Octava parte.

MAYO DEL 71 A. DE J.C. – MARZO DEL 69 A. DE J.C…

Cneo Pompeyo Magnus llegó a la frontera del Rubicón y no detuvo a su ejército. La parte del ager gallicus en que tenía sus propiedades estaba en Italia y él continuaría hasta Italia, pese a lo que estableciesen las leyes de Sila. Sus hombres ansiaban llegar a casa y entre ellos había aun mayor número de veteranos picentinos y de Umbría. En las afueras de Sena Gallica los dispuso en un campamento, con órdenes de no salir de él sin permiso de un tribuno, y él continuó hasta Roma por la vía Flaminia con una cohorte de escolta.

Se le había ocurrido poco después de iniciar la larga marcha desde Narbo hacia el nuevo paso de los Alpes, y dio en pensar lo torpe que había sido en no haberlo adivinado antes. Tres veces le habían encomendado una empresa especial: una vez Sila y dos el Senado; dos con categoría propretoriana y otra con imperium proconsular. Estaba totalmente convencido de que era el primer hombre de Roma. Pero sabía también que ninguno de los importantes lo admitiría; así que tendría que demostrarlo, y la única manera de hacerlo era dar algún golpe tan sorprendentemente audaz y anticonstitucional que una vez consumado, todos tuvieran que admitir su justo derecho al título de primer hombre de Roma.

No era más que un caballero, pero obligaría al Senado a nombrarle cónsul.

Su opinión sobre el Senado era cada vez peor, y seguía sin sentir simpatía alguna por el organismo. A sus miembros se les compraba con la misma facilidad que los panecillos en un horno, y su morosidad era tal que ni de su propia caída sabían librarse. Cuando había iniciado la marcha con sus hombres desde Tarentum a Roma para obligar a Sila a que le concediese un triunfo, éste había cedido. En aquel momento no lo había visto así -por el efecto que producía Sila sobre los demás- pero ahora se daba perfecta cuenta de que había sabido imponerse al dictador. Y eso que Sila era mucho más de temer que el Senado.

Durante el último año en Hispania había seguido las noticias sobre los éxitos de Espartaco sin salir de su asombro; a pesar de que tenía comprados a los cónsules Gelio y Clodiano, le parecía inverosímil tanta incompetencia en el campo de batalla; ¡y lo único

que se les ocurría como excusa era quejarse de la mala calidad de sus tropas! Había estado a punto de escribirles para decirles que él habría sido capaz de mandar mucho mejor un ejército de eunucos, pero se contuvo. No valía la pena enemistarse con alguien que había costado una buena suma.

Las otras dos cosas que había sabido en Narbo no hicieron más que acentuar su estupefacción. La primera le llegó en cartas de Gelio y Clodiano: el Senado había anulado su mando en la guerra contra Espartaco. La segunda la supo por Filipo: tras chantajear al Senado para que promulgaran una ley a través de la Asamblea del pueblo, Marco Licinio Craso se había dignado aceptar el mando de ocho legiones y una buena fuerza de caballería. Pompeyo, que había hecho campaña con Craso, le consideraba muy mediocre, igual que a sus tropas; por eso lo que le decía Filipo le hizo menear la cabeza profundamente decepcionado: Craso no derrotaría a Espartaco.

Justo cuando salía de Narbo le llegó la corroboración definitiva de lo que pensaba de la guerra contra Espartaco: tan mediocres eran las tropas de Craso que las había diezmado. Una medida que, como sabía cualquier comandante por la historia y los manuales, estaba condenada al fracaso porque minaba terriblemente la moral. Nada infundía mayor temor a la tropa que saber que se habían ganado tal castigo. Y, sin embargo, el enorme y cachazudo Craso pensaba que eso iba a corregir los defectos de su ejército.

Magnus comenzó a darle vueltas en la cabeza a la idea de regresar a Italia a tiempo para acabar con Espartaco, y de eso, como un tronido, había surgido LA IDEA. Claro que el Senado le pediría de rodillas que aceptase otra empresa: la aniquilación de los rebeldes de Espartaco. Pero esta vez insistiría en que le nombrasen cónsul para aceptar. Si Craso podía chantajear a los padres conscriptos para que la Asamblea del pueblo legalizara su nombramiento, ¿qué posibilidades tenían los padres conscriptos de resistirse a Pompeyo Magnus? ¡Y nada de procónsul (non pro consule sed pro consulibus)! ¿Es que iba a seguir siendo el burro del Senado al que se le encaja un imperium sin auténtico poder senatorial? ¡No, nunca más! No le importaba entrar en el Senado si lo hacia en su condición de cónsul. Si no se equivocaba, nadie lo había conseguido. Sería el primero y demostraría a todo el mundo que era el primer hombre de Roma.

A lo largo de las millas de la vía Domitia había dado curso a fantasía tras fantasía y se le veía tan contento y afable que Varrón (por decir alguien) no entendía lo que le sucedía. Había momentos en los que Pompeyo sentía la tentación de hablar, pero de inmediato se contenía y guardaba para si solo el estupendo plan. Ya se enterarían pronto Varrón y todos los demás.

El estado de euforia continuó después de explorar y pavimentar el nuevo paso y descender el ejército hasta el valle de los salasios en la Galia itálica. Cabalgando por la vía Emilia, Pompeyo seguía silbando y canturreando alegremente. Luego, en la pequeña ciudad de Forum Popillii, ya bien dentro de Italia, recibió el duro golpe: sus seis legiones se encontraron con una turba de gentes que avanzaban a empujones, armados de una manera que denotaba que eran partidarios de Espartaco. Cercarlos y matarlos fue cosa hecha, lo que resultó penoso fue saber que Marco Craso había aniquilado al ejército del tracio en una batalla librada hacía menos de un mes.

La guerra contra Espartaco había acabado.

Su depresión fue tan evidente que hasta el último de sus legados imaginó que había ido tan contento por la vía Emilia pensando en que iba a iniciar otra campaña, pero a nadie se le ocurrió que pensaba exigir que le nombrasen cónsul por la frustrada campaña. Estuvo varios días profundamente abatido, y Varrón esquivaba su compañía.

¡Ah!, pensaba Pompeyo, ¿por qué no me habré enterado de esto cuando estaba en la Galia Transalpina? Tendré que valerme de la amenaza de mi ejército, pero he entrado con él en Italia en contra de lo estipulado en la constitución de Sila. Y Craso aún tiene un ejército movilizado. Si estuviera en la Galia Transalpina podria acechar desde allí mientras Craso celebrase su ovación y licenciaba a sus tropas. Habría podido utilizar a los senadores sobornados para obstaculizar las elecciones curules y dar el golpe. Pero el caso es que estoy en Italia, y tendré que recurrir a la amenaza de mi ejército.

No obstante, a aquellos tristes días sucedieron otros de ánimo muy distinto. Pompeyo instaló a las tropas en el campamento de Sena Gallica sin silbar ni tararear, pero tampoco entristecido. La reflexión le había inducido a plantearse una pregunta importante: ¿quiénes eran, al fin y al cabo, los soldados del ejército de Craso?

1·Respuesta: la escoria de Italia; unos cobardes que no sabrían combatir. Y eso no cambiaba por mucho que Craso fuese el vencedor.

Los seis mil fugitivos que él había encontrado en Forum Popillii daban pena. Si, quizás diezmar a las tropas había servido para darles algo de coraje, pero no duraría mucho. ¿Iba a compararse con el espléndido valor y tesón de sus tropas, que habían recorrido Hispania cinco años bajo el calor y frío, sin paga, sin botín, sin comida decente, sin agradecimiento del querido Senado? No. La respuesta era un rotundo NO.

Y conforme se aproximaba a Roma, el ánimo de Pompeyo fue recobrando su anterior euforia.

– ¿Qué es lo que piensas exactamente? -inquirió Varrón en un determinado momento en que cabalgaban juntos por el centro de la carretera.

– Que me deben un caballo público. El Erario no me ha pagado el que me mataron.

– ¿No es éste tu caballo público? -preguntó Varrón, señalando al castrado color castaño que montaba.

– ¿Este rocín? -replicó despreciativo Pompeyo-. Mi caballo público debe ser blanco.

– No es tal rocín, Magnus -replicó el propietario de parte del rosea rura, experto en caballos-. Es un animal excelente.

– ¿Porque era de Perpena?

– ¡Porque lo es!

– No es lo bastante bueno para mi.

– ¿Qué es lo que estabas pensando en realidad?

– ¡Ah, ya! ¿En qué crees que estaba pensando?

– Te lo pregunto yo. ¿Qué era?

– ¿Por qué no lo adivinas?

Varrón frunció el entrecejo.

– Creí haberlo adivinado cuando nos tropezamos con esos partidarios de Espartaco en Forum Popillii… Pensé que proyectabas otra empresa especial y te decepcionó saber que ya no existía el tal Espartaco. Pero ahora no lo sé.

– Pues, piénsalo, Varrón. Creo que, de momento, no te diré nada más -replicó Pompeyo.


La cohorte que Pompeyo había elegido como escolta hasta Roma estaba formada por tropas que vivían en la ciudad. Esa medida de sentido común era muy propia de él. ¿A qué hacer venir a Roma a hombres de otras localidades? Después de montar un pequeño campamento en la vía Recta, Pompeyo les permitió vestir de paisano e ir a la ciudad. Afranio, Petreyo, Gabinio, Sabino y los otros legados no tardaron en desaparecer, seguidos de Varrón, que ansiaba ver a su esposa e hijos.

Pompeyo quedó solo al mando en el campo de Marte, o en un trozo del mismo. A su izquierda, mirando a la ciudad, pero más próxima a ella, había otro modesto campamento: el de Marco Craso. Al parecer, también con una cohorte de escolta. Igual que en la de Pompeyo, ante la tienda de mando de Craso ondeaba una bandera púrpura, indicando la presencia del general.

Lamentable, lamentable… ¿Por qué habría otro ejército en Italia, aunque fuese un ejército de cobardes? No entraba en los planes de Pompeyo desencadenar una guerra civil; era una idea que no le gustaba nada. Y no era lealtad o patriotismo lo que le hacía rechazarla, sino que él no sentía las emociones de un Sila, por ejemplo. Para Sila no había otra alternativa: Roma era el baluarte en el que estaban su corazón, su honor, su vida. Y el baluarte de Pompeyo siempre había sido y sería Picenum. No, no desencadenaría una guerra civil. Pero tenía que hacer como si estuviera dispuesto a desencadenarla.

Y se sentó a redactar su carta al Senado.


Al Senado de Roma:

Yo, Cneo Pompeyo Magnus, recibí de vosotros hace seis años la misión especial de aplastar la sublevación de Quinto Sertorio en la Hispania Citerior. Como sabéis, en unión de mi colega de la provincia Ulterior, Quinto Cecilio Metelo Pío, logré aplastar la revuelta y dar muerte a Quinto Sertorio, así como a varios de sus legados, entre ellos el vil Marco Perpena.

No traigo un gran botín. No había casi nada en un país asolado por una serie de catástrofes. La guerra en Hispania ha sido una lucha en la que Roma ha llevado las de perder. No obstante, solicito un triunfo, convencido de que llevé a cabo lo que me encomendasteis, y de que han muerto muchos millares de enemigos de Roma a manos de mis tropas. Pido que se me conceda el triunfo sin dilación para poder presentarme candidato al consulado en las elecciones curules que se celebren en quintilis.


Había querido hacer un borrador para que Varrón lo leyese y redactase algo más pulido y diplomático, pero después de leer varias veces la corta misiva, Pompeyo llegó a la conclusión de que no se podía mejorar. ¡Había que darles fuerte!

Cuando se arrellanaba satisfecho, llegó Filipo.

– ¡Estupendo! -exclamó Pompeyo, poniéndose en pie y estrechándole la mano-. Quiero que leas una carta y puedes llevársela al Senado de mi parte.

– ¿Pidiendo el merecido triunfo? -inquirió Filipo, sentándose, con un suspiro. Había venido a pie por la vía Recta porque las literas eran muy lentas, pero no había tenido en cuenta la distancia ni el calor que hacía en junio, aunque aún fuese primavera.

– Y algo más -contestó Pompeyo, tendiéndole sonriente la tablilla.

– Por favor, querido amigo, te agradecería antes algo de beber.

A Filipo le costó descifrar la horrenda escritura infantil de Pompeyo y captó lo esencial de la última frase en el preciso momento en que daba ansiosamente el primer trago de vino bien aguado, y estuvo a punto de atragantarse. Le acometió tal ataque de tos, que Pompeyo hubo de levantarse a darle palmadas en la espalda para que recuperase el habla.

Pero no dijo nada, sino que miró a Pompeyo como si no le conociera. Era una mirada exploratoria lanzada sobre el musculoso individuo aún revestido de coraza y faldilla de tiras de cuero, de piel clara y pecosa, rostro enormemente atractivo de barbilla hendida y melena dorada alejandrina, y ojos grandes, candorosos, vivos ¡y tan azules! Pompeyo Magnus, el nuevo Alejandro. ¿De dónde le vendría el descaro para tal exigencia? El padre había sido un hombre muy raro, y el hijo se esforzaba en convencer a la gente de que no era nada raro. ¡Y ahora resultaba que era más raro que el padre! Y eso que Lucio Marcio Filipo por pocas cosas se extrañaba. Pero aquello era algo más que sorpresa. ¡Aquello era una impresión capaz de matar a una persona!

– No lo dirás en serio -dijo con voz desmayada.

– ¿Por qué no?

– Magnus, lo que pides es imposible. ¡No es… posible! ¡Va en contra de todas las leyes escritas y no escritas! ¡ No se puede ser cónsul sin pertenecer al Senado! ¡ Incluso Mario el joven y Escipión Emiliano no fueron cónsules hasta después de entrar en el Senado! Imagino que argúirás que Escipión Emiliano sentó un precedente al ser cónsul antes de ser pretor y que Mario el joven ni siquiera había sido pretor. ¡ Pero pertenecía al Senado mucho antes de las elecciones! ¡Y Sila ha eliminado tales precedentes! Magnus, te lo ruego, no envíes esa carta.

– Quiero ser cónsul -replicó Pompeyo, apretando su breve boca.

– ¡La corriente de aire que levantarán las carcajadas te traerá la carta de vuelta! ¡ No puede ser!

Pompeyo se sentó, colgó su atlética pierna del brazo del sillón y balanceó el pie embotado.

– ¡Claro que puede ser, Filipo! -replicó con voz apacible-. Tengo seis legiones de las mejores tropas del mundo que dicen que puede ser.

Filipo se quedó pasmado y comenzó a temblar.

– ¡No osarás! -exclamó.

– Sabes que si.

– ¡Pero Craso tiene ocho legiones acuarteladas en Capua! ¡ Sería otra vez la guerra civil!

– ¡Bah! -exclamó Pompeyo, sin dejar de balancear la pierna-. Ocho legiones de cobardes. Me las meriendo en nada.

– Eso dijiste de Quinto Sertorio.

El balanceo se detuvo y Pompeyo empalideció y se puso rígido.

– No vuelvas a decirme eso, Filipo.

– ¡Oh, cacat! -gruñó Filipo, retorciéndose las manos-. ¡Magnus, Magnus, te ruego que no lo hagas! ¿De dónde has sacado que Craso manda un ejército de cobardes? ¿Porque diezmó las legiones de los cónsules? ¡ Pues quítatelo de la cabeza! Ha organizado un magnífico ejército, y le es tan leal como el tuyo a ti. ¡ Marco Craso no es Gelio ni Clodiano! ¿No te has enterado de lo que ha hecho en la vía Apia entre Capua y Roma?

– No -contestó Pompeyo, comenzando a dudar un poco-. ¿Qué ha hecho?

– ¡Hay seis mil seiscientos partidarios de Espartaco colgando de seis mil seiscientas cruces a lo largo de la vía Apia entre Capua y Roma; una cruz cada cien pies, Magnus! Diezmó a las tropas supervivientes de las legiones de los cónsules para hacerles ver lo que pensaba de los cobardes y ha crucificado a los supervivientes del ejército de Espartaco para mostrar a los esclavos de Italia el destino que aguarda a los que se rebelen. ¡No es una persona a la que se pueda subestimar tan a la ligera, Magnus! Son actos propios de un hombre que puede deplorar la guerra civil, porque repercute desfavorablemente en sus negocios, pero que, si el Senado se lo ordena, tomará las armas contra ti. ¡Y cuenta con buenas probabilidades de destruirte!

Superada la incertidumbre, Pompeyo recobró su aire testarudo.

– Mandaré al escriba que copie la carta como es debido, Filipo, y mañana la lees ante el Senado.

– ¡Será tu ruina!

– No.

No había más que decir, y Filipo se puso en pie. Apenas había salido de la tienda, Pompeyo se puso a escribir de nuevo. Esta vez a Marco Licinio Craso.


Saludos y mil enhorabuenas, querido amigo y colega de los días de lucha contra Carbón. Mientras estaba pacificando Hispania me enteré de que tú estabas pacificando Italia. Me han dicho que has creado un buen ejército con la cobarde tropa consular y nos has enseñado a todos el modo de tratar a los esclavos rebeldes.»

De nuevo, mil enhorabuenas. Si vas a estar en tu puesto de mando esta tarde, ¿puedo pasarme a charlar?


– ¿Qué es lo que querrá? -preguntó Craso a César.

– Interesante -comentó César, devolviéndole la carta de Pompeyo-. No es gran cosa su estilo literario.

– ¡Estilo literario, dices…! ¡Es un bárbaro!

– ¿Y piensas estar esta tarde para que nuestro amigo se pase a «charlar»? No sé si será una simple frase o hay gato encerrado.

– Conociendo a Pompeyo, seguro que es una simple frase. Y, desde luego que pienso estar esta tarde -contestó Craso.

– ¿Conmigo o a solas? -preguntó César.

– Contigo. ¿Tú le conoces?

– Le conocí en una ocasión hace mucho tiempo, pero dudo mucho que él se acuerde.

Afirmación que Pompeyo corroboró al llegar varias horas más tarde.

– ¿Nos conocemos, Cayo Julio? No recuerdo.

César soltó una espontánea carcajada sin intención irónica.

– No me extraña, Cneo Pompeyo, pues sólo tenías ojos para Mucia.

– ¡Oh! -exclamó Pompeyo, recordando la ocasión-. Estabas en casa de Julia cuando fui a conocer a mi esposa. ¡Claro!

– ¿Cómo está? Hace años que no la veo.

– La tengo en Picenum -contestó Pompeyo, sin percatarse de que su respuesta sonaba rara-. Tenemos un niño y ahora una niña… y pronto habrá más, espero. Yo también hace años que no la veo, Cayo Julio.

– César; prefiero que me llamen César.

– Estupendo, yo también prefiero que me llamen Magnus.

– ¡Me lo imagino!

Craso decidió que había llegado el momento de intervenir.

– Siéntate, Magnus, por favor. Estás muy moreno y tienes un aspecto excelente para tu edad… ¿treinta y cinco ya?

– No hasta el segundo día de septiembre.

– No hiles tan fino. Has acumulado más experiencia en esos treinta y cinco años que la mayoría de los hombres en setenta, así que me da pavor pensar a dónde habrás llegado a los setenta. ¿Has dejado Hispania en orden?

– En perfecto orden. Pero tuve una ayuda muy competente, ¿sabes? -añadió, magnánimo.

– Sí, nos sorprendió a todos el buen Pío. No había hecho nada relevante antes de ir a Hispania -dijo Craso, levantándose-. ¿Un poco de vino?

Pompeyo se echó a reír.

– ¡No, a menos que tu reserva haya mejorado, incurable tacaño!

– Nunca varía -comentó César.

– Vinagre.

– De todos modos, yo no he bebido vino en toda la campaña que he estado con él, ¿no es cierto? -dijo César sonriente.

– ¿No bebes vino? ¡Por los dioses! -exclamó Pompeyo sorprendido, volviéndose hacia Craso-. ¿Has solicitado ya tu triunfo? -preguntó.

– No. No tengo derecho a un triunfo. El Senado ha calificado la guerra contra Espartaco de guerra servil y sólo tengo derecho a una ovación -dijo Craso, carraspeando y con aire desanimado-. De todos modos, he solicitado que la ovación sea cuanto antes, porque quiero ceder el imperium para presentarme a las elecciones consulares.

– Cierto, fuiste pretor hace dos años y no hay impedimento, ¿no es así? -comentó Pompeyo con aire animado-. Dudo mucho que no seas elegido después de tu clamorosa victoria. Una ovación y cónsul al día siguiente, como quien dice.

– De eso se trata -dijo Craso, que hasta el momento no había sonreído-. Tengo que convencer al Senado para que me conceda tierras al menos para la mitad de mis tropas, y siendo cónsul será más fácil.

– Desde luego -añadió Pompeyo, cordial, levantándose-. Bueno, tengo que irme. Quiero dar un paseo para no agarrotarme demasiado… por la edad, como tú dices.

Y se marchó, dejando a César y a Craso mirándose mutuamente hechos un lío.

– ¿Qué es lo que quería? -inquirió Craso.

– Me da la impresión de que no tardaremos en enterarnos -dijo César, pensativo.


Como a primera hora de la tarde un mensajero había entregado la carta de Pompeyo, bien copiada en limpio por un escriba, Filipo no esperaba ningún aviso de éste hasta después de haberla leído en el Senado. Pero apenas se había levantado de la camilla después de cenar aquel mismo día, cuando llegó otro mensajero de Pompeyo convocándole a acudir al campo de Marte. Por un instante Filipo pensó en negarse, pero luego consideró la suma anual que Pompeyo le pagaba, lanzó un suspiro y pidió una litera. ¡ Nada de paseos!

– ¡Magnus, si has cambiado de idea respecto a que lea tu carta mañana, basta con que me lo hubieses dicho! ¿Por qué me haces venir por segunda vez?

– ¡Ah, no te preocupes por la carta! -contestó Pompeyo, nervioso-. Tú léela y que se rían. Ya verás como muy pronto no se ríen tanto. No, no es por eso por lo que quería verte. Tengo un encargo que hacerte mucho más importante, y quiero que pongas enseguida manos a la obra.

– ¿Qué encargo? -preguntó Filipo, frunciendo el ceño.

– Voy a atraer a Craso a mi causa -contestó Pompeyo.

– ¡Oh! ¿Y cómo piensas hacerlo?

– No voy a hacerlo yo. Lo harás tú y el resto del grupo de presión. Quiero que disuadáis al Senado de que conceda tierra a Craso para sus tropas. Pero tenéis que hacerlo ahora, antes de que le concedan la ovación y mucho antes de las elecciones curules. Tenéis que maniobrar de forma que Craso adopte una posición que impida que ofrezca su ejército al Senado, si éste decide aplastarme por la fuerza. No sabía cómo hacerlo hasta que fui a ver a Craso hace poco, y él me dijo que va a presentarse candidato al consulado porque cree que al ser cónsul se hallará en mejor posición para pedir tierras para sus tropas. ¡Ya conoces a Craso! Es impensable esperar que él compre tierras, pero no puede licenciar a sus hombres sin alguna compensación. Seguramente no pedirá mucho, pues, al fin y al cabo, ha sido una campaña corta. Y ese es el factor en que insistiréis: que por una campaña de seis meses no merece la pena mermar el ager publicus, y más cuando los enemigos eran esclavos. Que se contenten con el botín que hayan podido arrebatarle. ¡ Pero conozco a Craso! La mayor parte del botín no figurará en la lista del Erario. Él es incapaz de contenerse y querrá quedarse con la mayor parte, además de pedir al Senado compensación para sus tropas.

– En realidad, me han dicho que el botín no era cuantioso -comentó Filipo sonriente-. Craso dijo que Espartaco había pagado casi todo lo que tenía a los piratas cuando intentó alquilar barcos para trasladar sus huestes a Sicilia. Pero por otras fuentes sé que no es así y que la suma pagada era la mitad de lo que poseía.

– ¡Muy propio de Craso! -exclamó Pompeyo con una sonrisa burlona-. Ya te digo que es incapaz de contenerse. ¿Cuántas legiones tiene? ¿Ocho? Veinte por ciento para el Tesoro, veinte por ciento para Craso, veinte por ciento para legados y tribunos, diez por ciento para la caballería y los centuriones y treinta por ciento para la infantería. Lo que significa que a cada soldado de infantería le tocan unos ciento ochenta y cinco sestercios. No da para mucho, ¿verdad?

– ¡No sabía que se te diese tan bien la aritmética, Magnus!

– Mucho mejor que leer y escribir.

– ¿Cuánto recibirán tus soldados del botín?

– Aproximadamente lo mismo. Pero es un reparto sin trampa y ellos lo saben. Siempre que hago botín tengo de testigos a una delegación de soldados. Así se sienten mejor, no porque piensen que el general es honrado sino porque se les concede importancia. Los de mi ejército que aún no tienen tierra la recibirán; del Estado, espero. Pero si no la concede el Estado, se la daré yo.

– Eso es muy generoso por tu parte, Magnus.

– No, Filipo, es prevención. Porque voy a necesitar a esos hombres y a sus hijos. Por eso no me importa ser generoso. Cuando sea viejo y haya hecho mi última campaña, puedo asegurarte que no estaré dispuesto a correr con el gasto -dijo Pompeyo con gesto decidido-. Mi última campaña me dará más dinero del que Roma ha visto en cien años. No sé cuál será, pero elegiré una bien próspera. Pienso en Partia, por ejemplo. Y cuando traiga las riquezas de Partia a Roma, espero que Roma dé tierras a mis combatientes. Hasta ahora mi carrera me ha costado lo suyo… Bueno ya sabes cuánto te pago anualmente a ti y a los otros senadores.

– ¡Obtendrás beneficio! -dijo Filipo, acurrucándose a la defensiva en su silla.

– No te equivocas, amigo. Y ya puedes poner mañana manos a la obra -añadió Pompeyo, animado-. El Senado debe negarse a dar tierras a Craso para sus tropas. Y quiero que se retrasen las elecciones curules. Y también que mi solicitud para presentarme candidato al consulado sea inscrita en una tablilla en la Cámara y expuesta. ¿Está claro?

– Totalmente -dijo el mercenario levantándose-. Sólo existe una dificultad, Magnus. Craso tiene muchos senadores que le deben favores y mucho dudo de que podamos atraerlos a nuestro bando.

– Podemos… si damos a los que no le deben mucho el dinero para que se lo devuelvan. Entérate de los que le deben cuarenta mil sestercios y menos. Si se ponen de nuestra parte o dicen estar dispuestos a ello, diles que paguen inmediatamente a Craso; así se darán cuenta de que el asunto va en serio -dijo Pompeyo.

– A pesar de eso, me gustaría que esperases para entregar la carta.

– La leerás mañana, Filipo. No quiero que nadie se llame a engaños respecto a mis motivos. Quiero que el Senado y Roma sepan ahora que voy a ser cónsul el año que viene.

Roma y el Senado lo supieron a la mañana siguiente, pues a mediodía Varrón irrumpió en la tienda de Pompeyo, sin aliento y despeinado.

– ¿Qué broma es ésta? -preguntó Varrón jadeante, dejándose caer en una silla, abanicándose el acalorado rostro con la mano.

– Ninguna.

– Agua, dame agua -dijo Varrón, levantándose con evidente esfuerzo y llegándose a la mesa en que Pompeyo tenía las bebidas. Vació un vaso de un trago, volvió a llenarlo y fue a sentarse-. ¡Magnus, te aplastarán como a una mosca!

Pompeyo hizo un gesto de displicencia y miró a Varrón de hito en hito.

– ¿Cómo se lo han tomado, Varrón? ¡Cuéntamelo con todo detalle!

– Bien. Filipo entregó una solicitud para hablar con el cónsul Orestes, que tiene los fasces en junio, antes de la reunión, y como era él quien la había convocado, fue el primero en tomar la palabra una vez concluidos los augurios. Se puso en pie y leyó tu carta.

– ¿Se echaron a reír?

Varrón levantó la cabeza de la taza de agua, sorprendido.

