César no había encontrado motivo para apresurarse a regresar a Italia después de dejar el servicio a las órdenes de Publio Servilio Vatia, y el viaje de vuelta fue más bien un periplo exploratorio de las regiones de la provincia de Asia y de la Licia que él no conocía. No obstante, a finales de septiembre llegaba a Roma. En el año en que Lépido y Catulo eran cónsules, se encontró con una Roma recelosa por la conducta de Lépido, que había salido de la ciudad para reclutar tropas en Etruria antes de hacer lo que debía, que era celebrar las elecciones curules. La guerra civil se presentía y era el tema en boca de todos.
Pero la guerra civil -real o imaginaria- no figuraba en la lista de prioridades de César. Tenía asuntos personales que atender.
Por su madre no parecían pasar los años, aunque sí notó en ella un profundo cambio: estaba muy triste.
– Porque ha muerto Sila -comentó su hijo en tono acusatorio, recordando la época en que los había creído amantes.
– Sí.
– ¿Por qué? Tú no le debías nada.
– Le debía tu vida, César.
– ¡Él fue el primero en ponerla en peligro!
– Lamento que haya muerto -dijo Aurelia.
– Yo no.
– Cambiemos de tema.
César lanzó un suspiro, se reclinó en la silla y se dio por vencido. Ella erguía la barbilla, señal cierta de que no se doblegaría a sus argumentos.
– Ya es hora de que mi esposa comparta mi cama, mater.
– Tiene dieciséis años escasos -replicó Aurelia, frunciendo el ceño.
– Demasiado joven para casarse, cierto. Pero Cinnilla lleva casada nueve años, y eso lo cambia todo. Al llegar, noté en sus ojos que ya está deseando venir a mi cama.
– Sí, hijo, sé que tienes razón. Aunque tu abuelo habría dicho que la unión de dos patricios conlleva riesgo en el parto. A mí me habría gustado que fuese algo mayor para la concepción.
– No le pasará nada, mater.
– ¿Cuándo, entonces?
– Esta noche.
– Pero, César, primero debe hacerse una especie de confirmación del matrimonio. Una cena familiar… tus dos hermanas están en Roma.
– No quiero cena familiar ni alharacas.
Y no lo hubo. Aurelia no dijo nada del cambio a su nuera, quien en el momento en que se disponía a retirarse a su cuartito, se vio detenida por César en el triclinium en el cual se encontraban los dos solos.
– Por aquí, Cinnilla -dijo César, cogiéndole de la mano para conducirla a su cubículo dormitorio.
– ¡Oh, no estoy preparada! -replicó ella, palideciendo.
– Eso les pasa a todas las doncellas; por eso lo mejor es hacerlo y ya está. Así nos quedamos tranquilos.
Había sido buena idea no darle tiempo a preocuparse por lo que le esperaba, aunque era evidente que llevaba años pensando únicamente en eso. Le ayudó a quitarse las ropas, y como era un incondicional del orden las dobló cuidadosamente, disfrutando con aquellas pruebas de presencia femenina en un cuarto que no había pisado ninguna mujer desde que lo dejara Aurelia al morir su padre. Cinnilla se sentó en el borde de la cama y miró cómo lo hacía, pero cuando comenzó a desvestirse él, cerró los ojos.
Ya desnudo, César se sentó al lado de ella, le cogió las manos y se las puso sobre el muslo.
– ¿Sabes lo que va a suceder, Cinnilla?
– Sí -contestó ella sin abrir los ojos.
– Pues mírame a los ojos.
Ella abrió sus grandes ojos negros y los fijó con esfuerzo en el rostro de él, sonriente y lleno de amor.
– Qué preciosa eres, esposa, y qué bien hecha -dijo él, tocándole los senos turgentes de pezones casi dorados como su piel. Ella le devolvió las caricias entre suspiros.
César la abrazó, la besó, para deleite de ella que tanto lo había ansiado en sueños, y comprobaba que era mejor en la realidad; le entregó su boca, le devolvió los besos, le acarició y se vio tumbada en la cama a su lado, con su cuerpo respondiendo con deliciosos espasmos y estremecimientos a aquel contacto pleno con el cuerpo del hombre. Descubría que la piel de él era casi tan sedosa como la suya y el gusto que le procuraba aquel contacto encendió su deseo.
Aunque sabía exactamente lo que tenía que suceder, la imaginación no podía compararse a la realidad. Hacía tantos años que le amaba, que era el centro de su existencia, que ser su esposa auténtica, además de legal, era una maravilla. Valía la pena haber tenido que esperar; una espera que formaba parte de aquel estado de exaltación. Sin prisas, César aguardó a que estuviera a punto y no hizo ninguna de aquellas fantasías que habían nutrido sus sueños de virgen. Le causó algo de daño, pero no al extremo de interrumpir aquella excitación en aumento. Sentirle dentro era lo mejor de todo, y le retuvo así hasta que un espasmo mágico e inesperado sacudió su ser. Aquello no se lo había advertido nadie, pero ahora comprendía que era eso precisamente lo que hacía que las mujeres quisieran seguir casadas.
Cuando se levantaron por la mañana a comer pan aún caliente del horno y beber agua fresca de la cisterna de piedra del jardín del patio de luces, encontraron el comedor lleno de rosas y un jarro de vino suave y dulce en el aparador. De las lámparas colgaban muñequitos de lana y espigas de trigo. Luego, entró Aurelia a besarles y felicitarles y después los criados, uno por uno, seguidos de Decumio y sus hijos.
– ¡Qué estupendo estar casado por fin! -dijo César.
– Pues sí -añadió Cinnilla, que tenía el aspecto feliz y esplendoroso de cualquier novia tras la noche de bodas.
Cayo Matius fue el último en entrar, conmovido por la modesta celebración. Nadie sabía mejor que él de cuántas mujeres había gozado César, pero aquélla era su esposa y le alegraba enormemente ver que no le había decepcionado. El, por su parte, consideraba que no habría sido capaz de complacer a una muchacha de la edad de Cinnilla después de haberla tenido como una hermana nueve largos años. Pero era evidente que César era de fibra más fuerte.
Fue en la primera reunión del Senado a la que acudió César cuando Filipo logró convencer a la cámara para que conminase a Lépido a regresar a Roma para celebrar las elecciones curules. Y en la segunda reunión escuchó la lectura de la breve negativa de Lépido, seguida del decreto senatorial ordenándole regresar a Roma.
Pero entre ésta y la tercera, César recibió la visita de su cuñado Lucio Cornelio Cinna.
– Habrá guerra civil -dijo el joven Cinna- y quiero que estés en el bando vencedor.
– ¿Bando vencedor?
– El de Lépido.
– No vencerá, Lucio. No puede vencer.
– ¡Con toda Etruria y Umbría de su parte no puede perder!
– Esa es la frase acostumbrada que la gente viene diciendo desde que el mundo es mundo, pero yo sólo conozco una persona que no puede perder.
– ¿Y quién es esa persona? -inquirió Cinna molesto.
– Yo.
A Cinna la afirmación le pareció absurda y se partió de risa.
– ¡César -replicó cuando pudo hablar-, eres un bicho raro!
– Tal vez no sea un bicho tan raro. Tal vez sea un pollo, que no es un bicho tan raro; o tal vez sea un costillar de cordero colgado del gancho de una carnicería.
– Nunca sé cuándo bromeas -dijo Cinna aturdido.
– Eso es porque rara vez bromeo.
– ¡Bah, cuando has dicho que eres el único que no puede perder hablabas en broma!
– Hablaba totalmente en serio.
– ¿No vas a unirte a Lépido?
– Ni aunque estuviera ya ante las puertas de Roma, Lucio.
– Pues cometes un error; yo voy a unirme a él.
– No te lo reprocho. La Roma de Sila te arruinó.
Y el joven Cinna marchó a Saturnia, en donde estaba Lépido con sus legiones. La segunda conminación, expedida esta vez por Catulo en nombre del Senado, le llegó a Lépido y éste volvió a negarse a regresar a Roma; y antes de que Catulo regresase a Campania con sus legiones, César solicitó una entrevista.
– ¿Qué quieres? -inquirió frIamente el hijo de Catulo César, a quien nunca le había gustado aquel joven demasiado bien parecido e inteligente.
– Quiero unirme a tu estado mayor en caso de que haya guerra.
– No quiero tenerte en mi estado mayor.
La mirada de César cambió y adoptó el brillo asesino de Sila.
– No tengo por qué gustarte para que me utilices, Quinto Lutacio.
– ¿Y en qué iba a utilizarte? O por decirlo mejor, ¿en qué puedes servirme? Me han dicho que ya has pedido unirte a Lépido.
– ¡Eso es mentira!
– No, por lo que yo he oído. El joven Cinna fue a verte antes de marchar de Roma y quedasteis de acuerdo.
– El joven Cinna vino a presentarme sus mejores deseos, como es el deber de todo buen cuñado cuando el matrimonio de su hermana ha sido consumado.
– Puede que a Sila le convencieses de tu lealtad, César -replicó Catulo dándole la espalda-, pero a mí jamás me quitarás de la cabeza que eres un enredador. No te quiero a mi lado porque no deseo tener en mi estado mayor a nadie de cuya lealtad desconfío.
– Primo, si Lépido marcha sobre Roma, yo lucharé por ella. Si no formo parte de tu estado mayor, lo haré en otro destino. Soy un patricio romano de la misma sangre que tú y no soy cliente ni partidario de nadie -se detuvo a medio camino de la puerta-. Y harías muy bien en considerarme un hombre que actuará siempre de acuerdo con la constitución de Roma. Seré cónsul en mi año, pero no porque un perdedor como Lépido se haya convertido en dictador de Roma. Lépido no tiene el valor ni la categoría, Catulo. Y quiero añadir que tú tampoco.
Así fue como César permaneció en Roma mientras los acontecimientos se concatenaban cada vez con mayor rapidez hacia la sublevación. El senatus consultum de re publica defendenda quedó ¿aprobado; Flaco, príncipe del Senado, murió; el segundo interrex celebró elecciones y, finalmente, Lépido marchó sobre Roma. Junto con varios miles de ciudadanos de alta cuna, baja cuna e intermedios, César se presentó con armas y coraza ante Catulo en el Campo de Marte, y le destinaron con un grupo compuesto por varios centenares a guarnecer el puente de madera que daba entrada a la ciudad por la parte del Transtiberimo. Como Catulo se negó a dar ningún tipo de mando al ganador de la corona cívica, César sirvió como un simple soldado raso y no participó en los combates; cuando concluyó la batalla bajo las murallas servianas del Quirinal, regresó a su casa sin presentarse voluntario para perseguir a Lépido por la costa de Etruria.
No olvidaría la arrogancia y el menosprecio de Catulo. Pero Cayo Julio César sabía guardarse su odio; ya le llegaría su hora a Catulo.Esperaría.
Para gran disgusto de César, a su llegada a Roma se encontró con que el joven Dolabela estaba desterrado y Cayo Verres se dedicaba a pavonearse rezumando virtud y probidad. Verres era ahora esposo de la hija de Metelo Caprario y muy popular entre los caballeros electores, quienes pensaban que su testimonio contra el joven Dolabela era un buen desagravio al rehabilitado ordo equester. ¡Al fin había un senador que osaba acusar a uno de sus colegas!
Sin embargo, César hizo saber a través de Lucio Decumio y Cayo Matius que actuaría como abogado de cualquier residente del Subura y durante los meses siguientes -en los que se produjo la caída de Lépido y Bruto, y el ascenso de Pompeyo- se ocupó de una serie de casos sencillos, pero con gran éxito. Creció su fama jurídica y los aficionados a la abogacía y la retórica comenzaron a asistir a todos los juicios en que actuaba él de abogado defensor, principalmente ante el pretor urbano o de extranjeros, y a veces ante el tribunal de homicidios. A pesar de sus calumnias, a Catulo la gente comenzó a dejar de hacerle caso porque les gustaba oir lo que decía César y aún más su modo de expresarlo.
Cuando de algunas ciudades de Macedonia y de Grecia central acudieron a él para pedirle que presentara acusación contra Dolabela el viejo (por la época en que había sido gobernador, pues entretanto Apio Claudio Pulcro ya había llegado a su provincia), César aceptó. Era el primer proceso importante en que intervenía, pues había de celebrarse en el quaestio de repetundae, el tribunal de extorsiones, e implicaba a un hombre de familia de alcurnia y gran influencia política. No conocía muy bien las circunstancias del mandato de gobernador de Dolabela y comenzó a entrevistarse con los posibles testigos, compilando pruebas con gran meticulosidad. A sus clientes etnarcas les parecía un hombre delicioso, escrupulosamente deferente con su dignidad y siempre afable y de trato fácil, y lo que más les admiraba era su extraordinaria memoria: no olvidaba detalle de lo que le decían y a veces sacaba partido a un comentario en apariencia de lo más trivial que resultaba ser más importante de lo que nadie había pensado.
– De todos modos -dijo a sus clientes la mañana en que se iniciaba el juicio-, quiero preveniros de que el jurado está formado totalmente por senadores y Dolabela cuenta con grandes simpatías entre ellos, pues se le considera un buen gobernador que logró mantener a raya a los escordiscos. No creo que ganemos.
No ganaron. A pesar de que las pruebas eran abrumadoras, el jurado senatorial, al tratarse de un colega, hizo caso omiso y, aunque la oratoria de César fue extraordinaria, se pronunció el ABSOLVO. César no se excusó ante sus clientes ni ellos quedaron decepcionados con su actuación; la exposición y la argumentación de César fueron considerados lo mejor que se había escuchado en mucho tiempo y muchos acudieron a él pidiéndole que editara los discursos.
– Serán libros de texto para los estudiantes de retórica y leyes -dijo Marco Tulio Cicerón, que le solicitó copias a título personal-. No podías ganarlo, desde luego, pero me alegro muchísimo de haber regresado a tiempo del extranjero para una oratoria mejor que la de Hortensio y Cayo Cotta.
– Yo también me alegro, Cicerón. Una cosa es que Cetego se deshaga en elogios y otra que un abogado de tu categoría te pida copias de los discursos -contestó César, muy ufano porque Cicerón se las solicitase.
– No puedes enseñarme nada en oratoria -dijo Cicerón, comenzando a demoler inconscientemente sus cumplidos-, pero ten la seguridad de que estudiaré con todo detalle tu método de investigación del caso y de presentación de pruebas. -Iba caminando por el Foro, y Cicerón no dejaba de hablar-. Lo que me fascina es cómo has sabido dar amplitud a tu voz. En conversación normal es muy grave y, sin embargo, cuando hablas en público la elevas de un modo que es perfectamente audible. ¿Quién te enseñó ese recurso?
– Nadie -contestó César extrañado-. Me he dado cuenta de que los que tienen voz grave cuestan más de oir que los que tienen voz más aguda. Y cuando quiero que me oigan la convierto en aguda.
– Apolonio Molon, con quien he estado estudiando estos dos últimos años, dice que la voz de un hombre está en función de la longitud de su cuello. Cuanto más largo es el cuello, más grave es la voz. ¡Tú tienes un cuello bien largo y escuálido! Yo, por suerte, tengo la longitud correcta -añadió complacido.
– Es corto -comentó César con ojos pícaros.
– Es mediano -replicó Cicerón tajante.
– Tienes buen aspecto y has engordado, que falta te hacía.
– Estoy bien, y deseando volver a los tribunales. Aunque -añadió, pensativo- no creo que deba enfrentar mis dotes a las tuyas.
titanes no deben enfrentarse nunca. Prefiero a los del estilo
Hortensio y Cayo Cotta.
– Yo esperaba una actuación más brillante por su parte -dijo César-. De no haber decidido el jurado de antemano y si se hubiera tenido en cuenta mi argumentación, habrían perdido el caso; son torpes y descuidados.
– Estoy de acuerdo. ¿Cayo Cotta es tío tuyo, verdad?
– Sí, pero no importa; a él y a mí nos gusta enfrentarnos.
Se detuvieron a comprar una empanada a un vendedor que hacía años estaba instalado con su tenderete ante la casa oficial del flamen dialis.
– Yo creo -dijo Cicerón devorando con fruición la empanada- que persisten muchas dudas legales respecto a tu antiguo flaminado. ¿No tienes tentaciones de recuperarlo y trasladarte a esa cómoda y bonita residencia detrás del tenderete de Gavius? Tengo entendido que vives en una casa del Subura. No es un domicilio adecuado para un abogado como tú, César.
César se sacudió las ropas y tiró el resto de la empanada en dirección a un pájaro.
– ¡Ni aunque viviese en una choza del Esquilino me vendrían tentaciones, Cicerón! -respondió.
– Yo, te confieso que me alegra vivir en el Palatino -añadió Cicerón, atacando la segunda empanada-. Mi hermano Quinto vive en la casa familiar del Carinae -dijo con gesto ampuloso, como si fuese la casa solariega de la familia y no una vivienda adquirida cuando él era niño-. Hablando de conocidos -prosiguió, riendo al recordar algo-, habrás oído lo que dijo Quinto Calidio después de un juicio en el tribunal de extorsiones en que fue condenado por sus iguales, ¿no?
– Me temo que no. Explícamelo.
– Dijo que no le extrañaba haberlo perdido, porque la tarifa para sobornar al jurado en estos tiempos en que los jurados de los tribunales están todos formados por senadores, como dispuso Sila, es de cien mil sestercios, y que él no podía permitirse tal gasto.
César se echó a reír.
– Entonces, tendré cuidado de no acercarme al tribunal de extorsiones.
– Sobre todo cuando esté Léntulo Sura de portavoz del jurado.
Como Publio Cornelio Léntulo Sura había sido portavoz del jurado del proceso a Dolabela el viejo, César enarcó las cejas.
– ¡Me alegra saberlo, Cicerón!
– Querido amigo, no hay nada en absoluto que yo pueda enseñarte sobre los tribunales -añadió Cicerón con ampuloso gesto-, pero si tienes alguna duda, consúltame.
– Pierde cuidado, que lo haré -dijo César, estrechándole la mano y alejándose en dirección al menospreciado Subura.
Quinto Hortensio salió de detrás de una columna y se acercó a Cicerón, que seguía contemplando la alta figura de César disminuir a lo lejos.
– Ha estado brillante -dijo Hortensio-. Unos años más, querido Cicerón, y tú y yo no podremos dormirnos sobre los laureles.
– Con un jurado honrado, querido Hortensio, habrías perdido tus laureles esta mañana.
– ¡No seas cruel!
– Eso no durará, ¿sabes?
– ¿El qué?
– Los jurados formados estrictamente por senadores.
– ¡Tonterías! El Senado ha recuperado la hegemonía para siempre.
– Eso sí que es una tontería. Existe gran inquietud entre la ciudadanía a favor de que los tribunos de la plebe recuperen sus derechos. Y cuando los recuperen, Quinto Hortensio, serán caballeros quienes constituyan el jurado.
