en dirección contraria por la pista del circo Máximo vacío era por estar convencido de que había una tarea ingente que hacer. Y la tenía que hacer él porque no había nadie capaz.

Decidió convocar reunión conjunta del Senado y el pueblo en el bajo Foro y dirigirse a ellos desde los rostra. ¿No era Escauro quien -no muy injustamente- le había calificado de políticamente negligente? No estaba seguro. Pero sí que tenía suficiente naturaleza de político para no ser del todo sincero, y olvidó indolentemente que había sido él quien clavó la primera cabeza en los rostra: la de Sulpicio, para atemorizar a Cinna.

– Esta horrorosa costumbre que se ha instaurado tan recientemente cuando yo era pretor en una Roma que la desconocía -dijo, volviéndose para señalar con un gesto las cabezas clavadas en las lanzas- no cesará hasta que se hayan restablecido del todo las tradiciones del mos maiorum y nuestra antigua república vuelva a surgir de las cenizas a que ha sido reducida. He oído decir que quiero convertirme en rey de Roma. ¡No, quirites, no lo deseo! ¿Condenarme los años que me queden de vida a constantes intrigas, conjuras, sublevaciones y represalias? ¡No lo deseo! He servido mucho tiempo con gran esfuerzo a Roma, y he tenido la recompensa de pasar mis últimos días libre de cuidados y responsabilidades, ¡libre de Roma! Por ello, una cosa prometo al Senado y al pueblo, que no me proclamaré rey de Roma ni gozaré un solo momento del poder que debo conservar hasta que concluya mi tarea.

Quizá nadie esperase realmente aquel discurso, ni siquiera hombres tan cercanos a él como Vatia y Metelo Pío, pero Sila continuó hablando, y algunos se dieron cuenta de que el vencedor se había sincerado con otra persona, Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, que estaba a su lado en la tribuna y no ponía cara de sorpresa por nada de lo que Sila iba diciendo.

– Los cónsules han muerto -prosiguió, señalando con la mano las cabezas de Carbón y del hijo de Mario- y los fasces deben volver a los Padres, en los almohadones del templo de Venus Libitina hasta que se elijan nuevos cónsules. Roma debe tener un interrex; en eso la ley es terminante. El portavoz de la cámara, Lucio Valerio Flaco, es el patricio decano del Senado, de su decuria y de su familia -añadió, volviéndose hacia Flaco-. Eres el primer interrex. Te ruego que asumas el cargo y desempeñes todas sus funciones durante los cinco días del interregnum.

– Hasta ahora, todo bien -musitó Hortensio a Catulo-. Ha hecho exactamente lo que debe hacerse: nombrar un interrex.

– Tace! -masculló Catulo, que no acababa de entender bien todo lo que decía Sila.

– Antes de que el portavoz de la cámara tome la palabra en esta reunión -añadió Sila, dando énfasis a sus palabras-, hay un par de cosas que quiero decir. Roma no corre peligro estando a mi cuidado, y nadie vendrá a causarle mal. Volverá la ley justa, regresará la República a sus días de gloria; pero eso son cosas que emanarán de las decisiones de nuestro interrex y no insistiré en ello. Lo que sí quiero decir es que he tenido a mis órdenes hombres muy capaces, y hora es de que se lo agradezca. Comenzaré por los que no están presentes: Cneo Pompeyo, que ha asegurado la cosecha de Sicilia y con ello salvado a Roma del hambre este invierno… Lucio Marco Filipo, que el año pasado aseguró la cosecha de Cerdeña, y este año se enfrentó al enviado contra él, Quinto Antonio Balbo, y le dio muerte en combate. Cerdeña está en nuestro poder… En Asia he dejado hombres excelentes que cuidarán la provincia romana más rica y valiosa: Lucio Licinio Murena, Lucio Licinio Lúculo y Cayo Escribonio Curio… Y aquí, conmigo, están mis más fieles seguidores en momentos difíciles y desesperados: Quinto Cecilio Metelo Pío y su legado Marco Terencio Varrón Lúculo, Publio Servilio Vatia, Cneo Cornelio Dolabela el viejo, Marco Licinio Craso…

– ¡Por los dioses que la lista es interminable! -masculló Hortensio, que no gustaba de oír a nadie que no fuese él mismo, y menos aún a una persona de tan torpe retórica como Sila.

– ¡Ya ha acabado, ya ha acabado! -dijo Catulo impaciente-. ¡Vamos, Quinto, está convocando al Senado a la Curia y ya no va a decir nada más a estos bobos del Foro! ¡Vámonos ya!

Pero fue Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, quien se sentó en la silla curul, rodeado del esquelético cuerpo de senadores que habían quedado en Roma y sobrevivido. Sila tomó asiento a la derecha del podio curul, aproximadamente en donde se habría colocado en la primera fila de consulares, ex censores y ex pretores. De todos modos, no se había despojado de la coraza, detalle que hizo ver a los senadores que no abandonaba el control de la ceremonia.

– En las calendas de noviembre -dijo Flaco con su voz jadeante- estuvimos a punto de perder Roma. De no haber sido por el valor y celeridad de Lucio Cornelio Sila, sus legados y su ejército, Roma estaría en manos del Samnio, y habríamos pasado bajo el yugo como hicimos en las horcas Caudinas. Bien, no necesito decir nada más. El Samnio ha sido derrotado, Lucio Cornelio ha vencido y Roma no corre peligro.

– ¡Vamos, continúa! -musitó Hortensio-. ¡Por los dioses que cada día está más senil!

Flaco continuó, rebulléndose un poco por no estar sentado cómodamente.