– ¿Reírse? ¡NO, por los dioses! Se quedaron todos sentados, estupefactos. Luego, se oyó un rumor, flojo al principio, que fue en aumento hasta convertirse en un clamor. Finalmente, el cónsul Orestes logró imponer orden y Catulo pidió la palabra. Supongo que te imaginarás perfectamente lo que dijo.

– Por supuesto. Inconstitucional; una afrenta a todo precepto legal y ético de la historia de Roma.

– Eso y muchísimo más. Cuando concluyó, echaba espuma por la boca.

– Y después, ¿qué sucedió?

– Filipo hizo un magnífico discurso… uno de los mejores que yo le he oído, y buen orador sí que es. Dijo que te habías ganado el consulado, que era absurdo pedirle a un hombre que ha sido propretor dos veces y procónsul una, que entre en la Cámara sin que le aclamen. Dijo que habías salvado a Roma de Sertorio, que has convertido la Hispania Citerior en una provincia modélica, que has abierto un nuevo paso en los Alpes, y que eso y muchas cosas más demostraban que habías sido siempre el más leal servidor de Roma. No puedo entrar en detalle en sus recursos oratorios -pídele una copia del discurso que leyó-, pero causó una profunda impresión, te lo digo yo.

»Y luego -prosiguió Varrón, con cara de perplejidad-, cambió de tema. ¡Fue muy raro! Estaba hablando de que se te permitiera presentarte a las elecciones consulares, y, sin transición, comienza a discursear sobre el hábito que habíamos adquirido de regalar nuestro precioso ager publicus romano para apaciguar la codicia de los legionarios, que, gracias a Cayo Mario, ahora esperaban como lo más natural del mundo que se les recompensase con tierra pública después de cualquier campañita. ¡ Que esa tierra se daba a los soldados no en nombre de Roma, sino en nombre del general! Esa costumbre tenía que cesar, añadió. Porque era algo con lo que se estaban creando ejércitos privados a costa del Senado y del pueblo, pues debido a ello los soldados adquirían la convicción de que pertenecían antes a su general que a Roma.

– ¡Ah, bien! -ronroneó Pompeyo-. ¿Y no dijo más?

– Sí, sí que dijo -contestó Varrón, dando un sorbo de agua y pasándose la lengua por los labios, nervioso, pues comenzaba a pensar que Pompeyo era el impulsor de todo aquello-. Se refirió concretamente a la campaña contra Espartaco y al informe de Craso a la Cámara. ¡ Le ha hecho picadillo, Magnus! ¡ Filipo ha hecho picadillo a Craso! ¡ Que cómo se atrevía a pedir tierras para recompensar a unas tropas que habían tenido que ser diezmadas para infundirles valor para el combate! ¿Cómo osaba pedir tierras para dárselas a unos soldados que únicamente habían hecho lo que es un deber para cualquier leal romano, como es acabar con un enemigo que amenaza al país? Una guerra contra un enemigo externo era una cosa, dijo, pero una guerra contra un villano que dirige un ejército servil en suelo itálico era muy distinta. Nadie tenía derecho a pedir recompensa por defender simplemente su país. Y concluyó rogando a la Cámara que no tolerase la impudicia de Craso ni le animase a pensar que podía comprar para sí la lealtad de sus soldados a expensas de Roma.

– ¡Estupendo ese Filipo! -exclamó Pompeyo, con sonrisa beatífica, inclinándose hacia adelante-. ¿Y qué sucedió después?

– Volvió a levantarse Catulo, pero esta vez para hablar apoyando a Filipo. Tenía toda la razón Filipo en pedir que cesase esa costumbre iniciada por Cayo Mario de dar tierra del Estado a las tropas. ¡Debe cesar!, dijo. El ager publicus de Roma ha de seguir siendo público, no se puede utilizar para sobornar a la tropa para que sea fiel a su general.

– ¿Y ahí concluyó el debate?

– No. Se concedió la palabra a Cetego y él apoyó sin reservas a Filipo y a Catulo. A continuación, lo hicieron Curio, Clodiano y una docena más. Tras lo cual, se organizó tal alboroto, que Orestes decidió poner fin a la sesión.

– ¡Estupendo! -exclamó Pompeyo.

– Es cosa tuya, Magnus, ¿verdad?

Los grandes ojos azules se abrieron como platos.

– ¿Cosa mía? ¿Qué quieres decir, Varrón?

– Lo sabes muy bien -replicó Varrón, apretando los labios-. Confieso que acabo de darme cuenta, pero ahora lo veo. Estás valiéndote de todos tus clientes senatoriales para levantar un obstáculo entre Craso y el Senado. Y si lo logras conseguirás que éste le quite a Craso el mando del ejército. ¡Y si el Senado no tiene ejército, Roma no te podrá dar la lección que tanto mereces, Cneo Pompeyo!

Profundamente ofendido, Pompeyo miró suplicante a su amigo.

– ¡Varrón, Varrón! ¡Merezco ser cónsul!

– ¡ Mereces que te crucifiquen!

A Pompeyo siempre le ponía tenso que le hiciesen frente, y Varrón lo advirtió. Y esto, a él, le acobardaba; y trató de recuperar el terreno perdido.

– Lo siento, Magnus, me he dejado llevar por la ira. Retiro lo que he dicho. ¡Pero te darás cuenta de la barbaridad que estás haciendo! Si queremos conservar la república, hay que impedir que cualquiera con influencia pueda socavar la constitución. Lo que le ·pides al Senado va en contra de todo principio del mos maiorum. Ni Escipión Emiliano llegó tan lejos… ¡Y eso que era descendiente directo del Africano y de Paulo!

Pero el comentario no hizo sino empeorar las cosas. Pompeyo se puso en pie, tenso y ofendido.

· -¡Ah, Varrón, márchate! ¡Ya te entiendo! Si un noble de tanta alcurnia no fue tan lejos, ¿cómo osa hacerlo un simple mortal de Picenum? ¡Pues seré cónsul!


El efecto que causaron los acontecimientos del Senado en Marco Terencio Varrón no fue nada comparado con el impacto que provocaron en Marco Licinio Craso. El informe se lo dio César, que había frenado a Quinto Arrio y a los otros legados senatoriales después de la sesión, aunque a Lucio Quintio le costó convencerle.

– Deja que se lo diga yo -suplicó César-. Tú eres demasiado impulsivo y le pondrás furioso. Y tiene que conservar la calma.

– ¡No hemos tenido ocasión de hablar nosotros! -exclamó Quintio, dándose un puñetazo en la palma de la mano-. ¡El verpa de Orestes dio la palabra a todos los que estaban a favor y levantó la sesión sin dejarnos replicar!

– Lo sé -dijo César, paciente-, y ten la seguridad de que en la próxima sesión tendremos oportunidad de hablar. Orestes hizo lo más lógico porque se organizó un alboroto endemoniado. La próxima vez somos los primeros en el turno de palabras. ¡No se ha decidido nada! Por favor, déjame que se lo explique yo a Marco Craso.

Y los legados se marcharon a sus casas a regañadientes, dejando que César se dirigiese a buen paso al campamento de Craso en el campo de Marte. El rumor de la sesión del Senado había corrido como el fuego y, mientras iba cruzando entre los grupos congregados en el bajo Foro, camino del clivus Argentarius, oía trozos de conversación en torno al tema de una nueva guerra civil. Pompeyo quería ser cónsul… el Senado no lo consentiría… a Craso no iba a darle tierras… ya era hora de que Roma diese una buena lección a aquellos presuntuosos generales… Pompeyo era un tío estupendo…

– …Y eso es todo -concluyó César.

Craso había escuchado imperturbable el vívido y sucinto relato de los acontecimientos, y ahora que César callaba, él mantuvo su inmutable expresión durante un buen rato sin decir nada, contentándose con mirar por la abertura de la tienda hacia la apacible panorámica del campo de Marte. Finalmente, hizo un ademán hacia donde miraba y, sin volverse hacia César, dijo:

– ¿Verdad que es bonito? No se imagina uno que la sentina de Roma está apenas a una milla por la vía Lata, ¿no es cierto?

– Sí que es bonito -dijo César sin fingir.

– ¿Y qué piensas de los acontecimientos no tan bonitos del Senado esta mañana?

– Creo que Pompeyo te tiene agarrado por los huevos -contestó César marcando las palabras.

La afirmación suscitó una sonrisa, seguida de una sorda carcajada.

– Tienes toda la razón, César -dijo Craso, señalando hacia el escritorio, lleno de bolsas de dinero-. ¿Sabes lo que es eso?

– Dinero, desde luego. Pero más no sé.

– Son las cantidades que me debían los senadores -dijo Craso-. Han liquidado sus deudas cincuenta de golpe.

– Cincuenta votos en la Cámara.

– Exacto -dijo Craso, girando la silla sin esfuerzo, poniendo los pies sobre las bolsas y repantigándose en la silla con un suspiro-. Como tú dices, Pompeyo me tiene agarrado por los huevos.

– Me alegro de que te lo tomes con calma.

– ¿Y de qué sirve despotricar y enfurecerse? De nada. No cambiaría nada. Y lo más importante aún, ¿hay algo que pueda hacer cambiar la situación?

– En su aspecto testicular, no, desde luego. Pero puedes seguir actuando dentro de los parámetros impuestos por Pompeyo… Se puede uno mover, aun con una garra peluda agarrándote los huevos -añadió César con una sonrisa.

– Es cierto -dijo Craso-. ¿Quién iba a pensar que Pompeyo fuese tan listo?

– Oh, listo lo es. A su manera. Pero no ha sido un enredo político, Craso. Te ha sacudido un martillazo y luego ha puesto sus condiciones. Si tuviese buen sentido político, habría venido primero a hablar contigo para exponerte lo que pensaba hacer. Y la cosa se habría arreglado apaciblemente, sin que se organizase ese revuelo en Roma ante la perspectiva de otra guerra civil. El problema con Pompeyo es que no tiene ni idea de cómo piensan los demás ni cómo van a reaccionar, salvo cuando piensan y reaccionan como él.

– Creo que tienes razón, pero me parece que eso se debe más bien a su propia inseguridad. Si estuviera completamente seguro de que podía obligar al Senado a que le autorizase a ser cónsul, habría acudido a mí antes de hacer nada. Pero yo soy menos importante para él que el Senado, César. Es al Senado al que quiere dominar. Yo sólo soy el instrumento. ¿Qué más le da si me deja fuera de combate a mí primero? Me tiene agarrado por los huevos. Si quiero tierra para mis combatientes, tengo que informar al Senado que no puede contar conmigo y mis tropas para hacer frente a Pompeyo -dijo Craso moviendo sus pies embotados y haciendo tintinear las monedas.

– ¿Qué piensas hacer?

– Pienso -contestó Craso, bajando los pies del escritorio y levantándose- enviarte ahora mismo a ver a Pompeyo. No tengo que explicarte lo que debes decirle. Negocia con él.

Y César marchó a negociar.

Un factor seguro, pensó irónico, era que el general estaría en su tienda de mando, pues hasta que se celebraba el triunfo o la ovación, ningún general podía cruzar el pomerium y entrar en la ciudad, pues en ese caso perdía automáticamente el imperium y se le impedía celebrar el triunfo o la ovación. Aunque los legados, tribunos y soldados podían ir y venir a su antojo, los generáles estaban obligados a permanecer en el campo de Marte.

Efectivamente, Pompeyo se hallaba en la tienda. Y con él estaban sus primeros legados Afranio y Petreyo, que miraron a César con gesto inquisitivo; habían oído hablar algo de él, por la historia de los piratas y similares, y sabían que había ganado la corona cívica a los veinte años. Detalles que los viri militares, como Afranio y Petreyo, respetaban mucho en un hombre; pero aquel individuo deslumbrante y elegante como el que más, parecía desentonar. Togado en su atavío militar en vez de vestir túnica, con las uñas cortadas y pulidas, calzando zapatos senatoriales sin una mota de polvo y el pelo perfecto, era imposible que hubiese llegado desde la tienda de mando de Craso bajo el sol y el viento.

– Recuerdo que dijiste que no bebías vino. ¿Quieres agua? -inquirió Pompeyo, señalándole una silla.

– Gracias, sólo quiero hablar a solas contigo -respondió César, sentándose.

– Nos veremos después -dijo Pompeyo a sus legados.

Aguardó hasta que los dos decepcionados legados estuvieron a buena distancia por el camino que llevaba a la vía Recta, antes de volverse hacia César.

– ¿Y bien? -inquirió de buenas a primeras.

– Vengo de parte de Marco Craso.

– Esperaba hablar con él en persona.

– Mejor será que trates conmigo.

– ¿Está enfadado, no?

– ¿Craso, enfadado? -replicó César, enarcando las cejas-. ¡Ni mucho menos!

– ¿Y por qué no ha venido a verme él?

– ¿Para que se organice aún mayor revuelo en Roma? -dijo César-. Cneo Pompeyo, si tú y Marco Craso habéis de tener tratos, mejor que lo hagáis a través de alguien como yo, que somos bien discretos y leales a nuestros superiores.

– Entonces, ¿eres el hombre de Craso, eh?

– En este asunto, sí. En general, no soy de nadie.

– ¿Qué edad tienes? -inquirió Pompeyo de pronto.

– Cumplo veintinueve en quintilis.

– Craso diría que es hilar muy fino. Así, pronto estarás en el Senado.

– Ya estoy en el Senado. Llevo en él casi nueve años.

– ¿Por qué?

– Gané una corona cívica en Mitilene, y la constitución de Sila estipula que los héroes de guerra entran en el Senado.

– Todos hablan de la constitución de Roma llamándola la constitución de Sila -replicó Pompeyo, haciendo caso omiso del detalle de la corona cívica; él no había obtenido ninguna corona y le dolía-. ¡No sé si estar agradecido a Sila!

– Debes estarlo. A él le debes el encargo de varias empresas especiales -dijo César-, pero después de este incidente, dudo mucho que el Senado vuelva a mostrarse dispuesto a encomendar nada a un caballero.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió Pompeyo, mirándole de hito en hito.

– Lo que digo. No puedes obligar al Senado a dejar que te nombren cónsul y esperar que te lo perdone, Cneo Pompeyo. Ni puedes pretender manipular el Senado eternamente. Filipo es viejo, y Cetego también. Cuando ellos mueran, ¿de quién vas a servirte? Todos los mayores seguirán a Catulo; los Cecilios Metelos, los Cornelios, los Licinios, los Claudios. El que pretenda que le encomienden algo especial, tendrá que recurrir al pueblo, y no me refiero a una mezcla de patricios y plebeyos. Hablo de la plebe. Roma solía funcionar casi exclusivamente a través de la asamblea plebeya, y yo te aseguro que no tardará en volver a hacerlo. Los tribunos de la plebe son de gran utilidad, pero sólo si tienen poderes legislativos. Además -añadió César, con una tosecilla-, es más barato comprar a tribunos de la plebe que a pesos pesados como Filipo y Cetego.

César vio impasible como todo lo que decía lo absorbía con sumo interés Pompeyo. Aquel hombre no le gustaba, pero no sabía a qué atribuirlo. De niño había tenido mucho contacto con galos, y no podía ser su ascendente galo. ¿Qué sería? Mientras Pompeyo estaba allí, sentado, asimilando lo que había dicho, César reflexionaba sobre su repulsa y llegó a la conclusión de que lo que no le gustaba era el individuo, no lo que representaba. No le gustaba su presunción, su egoísmo casi infantil, su incuria mental totalmente ajena a la ley.

– ¿Y qué es lo que tiene que decirme Craso? -inquirió Pompeyo.

– Le gustaría negociar un trato, Cneo Pompeyo.

– ¿Sobre qué?

– ¿No sería mejor que previamente expusieses tus condiciones, Cneo Pompeyo?

– ¡No me llames así! ¡ Lo detesto! ¡ Todo el mundo me llama Magnus!

– Es una negociación formal, Cneo Pompeyo. La costumbre y la tradición exigen que me dirija a ti por el praenomen y el flamen. ¿No quieres poner previamente tus condiciones?

– ¡Ah, si, sí! -espetó Pompeyo, sin saber exactamente por qué su malhumor cedía, salvo que algo tenía que ver con aquel enviado elegante y culto de Craso. Todo lo que había dicho era irrebatible, pero eso no hacía más que agravar la situación; porque era él, Magnus, quien se suponía que tenía la sartén por el mango, pero la entrevista no estaba resultando conforme a lo previsto. César se comportaba como si fuese él quien imponía condiciones. Aquel hombre era más guapo que el finado Memmio y más hábil que Filipo y Cetego juntos, y había ganado la segunda condecoración militar de Roma, y concedida, además, por un incorruptible como Lúculo. Tenía que ser un militar valiente y muy buen soldado. De haber conocido Pompeyo las historias de los piratas, del testamento del rey Nicomedes y de la batalla del Meandro, habría optado por llevar la entrevista de otro modo; Afranio y Petreyo sí que las conocían algo, pero Pompeyo -¡como siempre!- no sabia nada. Por lo tanto, en la entrevista Pompeyo continuó mostrándose más franco de lo que habría hecho en caso contrario.

– Tus condiciones -insistió César.

– Simplemente, convencer al Senado para que apruebe una resolución que me permita presentarme candidato al consulado.

– ¿Sin ser miembro del Senado?

– Sin ser miembro del Senado.

– ¿Y si convences al Senado para que te autorice a presentarte a las elecciones y no sales elegido cónsul?

Pompeyo se echó a reír con todas sus ganas.

– ¡Si me presento, seguro que gano! -respondió.

– Me han dicho que van a ser unas elecciones muy disputadas. Marco Minicio Termo, Sexto Peduceo, Lucio Calpurnio Pisón Frugi, Marco Fannio, Lucio Manlio… y los dos principales en este momento, Metelo Caprario el joven y Marco Craso -replicó César con gesto irónico.

Ninguno de aquellos nombres significaba gran cosa para Pompeyo, salvo el último.

– ¿Quieres decir que aún pretende presentarse? -inquirió, irguiéndose.

– Si, como parece probable, Cneo Pompeyo, vas a pedirle que rehúse al Senado el empleo de su ejército, tiene que ser candidato al consulado y tiene que ser elegido -dijo César con voz pausada-. Si el año que viene no es cónsul, será acusado de traición antes de que acabe enero. Siendo cónsul, no se le puede exigir responsabilidad hasta que su consulado o cualquier proconsulado subsiguiente haya concluido y vuelva a ser un privatus. Por consiguiente, lo que tiene que hacer es lograr que le elijan cónsul y, luego, lograr restablecer los plenos poderes al tribunado de la plebe. Tras lo cual, tendrá que convencer a un tribuno de la plebe para que apruebe una ley que legalice su negativa a no poner su ejército a disposición del Senado, y convencer a los otros nueve tribunos para que no la veten. Así, cuando vuelva a ser privatus, no podrán acusarle de la traición que tú le pides que cometa.

Una serie de expresiones cruzó el rostro de Pompeyo: sorpresa, comprensión, aturdimiento, confusión y, finalmente, miedo.

– ¿Qué quieres decir? -exclamó desde lo más profundo de su ser, comenzando a sentir un terrible agobio.

– Estoy diciendo, y creo que muy claramente, que si ambos queréis evitar que os acusen de traición por los juegos que intentáis hacer con el Senado y dos ejércitos, que en realidad pertenecen a Roma, tendréis los dos que ser cónsules el año que viene, y ambos tendréis que esforzaros cuanto sea necesario para restablecer el tribunado de la plebe en su modalidad tradicional -contestó César con firmeza-. La única manera en que tú o él podéis evitar las consecuencias, es obteniendo un plebiscito de la asamblea plebeya absolviéndoos de toda culpabilidad en el asunto de las tropas y la manipulación del Senado. A no ser que hayas cruzado con tu ejército el Rubicón y lo tengas en Italia, Cneo Pompeyo.

– ¡No lo había pensado! -exclamó Pompeyo, estremeciéndose.

– La mayoría de los senadores -añadió César en tono de conversación normal- son borregos. Todos se dan cuenta de esa realidad, pero es que a algunos les impide ver otra realidad: el hecho de que entre los borregos hay lobos. Ni el mismo Cetego se da cuenta. Pero a Metelo Caprario el joven le conviene perfectamente el epíteto de gran lobo, y Catulo tiene colmillos para destrozar, no molares para rumiar. Igual que Hortensio, que tal vez no consiga ser cónsul esta vez, pero que cuenta con una influencia formidable y es un consumado jurista. Luego está mi joven y listísimo tío Lucio Cotta. ¡ Incluso a mí se me podría considerar un lobo senatorial! Todos esos que he dicho, e incluso todos juntos, son capaces de acusaros a ti y a Marco Craso de traición. Y tendréis que ir a juicio ante un tribunal con un jurado compuesto exclusivamente por senadores, senadores a los que habéis dejado con dos palmos de narices. Marco Craso quizá se librara, pero tú no, Cneo Pompeyo. Estoy seguro de que tienes muchos partidarios en el Senado, pero no podrías conservarlos después de esgrimir la amenaza de la guerra civil para forzarlos a tus deseos. Podrías mantener tu facción mientras fueses cónsul y procónsul, pero no cuando volvieses a ser privatus. A menos que conservases tu ejército movilizado para el resto de tu vida, y eso, como el Erario no lo pagaría, sería imposible aun para un hombre con tus recursos.

¡Cuántas ramificaciones! Aumentaba aquella terrible sensación de agobio y, por un instante, Pompeyo se vio de nuevo en el campo de batalla de Lauro, incapaz de impedir el acoso de Quinto Sertorio. Luego, se sobrepuso y adoptó una expresión decidida.

– Eso que has dicho, ¿lo entiende todo Marco Craso? -inquirió.

– Lo bastante -contestó César sin inmutarse-. Él hace tiempo que está en el Senado y en Roma todavía más. Acude con frecuencia a los tribunales y se sabe la constitución de cabo a rabo. ¡Todo eso lo dice la constitución! La de Sila y la de Roma.

– Entonces, lo que me dices es que tengo que ceder -dijo Pompeyo con un suspiro-. ¡Pues no voy a hacerlo! ¡Quiero ser cónsul! ¡Merezco ser cónsul y lo seré!

– Se puede arreglar. Pero sólo del modo que te he explicado -replicó César, en sus trece-. Tú y Marco Craso en la silla curul, restablecimiento del tribunado de la plebe y un plebiscito exculpatorio seguido de otro para conceder tierras a los combatientes de vuestros dos ejércitos -añadió, encogiéndose ligeramente de hombros-. Al fin y al cabo, Cneo Pompeyo, tienes que tener un colega cónsul; no puedes ser cónsul sin que haya otro. Por lo tanto, ¿por qué no tener por colega a quien se enfrenta a los mismos inconvenientes y corre iguales riesgos? ¡Imagínate si saliera elegido contigo Metelo Caprario el joven! Te clavaría los colmillos en el cuello el primer día y haría lo indecible para que no consiguieses restablecer el tribunado de la plebe. Dos cónsules que colaboren estrechamente es una fuerza a la que el Senado no puede oponerse. Y menos si cuentan con diez tribunos de la plebe que les apoyen.

– Ya te entiendo -dijo Pompeyo-. Si, sería una gran ventaja contar con un colega condescendiente. De acuerdo; seré cónsul con Marco Craso.

– A condición -añadió César, irónico- de que no te olvides del segundo plebiscito. Marco Craso debe obtener esa tierra.

– ¡Descuida! Así yo también podré obtener tierra para mis hombres.

– Entonces, hay que dar el primer paso.

Hasta la apabullante charla con César, Pompeyo había pensado que Filipo era quien debía dirigir su candidatura al consulado y hacer cuanto fuese necesario, pero ahora reflexionó sobre el particular. ¿Había visto Filipo todos aquellos intríngulis? ¿Por qué no había dicho nada de acusación por traición ni de la necesidad de restablecer el tribunado de la plebe? ¿No estaría quizás un poco cansado de ser un empleado a sueldo? ¿O estaba perdiendo facultades?

– Yo soy un lerdo en política -dijo Pompeyo con el tono de quien quiere suscitar simpatía franca-. Lo que sucede es que la política no me fascina; me interesa mucho más el mando y yo pensaba en el consulado a modo de un mando civil importante. Tú me has hecho verlo distinto. Y tienes razón, César. Dime, pues, cómo debo actuar. ¿Debo seguir presentando cartas de la mano de Filipo?

– No, ya lo has hecho y has corrido el riesgo -contestó César, sin reticencia aparente a actuar como consejero político de Pompeyo-. Imagino que habrás dado orden a Filipo de retrasar las elecciones curules; así que pasaré eso por alto. Lo siguiente que intentará el Senado es ganarte por la mano, y os dará a ti y a Marco Craso fecha oficial, a ti para tu triunfo y a él para su ovación. Y, naturalmente, el decreto senatorial estipulará que desmovilicéis a las tropas acto seguido. Es lo normal.

Seguía sentado allí, pensó Pompeyo, tan impasible como cuando había entrado; no parecía tener sed, ni estar incómodo con aquella toga a pesar del calor, ni a disgusto en la dura silla, ni molestarle el cuello por mirarle de soslayo. Y las palabras con que expresaba lo que pensaba estaban tan bien escogidas como bien organizados los pensamientos. Sí, decididamente no había que perder de vista a aquel César.

César prosiguió.

– Tú tendrás que dar el primer paso. Cuando te comuniquen la fecha de tu triunfo, debes alzar los brazos horrorizado y decir que acabas de recordar que no puedes celebrarlo hasta que llegue Metelo Pío de Hispania Ulterior, porque habiais convenido celebrarlo conjuntamente, debido al escaso botín, etcétera. Pero nada más dar este pretexto para no desmovilizar tu ejército, Marco Craso alzará los brazos horrorizado y dirá que no puede desmovilizar sus tropas si dentro de Italia están las tuyas sin licenciar. Podéis aguantar con esa farsa hasta finales de año, y el Senado no tardará muchos meses en darse cuenta de que ninguno de los dos tenéis intención de desmovilizar las tropas y que ambos estáis hasta cierto punto legalizando vuestra posición. Con tal de que ninguno de los dos emprendáis una acción militar contra Roma, quedaréis bastante bien.

– ¡Me gusta! -dijo Pompeyo con una gran sonrisa.

– Me alegro. Es más fácil predicar al converso. ¿En qué estaba? -dijo César, frunciendo el ceño como quien piensa-. ¡Ah, sí! Una vez que el Senado se dé cuenta de que no se va a desmovilizar ninguno de los dos ejércitos, decretará un consulta apropiado autorizándoos a la candidatura in absentia, puesto que no podéis entrar en Roma a presentarla en persona al oficial de elecciones. Este cargo se determinará a suertes entre Orestes o Léntulo Sura, pero poca diferencia hay.

– ¿Y cómo supero la dificultad de no formar parte del Senado? -inquirió Pompeyo.

– No puedes. Ese es el problema del Senado. Se solucionará con un senatus consultum a la asamblea del pueblo por el que se autorice a un caballero a presentarse candidato al consulado. Yo imagino que lo aprobarán encantados, pues los caballeros lo considerarán una importante Victoria.

– Y Marco Craso y yo desmovilizamos las tropas cuando ganemos las elecciones -dijo Pompeyo, satisfecho.

– Oh, no -replicó César meneando despacio la cabeza-. Mantenéis las tropas bajo las águilas hasta el Año Nuevo. Por consiguiente, no podréis celebrar el triunfo y la ovación hasta últimos de diciembre. Que Marco celebre primero su ovación y tú haces tu triunfo el último día de diciembre.

– Me parece perfecto -comentó Pompeyo, y frunció el ceño-. ¿Por qué Filipo no me explicó bien las cosas?

– No tengo ni idea -contestó César con cara de inocente.

– Yo si creo tenerla -añadió Pompeyo con sonrisa de desdén.

César se puso en pie, entreteniéndose con gran concentración en arreglarse los pliegues de la toga. Hecho lo cual, se dirigió con su elegante caminar hacia el batiente de la tienda, ante el cual se detuvo, miró hacia atrás y sonrió.