Hortensio se encogió de hombros.
– A mí me da igual, Cicerón. Senadores o caballeros, el soborno es el soborno… en caso necesario.
– Yo no soborno a mis jurados -replicó Cicerón muy tieso.
– Ya lo sé. Ni él tampoco -dijo Hortensio, señalando hacia el Subura-. ¡Pero es una costumbre generalizada, querido amigo, una costumbre!
– Una costumbre que no da satisfacción a un abogado. Cuando gano un proceso me gusta saber que lo he ganado por mérito propio, no por el dinero que me haya dado el cliente para comprar al jurado.
– Pues eres un loco y no te irán bien las cosas.
El rostro agradable, aunque no de belleza clásica, de Cicerón se
contrajo y un fulgor terrible iluminó sus ojos marrones.
– ¡Acabaré contigo, Hortensio, no te quepa la menor duda!
– Mi posición es sólida y no podrás moverme.
– Eso es lo que dijo Anteo antes de que Hércules le levantase del suelo. Ave, Quinto Hortensio.
A finales de enero del año siguiente, Cinnilla dio una hija a César, Julia, una niñita blanca y delicada que hizo las delicias de los padres.
– Un hijo representa un gasto enorme, querida esposa -dijo César-, mientras que una hija es una carta política muy valiosa cuando es de estirpe patricia por ambos lados y tiene una buena dote. Nunca se sabe cómo va a salir un hijo, y nuestra Julia es preciosa. Ya verás como tiene docenas de pretendientes como su abuela Aurelia.
– Yo no veo muchas perspectivas de una buena dote -dijo la madre, que, aunque había tenido un parto difícil, ya se recuperaba.
– ¡No te preocupes, Cinnilla querida! Cuando tenga edad de casarse tendrá su dote.
Aurelia estaba en su elemento cuidando a aquella nieta que había conquistado totalmente su cariño. Tenía otros cuatro nietos: los dos hijos de Lia de distinto esposo y la niña y el niño de Ju-Ju, pero ninguno de ellos vivía en su casa ni eran progenie de su hijo, la luz de su vida.
– Tendrá los ojos azules porque son muy claros -dijo Aurelia, encantada de que la pequeña hubiese salido al padre-, y el pelito es blanco.
– Me alegro de que le veas pelo -dijo César muy serio-. A mí me parece pelona, cosa lamentable, siendo una César, que debería tener una profusa melena.
– ¡Tonterías! ¡Claro que tiene pelo! Ya verás si tiene melena cuando cumpla un año; pero no se le oscurecerá mucho. La tendrá plateada en vez de dorada esta ricura.
– A mi me parece tan fea como Cnea.
– ¡César, César, es una recién nacida! Y se va a parecer mucho a ti.
– Predestinada -comentó César, y salió del cuarto.
Se dirigió a la hospedería más lujosa de la ciudad en la esquina del Foro con el Clivus Orbius. Había recibido recado de los clientes que le habían encomendado el litigio contra Dolabela, que habían vuelto a Roma y deseaban verle urgentemente.
– Tenemos otro caso para encomendarte -dijo el jefe de los griegos, Ifícrates de Salónica.
– Me siento halagado -dijo César, frunciendo el ceño-. ¿A quién queréis acusar? Apio Claudio Pulcro lleva muy poco tiempo de gobernador para que tengáis una querella contra él, y eso en el caso de que el Senado consintiera en juzgar a un gobernador en desempeño de su mandato.
– Es un caso aparte que nada tiene que ver con los gobernadores de Macedonia -replicó Ifícrates-. Queremos que acuses a Cayo Antonio Hibrida por las atrocidades que cometió cuando fue prefecto de caballería con Sila hace diez años.
– ¡Por los dioses, después de tanto tiempo! ¿Por qué?
– No esperamos ganarlo, César. No es el objeto de nuestra misión. Es que por nuestras experiencias con Dolabela el viejo nos hemos dado cuenta cabal de que se nos impone el sometimiento a ciertos romanos que son poco más que animales. Y creemos que ya es hora de que Roma lo sepa. Las peticiones de nada sirven, pues nadie las lee y menos el Senado. Los procesos por traición y extorsión son asuntos enrarecidos a los que sólo asisten las clases altas romanas. Ahora, lo que deseamos es llamar la atención de los caballeros y de las clases bajas, por lo que hemos pensado en un juicio ante el tribunal de homicidios, que es un foro al que acuden todas las clases. Y al pensar en un caso adecuado para ello, a todos nos vino inmediatamente a la cabeza el nombre de Cayo Antonio Hibrida.
– ¿Qué es lo que hizo? -inquirió César.
– Era prefecto de caballería a cargo de las regiones de Tespias, Eleusis y Orcómenes cuando Sila y parte de su ejército acampaban en Beocia. Pero él no hizo muchos servicios de armas, sino que se complacía morbosamente en torturar, herir, forzar a mujeres y hombres, niños y niñas, y en matar.
– ¿Hibrida?
– Sí, Hibrida.
– Yo siempre le tuve por un Antonio más… borracho más que sobrio, derrochón y ávido de mujeres y comida. Pero torturar… -añadió César, con gesto de repugnancia-. Incluso en el caso de un Antonio no es corriente. ¡Antes lo creería de un Ahenobarbo!
– Las pruebas son abrumadoras, César.
– Supongo que habrá salido a la madre, que no era romana, aunque siempre oi que era una mujer bastante decente; una apulia. Pero los apulios no son bárbaros, y lo que me contáis es pura barbarie. ¡Ni Cayo Verres llegó a tanto!
– Las pruebas son abrumadoras -repitió Ifícrates con mirada furtiva-. Quizás ahora entiendas nuestra lamentable situación. ¿Quién de las clases altas de Roma nos creerá si no habla toda la ciudad de nosotros y toda Roma ve con sus propios ojos las pruebas?
– ¿Tenéis víctimas como testigos?
– Docenas si hace falta. Gente de intachable virtud y condición. Los hay sin ojos, sin orejas, sin lengua, mancos, sin pies, sin piernas, sin genitales, sin útero, sin brazos, despellejados, sin nariz… Ese hombre fue una bestia. Y sus amigos también, aunque ellos no importan porque no pertenecían a la nobleza.
– Entonces, son víctimas vivas -comentó César asqueado.
– La mayoría, cierto. Antonio actuaba como si se tratara de un arte, un arte que consistía en causar el mayor dolor y mutilación posible sin provocar la muerte. Su mayor placer era regresar a esas ciudades meses después para comprobar que las víctimas seguían vivas.
– Bien, me repugna, pero, desde luego, acepto el caso -dijo César con firmeza.
– ¿Por qué ha de repugnarte?
– Es que su hermano mayor, Marco, está casado con una prima mía lejana, la hija de Lucio César, que fue cónsul y posteriormente asesinado por Cayo Mario. Hay tres niños sobrinos de Hibrida que son primos lejanos míos. Y no está bien visto acusar a miembros de tu misma familia, Ifícrates.
– ¿Pero ese parentesco alcanza realmente a Cayo Antonio Hibrida? Tu prima no está casada con él.
– Cierto, y por ese motivo acepto el caso. Pero muchos lo desaprobarán. Existe consanguinidad con los tres hijos de Julia.
Fue a Lucio Decumio a quien decidió dirigirse, en vez de a Cayo Matius o alguien más afín a su rango.
– Tú que lo sabes todo, papá, ¿has oído algo de eso?
Dotado de un físico que le impedía parecer más viejo en la juventud y más joven en la vejez, Lucio Decumio seguía igual que siempre, y a César le costaba calcular su edad, pero debía de tener unos sesenta años.
– Un poco; no mucho. Los esclavos no le duran más de seis meses y nunca se ve que los entierre. A mí, eso de que no los entierren me hace sospechar. Suele ser señal de cosas muy raras.
– ¡No hay nada más despreciable que la crueldad con los esclavos!
– Eso lo pensarás tú, César, que tienes la mejor madre del mundo y has sido educado como es debido.
– ¡No debería tener nada que ver con la manera en que uno ha sido educado! -replicó César airado-. Es algo que atañe a la naturaleza propia de una persona. Entiendo que esas atrocidades las perpetren los bárbaros, pues sus costumbres, sus tradiciones y sus dioses les imponen cosas que los romanos ya hemos puesto fuera de la ley hace siglos. Pero pensar que un noble romano, ¡de la familia de los Antonios!, se deleite en infligir tales sufrimientos… ¡de verdad que me cuesta creerlo!
Pero Lucio Decumio estaba más informado.
– César, eso sucede cada día; y lo sabes. Quizá cosas no tan horribles, pero si no son más frecuentes es simplemente porque la gente teme que se sepa. ¡Piénsalo un poco! Ese Antonio Hibrida es noble, como tú dices; los tribunales le protegen y los de su clase le defienden. ¿Qué va a temer una vez que ha empezado? Lo que impide que la gente empiece a hacer cosas de ésas, César, es el temor a que les sorprendan, porque si les descubren son castigados. Y cuanto más alto sea uno, más dura es la caída. Pero a veces hay gente con agallas para llevar a cabo sus deseos y hace esas cosas. Como ese Antonio Hibrida. No hay muchos como él, ¡muchos, no! Pero siempre hay alguno, César, siempre hay alguno.
– Si, tienes razón. Claro que tienes razón -dijo César bajando los párpados, sumido en sus pensamientos-. Lo que tú dices es que a esas personas hay que pedirles cuentas. Castigarlas.
– Para que no haya muchas como ellas. Si se deja a uno, se atreven muchos mas.
– Así que tendré que pedirle cuentas. No será fácil.
– No será fácil.
– Aparte de esos rumores difusos de que desaparecen esclavos, ¿qué más sabes de él, papá?
– No mucho, salvo que todos le odian. Los comerciantes le detestan y la gente humilde también. Si pellizca a una niña cuando pasa por la calle, lo hace con fuerza para hacerla llorar.
– ¿Y cómo se explica lo de mi prima Julia?
– Pregúntaselo a tu madre, César; no a mi.
– ¡A mi madre no se lo puedo preguntar, Lucio Decumio!
El suburano pensó un instante y asintió con la cabeza.
– No, claro que no -hizo una pausa-. Bien, esa Julia es una tonta… no una de las Julias listas, desde luego. Su Antonio es poco formal, no sé si me entiendes, pero no es un hombre cruel. Un atolondrado que no sabe cuándo hay que dar a los niños una patada en el culo.
– ¿Quieres decir que los niños son unos salvajes?
– Como jabalíes.
– Vamos a ver… Marco, Cayo y Lucio. ¡Ah, me gustaría saber más sobre asuntos de familia! Lo que pasa es que no escucho lo que cuentan las mujeres. Mi madre me lo podría explicar en un periquete… Pero ella es muy lista, papá, y en seguida sabrá por qué me interesa y luego querrá disuadirme de que acepte el caso. Y nos pelearemos. Si, está claro que es mejor que no sepa que voy a aceptarlo -añadió con un suspiro y gesto entristecido-. Creo que será mejor que me entere de más cosas sobre los hijos del hermano de Hibrida.
Lucio Decumio torció el gesto y alzó los ojos al cielo.
– Yo los veo por el Subura… Por el Subura no deberían campar a sus anchas sin pedagogo ni criado, pero lo hacen, y roban comida en las tiendas más por fastidiar que por necesidad.
– ¿Qué edad tienen?
– Pues no sé exactamente, pero Marco debe de tener unos doce por la estatura, pero actúa como uno de cinco; yo creo que tendrá siete u ocho. Los otros dos son más pequeños.
– Sí, todos los Antonios son unos bestias. Imagino que el padre de los niños no tendrá mucho dinero.
– Siempre andan apurados, César.
– Le perjudicaré a él y a los hijos si llevo el caso a los tribunales.
– No lo aceptes.
– Tengo que aceptarlo, papá.
– ¡Eso ya lo sé!
– Lo que necesito son testigos. A ser posible libertos… o mujeres, o niños, dispuestos a declarar. Debe estar cometiendo también aquí esas atrocidades. Y no todas las víctimas serán esclavos que desaparecen.
– Ya miraré yo, César.
En cuanto le vieron entrar por la puerta, las mujeres se dieron cuenta de que le había sucedido algo, pero ni Aurelia ni Cinnilla le preguntaron nada. En circunstancias normales, Aurelia lo habría hecho, pero la niña centraba todos sus afanes y no dio tanta importancia a la desazón de César y, así, no tuvo oportunidad de disuadirle de que procesara a Cayo Antonio Hibrida, cuyos sobrinos eran primos de César.
El de homicidios era el tribunal lógico para sacar adelante el proceso, pero cuanto más lo pensaba, menos le gustaba a César celebrarlo ante aquel tribunal. Para empezar, el presidente era el pretor Marco Junio Junco, que estaba resentido porque no se hubiese designado para el cargo a un ex edil, pero aquel año no había habido ex ediles voluntarios; César ya había tenido un choque con él en un caso en que había intervenido en enero. La otra gran dificultad radicaba en que se trataba de querellantes no romanos, y era muy difícil lograr en ningún tribunal un veredicto favorable tratándose de extranjeros defendidos por un romano de alcurnia. Estaba muy bien que sus clientes dijeran que no les importaba perder el proceso, pero César sabía que un juez como Junco se aseguraría de que el juicio no tuviera repercusión y que el tribunal hiciera algo para impedir la asistencia masiva de público. Y lo peor de todo era que el tribuno de la plebe Cneo Sicinio monopolizaba la asistencia del público agitándolo incesantemente para que se restablecieran plenamente los antiguos poderes de los tribunos de la plebe, y era el único tema que interesaba a la gente, y más desde que Sicinio había replicado con una ocurrencia que figuraba ya en la antología de los diletantes literarios que coleccionaban chistes políticos.
– ¿ Por qué -le había preguntado exasperado el cónsul Cayo Escribonio Curion- me acosas a mí y a mi colega Cneo Octavio, a los pretores, a los ediles, a tu colega tribuno de la plebe Publio Cetego, a todos los consulares y hombres de pro, a banqueros como Tito Atico, y hasta a los pobres cuestores, y nunca dices una palabra contra Marco Licinio Craso? ¿Es que nada tienes que reprocharle a Marco Craso? ¿O es Marco Craso quien te impulsa a esta tontería? Vamos, Sicinio, perrillo chillón, dime por qué a Craso le dejas al margen.
Consciente de que Curio y Craso estaban reñidos, Sicinio fingió reflexionar profundamente para responder.
– Porque Marco Craso tiene heno en los dos cuernos -contestó muy serio.
El numeroso público asistente al juicio se había retorcido de risa por los suelos, pues era cosa corriente ver un buey con heno atado a un cuerno para señalar que, aunque era manso, podía atacar con el asta, y de los bueyes con heno en los dos cuernos la gente se apartaba sin pensárselo dos veces. Si Marco Craso no hubiese tenido el aspecto imperturbable, cuadrado y parsimonioso de un buey, el comentario no habría causado tanta hilaridad.
Por consiguiente, ¿cómo atraer al incondicional público de Sicinio? ¿Cómo conseguir el público que el caso merecía? Mientras César daba vueltas en la cabeza a estos particulares, sus clientes emprendían viaje de regreso a Beocia para allegar pruebas y testigos tal como les había indicado él. Transcurrieron los meses, los clientes regresaron y César aún no había solicitado a Junco la instrucción del proceso.
– ¡NO lo entiendo! -exclamó Ifícrates decepcionado-. Si no nos damos prisa no nos escucharán.
– Tengo la impresión de que hay un método mejor -dijo César-. Ten un poco de paciencia conmigo, Ifícrates. Te prometo que tú y tus colegas no tendréis que esperar mas meses en Roma. ¿Están bien ocultos los testigos?
– Totalmente. Tal como tú dijiste; en una villa de las afueras de Cumas.
Y un día de primeros de junio llegó noticia. César se había pasado por el tribunal del praetor peregrinus Marco Terencio Varrón Lúculo; el hermano menor del hombre considerado en Roma como el de más brillante futuro era muy parecido a Lúculo, por quien sentía gran afecto. Separados cuando niños por las vicisitudes de la fortuna, el vínculo no se había roto sino que se había reforzado. Lúculo había retrasado su ascenso en el cursus honorum para que él pudiese ser edil curul de pareja con Varrón Lúculo y juntos habían organizado unos juegos tan excepcionales que la gente aún hablaba de ellos. Se comentaba que los Lúculos no tardarían en alcanzar el consulado y eran tan populares entre el electorado como aristócratas.
– ¿Qué tal la jornada? -había preguntado César sonriente; estimaba al pretor de extranjeros, en cuyo tribunal había intervenido en multitud de casos corrientes con una confianza y una libertad que pocos jueces infundían. Varrón Lúculo sabía muchísimo de leyes y era hombre de probada integridad.
– Aburrida -contestó Varrón Lúculo, devolviéndole la sonrisa.
La brillante idea de César cristalizó entre su saludo y la respuesta de Varrón Lúculo; era lo que solía suceder: de pronto se hacía la luz respecto a cómo actuar en un problema que se arrastra durante meses.
– ¿Cuándo marchas de Roma para presidir las sesiones rumíes?
– La costumbre es que el pretor de extranjeros acuda a la costa de Campania en el momento más insufrible del verano -contestó Varrón Lúculo con un suspiro-. De todos modos, creo que estaré en Roma un mes más como mínimo.
– ¡Pues no lo reduzcas! -exclamó César.
Varrón Lúculo se quedó boquiabierto; estaba charlando con un hombre cuyos conocimientos y habilidad jurídica estimaba enormemente y, de pronto, le había dejado con la palabra en la boca.
– ¡Ya sé cómo vamos a hacerlo! -decía poco después César a Ifícrates en el salón privado que había alquilado en la hospedería.
– ¿Cómo? -inquirió el prohombre de Salónica.
– ¡Razón tenía yo en retrasarlo, Ificrates! No vamos a plantearlo ante el tribunal de homicidios, ni vamos a presentar cargos por homicidio contra Cayo Antonio Hibrida.
– ¿Que no vamos a acusarle de crímenes? -inquirió Ifícrates asombrado-. ¡ Pero si de eso se trata…!
– ¡Bah, de lo que se trata es de crear un gran revuelo en Roma! Y eso no lo conseguiríamos en el tribunal de Junco porque el público no desertará de Sicinio para acudir a ese tribunal y Junco lo presidiría en el rincón más oscuro de la basílica Porcia u Opimia, para que la gente se muera de calor y acuda el menor público posible. El jurado nos tomará manía y Junco lo dirigirá a toda prisa, acosado por jurados y abogados.
– ¿Y qué alternativa existe?
César se inclinó hacia adelante.