– No obstante, aunque la guerra haya concluido, Roma tiene muchos problemas que la perturban. El Tesoro está vacío, igual que las arcas de los templos; han disminuido los negocios, han mermado los senadores, han muerto los cónsules y sólo queda un pretor de los seis que había a principios del año -hizo una pausa para respirar profundamente y se lanzó enardecido a decir lo que le había ordenado Sila-. De hecho, padres conscriptos, Roma ha cruzado la raya hasta la cual es posible la gobernación normal. Roma debe ser guiada por la mano más capaz. La única mano capaz de poner a nuestra querida Roma en pie. Mi cargo de interrex cumple a los cinco días; me sucederá otro interrex durante otros cinco días, y en ese plazo se convocarán elecciones, pero si no pudiera hacerlo, un tercer interrex tendrá que intentarlo. Y así sucesivamente. Pero esta gobernación incompleta no arreglará las cosas, padres conscriptos. Vivimos una situación de profunda crisis, y yo sólo veo aquí un hombre capaz de hacer lo que se debe. Pero lo que hay que hacer no puede hacerlo como cónsul. Por consiguiente, propongo una solución diferente para someterla a votación del pueblo en sus centurias, por ser el cuerpo elector más tradicional. Pido al pueblo que apruebe en sus centurias una lex rogata nombrando y dando poderes a Lucio Cornelio Sila como dictador de Roma.

Los senadores se rebulleron inquietos, mirándose unos a otros estupefactos.

– El cargo de dictador es antiguo -prosiguió Flaco-, y normalmente se limita a la dirección de una guerra. En tiempos pasados fue tarea del dictador proseguir la guerra cuando los cónsules no podían hacerlo, y hace más de cien años que no se ha dado poder a un dictador. Pero la actual situación de Roma es algo sin precedentes. La guerra ha concluido, y yo os digo, padres conscriptos, que la crisis consiste en que no hay cónsules electos que puedan hacer resurgir a Roma. Los remedios necesarios no serán muy agradables y causarán resentimiento. Al final del año al frente del cargo, a un cónsul se le puede exigir que responda ante el pueblo o la plebe de sus actos, y se le puede acusar de traición. Y si todo se ha vuelto en contra suya, hasta desterrarle y confiscarle las propiedades. Sabiéndose de antemano vulnerable a tal riesgo, no hay hombre que pueda desarrollar la decisión y la fuerza que Roma requiere en estos momentos. Mientras que un dictador no teme un castigo del pueblo, pues la naturaleza de su cargo le hace inmune a cualquier represalia. Sus actos como dictador se sancionan para siempre, y no se le puede aplicar la ley. Alentado por saberse inmune y exento del veto por parte de algún tribuno de la plebe y de la condena de cualquier asamblea, el dictador puede servirse totalmente de sus poderes y propósitos para enderezar las cosas. Para poner en pie a nuestra querida Roma.

– ¡Suena muy bonito, príncipe del Senado -dijo Hortensio en voz alta-, pero los ciento veinte años transcurridos desde que el último dictador asumió el cargo te han estropeado la memoria! El dictador lo propone el Senado, pero deben nombrarlo los cónsules. Y cónsules no tenemos. Los fasces se han enviado al templo de Venus Libitina. No se puede nombrar un dictador.

Flaco lanzó un suspiro.

– No me has escuchado bien, Quinto Hortensio, ¿verdad? He dicho cómo puede hacerse: mediante una lex rogata aprobada por las centurias. Cuando no hay cónsules para aplicar la ley, los sustituye el pueblo reunido en centurias. En realidad, el único poder ejecutivo, el interrex, debe delegar en ellos la ejecución de su única función, que es organizar y celebrar las elecciones curules. El pueblo en centurias no hace la ley, sino las centurias.

– De acuerdo, no digo que no -asintió lacónico Hortensio-. Continúa, príncipe del Senado.

– Tengo la intención de convocar la asamblea centuriada mañana al amanecer. Les pediré que den una ley nombrando dictador a Lucio Cornelio Sila. Realmente, es una ley que no requiere gran complicación; cuanto más sencilla mejor. Una vez que el dictador esté nombrado legalmente por las centurias, las demás leyes las dictará él. Lo que pediré a las centurias es que nombren y den poderes a Lucio Cornelio Sila como dictador para todo el tiempo que su cargo lo requiera, que sancionen sus anteriores actos de cónsul y procónsul, que deroguen en su persona todo castigo oficial en forma de degradación y destierro, que garanticen la inmunidad en todos sus actos como dictador para siempre, que protejan sus actos como dictador del veto tribunicio y del rechazo o anulación por parte de la asamblea, del Senado y del pueblo en cualquier forma que fuere o por medio de cualquier tipo de magistrado, y del recurso ante cualquier clase de asamblea o cuerpo de magistrados.

– ¡Eso es mejor que ser rey de Roma! -gritó Lépido.

– No, es distinto -replicó imperturbable Flaco, que se había dedicado a imbuirse bien del espíritu de lo que Sila quería, y ahora ya había tomado impulso-. Un dictador no tiene que dar cuenta de sus actos, pero no gobierna solo. Cuenta con la ayuda del Senado y de todos los comicios como cuerpos asesores, es el mestre ecuestre y dispone de cuantos magistrados él mismo elija. Es costumbre, por ejemplo, que los cónsules se subordinen al dictador.

– El dictador está sólo seis meses en el cargo -replicó Lépido en voz alta-. Si mi oído no se ha deteriorado de pronto, lo que tú te propones pedir a las centurias es que nombren un dictador sin límite de tiempo en el cargo. ¡ No es constitucional, príncipe del Senado! No estoy en contra de que se nombre dictador a Lucio Cornelio Sila, pero me opongo a que permanezca en el cargo un instante más del término debido de seis meses.