– Una tienda es una estructura de lo más provisional, Cneo Pompeyo. Está bien que el general que aguarda su triunfo alce una estructura provisional, pero creo que a partir de ahora debes esforzarte por causar otra impresión. ¿Puedo sugerirte que alquiles una villa de lujo en la colina Pinciana en lo que queda de año? Podrías traerte a tu esposa de Picenum y dar fiestas, tener un acuario con bonitos peces… Me aseguraré de que Marco Craso hace lo propio. Ahora da la impresión de que estuvierais decididos a vivir en el campo de Marte para el resto de vuestras vidas.

Y se marchó, dejando a Pompeyo impresionado y pensativo. Se habían acabado las vacaciones militares; tendría que sentarse con Varrón a aprender leyes. Aquel César lo sabía todo y tenía seis años menos que él. Si en el Senado había lobos, ¿iba Cneo Pompeyo Magnus a ser un borrego? ¡Jamás! ¡Cuando llegase Año Nuevo, Cneo Pompeyo Magnus conocería la ley y el Senado!


– ¡Por los dioses, César, qué listo eres! -dijo Craso con voz admirativa cuando aquél acabó de explicarle la entrevista con Pompeyo-. ¡A mí no se me habría ocurrido ni la mitad de todo eso! No digo que no habría acabado por ocurrírseme, pero tú lo has urdido todo en el camino de mi tienda a la suya. ¡Una villa en la Pinciana, dices! Tengo una casa estupenda en el Palatino en cuya decoración me he gastado una fortuna, ¿por qué iba a gastarme dinero en otra villa? Estoy bien en una tienda.

– ¡Qué incurable tacaño eres, Marco Craso! -dijo César, riendo-. Alquila una villa en la Pinciana tan lujosa como la de Pompeyo y traslada inmediatamente a ella a Tertulia y a los niños. Puedes permitírtelo. Considéralo como una inversión necesaria. Tú y Pompeyo vais a tener que dar muestra de ser encarnizados rivales durante casi seis meses.

– ¿Y qué vas a hacer? -inquirió Craso.

– Voy a buscarme un tribuno de la plebe. Picentino si puede ser. No sé por qué, pero a los picentinos les atrae el tribunado de la plebe y los hay excelentes. No será difícil. Seguro que en el colegio de este año hay media docena.

– ¿Por qué de Picenum?

– Para empezar, estará bien predispuesto a apoyar a Pompeyo; los picentinos son muy gregarios. Y además será incendiario; a los picentinos les gusta el fuego.

– Ten cuidado no te quemes las manos -dijo Craso, pensando ya en quién de sus libertos iría a regatear con los agentes que alquilaban villas en la colina Pinciana. ¡ Lástima no haber pensado nunca en invertir allí! ¡Un lugar ideal! Con la cantidad de reyes y reinas extranjeros que buscan palacio… ¡ No, no alquilaría! ¡Compraría! Alquilar era un derroche, porque eran sestercios perdidos.


En noviembre, el Senado cedió. Marco Licinio Craso fue informado de que se le autorizaba a presentarse candidato al consulado in absentia. Cneo Pompeyo Magnus fue informado de que el Senado había enviado un decreto a la asamblea del pueblo, pidiendo al organismo que anulase los requisitos para presentarse a las elecciones curules -ser miembro del Senado, haber sido cuestor o pretor- y legislara de modo a permitirle ser candidato. Y cuando la Asamblea del pueblo aprobó la ley pertinente, el Senado se complació en informar a Cneo Pompeyo Magnus que le autorizaba a ser candidato in absentia, etcétera, etcétera.

Cuando un candidato se presentaba a un cargo in absentia era difícil hacer campaña. No podía cruzar el pomerium para entrar en la ciudad y hablar con los electores y con la gente en el Foro, ni acercarse discretamente cuando un tribuno de la plebe convocaba un contio de la asamblea plebeya para hablar de los méritos de su candidato favorito y poner como un trapo a sus adversarios. Como la candidatura in absentia requería autorización especial de la Cámara, se producía pocas veces; pero, desde luego, era la primera vez que dos candidatos concurrían in absentia. No obstante, a tenor de los acontecimientos, estas desventajas no tuvieron relevancia alguna. El debate en el Senado, aun bajo la amenaza de los dos ejércitos no desmovilizados, había sido tan enfervorizado como aburrido, y cuando la Cámara cedió, los otros aspirantes al consulado retiraron su candidatura en señal de protesta por la descarada ilegalidad de la pretensión de Pompeyo. Si no había más candidatos, Pompeyo y Craso parecerían lo que eran: dictadores disfrazados.

Muchos y variados eran los riesgos que corrían Pompeyo y Craso, fundamentalmente el cargo de traición en el momento en que quedasen desposeídos del imperium. Así, cuando el tribuno de la plebe Marco Lolio Palicano (un picentino) convocó una asamblea extraordinaria de la Asamblea plebeya en el circo Flaminio del campo de Marte, todos los senadores que habían vuelto la espalda a Pompeyo y Craso se quedaron de una pieza. ¡ Iban a escamotear el cargo de traición devolviendo plenos poderes al tribunado de la plebe y haciendo que diez agradecidos tribunos legislaran su inmunidad!

Había muchos en Roma que deseaban aquella restauración, la mayoría de ellos porque el tribunado de la plebe era una institución sagrada en armonía con el mos maiorum y muchos porque echaban de menos el vigor y la actividad del Foro en otros tiempos cuando algún demagogo encendía a la multitud hasta que intervenían los puños y los ex gladiadores de alquiler y se armaba una trifulca. Por eso, la asamblea de Lolio Palicano para tratar el restablecimiento del tribunado de la plebe, anunciada por toda la ciudad, tenía que congregar a una gran multitud. Pero cuando se difundió la noticia de que los candidatos consulares Pompeyo y Craso iban a hablar en apoyo de Palicano, el entusiasmo alcanzó límites desconocidos desde que Sila había convertido la asamblea plebeya en poco menos que una simple asociación.

El circo Flaminio, que se usaba para los juegos menos espectaculares, tenía sólo capacidad para cincuenta mil espectadores, pero el día de la asamblea de Palicano las gradas estaban abarrotadas. Resignados ante el hecho de que sólo los afortunados situados a menos de doscientos pies del orador oirían sus palabras, la mayoría de los que habían peregrinado a lo largo de la orilla del Tíber acudieron por el simple motivo de poder contar a sus nietos que habían sido testigos del día en que dos candidatos consulares, que eran además héroes militares, habían prometido restablecer el tribunado de la plebe. ¡ Iban a hacerlo!

Palicano abrió la asamblea con un discurso entusiasta destinado a obtener la mayor cantidad de votos posibles para Pompeyo y Craso en las elecciones curules; los que estaban cerca y podían oir eran los de las clases cuyo voto contaba. Asistían también los nueve colegas de Palicano y todos ellos hablaron a favor de Pompeyo y Craso. Luego, apareció Craso entre grandes aplausos, y con grandes aplausos fue acogido su discurso. Toda una serie de prolegómenos antes de la actuación importante. Y apareció ¡ Pompeyo el Grande!, revestido de una armadura dorada brillante como el sol, con un aspecto impresionante. No hacía falta que fuese orador, pues a la multitud igual le hubiese dado que hablase en galimatías. La multitud había venido a ver a Pompeyo el Grande y se marchó a su casa satisfecha a más no poder.

No fue de extrañar que en las elecciones curules celebradas el día anterior a las nonas de diciembre, Pompeyo fuese elegido primer cónsul y Craso segundo cónsul. Roma iba a tener un cónsul que no había sido miembro del Senado y le había preferido a él antes que a su colega mayor y más ortodoxo.


– Así que Roma tiene por primera vez un cónsul que no ha sido senador -dijo César a Craso, una vez dispersada la multitud después de la elección.

Estaba sentado con él en la galería de la villa de la colina Pinciana en que otrora el rey Yugurta de Numidia había conspirado; Craso la había comprado al ver la lista de nombres ilustres que la habían alquilado a lo largo de los años. Ambos contemplaban a los esclavos públicos que limpiaban los recintos, pasarelas y estrados de votación de la Saepta.

– Simplemente porque quería ser cónsul -dijo Craso, imitando el tono de voz que asumía Pompeyo cuando se sentía frustrado-. ¡Es un niño grande!

– En ciertos aspectos, sí -dijo César, volviendo la cabeza para mirar a Craso, que mostraba su habitual expresión plácida-. Tendrás que gobernar tú, porque él no sabe.

– ¡Ah, no me digas! Aunque ahora habrá aprendido algo del manual de Varrón sobre conducta senatorial y consular -dijo Craso con un gruñido-. ¡ Figúrate, el primer cónsul consultando un manual de conducta! Ni imaginarme quiero lo que hubiese dicho Catón el Censor.

– Me ha pedido que haga el borrador de la ley devolviendo los poderes al tribunado de la plebe, ¿te lo ha dicho?

– ¿A mí, cuándo me dice nada?

– He rehusado.

– ¿Por qué?

– En primer lugar, porque ha asumido ser primer cónsul.

– ¡Sabía perfectamente que iba a ser primer cónsul!

– Y, además, porque tú eres perfectamente capaz de redactar cualquier ley que queráis promulgar… tú has sido pretor urbano.

Craso meneó su cabezota y puso la mano en el brazo de César.

– Hazlo, César. Le tendrás contento. Como todos los niños mimados, tiene el don de saber valerse de la gente adecuada para conseguir sus fines. Si rehúsas porque no quieres que te utilice, no te lo reprocho. Pero si te gusta el reto y crees que podrá servir para tu experiencia legislativa, hazlo. Nadie lo sabrá; bien que se encargará él.

– ¡Cuánta razón tienes! -dijo César, riendo-. En realidad -añadió, ya serio-, me gustaría hacerlo. No hemos tenido tribunos de la plebe decentes desde que yo era niño… Sulpicio fue el último; y preveo que llegará un momento en que todos necesitemos leyes tribunicias. Es una interesante experiencia para un patricio tratar con tribunos de la plebe como he hecho yo últimamente. Por cierto, Palicano ya me tiene preparado un sustituto.

– ¿Quién?

– Un tal Plautio; pero no es de la antigua familia de los Silvanos. Este es de Picenum y creo que desciende de un liberto. Es buena persona y está dispuesto a hacer lo que necesite a través de la revitalizada asamblea plebeya.

– Aún no se han celebrado las elecciones tribunicias y Plautio a lo mejor no sale elegido -dijo Craso.

– Saldrá -replicó César seguro de sí mismo-. No puede perderlas… es un hombre de Pompeyo.

– ¿No es esto un proceso a nuestra época?

– Es una suerte que Pompeyo te tenga por colega, Marco Craso. De haber sido Metelo Caprario el joven, ¡qué desastre! Pero lamento que no tengas tú la distinción de primer cónsul.

Craso sonrió, al parecer sin mucha gana.

– No te preocupes, César, cuando dejemos el cargo ya verás cómo Roma me echa más de menos a mí que a Pompeyo.

– Bueno -añadió César-, tengo que marcharme. He dedicado poco tiempo a las mujeres de mi familia desde que volvimos a Roma, y estarán ansiosas por saber noticias de las elecciones.


Pero nada más entrar en el vestíbulo César lamentó su decisión de ir a casa. ¡ Estaba lleno de mujeres! Un rápido recuento le bastó para comprobar que eran seis: su madre, su hermana Ju-Ju, su tía Julia, la esposa de Pompeyo y otra en quien acabó por reconocer a su prima Julia, llamada Julia Antonia por estar casada con Marco Antonio, el exterminador de piratas. Todas tenían puestos los ojos en ella, y no era de extrañar, pues estaba sentada en el borde de una silla con las piernas estiradas y dando voces.

Antes de que César hubiese dado otro paso, alguien le dio un tremendo golpe en el trasero y, al girar sobre sus talones, vio a uno de los hijos de Antonio, mirándole con aviesa sonrisa. César le agarró de la nariz y tiró de él, e inmediatamente el niño comenzó a proferir unos gritos tan fuertes como la madre y a propinarle puntapiés y puñetazos. Momento en el que otros dos niños se abalanzaron sobre él golpeándole flancos y pecho, pero los pliegues de la toga amortiguaban el triple ataque.

En un periquete, sin que nadie se lo explicase, los tres niños quedaron fuera de combate: a los dos más pequeños les golpeó la cabeza uno con otro, tirándoles con fuerza contra la pared, y al mayor le sacudió un tortazo que hizo que se le saltaran las lágrimas, dirigiéndole al tiempo a puntapiés a donde estaban sus hermanos.

La madre había dejado de vociferar al verlo y ahora se abalanzaba sobre el torturador de sus preciosos hijos.

– ¡Mujer, siéntate! -dijo César con fuerte voz.

Ella regresó tambaleándose a la silla y en ella se dejó caer sin cesar en sus gritos.

César se volvió hacia la pared en donde estaban los tres niños, medio caídos y medio sentados, lloriqueando como la madre.

– Si se os ocurre moveros, lamentaréis haber nacido. Esta es mi casa, no el monte Pinciano y mientras estéis en ella tenéis que comportaros como romanos civilizados y no como monos. ¿Está claro?

Y recogiéndose los pliegues deshechos de la toga, se dirigió, cruzando por entre el grupo de mujeres, a su despacho.

– Voy a arreglármela -dijo en fingido tono afable, que su madre y esposa reconocieron como ira fuertemente reprimida-, y cuando vuelva espero que reine una apacible calma. Amordazad a esa maldita mujer si es preciso y que Burgundus se haga cargo de los niños. Y decidle que tiene mi permiso para estrangularlos si hace falta.

No tardó mucho en volver al cuarto, pero ya no había niños y las seis mujeres estaban sentadas muy tiesas y en silencio. Seis pares de ojos se clavaron en él mientras se sentaba entre su madre y su esposa.

– Bien, mater, ¿qué sucede? -preguntó con voz agradable.

– Marco Antonio ha muerto -contestó Aurelia-. Se ha suicidado en Creta. Sabes que le derrotaron los piratas; dos veces en el mar y una en tierra y perdió los hombres y los barcos, pero puede que no sepas que los strategoi piratas Panares y Lastenes le obligaron a firmar un tratado entre Roma y Creta. Y a Roma acaba de llegar el documento con las cenizas del pobre Marco Antonio. Aunque el Senado no ha tenido tiempo de reunirse, por la ciudad corre ya la noticia de que Marco Antonio se ha cubierto de oprobio, y la gente comienza a llamarle Marco Antonio Cre ticus, no refiriéndose a Creta sino a hombre de tiza.

César lanzó un suspiro, con gesto más de exasperación que de lástima.

– No era la persona indicada para esa empresa -dijo, sin preocuparse por ocultar su enfado a la viuda, una pobre boba-. Me di cuenta cuando era tribuno suyo en Giteo, pero confieso que no hubiera previsto semejante final, aunque signos no faltaban -añadió, mirando a Julia Antonia-. Lo siento por ti, mujer, pero no se qué puedo hacer.

– Julia Antonia ha venido a ver si puedes encargarte de los ritos funerarios de Marco Antonio -dijo Aurelia.

– Tiene un hermano. ¿Por qué no puede organizarlos Lucio César? -respondió crudamente César.

– Lucio César está en Oriente en el ejército de Marco Cotta y tu primo Sexto César se niega a ello -dijo la tía Julia-. En ausencia de Cayo Antonio Hibrida, somos los parientes más próximos de Julia Antonia en Roma.

– En tal caso, yo organizaré las exequias. De todos modos, lo prudente será hacer un funeral íntimo.

Julia Antonia se puso en pie dispuesta a marcharse, derramando pañuelos, prendederos, alfileres y peines en auténtica cascada; no parecía ya ofendida con César por el sumario tratamiento de sus retoños ni por su cruda opinión sobre el difunto. Era evidente que le gustaba que le chillasen y le llamasen al orden, pensó César mientras la acompañaba a la puerta. Sí, el finado Marco Antonio debía de saber meterla en cintura. Lástima que no hubiese sabido disciplinar a los hijos, ya que la madre era incapaz. Trajeron a los niños de las dependencias de Burgundus, en donde acababan de tener una saludable experiencia, pues los hijos de los dos galos les habían acoquinado. Pero, igual que su madre, no parecía haberles importado. Los tres miraron a César con reparo.

– No tenéis por qué tenerme miedo si no os pasáis de la raya -dijo César de buen humor-. ¡Cuidado con que no os sorprenda yo haciéndolo!

– Eres muy alto, pero no creo que seas muy fuerte -replicó el mayor que era el más guapo de los tres, aunque de ojos muy juntos en opinión de César. En todo caso, los tres miraban sin recato y sus ojos no carecían de valor e inteligencia.

– Algún día te encontrarás con un pequeñajo que te sacuda por detrás sin que te dé tiempo a hacer nada -replicó César-. Ahora, ve a casa a cuidar de tu madre. Y a hacer los deberes en vez de andar por el Subura haciendo trastadas y robando a gente que no te ha hecho ningún mal. A la larga te beneficiará más hacer los deberes.

– ¿Tú cómo sabes eso? -inquirió Marco Antonio parpadeando.

– Yo lo sé todo -contestó César, cerrando la puerta y volviendo con las mujeres a sentarse-. La invasión de los germanos -dijo sonriente-. ¡ Qué niños tan horribles! ¡ Es que no tienen quien los meta en vereda?

– Nadie -dijo Aurelia-. ¡Ah, me ha gustado cómo les has parado los pies! -añadió con un suspiro-. Desde que llegaron tenía ganas de darles unos buenos azotes.

César miraba a Mucia Tercia, que le parecía enormemente atractiva; era evidente que el casamiento con Pompeyo la sentaba bien. Mentalmente, añadió su nombre a la lista de sus futuras conquistas, ¡bien que se lo había buscado Pompeyo! Pero aguardaría. Que el abominable joven Carnicero llegase antes más alto. Estaba seguro de que Mucia Tercia sería fácil; la había sorprendido mirándole varias veces. Pero no iba a precipitarse; necesitaba más tiempo para madurar a la sombra de Pompeyo antes de caer en sus brazos. De momento, tenía bastante con Metela Capraria, esposa de Cayo Verres. ¡Arar su surco era un ejercicio de horticultura que le encantaba!

Su dulce esposa le miraba, y apartó los ojos de Mucia Tercia y los clavó en ella; le hizo un guiño y Cinnilla contuvo la risa y demostró que había heredado del padre la facilidad para ruborizarse.

Era un encanto. Nunca estaba celosa, a pesar de que habría oído rumores y seguramente daría crédito a ellos. ¡Después de tantos años, tenía que conocerle! Pero estaba demasiado influenciada por Aurelia para sacar a colación el tema de sus escarceos. Y no lo hacía; como si nada tuvieran que ver con ella.

Con su madre no era tan circunspecto; suya había sido la idea de que sedujera a las esposas de sus iguales. Y tampoco tenía pelos en la lengua para preguntarle de vez en cuando si alguna le resultaba difícil. Las mujeres eran un misterio y tenía la impresión de que siempre lo serían; y las opiniones de Aurelia valían la pena. Ahora que tenía tratos con las mujeres de su clase del Palatino y la Carinae, estaba al corriente de todos los cotilleos y se los transmitía a él sin adornos. A él lo que le gustaba era volver locas a las mujeres antes de dejarlas, porque así quedaban inservibles para sus cornudos maridos.

– Supongo que os habréis reunido para consolar a Julia Antonia -dijo, pensando en si su madre tendría el descaro de ofrecerle vino aguado y pastelillos.

– Se presentó en mi casa llena de dijes y con esos niños horrendos -contestó su tía Julia-, y, como yo era incapaz de aguantarlos, los traje aquí.

– ¿Y tú estabas de visita en casa de tía Julia? -preguntó César a Mucia Tercia, esgrimiendo su encantadora sonrisa.

Ella aspiró, sorprendida, y dejó escapar una tosecilla.

– Visito a tía Julia bastante, Cayo Julio. El Quirinal está muy cerca de la Pinciana.

– Sí, claro -dijo él, dirigiendo la misma sonrisa a su tía Julia, que, naturalmente, no era inmune a ella, aunque de distinta manera.

– Me temo que a partir de ahora voy a ver mucho más a Julia Antonia -dijo la tía Julia, con un suspiro-. ¡Ojalá tuviera tu arte para tratar a sus hijos!

– No durarán mucho sus visitas, tía Julia; y ya me encargaré yo de decirles cuatro palabras a los niños, pierde cuidado. Ya verás como Julia Antonia se casa en seguida.

– ¡No la querrá nadie! -comentó Aurelia con un bufido.

– Siempre hay hombres curiosamente susceptibles a los encantos de las bobas -dijo César-. Lamentablemente, ella no sabe elegir y su futuro no será mejor marido que Marco Antonio, el hombre de tiza.

– En eso tienes toda la razón, hijo mío.

César dirigió su atención a su hermana Ju-Ju, que no había dicho una palabra; siempre había sido la callada de la familia, a pesar de ser muy vivaz.

– Siempre dije que Lia no sabía elegir -dijo él-, pero a ti no te di la menor oportunidad para que me demostrases si sabías elegir, ¿verdad?

Su hermana le dirigió una sonrisa igual a la de él.

– Estoy muy contenta con el marido que me elegiste, César. De todos modos, sí que te confieso que los jóvenes que me gustaban antes de casarme ahora me decepcionan mucho.

– Pues entonces mejor será que dejes que Atio y yo busquemos esposo a tu hija cuando llegue el momento. Atia va a ser muy guapa. E inteligente, por lo que no atraerá a ninguno.

– ¿No es una lástima? -inquirió Ju-Ju.

– ¿Que sea inteligente o que los hombres no lo aprecien?

– Que no lo aprecien.

– A mí me gustan las mujeres inteligentes -dijo César-, pero hay muy pocas. No te preocupes, encontraremos a Atia alguien que aprecie sus cualidades.

– Pronto será de noche, César -dijo la tía Julia, levantándose-. Ya sé que te gusta que te llamen así, incluso tu madre; pero aún me cuesta. Tengo que irme.

· -Diré a los hijos de Lucio Decumio que te busquen una litera y te acompañen -dijo César.

– Tengo litera -respondió Julia-. A Mucia no la dejan salir a pie y hemos venido juntas y muy cómodas; mejor dicho, habría·mos venido cómodas de no haberla compartido con Julia Antonia. Y tenemos escolta.

– Y yo también he venido en litera -dijo Ju-Ju.

– ¡Perezosas! -dijo Aurelia con desdén-. Deberíais caminar.

– A mí me encanta caminar -dijo Mucia Tercia con voz suave-, pero los maridos no piensan como tú, Aurelia. A Cneo Pompeyo no le parece decoroso que camine.

César aguzó el oído. ¡Ah, un ligero descontento! Se sentía constreñida, reprimida. Pero no dijo nada; se contentó con seguir dándoles conversación, mientras un criado corría a la plazuela del cruce a llamar a las literas.

– No tienes buen aspecto, tía Julia -fue su último comentario, en el momento en que la ayudaba a acomodarse en la espaciosa litera que Pompeyo había buscado para Mucia Tercia.

– Me hago vieja, César -dijo ella en un susurro, dándole la mano-. Son ya cincuenta y siete. Pero estoy bien, salvo que me duelen los huesos cuando hace frío. Empiezo a temer al invierno.

– ¿No es caliente esa parte del Quirinal en donde vives? -preguntó él-. Cierto que la casa está expuesta al viento norte. ¿Quieres que mande que te instalen un hipocausto en el dormitorio?

– Ahórrate el dinero, César. Si tengo necesidad, ya me instalaré yo la calefacción -replicó ella, corriendo las cortinas.

– No está bien -dijo César a su madre cuando volvían a entrar en casa.

Aurelia pensó un instante y dio su mesurado juicio.

– Estaría bien si tuviera algo más por lo que vivir. Han muerto su marido y su hijo y no tiene a nadie más que a nosotros y Mucia Tercia. Pero no le bastamos.

El cuarto estaba iluminado por las llamitas de las lámparas, y habían cerrado las contraventanas que daban al patio de luces. Era acogedor y alegre, y en el suelo estaba Cinnilla con la hija de César, ya de casi seis años, una niña preciosa y delicada, tan blanca de piel, que desprendía como un reflejo argénteo.

Al ver a su padre, sus grandes ojos azules se iluminaron y abrió los bracitos.

– ¡Tata, tata! -exclamó-. ¡Cógeme en brazos!

– ¿Cómo está hoy mi princesita? -dijo César, levantándola y besándola en la mejilla.

Y mientras escuchaba fascinado la serie de infantiles sucesos, Aurelia y Cinnilla los contemplaban. Cinnilla únicamente pensaba en el cariño que les tenía, pero Aurelia reflexionó sobre la palabra princesita. Era eso exactamente, una princesa. César llegaría lejos y algún día sería rico. No le faltarían pretendientes, pero él no será tan generoso con ella como lo fueron mi madre y mi tío-padrastro conmigo; la casará con el hombre que a él más le interese, sin preocuparse de sus sentimientos. Debo enseñarla a aceptar su destino para que lo asuma airosa y de buen talante.


El día veinticuatro de diciembre, Marco Craso celebraba su ovación. Dado que el ejército de Espartaco contaba con una fracción samnita, había obtenido dos concesiones del Senado: en lugar de ir a pie, se le había autorizado a desfilar a caballo, y, en lugar de lucir la simple corona de mirto, se le permitió coronarse con el laurel del triunfador. Acudió una gran multitud a aclamarle a él y a su ejército, llegado de Capua para la ocasión, aunque la gente se daba muchos codazos al ver el escaso botín, pues toda Roma conocía la debilidad de Craso.

En cualquier caso, la multitud que se congregó en el triunfo de Pompeyo el último día de diciembre fue mucho más numerosa. Pompeyo se había ganado el cariño del pueblo de Roma, quizá por su relativa juventud, su dorada belleza que le hacía parecerse a Alejandro Magno, y su gesto animoso. Pero el afecto que sentían por Pompeyo no era como el que habían sentido por Cayo Mario, que seguía siendo su ídolo favorito (pese a los esfuerzos de Sila).

Casi al mismo tiempo en que se celebraban las elecciones curules en Roma a principios de diciembre, Metelo Pío cruzaba por fin los Alpes y entraba en la Galia itálica con su ejército, el cual desmovilizó antes de asentar a las tropas en las ricas tierras al norte del río Padus. Quizás porque, hacia el final de su actuación conjunta en Hispania con Pompeyo, hubiese presentido que éste no iba a resignarse pasando a un segundo plano, el Meneitos se había mantenido totalmente al margen de las tensiones en Roma. Al recibir cartas de Catulo, Hortensio y los otros prestigiosos Cecilios Metelos, instándole a intervenir, él se había negado a hablar de asuntos en los que, dada su larga ausencia en Hispania, se consideraba poco informado para opinar al respecto. Y al llegar a Roma a finales de enero, celebró su modesto triunfo con las tropas que le habían acompañado hasta la ciudad para la ocasión, y volvió a ocupar su puesto en un Senado dominado por Pompeyo y Craso como si nada hubiera sucedido. Era una actitud que le ahorró penalidades, aunque, por otra parte, le hizo que no recibiera el debido agradecimiento por la derrota de Quinto Sertorio.

El Senado hizo inscribir en las tablillas la lex Pompeia Licinia de tribunicia potestate a primeros de enero bajo los auspicios de Pompeyo, que tenía los fasces de primer cónsul. La popularidad de esta ley, restableciendo los plenos poderes del tribunado de la plebe, allanó la oposición senatorial. Todos los que Pompeyo y Craso esperaban que sumaran sus protestas en la Cámara se limitaron a proferir algunos balidos y el senatus consultum recomendando a la Asamblea del pueblo que aprobara la ley, fue autorizado casi por votación unánime. Algunos hicieron objeciones de poca monta, señalando que habría sido potestativo que pasase a la Asamblea centuriada para su ratificación, pero César, Hortensio y Cicerón afirmaron con toda firmeza que una asamblea de las tribus sólo podía ratificar medidas que afectasen a las tribus. Al cabo de los tres días de mercado estipulados, la lex Pompeia Licinia entró en vigor. Una vez más los tribunos de la plebe podían vetar leyes y magistrados, proponer, en la Asamblea plebeya, plebiscitos con fuerza de ley sin necesidad de un senatus consultum y hasta procesar por traición, extorsión y otras transgresiones.