– Voy a llevar el caso ante el pretor de extranjeros en juicio civil -dijo-. En vez de acusar a Hibrida de asesinato, nos querellaremos por daños derivados de su conducta como prefecto de caballería en Grecia hace diez años. Y tú depositarás una enorme sponsio en manos del prefecto de extranjeros, una suma de dinero mayor que la fortuna de Hibrida. ¿Podrás reunir dos mil talentos y estar dispuesto a perderlos si algo sale mal?
Ifícrates lanzó un profundo suspiro.
– Si que es una suma enorme, pero hemos venido dispuestos a gastar lo que haga falta para que Roma comprenda que debe dejar de atormentarnos con hombres como Hibrida… y Dolabela el viejo. Sí, César -añadió resuelto-, reuniremos dos mil talentos. Nos costará, pero podremos hallarlos aquí en Roma.
– Muy bien: depositamos la sponsio de dos mil talentos en el despacho del pretor de extranjeros para juicio civil contra Cayo Antonio Hibrida. Sólo con esto causaremos sensación. Y además demostraremos a Roma que somos serios.
– Hibrida no podrá encontrar ni la cuarta parte de esa suma.
– Exactamente, Ifícrates, no podrá. Pero es competencia del pretor de extranjeros suprimir el depósito de la sponsio si lo considera oportuno. Y no cabe duda de que Varrón Lúculo es justo. Estoy seguro de que no impondrá una sponsio equivalente a Hibrida.
– Pero si ganamos sin que Hibrida haya depositado la sponsio de dos mil talentos, ¿qué sucede?
– ¡Pues que tendrá que buscarlos, Ifícrates! Porque tiene que pagar con arreglo a la ley romana para los juicios civiles.
– ¡Ah, ya entiendo! -dijo Ifícrates, reclinándose y cogiéndose las rodillas entre los brazos, sonriente-. Luego si pierde, se arruina; tendrá que abandonar Roma y nunca podrá regresar, ¿cierto?
– Nunca más.
– Por el contrario, si perdemos, él se lleva los dos mil talentos.
– Exacto.
– ¿Crees que perderemos, César?
– No.
– Entonces, ¿por qué me previenes de que algo puede salir mal? ¿Por qué dices que pensemos en que podemos perder el dinero?
César frunció el ceño y trató de explicar al griego lo que él, romano, había aprendido desde niño.
– Porque la ley romana no es tan irrecusable como parece. Depende en gran parte del juez y, según la ley de Sila, el juez no puede ser Varrón Lúculo. A ese respecto, tengo fe en la integridad de Varrón Lúculo para que designe un juez imparcial. Pero existe otro riesgo. A veces un buen abogado descubre un fallo en la ley que deshace toda la argumentación, y a Hibrida le defenderán los mejores abogados de Roma -añadió César, tenso, con las manos como garras-. Si yo estoy inspirado para solventar nuestro problema, ¿crees que no hay nadie más inspirado capaz de solventar el problema de Hibrida? Por eso mismo los hombres como yo disfrutan con la práctica legal, Ifícrates, cuando el juez y el proceso son intachables. Por muy claro y terminante que sea el cargo, hay que desconfiar del abogado de la parte contraria. ¿Y si le defiende Cicerón? ¡Tremendo! Ahora que yo creo que no le apetecerá cuando conozca los detalles. Pero Hortensio no le hará ascos. Y no debes olvidar que una de las partes tiene que perder. Vamos a luchar por un principio y eso es la razón más peligrosa para acudir ante los tribunales.
– Consultaré con mis colegas y mañana te daré una contestación -dijo Ifícrates.
Y le contestaron que fuese al pretor de extranjeros a solicitar un proceso civil contra Cayo Antonio Hibrida. Y al tribunal de Varrón Lúculo se dirigió César con sus clientes a depositar una sponsio de dos mil talentos, la suma que reclamaban a Hibrida por daños y perjuicios.
Varrón Lúculo les escuchó sin decir palabra, atónito; luego, meneó la cabeza aturdido y alargó la mano para examinar el documento bancario.
– Veo que es auténtico y habláis en serio -comentó a César.
– Totalmente, praetor peregrinus.
– ¿Y por qué no apeláis al tribunal de extorsiones?
– Porque el pleito no implica extorsión. Implica homicidio ¡y más que homicidio! Hay torturas, violaciones y constantes mutilaciones. Al cabo de tantos años, mis clientes no quieren entablar un proceso criminal. Quieren reclamar daños en nombre de las gentes de Tespias, Eleusis y Orcómenos a quienes dañó Cayo Antonio Hibrida. Son personas que no pueden trabajar ni ganarse la vida, ni engendrar hijos, por lo que su manutención cuesta a los demás ciudadanos de Tespias, Eleusis y Orcómenos una fortuna que mis clientes consideran que Cayo Antonio Hibrida debe abonarles. Es un proceso civil, praetor peregrinus, para resarcirse de daños.
– Pues presenta una síntesis de las pruebas, abogado, para que decida si ha lugar al proceso.
– Presentaré ante el tribunal y el juez que designes el testimonio de ocho víctimas o de testigos de las atrocidades. Seis de ellas son vecinos de la ciudad de Tespias, Eleusis y Orcómenos; las otras dos residen en Roma, uno es un liberto y el otro un sirio.
– ¿Por qué aportas testimonio de romanos, abogado?
– Para demostrar al tribunal que Cayo Antonio Hibrida sigue cometiendo esas atrocidades, praetor peregrinus.
Dos horas más tarde, Varrón Lúculo aceptaba el pleito ante su tribunal y registraba la sponsio de los griegos. Se envió un exhorto de comparecencia a Cayo Antonio Hibrida para que respondiese de los cargos al día siguiente. Luego, Varrón Lúculo designó juez a Publio Cornelio Cetego. Dominándose, César gritó de alegría para sus adentros. El juez era un hombre tan rico, que debía su fama al simple hecho de ser insobornable y persona tan cultivada y refinada, que lloraba cuando moría un pez o un perrillo casero, y hasta se había tapado la cabeza con la toga al ver que decapitaban a un pollo en la plaza del mercado. Y era un hombre que no sentía afecto alguno por los Antonios. ¿Consideraría Cetego que había que amparar a un senador colega suyo, fuese cual fuese el crimen o los cargos civiles? ¡No, Cetego no! Al fin y al cabo, no cabía la posibilidad de que el acusado fuese condenado a perder la ciudadanía romana o a ser desterrado. Era un pleito civil en el que sólo se trataba de dinero.
El rumor se corrió inmediatamente por el Foro y una multitud comenzó a apiñarse al poco rato ante el tribunal del pretor de extranjeros. Como César fomentase el interés acrecentando las atrocidades de Hibrida, la multitud fue en aumento y comenzó a mostrarse impaciente porque se iniciase el juicio al día siguiente. ¿Sería posible que fueran a verse cosas tan horribles como un hombre despellejado y una mujer a la que habían quitado los genitales al punto de que no podía orinar bien?
La noticia del caso había llegado hasta la casa de César, como pudo intuir al ver la cara de su madre.
– ¿Qué es lo que he oído? -inquirió muy seria-. ¿Vas a intervenir en un proceso contra Cayo Antonio Hibrida? ¡No es posible! Existe parentesco.
– No hay ningún parentesco entre Hibrida y yo, mater.
– ¡Sus sobrinos son primos tuyos!
– Son hijos de su hermano y la consanguinidad es por parte de su madre. La habría si fuesen hijos de Hibrida, en caso de que los tuviese, y, entonces, primos míos.
– ¡No puedes hacerle esto a una Julia!
– Lamento que afecte a la familia, mater, pero no afecta directamente a una Julia.
– ¡Los Julio Césares están aliados por matrimonio a los Antonios! ¡Razón más que suficiente!
– ¡No lo es! ¡Más necios son los Julio Césares por buscar alianza con los Antonios, unos salvajes y derrochadores! Y yo te digo, mater, que no consentiré que una Julia de mi familia se case con un Antonio -replicó César, volviendo la espalda.
– ¡César, te ruego que lo reconsideres! Será tu ruina.
– No voy a reconsiderarlo.
El resultado de la discusión fue una cena muy tensa. Desvalida ante aquellos dos impertérritos adversarios, su esposo y su suegra, Cinnilla se escapó al cuarto de la niña en cuanto pudo, alegando que la pequeña tenía cólico, estaba echando los dientes, sufría una erisipela y todos los males infantiles que se le ocurrieron. Y a solas quedaron César y Aurelia, con la barbilla alzada.
Algunos manifestaron su desaprobación, pero César no sentaba en modo alguno un precedente con aquel caso; había habido muchos otros en los que la consanguinidad era mucho más manifiesta que las objeciones técnicas que personas como Catulo planteaban para el proceso de Cayo Antonio Hibrida.
Naturalmente, Hibrida no podía hacer caso omiso del exhorto y aguardaba ante el tribunal del pretor de extranjeros acompañado de un grupo de caras conocidas, entre ellas la de Quinto Hortensio y el tío de César, Cayo Aurelio Cotta. A Cayo Tulio Cicerón no se le veía por parte alguna, ni entre el público; hasta que César lo descubrió con el rabillo del ojo, en el momento en que Cetego abría la sesión. ¡Cicerón no podía faltar en un proceso tan escandaloso! Y menos al tratarse de un proceso por vía civil.
César vio inmediatamente que Hibrida estaba nervioso. Era un individuo grande, musculoso y de cuello grueso: un Antonio. Tenía el pelo recio y rizado, y sus ojos avellana eran tan antonianos como la nariz aquilina y la abultada barbilla que ascendía hacia una boca pequeña y sensual. Hasta que se había enterado de sus atrocidades, César había juzgado aquel rostro brutal como el de un zoquete que bebe y come mucho y muy dado a placeres sexuales. Pero ahora lo entendía mejor. Era la cara de un verdadero monstruo.
Las cosas comenzaron mal para Hibrida cuando Hortensio optó por un estilo agresivo y solicitó que se suspendiera inmediatamente el juicio, alegando que si el asunto era la décima parte de serio de lo que indicaba la querella, debía ser zanjado ante un tribunal de lo criminal. Varrón Lúculo permanecía sentado impávido, sin tratar de intervenir si el juez no le pedía consejo, cosa que Cetego no estaba dispuesto a hacer. Más tarde o más temprano le llegaría el turno de presidir aquel tribunal y no le apetecían las monótonas discusiones sobre una bolsa de dinero. No, aquel caso sí que era una breva; le repugnaba, pero al menos no sería aburrido. Así que replicó hábilmente a Hortensio y continuó la vista con justa autoridad.
A mediodía, Cetego se dispuso a oir a los testigos y su aparición causó sensación. Ifícrates y sus compañeros habían elegido las víctimas que habían traído desde Grecia para dar dramatismo al caso y mover a compasión. Lo más estremecedor era un hombre que no podía testificar en absoluto, pues Hibrida le había cortado parte de la cara y la lengua; pero su esposa si que hablaba y con un odio profundo, y fue un testigo sin par. Cetego la escuchó sin interrumpirla, mirando al pobre marido, demudado y sudando. Después de aquel testimonio, suspendió la vista hasta el día siguiente, rogando a los dioses poder llegar a casa antes de ponerse enfermo.
Pero Hibrida no se resignaba, y, al salir del tribunal, agarró a César por el brazo y le retuvo.
– ¿De dónde has sacado a esos desgraciados? -inquirió con gesto de doloroso asombro-. ¡ Habrás tenido que recorrer el orbe! Pero no te servirá de nada. ¿Quiénes son al fin y al cabo? ¡Un puñado de monstruos sinvergüenzas! ¡ Una pandilla ansiosa de cobrar increíbles indemnizaciones de Roma en vez de contentarse con pedir limosna en Grecia!
– ¿Un puñado? -rugió César a voz en grito, acallando el rumor de la multitud que se dispersaba y que se volvió a oir lo que decía-. ¿Simplemente? ¡Yo te digo, Cayo Antonio Hibrida, que uno solo ya sería un exceso! ¡Uno solo! ¡Un solo hombre, mujer o niño mutilado de esa manera atroz es ya un exceso! ¡Un solo hombre o mujer despojado de su juventud, belleza y pundonor es excesivo! ¡Largo! ¡Vete a casa!
Y Cayo Antonio Hibrida marchó a su casa, abrumado al ver que sus abogados no le acompañaban. Hasta su hermano había buscado un pretexto para no verle. Pero no caminó a solas: tras él iba un hombrecillo regordete que se había hecho bastante amigo suyo en aquel año y medio que llevaba en el Senado. El hombre se llamaba Cayo Elio Estaeno y ansiaba tener aliados poderosos, comer gratis en la mesa de otros y codiciaba asquerosamente el dinero. Había recibido algo de Pompeyo el año anterior, cuando era cuestor de Mamerco y había provocado un motín, no uno sangriento, ¡ eso no!, todo había salido bien al final y nadie había sospechado lo más mínimo de él.
– Vas a perder -comentó a Hibrida, cuando entraban en la lujosa mansión de éste en el Palatino.
– Lo sé -replicó Hibrida, que no tenía ganas de discutir.
– ¿Y no sería estupendo ganar? -inquirió Estaeno con gesto soñador-. Dos mil talentos; ése es el premio.
– Yo voy a tener que buscar dos mil talentos, con lo que quedaré en la ruina más años que los que me quedan de vida.
– No necesariamente -replicó Estaeno con un ronroneo, sentándose en la silla de los clientes del despacho y mirando en derredor-. ¿Te queda vino de Quíos? -preguntó.
Hibrida se dirigió a una consola y, de una jarra, sirvió dos vasos sin agua, tendiendo uno de ellos a Estaeno antes de sentarse. Dio un gran sorbo y le miró fijamente.
– ¿Se te ha ocurrido algo? -dijo-. ¿De qué se trata?
– Dos mil talentos es mucho dinero. Mil talentos ya lo son.
– Cierto -dijo Hibrida, descubriendo con sus labios gordezuelos los blancos y perfectos dientes en una sonrisa-. ¡No soy ningún imbécil, Estaeno! Si acepto repartir contigo los dos mil talentos, tienes que asegurarme que salgo bien librado. ¿Estamos?
– Estamos.
– Pues, de acuerdo. Me salvas y mil de esos talentos griegos son tuyos.
– En realidad, es sencillo -añadió Estaeno pensativo-. Las gracias debes dárselas a Sila, desde luego. Pero como está muerto no le importará que me las des a mí.
– ¡Deja de atormentarme y dime lo que es!
– ¡Ah, sí! No me acordaba de que prefieres atormentar a otros en vez de que te atormenten a ti.
Como tantos hombres ruines que de pronto se ven en una posición de fuerza, Estaeno no podía ocultar su contento por tenerle en sus manos, aunque ello significase que cuando concluyese el asunto también sería el final de su amistad con Hibrida. Por muy bien que saliera todo. Pero le tenía sin cuidado. Mil talentos era una buena compensación. ¿De qué valía la amistad con un individuo como Hibrida?
– ¡Dímelo, Estaeno, o lárgate!
– El ius auxilii ferendi -dijo Estaeno.
– ¿Y qué?
– La función original de los tribunos de la plebe y la única que Sila no anuló: arrancar a un miembro de la plebe de manos de un magistrado.
– ¡El ius auxilii ferendi! -exclamó Hibrida asombrado, y su rostro preocupado se iluminó por un instante-. No aceptarán -dijo al cabo, de nuevo con rostro ensombrecido.
– Sí que aceptarán -replicó Estaeno.
– ¡Sicinio, no; jamás! Basta con un veto del colegio y los otros nueve tribunos son impotentes. Sicinio no se avendrá, Estaeno. Es una peste pero no se deja sobornar.
– A Sicinio -añadió Estaeno, sin caber en sí de contento- no le ven con buenos ojos sus otros nueve colegas. Ha incordiado tanto y les ha robado de tal modo la audiencia del Foro, que están hartos de él. De hecho, anteayer oí que dos de ellos le amenazaban con tirarle desde la roca Tarpeya si no deja de reclamar que les devuelvan los derechos.
– ¿Quieres decir que se le podría intimidar?
– Sí; eso es. Naturalmente, tendrás que encontrar una buena suma entre hoy y mañana, porque ninguno de ellos aceptará si no se les remunera bien. Pero tú puedes… y más teniendo mil talentos en vista.
– ¿Cuánto? -inquirió Hibrida.
– Cincuenta mil sestercios por nueve. Cuatrocientos cincuenta mil. ¿Puedes?
– Probaré. Iré a ver a mi hermano, a quien no le gustan los escándalos en la familia. Y a otros. Sí, Estaeno, creo que podré.
Y así lo convinieron. Cayo Elio Estaeno no paró aquella tarde, yendo de casa en casa de los tribunos de la plebe: Marco Atilio Bulbo, Manio Aquilio, Quinto Curio, Publio Popilio y así hasta nueve de los diez. A casa de Cneo Sicinio ni se acercó.
La vista tenía que reanudarse dos horas después del amanecer; a esa hora ya se había producido algo espectacular en el Foro, por lo que prometía ser una jornada excepcional para los que merodeaban por él, que estaban extasiados. Poco después del amanecer, los nueve colegas tribunos de la plebe de Cneo Sicinio le habían llevado en volandas hasta lo alto del Capitolio, dándole una paliza descomunal y acercándole hasta el borde de la llamada roca Tarpeya para mostrarle los aguzados riscos de abajo. ¡Se había acabado la constante campaña de agitación demandando el restablecimiento de los derechos de los tribunos de la plebe!, le gritaron, teniéndole colgado cabeza abajo, y él les había jurado que haría lo que le dijesen. Luego, le metieron en una litera y le mandaron a casa.
No había acabado Cetego de abrir la segunda sesión del proceso contra Hibrida, cuando nueve tribunos de la plebe se personaron en el tribunal de Varrón Lúculo gritando que un magistrado había detenido a un miembro de la plebe contra su voluntad.
– ¡Os requiero a que ejerzáis el ius auxilii ferendi! -gritó Hibrida, abriendo los brazos en gesto de imploración.
– ¡Marco Terencio Varrón Lúculo, un miembro de la plebe nos requiere a que ejerzamos el ius auxilii ferendi! -dijo Manio Aquilio-. ¡Te notifico que vamos a ejercerlo!
– ¡Esto es un ultraje inadmisible! -gritó Varrón Lúculo, poniéndose en pie de un salto-. ¡Os prohibo ejercer tal derecho! ¿Dónde está el décimo tribuno?
– En su casa en cama, muy enfermo -dijo Manio Aquilio con sorna-, pero puedes enviar a buscarle que no nos vetará.
– ¡Transgredís la justicia! -chilló Cetego-. ¡Una ofensa! ¡Una vergüenza! ¡Un escándalo! ¿Cuánto os ha pagado Hibrida?
– ¡Suelta a Cayo Antonio Hibrida o apresaremos a los que se opongan y los arrojaremos desde la roca Tarpeya! -gritó Manio Aquilio.