– En seis meses no habré podido hacer nada -terció Sila sin levantarse de la silla-. Créeme, Lépido, no quiero el maldito cargo ni un solo día, y menos para toda la vida. Cuando considere que he culminado la tarea, lo dejaré. Pero en seis meses es imposible hacerla.

– ¿Por qué? -inquirió Lépido.

– Por un sencillo motivo -replicó Sila-. La situación financiera de Roma es un caos. Para restablecerla debidamente se necesitará un año, quizá dos. Hay veintisiete legiones por licenciar, buscarles parcelas y pagarlas. Hay que hacer que los que apoyaron los regímenes ilegales de Mario, Cinna y Carbón no escapen al castigo. Las leyes de Roma están anticuadas, sobre todo en relación con los tribunales y los gobernadores de provincias. Sus servidores civiles están desorganizados e incurren en letargo y codicia. Se han robado tantos tesoros, dinero y lingotes de los templos, que nuestro Erario cuenta aún con doscientos ochenta talentos de oro y ciento veinte de plata, a pesar de los despilfarros de este año. El templo de Júpiter Optimus Maximus es una pavesa -añadió, lanzando un fuerte suspiro-. ¿Continúo, Lépido?

– De acuerdo, convengo en que tu tarea puede durar más de seis meses. Pero ¿qué te impediría irte nombrando cada seis meses mientras dure esa tarea? -preguntó Lépido.

El gesto de desdén de Sila fue superlativamente desagradable por estar desdentado y a pesar de la ausencia de los fieros caninos.

– ¡Sí, claro, Lépido! -exclamó-. ¿Te crees que no lo veo? Tres de cada seis meses me los tendría que pasar contentando a las centurias. ¡ Rogando, dando explicaciones, excusándome, pintándolo todo de rosa, acariciando la bolsa de todos los caballeros comerciantes y convirtiéndome en la puta más vieja y detestable del mundo! -añadió, poniéndose en pie con los puños cerrados y agitándolos hacia Marco Emilio Lépido con más odio en el rostro del que había visto nadie desde que había salido de Roma para emprender la guerra contra Mitrídates-. Pues no, comodón Lépido, casado con la hija de un traidor que intentó proclamarse rey de Roma, ¡lo haré a mi manera o no lo haré! ¿Me oís, miserable conjunto de tontos y cobardes hipócritas que se quedan en casa? ¡Queréis que Roma se recupere, pero reclamáis el derecho inmerecido de hacer de la vida del que va a acometer la tarea lo más angustioso, penoso y servil posible! Bien, padres conscriptos, decidíos ahora mismo, porque Lucio Cornelio Sila ha vuelto a Roma y si se lo propusiera podría sacudirla en sus cimientos hasta convertirla en ruinas. ¡Tengo en el campo del Lacio un ejército que hubiera podido hacer entrar en la ciudad para echarlo sobre vuestros despreciables pellejos como lobos sobre corderos! No lo he hecho. He actuado conforme a vuestros intereses desde que llegué al Senado, y sigo haciéndolo. Pacíficamente; por las buenas. Pero estáis poniendo a prueba mi paciencia, os lo advierto con toda amabilidad. Seré dictador cuanto tiempo sea necesario. ¿Está claro? ¿Lo está, Lépido?

Se hizo un religioso silencio durante unos instantes. Hasta Vatia y Metelo Pío permanecían sentados pálidos y temblorosos, mirando pasmados a aquel monstruo que enseñaba unas garras capaces de desgarrar la luna. Ah, ¿cómo habrían podido olvidar quién era en realidad Sila?

También Lépido le miraba demudado y tembloroso, pero lo que a él le daba pavor no era el monstruo que anidaba en Sila, sino el pensar en su amada Apuleya, su dilecta esposa de muchos años y madre de sus hijos e hija de Saturnino, quien, efectivamente, había intentado ser rey de Roma. ¿Por qué habría hecho Sila referencia a ella en medio de aquella horrible explosión de ira? ¿Qué se propondría hacer cuando fuese dictador?


Harta de guerras civiles, de crisis económica y del exceso de legiones que hollaban la península de arriba abajo, la Asamblea centuriada votó una ley nombrando dictador a Lucio Cornelio Sila por un período de tiempo indeterminado. Expuesta en el contio el día seis de noviembre, la lex Valeria dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae se aprobó el día veintitrés de ese mismo mes. No especificaba el tiempo del cargo y concedía virtualmente poderes ilimitados a Sila, sin que tuviera que responder de ninguno de sus actos. Sila podía legislar lo que le viniera en gana.

Muchos en Roma esperaban de él una actividad febril nada más publicarse su nombramiento de dictador, pero no hizo nada hasta que el cargo fue ratificado tres nundinae más tarde de acuerdo con la lex Caecilia Didia.

Tras tomar por residencia la casa que había pertenecido a Cneo Domicio Ahenobarbo (exiliado en Africa), Sila no hizo otra cosa que pasear constantemente por la ciudad. Su casa había quedado totalmente destruida por el fuego cuando Cayo Mario y Cinna tomaron Roma; caminó por el Germalus del Palatino para ver las ruinas, hurgó displicentemente entre ellas y miró por encima del circo Máximo hacia los plácidos relieves del Aventino. A cualquier hora del día, desde el amanecer hasta que anochecía, se le veía solo en el Foro, mirando el Capitolio, la estatua gigantesca de Cayo Mario junto a los rostra o alguna otra de las numerosas estatuas de Mario, la sede del Senado o el templo de Saturno.