César hablaba ya en la Cámara periódicamente, y como sus discursos eran ingeniosos, interesantes, breves y acerbos, en seguida ganó partidarios y cada vez le solicitaban más que los publicase, pues tenían tan buena acogida como los de Cicerón. Al propio Cicerón se le había oído comentar que César era el mejor orador de Roma… después de él, claro está.

Ansiando utilizar algunos de los poderes recién recuperados, el tribuno de la plebe Plautio anunció en el Senado que iba a legislar en la Asamblea plebeya en el sentido de devolver la ciudadanía y los derechos a los condenados con Lépido y Quinto Sertorio. César se puso inmediatamente en pie para tomar la palabra a favor de esa ley, defendiéndola con emotiva elocuencia y pidiendo se hiciera extensiva a los proscritos por Sila. Sin embargo, cuando el Senado se negó a incluirlos y Únicamente la aprobó para los partidarios de Lépido y Sertorio, César no se mostró decaído, sino todo lo contrario.

– César, la Cámara te reprueba -dijo Marco Craso sorprendido-, y tú como encantado.

– Mi querido Craso, sabía perfectamente que nunca derogarían la proscripción de Sila -replicó César sonriente-. Muchos personajes que se enriquecieron a costa de ella tendrían que devolver los bienes. ¡No, no! De todos modos, parecía que la cuadrilla de Catulo iba a lograr obstruir la amnistía para los seguidores de Lépido y de Sertorio, por eso hice que la medida pareciera modesta comparada con el perdón para los proscritos de Sila. Marco Craso, si quieres conseguir algo que supones va a tener oposición, hay que pedir más de lo debido. La oposición se indigna tanto por lo suplementario que acaba por perder de vista su rechazo a la primera medida.

– Eres un político consumado, César -comentó Craso sonriente-. Espero que tus adversarios no analicen detalladamente tus métodos, si no te irá mal.

– Me encanta la política -contestó César.

– Te encanta todo lo que haces y vas de cabeza a ello. Ese es tu secreto. Bueno, eso y el tamaño de tu inteligencia.

– No me halagues, Craso, ya sé que tengo una cabeza grande -replicó César, regodeándose con el hecho de que «cabeza» significaba lo que un hombre tenía sobre los hombros y, a la vez, lo que lleva entre las piernas.

– Demasiado, ya que lo dices -añadió Craso, riendo-. Más vale que seas algo más discreto en tus aventuras con las mujeres de los demás, al menos de momento. Me han dicho que los nuevos censores van a examinar los rollos senatoriales con la misma minuciosidad con que una diligente doncella busca liendres.


Había censores por primera vez desde que Sila había eliminado el cargo de la lista de magistrados; y eran una pareja inverosímil y extraña: Cneo Cornelio Léntulo Clodiano y Lucio Gelio Poplicola. Todos sabían que eran adláteres de Pompeyo, pero cuando éste propuso sus nombres en la Cámara, los más adecuados, que aspiraban al cargo, como Catulo y Metelo Pío, Vatia Isaurico y Curio, se retiraron y dejaron el campo libre a Clodiano y Gelio.

Craso acertó en su predicción. Era práctica censorial corriente conceder primero todos los contratos del Senado, pero después de apalabrar los contratos de alimentación de los gansos y pollos sagrados del Capitolio y de otros requerimientos religiosos, Clodiano y Gelio se pusieron a revisar los rollos senatoriales y dieron lectura a sus hallazgos en un contio especial que convocaron en los rostra del Foro, armando buen revuelo. No menos de sesenta y cuatro senadores fueron expulsados, la mayor parte por hallarse bajo sospecha de haber aceptado sobornos (o haber sobornado) siendo jurados. Muchos de los jurados del proceso de Statio Albio Opianico fueron expulsados, y el acusador, su hijastro Cluentio, fue degradado siendo transferido de su tribu rural a la urbana esquilina. Pero lo más sensacional, con mucho, fue la expulsión de uno de los cuestores del año anterior, Quinto Curio, la del primer cónsul del año anterior, Publio Cornelio Léntulo Sura, y la de Cayo Antonio Hibrida, el monstruo del lago Orcómenos.

No era imposible que un senador expulsado volviese a entrar en la Cámara, pero no podía hacerlo mientras estuvieran en el cargo los censores que le habían impugnado, y tenía que presentarse a la elección como cuestor o tribuno de la plebe. ¡ Mal asunto para Léntulo Sura, que ya había sido cónsul! Además, él no lo planeaba de inmediato, pues estaba enamorado y no le importaba mucho el Senado. Poco después de su expulsión se casaba con la casquivana Julia Antonia. César no se había equivocado; Julia Antonia no sabia elegir marido y Léntulo Sura era aún peor que Marco Antonio, el hombre de tiza.

Una vez arreglado el asunto del Senado, Clodiano y Gelio volvieron a la concesión de contratos, esta vez civiles. La mayoría correspondían a la recaudación de impuestos y diezmos en las provincias, aunque también atañían a la construcción y restauración de numerosos edificios estatales y servicios públicos, desde renovación de letrinas a gradas de los circos, puentes y basílicas. De nuevo se organizó un revuelo, pues los censores anunciaron que iba a abandonarse el sistema de tasas que Sila había adoptado para paliar la situación de la provincia de Asia.

Lúculo y Marco Cotta habían continuado la guerra contra Mitrídates y, al parecer, con pleno éxito, aunque los laureles pertenecían decididamente a Lúculo. El año del consulado de Pompeyo y Craso, Mitrídates tuvo que refugiarse en la corte de su yerno Tigranes de Armenia (y éste se negó a verle), y Lúculo se apoderó de casi todo el Ponto, de Capadocia y de Bitinia. Con las manos libres para entregarse a una tarea administrativa tan necesaria, Lúculo no tardó en ocuparse de los enmarañados asuntos económicos de Asia, que él había gobernado durante tres años al mismo tiempo que Cilicia, y atacó con tal dureza a los publicani recaudadores de impuestos, que en dos ocasiones ejerció su derecho a ejecutar dentro de la provincia y mandó decapitar a varios, tal como había hecho Marco Emilio Escauro años antes.

En Roma los gritos se alzaron al cielo, y más cuando las reformas de Lúculo limitaron aún más de lo que lo había hecho Sila el margen de beneficios de los recaudadores de impuestos. Miembro de los residuos de la facción archiconservadora, Lúculo nunca había gozado de simpatías entre los círculos financieros, lo que significaba que hombres como Craso y Atico le detestaban; y quizá porque entre los generales más conocidos Lúculo trataba de eclipsarle, a Pompeyo tampoco le caía en gracia.

Por consiguiente, no fue una sorpresa que la pareja de domesticados censores de Pompeyo anunciase que se abandonaría el sistema de Sila en la provincia de Asia y las cosas volverían a su estado anterior.

Pero Lúculo hizo caso omiso de las directrices censoriales. Mientras él fuese gobernador de Asia, dijo, continuaría aplicando el sistema de Sila, que era modélico, y debía adoptarse en todas las provincias de Roma. Las empresas constituidas apresuradamente, que ya tenían personal para enviarlo a la provincia de Asia, desfallecieron, se alzaron voces en el Foro y el Senado y los caballeros más influyentes tronaron que había que destituir a Lúculo.

Pero él seguía ignorando las instrucciones de Roma, ajeno a su precaria situación. A él lo que más le importaba era la limpieza que siempre sucedía a una guerra larga; cuando él abandonase sus dos provincias tenían que estar saneadas.

Aunque ni por naturaleza ni por inclinación le atraían los senadores ultraconservadores como Catulo y Lúculo, César tenía motivos para estar agradecido a Lúculo, y había recibido una carta de la reina Oradaltis de Bitinia.


Mi hija ha vuelto al país, César. Estoy segura de que sabrás que Lucio Licinio Lúculo ha llevado con éxito la guerra contra Mitrídates y que ya hace un año que combate en Ponto. Entre las muchas fortalezas del rey, Cabeira tenía fama de ser la más inexpugnable, pero este año la tomó Lúculo y en ella encontró toda clase de cosas horripilantes; las mazmorras estaban llenas de presos políticos y parientes a quienes había torturado o utilizado como víctimas para sus experimentos con venenos. No quiero hablar de cosas tan horribles porque soy muy feliz.

Entre las mujeres que Lúculo halló allí estaba Nisa. Llevaba presa casi veinte años y ahora regresa con más de sesenta. Sin embargo, Mitrídates la había tratado bien para lo que él es, pues la tenía en las mismas condiciones que al grupo de esposas secundarias y concubinas que se alojaban en Cabeira. También tenía recluidas a unas hermanas suyas a quienes no quería casar para que no tuvieran hijos, así que mi pobre hija ha vivido bien acompañada de mujeres solas, pues como el rey tiene tantas esposas y concubinas, las de Cabeira han vivido como solteronas durante años. Una colonia de doncellas viejas.

Cuando Lúculo las puso en libertad, fue muy amable con todas y tuvo buen cuidado de que ningún soldado las ultrajase. Según me ha contado Nisa, procedió como Alejandro Magno con la madre, esposas y otros miembros del harén del rey Darío. Creo que Lúculo envió a las mujeres de Ponto a su aliado de Cimeria, el hijo de Mitrídates llamado Macares.

A Nisa la dejó con plena libertad en cuanto supo quién era. Pero lo que es más, César, la cargó de oro y obsequios y me la devolvió con una escolta que había jurado honrarla. ¿Puedes imaginarte el placer de esta mujer vieja, que nunca ha sido muy hermosa, viajando por el campo libre como un pájaro?

¡Ah, volver a verla! No sabía nada hasta que la vi cruzar la puerta de mi villa en Rheba, radiante como una jovencita. ¡Cómo se alegró de verme! Se ha hecho realidad mi deseo y he recuperado a mi hija.

Y ha llegado a tiempo. Mi querido perro Sila murió de viejo un mes antes de su llegada y estaba desesperada. Los criados no sabían qué hacer para convencerme de que tuviese otro; pero ya sabes como son las cosas. Piensas en las gracias y maravillas del animal querido, el lugar que ha ocupado en tu vida y parece una traición enterrarlo y sustituirlo por otro. No digo que esté mal hacerlo, pero tiene que pasar un tiempo para que el nuevo adquiera personalidad, y mucho me temo que habré muerto antes de que mi nuevo perro tenga arraigadas características propias.

¡Pero ahora no hay que morirse! Nisa lloró al saber de la muerte de su padre, naturalmente, pero las dos vivimos encantadas y con gran armonía; pescamos con caña en el muelle y paseamos por el pueblo para hacer ejercicio. Lúculo nos invitó a vivir en el palacio de Nicomedia, pero hemos decidido quedarnos aquí. Y tenemos un cachorro precioso que se llama Lúculo.

¡Por favor, César, procura hallar tiempo para viajar de nuevo a Oriente! Me gustaría que conocieras a Nisa, y yo te hecho mucho de menos.


Fue al tribuno de la plebe del año anterior, Marco Lolio Palicano, a quien recurrieron los delegados de las ciudades de Sicilia, menos Siracusa y Messana, para procesar a Cayo Verres. Pero Palicano recurrió a Pompeyo y éste, a su vez, les señaló a Marco Tulio Cicerón como la persona idónea para la acusación.

Verres había llegado a Sicilia como gobernador después del pretorado urbano, y -fundamentalmente a causa de Espartaco- había permanecido en el cargo tres años. Acababa de regresar a Roma cuando la delegación siciliana fue a ver a Cicerón en el mes de enero. Tanto a Pompeyo como a Palicano les interesaba el caso; Palicano había defendido a algunos de sus clientes a quienes Verres había perseguido, y Pompeyo había adquirido un buen número de clientes en Sicilia durante la ocupación de la isla por encargo de Síla.

César tenía en buena estima a aquella isla, pues había sido cuestor en Lilibeo bajo el mando de Sexto Peduceo el año antes de que Verres llegase a Sicilia para suceder en el cargo de gobernador a éste; y, además, había reunido un buen número de clientes. Pero cuando los sicilianos fueron a verle, rehusó.

– Yo no acuso; siempre defiendo -alegó.

– ¡Pero Cneo Pompeyo Magnus nos recomendó a ti! Dijo que eras el Único que podías ganar el proceso. ¡Te lo suplicamos, haz una excepción y acusa a Cayo Verres! Si no ganamos el caso, Sicilia puede levantarse contra Roma.

– Ha usado de violencia en la isla, ¿verdad? -inquirió Cicerón.

– Efectivamente, Marco Tulio, pero, aparte de la violencia, es que la ha hecho pedazos. ¡No ha quedado nada! Ha saqueado todas las obras de arte de los templos, pinturas y estatuas, las riquezas de particulares… ¿Qué puede decirse de un hombre que ha osado esclavizar a una mujer libre famosa por las tapicerías que hacía y la ha obligado a dirigir una factoría para su propio beneficio? Ha robado las monedas que le confió el Erario de Roma para adquirir trigo y luego lo encargó a los cultivadores y no lo ha pagado. Ha robado granjas, fincas y herencias. ¡La lista sería interminable!

El catálogo de perfidias impresionó profundamente a Cicerón, pero siguió negándose.

– Lo siento, pero no soy abogado acusador.

– Pues nos volveremos a Sicilia -dijo el portavoz, con un suspiro-. Pensábamos que un hombre que conoce tan bien la historia de Sicilia, que se preocupó por descubrir la tumba de Arquímedes, entendería nuestras súplicas y nos ayudaría; pero has perdido afecto por Sicilia y no valoras a Cneo Pompeyo como él a ti.

Recordarle a Pompeyo y el famoso descubrimiento que él había hecho en las afueras de Siracusa le hizo reaccionar. En su opinión, actuar de abogado acusador era desperdiciar su talento, pues los honorarios (altamente ilegales) siempre eran muy inferiores a los incentivos que ofrecía algún apurado gobernador o publicanus en peligro de perderlo todo. Y él no tenía fama como abogado acusador. (¡ Cosas de la gente!) El abogado acusador estaba considerado algo dañino destinado a arruinar la vida de una pobre víctima, mientras que el defensor que salvaba a la pobre víctima era visto como un héroe. Y no contaba para nada que la mayoría de aquellas pobres víctimas fuesen hombres arteros, avariciosos y culpables en extremo; cualquier atentado al derecho de la persona a llevar la vida que quisiera era considerado una usurpación de sus derechos.

Cicerón lanzó un suspiro.

– ¡Está bien, está bien; acepto el caso! -dijo-. Pero debéis tener en cuenta que los abogados defensores intervienen después de la acusación y el jurado ya ha olvidado todo lo que el acusador ha dicho cuando les llega el turno de dar su veredicto. Y tampoco olvidéis que Cayo Verres está muy bien relacionado. Su esposa es una Cecilia Metela, el que habría debido ser cónsul este año es su cuñado, tiene otro cuñado que es ahora gobernador de Sicilia. Por ese lado no obtendréis ningún apoyo, y yo tampoco. Y todos los demás Cecilios Metelos se pondrán de su parte. Si yo acuso, el defensor será Quinto Hortensio y le asistirán otros abogados tan famosos como él. He dicho que acepto el caso, pero eso no quiere decir que vaya a ganarlo.

Apenas había abandonado la delegación su casa, cuando ya Cicerón estaba arrepentido de haber accedido. ¿Qué necesidad tenía de ganarse la animadversión de todos los Cecilios Metelos de Roma, cuando las posibilidades de llegar al consulado descansaban en la débil base de su habilidad ante los tribunales? Él era un hombre nuevo como su detestado paisano de Arpino, Cayo Mario, pero él no tenía fibra militar y la carrera de un hombre nuevo era mucho más difícil si no ganaba fama en el campo de batalla.

Sí, claro que sabía por qué había accedido: la absurda lealtad que sentía hacia Pompeyo. Habían pasado muchos años y sus triunfos jurídicos eran numerosos, pero cómo iba a olvidar la espontánea amabilidad de aquel cadete de diecisiete años hacia el novato despreciado por su padre? Mientras viviera estaría agradecido a Pompeyo por haberle ayudado durante su horrenda experiencia militar en las filas de los cadetes de Pompeyo Estrabón; por defenderle de las crueldades y aterradoras rabietas de Pompeyo Estrabón. Nadie había salido en su defensa salvo el joven Pompeyo, hijo del general. Aquel invierno no había pasado frío gracias a Pompeyo, y no había tenido que esgrimir una espada en combate gracias a Pompeyo. Eso no podía olvidarlo jamás.

Y se dirigió a la Carinae a ver a Pompeyo.

– Quería comunicarte -dijo con voz de condenado a muerte- que he decidido acusar a Cayo Verres.

– ¡Ah, estupendo! -dijo Pompeyo, cordial-. Muchas de sus víctimas son o fueron clientes míos. Puedes ganar; lo sé. Pide los favores que quieras.

– No necesito favores tuyos, Magnus, y no te quepa la menor duda de que soy yo quien te los debe.

– ¿Tú? -inquirió Pompeyo, perplejo-. ¿De qué?

– Gracias a ti, pude soportar aquel año en el ejército de tu padre.

– ¡Ah, es por eso! -exclamó Pompeyo, riendo y cogiéndole del brazo-. Yo no creo que sea para agradecer toda una vida.

– Yo sí -replicó Cicerón con lágrimas en los ojos-. Convivimos mucho durante la guerra itálica.

Quizá Pompeyo estuviese rememorando cosas menos agradables que las experiencias compartidas, tal como la búsqueda del cadáver desnudo y ultrajado de su padre, pues meneó la cabeza como queriendo borrar aquella guerra de su mente y ofreció a Cicerón un vaso de excelente vino.

– Bien, amigo mio, dime qué puedo hacer para ayudarte.

– Lo haré -contestó Cicerón agradecido.

– Todos esos Caprarios de los Cecilios Metelos estarán en contra, desde luego -añadió Pompeyo pensativo-. Igual que Catulo, Hortensio y otros.

– Y tú acabas de mencionar la razón por la que tendré que iniciar el proceso bien pronto este año, pues no me arriesgaría a instruirlo el año que viene, en que, según se dice, serán cónsules Caprario el joven y Hortensio.

– Es una lástima en cierto sentido -dijo Pompeyo-, porque el año que viene volverá a haber jurados de caballeros y eso podría serle adverso a Verres.

– No, si los cónsules amañan el juicio, Magnus. Además, no existe garantía de que nuestro pretor Lucio Cotta sea partidario de los jurados de caballeros. El otro día, hablando con él, me dijo que las consultas para establecer la composición de los jurados van a durar meses, y que él no piensa que los jurados formados por caballeros vayan a ser mejores que los de senadores. A los caballeros no se les puede procesar por soborno.

– Podemos cambiar la ley -dijo Pompeyo, quien, al no sentir respeto por la ley, pensaba que siempre que fuese conveniente podía cambiarse; en su propio beneficio, naturalmente.

– Eso sería difícil.

– No sé por qué.

– Porque -contestó Cicerón pacientemente- cambiar la ley significaría aprobar otra nueva en una de las asambleas tribales, las dos dominadas por caballeros.

– Han sancionado la acción de Craso y mía del año pasado -replicó Pompeyo, incapaz de distinguir entre una y otra ley.

– Porque habéis sido muy amables con ellos, Magnus. Y quieren que sigáis siéndolo. En el caso de una ley que les hiciese culpables de aceptar sobornos sería muy distinto.

– Ah, bueno, tal vez, como dices, Lucio Cotta no se incline por el jurado de caballeros. Era una simple idea.

– Gracias de nuevo, Magnus -dijo Cicerón, levantándose para marcharse.

– Tenme informado.


Un mes más tarde, Cicerón notificaba al pretor urbano, Lucio Cotta, que iba a acusar a Cayo Verres ante el tribunal de extorsiones por cuenta de las ciudades de Sicilia, demandándole la suma de cuarenta y dos millones y medio de sestercios por daños y perjuicios, así como la devolución de todas las obras de arte y objetos valiosos robados a templos y ciudadanos de la isla.

Aunque había regresado de Sicilia en actitud jactanciosa, seguro de que su condición de cuñado de Metelo Caprario el joven bastaría como protección contra una posible acusación, cuando Cayo Verres supo que Cicerón -¡Cicerón nunca actuaba de abogado acusador!- había presentado solicitud de proceso contra él, sintió pánico. Inmediatamente envió un mensaje a su cuñado Lucio Metelo, gobernador de Sicilia, para que ocultara las pruebas que él hubiese podido dejar en la precipitación por llevarse el botín de la isla. Era significativo que ni Siracusa ni Messana se habían unido a las otras ciudades para pedir el procesamiento, en razón a que ambas ciudades habían ayudado e instigado a Verres, participando en sus nefandas actividades. ¡Menos mal que el nuevo gobernador era hermano de su esposa!

Los dos hermanos que quedaban en Roma, Quinto, llamado Caprario el joven (que con toda seguridad iba a ser cónsul al año siguiente), y el menor de los tres hijos de Metelo Caprario, Marco, se reunieron apresuradamente con Verres para ver qué podía hacerse para impedir aquel proceso desastroso, y acordaron encargar la defensa a Quinto Hortensio, quien aceptó la dirección de la defensa si el caso llegaba ante los tribunales, pero antes que nada lo que había que hacer era todo lo posible por evitar el juicio, y más siendo Cicerón el acusador.

En marzo, Hortensio presentó una querella ante el pretor urbano, alegando que Cicerón no estaba cualificado para actuar de acusador contra Cayo Verres, y solicitando que lo hiciese Quinto Cecilio Negro, pariente de Caprario el joven, que había sido cuestor de Verres en Sicilia durante el segundo año de los tres en que había ocupado el cargo. La única manera de determinar la capacidad de Cicerón para actuar de acusador era celebrar una vista especial denominada divinatio (porque los jueces en ella llegaban a una conclusión sin disponer de pruebas concretas); sesión en la que el pretendido acusador debía exponer ante los jueces por qué se consideraba cualificado para ser el principal acusador. Tras escuchar a Cecilio Negro -que habló con poco arte- y a Cicerón, los jueces dictaminaron en favor de éste y determinaron que el proceso se llevara a cabo pronto.

Verres, los dos Metelos y Hortensio tuvieron que pensar otra cosa.

– Tú serás pretor el año que viene, Marco -dijo el gran abogado al hermano más joven-, y tenemos que asegurarnos de que sacas a suerte el cargo de presidente del tribunal de extorsiones. El presidente actual, Glabrio, detesta a Cayo Verres, y, aunque no sea más que por el simple hecho de que te detesta a ti también, no consentirá que en su tribunal se produzca el menor escándalo… Sí, lo que quiero decir es que si el proceso se lleva a cabo este año y Glabrio es presidente, no podremos sobornar al jurado. Y no olvidéis que este año Lucio Cotta estará vigilando a todos los jurados importantes como un gato a un ratón. Como este caso llamará mucho la atención, creo que Cotta lo utilizará para formarse en gran medida la opinión sobre la idoneidad de un jurado compuesto sólo por senadores. Por otra parte, Pompeyo y Craso no pueden vernos.

– Es decir -dijo Cayo Verres, cuyo saludable rostro bronceado había perdido aquellos días bastante atractivo- que tenemos que retrasar el juicio hasta el año que viene, cuando Marco sea presidente del tribunal.

– Exacto -contestó Hortensio-. Quinto Metelo y yo seremos cónsules el año que viene y nos vendrá de perlas, pues no nos será difícil falsificar los resultados del sorteo para dar a Marco la presidencia del tribunal de extorsiones, sin que importe que el año que viene los jurados sean senatoriales o de caballeros: los sobornaremos.

– Pero estamos en abril -comentó Verres cariacontecido-. No sé cómo vamos a poder retrasar tanto el proceso.

– Ah, sí que se puede -replicó Hortensio muy seguro-. En estos casos en que hay que recabar pruebas en localidades muy alejadas de Roma y revolver arriba y abajo un país como Sicilia… cualquier acusador tarda seis u ocho meses en preparar el caso. Sé que Cicerón aún no ha empezado a hacerlo porque sigue en Roma y ni siquiera ha enviado agentes a la isla. Naturalmente, contará con hallar pruebas y testigos en seguida, y ahí interviene Lucio Metelo que, como gobernador, obstaculizará todo lo posible la labor de los agentes de Cicerón.

Hortensio sonrió encantado.

– En ese caso, seguro que Cicerón no lo tiene preparado antes de octubre. Y daría tiempo al juicio, claro, pero lo impediremos. Porque solicitaremos otro proceso en el tribunal de Glabrio antes del tuyo, Cayo Verres. La víctima habrá de ser alguien que haya dejado un rastro de pruebas que se puedan recoger rápido. Algún desgraciado que haya robado, pero no un personaje importante como el gobernador de una provincia. Elegiremos el prefecto de un distrito administrativo en… Grecia, por ejemplo. Ya tengo pensado alguien… tendremos pruebas de sobra para satisfacer al pretor ur bano e iniciar el proceso a finales de quintilis. Cicerón no estará listo para entonces, pero nosotros si.

– ¿Y en quién has pensado? -inquirió Metelo Caprario el joven, con cierto regocijo; él y su hermano habían compartido las ganancias de Verres, pero eso no quería decir que estuviese dispuesto a que su cuñado fuese desterrado y arruinado por extorsión.

– En ese Quinto Curtio que fue legado de Lúculo y fue prefecto de Aquea cuando Varrón Lúculo era gobernador de Macedonia. Si Varrón Lúculo no hubiese estado tan ocupado en Tracia aplastando a los bessi y haciendo incursiones en barco por el Danubio hasta el mar, él mismo habría formado proceso a Curtio. Pero cuando regresó y se enteró de las modestas especulaciones de Curtio, consideró que era demasiado tarde y de poca monta para preocuparse y no le instruyó proceso. Pero hay pruebas que podemos recabar y a Varrón Lúculo le encantará echarnos una mano. Presentaré una solicitud al pretor urbano para procesar a Quinto Curtio este año en el tribunal de extorsiones -dijo Hortensio.

– Lo que quiere decir -añadió Verres -que Lucio Cotta instará a Glabrio a iniciar el proceso del caso que antes esté preparado, y, como tú dices, será el de Curtio. Luego, una vez iniciado, tú prolongas el procedimiento hasta fin de año, y Cicerón y mi proceso tendrán que esperar. ¡Magnífico, Quinto Hortensio, muy logrado!

– Sí, creo que es una buena treta -dijo Hortensio con aire de suficiencia.

– Cicerón se pondrá furioso -dijo Metelo Caprario el joven.

– ¡Ah, qué divertido! -añadió Hortensio.

Pero no sabían que Cicerón estaba trabajando a toda velocidad; cuando se enteró de que Hortensio había solicitado juzgar a un ex prefecto de Aquea ante el tribunal de extorsiones, comprendió perfectamente los propósitos de Hortensio y sintió desánimo y desesperación.

Su querido primo Lucio Cicerón había llegado de Arpino y vio nada más entrar en su despacho lo alterado que estaba.

– ¿Qué sucede? -inquirió Lucio Cicerón.

– ¡Ese Hortensio, que va a tener otro caso preparado para un juicio ante el tribunal de extorsiones antes de que yo haya recogido las pruebas contra Cayo Verres! -contestó Cicerón, dejándose caer en la silla desalentado-. No se celebrará hasta el año que viene, y me apostaría toda mi fortuna a que los Metelos Caprarios ya están en connivencia con Hortensio para que Marco Caprario el joven sea el año que viene el pretor encargado del tribunal de extorsiones.

– Y Cayo Verres será absuelto -añadió Lucio Cicerón.

– ¡Lo más seguro! ¡Sin duda!

– Pues tendrás que preparar tu caso antes que ellos.

– ¿Antes de finales de quintilis, que es la fecha que Hortensio ha pedido reservada al pretor urbano? ¡ No podré! Sicilia es inmensa y el actual gobernador es el cuñado de Verres y me pondrá toda suerte de impedimentos… ¡No podré, no podré! ¡Te digo que es imposible!