– ¡Estáis entorpeciendo la justicia! -dijo Varrón Lúculo.
– No puede haber justicia en el tribunal de un magistrado, como bien sabes, Varrón Lúculo -replicó Quinto Curio-. ¡ Un hombre no es un jurado! ¡Si quieres acusar a Cayo Antonio, hazlo ante un tribunal de lo criminal en que no es aplicable el ius auxilii ferendi!
César permanecía en pie sin moverse y no trató de hacer objeción alguna. Sus clientes, detrás de él, temblaban. Con rostro imperturbable, se volvió hacia ellos y les dijo:
– Yo soy un patricio, no un magistrado. Debemos dejar que el praetor peregrinus resuelva la situación. ¡No digáis nada!
– ¡Muy bien, llevaos a vuestro miembro de la plebe! -dijo Varrón Lúculo, poniendo la mano en el brazo de Cetego para contenerle.
– Y como he ganado el proceso -dijo Cayo Antonio Hibrida en medio de los nueve agresivos tribunos de la plebe-, me corresponde la sponsio depositada por los queridos clientes griegos de César.
La alusión al amor griego era una afirmación infamante que instantáneamente hizo recordar a César la dolorosa acusación relativa a su relación con el rey Nicomedes. Sin dudarlo un segundo, cruzó entre los tribunos de la plebe y cogió a Hibrida por la garganta con las dos manos. Hibrida siempre se había creído un Hércules, pero no podía zafarse de aquellas manos ni repeler a su atacante, en quien no habría jamás imaginado tal fuerza. Tuvieron que quitarle a César de encima entre Varrón Lúculo y seis lictores, y algunos de los testigos se preguntaron después extrañados por la pasividad de los nueve tribunos de la plebe que no habían movido un dedo por ayudar a Hibrida.
– ¡Se sobresee el caso! -dijo a voz en grito Varrón Lúculo-. ¡Se acabó la vista! ¡Yo, Marco Terencio Varrón Lúculo, la declaro concluida! ¡Querellantes, recoged la sponsio! ¡Y todo hijo de vecino a su casa!
– ¡La sponsio! ¡La sponsio es de Cayo Antonio! -gritó otra voz: la de Cayo Elio Estaeno.
– ¡No es de Hibrida! -gritó Cetego-. ¡Ha sido sobreseído el caso por el praetor peregrinus a cuya jurisdicción pertenece! ¡ La sponsio se devuelve a su dueño, esto no es una apuesta!
– ¿Queréis llevaros a vuestro miembro de la plebe y salir de este tribunal? -dijo Varrón Lúculo, apretando los dientes, a los tribunos de la plebe-. ¡ Fuera todos de aquí! ¡Y me permito deciros que no habéis hecho ningún bien a la causa del tribunado de la plebe con esta escandalosa transgresión de su propósito original! ¡Haré cuanto esté en mi mano para teneros callados para siempre!
Salieron los nueve con Hibrida y Estaeno detrás de ellos, lamentándose de la sponsio perdida, y el acusado tocándose la magullada garganta.
Mientras la multitud excitada se arremolinaba, Varrón Lúculo y César se miraron.
– Me habría encantado dejar que estrangulases a esa bestia, pero comprenderás que no podía -dijo Varrón Lúculo.
– Lo comprendo -dijo César, aún tembloroso-. ¡ Demasiado me he dominado! No soy violento, pero no soporto que un excremento como Hibrida me llame desviado.
– Evidentemente -dijo Varrón Lúculo tajante, recordando lo que su hermano había dicho a propósito del tema.
César hizo también una pausa para pensar con cuál de los hermanos hablaba y pensó que Varrón Lúculo sabría a qué atenerse.
– ¿Podéis creeros el descaro de ese gusano? -terció Cicerón, acercándose ahora que los ánimos ya se habían calmado-. ¡ Reclamar la sponsio, por todos los dioses!
– Hace falta ser descarado -dijo César, señalando al mutilado y a su esposa.
– ¡Repugnante! -exclamó Cicerón, sentándose en la escalinata del tribunal y enjugándose el rostro con el pañuelo.
– Bien -dijo César a Ifícrates, que permanecía inmóvil sin saber qué hacer-, al menos no has perdido los dos mil talentos. Y yo diría que si deseabas causar revuelo en Roma, lo has conseguido. Creo que el Senado tendrá más cuidado en el futuro con quién envía de gobernador a Macedonia. Vuelve a la hospedería y llévate a esos dos desgraciados. Lamento que sus conciudadanos tengan que seguir manteniéndolos, pero ya te previne.
– Yo sólo lamento una cosa -dijo Ifícrates, alejándose-. Que no hayamos podido castigar a Cayo Antonio Híbrida.
– No hemos conseguido arruinarle -replicó César-, pero tendrá que marcharse de Roma. Y pasará mucho tiempo para que ose asomar su cara por la ciudad.
– ¿Crees que Hibrida ha sobornado realmente a nueve tribunos de la plebe? -inquirió Cicerón.
– ¡De eso, cuando menos, estoy seguro! -espetó Cetego, todavía acalorado-. Aparte de Sicinio, a pesar de cuánto le detesto, los tribunos de la plebe de este año son una escoria.
– ¿Y por qué habían de ser espléndidos? -dijo César, aún bajo los efectos de la cólera-. No hay gloria alguna en ostentar actualmente un cargo que no sirve para nada.
– Me pregunto cuánto habrá tenido que pagar Hibrida a esos nueve tribunos de la plebe -añadió Cicerón, sin dejar de pensar en su tesis.
– Unos cuarenta mil por cabeza -dijo Cetego, torciendo el gesto.
– ¡Cetego, con qué seguridad lo dices! -comentó Varrón Lúculo, poniendo los ojos en blanco-. ¿Cómo lo sabes?
El rey de los pedarios del Senado contuvo su cólera; no era su estilo y, por otra parte, era comprensible la pregunta. Y comenzó a contestar, enarcando las cejas con el acostumbrado tonillo lento y pesado.
– Mi querido praetor peregrinus, yo conozco en todos sus detalles la codicia de los senadores, y podría decirte el precio en sestercios de todos los sobornables. En cuanto a esa escoria: cuarenta mil por cabeza.
Y eso era lo que Cayo Elio Estaeno había pagado, como estaba averiguando Hibrida; porque se había reservado nueve mil sestercios.
– ¡Devuélvemelos! -dijo el torturador-. ¡Dame los sestercios, Estaeno, o te saco los ojos con mis propias manos! ¡Tus dos mil talentos me han costado ya trescientos sesenta mil sestercios!
– Ten en cuenta que fue idea mía recurrir al ius auxilii ferendi -replicó Estaeno sin amedrentarse-. Me quedo con los nueve mil. En cuanto a ti, da gracias a los dioses por no haber perdido toda tu fortuna.
El revuelo que suscitó la frustrada vista tardó un tiempo en calmarse y sus consecuencias duraron bastante. Una de ellas fue que aquel año el colegio de los tribunos de la plebe figuró en los anales de los cronistas políticos como uno de los más vergonzosos; otra, que Macedonia quedó en manos de gobernadores responsables, no por ello menos belicosos. Cneo Sicinio no volvió a hablar en el Foro de recuperar los plenos poderes del tribunado de la plebe, la fama de abogado de César subió como la espuma y Cayo Antonio Hibrida se ausentó de Roma y de todos los lugares romanos durante varios años. De hecho, emprendió viaje a la isla de Cefalonia en el mar Jónico, en donde era el único ser civilizado (si así podía llamársele), y halló varios antiguos enterramientos en túmulo llenos de tesoros: dagas con preciosas incrustaciones, máscaras de oro, jarras de cobre, copas de cristal y montones de alhajas, de muchísimo más valor que los dos mil talentos y suficientes para asegurarle el consulado cuando regresase aunque tuviese que comprar hasta el último voto.
Sólo un incidente más animó la vida de César al año siguiente, que pasó en Roma dedicado a la abogacía cada vez con mayor éxito. Había un tribuno de la plebe llamado Quinto Opimio, y el segundo cónsul, Cayo Aurelio Cotta, era tío de César y había propuesto en el Senado que a los tribunos de la plebe se les autorizase a aspirar a cargos más altos. Arrastrada por la oratoria de Cayo Cotta e influida por el escándalo del año anterior, la cámara envió a la asamblea plebeya un senatus consultum solicitando que los tribunos de la plebe volvieran a ser autorizados a ser candidatos a magistraturas más altas, y la asamblea elevó complacida el decreto a rango de ley.
El que más enconadamente se opuso a ello fue Catulo, quien se enemistó por ello con Opimio; él había intervenido para que Opimio fuese gravemente multado por alzar su veto a la modificación de las leyes de Sila, cuando el año anterior Cayo Cotta presentó una cláusula para regular las rentas del ager publicus a falta de censores. Ahora, Opimio, alineado con Cayo Cotta, se dedicaba a amargar la vida a Catulo con sus intervenciones mezcla de ironía y arenga, lo que provocaba en César no pocas sonrisas.
Cicerón no estuvo aquel año en Roma. Elegido cuestor, le tocó en suerte Lilibeo en Sicilia occidental y allí sirvió a las órdenes del gobernador Sexto Peduceo. Como, en virtud de su cargo, era miembro del Senado, no lamentó marchar de Roma (aunque a él le habría gustado un destino en Italia, y maldijo su mala suerte) y se entregó con entusiasmo a su trabajo, fundamentalmente relacionado con el abastecimiento de trigo. Fue un mal año, pero los cónsules habían previsto eficazmente la carestía adquiriendo grandes cantidades de grano de reserva en Sicilia para venderlo a precio bajo en Roma, aprobando una lex frumentaria.
Como a casi todos los letrados, a Cicerón le encantaba escribir y recibir cartas y ya antes de aquel año, en que cumplía treinta y uno, mantenía copiosa correspondencia; pero fue durante esta época en Sicilia cuando más abundaría su actividad epistolar, merced a un constante intercambio de cartas con el erudito plutócrata Tito Pomponio Atico. Gracias a Atico, la soledad de aquellos meses sin fin en Lilibeo tuvo su compensación por el aluvión de informaciones y cotilleos de cuanto sucedía en Roma.
Decía Atico en una misiva cursada hacia el final de la estancia de Cicerón en Sicilia:
Los previstos disturbios por la carestía no se han producido, gracias a que Roma ha sido afortunada con sus cónsules. Hablé con Marco, el hermano de Cayo Cotta, que es cónsul electo para el próximo año. Le pregunté por qué en esta nación de hombres inteligentes la gente sigue viéndose obligada de vez en cuando a subsistir a base de mijo y nabos. Ya va siendo hora, dije, de que Roma imponga tasas a los productores de Sicilia y de otras provincias y les obligue a vender al Estado en vez de ajustarse a los precios más altos que imponen los comerciantes, pues eso casi siempre significa que el trigo sigue en silos en Sicilia, cuando debería estarse repartiendo entre la gente humilde. Yo desapruebo ese almacenamiento con ánimo de lucro cuando afecta al bienestar de una nación llena de hombres inteligentes. Marco Cotta me escuchó con suma atención y me prometió hacer algo al año siguiente. Como yo no poseo acciones del mercado triguero, puedo permitirme ser patriota y altruista. Y no te rías más, Marco Tulio.
Quinto Hortensio, nuestro más engreído edil plebeyo de la última generación, ha organizado excelentes juegos. Además de una distribución gratuita de trigo al populacho. ¡Se propone ser cónsul este año! Naturalmente, tu ausencia le ha servido para destacar en los tribunales, pero el joven César siempre le anda a la zaga y muchas veces le arrebata los laureles. A él le sienta muy mal, y el otro día se le oyó decir que ojalá también César se fuera de Roma. Pero estas tonterías de Hortensio no son nada comparadas con el festín que dio con ocasión de su nombramiento como augur (¡sí, por fin lo ha conseguido!). Dio pavo asado. Has leído bien: pavo asado. Las aves (seis en total) habían sido asadas y trinchadas bajo la nariz del eunuco y los cocineros habían colocado las plumas encima y lo sirvieron en fuentes de oro con todo lujo de plumaje, con las colas abiertas y las crestas erguidas. Causó sensación, y otros gastrónomos como Cetego, Filipo y Lúculo, el primer cónsul electo, estaban apabullados. Sin embargo, querido Marco, la degustación de las aves fue decepcionante. Una bota vieja del ejército habría sido más sabrosa ¡y más blanda!
La muerte de Apio Claudio Pulcro en Macedonia el año pasado ha creado una cómica situación. Esa familia nunca tiene suerte, ¿no es cierto? Primero, el sobrino Filipo, siendo censor, arrebata a Apio Claudio todo cuanto tiene; luego, Apio Claudio no supo comprar a más y mejor durante las proscripciones; después, se pone enfermo y no puede asumir su cargo de gobernador; más tarde, hace de tripas corazón y marcha a la provincia y le va muy bien en el aspecto militar y, finalmente, expira sin haber podido rehacer su fortuna.
De los seis hijos que ha dejado no hace falta que hablemos. ¡Horroroso! Sobre todo los más pequeños. Pero el mayor, Apio Claudio, ha resultado muy listo y emprendedor. En cuanto el padre se descuidó dio la hermana mayor, Claudia, a Quinto Marcio Rex, a pesar de que no tenía dote. Yo creo que Rex pagó una barbaridad por ella. Como todos los Claudios Pulcros la muchacha es preciosa y eso contribuyó enormemente. Es de esperar que Rex lo pase bien como marido, pues ella es la única bien predispuesta sensualmente de las tres hermanas.
Los tres chicos son un problema, no es ningún secreto; y la adopción queda descartada. El más pequeño (que dice llamarse Publio Clodio) es tan repugnante y violento que nadie querría adoptarle. Cayo Claudio, el mediano, es un zoquete. Tampoco le adoptará nadie. Y ahí está el joven Apio Claudio, de veinte años, obligado a buscarse su propia carrera para el Senado y la carrera de sus dos hermanos. La cantidad con que haya contribuido Quinto Marcio Rex no será más que una gota de agua en el balde vacío de Claudio Pulcro.
De todos modos, le ha ido extraordinariamente bien, querido Marco Tulio. Sabiendo que ningún tata con un poco de sentido común le adoptaría, se buscó una novia rica y cortejó -¿imaginas a quién?- nada menos que a esa solterona tan horrenda, ¡Servilia Cnea! Ya sabes a quién me refiero: la que fue alquilada, podría decirse, por Escauro y Mamerco para que viviera con los seis huérfanos de Druso. Una mujer que no tenía dote, y con la madre más temible de Roma. Porcia Liciniana. Pero parece que Escauro y Mamerco dotaron a Cnea con doscientos talentos a pagar cuando los huérfanos de Druso fuesen mayores. ¡Vaya si son mayores! Marco Porcio Catón, el más pequeño, tiene ya dieciocho y vive en la casa de su padre y se ha declarado independiente.
Pero eso no es todo, Marco. Lo mejor es que Apio Claudio ha casado a la hermana más pequeña, Clodilla, nada menos que con ¡Lúculo! De quince años escasos, dice él, también Lúculo. Yo le echaba catorce, pero quizá me equivoque. ¡Vaya partido! Gracias a Sila, Lúculo es inmensamente rico y, además, es gestor de la fortuna de los mellizos Celestes. No, no es que insinúe que nuestro recto y franco Lúculo estafe a Fausto y Fausta, pero ¿quién le impide que se embolse los intereses?
Así, gracias a la asombrosa energía y maestría de este joven de veinte años, la fortuna de la familia Apio Claudio Pulcro ha mejorado a ojos vistas. Toda Roma ríe, pero de sincera admiración. ¡No hay que perder de vista a este Apio Claudio! Publio Clodio de catorce -luego Clodilla tiene quince- es ya una amenaza y su hermano mayor no hará nada por meterle en vereda. Es muy bien parecido y precoz, tremendo con las chicas y capaz de cualquier barbaridad. No obstante, creo que está muy bien dotado intelectualmente, así que tal vez siente la cabeza con el tiempo y se convierta en un modélico patricio romano.
¿Y qué más tengo que contarte? Ah, sí. El famoso juego de palabras de Cneo Sicinio sobre Marco Craso -no habrás olvidado lo del heno en los dos cuernos de Craso- es aún más ingenioso de lo que pensábamos. Se ha sabido que Sicinio está muy endeudado desde hace años con Craso, por lo que existe aún otro matiz. Faenum es «heno» y faenerator «prestamista». ¡El heno que lleva Craso en los cuernos es dinero! Se ha sabido ese matiz porque Sicinio está arruinado y no puede pagar a Craso. No sabía yo que Craso prestaba dinero, pero tiene las manos limpias, lamentablemente. Sólo presta a senadores y sin intereses. Es el modo de hacerse con una clientela senatorial. Yo creo que habrá que estar atentos con el amigo Craso. ¡No le pidas dinero prestado, Marco! Es una gran tentación que lo preste sin intereses, pero puede reclamártelo cuando le parezca y para que se lo devuelvas en seguida. Y si no le pagas estás arruinado. Y los censores (si los tuviéramos) nada pueden hacer porque no cobra intereses. Quod erat demonstrandum: no se le puede llamar usurero. Simplemente es un buen chico que se desvive por ayudar a sus amigos senadores.
Y creo que eso es todo. Terencia está bien, igual que la pequeña Tulia. ¡Qué niña más preciosa es tu hija! Tu hermano sigue como siempre. ¡Cómo me gustaría que supiese llevarse mejor con mi hermana! Aunque creo que tú y yo ya lo hemos dado por perdido. Pomponia es una arpía y Quinto es un auténtico caballero rural. Quiero decir que es terco, frugal y orgulloso, y quiere ser quien manda en casa.
Cuídate. Volveré a escribirte antes de marcharme de Roma de vuelta a Epiro para ver mi próspera granja de ganado vacuno. Es demasiado húmedo para ovejas, desde luego; se les pudren las patas. Pero todo el mundo se dedica a producir lana, como si en el mundo no se gastara piel de ternera. La inversión de ganado vacuno se aprecia poco.
A final de sextilis, César recibió un mensaje urgente de Bitinia. El rey Nicomedes moría y reclamaba su presencia. Era exactamente lo que necesitaba César; en Roma cada día hacía más calor y los juicios eran insoportables. Y aunque no era una buena noticia, era un acontecimiento esperado. Un día después de haber leído la nota de Oradaltis, ya había hecho el equipaje y estaba listo para partir.
Le acompañaría Burgundus, como siempre, y no podía ir sin Demetrio el depilador ni el espartano Bradisas, que le hacía las coronas cívicas con hojas de roble. De hecho, en esta ocasión, César viajaba con más séquito que antaño; aumentaba su importancia y se veía en la necesidad de llevar secretario, escribas, varios criados y una pequeña escolta de sus libertos. Así, partió hacia Oriente acompañado por veinte personas, un séquito costoso. Tenía veinticinco años y llevaba ya cinco en el Senado.