Paseaba por la orilla del Tíber desde el inmenso mercado de los Emilios en el puerto de Roma hasta el Trigarium, donde nadaban los jóvenes. Caminaba desde el Foro hasta cada una de las dieciséis puertas de Roma, y recorría las calles de arriba abajo.

En ningún momento mostró temor alguno por su vida ni requirió a ningún amigo para que le acompañase, y menos aún se le ocurrió ir con un guardaespaldas. A veces vestía la toga, pero casi siempre iba envuelto en una enorme capa más cómoda, porque el invierno se anticipaba y prometía ser tan crudo como el anterior. Algún día esplendoroso y de calor excepcional salía con la simple túnica, dejando ver lo demacrado que estaba a pesar de que había sido un hombre de buena constitución y estatura mediana, como bien recordaba la gente; pero se había encogido, estaba encorvado y andaba como un octogenario. Siempre llevaba aquella ridícula peluca, y como ya estaba curado de la erupción del rostro, volvía a pintarse con stibium las canosas cejas y pestañas.

Una vez concluido el intervalo de mercado para la ratificación del nombramiento de dictador, los que habían sido testigos de su espantosa furia en el Senado, y no habían sido objeto de ella, como Lépido, comenzaron a sentirse lo bastante tranquilos como para comentar los paseos de aquel viejo con cierto desdén. La memoria es olvidadiza.

– ¡Es un travestí! -dijo Hortensio a Catulo, con un bufido.

– Le matarán -añadió Catulo displicente.

Hortensio profirió una risita.

– O caerá abatido por un ataque de apoplejía. ¿Sabes que no entiendo por qué le tenía tanto miedo? -añadió, asiendo el brazo togado de su cuñado y zarandeándole-. Está aquí, pero es como si no estuviera. ¡Es curioso; al final, Roma se ha quedado sin su esforzado restaurador! Está acabado, Quinto, senil.

Era una opinión que se difundía entre todas las clases conforme transcurrían los días y aquella frágil figura recorría la ciudad con la peluca torcida y su grotesco maquillaje de stibium. ¿No se ponía polvos para disimular las cicatrices? Y hablaba solo, meneando la cabeza; y a veces gritaba al aire. Chocheaba.

Había constituido un acto de gran valor en hombre tan presumido exponer a la vista de todos la ruina de la edad; sólo Sila sabía lo que era el sufrimiento por el estado al que le había reducido la enfermedad, sólo él sabía cuánto anhelaba volver a ser el hombre magnífico de la época en que marchó a combatir a Mitrídates. Pero se había dicho a si mismo, mirándose en el espejo, que cuanto antes tuviera el valor de mostrarse a los romanos tal cual era, antes podría olvidar lo que el espejo le había delatado. Y así fue. Sobre todo porque sus paseos no carecían de propósito ni eran muestra de chochez. Sila paseaba para conocer el estado de Roma, sus necesidades y lo que había que hacer. Y cuanto más caminaba más se enfurecía y más se apasionaba, porque en sus manos tenía la posibilidad de transformar aquella ciudad dilapidada y descuidada, devolviéndole su antigua belleza.

Esperaba además la llegada de algunas personas que le importaban, aunque no porque sintiera afecto por ellas, ni porque las necesitara: su esposa, sus mellizos, su hija mayor, sus nietos y… Tolomeo Alejandro, heredero del trono de Egipto. Habían aguardado pacientemente al cuidado de Crisógono, primero en Grecia y después en Brundisium; pero a finales de diciembre llegarían a Roma. Dalmática tendría que vivir de momento en la casa de Ahenobarbo, pero la residencia de Sila ya había comenzado a reconstruirse. Filipo -muy bronceado y lleno de entusiasmo- acababa de llegar de Cerdeña, convocado oficiosamente por el Senado, y había intimado a la medrosa Cámara a aprobar unos fondos públicos inexistentes para que el Estado devolviese a Sila lo que le había sido arrebatado. ¡Gracias, Filipo!

El veintitrés de noviembre se ratificó oficialmente la dictadura de Sila con la correspondiente ley. Y aquel mismo día, los romanos, al despertarse, vieron que habían desaparecido todas las estatuas de Mario del Foro Romano, del Boarium, del Holitorium, de los distintos cruces y plazas, así como de los solares. También faltaban los trofeos colgados en el templo que había erigido en el Capitolio al Honor y la Virtud, que, aunque afectado por el fuego, aún alojaba en sus salas armaduras, banderas, estandartes enemigos y las condecoraciones del prohombre, las corazas que había usado en Africa, en Aquae Sextiae, en Vercellae y en Alba Fucentia. También habían desaparecido las estatuas de otros personajes: Cinna, Carbón, el anciano Bruto, Norbano, Escipión Asiageno; pero, quizá porque eran mucho menos numerosas, no se notó tanto su ausencia como las de Cayo Mario, que dejaban un enorme vacío, numerosos pedestales con su nombre borrado y estípites con los genitales destrozados.

Y simultáneamente aumentaban los rumores sobre otras desapariciones más graves: también se notaba la ausencia de personas. Hombres que habían sido decididos partidarios de Mario, de Cinna, de Carbón o de los tres; caballeros en su mayoría, con boyantes negocios durante una época en que éstos eran difíciles; caballeros que habían obtenido lucrativas contratas estatales, habían prestado dinero a los tres o se habían enriquecido de diversos modos haciéndose partidarios de Mario, Cinna y Carbón. Ningún senador se había esfumado de repente, pero de pronto eran tantos los que faltaban que el hecho llamaba la atención. Y ya fuese por generalizarse este convencimiento, ya como consecuencia de él, la gente comenzaba a decir que había desapariciones, que unos diez o quince individuos fornidos llamaban a la puerta de un caballero, entraban y pocos momentos después salían con el dueño para llevárselo a los dioses sabían dónde.