– Claro que podrás -replicó Lucio Cicerón, poniéndose en pie con energía-. Querido Marco Tulio, cuando tú hincas los dientes en un caso no hay nadie más metódico ni mejor organizado que tú. ¡ Eres ordenadísimo y lógico y actúas con toda minuciosidad! Además, conoces Sicilia muy bien y tienes amigos allí…, y muchos entre ellos que padecieron por mano del horroroso Cayo Verres. Sí, claro que el gobernador tratará de entorpecer tus pesquisas, pero todas esas gentes a quien Verres extorsionó te ayudarán al máximo. Ahora estamos a finales de abril; acaba el trabajo en Roma en dos intervalos de mercado y, mientras, yo buscaré barco que te lleve a Sicilia y allí estaremos los dos a mediados de mayo. ¡Vamos, Marco, sí que podrás!

– ¿De verdad que me acompañarías, Lucio? -inquirió Cicerón con expresión alegre-. Tú eres casi tan organizado como yo y me ayudarás muchísimo -ya recobraba su natural entusiasmo y no le parecía tarea tan ímproba-. Tendré que ver a mis clientes, porque no tengo dinero suficiente para alquilar barcos rápidos y recorrer toda Sicilia en un carro tirado por mulas. ¡ Por Júpiter, Lucio -añadió, dando una palmada en el escritorio-, me encantará hacerlo, aunque sólo sea por ver la cara que pone Hortensio!

– ¡Pues lo haremos! -exclamó Lucio sonriente-. Cincuenta días en un viaje de ida y vuelta. Diez días de viaje y cuarenta para recoger las pruebas.

Y mientras Lucio Cicerón se dirigía al pórtico Emilia del puerto de Roma para hablar con los agentes navieros, Cicerón se encaminó a la casa del Quirinal en que se hospedaban sus clientes.

Conocía bien al principal del grupo, Hiero de Lilibeo, que había sido etnarca de aquel importante puerto del oeste de Sicilia cuando él era cuestor.

– Mi primo Lucio y yo necesitamos recoger las pruebas en Sicilia en cincuenta días si queremos anticiparnos a Hortensio -le dijo-. Podemos hacerlo, pero sólo si corréis con los gastos -añadió, ruborizándose-. No soy rico, Hiero, y no puedo pagar transporte rápido. Habrá gente a quien tenga que dar dinero a cambio de información y tendré que traer testigos a Roma.

Hiero siempre había admirado a Cicerón desde que en su época en Lilibeo había hecho las delicias de todos los griegos sicilianos que trataban con el cuestor de Roma, pues era un joven rápido, inteligente e innovador en asuntos fiscales y de contabilidad y un magnífico administrador. Aparte de que se había ganado la admiración de todos por su rara virtud de ser honrado.

– Adelantaremos encantados cuanto necesites, Marco Tulio -dijo Hiero-, pero creo que es el momento oportuno de hablar de tus honorarios. Poco tenemos salvo dinero, y tengo entendido que los abogados romanos no son muy dados a aceptar dinero en metálico por ser muy fácil para la fiscalización de los censores. Las compensaciones más habituales son obras de arte y similares, pero no tenemos nada de eso.

– ¡Ah, por eso no te preocupes! -respondió Cicerón animado-. Sé exactamente a cuánto ascenderán mis honorarios. Voy a presentarme el año que viene al edilato plebeyo y quiero celebrar unos juegos que estén bien, pero sin ánimo de competir con los ricos que suelen ser nombrados ediles. Mientras que yo puedo adquirir bastante popularidad si distribuyo trigo barato. Pagadme en trigo, Hiero. Es un elemento dorado que sale del suelo cada año. Os lo compraré con mis multas edilicias, pero no deberá costarme a más de dos sestercios el modius; si aceptas vendérmelo a ese precio, no os cobraré nada más. Si es que gano el proceso, naturalmente.

– ¡De acuerdo! -contestó Hiero sin dudarlo, disponiéndose a extender un pagaré de diez talentos a nombre de Cicerón.


Marco y Lucio Cicerón estuvieron fuera de Roma exactamente cincuenta días, durante los cuales trabajaron infatigablemente recogiendo pruebas y entrevistando a testigos; y aunque el gobernador, varios piratas, los magistrados de Siracusa y Messana (y algunos recaudadores romanos de impuestos) intentaron entorpecer su labor, hubo muchísima más gente -y alguna de gran influencia- que les prestó ayuda para activar su trabajo. Si en Siracusa faltaban los registros de cuestoría o no revelaban nada, los de Lilibeo arrojaban cuantiosas pruebas. Vinieron a verles testigos, contables, mercaderes y campesinos. Además, la Fortuna favoreció a Cicerón, pues cuando llegó el momento de regresar a Roma, el tiempo era tan bueno que pudieron hacer todos el viaje de vuelta hasta Ostia en un barco ligero y rápido sin cubierta. Llegaron a Roma el último día de junio, lo que les daba un mes más para concluir los preparativos del caso.

Mes durante el cual Cicerón se presentó a las elecciones de edil plebeyo al mismo tiempo que organizaba el proceso. No acababa de explicarse cómo era capaz de estructurarlo todo, pero lo cierto era que nunca funcionaba mejor que cuando estaba agobiado de trabajo y tenía el escritorio repleto de papeles. Adoptaba decisiones como rayos y todo concordaba; la lengua de plata y la voz de oro desgranaban inteligencia y sabiduría espontáneamente, y aquella cabezota, que a todos parecía noble, impresionaba hondamente, y la personalidad deslumbrante que yacía en lo más hondo de Cicerón andaba aquellos días en constante exhibición. Aquel mes llegó a inventar un nuevo método de enjuiciamiento, un método que lograría lo que los procedimientos jurídicos romanos no habían logrado hasta entonces: poner a disposición del jurado tan abrumadoras pruebas con tal rapidez y eficacia que la defensa quedaba sin recursos.

Su regreso de Sicilia tras lo que a Hortensio le habían parecido unos cuantos días dejó a éste perplejo; y más, teniendo en cuenta que la recogida de pruebas contra el desventurado Quinto Curtio no había sido tan fácil como él pensaba, a pesar de la ayuda de Varrón Lúculo, Atico y la ciudad de Atenas. Sin embargo, tras un momento de fría reflexión, Hortensio se dijo que era un subterfugio de Cicerón. ¡ Era imposible que tuviese listo el caso antes de septiembre como mínimo!

Tampoco a su regreso había encontrado Cicerón todo en Roma a su entera satisfacción. Metelo Caprario el joven y su hermano menor habían trabajado extraordinariamente y, por medio de agentes, habían convencido a sus clientes sicilianos de que él había perdido interés por el caso y había aceptado un importante soborno de Cayo Verres. Cicerón tuvo que sostener varias entrevistas con Hiero y sus compañeros para comprobar que estaban muy nerviosos y, al descubrir el motivo, logró sacarlos de su error.

En quintilis se celebraron tres clases de elecciones, la primera de ellas la de la Asamblea centuriada curul. Los resultados, en relación al proceso, eran desalentadores: Hortensio y Metelo Caprario el joven habían sido elegidos cónsules para el año siguiente y Marco Caprario volvía a ser uno de los pretores. Luego, en la Asamblea del pueblo, el hecho de que César fuese el cuestor elegido con más votos causó fuerte impresión en la conciencia de Cicerón. Después, transcurrido el día veintisiete del mes, Cicerón se vio elegido edil plebeyo con Marco Cesonio (sin relación con los Julios con cognomen de César), ambos pensaron que se avendrían bien y Cicerón se alegró en extremo de que su colega fuese un hombre muy rico.

Gracias a los cónsules de aquel año, Pompeyo y Craso, aquel verano sucedían muchas cosas en Roma; en lugar de dar deliberado bombo a su cargo de gran importancia, los oficiales electorales y el Senado se dedicaron a dejar arreglado el asunto de las elecciones de una vez por todas, y al día siguiente del comicio de la Asamblea plebeya, el último de los tres, se echaron las suertes de los cargos del año siguiente. No fue de extrañar que cayera en suerte la presidencia del tribunal de extorsiones a Marco Caprario el joven. Ahora ya estaba todo listo para exculpar a Cayo Verres a principios de año nuevo.

El último día de quintilis Cicerón atacó. Como no había reuniones de comicios, estaba abierto el tribunal del pretor urbano atendido por Aurelio Cotta, y a él se dirigió con sus clientes a la zaga, para notificar que tenía preparada la acusación contra Cayo Verres y requerir que Lucio Cotta y el presidente del tribunal de extorsiones, Manio Acilio Glabrio, designasen fecha para iniciar el proceso. Cuanto antes mejor.

Todo el Senado había estado en ascuas por el duelo entre Cicerón y Hortensio. La facción de Cecilio Metelo estaba en minoría y ni Lucio Cotta ni Glabrio formaban parte de ella; de hecho, la mayor parte de los padres conscriptos estaban deseando ver cómo se desmoronaba la maniobra diseñada por Hortensio y los Metelos Caprarios jóvenes para exculpar a Verres. Por todo ello, Lucio Cotta y Glabrio concedieron encantados a Cicerón la fecha más temprana posible.

Los dos primeros días de sextilis eran feriae -lo que no excluía la celebración de procesos criminales -pero el tercero era más polémico, pues se celebraba la procesión de los perros crucificados, una ceremonia que rememoraba un episodio de cuando cuatrocientos años atrás los galos habían invadido Roma, intentando establecer una cabeza de puente en el Capitolio, y los perros guardianes no habían ladrado; siendo la causa de que se despertase el cónsul Marco Manlio el graznido de los gansos sagrados. Y desde aquella noche, se celebraba el aniversario con una solemne procesión que daba la vuelta al circo Máximo, portando nueve perros crucificados en cruces de saúco, y un ganso en una litera púrpura con guirnaldas, para conmemorar la traición de los perros y el heroísmo de los gansos. No era buen día para un juicio criminal, pues los perros eran animales ctónicos.

Por lo tanto, se dispuso que el juicio contra Cayo Verres comenzase el quinto día de sextilis, en una Roma aturdida por el verano y llena de forasteros ansiosos por ver los espectáculos especiales que daban Pompeyo y Craso, circunstancia que suponía una fuerte competencia, pero a nadie se le ocurrió pensar que faltarían curiosos al proceso de Cayo Verres aunque se celebrase durante las fiestas públicas de Craso y los juegos triunfales de Pompeyo.

Según las leyes de Sila relativas a los nuevos tribunales de justicia, se había conservado el procedimiento general de Cayo Serviho Glaucia, aunque muy perfeccionado… en detrimento de la rapidez. Se desarrollaba en dos fases: la actio prima y la actio secunda con una pausa de varios días entre ambas actiones, que el presidente del tribunal podía prolongar si lo deseaba.

La actio prima consistía en un largo discurso del que dirigía la acusación, seguida de un discurso no menos largo del encargado de la defensa; luego, se sucedían más discursos alternos entre la acusación y la defensa hasta agotar el turno de todos los abogados ayudantes. Después, se pasaba al interrogatorio por parte de la defensa de cada uno de los testigos de la acusación. Si una u otra parte efectuaban maniobras obstruccionistas, la declaración de los testigos podía ser larguísima. A continuación declaraban los testigos de la defensa interrogados por la acusación y, a veces, interrogados por la defensa. Luego, se producía un largo debate entre el primer abogado de la acusación y el de la defensa; debates que podían producirse entre testigos si una de las partes lo solicitaba. La actio prima finalizaba con un último discurso pronunciado por el consejo del primer abogado defensor.

La actio secunda era aproximadamente una repetición de la actio prima, aunque a veces no se convocaba a los testigos. En ella tenían lugar las mejores y más apasionadas oraciones, pues tras los discursos finales de la acusación y la defensa se pedía el veredicto del jurado, al que no se le concedía tiempo para discutirlo; lo que significaba que éste se pronunciaba cuando los miembros del jurado tenían aún resonando en sus oídos las palabras del abogado defensor. Era el motivo principal por el que a Cicerón le encantaba actuar de defensor y no de acusador.

Pero Cicerón sabía cómo ganar el proceso contra Cayo Verres: lo único que necesitaba era un presidente de tribunal complaciente.

– Pretor Manio Acilio Glabrio, presidente de este tribunal, deseo llevar la causa con arreglo a directrices distintas a las habituales. Lo que propongo no es ilegal, simplemente novedoso y se debe a los numerosísimos testigos que presentaré y al igualmente gran número de delitos de que voy a acusar al demandado Cayo Verres -dijo Cicerón-. ¿Está dispuesto el presidente del tribunal a escuchar un bosquejo de lo que propongo?

– ¿Esto qué es? ¿Esto qué es? -se apresuró a decir Hortensio-. Insisto: ¿pero qué es esto? ¡ El juicio contra Cayo Verres debe realizarse en la forma habitual!

– Escucharé lo que Marco Tulio propone -dijo Glabrio-, sin interrupciones -añadió con voz amable.

– Quiero prescindir de los discursos largos -dijo Cicerón- y centrarme en un delito tras otro. Los delitos de Cayo Verres son tantos y tan variados, que es vital que los miembros del jurado los tengan presentes bien claro y por separado. Tratando los delitos separadamente lo único que pretendo es contribuir a que el tribunal lo tenga todo bien presente. Por lo tanto, lo que propongo es esbozar brevemente cada delito y presentar mis testigos más las pruebas del delito. Como verás, voy a trabajar solo y no tengo abogados ayudantes. En la actio prima del proceso contra Cayo Verres no habrá largos discursos de la acusación ni de la defensa. Es una pérdida de tiempo para el tribunal, y más a la vista del hecho de que este tribunal tiene al menos otro proceso a celebrar antes de que concluya el año, el de Quinto Curtio. Así que propongo que se pronuncien los grandes discursos en la actio secunda, y que sólo después de ellos el jurado dé su veredicto; por lo que no veo por qué mi colega Hortensio plantea objeción a que solicite un procedimiento para la actio prima que permite al jurado oír nuestra apasionada oratoria durante la actio secunda, como si no hubiese oído nada de lo que hubiésemos dicho antes. ¡Porque, efectivamente, no lo oirá! ¡ En pro de la frescura, de la expectación, del placer!

Ahora, Hortensio miraba indeciso; lo que decía Cicerón no carecía de sentido. Al fin y al cabo, no pedía nada que impidiera a la defensa decir la última palabra, y a él le gustaba eso de poder largar su imponente perorata como una impresionante novedad al final de la actio secunda. Sí, tenía razón: desembarazémonos lo antes posible de todo el tedioso procedimiento en la actio prima y dejemos el faro alejandrino para el apoteosis.

Por ello, cuando Glabrio le miró con gesto interrogante, Hortensio dijo con voz suave:

– Te ruego que solicites a Marco Tulio que lo amplíe.

– Amplíalo, Marco Tulio -dijo Glabrio.

– Poco más hay que decir, Manio Acilio. Simplemente que a los abogados defensores no se les conceda ni un ápice más de tiempo para hablar del que yo utilice durante la actio prima, desde luego. Estoy dispuesto a conceder a la defensa el tiempo que desee durante la actio secunda. Como veo un impresionante equipo de abogados defensores, mientras que yo soy el único de la acusación, eso procurará a la defensa la suficiente ventaja que considero debe tener. Unicamente solicito eso: que la actio prima se desarrolle tal como he expuesto.

– Es una idea de gran mérito, Marco Tulio -dijo Glabrio-. ¿Qué opinas, Quinto Hortensio?

– Hagámoslo como ha esbozado Marco Tulio -contestó Hortensio.

Sólo Cayo Verres tenía cara de preocupación.

– ¡Ah, ojalá supiera qué se trae entre manos! -susurró a Metelo Caprario el joven-. Hortensio debía haberse negado.

– Cayo Verres, cuando llegue la actio secunda, te aseguro que el jurado habrá olvidado todo lo que hayan dicho los testigos -le respondió en voz baja su cuñado.

– ¿Y por qué quiere imponer Cicerón esos cambios?

– Porque sabe que va a perder y desea causar expectación. Y la única manera de conseguirlo es hacer algo nuevo. César utilizó el mismo recurso en el proceso contra Dolabela el viejo, imponiendo innovaciones, y se ganó mucha admiración pero perdió el caso. Igual que Cicerón. No te preocupes, que Hortensio ganará.

Las únicas observaciones de carácter general que hizo Cicerón antes de exponer la primera categoría de delitos de Cayo Verres se relacionaban con el jurado.

– Recordad que el Senado ha encargado al pretor urbano, Lucio Aurelio Cotta, una encuesta sobre composición de los jurados y ha acordado enviar los resultados a la asamblea del pueblo para que la ratifique como ley. Entre la época de Cayo Graco y del dictador Lucio Cornelio Sila, el Senado había perdido uno de sus derechos incuestionables, el de constituir los jurados de los tribunales de justicia de Roma. El privilegio que Cayo Graco otorgó a los caballeros -¡y todos sabemos a dónde nos llevó! -Sila se lo devolvió al Senado con los nuevos tribunales, pero como ha quedado demostrado por los sesenta y cuatro senadores expulsados por los censores, estos no habían hecho honor a la confianza que Sila había depositado en ellos. Hoy no se juzga únicamente a Cayo Verres, sino también al Senado de Roma. Y si este jurado senatorial no se conduce honorable y honradamente, ¿quién podrá reprochar a Lucio Cotta si recomienda privar a los padres conscriptos del derecho a formar el jurado? Miembros del jurado, os suplico que no olvidéis un solo momento la gran responsabilidad que pesa sobre vuestros hombros, ni el porvenir, el prestigio del Senado de Roma.

Tras estas palabras, después de conceder a la defensa exactamente el mismo tiempo que él había utilizado, Cicerón hizo comparecer a sus testigos y presentó las pruebas. Fueron declarando uno por uno: robos de trigo por un total de trescientos mil modii en tan sólo un año en un pequeño distrito, más las cantidades saqueadas en otros distritos; robos de tierras que, en un solo distrito y en tres años, redujeron el número de agricultores de doscientos cincuenta a ochenta, aparte de robos de tierras en otros muchos distritos; desfalco de los fondos del Erario destinados a la adquisicion de trigo; usura del veinticuatro por ciento y más; destrucción o alteración de los libros de registro de diezmos; robo de estatuas y pinturas de los templos; ocasión en que, invitado a cenar, Verres elogió ante su anfitrión las piedras preciosas que adornaban unas copas y al salir se apropió de los servicios de oro y plata, metiéndolos en bolsas para transportarlos mejor; construcción de un barco no pagado para cargar en él parte de sus pillajes y llevárselos a Roma; tolerancia de los piratas y aceptación de parte de los botines; destrucción de testamentos, etcétera, etcétera, etcétera.

Cicerón aportaba listas, documentos, tablillas de cera en las que se advertían las modificaciones de cifras; y testigos en abundancia, testigos a los que no se podía intimidar ni desacreditar durante los interrogatorios. Y, además, no sólo había presentado testigos de los robos de trigo en un solo distrito, sino en muchos; y a la lista de obras de Praxiteles, Policleto, Mirón, Strongylion y todos los demás escultores famosos que Verres había robado, acompañaba unas facturas de «venta», que en el caso de un Cupido de Praxiteles, su propietario se había visto obligado prácticamente a regalárselo. Las pruebas eran abrumadoras e impresionantes, y durante nueve días fue como una marea la enumeración de delitos, abuso de autoridad y extorsiones. La actio prima concluyó el día catorce de sextilis.

Hortensio temblaba al abandonar el tribunal, pero cuando Verres trató de hablarle, meneó la cabeza enojado.

– ¡A tu casa! -exclamó-. ¡Y que vengan tus cuñados!

La casa de Cayo Verres estaba en la mejor zona del Palatino, y, aunque era una de las mayores de la colina, la cantidad de obras de arte que encerraba la hacía parecer tan pequeña y abarrotada como un taller de escultura del Velabrum. Los sitios no ocupados por esculturas o cuadros, los llenaban armarios rebosantes de bandejas y platos de oro y plata, alhajas y piezas de rica tapicería; mesas de cidro con pedestal criselefantino se mezclaban con sillas doradas y divanes exóticos. Afuera, en el jardín porticado, había amontonadas estatuas de mayor tamaño, bronces en su mayoría, aunque también brillaba el oro y la plata. Era un almacén de incalculable valor fruto de quince años de pillaje.

Los cuatro hombres se reunieron en el despacho de Verres, no menos abarrotado de objetos valiosos.

– Tienes que desterrarte voluntariamente -dijo Hortensio.

– ¡Bromeas! -replicó Verres, quedándose boquiabierto-. ¡ Aún falta la actio secunda! ¡Con tus discursos me absolverán!

– ¡Eres un necio! -rugió Hortensio -. ¿Es que no te has dado cuenta? He sido engañado, burlado, embaucado, timado, y todo lo que tú quieras para definir el hecho de que Cicerón ha impedido toda posibilidad que tenía yo de ganar este maldito caso. ¡ Podría haber transcurrido un año entre la actio prima y la actio secunda, Cayo Verres, y yo y mis ayudantes desplegar nuestra mejor oratoria durante un mes, Cayo Verres, y, a pesar de ello, el jurado no habría olvidado esa avalancha de pruebas! ¡Con toda sinceridad, Cayo Verres, si hubiese conocido un solo ápice de tus delitos antes del proceso, no habría aceptado defenderte! ¡ Mummio y Paulo a tu lado son novicios! ¿Y qué has hecho con tanto dinero? ¿Dónde está?, ¡por Juno! ¿Cómo puede una persona haberlo gastado si por un Cupido de Praxiteles paga una miseria y por la mayoría de las otras estatuas nada? ¡Durante mi carrera he defendido a muchos rufianes desalmados, pero tú superas a todos! ¡ Marcha voluntario al destierro, Cayo Verres!

Verres y los Metelos Caprarios habían escuchado la diatriba con la boca abierta.

Hortensio se puso en pie.

– Llévate lo que puedas al exilio, pero si quieres mi consejo, deja las obras de arte que pillaste en Sicilia. De todos modos, no podrás llevarte más de lo que robaste en Hera de Samos. Recoge las pinturas y los objetos pequeños y envía tu dinero fuera de Roma mañana al amanecer, sin falta -añadió, dirigiéndose a la puerta sorteando objetos de valor-. De todos modos, me llevo mi esfinge de marfil de Fidias. ¿Dónde está?

– ¿Tu… qué? -espetó Verres, torciendo el gesto-. ¡Si no me absuelven, nada te debo!

· -Me debes una esfinge de marfil de Fidias -replicó Hortensio-, y gracias debes dar a tu buena suerte de que no te pidiera más. Si el resto no te sirve de nada, al menos el consejo que acabo de darte lo vale. ¡ Dame la esfinge de marfil, Verres!

Era lo bastante pequeña para que Hortensio la ocultase bajo el brazo izquierdo con los pliegues de la toga; una obra exquisita en sus más mínimos detalles, desde las plumas de las alas hasta los minúsculos pelillos que había entre las garras.

– Tan tranquilo -comentó Marco Caprario después de que Hortensio hubo marchado.

– ¡Ingrato! -rezongó Verres.

Pero el cónsul electo, Metelo Caprario, frunció el ceño.

– Tiene razón, Cayo. Tienes que marcharte de Roma mañana por la noche como máximo. Cicerón hará que el tribunal precinte la casa en cuanto se entere de que sacas cosas. ¿Por qué demonios lo has guardado todo aquí?

– No está todo aquí, Quinto. Aquí sólo tengo las cosas que no puedo dejar de ver a diario. Casi todo está guardado en mi casa de Cortona.

– ¿Quieres decir que hay más? ¡Por los dioses, Cayo, te conozco desde hace años y aún me sorprendes! ¡No me extraña que nuestra pobre hermana se queje de que ni le haces caso! O sea, que ¿éstas son las obras que no puedes prescindir de ver cada día? ¡Y yo que siempre he creído que esta casa parecía una tienda del Porticus Margaritaria porque ni te fiabas de los esclavos!

– ¿Tu hermana se queja, no? -replicó Verres con desprecio-. ¿Y qué derecho tiene a quejarse, si hace meses que César le lubrica bien el cunnus? ¿Cree que soy tonto o tan ciego que no veo más allá de un bronce de Mirón? -añadió, poniéndose en pie-. Debería haberle dicho a Hortensio a dónde ha ido a parar la mayor parte de mi dinero… se te habría caído la cara de vergüenza. Los Caprarios sois bien caros, ¡pero tú el que más, Quinto! Seguiré el consejo de ese abogado ladrón y marcharé al destierro, y con un poco de suerte lo que consiga llevarme seguirá siendo mío. ¡Se acabó el dinero para los Caprarios y Metela Capraria! Que César la mantenga en el lujo a que está acostumbrada, y… os deseo suerte para que ése os preste dinero. Y no esperéis que os devuelva la dote de vuestra hermana. Hoy mismo voy a divorciarme de ella alegando adulterio con César.

La consecuencia de esta conversación fue la airada salida de los dos cuñados. Por un instante, ya a solas, Verres permaneció sentado en el escritorio, acariciando distraídamente con un dedo los suaves planos marmóreos pintados de la mejilla de una Hera de Policleto. Luego, se encogió de hombros y llamó a sus esclavos. Le parecía insoportable desprenderse de todo cuanto había en aquella casa. Sólo por salvar la piel y el convencimiento de que quedarse algo era mejor que perderlo todo, le impulsaron a hacer una somera selección con su mayordomo. Esto si, esto no, esto tampoco, eso si…

– Cuando hayas alquilado los carros -y si dices algo a alguien te crucifico -que los traigan a la puerta de atrás mañana por la noche. ¡Y que todo vaya bien metido en cajas! ¿Me oyes?


Tal como había previsto Hortensio, Cicerón y Glabrio precintaron la abandonada casa de Cayo Verres a la mañana siguiente de su nocturna huida, y ordenaron a su banco el bloqueo de fondos; pero demasiado tarde. El dinero es el objeto de valor más fácil de transportar pues no requiere más que un trozo de papel a presentar en el lugar de destino del viajero.

– Glabrio ha nombrado una comisión para determinar la indemnización, pero me temo que no será muy alta -dijo Cicerón a Hiero de Lilibeo-. Ha sacado el dinero de Roma. De todos modos, parece que la mayor parte de lo que robó en los templos de Sicilia se lo ha dejado. Lamentablemente se ha llevado las alhajas y el oro y la plata que robó a particulares, aunque tampoco ha podido cargar con todo. Los esclavos que han quedado -unos desgraciados, pero que han resultado muy útiles porque le odiaban- dicen que lo que tenía en su casa de Roma era una nadería comparado con lo que hay escondido en su finca de Cortona. Me imagino que es allí a donde han ido los hermanos Metelos, pero he adoptado una táctica de mi amigo César, que viaja más rápido que nadie, y creo que la delegación judicial llegará antes. Así que allá encontraremos quizá más cosas de Sicilia.

– ¿A dónde ha marchado Cayo Verres? -inquirió Hiero, curioso.

– Se cree que se dirige a Massilia. Una plaza muy frecuentada por nuestros exiliados coleccionistas de arte -contestó Cicerón.

– Es una gran alegría haber recuperado nuestro legado artístico -dijo Hiero, sonriendo extasiado-. ¡Muchas gracias, Marco Tulio!

– Creo que soy yo quien acabará dándoos las gracias… si, ya que estáis satisfecho de mi actuación -añadió Cicerón con voz suave- cumplís vuestra promesa el año que viene. Los juegos plebeyos se celebran en noviembre, así que el pago no tendrá que detraerse de la cosecha de este año.

– Te pagaremos encantados, Marco Tulio, y te prometo que tu distribución de trigo al pueblo de Roma será extraordinaria.

– Así pues -dijo más tarde Cicerón a su amigo Tito Pomponio Atico -esta extraña experiencia de abogado acusador me ha resultado de un beneficio que tanta falta me hacía. Compraré el trigo a dos sestercios el modus y lo venderé a tres. Con ese sestercio de ganancia pagaré de sobra el transporte.

– Véndelo a cuatro -replicó Atico- y echa algo de dinero en tu bolsa, que bien lo necesita.

– ¡No puedo hacerlo, Atico! -contestó Cicerón, sorprendido-. Los censores podrían decir que me enriquezco cobrando honorarios ilegales por mis servicios de abogado.

– ¡Cicerón, Cicerón! -exclamó Atico con un suspiro-. Nunca te harás rico, y toda la culpa será tuya. Bien, supongo que la persona puede salir de Arpino, pero Arpino no puede nunca salir de la persona. ¡Tienes mentalidad de caballero rural!