– Pero no creáis -dijo Burgundus a los nuevos- que vais a viajar tranquilamente. ¡Cuando Cayo Julio viaja es que viaja de verdad!
Nicomedes aún vivía cuando César llegó a Bitinia; pero la enfermedad era irreversible.
– No es otra cosa que la edad que tiene -dijo la reina Oradaltis, llorando-. ¡Cómo voy a echarle de menos! Soy su esposa desde que tenía quince años. ¿Cómo voy a arreglármelas sin él?
– Lo haréis porque no os queda más remedio -dijo César, enjugándole las lágrimas-. Veo que el perro Sila se conserva bastante ágil; él os hará compañía. Por lo que me decís, Nicomedes agradecerá la muerte. A mi me aterra la idea de seguir viviendo sin poderme valer.
– Hace diez días que se encamó -dijo Oradaltis, mientras cruzaban un pasillo de mármol- y los médicos dicen que puede morir en cualquier momento… hoy, mañana, el mes que viene… No se sabe.
Al clavar la vista en la figura consumida que yacía en el gran lecho labrado, César no pensó que pasara de aquel día. No le quedaban más que piel y huesos y su fisonomía era irreconocible; estaba seco y arrugado como una pasa. Pero al llamarle César por su nombre, abrió inmediatamente los ojos, estiró los brazos y sonrió entre lágrimas.
– ¡Has venido! -exclamó con voz sorprendentemente fuerte.
– ¿Cómo no iba a venir? -replicó César, sentándose en el borde de la cama para estrechar con afecto aquellas dos esqueléticas garras-. Me habéis pedido que venga y aquí estoy.
Con la presencia de César, que le trasladaba del lecho a la camilla y de ésta a un sillón para que le diera el aire y el sol, Nicomedes recobró ánimo, aunque andar ya no podía y a veces se quedaba dormido en medio de una frase para despertarse poco después sin recordar lo que había estado diciendo. Ya no podía comer alimentos sólidos y se mantenía a base de vasos de leche de cabra mezclada con vino y miel, derramando más de lo que atinaba a tomar. Es curioso, pensó el delicado y limpísimo César, que cuando esto sucede con un ser querido se reacciona distinto. No me repugna y no me apresuro a llamar a un criado para que le limpie; me causa placer cuidarle y vaciaría su orinal sin que me diera asco.
– ¿Has sabido algo de tu hija? -inquirió César uno de los días en que le vio mejor dispuesto.
– Indirectamente; pero parece que sigue viva y bien en Cabeira.
– ¿Y no podrías negociar con Mitrídates que la dejase volver?
– A costa del reino; lo sabes bien, César.
– Pero si ella no regresa no hay heredero.
– Bitinia tiene un heredero aquí -replicó Nicomedes.
– ¿En Nicomedia? ¿Quién?
– He pensado en dejarte mi reino.
– ¿A mí?
– Si, a ti. Para que seas rey.
– No, mi querido amigo; eso no es posible.
– Serás un gran rey, César. ¿No te gustaría gobernar en tus propias tierras?
– Mi tierra es Roma, Nicomedes, y, como todos los romanos, me han criado para que crea en la república.
– ¿No hay manera de tentarte? -inquirió el rey, temblándole el labio inferior.
– No.
– Bitinia necesita a alguien joven y muy fuerte, César. El único que se me ocurre eres tú.
– Está la propia Roma.
– Y los romanos como Cayo Verres.
– Es cierto. Pero también hay romanos como yo. La única solución es Roma, Nicomedes. Si no quieres que Ponto usurpe el trono.
– ¡Antes que eso, cualquier cosa!
– Pues deja Bitinia a Roma.
– ¿Puedes redactar un testamento legal al estilo romano?
– Sí.
– Pues hazlo, César. Dejaré mi reino a Roma.
A mediados de diciembre moría el rey Nicomedes III de Bitinia, asiendo una mano de César y otra de su esposa sin despertar del sueño de despedida.
El testamento había sido enviado con tanta anticipación a Roma, que César recibió comunicado del Senado antes de que expirase el anciano de ochenta y cinco años, diciendo que había sido notificado el gobernador de la provincia de Asia, Marco Junio Junco, quien se pondría en camino hacia Bitinia para anexionarla a la provincia de Asia en cuanto muriese el rey. Como César pensaba quedarse hasta ese momento, sería él quien informase a Junco del fallecimiento.
Era decepcionante que el primer gobernador de Bitinia no fuese un hombre amable y comprensivo.
– Quiero que se inventaríen todos los tesoros y obras de arte del reino -dijo César a la reina viuda-, además del monto de las arcas reales, las flotas y los contingentes del ejército con todas las corazas, espadas, lanzas, piezas de artillería y máquinas de asedio.
– Se hará; pero ¿por qué lo pides? -inquirió Oradaltis.
– Para saber si el gobernador de la provincia de Asia se enriquece apropiándose de una sola lanza o de un solo dracma -contestó César-. ¡ En cuyo caso, yo mismo le pondría pleito en Roma y haría que le declarasen culpable! Mientras lo inventariáis todo, seis importantes romanos de los que viven en el país actuarán de testigos, así el documento constituirá una prueba irrefutable que no podrá ignorar ningún jurado senatorial.
– ¡Ay! ¿Y no correré peligro?
– Vuestra persona, no. De todos modos, si podéis trasladaros a una casa privada, preferiblemente fuera de Nicomedia, en Calcedonia o Prusa, viviréis tranquila y en paz el resto de vuestros días.
– Detestas mucho a Marco Junio Junco.
– Le detesto mucho.
– ¿Es un Cayo Verres?
– No creo, Oradaltis. Simplemente un codicioso. Sabiéndose el representante romano más importante de la región, me imagino que se dispondrá a robar todo aquello de lo que crea que Roma no va a pedirle cuentas; pero me da la impresión de que no van a coincidir vuestra lista y la de él. ¡ Entonces le tendremos en nuestras manos!
– ¿Y no sospechará que existe un inventario?
– ¡Él no! -contestó César, echándose a reír-. Se supone que los reinos orientales no practican tal precisión. La precisión es romana. Desde luego, al saber que estoy yo, pensará que yo he sido el primero en expoliar el país, y ni se le ocurrirá que nos hemos puesto de acuerdo para atraparle.
A finales de diciembre el inventario estaba hecho. La reina cambió de residencia y se marchó al pueblecito pesquero de Rheba, en la orilla euxina del extremo del Bósforo. Allí tenía Nicomedes una villa que la reina consideró ideal para vivir retirada.
– Cuando Junco quiera confiscaros la villa, le mostráis una copia de la escritura de propiedad y le decís que el original está en poder de vuestros banqueros. ¿Dónde tendréis el dinero?
– He pensado en Bizancio, que es lo que tengo más cerca.
– ¡Estupendo! Bizancio no es de Bitinia y Junco no podrá examinar vuestras cuentas… ni echar mano a vuestros fondos. Le diréis, igualmente, que lo que hay en la villa es vuestro y que procede de vuestra dote. Así no podrá arrebataros nada. Por lo tanto, no incluyáis en el inventario nada de lo que os llevéis; si alguien tiene derecho a apropiarse de algo, la reina mejor que nadie.
– Bueno, he de pensar también en Nisa -dijo la anciana, entristecida-. ¿Quién sabe? Quizá pueda verla regresar antes de morir.
Llegó noticia de que Junco se había embarcado rumbo al Helesponto y que llegaría a Nicomedia al cabo de unos días, pues pensaba hacer escala en Prusa para una inspección. César trasladó a la reina a la villa, se aseguró de que se detraía lo suficiente del erario para asegurarle una renta adecuada, entregó los fondos de Oradaltis y el inventario a los banqueros de Bizancio y hacia allí se dirigió en barco con su séquito de veinte personas. Navegaría en paralelo a las costas tracias del Proponto hasta el Helesponto y así evitaría encontrarse con Marco Junio Junco, gobernador de la provincia de Asia, y gobernador ya de Bitinia.
No pensaba regresar a Roma, sino dirigirse a Rodas para estudiar con Apolonio Molon durante un año o dos. Cicerón le había convencido de que ello le serviría para pulir su oratoria, a pesar de lo buena que ya era. El no echaba de menos Roma como le sucedía a Cicerón, y tampoco echaba de menos a su familia. Por muy agradable y tranquilizador que fuese tener familia, era obligación de su esposa, hija y su madre esperar su regreso, y allí estarían cuando volviese. No se le ocurrió pensar que la muerte podría arrebatarle durante su ausencia un miembro o dos de esa familia.
Iba percatándose de lo costoso que estaba resultando el viaje, y se había negado a recibir dinero de Nicomedes y Oradaltis; sólo había pedido un recuerdo, y le habían regalado una auténtica esmeralda escita, bien distinta a las piedras más pálidas y turbias del Sinus Arabicus: un cabujón convexo del tamaño de un huevo de gallina con la efigie de los reyes de Bitinia grabada en él. No lo vendería por mucho que le dieran ni por mucha necesidad que tuviese. En cualquier caso, César nunca se preocupaba por el dinero. De momento, tenía bastante y estaba seguro de que el futuro proveería por si solo, una actitud que sacaba de quicio a su previsora madre. Pero un séquito de veinte personas y el alquiler de navíos multiplicaban por diez los gastos comparados con sus primeros viajes.
En Esmirna volvió a estar unos días con Rutilio Rufo, y se deleitó escuchando contar al anciano anécdotas de Cicerón, que le había visitado cuando regresaba de Rodas a Roma.
– ¡Un individuo sorprendente! -dijo Rutilio Rufo-. Verás como no será feliz en Roma a pesar de que la adora. Yo diría que es la sal de la tierra… un hombre decente, afectuoso y anticuado.
– Te entiendo -dijo César-. Lo que sucede, tío Publio, es que es una inteligencia excepcional y un gran ambicioso.
– Como Cayo Mario.
– No, como Cayo Mario no -replicó César.
En Mileto se enteró de cómo Verres había robado los tapices y alfombras y aconsejó al etnarca que plantease un pleito al Senado de Roma.
– Aunque -añadió, cuando ya se disponía a emprender viaje a Halicarnaso- suerte habéis tenido de que no os haya robado las obras de arte y saqueado los templos, que es lo que hizo en otros sitios.
El barco que había alquilado en Bizancio era una galera mercante de cuarenta remos, bastante limpia, con una popa alta en la parte de las dos palas del timón y con camarote para él en el centro. Entre el camarote y la popa, acomodaron a las treinta mulas y caballos, incluido el caballo niseano y su querido Pezuñas. Como nunca hacían una singladura superior a cincuenta millas, en los puertos se organizaba un pequeño barullo al desembarcar y volver a embarcar los animales.
Mileto no era muy distinto de Esmirna, Pitano y otra media docena de puertos que habían tocado anteriormente; todos los que habitaban cerca del puerto sabían que el barco lo había alquilado un senador romano y mostraban gran interés. ¡Ahí estaba! ¡Un hombre joven y guapo con su blanca toga, que caminaba cual si fuese el dueño del mundo! Y, al fin de cuentas, ¿no era cierto? Era un senador romano. Naturalmente, hasta el más humilde de sus criados aportaba datos y los haraganes habituales del puerto de Mileto supieron que era aristócrata, hombre de gran inteligencia y el responsable de que el rey Nicomedes de Bitinia hubiese dejado su reino en herencia a Roma. No era de extrañar que César se alegrase cuando alzaron la pasarela, el barco levó anclas y reemprendió la navegación.
Pero hacia un hermoso día y la mar estaba en calma, soplaba un viento favorable que hinchaba la vela y ahorraba el esfuerzo de los remeros, y el capitán le aseguró que estarían en Halicarnaso al día siguiente.
A unas siete u ocho millas, junto a la costa, asomaba un farallón; el barco de César pasó plácidamente entre él y una isla.
– Farmacusa -dijo el capitán señalando hacia ella.
Navegaban rozando la isla, en la que se veía Iassus a lo lejos, en el interior, siguiendo un rumbo que les permitiese evitar la siguiente península de la accidentada costa. Farmacusa era una islita en forma de senos desproporcionados, de los cuales el situado más al sur era el mayor.
– ¿Y ahí vive alguien? -inquirió César.
– Ni un pastor con sus cabras.
Estaban a punto de dejar atrás la isla, cuando una esbelta galera de guerra salió de detrás del seno más grande a gran velocidad, dispuesta a interceptar al navío de César.
– ¡ Piratas! -chilló el capitán, lívido.
César, que había vuelto la cabeza para ver la estela de la nave, asintió con la cabeza.
– Sí, y por detrás viene otra galera. ¿Cuántos hombres tendrá la que nos intercepta? -inquirió.
– ¿Combatientes? Cien por lo menos, y armados hasta los dientes. la de atrás?
El capitán estiró el cuello.
– Esa es mayor. Tal vez ciento cincuenta.
– Entonces, no aconsejas que resistamos.
– ¡Por los dioses, senador, no! -respondió el hombre-. Nos matarían en un abrir y cerrar de ojos. Esperemos que busquen rescate, porque por la estela saben que no llevamos mercancías.
– ¿Quieres decir que saben que a bordo va alguien por quien obtendrán un buen rescate?
– Ellos lo saben todo, senador. Tienen espías en todos los puertos del Egeo. Me imagino que ayer mismo saldrían a remo los espias de Mileto para darles la descripción del barco, diciéndoles que en él viajaba un senador romano.
– ¿Es que los piratas tienen su base en Farmacusa?
– No, senador. Si así fuera, resultaría fácil para Mileto y Priena limpiarla. Habrán estado escondidos ahí unos días al acecho de algún barco, porque basta con unos días para que aparezca algo interesante. Es una mala suerte, ya que al ser invierno y época en que suele haber temporales, no esperaba tropezarme con piratas. ¡ Pero, desgraciadamente, el tiempo ha sido inmejorable!
– ¿Y qué nos harán?
– Llevarnos a su guarida y esperar el rescate.
– ¿Y dónde pueden tenerla?
– Probablemente en Licia, entre Patara y Mira.
– Muy lejos de aquí.
– A varios días de navegación.
– ¿Y por qué tan lejos?
– Allí están a salvo. ¡Es un nido de piratas! La costa está llena de centenares de calas y vallecillos. Es una región en la que hay por lo menos treinta guaridas de piratas.
César permanecía imperturbable, pese a que las dos galeras ya daban alcance a la suya; se podía ver a los hombres armados en las bordas y se oían sus gritos.
– ¿Y si regreso con una flota una vez rescatado y acabo con todos ellos?
– No encontraréis su escondite, senador. Hay centenares de ensenadas y todas parecen iguales. Es como el laberinto de Cnosos de la antigüedad, sólo que lineal en vez de cuadrado.
César llamó a su criado y le pidió tranquilamente la toga; cuando el hombre, aterrado, regresó con la prenda blanca cargada en un brazo, le ordenó sin inmutarse que procediese a hacerle los pliegues.
– ¿Luchamos, César? -dijo Burgundus, acercándose en aquel momento.
– No, claro que no. Una cosa es luchar aun cuando la posibilidad de victoria es remota, pero no cuando enfrentarse al enemigo es suicida. Tranquilo, Burgundus. ¿Entendido?
– Entiendo.
– Pues díselo a todos; no quiero héroes temerarios. Así que no podré encontrar la ensenada ¿eh? -inquirió, volviéndose hacia el capitán.
– Jamás, senador, creedme. Muchos lo han intentado.
– En Roma estábamos convencidos de que Publio Servilio Vatia había acabado con los piratas al someter a los isáuricos. Hasta adoptó el sobrenombre de Vatia Isáurico por lo magnífico de su campaña.
– Los piratas son como insectos, César. Se les ahuyenta con el humo, sí, pero en cuanto el aire se aclara, vuelven.
– Ya. Entonces, cuando Vatia se denominó Vatia Isáurico, y acabó con el reinado de Cenicetes, jefe de los piratas, lo único que hizo fue eliminar la espuma superficial. ¿No es así, capitán?
– Sí y no. El rey Cenicetes no era más que un caudillo pirata. En cuanto a los isáuricos -añadió el hombre, encogiéndose de hombros- ninguno de los que surcamos esas aguas ha entendido nunca por qué un gran general romano emprendió guerra contra una tribu isleña de salvajes pisidios pensando en que asestaba un duro golpe a la piratería. Quizás algunos nietos de los isáuricos se hayan unido a los piratas, pero los isáuricos se hallan demasiado lejos del mar para atribuirles actos de piratería.
Las dos galeras de guerra les habían abordado y los piratas ya comenzaban a saltar a bordo.
– ¡Ah! Ahí llega el jefe -dijo César sin perder la calma.
Un hombre joven y alto vestido con túnica púrpura de Tiro, profusamente bordada en oro, se abrió paso entre la horda y comenzó a subir la escalinata de popa. No iba armado ni tenía aspecto marcial.
– Buenos días -dijo César.
– ¿Me equivoco o eres el senador romano Cayo Julio César, ganador de la corona cívica?
– No, no te equivocas.
Los ojos verde claro del jefe de los piratas se estrecharon y se llevó la cuidada mano a su cabello rubio rizado.
– Estás muy sosegado, senador -dijo el pirata, en un griego que traicionaba su procedencia de alguna de las islas espóradas.
– No veo por qué no habría de estarlo -replicó César, enarcando las cejas-. Supongo que permitirás que pague rescate por mí y los míos, y no veo que haya de temer.
– Cierto, pero eso no obsta para que mis cautivos se caguen de miedo.
– ¡Yo no!
– Claro, eres un héroe.
– Y ahora que sucede… ¿cómo has dicho que te llamas?
– Polígono -dijo el pirata, volviéndose hacia sus hombres, que habían separado en dos grupos a la tripulación y al séquito de César.
Igual que su jefe, el resto de los piratas eran un cromo; los había con peluca, otros se notaba que se rizaban el pelo, otros iban pintados como rameras, aunque algunos estaban muy bien rasurados y tenían aspecto masculino, y todos vestían muy bien.
– ¿Qué sucede ahora? -repitió César.
– La tripulación pasa a bordo de mi barco, mis propios hombres se pondrán a los remos de éste y nos alejaremos rumbo sur lo más rápido posible, senador. Al caer el sol habremos dejado Cnido atrás, pero seguiremos navegando. Dentro de tres días estarás sano y salvo en mi casa, en donde serás huésped mío hasta que se pague el rescate.
– ¿Y no sería más fácil que partiesen en un navío ligero parte de mis criados y fuesen a Mileto, que es una ciudad rica, en donde no les sería difícil reunir el rescate? ¿A cuánto asciende, por cierto?
El jefe pirata hizo caso omiso de la segunda pregunta y meneó enérgicamente la cabeza.