Roma se rebullía inquieta y comenzaba a considerar los paseos de su apergaminado dictador como algo más que inocentes pasatiempos; lo que había sido una cosa divertida dentro de lo lamentable, tomaba ahora un cariz más siniestro, y las inocuas excentricidades de antes se convertían en actos con un propósito que apuntaba a los terribles planes del mañana. ¡Nunca hablaba con nadie! ¡Hablaba solo! ¡Había gritado un par de veces! ¿Qué es lo que hacía en realidad? ¿Por qué lo hacía?

A la par de esta inquietud creciente, las extrañas actividades de aquellas pandillas de aspecto inocuo que llamaban a las puertas de los caballeros se fueron haciendo más abiertas. Ahora se los veía aquí y allá tomando notas, o siguiendo como sombras a un influyente banquero de Carbón o a un acomodado agente de negocios de Mario. Los desaparecidos eran cada vez más. Por fin, cuando llamaron a la puerta de un senador pedarius que siempre había votado a Mario, Cinna o Carbón, dijeron que no estaba; y cuando salió a la calle se abatió sobre él una lluvia de brazos, y una espada le cortó la cabeza, que cayó al suelo con un ruido hueco. El cadáver quedó allí, desangrándose en el arroyo, pero la cabeza desapareció.

Todos comenzaron a encontrar motivo para pasarse por los rostra a contar las cabezas: Carbón, el hijo de Mario, Carrinas, Censorino, Escipión Asiageno, el anciano Bruto, Mario Gratidiano, Poncio Telesino, Bruto Damasipo, Tiberio Gutta de Capua, Sorano, Mutilo… ¡ No había más! No estaba la del senador pedario, ni ninguna de los desaparecidos. Y Sila continuaba paseando con su ridícula peluca torcida y las cejas y pestañas pintadas; pero, mientras que antes la gente se paraba a mirarle sonriente -de pura compasión-, ahora sentía un miedo cerval y tomaban en dirección opuesta o echaban a correr. A donde iba no encontraba a nadie, nadie le miraba, nadie le sonreía ni por compasión; nadie se le acercaba ni le importunaba. Iba sembrando el espanto como los fantasmas que salían del mundus en los dies religiosi.

Nunca había habido en Roma un personaje público tan envuelto en misterio y tan imprevisible. Su comportamiento no era normal. Habría debido subir a la tribuna de los rostra en el Foro para explicar con elegante oratoria sus planes o abrumar con su dialéctica al Senado mediante discursos de intenciones, sartas de quejas y frases floridas. Hablar a alguien, al menos, si no a todos. Los romanos no estaban acostumbrados a guardar silencio; les gustaba discutir las cosas y no atenerse a rumores. Pero Sila no soltaba prenda y se limitaba a continuar aquellos paseos solitarios, ¡Y, sin embargo, todo dependía de él! Aquel hombre mudo y nada comunicativo era el amo de Roma.


En las calendas de diciembre Sila convocó al Senado. Era la primera reunión después de aquella en que Flaco había tomado la palabra. Los senadores se apresuraron a acudir a la Curia Hostilia. Más helados que el propio ambiente, los corazones palpitaban con fuerza, y los miembros de la Cámara contenían la respiración, abrían exageradamente los ojos y se oían retortijones de tripas, mientras aguardaban en sus asientos encogidos como gaviotas después de una galerna, evitando mirar el techado de la cámara por temor a que, al igual que a Saturnino y sus partidarios, les cayera de pronto una lluvia de tejas.

Nadie era inmune a aquel mudo terror, ni Flaco, príncipe del Senado, ni Metelo Pío, ni figuras militares como Ofela ni hombres serviles como Filipo o Cetego. ¡Y eso que aquel Sila que entró arrastrando los pies parecía tan inofensivo, tan digno de compasión! Y ello a pesar de la escolta de veinticuatro lictores; algo sin precedentes, pues era el doble de los concedidos al cónsul y el doble de los que había tenido cualquier dictador antes que él.

– Ya es hora de que os diga lo que me propongo -dijo sin levantarse de la silla de marfil, llenando el aire el vapor de su hálito de tanto frío como hacía-. Soy legalmente dictador, y Lucio Valerio, portavoz de la cámara, es mi mestre ecuestre. Según estipula la ley de los comicios centuriados que me otorgaron el cargo, no estoy obligado a convocar elecciones de otros magistrados si así lo deseo. Sin embargo, es tradición en Roma seguir el paso de los años mediante el nombre de los cónsules elegidos en cada uno de ellos, y no voy a romper esa tradición, ni quiero que al nuevo año se le adjetive de «Bajo la dictadura de Lucio Cornelio Sila». Así que se elegirán dos cónsules, ocho pretores, dos ediles curules y dos plebeyos, diez tribunos de la plebe y doce cuestores. Y para que adquieran experiencia magisterial hombres demasiado jóvenes para pertenecer al Senado, se elegirán veinticuatro tribunos militares y nombraré tres monederos y tres encargados de las celdas de detención y de los asilos.

Catulo y Hortensio estaban tan aterrorizados que contenían a duras penas la diarrea, y ocultaban las manos para que no se viera que les temblaban. No salían de su asombro oyendo decir al dictador que se celebrarían elecciones para todas las magistraturas! Ellos, que esperaban que les lapidaran desde el tejado, les decapitasen o les desterrasen, confiscando sus propiedades, no podían dar crédito a lo que oían. ¿Es que era inocente y no sabía lo que estaba sucediendo en Roma? Y en ese caso, ¿quién era el responsable de las desapariciones y asesinatos?