– Tengo mentalidad de hombre honrado -replicó Cicerón- y estoy muy orgulloso de ello.

– ¿Es que insinúas que yo no lo soy?

– ¡No, no! -exclamó Cicerón irritado-. Tú eres un hombre de negocios romano relevante y tus reglas de conducta no son las mismas que las mías. ¡Yo no soy un Cecilio como tú!

– ¿Vas a escribir el proceso contra Verres para publicarlo? -inquirió Atico, cambiando de tema.

– Sí, lo había pensado.

– ¿Incluidos los grandes discursos no pronunciados de la actio secunda? ¿Los tenías redactados?

– Oh, sí. Siempre hago un borrador de mis discursos con meses de antelación; pero los discursos de la actio secunda tendré que modificarlos para incluir muchas cosas que dije en la actio prima. Adornadas, por supuesto.

– Por supuesto -repitió Atico muy serio.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Estoy pensando en dedicarme a algo, Cicerón. Los negocios son aburridos, y las personas con quienes trato más aburridas aún. Voy a abrir una tienda con taller en la parte de atrás en el Argiletum y Sosius tendrá un competidor porque voy a hacerme editor. Y si no te parece mal, querría tener la exclusiva de publicación de tus futuras obras. Te pagaré la décima parte de lo que obtenga de la venta de cada ejemplar.

– ¡Magnífico! -exclamó Cicerón muy sonriente-. ¡ De acuerdo, Atico, de acuerdo!


Era abril, poco después de que los recién elegidos censores hubiesen confirmado a Mamerco príncipe del Senado, cuando Pompeyo anunció que celebraría juegos votivos triunfales que se iniciarían en sextilis y concluirían justo antes de los ludi romani, que comenzaban el cuarto día de septiembre. A nadie escapó su satisfacción al anunciarlo, aunque no se debía estrictamente a los juegos en si; Pompeyo había acordado un contrato matrimonial de gran importancia para un natural de Piceno: su hermana viuda, Pompeya, iba a casarse nada menos que con el sobrino del difunto dictador, Publio Sila sive Sexto Perquitieno. Sí, los Pompeyos de Piceno ascendían en el mundo romano. Su abuelo y su padre habían tenido que contentarse con los Lucilios, mientras que él había emparentado con los Mucios, los Licinios y los Cornelios. Mejor no podía ser!

Pero a Craso le importaba un bledo a quién elegía la hermana de Pompeyo por segundo marido; lo que le fastidiaba eran los juegos triunfales.

– Yo te digo que lo que pretende es que los campesinos se pasen dos meses en Roma gastando dinero -dijo Craso a César-. ¡Y en pleno verano! Los tenderos le van a levantar estatuas por toda la ciudad, y no digamos los viejos a quienes les encantará admitir huéspedes y ganarse unos sestercios.

– Es bueno para Roma que el dinero circule.

– Sí, pero ¿qué pinto yo en esto? -inquirió Craso con voz chillona.

– Tienes que crearte un lugar en que destaques.

– Dime cómo y… cuándo. Los juegos de Apolo duran hasta los idus de quintilis; luego, hay tres elecciones seguidas con intervalos de cinco días: las curules, las del pueblo y las de la plebe. En los idus de quintilis, piensa celebrar su maldito desfile del caballo público. Y después de las elecciones plebeyas hay muchísimo tiempo para ir de compras, pero no para volver al pueblo y regresar otra vez a Roma… y se quedarán hasta sus juegos triunfales a mediados de sextilis. ¡Y duran quince días! ¡Qué presunción! Y cuando acaben están encima los juegos romanos. ¡Por los dioses, César, sus espectáculos van a mantener a los palurdos en la ciudad casi tres meses! ¿Y se me menciona a mí acaso? ¡ Para nada! ¡Como si no existiera!

– Tengo una idea -dijo César, imperturbable.

– ¿Cuál? -inquirió Craso-. ¿Disfrazarme de Pólux?

– ¿Y Pompeyo de Cástor? ¡ Me gusta! Pero seamos serios. Cualquier cosa que hagas, querido Marco, tendrá que costarte más de lo que Pompeyo se va a gastar en sus festejos. Si no, lo que hagas no le hará sombra alguna. ¿Estás dispuesto a gastarte una gran fortuna?

– ¡Estaría dispuesto a pagar lo que fuese para acabar mi mandato con más fama que Pompeyo! -replicó Craso con desdén-. Al fin y al cabo, soy el hombre más rico de Roma… desde hace dos años.

– No te engañes a ti mismo -añadió César-. Hablas de tu fortuna y nadie ha osado subestimarla; mientras que Pompeyo es un noble rural típico que no dice lo que posee, y tiene mucho más que tú, Marco, eso te lo aseguro. Cuando el ager gallicus se incluyó oficialmente en los dominios de Italia, el precio subió como la espuma. Pompeyo es propietario -no arrendatario- de varios millones de iugera de la mejor tierra de Italia, y no sólo en Umbría y Piceno; ha heredado las magníficas propiedades de los Lucilios en el golfo de Tarentum, y regresó de Africa a tiempo de hacerse con muy buenas fincas ribereñas del Tíber, del Volturnus, del Liris y del Aternus. No eres el hombre más rico de Roma, Craso. Yo te digo que el más rico es Pompeyo.

– ¡No puede ser! -exclamó Craso, perplejo.

– Lo es, lo es. Que una persona no divulgue lo que tiene no quiere decir que sea pobre. Tú hablas a todos de tu dinero porque empezaste siendo pobre. Pompeyo no ha sido pobre en su vida, ni lo será. Cuando dé la tierra a sus excombatientes será un gesto magnífico, pero me apostaría algo a que se la cede sin título de propiedad. Y seguro que todos le pagan un diezmo de lo que produzcan. Pompeyo es una especie de rey, Craso. Por algo eligió llamarse Magnus. Sus gentes le miran como a un rey. Y ahora que es primer cónsul, se cree que su reino ha crecido.

– Yo tengo diez mil talentos -dijo Craso, enfurruñado.

– Doscientos cincuenta millones de sestercios, que diría un contable -apostilló César, sonriendo y meneando la cabeza-. ¿Y ganas el diez por ciento anual de beneficio?

– ¡Ah, claro!

– ¿Estarías dispuesto a prescindir de los beneficios de este año?

– ¿Gastarme mil talentos?

– Exactamente.

Le dolía pensarlo, y se le notaba.

– Sí, sería la única manera de eclipsar a Pompeyo -dijo.

– El día anterior a los idus de sextilis, cuatro días antes de que comiencen los juegos triunfales de Pompeyo, es la fiesta de Hércules invicto. Como recordarás, Sila dedicó una décima parte de su fortuna dando una fiesta pública de cinco mil mesas en honor del dios.

– ¿Y quién no lo recuerda? El perro negro se bebió la sangre de la primera víctima. Nunca había visto yo a Sila aterrado como en aquella ocasión; se le cayó la corona de hierba en el charco de sangre.

– Olvídate de los horrores, Marco; yo te prometo que no habrá perros negros en los alrededores cuando dediques un décimo de tu fortuna a Hércules invicto. ¡Da un banquete público de diez mil mesas! -dijo César-. Los que habrían preferido la comodidad de unas vacaciones a la orilla del mar, seguro que se quedan en Roma, porque a una fiesta gratis nadie se resiste.

– ¿Diez mil mesas? Si las lleno de lubina, ostras, anguilas y salmonetes no me saldrá por menos de doscientos talentos -dijo Craso, que conocía el precio de todo-. Y, además, un panza llena puede hacer pensar a la gente que no va a pasar privaciones, pero al día siguiente esa misma gente siente el hambre. Las fiestas son efímeras, César, igual que su recuerdo.

– Cierto. De todos modos -añadió César, lucubrando-, con esos doscientos talentos quedan ochocientos por gastar. Vamos a suponer que en Roma haya entre sextilis y noviembre trescientos mil ciudadanos. El subsidio normal de trigo a cada uno es de cinco modii, es decir un medimnus por mes al precio de cincuenta sestercios. Barato, pero no tan barato como el precio real del trigo, por supuesto. El Erario, aun en los años de carestía saca alguna ganancia. Me han dicho que este año no será de carestía, y tienes suerte de que el año pasado tampoco lo fuese, pues tú comprarás al precio de la última cosecha.

– Comprar -dijo Craso, abrumado.

– Deja que acabe. Cinco modii de trigo por tres meses… por trescientas mil personas… Son cuatro millones y medio de modii. Si compras ahora en vez de en verano, me imagino que podrás obtener cuatro millones y medio de modii a cinco sestercios el modius. Son veintidós millones y medio de sestercios… ochocientos talentos aproximadamente. Y en eso, mi querido Marco, es en lo que se van los otros ochocientos talentos. Porque lo que harás, Marco Craso, es repartir gratuitamente cinco modii de trigo mensuales durante tres meses a todos los ciudadanos romanos. No a precio reducido, querido Marco, ¡gratis!

– Espectacular generosidad -comentó Craso, con rostro impenetrable.

– Sí, es cierto. Y presenta mayor ventaja que cualquier estratagema que haya pensado Pompeyo. Sus espectáculos habrán concluido dos meses antes de que acabe tu distribución gratuita de trigo. Si los recuerdos son efímeros, tendrás que ser el último en jugar. Casi todos los romanos comerán pan gratis gracias a Marco Licinio Craso entre el mes en que los precios suben y el mes en que la nueva cosecha los hace bajar. ¡Te convertirás en su ídolo y te ganarás su afecto!

– Tal vez dejen de llamarme incendiario -dijo Craso con una sonrisita.

– Y ahí se verá la diferencia entre tu fortuna y la de Pompeyo -añadió César, también sonriente-. El dinero de Pompeyo no flota como ceniza en el cielo de Roma. Verdaderamente, ya es hora de que mejores tu imagen pública.


Como Craso decidió hacer la adquisición de tan inmensa cantidad de trigo con cautela y en el anonimato, sin decir palabra a nadie de que pensaba dedicar una décima parte de su fortuna a Hércules invicto la víspera de los idus de sextilis, Pompeyo continuó con su plan en la sublime ignorancia del peligro que corría de verse eclipsado.

Su idea era hacer ver a Roma -y a toda Italia- que habían pasado los malos tiempos. ¿Y qué mejor para ello que dar a todo el país festejos y espectáculos? El consulado de Cneo Pompeyo Magnus quedaría grabado en el recuerdo de todos como una época de prosperidad y bienestar; se habían acabado las guerras, las hambrunas, las contiendas internas. Y, a pesar de su egoísmo, sus intenciones eran sinceras. La gente corriente, que no era importante y, por consiguiente, no había padecido durante las proscripciones, hablaba aquellos días con añoranza de la época en que Sila era dictador; pero después del consulado de Cneo Pompeyo Magnus, el reinado de Sila no se recordaría ya tanto.

A principios de quintilis Roma comenzó a llenarse de campesinos, que en su mayoría buscaban alojamiento hasta mediados de septiembre; y se marchó menos gente a la orilla del mar, incluso entre las clases altas. Consciente de que aumentarían la delincuencia y las enfermedades, Pompeyo dedicó parte de sus magníficas dotes de organizador a designar policía que patrullase callejones y callejas de la ciudad, y ordenó al colegio de lictores que vigilasen de cerca a los timadores y embaucadores que rondaban por el Foro y las plazas de mercado importantes; agrandó los baños del Trigarium, mandó anunciar en murales las aguas que eran potables, prohibiendo orinar y defecar fuera de las letrinas públicas y recomendando limpieza de manos y cuidado con los alimentos en malas condiciones.

Como no sabía hasta qué punto aquella gente del campo comprendía lo asombroso que era que el primer cónsul de Roma hubiese sido caballero en el momento de la elección (y que no se había convertido en senador hasta asumir el cargo el día de Año Nuevo), Pompeyo había decidido valerse del desfile del caballo público para poner de relieve este hecho. Y, así, había mandado a sus fieles censores Clodiano y Gelio reinstaurar la transvectio, que era como se denominaba al desfile, que desde la época de Cayo Graco no se había vuelto a celebrar. Pero ahora era el consulado de Cneo Pompeyo Magnus, que quería causar impacto en la ciudadanía con su caballo público.

Comenzaba al amanecer de los idus de quintilis en el circo Flaminio del Campo de Marte, en donde los mil ochocientos propietarios de caballo público hacían ofrenda a Marte invicto que tenía su templo en el circo. Una vez realizada la ofrenda, los caballeros montaban sus caballos públicos y desfilaban solemnemente centuria por centuria, por el arco de los mercados de verduras, por el Velabrum hacia el vicus lugarius para culminar en el Foro, donde daban la vuelta y, en un estrado erigido para la ocasión frente al templo de Cástor y Pólux, los censores sentados efectuaban la inspección. Conforme se acercaban al tribunal, cada uno de ellos debía desmontar y conducir el animal hasta los censores, quienes examinaban minuciosamente caballo y caballero, y si no cumplían con los antiguos requisitos ecuestres, podían retirarle el caballo público y expulsarle de las dieciocho primitivas centurias de caballeros. Se sabía que esto había acaecido en tiempos pasados; Catón el censor había sido famoso por la severidad en la inspección.

Era tal novedad la transvectio, que casi toda Roma se apiñó en el Foro para ver el espectáculo, aunque muchos hubieron de contentarse con ver discurrir el desfile por el trayecto entre el circo Flaminio y el Foro y todos los sitios elevados estaban llenos de gente: tejados, pedestales, arcadas, escalinatas, montículos, acantilados y árboles. Vendedores de comida, abanicos, parasoles y bebidas recorrían la muchedumbre, golpeando en la cabeza a la gente con las esquinas de sus cajas colgadas al cuello y replicando con más empellones de los que recibían, y llevando cada uno un esclavo ayudante para volver a llenar la caja y evitar que los rateros robasen la mercancía o la recaudación. La gente ponía a los nenes a mear, mojando a los de abajo, los niños corrían de aquí para allá como locos entre la muchedumbre, la salsa y las natillas manchaban las túnicas, estallaban pendencias, los delicados se desmayaban o vomitaban y todos comían sin parar. Una tradicional fiesta romana.

Los caballeros desfilaban formados en dieciocho centurias, cada una de ellas precedida por su antiguo emblema: el lobo, el oso, el ratón, el pájaro, el león, etcétera. Como la estrechez de ciertos tramos del recorrido no permitía que cabalgasen más de cuatro en fondo, necesariamente cada centuria formaba veinticinco filas y el desfile alcanzaba una longitud de kilómetro y medio. Todos revestían la armadura, algunas de increíble antigüedad y muy extrañas; otros (como Pompeyo, cuya familia se había incorporado a las dieciocho centurias primitivas y no tenían armadura antigua que pudiera pasar por etrusca o latina) iban magníficamente revestidos de oro y plata. Pero nada era comparable a los caballos públicos, todos extraordinarios ejemplares de la rosea rura y casi todos blancos y grises moteados; iban enjaezados con toda clase de medallones y dijes imaginables, con sillas llenas de adornos y bridas de cuero teñido y mantas increíbles de vivos colores. Algunos animales estaban amaestrados para desfilar haciendo cabriolas y otros llevaban crines y cola trenzadas con oro y plata.

Todo ello estaba perfectamente organizado para el lucimiento de Pompeyo: examinar a todos los que desfilaran, por muy rápido que actuasen los censores, habría sido imposible y el desfile habría durado treinta horas; por ello habían situado a la centuria de Pompeyo en uno de los primeros puestos para que los censores realizaran el solemne ritual de preguntar a unos trescientos caballeros, nombre, tribu, nombre del padre y si había servido en las seis campañas preceptivas durante diez años, tras lo cual se aprobaba su situación financiera (previamente establecida) y el interesado se alejaba con el caballo.

Cuando desmontaron los cuatro primeros caballeros de la cuarta centuria, Pompeyo se dirigió en cabeza hacia el tribunal y en el Foro se hizo un profundo silencio, inducido por sus agentes dispersos entre la multitud. Su armadura dorada brillaba al sol y la púrpura de su condición consular flameaba en sus hombros, mezclada al rojo de su rango de general; conducía a su caballo enjaezado con phalerae de cuero y oro, y él mismo profusamente cubierto de medallones y placas de caballero y ondeando en su casco ático la cimera de plumas de garceta teñidas de rojo.

– ¿Nombre? -preguntó Clodiano, que era el primer censor.

– ¡Cneo Pompeyo Magnus! -contestó Pompeyo a voz en grito.

– ¿Tribu?

– ¡Clustumina!

– ¿Padre?

– ¡Cneo Pompeyo Estrabón, cónsul!

– ¿Has servido en seis campañas o durante diez años?

– ¡Sí! -gritó Pompeyo con todas sus fuerzas-. ¡ Dos en la guerra itálica, una defendiendo la ciudad en el asedio de Roma, dos con Lucio Cornelio Sila en Italia, una en Sicilia, una en Africa, una en Numidia, una defendiendo Roma de Lépido y Bruto, seis en Hispania y una liquidando a los partidarios de Espartaco! ¡Dieciséis campañas y, después de ser cadete, todas como general!

La multitud perdió los estribos y prorrumpió en gritos, vítores y aplausos, pateando el suelo y agitando los brazos, y las sucesivas oleadas de aclamaciones ensordecieron a los censores y a los desfilantes, haciendo que los caballos se asustasen y derribasen a algunos jinetes.

Cuando por fin cesó el clamor -y tardó en cesar porque Pompeyo se había dirigido al centro del espacio abierto ante el templo de Cástor, con la brida bajo el brazo, dando vueltas y aplaudiendo a la multitud- los censores recogieron sus largos y pesados documentos y se sentaron tranquilamente, contentándose con asentir con la cabeza conforme desfilaban al trote las catorce centurias posteriores a la de Pompeyo.

– ¡Espléndido espectáculo! -gruñó Craso, cuyo caballo público lo tenía en propiedad su hijo mayor, Publio, ya con veinte años. Contemplaba el desfile con César desde la galería de su casa, la que había sido de Marco Livio Druso y estaba dotada de una magnífica vista al bajo Foro-. ¡Qué farsa!

– ¡Pero magníficamente escenificada, Craso, magníficamente escenificada! Tienes que darle sobresaliente a Pompeyo por la inventiva para atraerse a la multitud. Sus juegos serán aun mejores.

– ¡Dieciséis campañas! ¡Y después de cadete, todas como general! ¡Ah, sí, aproximadamente un intervalo de mercado después de la muerte de papá en el asedio a Roma, en el que no hizo más que preparar el ejército de éste para el regreso a Piceno; en Italia, el general fue Sila y Metelo Pío; contra Lépido y Bruto, el general fue Catulo! Y ¿qué decir de lo último, «liquidando a los partidarios de Espartaco»? ¡ Por los dioses, César, si todos considerásemos nuestras carreras como lo hace él, seriamos generales!

– Consuélate con el hecho de que Catulo y Metelo Pío estarán diciendo lo mismo más o menos -añadió César, también dolido-. Es un advenedizo de pueblo.

– ¡Espero que mi artimaña del trigo dé resultado!

– Lo dará, Marco Craso, ya lo verás.


Pompeyo regresó eufórico a su casa de la Carinae, pero no duraría su entusiasmo. A la mañana siguiente, los heraldos de Craso comenzaron a difundir la noticia de que, en la festividad de Hércules invicto, el cónsul Marco Licinio Craso ofrecería al dios la décima parte de su fortuna, que se celebraría una fiesta pública en diez mil mesas y que la mayor parte de la ofrenda se dedicaría a dar a todos los ciudadanos romanos de la ciudad cinco modii gratuitos de trigo durante septiembre, octubre y noviembre.

– ¿Cómo se atreve? -dijo Pompeyo a Filipo, que había venido a darle la enhorabuena por el espectáculo de la transvectio… y ver cómo encajaba Magnus el golpe de Craso.

– Es muy listo -dijo Filipo con fingido tono lastimero-. Y más teniendo en cuenta lo dados que son los romanos a tener en cuenta el coste de las cosas. Los juegos son una cosa abstracta, pero la comida es de dominio público y la gente conoce desde el precio de una lubina hasta el de un arenque, pues aunque no puedan comprarlo preguntan el precio en el mercado. Curiosidad humana. Y todos sabrán lo que Craso se ha gastado en trigo y no digamos el número de modii que ha tenido que comprar. El rumor de ábacos será ensordecedor.

– ¡Lo que quieres decir sin decirlo es que todos llegarán a la conclusión de que Craso se ha gastado con la gente más dinero que yo! -dijo Pompeyo, fulminándole con la mirada.

– Eso me temo.

– Pues tendré que enviar a mis agentes a que hagan cundir el rumor de lo que han costado los juegos -añadió Pompeyo, mirando a Filipo con los ojos entornados-. ¿Cuánto habrá desembolsado Craso? ¿Tienes idea?

– Unos mil talentos.

– ¿Craso? ¿MIL talentos?

– Fácilmente.

– ¡Con lo roñoso que es!

– Este año no, Magnus. Tu generosidad y talento para el espectáculo han picado al buey y le han impulsado a cornear.

– ¿Qué puedo hacer?

– Poca cosa, salvo organizar unos juegos maravillosos.

– Tú te callas algo, Filipo.

Sus fofas mejillas se estremecieron y sus negros ojos chispearon; lanzó un suspiro y se encogió de hombros.

– Bueno, mejor que lo sepas por mí que por boca de tus enemigos -respondió-. El trigo gratuito dará la victoria a Craso.

– ¿Por qué? ¿Porque llene las panzas vacías? ¡Este año no hay panzas vacías en Roma!

– Va a distribuir cinco modii de trigo gratis a los romanos en septiembre, octubre y noviembre. ¡ Echa la cuenta! Son dos hogazas de pan de una libra durante noventa días. Y la mayor parte de esos noventa días vendrán mucho después de que haya concluido tu programa de espectáculos, por lo que todos los habrán olvidado. Mientras que hasta finales de noviembre, todas las bocas de Roma que muerdan una hogaza de pan darán mentalmente gracias a Marco Licinio Craso. ¡Ganará él, Magnus! -dijo Filipo.

Hacía mucho tiempo que a Pompeyo no le daba una pataleta, pero la rabieta que le acometió en presencia de Lucio Marcio Filipo fue de antología. Se tiró de los pelos, se arañó cuello y carrillos y su cuerpo quedó lleno de contusiones por los golpes que propinó a su anatomía contra suelo y paredes. Lloraba a lágrima viva, deshizo muebles y obras de arte y sus alaridos estuvieron a punto de hacer que se derrumbase el techo. Mucia Tercia, que acudió apresuradamente a ver que sucedía, echó un vistazo y salió de estampida. Lo mismo que los criados. Filipo permaneció sentado, contemplándole lleno de estupor, hasta que llegó Varrón.

– ¡Por Júpiter! -exclamó éste.

– ¿Es increíble, no? -dijo Filipo-. Ahora ya está mucho más calmado. Si le hubieses visto hace un rato… ¡ Era terrorífico!

– Le he visto en otras ocasiones -respondió Varrón, bordeando aquel cuerpo tendido en el suelo de mármol blanco y negro, para sentarse en la camilla de Filipo-. Es por lo de Craso, claro.

– Sí. ¿Dices que le has visto de este modo?

– Cuando no pudo hacer pasar sus elefantes por la puerta triunfal -contestó Varrón en un susurro para que no le oyese el revolcado Pompeyo; no estaba muy seguro de hasta qué extremo podían ser fingidas las rabietas del picentino ni en qué medida podía afectarle lo que se dijese o hiciera-. Y cuando Carrinas se escapó del asedio en Spoletium. No soporta que se burlen de él.

– El buey embistió con los dos cuernos -dijo Filipo pensativo.

– El buey -añadió Varrón con aspereza -tiene actualmente tres cuernos, y el tercero -según dicen lenguas femeninas- es el más grande.

– Ah, entonces tiene nombre.

– Cayo Julio César.

Pompeyo se sentó de un salto, con toda la vestimenta destrozada y cráneo y cara sangrando.

– ¡Lo he oído! -exclamó, despejando la incógnita de Varrón respecto a sus rabietas-. ¿Qué sucede con César?

– Pues que es quien ha ideado la campaña de Craso para adquirir mayor popularidad -contestó Varrón.

– ¿Quién te lo ha dicho? -inquirió Pompeyo, poniéndose ágilmente en pie y aceptando el pañuelo que le tendía Filipo.

– Palicano.

– Bien que lo sabrá, Él, que fue tribuno vendido a César-añadió Filipo, haciendo un guiño mientras Pompeyo se sonaba ruidosamente.

– Ya sé que César es muy amigo de Craso -dijo Pompeyo en tono apagado, apartando el pañuelo y arrojándoselo al asqueado Filipo-. Fue él quien llevó la negociación el año pasado. Y quien sugirió que restableciésemos el tribunado de la plebe.

La última frase la pronunció dirigiendo una furibunda mirada a Filipo, por no haberlo previsto.

– Yo respeto muchísimo la habilidad de César -dijo Varrón.

– Igual que Craso… y yo -añadió Pompeyo, aún con cara de pocos amigos-. Bueno, al menos ya sé de parte de quién está César.

– César está de parte de César -dijo Filipo-. Pero si eres listo, Magnus, puedes darle cuerda a pesar de su amistad con Craso. Algún día tendrás necesidad de él; sobre todo después de que yo haya muerto, que no tardará. Estoy demasiado obeso para llegar a los setenta. Lúculo teme a César, ¿sabes? Y eso ya es mérito; sólo sé de otro hombre al que Lúculo temía: Sila. Si te fijas bien en César, verás que es otro Sila.

– Filipo, si dices que le dé cuerda se la daré -dijo Pompeyo, condescendiente-. ¡ Pero pasará mucho tiempo hasta que olvide que me fastidió el año que fui cónsul!


Entre el final de los juegos triunfales de Pompeyo (que fueron muy celebrados, más que nada porque los gustos teatrales y circenses de Pompeyo eran los de un hombre corriente) y el inicio de los ludi romani, llegaron las calendas de septiembre, y en las calendas de septiembre había siempre reunión del Senado. Era tradicionalmente una sesión importante, y la sesión de aquel año respondió a la tradición, pues Lucio Aurelio Cotta expuso en ella lo que había descubierto.

– He cumplido la tarea que me encomendasteis a principios del año, padres conscriptos -dijo Lucio Cotta desde el estrado curul-, y espero que sea de vuestra aprobación. Antes de entrar en detalles, esbozaré lo que voy a solicitaros que propongáis como ley.

No tenía en las manos rollos ni papeles, ni tampoco se veía documento alguno en poder del funcionario del pretor urbano. Como era un día de agobiante calor (según la estación, estaban a mediados de verano), la Cámara lanzó un leve suspiro de alivio; no iba a ser una reunión pesada y tediosa. Pero no era una persona pesada y tediosa Lucio Cotta; de los tres hermanos, era el más joven y más inteligente.

– Francamente, colegas de esta Cámara -prosiguió Cotta con su voz potente y clara-, no me ha impresionado el estudio sobre senadores o caballeros en el desempeño de la función de jurado. Cuando un jurado lo forman senadores, favorece a los de la orden senatorial. Y cuando lo componen caballeros, propietarios de caballo público, favorece a la orden ecuestre. Los dos tipos de jurado son susceptibles de soborno, debido, fundamentalmente, creo yo, a que son jurados homogéneos, ya sean senatoriales o ecuestres.

»Lo que yo propongo es repartir las funciones del jurado de un modo equitativo sin precedentes. Cayo Graco arrebató el jurado al Senado y se lo dio a las dieciocho centurias de la primera clase que poseen caballo público y figuran en el censo con una renta mínima anual de cuatrocientos mil sestercios. Bien, es irrebatible que, con escasas excepciones, todos los senadores pertenecen a una familia de las más importantes de la primera clase de las dieciocho centurias. Lo que quiero decir es que Cayo Graco se quedó corto. Por consiguiente, propongo que todos los jurados sean tripartitos y los formen un tercio de senadores, un tercio de caballeros del caballo público, y un tercio de tribuni aerarii, los caballeros que forman la mayor parte de la primera clase y tienen censada una renta mínima anual de cien mil sestercios.