– No, ya cobramos el último rescate de Mileto. Los cobros se distribuyen, porque a veces los cautivos tardan en pagar, y ahora les toca a Xantos y a Patara en Licia. Así que dejaremos que tus sirvientes se marchen cuando lleguemos a Patara. En cuanto a la suma -añadió Polígono, meneando la cabeza y haciendo flotar sus rizos-, será de veinte talentos de plata.
– ¿Veinte talentos de plata? -exclamó César, ofendido, dando un paso atrás-. ¿Es eso cuanto valgo?
– Es la tarifa actual de los senadores, según lo acordado por todos los piratas. Eres demasiado joven para ser magistrado.
– ¡Soy Cayo Julio César! -replicó altanero el cautivo-. Ya se nota que no sabes nada. No sólo soy patricio, sino un Juliano. ¿Y qué significa ser un Juliano, dirás? Significa que desciendo de la diosa Afrodita a través de su hijo Eneas. Soy de familia consular y seré cónsul cuando tenga la edad precisa. ¡No soy un simple senador! Poseo una corona cívica, hablo en la Cámara, me siento en las gradas del medio, y cuando entro en el Senado, todos -incluidos los consulares y los censores- tienen que ponerse en pie y aplaudirme. ¿Veinte talentos de plata? ¡Yo valgo cincuenta talentos!
Polígono escuchaba fascinado. Sí que era un cautivo excepcional. ¡Aquellas cosas no las decía nadie! ¡Tan seguro de sí mismo, tan impávido, tan arrogante! Y había algo en aquel rostro bien parecido que al pirata le gustaba… ¿Sería el centelleo de la mirada? ¿No se estaría aquel Cayo Julio César burlando de él? Pero ¿por qué se iba a burlar de un modo en virtud del cual iba a pagar más del doble de lo que él pedía? No, tenía que hablar en serio. No obstante… ¡ Sí era aquel brillo en la mirada!
– De acuerdo, vuestra majestad, cincuenta talentos de plata -dijo Polígono, también con ojos chispeantes.
– Eso está mejor -dijo César, volviéndole la espalda.
Tres días más tarde -sin haber encontrado ninguna flota de Rodas o de otra ciudad que patrullase las aguas- la servidumbre de César fue llevada a tierra enfrente de Patara. Polígono había transbordado a su galera y César no había vuelto a verle, pero sí que apareció para vigilar la maniobra del traslado de los criados del romano a un navío ligero.
– Si quieres puedes quedarte con todos menos uno -dijo el jefe pirata-. Basta con uno para recoger el rescate.
– No para un hombre de mi rango -replicó César ásperamente-. Me quedaré con tres: mi criado personal Demetrio y dos escribas. Si tengo que esperar mucho, necesitaré quien copie mis poemas. O quizás escriba una comedia. ¡Una comedia! Si, tengo mucho material para una comedia. O tal vez una farsa.
– ¿Quién irá al frente de tu séquito?
– Mi liberto Cayo Julio Burgundus.
– ¿El gigante? ¡Qué hombre! De esclavo valdría una fortuna.
– En su día la valió. Tendrá que llevar su caballo niseano -prosiguió César en tono exigente-, y los otros también necesitan sus monturas. Insisto en que tienen que mantener mi rango.
– Insiste en lo que quieras, majestad, pero los caballos son buenos y me los quedo.
– ¡Ni hablar! -espetó César-. Vas a cobrar cincuenta talentos de rescate, así que puedes darles los caballos. Yo me reservo a Pezuñas… ¿Tenéis calles empedradas? Dedos no está calzado y no puede andar por vías con firme.
– ¡Eres el colmo! -exclamó Polígono pasmado.
– Desembarca los caballos, Polígono -añadió César.
Los caballos fueron desembarcados. Burgundus estaba muy malhumorado por tener que dejar a César tan mal servido en manos de aquellos villanos, pero no le quedaba más remedio. Su cometido era reunir el rescate.
A continuación, siguieron navegando hacia Licia oriental a lo largo de una costa deshabitada. No se veían casas, caminos ni pueblos pesqueros, y el único paisaje eran los imponentes montes Solimes, coronados de nieve, que descendían hasta el mar. Llegaron de pronto a las escondidas calas sin haber adivinado su presencia, pues eran reducidas quebradas en las laderas, pequeñas franjas de arena amarillo-rojiza al pie de acantilados amarillo-rojizos. ¡ Pero no se veía el menor signo de guaridas de piratas! César permaneció inmóvil en la popa desde el momento en que el barco dejó atrás el río en que estaban Patara y Xantos, mirando la costa atentamente hora tras hora.
Al caer el sol, las dos galeras y el navío mercante se acercaron a la orilla hacia una de aquellas radas tan iguales y vararon en ella. Sólo cuando hubo saltado a tierra, vio lo que era imposible ver desde la mar: el acantilado de la cala era doble y el espolón del primero ocultaba al segundo, al pie del cual había una extensión de tierra. ¡La guarida de los piratas!
– Estamos en invierno, y los cincuenta talentos que vamos a cobrar por tu rescate nos permitirán darnos unas buenas vacaciones en vez de salir a navegar durante los temporales de principios de primavera -dijo Polígono, aproximándose a César en el momento en que cruzaba el desfiladero entre los dos acantilados.
Sus hombres estaban ya fijando rodillos a las proas de las galeras y el mercante, y César y Polígono observaron cómo sacaban los navíos de la arena, los hacían cruzar el desfiladero y los colocaban sobre unos puntales dentro del valle oculto.
– ¿Siempre hacéis esta operación? -inquirió César.
– No, si vamos a zarpar de nuevo. Pero no suele hacerse. Siempre que vamos en busca de presa nunca volvemos a casa.
– ¡Está muy bien el escondrijo! -exclamó César en tono de admiración.
La cuenca de tierra tendría unos dos kilómetros de largo y uno de ancho y era de forma ovalada. En el extremo más alejado había una cascada que formaba un estanque del que partía un riachuelo que se deslizaba serpenteando hasta la cala sin que se viera desde el mar. Los piratas (o la madre Tierra) habían excavado un pequeño canal de desagüe al pie del acantilado.
Una ciudad bien construida y distribuida llenaba la mayor parte de la extensión de tierra. Casas de piedra de cuatro pisos se alineaban en calles de grava, y había varios silos y almacenes grandes, también de piedra, enfrente del lugar en que estaban situados los barcos, además de una plaza de mercado con templo, que era el centro de la vida pública.
– ¿Cuántos habitáis aquí? -inquirió César.
– Incluidas esposas, queridas y niños, y los amantes de algunos hombres, unos… mil, y quinientos más. Y están los esclavos.
– ¿Cuántos esclavos?
– Unos dos mil. Nosotros no damos golpe -dijo ufano Polígono.
– Me sorprende que no se subleven en ausencia de los hombres. ¿O es que las mujeres y los amantes de los hombres son temibles guerreros?
El jefe pirata se echó a reír con desdén.
– ¡No somos tontos, senador! Todos los esclavos están encadenados. Y como no pueden escapar, ¿para que van a rebelarse?
– A mí eso no me disuadiría -comentó César.
– Te apresaríamos cuando regresásemos. No hay barcos para huir.
– Quizá sería yo quien os apresase cuando regresaseis.
– Pues me alegro de que estemos todos aquí hasta que llegue tu rescate, senador. No levantarás pasiones.
– ¡Oh! -exclamó César con gesto de decepción-. ¿Quieres decir que tengo que entregarte cincuenta talentos sin siquiera tener a cambio una pequeña diversión femenina mientras espero? No me van los hombres pero soy bastante famoso con las mujeres.
– Seguro que sí, si es lo que te gusta -replicó Polígono, conteniendo la risa-. ¡ No te preocupes, mujeres no nos faltan!
– ¿Tenéis biblioteca en este dulce remanso?
– Hay algunos libros, pero no somos intelectuales.
Llegaron ante un gran edificio.
– Ésta es mi casa. Te alojarás aquí, pues será mejor tenerte a la vista, aunque dispondrás de tus propios aposentos, desde luego.
– Agradecería mucho un baño.
– Como tengo todas las comodidades del palatino, tendrás un baño, senador.
– Prefiero que me llames César.
– Bien, César.
Los aposentos eran suficientes para alojar a Demetrio y a los escribas, y César no tardó en deleitarse en un baño con la temperatura exacta, un poco por encima de tibio.
– Demetrio, tendrás que afeitarme y depilarme los días que estemos aquí -dijo César, peinándose hacia abajo las suaves ondas de su pelo rubio y dejando el espejo de oro con incrustación de piedras preciosas-. Hay una fortuna en esta casa.
– No hacen más que robar fortunas -añadió Demetrio.
– Y esos edificios deben estar repletos con el botín, porque no están todos habitados.
Tras lo cual salió a reunirse con Polígono en el comedor. La comida era variada y excelente y el vino excepcional.
– Tienes buen cocinero -comentó César.
– Ya veo que eres parco comiendo y que no bebes vino -dijo Polígono.
– No soy apasionado en nada salvo en mi trabajo.
– ¿Con las mujeres tampoco?
– Las mujeres son trabajo -replicó César, lavándose las manos.
– ¡Nunca había oído semejante calificación! -exclamó Polígono riendo-. Eres un bicho raro que dedica la pasión al trabajo, César -añadió el pirata, palmeteándose el vientre y oliendo con deleite el contenido de la copa de cristal-. A mí, lo que más me agrada de ser pirata es la buena vida que me doy cuando no navego. ¡Pero sobre todo me gusta el buen vino!
– A mi el sabor no me disgusta -replicó César-, pero detesto la sensación de perder la cabeza, y he advertido que media copa de vino aguado me embota los sentidos.
– Pero cuando te despiertas te sientes estupendamente todo el día -dijo Polígono.
– No necesariamente -replicó César con una sonrisa.
– ¿Qué quieres decir?
– Que yo, mi querido amigo, me despertaré totalmente sobrio y en plenas facultades el día en que venga aquí al mando de una flota para tomar la plaza y haceros prisioneros. Te aseguro que cuando te vea encadenado me sentiré infinitamente mejor que al despertarme. Y el día que te crucifique, Polígono, me sentiré mejor que nunca.
Polígono soltó una carcajada.
– César, eres el huésped más ameno que he tenido. ¡Me encanta tu sentido del humor!
– Eres muy amable. Pero no reirás cuando te crucifique, amigo.
– No habrá lugar.
– Sí que lo habrá.
Entre pliegues de oro y púrpura, con las manos llenas de anillos y el pecho de collares, Polígono se tumbó de espaldas en la camilla sin dejar de reír.
– ¿Es que crees que no te he visto en la popa de tu barco escrutando la orilla? ¡Olvídate, César! ¡Aquí nadie sabe volver!
– Tú lo haces.
– Porque lo he hecho mil veces. Las primeras cien veces me perdí.
– No me extraña. Tú, a mi lado, eres un zoquete.
Ofendido, Polígono se puso en pie.
– ¡Lo bastante inteligente para capturar a un senador romano y sacarle cincuenta talentos!
– Aún no los has cobrado.
– Si no los cobro, te pudrirás aquí.
Poco después de este diálogo, Polígono dejó el comedor y César regresó solo a sus aposentos. En ellos le esperaba una muchacha preciosa, un regalo muy apreciado, después de que la hizo pasar por manos de Demetrio para asegurarse de que estaba limpia.
Cuarenta días estuvo César en el escondrijo de los piratas; nadie le impidió moverse con entera libertad ni hablar con quien le placiera. Su fama se extendió por todo el lugar y muy pronto todos supieron que él estaba dispuesto a regresar después de ser rescatado para apresar a los piratas y crucificarlos a todos.
– ¡No, no; sólo a los hombres! -dijo él, sonriendo con gran encanto a un grupo de mujeres que le preguntaban-. ¿Cómo voy a crucificar a semejantes beldades?
– Pues ¿qué harás con nosotras? -inquirió la más decidida, con mirada seductora.
– Venderos. ¿Cuántas mujeres y niños sois?
– Mil.
– Mil. Si en el mercado que os venda me pagan una media de mil trescientos sestercios, habré recuperado mi rescate para devolvérselo a los que lo hayan prestado, y aún haré un modesto beneficio. Pero las mujeres y los niños de aquí sois mejores de lo que suelen serlo en un pueblo, así que podré obtener unos dos mil sestercios por cabeza y hacer una buena ganancia.
Las mujeres se alejaron entre risitas. ¡Era encantador!
De hecho, se congraciaba con todos. Era muy agradable, gracioso e ingenioso y jamás daba muestra del menor temor o depresión; bromeaba con todos y, sobre todo, tanto sobre aquello de la crucifixión de los hombres y la venta de las mujeres y niños como esclavos, que para ellos era un verdadero entretenimiento. Le brillaban los ojos y hacía muecas y se divertía tanto como ellos. La primera muchacha hizo elogios de su capacidad sexual y todas las demás no le quitaban los ojos de encima, pero los hombres vieron en seguida que era muy escrupuloso en sus elecciones y nunca se iba con una que estuviera emparejada permanentemente con otro.
– Yo sólo pongo los cuernos a mis iguales -comentaba con aire eminentemente aristocrático.
– ¿Amigos? -le preguntaban entre risotadas.
– Enemigos -contestaba él.
– Pues ya que somos tus enemigos…
– Sí, pero no mis iguales. ¡Sois una escoria despreciable! -contestaba.
Y todos se echaban a reír, encantados de que les insultase con tan buen humor.
Y una tarde en que cenaba con Polígono, el jefe pirata lanzó un suspiro.
– Sentiré que te vayas, César.
– ¡Ah! Ya está el rescate.
– Llegará mañana con tu liberto.
– ¿Y cómo vendrá? Supongo que le traerá un guía, ya que dices que nadie puede encontrar el sitio.
– Oh, le han acompañado constantemente mis hombres. Y cuan·do se recogió el último talento me enviaron un mensaje. Estará aquí mañana hacia mediodía.
– Y podré marcharme.
– Sí.
– ¿Y mi barco?
– También.
– ¿Y el capitán y la tripulación?
– Con el barco. Zarparéis al anochecer rumbo al oeste.
– Así que, has incluido el barco alquilado en el precio del rescate.
– ¡Ni mucho menos! -replicó Polígono, sorprendido-. El capitán aumentó diez talentos para recuperar barco y tripulación.
– ¡Ah! -exclamó César-. Otra deuda que tendré que pagar.
Tal como estaba previsto, Burgundus llegó a mediodía al día siguiente, el cuadragésimo del cautiverio de César.
– Cardixa me permitirá que siga siendo el padre de sus hijos -dijo el gigantón, enjugándose las lágrimas-. Tienes buen aspecto, César.
– Han sido buenos anfitriones. ¿Quién ha reunido el rescate?
– Patara la mitad y Xantos la otra mitad. No les gustó mucho, pero no se atrevieron a negarse. No hace mucho que Vatia estuvo por aquí.
– Les devolveré el dinero antes de lo que piensan.
Toda la ciudad pirata salió a verle marchar, y algunas mujeres llorando, igual que Polígono.
– ¡No volveré a tener un cautivo como tú! -dijo entre suspiros.
– Bien cierto -replicó César sonriente-. Ha terminado tu carrera de pirata, amigo. Volveré antes de primavera.
Como de costumbre, aquella amenaza a Polígono le hizo mucha gracia y seguía riéndose con disimulo en la playa, mirando cómo el capitán del barco alquilado por César maniobraba para poner rumbo al oeste en aquella oscuridad.
– ¡No te detengas, capitán! -gritó el jefe de los piratas-. Si te paras te envío a mis hombres. -Y de detrás del primer acantilado salió una hemiolia capaz de enfrentarse a cualquier navío.
Pero al amanecer ya no la avistaron y vieron que estaban ante el río en que estaba situada Patara.
– Voy a despejar ciertas dudas financieras -dijo César, mirando al capitán-. Te pagaré los diez talentos que entregaste como rescate del barco y la tripulación.
Era evidente que el capitán no creía que César pudiera hacerlo.
– ¡Ha sido un viaje desafortunado! -musitó.
– Te digo yo que cuando acabe volverás a Bizancio muy contento -dijo César-. Ahora, llévame a tierra.
Fue una visita corta, volvió en seguida deseando zarpar al día siguiente apenas embarcasen los caballos y las mulas. Ya con todo su séquito, parecía impaciente.
– ¡Vamos, capitán, date prisa!
– ¿Rumbo a Rodas?
– A Rodas, por supuesto.
El viaje duró tres días, haciendo escala en Telmessus la primera noche y en Caunus la segunda, sin que César consintiese en desembarcar a los animales en ninguno de los dos sitios.
– Tengo mucha prisa; no se morirán -dijo-. ¡Suerte la mía, favorecido por la Fortuna como siempre! Gracias a mi experiencia anterior reuniendo flotas, sé exactamente a dónde ir y a quién hablar en cuanto lleguemos a Rodas.
Y tan bien lo sabía, que apenas dos horas después de atracar el barco ya estaban congregadas las personas con quienes quería hablar.
– Necesito una flota de diez trirremes y unos quinientos hombres aguerridos -dijo al grupo de notables congregados en la sede del jefe del puerto.
– ¿Para qué? -inquirió el joven almirante Lisandro.
– Para volver a la guarida del jefe de piratas Polígono y asaltarla.
– ¿Polígono? ¡Jamás darás con su guarida!
– La encontraré -replicó César-. ¡Dejadme la flota! Habrá buen botín para Rodas.
Ni su entusiasmo ni su confianza lograron persuadir a los rodios para que apoyasen su loca empresa, pero por su autoridad pudo obtener las diez trirremes y quinientos soldados; le conocían y la fama de Vatia aún seguía causando respeto. Aunque el rey Cenicetes había prendido fuego a su reducto inexpugnable del monte Termessus cuando había ido a apresarle, la fama de Vatia en Rodas había crecido enormemente; impasible ante lo que parecía la pérdida de un inmenso botín, Vatia había esperado a que se enfriasen las cenizas para escarbar y detraer los metales preciosos. Si Vatia era capaz de aquello, su antiguo legado, César, sería hombre de recursos parecidos. Y por eso dedujeron que valía la pena confiar en él.
En la desembocadura del río de Patara la flota echó el ancla la última noche antes de iniciar la búsqueda de la guarida de Polígono; César fue a la ciudad y requisó cuantos mercantes había para que siguieran a la flota, y al día siguiente estuvo en la popa de su barco escrutando la accidentada costa hora tras hora.
– Antes de que Polígono saliera de Patara -dijo al capitán- ya sabía yo bastante, por oir a los piratas hablar, del aspecto de las calas. Y llegué a la conclusión de lo que eran calas y lo que no. Y me dediqué a contarlas todas.
– Yo iba oteando puntos de referencia en tierra, farallones de diversas formas, montañas de perfil extraño… cosas así -dijo el hombre con un suspiro-. ¡Pero ya ni sé dónde estoy!