– Por supuesto -prosiguió el dictador con aquella ininteligible dicción a que le obligaba la falta de dientes-, comprenderéis que cuando digo elecciones no me refiero a candidatos. Yo os diré, así como a los diversos comicios, a quién elegir. En esta ocasión no es viable la libertad de elección. Necesito hombres que me ayuden en mi tarea, y deben ser los que yo escoja, no los que me impongan los electores. Por consiguiente, voy a informaros de los que quedan nombrados para el próximo año. Escriba, trae la lista! -ordenó, cogiendo la hoja que le entregaba un funcionario de la cámara, cuyo cometido era custodiar la documentación, mientras que otro secretario alzaba la cabeza, dispuesto a comenzar la tarea de registrar en tablillas de cera todo lo que dijese Sila.

– Vamos a ver. Cónsules… primer cónsul: Marco Tulio Decula; segundo: Cneo Cornelio Dolabela.

No pudo seguir, pues se alzó una voz y una figura togada se puso en pie. Era Quinto Lucrecio Ofela.

– ¡No, ni mucho menos! ¿Vas a conceder el preciado cargo de consul a Decula? ¡No! ¿Quién es Decula? ¡Una nulidad que se quedó tranquilamente en Roma mientras hombres de mayor valía combatían en tus filas, Sila! ¿Qué ha hecho Decula que le distinga de los demás? ¡Porque, que yo sepa, ni capaz ha sido de limpiarte el podex con una esponja, Sila! ¡ Eso es lo más ruin, malvado e injusto! Entiendo lo de Dolabela, y todos tus legados conocemos el acuerdo a que llegaste con él, Sila. ¿Pero quién es ese Decula? ¿Qué méritos tiene ese Decula para ser primer cónsul? ¡No, no y no!

Ofela hizo una pausa para respirar.

– He elegido primer cónsul a Marco Tulio Decula y ya está -dijo Sila.

– ¡Pues no puede permitirse, Sila! Tendremos unas elecciones como es debido y yo seré candidato.

– No -replicó el dictador.

– ¡Trata de impedírmelo! -exclamó Ofela, y salió corriendo de la Cámara.

Afuera se había congregado una multitud, ansiosa por conocer lo que se dictaminaba en aquella primera reunión del Senado después de la ratificación de Sila como dictador. No la formaban gentes que pensasen que tenían algo que temer de él, porque éstas se quedaban en casa, y tampoco había muchísimas personas, pero era una multitud. Abriéndose paso entre ella sin miramientos, Ofela descendió muy aprisa la escalinata del Senado y cruzó el pavimento de guijarros hasta la hondonada de los comicios, junto a los rostra.

– ¡Ciudadanos romanos! -gritó-. ¡Acercaos, venid a escuchar lo que tengo que deciros sobre ese monarca inconstitucional que hemos designado voluntariamente para que nos domine! ¡Dice que va a elegir cónsules, pero no hay candidatos, sino dos que ha elegido él! Dos idiotas ineptos e incompetentes, y uno de los dos, Marco Tulio Decula, ¡ ni siquiera es de familia noble! ¡ Es el primero de su familia que pertenece al Senado, un senador pedario que ascendió al pretorado bajo el traidor régimen de Cinna y Carbón! ¡Y van a hacerle primer cónsul, mientras que a hombres como yo no se nos recompensa!

Sila se había levantado, caminando despacio por el suelo de mosaico de la Curia hasta el pórtico, en donde permaneció parpadeando bajo la luz más intensa y mirando sin mucho interés cómo gritaba Ofela desde los rostra. Sin llamar la atención, unos quince hombres de aspecto anodino comenzaron a agruparse al pie de la escalinata del Senado a la vista de Sila. Por su parte, los senadores iban saliendo de la cámara para tratar de oir a Ofela, maravillándose de la calma de Sila y cobrando ánimo por ello mismo. No era el monstruo que todos habían comenzado a sospechar; no podía serlo.

– Bien, ciudadanos romanos – prosiguió Ofela, con voz más estentórea conforme declamaba, dando largas zancadas-. ¡No soy yo hombre que soporte esas afrentas calculadas! ¡Tengo más derecho a ser cónsul que esa nulidad de Decula! ¡Y opino que si a los electores se les da opción, me elegirían a mí antes que a esos dos designados por Sila! ¡ Del mismo modo que hay otros aquí que serían elegidos si presentaran su candidatura!

La mirada de Sila se cruzó con la de los hombres anodinos que estaban al pie de la escalinata; hizo una inclinación de cabeza y apoyó su cansado cuerpo contra una columna.

El grupo se abrió paso despacio entre la multitud, llegó a los rostra, subió a la tribuna y, entre todos, asieron a Ofela con fingida cortesía. Ofela se debatió en vano. Le obligaron a arrodillarse, uno de ellos le agarró por detrás del pelo y tiró hacia atrás de la cabeza y se vio el relámpago de una espada; el que le sujetaba por el pelo se tambaleó un poco, a pesar de estar bien apoyado en las piernas, en el momento en que la cabeza se separaba del cuerpo de Ofela, y, acto seguido, la alzó en el aire para que todos la vieran. En pocos momentos quedaba vacío el Foro, con excepción de los estupefactos padres conscriptos del Senado.

– Ponedla en los rostra – dijo Sila, enderezándose y entrando en la cámara.

Los senadores le siguieron como autómatas.