Comenzó a alzarse un rumor, pero no de indignación; los rostros vueltos como girasoles hacia Lucio Cotta mostraban asombro reflexivo.

– En mi opinión -prosiguió Lucio Cotta en tono persuasivo-, nosotros, los senadores, nos hemos vuelto sentimentales en los años transcurridos entre Cayo Graco y Lucio Cornelio Sila. Recordábamos con añoranza el privilegio de la función de jurado sin acordarnos de la realidad de esa función. Trescientos de nosotros para formar jurado, contra mil quinientos caballeros del caballo público. Luego, Sila nos devolvió la ansiada función de jurados, y, aunque aumentó el número de senadores para proveerla mejor, no tardamos en darnos cuenta de que todos los que residimos en Roma nos vemos perpetuamente obligados a constituir un jurado u otro. Desde luego, porque los tribunales actuales han incrementado notablemente las tareas de los jurados. Los procesos eran, con gran diferencia, mucho menos numerosos cuando en su mayoría debía instruirlos individualmente una asamblea. Yo creo que Sila había pensado que el tamaño más reducido de cada jurado y la ampliación del Senado bastarían para solventar los inconvenientes de vernos constantemente esclavizados por la función del jurado; pero subestimó el problema.

»Inicié mi encuesta convencido de tan sólo un hecho: que el Senado, aun en su actual ampliación, no es un organismo lo bastante numeroso para poder aportar jurados en todos los juicios. Y, sin embargo, padres conscriptos, estaba poco dispuesto a devolver los tribunales a los caballeros de las dieciocho centurias del caballo público. Pues sentía que hacerlo habría sido una doble traición: a mi propio orden senatorial y al muy excelente sistema jurídico que Sila nos dio con la creación de tribunales permanentes.

Todos escuchaban extasiados, inclinados hacia adelante. ¡Lo que decía Lucio Cotta era la pura verdad!

– Así, al principio, pensé en repartir equitativamente la función de jurado entre el Senado y las dieciocho centurias, para que el jurado de un juicio estuviera compuesto a partes iguales por senadores y caballeros. No obstante, haciendo cálculos vi que la carga de funciones para los senadores seguía siendo muy acusada.

Con rostro serio, ojos brillantes y sin dejar de gesticular, Lucio Cotta cambió ligeramente de énfasis.

– Si un hombre se ve obligado a juzgar a un congénere -añadió con voz persuasiva-, independientemente de su categoría o condición, debe acudir al tribunal fresco, animoso e interesado. Y ello no es posible si ese individuo tiene que formar parte de varios jurados. Acaba hastiado, escéptico, desinteresado y… es más proclive a aceptar sobornos. Pues ¿qué otra compensación puede esperar si no es por venalidad? El Estado no paga a los jurados. Por consiguiente, el Estado no debería tener potestad para enajenar tal cantidad del tiempo libre de una persona.

Muchos asintieron con la cabeza y se oyó un murmullo de aprobación. La Cámara escuchaba con sumo agrado lo que decía Lucio Cotta.

– Soy consciente de que muchos de vosotros pensabais de modo muy parecido, que la función de jurado debía encomendarse a un organismo más numeroso que el Senado. Y soy consciente, naturalmente, de que durante un breve período de tiempo la función de jurado estaba encomendada a las dos órdenes. Pero, como he dicho antes, ninguna de las soluciones aplicadas hasta ahora ha sido suficiente. Si hay mil ochocientos miembros del Senado menos en las dieciocho centurias, el contingente de caballeros es bastante numeroso y un caballero puede desempeñar, tal vez, su función de jurado una vez al año -hizo una pausa, satisfecho de la expectación que causaba-. Un hombre de la primera clase, colegas senadores -añadió con renovada energía-, no es más que eso. Un hombre de la primera clase. Un ciudadano de medios estimables con una renta mínima de trescientos mil sestercios al año. Sin embargo, por el hecho de que Roma es antigua, ciertas cosas no han cambiado, o han continuado a la manera antigua, añadiendo simplemente mayor número de gentes o de funciones, como sucede con la primera clase. En los orígenes, existían sólo las dieciocho primitivas centurias, pero como tenazmente hemos mantenido esas dieciocho centurias con cien hombres en cada una, hubimos de aumentar la primera clase añadiendo más centurias. Cuando tuvimos setenta y tres centurias suplementarias, decidimos ampliar la primera clase de otro modo: no añadiendo más centurias, sino aumentando el número de hombres en cada una de ellas por encima de la primitiva cifra de cien. Y acabamos teniendo lo que yo denominaría una primera clase de cúpula escasa con sólo mil ochocientos hombres de las dieciocho centurias primitivas y muchos miles en las otras setenta y tres.

»Entonces, ¿por qué no, me dije, ofrecer funciones públicas a esos numerosos miles de ciudadanos de la primera clase que no tienen suficiente antigüedad de familia o de nombre para pertenecer a las dieciocho centurias del caballo público? Si estos ciudadanos de menor raigambre constituyesen un tercio de todos los jurados formados, la carga de funciones correspondiente a un individuo se aligeraría notablemente, y sería al mismo tiempo incentivo para el numeroso contingente de caballeros noveles que denominamos tribuni aerarii. Imaginaos que tenéis un jurado de, por ejemplo, cincuenta y un miembros, formado por diecisiete senadores, diecisiete caballeros del caballo público y diecisiete tribuni aerarii. Los diecisiete senadores tienen el prestigio de la experiencia, el conocimiento jurídico y la costumbre de formar parte del jurado; los diecisiete caballeros del caballo público cuentan con el prestigio de pertenecer a familias distinguidas y ser ricos, y los diecisiete tribuni aerarii tienen el prestigio de su novedoso vigor, una experiencia nueva, su pertenencia a la primera clase de ciudadanos romanos y menor fortuna.

Volvió a extender las manos, dejando caer la derecha y señalando con la izquierda hacia las imponentes puertas de bronce de la Curia Hostilia.

– Esa es mi solución, padres conscriptos. Un jurado tripartito con igual número de ciudadanos de los tres órdenes de la primera clase. Si aprobáis un senatus consultum, haré inscribir la medida en su modalidad legal y la presentaré a la asamblea del pueblo.

Pompeyo portaba los fasces el mes de septiembre y se hallaba sentado en la silla curul en el primer puesto del estrado. Junto a él estaba la silla vacía de Craso.

– ¿Qué dice el primer cónsul electo? -inquirió muy formalista Pompeyo a Quinto Hortensio.

– El primer cónsul electo elogia a Lucio Cotta por su magnífico trabajo -contestó Hortensio-. Hablando como magistrado curul y como abogado ante los tribunales, mi aplauso para esta solución tan razonable para el engorroso problema.

¿Y el segundo cónsul electo? -añadió Pompeyo.

– Estoy de acuerdo con mi colega -contestó Metelo Caprario el joven, que no tenía motivo para oponerse a una medida ahora que el caso de Cayo Verres y el propio inculpado eran agua pasada.

E igual hicieron todos los que tomaron la palabra. Hubo algunos que estuvieron tentados de encontrar algún defecto, por supuesto, pero al pensar la carga de trabajo que suponía seguir desempeñando la función de jurado como antes, optaron por no hacer objeciones.


– Realmente, es espléndido -dijo Cicerón a César al coincidir a la salida de la cámara-. A los dos nos gusta actuar en los procesos con un jurado honrado. Lucio Cotta ha sido muy hábil. Habrá que sobornar a dos tercios del jurado para conseguir un veredicto… lo cual es mucho más caro que pagar a la mitad. Y lo que un tercio acepte, el otro puede sentirse inclinado a rechazarlo. Yo te aseguro, querido César, que aunque el soborno no desaparezca totalmente, disminuirá notablemente. Los tribuni aerarii tendrán a pundonor actuar honradamente y justificar su incorporación al jurado. ¡Sí, Lucio Cotta lo ha razonado muy inteligentemente!

César informó muy complacido de esta conversación a su tío durante la cena en su propio triclinium. No estaban Aurelia ni Cinnilla. Su esposa se hallaba en el cuarto mes de embarazo y padecía constantes molestias de estómago, y Aurelia se encontraba cuidando a la pequeña Julia, que también sufría una pequeña indisposición; por lo que los dos se hallaban solos y contentos por ello.

– Admito que pensé en hablar del soborno -dijo Lucio Cotta sonriendo-, pero habría podido resultar muy crudo para la Cámara, y quería que se aprobase la medida.

– Cierto. No obstante, la mayoría lo ha comprendido, y en lo que a Cicerón y a mí respecta, es una bendición. Por el contrarío, es muy posible que Hortensio lo lamente personalmente. Soborno aparte, lo mejor de tu solución es que con ella se conservarán los tribunales permanentes de Sila, que a mi entender son el mayor progreso de la justicia romana desde la creación del juicio y el jurado.

– ¡Gracias por el elogio, César! -dijo Lucio Cotta radiante de felicidad un instante hasta que dejó la copa en la mesa y frunció el ceño-. César, tú eres confidente de Marco Craso, y quizás puedas disipar mis temores. En muchos aspectos, éste ha sido un año feliz; no hay guerras que no estemos ganando, el Erario, por primera vez en mucho tiempo, pasa menos apuros, se está confeccionando un censo como es debido de los ciudadanos romanos de Italia, hay buena cosecha en Italia y en las provincias, aparte de que en el gobierno se ha producido un buen equilibrio entre lo antiguo y lo moderno. Si dejamos a un lado la inconstitucionalidad del consulado de Magnus, de verdad que ha sido un año excelente. Al cruzar el Subura para llegar a tu casa, me ha dado la impresión de que la gente ordinaria de Roma -la que rara vez puede ejercer el voto y piensa que la distribución de trigo de Craso es una buena ayuda para su menguada economía -es más feliz de lo que lo ha sido en los últimos treinta años. De acuerdo que no es la que padece cuando ruedan cabezas y la sangre riega el Foro, pero el estado de ánimo que esos hechos provocan también a ella le afecta, a pesar de que sus cabezas no corran peligro.

Hizo una pausa para tomar aliento y un trago de vino.

– Creo que sé lo que vas a decir, tío, pero adelante -dijo César.

– Ha sido un verano estupendo, sobre todo para las clases bajas. Ha habido numerosos espectáculos, comida hasta la hartura y aun ha sobrado para llevarse a casa; leones y elefantes, carreras de carros sin cuento, comedias y farsas, trigo gratuito y el desfile del caballo público. Y por una vez se han celebrado elecciones pacíficas en su fecha. E incluso un proceso senatorial en el que el malvado llevó su merecido y Hortensio un buen revolcón. Se han limpiado los baños del Trigarium, no ha habido tantas enfermedades como se esperaba, ni se ha producido un brote de parálisis estival, y ha disminuido notablemente la delincuencia y los timos -añadió sonriendo-. Lo merezcan o no, César, gran parte del mérito -y de los elogios- es de los cónsules. La actitud del pueblo hacia ellos es tan romántica como caprichosa, pues tú y yo sabemos realmente lo que hay, y, aunque no puede negarse que han desempeñado su cargo encomiablemente, han legislado para eludir responsabilidades, y el resto lo han dejado bastante bien. Pero aun así, César, cunden rumores. Rumores de que no todo es tan amigable entre Pompeyo y Craso; que no se hablan; que cuando uno está obligado a personarse en algún sitio, el otro no aparece. Y a mí me preocupa porque creo que esos rumores son ciertos… y porque pienso que nosotros, los de la clase alta, debemos dar a la gente ordinaria un año perfecto.

– Si, son ciertos los rumores -dijo César, lacónico.

– ¿Y por qué?

– Fundamentalmente porque Marco Craso eclipsó la magnanimidad de Pompeyo y éste no lo soporta. Él pensaba que con la farsa del caballo público y sus juegos votivos sería el único ídolo del pueblo. Y entonces salió Craso con su distribución gratuita de trigo durante tres meses, y le demostró que no es el único que tiene una inmensa fortuna. Y Pompeyo se ha vengado negándole la palabra en la vida consular y en la privada. Por ejemplo, habría debido comunicar a Craso que hoy había reunión del Senado -sí, todos sabemos que se celebra sesión en las calendas de septiembre- pero es el primer cónsul quien la convoca y debe notificarlo a los demás.

– A mi me lo notificó -dijo Lucio Cotta.

– Se lo comunicó a todos menos a Craso. Y Craso lo ha interpretado como una ofensa personal. Por eso no ha venido. Yo intenté hacerle entrar en razón, pero no hubo manera.

– ¡Oh, cacat! -exclamó Lucio Cotta, dejándose caer enojado en la camilla-. Entre los dos van a echar por tierra un año único.

– No -replicó César-, no lo harán. No voy a dejarles. Aunque si logro que hagan las paces no durará mucho. Así que esperaré a fin de año y recurriré a algunos Cottas. A finales de año les obligaremos a hacer algún tipo de reconciliación pública que emocione a la gente. Así, el día de año viejo será exeunt omnes y todos lo despedirán cantando a voz en grito… el propio Plauto se sentiría orgulloso.

– ¿Sabes -dijo Lucio Cotta pensativo, incorporándose- que cuando eras niño ya te consideraba yo como lo que Arquímedes habría denominado un primer motor? «¡Dadme una palanca y moveré el mundo!» Así te veía yo, y fue uno de los principales motivos por los que lamenté que te hiciesen flamen dialis. Por eso cuando pudiste deshacerte del cargo volví a incluirte en mi catálogo privado de hombres importantes. Pero no han ido las cosas como yo pensaba. Te mueves en medio del más complicado sistema de engranajes y ruedas; para lo joven que eres, tienes ya fama a muchos niveles desde el Senado al Subura, pero no como primer motor, sino más bien a guisa de un gran chambelán de una corte oriental… contento de ser el inductor de los acontecimientos pero dejando que otros se atribuyan el mérito. ¡Y eso me extraña en ti! -añadió, meneando la cabeza.

César le había escuchado con los labios apretados y aureolas de rubor en sus mejillas habitualmente marfileñas.

– No me habías catalogado mal, tío -replicó-. Pero creo que tal vez el cargo de flamen dialis fue lo mejor que pudo ocurrirme, dado que pude quitármelo de encima. Me enseñó a ser sutil a la vez que poderoso; me enseñó a esconder mi luz en circunstancias en que habría podido apagarse al mostrarla; aprendí que el tiempo es más poderoso aliado que el dinero y los mentores; aprendí a revestirme de esa paciencia que mi madre solía creer que nunca tendría, y aprendí que todo tiene su utilidad. Y aún estoy aprendiendo, tío. ¡Ojalá nunca deje de hacerlo! Fue Lúculo quien me enseñó que puedo seguir aprendiendo desarrollando ideas y llevándolas a la práctica por medio de otros. Yo me quedo al margen y observo lo que sucede. Pierde cuidado, Lucio Cotta, llegará mi momento de ser el primer motor entre todos los demás. Incluso seré cónsul en mi año. Pero eso no será más que el principio.


Noviembre fue un mes tremendo, a pesar de que el tiempo fue agradable como el de mayo, cuando la estación y el calendario coincidían. La tía Julia cayó de pronto enferma de un extraño mal que ningún médico, incluido Lucio Tucio, acertó a diagnosticar. Era un síndrome de merma: peso, espíritu, energía e interés.

– Yo creo que está cansada, César -dijo Aurelia.

– ¡Pero no de vivir! -exclamó éste, incapaz de hacerse a la idea de perder a su tía Julia.

– Ah, sí -replicó Aurelia-. Eso más que nada.

– ¡Con la cantidad de cosas que ocupan su vida!

– No. Han muerto su esposo y su hijo y su vida no tiene objeto. Ya te lo he comentado otras veces -insistió ella, llenándose inopinadamente de lágrimas sus maravillosos ojos malva-. Yo lo entiendo en parte. Mi esposo ha muerto, y si tú desaparecieses, César, no lo soportaría. Mi vida no tendría objeto.

– Sería una aflicción, desde luego, pero no el fin, mater -replicó él, sin acabar de creer que significase tanto para ella-. Tienes nietos, tienes dos hijas.

– Es cierto, y Julia no -se enjugó las lágrimas-. Pero la vida de una mujer depende de sus hombres, César, no de las mujeres que ha dado a luz ni de los hijos de éstas. Ninguna mujer está satisfecha con su destino; es ingrato y oscuro. Son los hombres quienes mueven el mundo; no las mujeres. Por eso la mujer inteligente vive su vida en función de sus hombres.

Sintió una debilidad en ella y dijo sin tapujos:

– Mater, ¿qué significaba Sila exactamente para ti?

Y ella contestó abatida:

– Entusiasmo e interés. Él me estimaba de una manera distinta a tu padre, aunque nunca anhelé ser esposa de Sila. Y menos su amante. Mi verdadero compañero era tu padre. Sila era mi sueño. No por su grandeza, sino por el tormento. No tenía amigos que sintiesen como él. Sólo el actor griego que le acompañó cuando se retiró, y yo, una mujer. ¡ Bueno, ya está bien! -añadió enérgica, sobreponiéndose-. Acompáñame a ver a Julia.

Julia no era ni la sombra de lo que había sido, pero se animó un poco al ver a César, que entendió un poco más lo que su madre le había dicho: la mujer inteligente vivía en función de sus hombres. ¿Debía ser así?, se dijo. ¿No merecían más las mujeres? Pero se imaginó el Foro y la Curia Hostilia con mujeres y se estremeció. Las mujeres eran para dar placer, compañía, servicio y utilidad. ¡ Lástima que quisieran más!

– Cuéntame algo del Foro -dijo Julia, agarrándole de la mano.

Notó que también aquella mano se iba convirtiendo en una garra, y su olfato, tan acostumbrado a aquel exquisito perfume que siempre había exhalado, captaba ahora un aroma agrio y un tufo innegable. No era exactamente la edad; pensó en la palabra muerte, pero la rechazó y forzó una sonrisa.

– Sí que tengo una historia del Foro que contarte. Bueno… una historia de basílica -dijo, jovial.

– ¿De basílica? ¿De cuál?

– La primera de todas, la basílica Porcia edificada por Catón hace cien años. Como sabes, en uno de sus extremos se ha reunido siempre el colegio de los tribunos de la plebe. Y, quizás porque los tribunos de la plebe vuelven a gozar de plenos poderes, los de este año decidieron mejorar la sede. En medio del espacio que ocupan hay una gran columna que les impide juntarse más de los diez que son. Así que, Plautio, el decano del colegio, decidió quitarla. Llamó a la mejor firma de arquitectos y preguntó si existía la posibilidad de deshacerse de ella. Después de muchos cálculos y verificaciones, le dijeron que sí, que podía quitarse y el edificio no resultaría afectado.

Julia permanecía tumbada en la camilla, arrimada a César, que estaba sentado en el borde, y no apartaba de él sus grandes ojos grises, ya hundidos y apagados, sonriéndole interesada.

– No sé en qué va acabar eso que me cuentas -dijo, apretándole la mano.

– ¡Ni los tribunos de la plebe! Los obreros montaron los andamios y lo apuntalaron todo y los arquitectos perforaron y dieron golpecitos, dejándolo todo preparado para demoler la columna, cuando apareció un joven de veintitrés años -me han dicho que cumple veinticuatro en diciembre- y dijo que prohibía quitar la columna.

– ¿Y tú quién eres? -preguntó Plautio.

– Marco Porcio Catón, el biznieto de Catón el censor, que construyó la basílica -contestó el joven.

– ¡Ah, pues muy bien! -replicó Plautio-. ¡Apártate de ahí antes de que te caiga la columna encima!

– Pero el joven no se movió del sitio y no quiso escuchar razones ni argumentos. Se sentó bajo el enojoso estorbo y se puso a discursear inmisericorde y sin descanso y con una voz que, dice Plautio -y estoy de acuerdo con él porque le he oído- es capaz de agrietar una estatua de bronce.

Aurelia mostraba ahora el mismo interés que Julia e hizo un gesto de desdén.

– ¡Qué lata! -exclamó-. Espero que le hayan vetado.

– Lo intentaron, pero se negó a aceptar el veto, alegando que él era miembro de la plebe de pleno derecho, que su bisabuelo construyó la basílica y que para modificarla tendrían que pasar por encima de su cadáver. Desde luego, hay que admitir que es terco. Y a ello aducía una ristra interminable de razones, que fundamentalmente giraban en torno al hecho de que su bisabuelo había construido la basílica Porcia de una manera y que esa manera era sagrada, inviolable, parte del mos maiorum.

– ¿Y quién ha vencido? -inquirió Julia, conteniendo la risa.

– El joven Catón, por supuesto. Los tribunos de la plebe eran incapaces de aguantar aquel trueno de voz.

– ¿Y no hicieron uso de la fuerza? ¿Es que no podían arrojarle desde la roca Tarpeya? -inquirió Aurelia, indignada.

– Creo que les habría encantado, pero la dificultad fue que cuando ya estaban dispuestos a emplear la fuerza se había corrido el rumor y llegaba tanta gente a diario para ver la pugna, que Plautio pensó que habría sido más nocivo para los tribunos de la plebe usar la fuerza a la vista del populacho que aceptar el inconveniente de la columna. ¡Sí que le echaron más de diez veces de la basílica, pero él volvía a entrar! Y estaba claro que no habría cedido. Así pues, Plautio convocó reunión de los diez miembros del colegio y optaron por aguantar la molestia de la columna -dijo César.

– ¿Qué aspecto tiene ese Catón? -inquirió Julia.

– No es fácil describirle -contestó César, frunciendo el ceño-. Es feo y guapo. Quizás lo más aproximado que pueda decirse es que recuerda un caballo de buena raza que intenta comerse una manzana a través de un enrejado.

– Dentón y narigudo -espetó Julia sin vacilar.

– Exacto.

– Yo puedo contarte otra historia de él -dijo Aurelia.

– ¡Cuenta, cuenta! -dijo César, al advertir el interés de su tía Julia.

– Sucedió antes de que cumpliera los veinte años. Siempre había estado locamente enamorado de su prima Emilia Lépida, la hija de Mamerco. Pero ella estaba ya prometida a Metelo Escipión cuando éste marchó a Hispania a servir con su padre; pero al regresar unos años antes que el padre, resultó que él y Emilia se habían enamorado perdidamente. Ella rompió el compromiso y anunció que iba a casarse con Catón y Mamerco se puso furioso. Sobre todo, parece ser, porque mi amiga Servilia, que es hermanastra de Catón, le había prevenido de los amoríos de Catón y Emilia Lépida. Bueno, al final todo se arregló porque Emilia Lépida no tenía intención de casarse con Catón, y sólo lo había dicho para dar celos a Metelo Escipión. Y cuando éste fue a hablar con ella y pedir que le perdonase, Catón se vio rechazado y Metelo Escipión aceptado de nuevo, casándose poco después. Pero Catón se tomó tan a pecho su rechazo que intentó matar a la pareja, y al no conseguirlo, quiso plantear querella a Metelo Escipión por enajenarle el afecto de Emilia Lépida. Su hermanastro Servilio Cepio -un buen joven, casado con la hija de Hortensio- le disuadió de que no hiciese el ridículo y Catón desistió. Aunque parece ser que se pasó el año siguiente escribiéndole poemas, muy malos, según me han dicho.

– ¡Qué divertido! -comentó César, riendo.

– ¡No creas que fue tan divertido! No sé lo que será ese joven Catón en el porvenir, pero hasta ahora no ha hecho más que irritar a la gente profundamente -dijo Aurelia-. Mamerco y Cornelia Sila, y no digamos Servilia, le detestan. Y creo que lo mismo sucede ahora con Emilia.

– Ahora está casado con otra, ¿no? -inquirió César.

– Sí, con Atilia. No es ningún partido, pero él poca cosa posee. Han tenido una niña el año pasado.

Y, de momento, ya estaba bien de cotilleos, pensó César, contemplando a su tía.


– No quiero creerlo, mater, pero tienes razón. Tía Julia se va a morir -dijo a Aurelia nada más salir de la casa.

– Sí, pero aún no, hijo mío. Vivirá hasta entrado Año Nuevo y quizás más.

– Oh, espero que viva hasta después de que yo marche a Hispania.

– ¡César, eso es una cobarde esperanza! -comentó la inexorable Aurelia-. Tú no sueles rehuir los acontecimientos desagradables.

César se detuvo en medio de Alta Semita con los puños cerrados.

– ¡Déjame en paz! -dijo, con voz tan fuerte que dos que pasaban se los quedaron mirando con curiosidad-. ¡ Siempre el deber, el deber, el deber! ¡Pues bien, mater, estar en Roma para enterrar a la tía Julia es un deber que me repele!

Y sólo la costumbre y la cortesía le hicieron continuar al lado de su madre el resto del paseo hasta la casa; habría dado cualquier cosa por dejarla y regresar él solo hasta el Subura.

Tampoco la casa era un paraíso. Cinnilla, embarazada ya de seis meses, no se encontraba muy bien. A la «enfermedad diurna y nocturna», como la denominaba César en broma, había sucedido una hinchazón de piernas y pies que agobiaba y preocupaba a la futura madre, obligada a pasar la mayor parte del tiempo en la cama con las piernas en alto. Pero Cinnilla no sólo padecía molestias y preocupaciones, sino que estaba malhumorada; una actitud que a todos les resultaba insoportable, pues no era natural en ella.

Por ello, y por primera vez durante los períodos en que vivía en Roma, César optó por pasar las noches y los días fuera de la vivienda del Subura. Quedarse en casa de Craso era imposible; Craso no iba a dar de comer a una boca más, y menos hacia el final del año de mayor gasto de su vida. Y Cayo Matius acababa de casarse, por lo que la otra vivienda de la planta baja de la ínsula de Aurelia (que habría sido el lugar ideal) tampoco estaba disponible. Y ahora no tenía ganas de aventuras; la historia con Cecilia Metela había concluido de golpe al exiliarse Verres a Massilia, y aún no había encontrado otra que le gustara. A decir verdad, el mal estado físico de su tía y de su esposa no estimulaba su frivolidad. Por ello, optó por alquilar una pequeña vivienda de cuatro habitaciones en el vicus Patricius, cerca de su casa, y allí pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de Lucio Decumio. Dado que el vecindario era tan poco recomendable como el de la insula de su madre, sus amistades políticas no irían por allí de visita, y eso complacía a la parte reservada de su naturaleza. Además, César, siempre práctico, previó las posibilidades cuando le volviesen las ganas de aventura y comenzó a interesarse por la vivienda (era un buen edificio) para la que compró algunos buenos muebles y obras de arte. Y una buena cama.


A principios de diciembre ofició una enternecedora reconciliación. En los rostra se hallaban los dos cónsules juntos esperando a que el pretor urbano, Lucio Cotta, convocase la Asamblea del pueblo, pues era el día en que había de ratificarse la ley de Cotta para la reforma del sistema jurídico. Aunque Craso tenía los fasces en diciembre y estaba obligado a hacer acto de presencia, Pompeyo no estaba dispuesto a consentir estar ausente de un acto público como aquél, y, como los cónsules no podían situarse cada uno a un extremo de la tribuna sin provocar comentarios, se hallaban uno junto a otro. En silencio, cierto, pero aparentemente en actitud amistosa.

A la convocatoria acudió el primo carnal de César, el joven Cayo Cotta, hijo del finado cónsul Cayo Cotta; aunque aún no era miembro del Senado, nada le impedía votar en la asamblea por tribus, y aquella ley era una propuesta de su tío Lucio Cotta. Y fue este joven quien, al ver a Pompeyo y Craso, al parecer más unidos de lo que lo habían estado durante meses, gritó tan fuerte que hizo que en su derredor cesaran las voces y todos se quedasen quietos, mirándole.

– ¡Oh! -volvió a gritar, aún más fuerte-. ¡Mi sueño se ha hecho realidad!

Y se llegó con tal ímpetu hasta la tribuna de los rostra, que Pompeyo y Craso dieron un paso atrás. El joven Cotta se situó entre los dos, pasándoles el brazo por los hombros y miró a la multitud en la hondonada de los comicios con lágrimas en los ojos.