– Las referencias de tierra son engañosas y su recuerdo más. A mí dame cifras -dijo César sonriente.
– ¿Y si equivocas la cuenta?
– No me he equivocado.
Efectivamente. La cala en que desembarcaron los quinientos soldados de Rodas no se diferenciaba en nada de tantas otras. La flota estuvo anclada toda la noche al oeste de ella sin que la descubriesen, porque resultó que Polígono no había dispuesto vigías y sus cuatro galeras de guerra seguían en tierra, al creerse fuera de peligro. Pero apenas había salido el sol cuando él y sus hombres ya estaban encadenados con los mismos grilletes que usaban para sus esclavos.
– No dirás que no te previne -le dijo César.
– ¡Aún no estoy crucificado, romano!
– Lo estarás, lo estarás.
– ¿Cómo diste con el lugar?
– Pura aritmética. Conté las calas que hay desde Patara a aquí -respondió César, volviéndose hacia el almirante Lisandro-. Ven, veamos las fortunas que tiene escondidas Polígono.
Resultó que guardaba cuantiosas fortunas. No sólo estaban los silos casi a rebosar, sino que había alimentos suficientes para los habitantes de Xanto y Patara para el resto del invierno y la primavera. Un gran edificio estaba lleno de telas y púrpuras de incalculable valor, mesas de cedro y de maderas exóticas, camillas doradas y sillas lujosísimas; otro, lleno de arcas repletas de monedas y alhajas -en su mayor parte egipcias- y jarrones con piedras preciosas como berilos, cornalinas, ágatas, ónices, lapislázuli y turquesas. Al abrir un arcón hallaron varios centenares de perlas marinas, algunas gruesas como huevos de paloma y otras de exóticos colores.
– No me extraña -dijo Lisandro-. Este Polígono lleva veinte años pirateando por estos mares y tiene fama de atesorar sin tasa. Lo que no sabía yo es que había estado asaltando los barcos entre Chipre y Egipto.
– ¿Lo dices por las perlas y las alhajas?
– Esos objetos no se ven en ninguna otra parte.
– ¡Y los alejandrinos de Chipre tuvieron el descaro de decirme que sus rutas de navegación no corrían peligro!
– No les gusta que los extranjeros sepan sus puntos débiles, César.
– Me di cuenta en seguida -replicó César, fingiéndose ofendido-. Bien, Lisandro, repartamos el botín.
– A decir verdad, César, nosotros somos tus agentes. Con que nos pagues el alquiler de los barcos y de los hombres, el botín te pertenece -dijo Lisandro.
– Parte, pero no todo, amigo mío. No quiero interpelaciones en el Senado que no pueda contestar con plena veracidad. Así que tomaré mil talentos en monedas para el Erario de Roma, quinientos talentos más en monedas para mí y un puñado de esas perlas si me dejas escoger las que me gusten. Propongo que el resto de las monedas y las alhajas sean la parte para Rodas. Puedes vender los muebles y las telas pero quisiera saber la suma para erigir un templo en Rodas en honor de mi antepasada Afrodita.
Lisandro no salía de su asombro.
– ¡Eres sumamente generoso, César! ¿Por qué no te quedas con todo el arcón de perlas? Así no tendrás dificultades dinerarias para el resto de tu vida.
– No, Lisandro, sólo me llevaré un puñado. Me gusta la riqueza como a cualquiera, pero demasiada puede hacerme avariento.
César se agachó para manosear las perlas y fue escogiendo de una en una: veinte oscuras e iridiscentes procedentes del Palus Asphaltites de Palestina, otra, grande como una fresa, una docena color luna de otoño, una gigante con tonos púrpura y seis perfectas color crema plateada.
– ¡Ya está! No podré venderlas sin que Roma se pregunte de dónde proceden, pero puedo regalárselas a mujeres cuando lo necesite.
– Crecerá tu fama de hombre poco avaricioso.
– ¡Bajo ningún concepto quiero que comentes nada, Lisandro! Mi continencia nada tiene que ver con falta de avaricia, sino con mi reputación en Roma y con el juramento que hice de no dar pie a que se me acuse de extorsión ni de robo de los bienes de Roma. Además -añadió, encogiéndose de hombros-, cuanto más dinero tengo antes lo gasto.
– ¿Y Patara y Xantos?
– Tendrán el importe de vender las mujeres y los niños como esclavos y todas las provisiones. Con la venta de esclavos obtendrán mucho más de lo que aportaron para el rescate, y los alimentos son mi regalo. Pero con tu permiso voy a coger diez talentos más para el capitán de mi barco que también tuvo que pagar rescate -César puso su mano en el hombro de Lisandro y salieron del edificio-. Los barcos de Xantos y Patara llegarán al atardecer. ¿Por qué no vas embarcando en tus galeras la parte que corresponde a Rodas antes de que lleguen? Haré que mis escribas lo inventaríen todo y enviaré a Roma el dinero con una escolta para el Erario.
– ¿Y qué dispones que se haga con los piratas?
– Embárcalos en los navíos de Patara o Xantos y yo los llevaré a Pérgamo. No soy magistrado curul y no tengo autoridad para ejecutar en las provincias. Es decir, que tengo que entregarlos al gobernador en Pérgamo y pedirle permiso para cumplir mi promesa de crucificarlos.
– Pues embarcaré la parte de Roma en mis galeras. No ocupa mucho lugar, y cuando llegue el buen tiempo a principios de verano lo enviaré a Roma desde Rodas. Te daré cuatro de mis barcos como escolta hasta Pérgamo -añadió Lisandro, solícito-. Has dado tanta riqueza a Rodas que te ayudaremos encantados en lo que sea.
– ¡Sólo quiero que recordéis el hecho! Quién sabe si algún día necesitaré pediros un favor -respondió César.
Fueron conduciendo a los piratas a la playa; Polígono, que iba encadenado el último de la larga fila, dirigió un seco saludo a César.
– ¡Qué afición al lujo tenían! -comentó éste, meneando la cabeza-. Yo pensaba que los piratas eran gente sucia, inculta y pendenciera; pero éstos eran afeminados.
– Claro que sí -añadió Lisandro-. Se exagera su belicosidad. ¿Cuántas veces necesitan luchar para hacerse con esas riquezas? Pocas veces, César. Cuando combaten lo hacen dirigidos por sus propios almirantes, que son grandes estrategas. Los piratas de poca monta como Polígono no asaltan convoyes, se dedican a mercantes que van sin escolta. Los piratas que combaten con escuadras se ven sobre todo cerca de Creta, pero con una guarida como la de Polígono, uno se cree perfectamente a salvo y se actúa como un reyezuelo.
– Rodas podría hacer algo más en contra de la piratería -comentó César.
Pero Lisandro meneó la cabeza, conteniendo la risa.
– ¡La culpa es de Roma! Fue Roma quien nos obligó a reducir la potencia de nuestras escuadras al asumir el papel de potencia hegemónica en el Mediterráneo oriental. Pensó que podría controlarlo todo, astilleros incluidos; pero actúa con mucha parsimonia en sus inversiones, y como Rodas sigue actualmente sus directrices, hacemos lo que se nos dice. Si nosotros emprendiésemos la tarea de aumentar nuestra potencia naval para erradicar la piratería, Roma pensaría que estaríamos incubando otro Mitrídates.
Un argumento irrebatible, pensó César.
Marco Junio Junco no estaba en Pérgamo cuando César llegó al río Caico y ancló en el puerto de la ciudad; era a finales de marzo según el calendario romano, por lo que el invierno aún no había concluido, pero habían navegado por la costa sin incidentes. La ciudad de Pérgamo aparecía magnífica en lo alto, pero desde la parte baja del río se veían restos de nieve en el techo de los templos y los aleros de palacio.
– ¿Dónde está el gobernador? ¿En Éfeso? -preguntó César al procuestor Quinto Pompeyo (más emparentado con la rama de los Rufos que con la de los Pompeyos).
– No; en Nicomedia -contestó Pompeyo-. En realidad, yo estaba a punto de salir para allá. Suerte tienes de encontrarnos, porque hay mucho que hacer en Bitinia, y yo he regresado a recoger ropa más ligera para el gobernador, pues no esperábamos que en Nicomedia hiciese más calor que en Pérgamo.
– Siempre lo hace -dijo César muy serio, dominándose por no preguntar al procuestor de la provincia de Asia si no tenía cosas más urgentes que hacer que recoger ropas más ligeras para Junco-. Bien, Quinto Pompeyo -añadió, afable-, si quieres yo llevaré la ropa del gobernador, pues voy a darte un poco de trabajo antes de que te marches. ¿Ves esos barcos?
– Los veo -contestó Pompeyo, nada complacido con que alguien más joven le dijese lo que tenía que hacer.
– Hay unos quinientos piratas que habrá que encarcelar durante unos días. Marcharé a Bitinia a pedir a Marco Junio autorización oficial para crucificarlos.
– ¿Crucificar piratas?
– Eso es. Asalté su guarida en Licia con ayuda de diez barcos de la armada de Rodas.
– ¡Pues quédate aquí y ocúpate de tus malditos prisioneros! -espetó Pompeyo-. Yo pediré el permiso al gobernador.
– Lo siento mucho, Quinto Pompeyo, pero no es el procedimiento -replicó César sin perder la compostura-. Yo soy un privatus y era privatus cuando los capturé, y debo ser yo quien hable con el gobernador. Licia es de su provincia y yo debo explicarle las circunstancias. Es la ley.
La pugna duró un instante, pero no cabía duda de quién se impondría. Y fue César quien zarpó rumbo a Nicomedia en la galera más rápida de Rodas, dejando que Pompeyo se ocupase de los prisioneros piratas.
Mientras aguardaba en una antecámara del palacio a que le recibiera el ocupado Marco Junio Junco, César pensó que aquello había cambiado radicalmente. Aún se conservaban los dorados, los frescos y las obras de arte que no podían quitarse sin dañar la estructura, pero ciertos objetos familiares y estupendas estatuas habían desaparecido de galerías y salones, y también varias pinturas.
La luz ya moría cuando Junco irrumpió en la sala; era evidente que había cenado antes de atender a su colega senador.
– ¡César, me alegro de verte! ¿Qué te trae por aquí? -preguntó, tendiéndole la mano.
– Ave, Marco Junio. Estás muy ocupado.
– Ciertamente; conoces este palacio como la palma de la mano.
Era una afirmación discreta pero lo bastante explícita.
– Como fui yo quien te avisó de que el rey Nicomedes estaba agonizando, bien lo sabes.
– Pero no tuviste la cortesía de aguardar mi llegada.
– Soy un privatus, Marco Junio, y no habría hecho más que entorpecer tu labor; es mejor que un gobernador actúe según su propio criterio cuando tiene una tarea tan importante como es anexionar una nueva provincia a Roma -replicó César.
– ¿Y qué te trae aquí de nuevo? -inquirió Junco, mirando a su interlocutor con intensa aversión, recordando sus diatribas en el tribunal de homicidios.
– Caí cautivo de unos piratas hace dos meses cerca de Farmacusa.
– Sí, es cosa bastante habitual. Supongo que te las arreglarías para pagar el rescate dado que estás aquí. Pero no puedo hacer nada para ayudarte a recuperarlo, César. No obstante, si quieres haré que los funcionarios dirijan una queja al Senado de Roma.
– Eso puedo hacerlo yo -dijo César afablemente-. No he venido a quejarme, Marco Junio, sino a pedirte autorización para crucificar a quinientos prisioneros piratas.
– ¿Qué? -inquirió Junco, mirándole de hito en hito.
– Como bien has razonado, yo me pagué el rescate y luego requisé en Rodas una pequeña escuadra y soldados, volví a la guarida pirata y la asalté.
– ¡No tenías derecho a hacerlo! ¡ El gobernador soy yo y eso es asunto mío! -espetó Junco.
– Si hubiese enviado noticia a Pérgamo-vengo precisamente de allí, donde he dejado a los prisioneros- y te hubiesen enviado un mensaje aquí a Nicomedia, Marco Junio, habría transcurrido el invierno y el pirata Polígono habría salido de su reducto para recomenzar sus rapiñas. Seré un privatus, pero he actuado como se supone debe actuar cualquier miembro del Senado, asegurándome de que los enemigos de Roma no escapan al castigo.
La tajante réplica dio tiempo a Junco para encontrar una respuesta adecuada.
– Entonces, tu acción es encomiable, César.
– Eso creo.
– ¿Y me pides permiso para crucificar a quinientos hombres? ¡ No puedo concedértelo! Tus cautivos me pertenecen y los venderé como esclavos.
– Les prometí que les crucificaría -replicó César, apretando los labios.
– ¿Les diste palabra? -preguntó Junco, pasmado-. ¡A unos ladrones fuera de la ley…!
– ¡Me da exactamente igual que fuesen bárbaros o simios, Marco Junco! Juré que les crucificaría, y soy romano y mi palabra me obliga. Debo cumplir mi palabra.
– ¡No tenías por qué prometer eso! Como has dicho, eres un privatus. De acuerdo en que has actuado como es debido para asegurarte de que los enemigos de Roma no quedan sin castigo, pero es prerrogativa mía, en calidad de auctoritas, decidir la suerte de los prisioneros. Serán vendidos como esclavos. Y no se hable más.
– Ya -replicó César, con los ojos vidriosos, poniéndose en pie.
– ¡Un momento! -exclamó Junco.
– Di -musitó César, mirándole de nuevo.
– Supongo que habría botín.
– Si.
– ¿Y dónde está? ¿En Pérgamo?
– No.
– ¡No puedes quedártelo!
– No me lo he quedado. La mayor parte la entregué a Rodas, que facilitó los barcos y los hombres para la empresa. Otra parte fue para los habitantes de Xantos y Patara, que entregaron los cincuenta talentos de mi rescate, mi parte la doné a Afrodita para que en Rodas se construya un templo en su honor y la parte de Roma ha salido ya hacia allí.
– ¿Y mi parte?
– No sabía que tuvieras derecho a ninguna, Marco Junco.
– ¡Soy el gobernador de la provincia!
– El botín fue cuantioso, pero no tanto. Polígono no era el rey Cenicetes.
– ¿Cuánto has enviado a Roma?
– Mil talentos en monedas.
– Pues es bastante.
– Para Roma si, para ti no -comentó César irónico.
– Como gobernador de la provincia, era mi deber enviar la parte del botín al Erario de Roma.
– ¿Menos cuánto?
– ¡Menos la parte del gobernador!
– Pues te sugiero -replicó César sonriente -que pidas al Erario la parte del gobernador.
– ¡Lo haré, no lo dudes!
– No lo dudo, Marco Junco.
– ¡Me quej aré al Senado de tu arrogancia, César! ¡ Has usurpado los deberes del gobernador!
– Cierto -respondió César, saliendo de la sala-. Y gracias a ello el Tesoro no tiene mil talentos de menos.
Alquiló un caballo y regresó a Pérgamo por un terreno fácil por el que Burgundus y Demetrio difícilmente podían seguirle. César cabalgaba sin pausa, impulsado por la ira, sin preocuparse por el cansancio. No habían transcurrido siete días cuando ya estaba de nuevo en Pérgamo, dos días antes que la galera de Rodas, que aún cruzaba el Helesponto.
– ¡Ya está! -dijo animoso al procuestor Pompeyo-. Espero que hayas preparado las cruces, porque no tengo tiempo que perder.
– ¿Las cruces? -inquirió Pompeyo, atónito-. ¿Cómo voy a hacer cruces para unos hombres que Marco Junio pondrá a la venta?
– Al principio, es lo que pensó -dijo César con toda naturalidad-, pero cuando le expliqué que había dado mi palabra de crucificarlos, lo entendió. ¡Vamos a empezar a hacer las cruces! Tenía que haber comenzado a estudiar con Apolonio Molón hace dos meses y el tiempo vuela, Pompeyo. ¡Manos a la obra!
El aturdido procuestor se vio obligado a una actividad como no había conocido con el propio Junco, pero César era incansable y acabó por comprar madera a un almacén y obligar a los piratas a hacerse sus propias cruces.
– ¡Y hacedlas bien, escoria, porque de ellas seréis colgados! Y no hay nada peor que agonizar durante días en una cruz mal hecha.
– ¿Por qué el gobernador no ha optado por vendernos como esclavos? -preguntó Polígono, que era torpe manejando las herramientas y estaba muy retrasado en la confección de su cruz-. Yo estaba convencido de que nos vendería.
– Pues te has equivocado -dijo César, cogiéndole los clavos y poniéndose a clavar el travesaño-. ¿Cómo has podido hacer tan buena carrera como pirata, Polígono? ¡ Eres un manazas!
– Hay hombres que hacen una buena carrera por ser incompetentes -contestó el pirata, apoyándose en una pala.
– ¡Yo no! -espetó César, dando el último martillazo y poniéndose en pie.
– Ya lo he visto -añadió Polígono con un suspiro.
– ¡Vamos, empieza a cavar!
– ¿Y eso para qué es? -inquirió Polígono, señalando un montón de cuñas de madera mientras César le arrebataba la pala.
– Cuñas -gruñó César, cavando la tierra-. Cuando este hoyo sea lo bastante profundo para el peso de la cruz y del crucificado, meteremos el madero; pero como la tierra es blanda y no quedará recto, lo fijaremos con cuñas por la base. Así, una vez que estés muerto, la cruz saldrá con facilidad al quitarlas, y el gobernador podrá volver a utilizar estos estupendos instrumentos de tortura para la próxima banda de piratas que capture.
– ¿No pierdes aliento?
– Tengo energía de sobra para trabajar y hablar al mismo tiempo. Vamos, Polígono, ayúdame a meter en el hoyo tu última morada… ¡ Eso es! -exclamó César, retrocediendo un paso-. Ahora mete una cuña, que está ladeada -añadió, dejando la pala y cogiendo la maza-. ¡No, no, al otro lado! ¡Por el lado en que se inclina! ¡Ya se ve que no eres ingeniero!
– No seré ingeniero -replicó Polígono con aviesa sonrisa- pero he logrado que mi ejecutor me haga la cruz.
César se echó a reír.
– Amigo mio, ¿te crees que no me he dado cuenta? Pero eso tiene un precio, como debe saber todo buen pirata.
– ¿Un precio? -inquirió Polígono, ya serio.
– A los demás les quebraremos las piernas para que mueran rápido, mientras que a ti te pondré un apoyo en los pies para que el peso sea menor y tardes días en morir, Polígono.
Cuando la galera de Rodas, que había salido de Nicomedia siguiendo a César, entró en el río que conducía al puerto de Pérgamo, los remeros se quedaron sin respiración y temblando. En Rodas morían hombres -y ejecutados-, pero la justicia al estilo romano no se conocía en la isla, pues Rodas era amiga y aliada, pero no formaba parte de ninguna provincia. Por ello, el espectáculo de quinientas cruces en unos campos en barbecho junto al puerto les resultaba tan extraño como monstruoso. Un campo de muertos, menos uno -su jefe-, que para mayor ironía tenía puesta una diadema, y aún gemía y gritaba.