– Bien. ¿Dónde estábamos? -preguntó Sila al secretario, que se inclinó y musitó algo en voz baja-. ¡Ah, sí, eso es! Gracias. Había acabado con los cónsules y me disponía a comenzar con los pretores. ¡Anota, funcionario! -añadió con gesto imperativo-. Gracias. Tal como procede… Mamerco Emilio Lépido Liviano, Marco Emilio Lépido, Cayo Claudio Nerón, Cneo Cornelio Dolabela el joven, Lucio Fufidio, Quinto Lutacio Catulo, Marco Minucio Termo, Secto Nonio Sufenas y Cayo Papirio Carbón. Nombro a Dolabela el joven praetor urbanus y a Mamerco praetor peregrinus.

¡Una lista increíble! Estaba claro que ni Lépido ni Catulo, que en unas elecciones normales habrían podido salir en cabeza de lista, eran preferibles a dos hombres que habían combatido activamente con el dictador. Y allí estaban; pretores, cuando partidarios leales de Sila de categoría senatorial y edad adecuada quedaban relegados. Fufidio era casi un desconocido, Nonio Sufenas era el hijo menor de la hermana de Sila, Nerón era tan lerdo como obstinado, Termo era un buen militar, pero tan mal orador que se reían de él en el Foro. Y para molestar a todos, el último de la lista de pretores era un familiar de Carbón que se había pasado al bando de Sila sin destacar en nada.

– Bueno, tú estás en la lista -dijo Hortensio a Catulo-. Lo único que me queda esperar es estar en la lista del año próximo o del otro. ¡Qué farsa, por los dioses! ¿Hemos de aguantarle?

– Los pretores no tienen importancia -musitó Catulo-. Se matarán por brillar… Sila no es tan tonto como para dar el cargo a gente incapaz. Lo que me llama la atención es el nombramiento de Decula, ¡un burócrata nato! Por eso le ha elegido. No le quedaba otro remedio, dado que Dolabela le había chantajeado para obtener el consulado. La política de nuestro dictador será fielmente ejecutada y Decula se recreará en ello.

Prosiguió la reunión con la lectura de todos los nombres del resto de magistrados sin que se alzaran voces de protesta. Una vez concluida, Sila devolvió la hoja al secretario de la Cámara y extendió las manos sobre las rodillas.

– He dicho cuanto quería decir por ahora, salvo que he tomado buena nota de la carencia de sacerdotes y augures, por lo que pronto se legislará para rectificarla. ¡Pero oídme ahora! -vociferó de pronto sobresaltando a todos-. ¡ No habrá más elecciones religiosas! ¡Es el colmo de la impiedad decidir mediante elecciones quién sirve a los dioses! Es convertir algo solemne y formal en un circo político que hace posible la elección de personas que no tienen tradición ni saben apreciar lo que es el deber sacerdotal. Si no se sirve bien a los dioses, Roma no prosperará -añadió, poniéndose en pie.

Se alzó una voz, y Sila, con expresión burlona, volvió a sentarse en la silla curul.

– ¿Quieres hablar, querido Meneitos? -inquirió, dando a Metelo Pío el viejo epíteto heredado de su padre.

Metelo Pío se ruborizó, pero se puso en pie muy decidido. Desde su llegada a Roma el quinto día de noviembre, su ya casi imperceptible tartamudeo se había vuelto a recrudecer terriblemente. Bien sabía él por qué. Por culpa de Sila; a quien apreciaba, pero temía. No obstante, era obstinado como su padre Metelo el Numídico, que dos veces había sufrido tremendas palizas en el Foro por no renunciar a sus principios, y había marchado al destierro por lo mismo. Y él tenía que seguir los pasos de su padre, defendiendo el honor de la familia y su propia dignitas.

– Lu… Lu… Lucio Cornelio, ¿qul… qul… quieres contestar a u… u… una pregunta?

– ¿Estás tartamudeando? -exclamó Sila con voz cantarina.

– Pu… pu… pues sí. Fe… pe… perdona -replicó entre dientes-. ¿Sa… sa… sabes, Lu… Lu… Lucio Cornelio, que están asesinando gente y confiscando sus propiedades en to… to… toda Italia y en Roma?

Todos aguardaban en suspenso la respuesta de Sila: ¿lo sabría, sería responsable?

– Sí, lo sé -contestó Sila.

Se oyó un suspiro generalizado y cundió el desaliento entre los senadores. Ahora ya sabían lo peor. Metelo Pío continuó obstinadamente.

– Comp… Comp… comprendo que hay que castigar a los culpables, pero a nadie se le ha so… so… sometido a juicio. ¿Pu… pu… puedes aclarármelo? Pu… pu… puedes, por ejemplo, de… de… decirme hasta dónde piensas llegar? ¿Se va a someter a juicio a algunos? ¿Qui… qui… quién dice quiénes han cometido traición sin que se les juzgue?

– Es decisión mía que mueran, querido Meneítos -respondió Sila sin vacilar-. No voy a despilfarrar el dinero y el tiempo del Estado en juicios a personas que son evidentemente culpables.

– ¿Pu… pu… puedes darme alguna idea de quiénes van a librarse? -persistió el Meneitos.

– Me temo que no -respondió el dictador.

– Pu… pu… pues si no lo sabes, ¿puedes decirme a quién vas a castigar?

– Sí, querido Meneitos, sí que puedo.

– Entonces, Lu… Lu… Lucio Cornelio, ¿por qué no nos lo dices? -concluyó Metelo Pío, suspirando aliviado.

– Hoy no -respondió Sila-. Mañana volveremos a reunirnos.

Al día siguiente acudieron todos al amanecer, pero pocos habían dormido a juzgar por sus caras.