– ¡Quirites! -clamó-. ¡Anoche tuve un sueño! ¡Júpiter Optimus Maximus me habló desde la nube y el fuego, bañándome y quemándome! Desde abajo, donde yo estaba, vi las figuras de dos cónsules, Cneo Pompeyo Magnus y Marco Licinio Craso. Pero no estaban juntos como los he visto hoy, sino uno a la derecha y otro a la izquierda, mirando tercamente en direcciones opuestas. Y la voz del gran dios me dijo desde la nube y el fuego: «¡No deben dejar su cargo consular enemistados! ¡Que cesen siendo amigos!»

El silencio era absoluto y mil rostros estaban pendientes de los tres hombres en lo alto. Cayo Cotta bajó los brazos de los hombros de los cónsules, dio un paso al frente y se volvió hacia ellos, dando la espalda a la multitud.

– Cneo Pompeyo, Marco Licinio, ¿verdad que seréis amigos? -dijo el joven con voz estentórea.

Durante un buen rato, nadie se movió y tanto Pompeyo como Craso mantuvieron su adusta expresión.

– ¡Vamos, estrechaos la mano! ¡Sed amigos! -gritó Cayo Cotta. Ninguno de los dos se movía. Luego, Craso se volvió hacia Pompeyo y le tendió su manaza.

– Me complace ceder el primer puesto al hombre que fue llamado Magnus mucho antes de que le saliera barba y que celebró no uno sino dos triunfos antes de ser senador! -vociferó Craso.

Pompeyo profirió una especie de agudo gañido y estrechó la manaza de Craso y hasta el antebrazo, arrobado, y ambos se dieron un abrazo. La multitud era puro delirio y la noticia de la reconciliación no tardó en correrse por el Velabrum, el Subura y las manufacturas más allá de las marismas de Palus Ceroliae; la gente acudía de todas partes a comprobar que los cónsules volvían a ser amigos, y durante el resto del día Pompeyo y Craso estuvieron recorriendo juntos Roma, estrechando manos en baño de multitudes y recibiendo enhorabuenas.


– Hay triunfos y triunfos -dijo César a su tío Lucio y a su primo Cayo-. Hoy ha tenido lugar el mejor triunfo, y te doy las gracias por tu ayuda.

– ¿Fue difícil convencerles de que debían reconciliarse? -inquirió el joven Cayo Cotta.

– Realmente, no. Si hay algo que esa pareja comprende perfectamente es la importancia de la popularidad. Ninguno de los dos es muy dado a compromisos, pero yo atribuí méritos a los dos por igual y quedaron contentos. Craso tuvo que tragarse su orgullo y decir todas esas cosas repugnantes sobre Pompeyo, pero, por otra parte, cosechó fuertes simpatías por ser el primero en tender la mano y hacer concesiones. Por eso, en la pugna por ganarse a la gente ha quedado vencedor Craso. Menos mal que Pompeyo no se da cuenta y cree que quien ha salido ganando es él por haberse mantenido displicente, forzando a su colega a reconocer su superioridad.

– Entonces, más te valdrá que Magnus no descubra antes de que acabe el año quién ha ganado realmente -dijo Lucio Cotta.

– Lamento haberte estropeado la convocatoria, tío. Ahora la multitud estará inquieta durante la votación.

– Ya votará mañana.

Los dos Cottas y César salieron del Foro por la escalinata de las Vestales que ascendía hasta el Palatino, pero a medio camino, César se detuvo y se volvió a mirar. Allí estaban los dos, Pompeyo y Craso, rodeados de una muchedumbre romana encantada, y ellos también contentos por la reconciliación.

– Este año ha sido muy tranquilo -dijo César, reanudando la ascensión-. Todos hemos salvado una especie de obstáculo, y tengo la extraña impresión de que nunca volveremos a sentirnos tan a gusto.

– Sí, sé lo que quieres decir -dijo Lucio Cotta-. Es el año en que habré pasado a los libros de historia con mi ley sobre el jurado. Si decidiese presentarme a las elecciones de cónsul, sería una decepción.

– Yo no quería decir eso -replicó César riendo.

– ¿Qué harán Pompeyo y Craso cuando termine el año? -inquirió el joven Cayo Cotta-. Dicen que ninguno de los dos quiere ir de gobernador a una provincia.

– Y así es -añadió Lucio Cotta-. Volverán los dos a ser privatus. ¿Por qué no? Bien poco hace que han realizado grandes campañas… son tan ricos que no tienen necesidad de embolsarse beneficios en ninguna provincia y han culminado su consulado con leyes que les eximen de cualquier sospecha de traición y que garantizan a sus excombatientes todas las tierras que deseen. ¡Yo, de estar en sus botas, tampoco iría a gobernar una provincia!

– Encontrarías sus botas bien incómodas -dijo César-. ¿A dónde van a ir? Pompeyo dice que regresa a su adorado Piceno y que jamas volverá a cruzar las puertas del Senado. Y Craso está más que decidido a recuperar con sus negocios los mil talentos que tuvo que gastar este año. Y yo voy de cuestor a la Hispania Ulterior con un gobernador que no está mal -añadió, con un profundo suspiro de satisfacción.

– Cayo Antistio Veto, antiguo cuñado de Pompeyo -dijo el joven Cotta con una sonrisa.

César no explicó su mayor anhelo: salir para Hispania antes de que muriera su tía Julia.


Pero no fue así. Le avisaron para que acudiera a su lecho de muerte una noche tormentosa a mediados de febrero; su madre llevaba ya varios días en casa de la enferma.

Aún estaba consciente y veía, y cuando él entró en el cuarto, sus ojos se iluminaron levemente.

– Te estaba esperando -dijo.

Le dolía el pecho por el esfuerzo de dominar sus emociones, pero logró sonreír cuando él le dio un beso y se sentó en el borde de la cama como siempre hacía.

– No iba a darte plantón -dijo él bromeando.

– Quería verte -añadió ella con voz bastante fuerte y clara.

– Ya me ves, tía Julia. ¿Qué quieres?

– ¿Tú qué harías por mi, Cayo Julio?

– Lo que me pidieses -contestó él sin reservas.

– ¡Ah, eso me consuela! Ahora sé que me perdonarás.

– ¿Perdonarte? -inquirió él, estupefacto-. ¡No hay nada de nada que tenga que perdonarte!

– Que me perdones el no haber impedido que Cayo Mario te nombrase flamen dialis -dijo ella.

– ¡Tía Julia, nadie podía impedir que Cayo Mario hiciese lo que se le antojase! -exclamó César-. ¡ Los alrededores de Roma están llenos de tumbas de quienes lo intentaron! ¡Ni por un instante se me pasó por la imaginación echarte la culpa! ¡No tienes por que culparte!

– No lo haré si tú no lo haces.

– Yo no. Te doy mi palabra.

Cerró los ojos y las lágrimas escaparon bajo sus párpados.

– Pobre hijo mío -musitó-. Es horrible ser el hijo de un gran hombre… Espero que no tengas hijos, porque tú serás un gran hombre.

La mirada de César se cruzó con la de su madre y, súbitamente, advirtió en ella un vestigio de celos. Su reacción fue brutal e inmediata: cogió a Julia en sus brazos y juntó su rostro a su mejilla.

– Tía Julia -le dijo al oído-, ¿qué voy a hacer sin tus abrazos y tus besos?

Y su mirada daba a entender claramente a su madre que era ella la que de niño le había besado y abrazado. ¡Ella, no tú! ¡Tú nunca! ¿Cómo voy a poder vivir sin tía Julia?

Pero tía Julia no contestó, ni alzó los ojos para mirarle. Ya no volvió a hablar ni a mirar; murió varias horas después sin que él dejase de abrazarla.

Acudieron Lucio Decumio y sus hijos, y Burgundus. César les mandó que acompañaran a su madre a casa y él caminó como flotando por entre la multitud, sin ver a nadie. Había muerto tía Julia y no lo sabía nadie más que él y su familia. Se le ocurrió pensarlo en el momento en que habría debido llorar, y la tribulación venció a las lágrimas. ¡ Roma tenía que saber que había muerto! ¡ Roma sabría que había muerto!

– Un funeral discreto -dijo Aurelia, cuando él regresó a la casa al caer el sol.

– ¡Ah, no! -respondió él, que parecía haber ganado en estatura y hallarse lleno de luz y potencia-. ¡Tía Julia va a tener el mejor funeral que se ha visto desde la muerte de Cornelia, madre de los Gracos! ¡Y sacaremos todas las máscaras de los antepasados, con las de Cayo Mario y su hijo!

– ¡César, no puedes hacer eso! -replicó ella, boquiabierta-. Los cónsules son Hortensio y Metelo Caprario, Roma se ha hecho conservadora y vengativa y algún tribuno de la plebe de Hortensio te mandará arrojar desde la roca Tarpeya por exhibir las imagines de dos hombres declarados oficialmente traidores.

– Que lo intenten -replicó César con desdén-. ¡Enviaré a tía Julia al más allá con todos los honores y respeto público que se merece!

Y, naturalmente, aquella resolución mitigó su aflicción. Ahora tenía algo concreto que hacer y era un exutorio que le pareció más digno de aquella encantadora mujer que las lágrimas y el lamentable sentimiento de pérdida irreparable. Estar ocupado, trabajar por su memoria.

Sabía cómo iba a llevar a cabo sus planes, desde luego; haría de modo que ningún magistrado pudiese impedírselo ni procesarle por mucho que quisieran. Pero mejor que nada, imposibilitarles cualquier intento. Contrató el funeral con la empresa de sepelios más prestigiosa de Roma al precio de cincuenta talentos de plata; por aquella enorme cantidad nadie se negó a participar, a pesar del hecho de que César estaba dispuesto a exhibir ante toda Roma las máscaras de Cayo Mario y de su hijo. Alquiló actores y carros para su transporte; entre los antepasados figurarían el rey Anco Marcio, Quinto Marcio Rex, Iulo, el primer cónsul Juliano, Sexto César, Lucio César, Cayo Mario y su hijo.

Pero no era ésta la principal disposición, que confiaría únicamente a Lucio Decumio y a su cofradía de los cruces y que consistió en difundir a los cuatro vientos por toda la ciudad la noticia de que la gran Julia, viuda de Cayo Mario, había muerto y sería enterrada al cabo de dos días a la tercera hora. Que acudiesen cuantos quisieran. Por Cayo Mario no se había celebrado funeral público y de su hijo sólo se había visto la cabeza pudriéndose en los rostra; por consiguiente, las exequias de Julia serían extraordinarias y Roma podría manifestar el escamoteado luto por los Marios presenciando las ceremonias de este entierro.

El asunto cogió por sorpresa a todos los magistrados, pues nadie les informó de lo que iba a hacerse y ninguno de ellos había previsto asistir al entierro de Julia. Pero Marco Craso fue, y también Varrón Lúculo y Mamerco con Cornelia Sila y nada menos que Filipo; además de Metelo Pío el Meneitos y los dos Cottas, naturalmente. Todos ellos habían sido advertidos, pues César no quiso comprometer a nadie sin avisar.

Y toda Roma se volcó en masa; miles y miles de personas a quienes nada importaba las proscripciones y los decretos de bandolerismo y sacrilegio. Era la oportunidad de manifestar su duelo por Cayo Mario y ver aquel fiero y querido rostro con sus enormes cejas fruncidas llevado por un actor de estatura y corpulencia iguales a las del muerto. ¡Y figuraría también su hijo el joven Mario, tan guapo e impresionante! Pero lo que mayor impresión causó fue el sobrino vivo de Cayo Mario, ataviado con toga de luto tan negra como los ropajes de los caballos que tiraban de las carrozas, con su pelo dorado y su rostro blanco en fuerte contraste con la abundancia de negro que le rodeaba. ¡Qué guapo! ¡ Parecía un dios! Era aquélla la primera aparición de César ante una gran muchedumbre desde la época en que había ayudado al impedido Mario después de su infarto, y quería asegurarse de que la gente de Roma no le olvidase. Era el único descendiente varón de Cayo Mario y quería que todos los que acudiesen al entierro de Julia supiesen quién era: el descendiente de Cayo Mario.

Pronunció el elogio funerario desde los rostra y era la primera vez que hablaba desde esa tribuna, la primera vez que contemplaba a sus pies un mar de rostros cuyos ojos estaban fijos en él. A Julia la habían preparado con primor para su último viaje público, tan bien maquillada que parecía una bella joven, y arrancaba lágrimas entre la multitud. Otras tres hermosas mujeres estaban de pie junto al cadáver en la tribuna de las arengas; una, ya cincuentona, de quien los agentes de Lucio Decumio no cesaban de decir, esparcidos entre la multitud, que era la madre de César; otra de unos cuarenta años, cuyo pelo rojo dorado proclamaba que era hija de Sila; y una jovencita morena en avanzado estado de gravidez, sentada en una silla, que era la esposa de César y que en el regazo tenía a una niña preciosa de cutis argénteo y de unos siete años en quien no era difícil adivinar la hija del propio César.

– ¡Mi familia la forman mujeres! -gritó César desde la tribuna con su voz aguda de orador-. No quedan varones de la generación de mi padre ni de la mía. Yo soy el único que honra hoy en Roma el fallecimiento de la mujer de más años de mi familia, Julia, cuyo nombre no alteró ningún diminutivo ni apelativo pues era la mayor de las Julias y embelleció el nombre de su gens de tal manera como jamás en Roma se ha conocido en una matrona. Era hermosa, de natural amable y poseía toda la lealtad que un hombre puede esperar de una esposa, una madre o una tía; poseía el don cálido del afecto y la bondad de un espíritu generoso. Si hay una mujer con la que podría comparársela, quien también perdió su esposo y sus hijos mucho antes de morir, sería, qué duda cabe, otra gran patricia romana: Cornelia, madre de los Gracos. No han sido tan dispares sus vidas, puesto que Cornelia y Julia sufrieron la cruel aflicción de un hijo decapitado sin derecho a sepelio. ¿Y quién puede decir en cuál de las dos habrá sido más hondo el dolor, sabiendo que una perdió a todos sus hijos pero no padeció el infortunio de ver al esposo deshonrado, mientras que la otra perdió a su único hijo y conoció la desventura de un esposo deshonrado y la pobreza en la vejez? Cornelia fue octogenaria; Julia expiró a los cincuenta y nueve años. ¿Sería acaso falta de coraje en Julia o una vida más muelle en el caso de Cornelia? Nunca lo sabremos, pueblo de Roma. Ni hay por qué preguntarlo. Las dos fueron mujeres grandes e ilustres.

»Pero no estoy aquí para honrar a Julia ni a Cornelia. Julia de los Julios Césares, cuyo linaje era más ilustre que el de ninguna otra romana, pues en él entroncan los reyes de Roma y los dioses fundadores de la ciudad. Su madre era Marcia, la hija menor de Quinto Marcio Rex, el augusto descendiente del cuarto rey de Roma, Anco Marcio, a quien cotidianamente se recuerda en esta gran ciudad con gratitud y alabanzas, pues él trajo a la ciudad el agua potable para surtir de fuentes a todas las plazas públicas y encrucijadas. Su padre fue Cayo Julio César, el hijo menor de Sexto Julio César, patricios de la tribu Fabia, otrora reyes de Alba Longa, descendientes de Tulo, hijo de Eneas, a su vez hijo de la diosa Venus. Por sus venas corría la sangre de una divinidad poderosa y también la de Marte y Rómulo, pues, ¿quién era Rea Silvia, la madre de Rómulo y Remo sino Julia? Así, en mi tía carnal Julia se conjugan la majestad mortal de los reyes y la santidad de los dioses que son dueños de los reyes.

»A la edad de dieciocho años casó con un hombre que hasta el mas humilde de vosotros conocéis. Casó con Cayo Mario, cónsul de Roma siete veces, vencedor del rey Yugurta de Numidia, vencedor de los germanos y vencedor de las primeras batallas en la guerra itálica. Y hasta que este polémico y poderoso hombre murió en la cumbre de su poder, ella fue su leal y fiel esposa. Y de él tuvo su único hijo, Cayo Mario el joven, que fue primer cónsul de Roma a la edad de veintiséis años.

»No es culpa suya que ni el esposo ni el hijo conservaran impoluta su fama después de morir. No es culpa suya que sobre su persona cayera la proscripción y tuviese que abandonar la que había sido su casa durante veintiocho años para ir a una mucho más inferior, expuesta al cruel viento norte que azota el Quirinal externo. No es culpa de ella que la Fortuna le dejase poco con qué vivir para paliar las necesidades de su nuevo vecindario. No es culpa suya haber muerto antes de tiempo. No es culpa suya que se prohibiese exhibir para siempre las máscaras funerarias de su esposo y de su hijo.

»Yo la conocí bien de niño, pues serví de apoyo a Cayo Mario durante aquel aciago año en que el segundo infarto le convirtió en un lisiado. Iba cada día a su casa para cuidar de su esposo y ella me daba dulcemente las gracias. De ella he recibido un cariño como ninguna mujer me ha dado, pues mi madre hubo de ser padre también y no podía permitirse el lujo de caricias y besos que son impropios de un padre. Pero tenía a mi tía Julia, y, aunque mil años viviese, jamás olvidaría uno solo de esos besos y caricias, una sola de las cariñosas miradas que me dirigían sus hermosos ojos grises. ¡Y yo os digo, pueblo de Roma, lamentad su muerte! ¡Doleos de su muerte como yo hago! ¡ Doleos de su destino y de la tristeza que la vida le reservó! Y doleos también del destino de su esposo y su hijo, cuyas imagines os muestro en este triste día. ¡Dicen que no está permitido mostrar las máscaras de los Marios, que se me puede privar de mi rango y ciudadanía por cometer el nefando crimen de enseñar aquí en el Foro -¡que ellos tan bien conocían!- dos objetos inanimados hechos de cera pintada y cabello de otros! ¡ Pues yo os digo que si así se dictaminara, si fuese despojado de mi rango y ciudadanía por exhibir las máscaras de los Marios, que así sea! Pues yo quiero honrar a mi tía carnal como es debido y esa honra es inseparable de su devoción a los Marios que fueron su esposo e hijo. ¡Muestro esas imagines por Julia, y no consentiré que ningún magistrado de esta ciudad las excluya del desfile funerario! ¡Adelante Cayo Mario, adelante Cayo Mario hijo! ¡Honrad a vuestra esposa y madre, Julia de los Julios Césares, hija de reyes y dioses!

La multitud lloraba desconsolada, pero cuando los actores que portaban las máscaras de Cayo Mario y su hijo avanzaron para efectuar sus reverencias a la rígida figura del féretro, comenzó a oírse un murmullo que fue creciendo hasta convertirse en coro de exclamaciones, que, finalmente, se convirtió en ensordecedor estruendo. Y Hortensio y Metelo Caprario el joven, que contemplaban estupefactos la escena desde lo alto de la escalinata del Senado, volvieron la espalda impotentes. El delito de Cayo Julio César tendría que aceptarse con legal y disciplinario silencio, pues toda Roma le amparaba.

– Ha sido digno de oir -dijo Hortensio a Catulo poco después-. No sólo ha desafiado las leyes de Sila y del Senado, sino que ha aprovechado la ocasión para recordar a la muchedumbre que es descendiente de reyes y dioses.


– Bien, César, te saliste con la tuya -dijo Aurelia al final de aquella larga jornada.

– Lo sabía de antemano -contestó él, dejando caer al suelo la negra toga con un suspiro de alivio-. Los pocos conservadores del Senado pueden estar en el poder este año, pero ninguno de ellos tiene la seguridad de que el año que viene vuelvan a salir elegidos. Los romanos quieren un cambio de gobierno y un hombre con el valor de sus convicciones; sobre todo si eleva al anciano Cayo Mario al pedestal del que la ciudadanía nunca le apeó, por mucho que sus estatuas hayan sido derribadas.

Moviéndose como una anciana hidrópica, Cinnilla entró en el cuarto y vino a sentarse en la camilla al lado de César.

– Ha sido impresionante -dijo, cogiéndole la mano-. Me alegro de haber podido asistir al menos a la oración funeraria. ¡Qué bien has hablado!

Él se volvió, le cogió la cara entre las manos y apartó un mechón de su frente.

– Pobrecita mía -dijo con ternura-, ya te falta poco. Sabes que no debes sentarte con las piernas colgando -añadió, cogiéndole los pies y poniéndolos en su regazo.

– ¡Oh, César, se hace tan largo! A Julia la tuve sin ningún apuro, pero esta segunda vez es lamentable. ¡No lo entiendo! -dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.

– Yo sí -terció Aurelia-. Esta vez es niño. Yo tuve a mis dos hijas sin tropiezos, pero tú, César, fuiste una carga.

– Creo que esta noche iré a dormir a mi vivienda -dijo César, dejando los pies de Cinnilla en la camilla y levantándose.

– ¡Oh, César, no; por favor! -dijo la embarazada suplicante, haciendo un mohín-. Quédate. Te prometo que no hablaré de niños ni de cuitas de mujer. Aurelia, no se lo permitas.

– ¡Bah! -exclamó Aurelia, levantándose de la silla-. ¿Y Eutico? Lo que tenemos que hacer es cenar.

– Está alojando a Estrofantes -contestó Cinnilla entristecida, iluminándosele el rostro al ver que César, resignado, volvía a sentarse-. ¡Pobre viejo! ¡No le queda nadie!

– Y él no tardará en dejarnos -dijo César.

– ¡Oh, no digas eso!

– Se le ve en la cara, esposa. Y será lo más piadoso.

– Espero -añadió Cinnilla- no vivir tanto que sea la última. Creo que es el peor destino.

– Peor destino -dijo César, a quien desagradaba que le recordasen cosas amargas- es no hablar más que de tristezas.

– Estás así por vivir en Roma -añadió ella, sonriente, mostrando la arruguita rosa del labio-. Te sentirás mejor cuando vayas a Hispania. En Roma nunca estás tan contento como cuando viajas.

– El próximo nundinus, esposa, por mar, a principios de invierno. Tienes razón. No me gusta estar en Roma. ¿Qué me dices de tener este niño antes del próximo nundinus? Me gustaría conocer a mi hijo antes de partir.


Vio a su hijo antes de marchar aquel nundinus, pero cuando finalmente la comadrona y Lucio Tucio consiguieron sacarle del canal del parto, vieron que llevaba muerto varios días. Y Cinnilla, hinchada y entre convulsiones, con un lado paralizado por el infarto, murió casi al mismo tiempo que expulsaba el aborto.

Nadie podía creerlo. Si la muerte de Julia había causado impresión y dolor, la de Cinnilla era insufrible. César lloró como nunca lo había hecho sin preocuparse por el qué dirán. Hora tras hora, desde el momento de la primera mortal convulsión hasta el instante en que la enterraron. Una pérdida era soportable, pero dos constituía una pesadilla asoladora. Por el niño muerto no quiso afligirse ni pensar en él; había muerto Cinnilla, y ella había vivido en la casa desde que él tenía catorce años, había sido parte del agobio del cargo de flamen dialis; había muerto la niñita regordeta a quien había querido como hermana y como esposa a partes iguales. ¡ Diecisiete años! Habían sido niños juntos; los únicos niños de aquella casa.

Su muerte afligió a Aurelia sin comparación con la de Julia, y aquella mujer de hierro lloró tan desconsoladamente como su hijo.

Se había extinguido una luz que echaría en falta el resto de su vida; en parte nieta y en parte nuera, de aquella dulzura no quedarían más que los ecos, un telar vacío y una cama vacía. Burgundus lloró, Cardixa lloró; y sus hijos y Lucio Decumio, Estrofantes, Eutico y todos los criados. Y también lloraron los habitantes de la insula y no poca gente del Subura.

Su entierro fue muy distinto al de Julia; el de aquélla, en cierto modo, había sido un episodio glorioso, una ocasión para que el orador elogiase a una gran mujer y a su familia. Pero sí que había similitudes. César sacó las imagines de Cornelio Cinna del almacén en que las había escondido con las máscaras de los dos Marios y las portaron actores para escandalizar otra vez a Hortensio y a Metelo Caprario el joven; y aunque no era costumbre hacer el elogio funerario desde la tribuna de las arengas de una mujer joven, César lo hizo. Pero no en tono glorioso, sino en tono afable, haciendo hincapié en lo placentera que había sido su compañía y en los años durante los cuales ella le había consolado por haber perdido la libertad juvenil. Habló de su sonrisa y aquellos lanudos atavíos que se había visto obligada a vestir como flaminica dialis. Habló de su hija, a quien sostenía en brazos, mientras lo hacía. Y lloró.

Y terminó diciendo:

– No hay mayor dolor que el que siento en estos momentos dentro de mi. La tragedia de ese dolor que hace que todos nosotros siempre pensemos que no hay dolor como el nuestro. Pero estoy dispuesto a confesaros que quizás sea un hombre frío y duro cuyo mayor afecto sea su propia dignitas. Que así sea. En cierta ocasión me negué a divorciarme de la hija de Cinna. En aquel entonces pensé que me negaba a obedecer la orden de Sila de divorciarme de ella en beneficio propio y por las posibilidades que ello me ofrecía. Pues bien, ya os he dicho cuál es la tragedia del dolor, y esa tragedia nada tiene que ver con la crueldad de no darse cuenta de lo que una persona significa para uno hasta una vez que está muerta.

Nadie vitoreó la imago de Lucio Cornelio Cinna ni de sus antepasados, pero Roma lloró tanto, que por segunda vez en dos nundinae los enemigos de César se vieron impotentes para actuar contra él.


De pronto, su madre había envejecido de pena. Penosa situación para el hijo, cuyos intentos de consolarla con besos y abrazos fueron rechazados.

¿Soy tan frío porque ella es tan fría y dura? ¡ Pero es fría y dura únicamente conmigo! ¡Ah!, ¿por qué me hará esto? ¡ Hay que verla, tan afligida por Cinnilla! ¡ Igual que por el viejo y horrendo Sila! Si yo fuese mujer, un hijo me sería un gran consuelo. Pero soy un noble romano y los hijos de un noble romano siempre están apartados de él. ¿Cuántas veces he visto yo a mi padre? ¿Y acaso he podido hablar alguna vez de ello con él?

– Mater -dijo-, te doy a la pequeña Julia. Tiene casi la misma edad que Cinnilla cuando vino a vivir a nuestra casa. Con el tiempo será ella quien llene tus afectos, y no intentaré apartarla de ti.

– La he tenido desde que nació -dijo Aurelia- y sé muy bien lo que dices.

Entró el viejo Estrofantes, arrastrando los pies, miró legañoso a la madre y al hijo y volvió a salir.

– Tengo que escribir al tío Publio a Esmirna -dijo Aurelia-. El pobre es también otro que nos enterrará a todos.

– Sí, hazlo, mater.

– César, no te entiendo cuando actúas como el niño que llora porque se ha comido el pastel que pensaba que nunca se acabaría.

– ¿A cuento de qué viene esa observación?

– Lo dijiste tú durante el elogio funerario de Julia. Que yo tuve que hacer de padre y de madre contigo y, por consiguiente, no pude darte los besos y caricias que te dio Julia. Cuando lo oí, sentí un gran alivio; por fin lo habías entendido. Pero ahora, observo que vuelves a estar amargado. Acepta tu suerte, hijo. Para mí significas mucho más que Julia, que Cinnilla, que nadie. Significas más que tu propio padre. Y mucho más que lo que habría podido significar Sila, si hubiera cedido a él. Si no puede haber paz entre nosotros, ¿no podríamos decretar una tregua?

– ¿Por qué no? -replicó él, sonriendo irónico.

– Te encontrarás a gusto en cuanto salgas de Roma, hijo.

– Es lo que dijo Cinnilla.

– Y tenía razón. Nada disipará tu aflicción por esa muerte como un buen viaje por mar que despeje los desechos que se acumulan en tu mente. Ya verás como vuelve a dar resultado. Tiene que ser así.

Tiene que ser así, se repetía mentalmente César, cabalgando las breves millas entre Roma y Ostia, donde aguardaba su barco. Es cierto. Mi espíritu puede estar deshecho, pero tengo la mente incólume. Nuevas cosas que hacer, nuevas gentes que conocer, un país nuevo para ver ¡y sin Lúculo! Saldré de ésta.

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