Sila les aguardaba dentro del Senado, sentado en su silla curul de marfil. Había un escriba dispuesto con su estilo y las tablillas de cera y otro con un rollo de papel. En cuanto se confirmó legalmente la reunión de la Cámara mediante el correspondiente sacrificio y los augurios, Sila arrebató el rollo al funcionario y clavó la mirada en el pobre Metelo Pío, ojeroso y preocupado.

– Aquí está la lista -dijo Sila- de los que han muerto o morirán en breve por traidores. Ahora sus propiedades son del Estado y se venderán en subasta. Y todo hombre o mujer que vea a uno de los que figuran en la lista, no sufrirá represalias si lo ejecuta. Ponla en el muro de los rostra -añadió Sila, entregando el rollo al jefe de los lictores-. Así sabrán todos lo que únicamente Quinto Cecilio tuvo el valor de preguntar.

– Entonces, si me encuentro con uno de los que están en la lista, ¿puedo matarlo? -preguntó ansioso Catilina, que, aunque no era senador, tenía autorización de Sila para acudir al Senado.

– ¡Efectivamente, mi pequeño adulador! E incluso te ganarás dos talentos de plata -contestó Sila-. Voy a legislar un programa de proscripción y, por supuesto, no incluirá nada que vaya contra la ley. La recompensa tendrá respaldo legal, y se llevarán los libros pertinentes de estas transacciones para que la posteridad sepa quién se beneficia y en qué fechas.

Lo dijo en tono zalamero, pero personas como Metelo Pío conocían perfectamente la malevolencia de Sila, y a hombres como Lucio Sergio Catilina, aunque la conocían, les daba igual.


La primera lista de proscritos constaba de cuarenta senadores y sesenta y cinco caballeros, la encabezaban los nombres de Cayo Norbano y Escipión Asiageno, seguidos por Carbón y el hijo de Mario. Carrinas, Censorino y Bruto Damasipo figuraban también, mientras que no era así con el anciano Bruto. Casi todos los senadores ya habían muerto, pero el propósito fundamental de las listas era informar a los romanos qué propiedades quedaban confiscadas y no mencionaban los que estaban vivos ni los que ya habían muerto. La segunda lista se expuso en los rostra al día siguiente; en ella figuraban doscientos caballeros. Y al otro día se expuso una tercera con otros doscientos quince caballeros. Era evidente que Sila había terminado con el Senado y su objetivo era ahora el ordo equester.

Sus leges corneliae, sobre reglamento y aplicaciones en los casos de proscripción fueron exhaustivas. Sin embargo, la mayor parte se promulgaron durante dos días a primeros de diciembre, y en las nonas de aquel mes todo estaba perfectamente fiscalizado por Decula, como había vaticinado Catulo. Se habían tenido en cuenta todas las eventualidades: las propiedades de la familia de todo proscrito pasaban a ser propiedad del Estado sin que pudieran transferirse a nombre de ningún vástago por inocente que fuese; quedaban invalidados los testamentos de los proscritos, y no podían heredar las personas que se citaban en ellos; los proscritos podían legalmente ser asesinados por cualquier hombre o mujer que se cruzara en su camino, fuese hombre o mujer libre, liberto o esclavo; la recompensa por asesinato o apresamiento de un proscrito era de dos talentos de plata, a pagar por el Tesoro con cargo a las propiedades confiscadas, habiendo de figurar este pago en los libros contables públicos; los esclavos quedaban libres como recompensa, los libertos se incorporaban a una de las tribus rurales, y todos los hombres -civiles o militares- que, con posterioridad a la ruptura de la tregua por Escipión Asiageno, hubiesen apoyado a Carbón o al hijo de Mario, eran declarados enemigos públicos; todos los que ofreciesen ayuda o su amistad a un proscrito quedaban despojados e interdictos de cargos curules, y se les prohibía la compra de toda propiedad confiscada o llegar a apoderarse de ella por otros medios; los hijos y nietos de los que ya habían muerto eran castigados en la misma medida que los hijos y nietos de los que aún vivían. La última ley fue promulgada el cinco de diciembre, y estipulaba que todo el proceso de proscripción cesaría el primer día de junio, seis meses después.

Así inauguró Sila su dictadura, demostrando que además de ser el amo de Roma era un maestro en el arte del terror y la intimidación. No todos los días que había pasado atormentado por el terrible picor y adormecido por el vino habían sido días en blanco: Sila había planeado todo aquello, pensándolo minuciosamente. Cómo hacerse amo de Roma, cómo actuar una vez lo hubiese conseguido, cómo lograr el condicionamiento mental en todo hombre, mujer y niño que le permitiese hacer lo que era preciso sin oposición y sin protestas. Nada de soldados vigilando las calles, sino mentes en blanco, un miedo que tan sólo dejase una puerta abierta a la esperanza o a la desesperación. Sus adláteres serían personas anodinas, vecinos o amigos de los que se ocultaban o se escabullían. Trataría de crear un ambiente más que una situación real. A las situaciones se las podía hacer frente, pero no a un ambiente: un ambiente podía llegar a hacerse insoportable.

Y mientras se debatía en aquellos tremendos ataques de picor, rascándose hasta hacer sangrar aquel rostro de viejo, feo y frustrado, pensaba en el más sublime de los juguetes: Roma. Con sus hombres y mujeres, perros y gatos, esclavos y libertos, populacho, caballeros y nobles. Todo su resentimiento, todo su rencor se acentuaba e iba cobrando minuciosa forma en medio del dolor. Dar forma a la venganza constituía su único paliativo.

Había llegado el dictador y cogía entre sus codiciosas manos el nuevo juguete.

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