Quinto Pompeyo permaneció en Pérgamo, negándose a marchar hasta que César no partiera. La visión de aquellas cruces era como un bosque de árboles perfectamente homogéneos. La crucifixión era una pena capital impuesta a esclavos -no a libertos-, pero nunca en forma masiva, y aquello era un regimiento de muertos perfectamente alineados. Y el hombre capaz de planearlo y llevarlo a cabo en tan poco tiempo era persona a quien no convenía quitar ojo de encima. Ni dejarle al mando de Pérgamo, aun de modo oficioso. Por eso Quinto Pompeyo aguardó a que la flota de César zarpase hacia Rodas y Patara.
El procuestor llegó a Nicomedia y se encontró con el gobernador pletórico de gozo; Junco había hallado un escondrijo lleno de lingotes de oro en una mazmorra subterránea del palacio y se lo había quedado, ignorando que César y Oradaltis lo habían puesto allí para hacerle caer en la trampa.
– Bien, Pompeyo, has trabajado con denuedo para incorporar Bitinia a la provincia de Asia -dijo Junco, magnánimo-, así que accederé a tu petición y puedes atribuirte el sobrenombre de Bitínico.
Como la prerrogativa provocó en Pompeyo (Bitínico) la misma euforia que embargaba al gobernador, los dos se reclinaron dispuestos a cenar encantados de la vida.
Fue Junco quien sacó a colación el tema de César, ya después de que hubiesen retirado el último plato.
– Es el mentula más arrogante que me he echado a la cara -dijo, torciendo el gesto-. Se negó a darme parte del botín y tuvo la osadía de pedirme permiso para crucificar a quinientos hombres fuertes y sanos con los que al menos compensaré algo cuando los venda como esclavos.
– ¿Venderlos? -inquirió Pompeyo, mirándole boquiabierto.
– ¿Qué sucede?
– ¡Si ordenaste que los crucificásemos, Marco Junio!
– ¿Yo?
Pompeyo (Bitínico) sufrió un visible estremecimiento.
– Cacat! -rezongó.
– ¿Pero qué sucede? -repitió Junco, hierático.
– César volvió a Pérgamo siete días después y me dijo que le habías autorizado a crucificar a los piratas. Te confieso que me extrañó, pero jamás pensé que pudiera estar mintiendo. ¡ Los ha crucificado a todos, Marco Junio!
– ¡Cómo se ha atrevido!
– ¡Claro que se ha atrevido! ¡ Y con toda naturalidad y tranquilidad! ¡Y me obligó a prepararlo todo como si yo fuese un criado! Yo le dije, incluso, que me extrañaba que hubieses dado tu aprobación, y no te creas que dio muestras de inquietud o de mala conciencia. ¡De verdad, Marco Junio, que pensé que era sincero! Y tú no mandaste mensaje diciendo lo contrario -añadió con astucia.
Junco estaba tan indignado, que se echó a llorar.
– ¡Esos hombres valían dos millones de sestercios! ¡ Dos millones, Pompeyo! Y, además, ha enviado mil talentos al erario de Roma sin contar conmigo ni ofrecerme parte. Ahora tendré que solicitarla al Tesoro, y ya sabes lo que es la burocracia. ¡Suerte tendré si me lo conceden antes de que nazca mi primer nieto! ¡Mientras que ese fellator se habrá quedado con miles y miles de talentos!
– No creo -replicó Pompeyo (Bitínico), tratando de mirar a cualquier parte menos al afligido Junco-. Hablé con el capitán de los barcos de Rodas y parece ser que César repartió el botín entre Rodas, Xantos y Patara. Fue un buen botín, pero no era ningún te soro egipcio. Según el capitán, César se quedó con muy poca cosa y todos los de la expedición pensaban lo mismo. Uno de sus libertos me dijo que a César le gustaba bastante el dinero pero que no era tan tonto como para apreciarlo al extremo de arriesgar su carrera política, y añadió con sonrisa de connivencia que César nunca se vería implicado en ningún proceso por extorsión. Además, parece que había jurado crucificar a los piratas mientras estaba en su guarida aguardando el rescate. Será difícil demostrar que se haya quedado con nada del botín, Marco Junio.
Junco se enjugó las lágriMas y se sonó.
– Y tampoco puedo probar que se haya quedado con nada en Nicomedia ni en ningún sitio de Bitinia. ¡ Pero con algo se habrá quedado! ¡Tiene que haberse quedado con algo! Yo he conocido a muchos hombres virtuosos, y te digo que él no es de ésos, Pompeyo. Está demasiado seguro de sí mismo para ser virtuoso. Y excesivamente arrogante. ¡ Parece el dueño del mundo!
– Según el jefe de los piratas -a quien César le parecía un bicho raro-, actuaba como si lo fuese aun estando prisionero, y se dedicaba a recorrer el lugar insultando a todos sin dejar de sonreír. El rescate se había fijado en veinte talentos y parece que eso le ofendió, y dijo que él valía por lo menos cincuenta talentos y cincuenta talentos les obligó a exigir.
– ¡Ah, por eso habló de cincuenta talentos! Cuando me lo dijo, lo advertí, pero estaba tan incomodado con él en aquel momento que lo olvidé -dijo Junco, meneando la cabeza-. Eso explica su personalidad, Pompeyo. ¡ Está loco! Cincuenta talentos es el rescate de un censor. Sí, creo que está loco.
– O quizá quisiera atemorizar a los de Xantos y Patara para que lo pagasen pronto -añadió Pompeyo.
– ¡No! Está loco; loco de arrogante. Siempre ha sido así -Junco puso cara de amargura-. Pero sus motivaciones me tienen sin cuidado, ¡lo único que deseo es hacerle pagar lo que ha hecho! ¡Ah, es increíble! ¡ Dos millones de sestercios!
Si César sentía algún reparo por los enemigos que estaban provocando sus actividades, lo ocultaba a la perfección. Al llegar el barco a Rodas, pagó al capitán con una generosa recompensa, alquiló una casa confortable pero nada pretenciosa en las afueras de la ciudad y se dispuso a estudiar con el prestigioso Apolonio Molón.
Como aquella gran isla independiente al pie de la provincia de Asia era encrucijada de los dos extremos del Mediterráneo, a ella llegaban constantemente todas las noticias y habladurías y los estudiantes romanos no se sentían aislados de Roma. Por ello, César se enteró en seguida de la carta que Pompeyo había enviado al Senado y de la reacción de éste y de la defensa de Lúculo, y supo que el primer cónsul del año anterior, Lucio Octavio, había muerto en Tarso poco después de llegar a primeros de marzo para ocupar su puesto de gobernador en Cilicia. Era demasiado pronto para saber en quién pensaba el Senado para sustituirle. El regalo testamentario de Bitinia había complacido a toda Roma, desde los aristócratas al populacho, pero César supo que no a todos había gustado que el territorio formase parte de la provincia de Asia, y seguía en pie la polémica, aunque Junco hubiese recibido órdenes de incorporarlo. Tanto Lúculo como Marco Cotta, -que ya eran cónsules, eran partidarios de que Bitinia constituyese una provincia aparte con gobernador propio, y Marco Cotta había puesto los ojos en el cargo para el año siguiente.
Pero de mayor interés para la población de Rodas eran las noticias locales, y lo que sucedía en Ponto y Capadocia tenía más importancia para ellos que los acontecimientos de Roma e Hispania. Se decía que después de la invasión de Capadocia por Mitrídates cuatro años antes, no quedaba un solo ciudadano en Eusebia Mazaca pues el rey los había deportado a Tigranocerta. El rey de Capadocia, que había causado a César una pobre impresión en su visita, vivía desde la invasión exiliado en Alejandría y explicaba la elección del lugar por el hecho de que Tarso estaba demasiado cerca de Tigranes y Roma era demasiado cara para sus medios.
Corrían muchos rumores en el sentido de que el rey Mitrídates estaba movilizando un nuevo y poderoso ejército en Ponto, enfurecido al saber que Bitinia había sido heredada por Roma, pero nadie sabía detalles concretos y Mitrídates no había traspasado sus fronteras.
Sobre Marco Junio Junco también se hacían comentarios, y se decía que se había enemistado con algunos de los ciudadanos más importantes de Bitinia -en particular los de Heraclea del Euxino- y que éstos habían dirigido quejas oficiales al Senado de Roma, alegando que Junco estaba saqueando los tesoros del país.
Luego, a principios de junio, toda la provincia de Asia se estremeció: el rey Mitrídates se había puesto en marcha, había invadido Paflagonia y estaba en Heraclea, en la frontera de Bitinia. Había llegado noticia a Roma de que el rey del Ponto pretendía apoderarse de Bitinia.
La sangre, el origen y la proximidad eran factores que dictaban la pertenencia de Bitinia al Ponto y no a Roma, y el rey Mitrídates no aceptaba que Roma se la usurpase. Pero en Heraclea la poderosa horda póntica se detuvo en seco y allí se acuarteló; como de costumbre, después de lanzar su desafío a Roma, Mitrídates se detenía a ver la reacción del enemigo.
Marco Junio Junco y Quinto Pompeyo (Bitínico) se apresuraron a regresar a Pérgamo y dedicaron más tiempo a escribir largos informes al Senado que a entregarse a los preparativos de la provincia de Asia ante una nueva guerra con Mitrídates. Sin gobernador en Cilicia, en virtud del fallecimiento de Lucio Octavio, las dos legiones estacionadas en Tarso no se pusieron en marcha para acudir en auxilio de la provincia de Asia y Junco tampoco las reclamó. Las dos legiones de fimbrianos estacionadas en Éfeso y Sardes sí que fueron llamadas a Pérgamo, pero sin acercarlas a Bitinia. Se decía que Junco pretendía defender su pellejo y no Bitinia.
En Rodas, César oía todos aquellos comentarios pero no se mostraba decidido a marchar a Pérgamo; más le preocupaba el rumor de que la provincia de Asia no quería tratos con Mitrídates, pero tampoco deseaba luchar contra él si el gobernador no daba órdenes enérgicas. Y el gobernador no parecía dispuesto a dar ninguna orden. La siega comenzaría en quintilis en el sur de la provincia y en sextilis en la región norte. Y Junco no movía un dedo ni tomaba iniciativas para requisar trigo en caso de guerra.
En sextilis llegó noticia de que los dos cónsules, Lúculo y Marco Cotta, habían recibido autorización del Senado para enfrentarse a Mitrídates. Y, de pronto, Bitinia se convirtió en provincia aparte con Marco Cotta como gobernador, mientras que Lúculo se hacía cargo del gobierno de Cilicia. Nadie sabía cuál sería el futuro de la provincia de Asia, que tenía por gobernador a un pretor sometido a la autoridad de los cónsules del año. Junco era de categoría inferior a Lúculo y Marco Cotta, y tendría que hacer lo que le ordenasen; pero él no era partidario de Lúculo, ni tampoco eficiente y limpio de culpa. Su futuro no era muy prometedor.
Pocos días después, César recibía carta del hermano de Lúculo, Varrón Lúculo.
Puedes imaginarte el revuelo que hay en Roma. Te escribo a ti, César, porque tú estás de momento al margen de los acontecimientos y necesito airear mis pensamientos con la pluma, no soy cronista y no encuentro a quién mejor escribir. Estoy condenado a permanecer en Roma suceda lo que suceda, salvo en el caso de fallecimiento de los dos cónsules; y como el primer cónsul es mi hermano y el segundo cónsul es mi tío, no se lo deseo a ninguno de los dos. ¿Por qué estoy condenado a quedarme en Roma? Me han elegido primer cónsul para el año próximo. ¿No es estupendo? Mi colega es Cayo Casio Longino; buena persona, creo.
Primero, algunas noticias locales. Habrás sabido probablemente que nuestro mutuo amigo Cayo Verres logró engatusar tan bien al electorado y a los oficiales, que ha sido elegido pretor urbano. ¿Pero te has enterado de cómo ha sabido convertir ese cargo ingrato en un buen negocio? Al morir el plutócrata Lucio Minucio Basilo sin hacer testamento, Verres tuvo que registrar las peticiones de sus parientes más allegados reclamando la herencia. Su pariente más próximo es un sobrino llamado Marco Satrio, y ¿sabes quién lo impugnó? Nada menos que Hortensio y Marco Craso, que tenían alquiladas a Basilo unas importantes fincas; y ahora se personan ante Verres y alegan que Basilo se las habría dejado si hubiese hecho testamento. ¡Y Verres aceptó sus pretensiones! Y Hortensio y Marco Craso son más ricos y Satrio se ha quedado más pobre. En cuanto a Cayo Verres, no creerás que ha ayudado a Hortensio y a Marco Craso por bondad de corazón, ¿verdad?
No nos ha faltado la habitual oveja negra de los diez tribunos de la plebe. La de este año es un hombre extraño llamado Lucio Quintio. Tiene cincuenta años y es autodidacta, le gusta vestirse cuando no está obligado a llevar la toga con una túnica larga de púrpura de Tiro, y es un individuo lleno de detestables exageraciones de palabra y gesto. No llevaba el colegio un día en el cargo, cuando ya ese Quintio estaba arengando a la multitud en el Foro para que se restablecieran los plenos derechos del tribunado, y en el Senado concentró todo su veneno contra mi hermano.
Quintio está ahora muy tranquilo y formal. Mi querido hermano Lúculo le atajó brillantemente, con un ataque en dos fases (como él dice). La primera consistió en echar al tribuno de la plebe del año pasado, Quinto Opimio, a los perros; los perros son Catulo y Hortensio, quienes le acusaron de abusar constantemente de su autoridad y lograron que se le multara con una suma equivalente a su fortuna, por lo que se ha visto obligado a retirarse de la vida pública, arruinado. La segunda fase consistió en un discurso suave y razonable, susurrado sin pausa al oído de Quintio, en el sentido de que si no cierra la boca y modera su actuación, él también será arrojado a Catulo y Hortensio y se verá sancionado con una multa equivalente a su fortuna. Le costó un poco, pero al final dio resultado.
Por si te crees que has caído totalmente en el olvido, te diré que no, querido César. Toda Roma habla de los devaneos que tuviste con unos piratas y de cómo los crucificaste contra la voluntad del gobernador. ¿Cómo?, te oigo decir, ¿ya lo saben en Roma? ¡Pues si! Y no ha sido Junco quien lo ha contado. Fue su procuestor, ese Pompeyo que ha tenido la osadía de añadir el sobrenombre de Bitínico a su mediocre apellido, quien escribió la historia a todo el mundo. Se ve que su intención era que Junco quedase como el héroe, pero todos -incluso Catulo- te consideran a ti el héroe. De hecho, se habló de concederte una corona naval pero Catulo no estaba dispuesto a tanto y recordó a los padres conscriptos que eras un privatus y no tenías derecho a condecoraciones militares.
Se ha hablado mucho de piratas este año en la Cámara; pero, por favor, no creas que para nada sustancial. Sea porque Filipo parece afectado de letargo crónico, o porque Cetego casi no ha asistido a ninguna reunión, o porque Catulo y Hortensio últimamente están más interesados por los tribunales que por el Senado, el hecho es que este año las sesiones de la Cámara han sido soporíferas. ¿Tomar decisiones? ¡Imposible! ¿Activar los asuntos? ¡Imposible!
De todos modos, en enero, nuestro pretor Marco Antonio se obstinó en que le asignaran la misión especial de erradicar la piratería de nuestro mar. El principal motivo por el que lo demandó parece ser que es el hecho de que a su padre, el Orator, le encomendaron igual empresa hace treinta años. No cabe duda de que la piratería se ha extendido muy seriamente y que en estos tiempos de carestía de trigo tenemos que proteger los embarques de Oriente. Sin embargo, casi todos nos sentimos inclinados a reír pensando en que a Antonio -que, desde luego, no es un monstruo como su hermano Hibrida, pero si que es un simpático idiota e irreflexivo- se le encomendase la importante misión de acabar con los piratas de un extremo al otro del Mediterráneo.
La discusión fue interminable y no se llegó a conclusión alguna. Salvo que Metelo, el hijo mayor del Caprario (que es pretor este año) pensó que era una buena idea y comenzó a presionar para que le diesen a él la misión, Y cuando las maniobras de Metelo pusieron en peligro la solicitud de Antonio, éste fue a ver -¿sabes a quién?- ¡a Praecia! La querida de Cetego, que le tiene bajo su delicado pie de tal forma, que cuando algún grupo de presión quiere algo de Cetego, ahora acuden a hacer la corte a Praecia. Es de suponer que esa Praecia codicia al tipo de hombre corpulento y cretino -más mentula que mente- porque fue Antonio quien obtuvo el nombramiento. El hijo del Caprario tuvo que retirarse herido en su honor, pero se repondrá y ya verás como vuelve al ataque. Cetego fue tan generoso en su apoyo, que Antonio ha obtenido un imperium ilimitado en el mar y un imperium proconsular en tierra. Le han encomendado reclutar una legión de tropas de tierra, pero le han dicho que las flotas las requise en los puertos de la región en que opere sin limitación alguna. Este año lo hará en el extremo occidental del mare nostrum.
Si las quejas que está recibiendo el Senado de las ciudades portuarias del oeste son de creer, resulta que a Marco Antonio se le da mejor recaudar sumas de dinero que erradicar piratas. Hasta ahora su cuenta de piratas es mucho más pequeña que la tuya. Sostuvo un combate ante las costas de Campania y se atribuyó una gran victoria, pero no hemos visto prueba alguna en espolones de proa ni en prisioneros. Creo que ha agitado el puño en· Lipara y ha gritado con vehemencia en las Baleares, pero la costa este de Hispania sigue en manos de los piratas partidarios de Sertorio y los de Liguria no están sometidos. La mayor parte del tiempo y de sus energías (según las quejas que recibe el Senado) las dedica a vivir entre orgías y lujos. El año que viene, según informa al Senado en su último despacho, se trasladará al extremo oriental del Mediterráneo, a Giteo en el Peloponeso; y dice que desde esa base atacará Creta, que es donde se refugian la mayoría de escuadras piratas. Yo creo que es más bien porque en Giteo hay muy buen clima y mujeres guapas.
Y ahora, Mitrídates.
La noticia de que el rey Nicomedes había muerto no llegó a Roma hasta marzo, parece que por culpa de los temporales de invierno. Desde luego, el testamento estaba debidamente registrado en las Vestales y Junco ya había recibido instrucciones para proceder a la incorporación de Bitinia a la provincia de Asia en cuanto tú le informaste que el rey había muerto, por lo que la Cámara suponía que el asunto estaba en marcha. Pero tras esta noticia llegó una carta oficial del rey Mitrídates diciendo que Bitinia pertenecía por herencia a Nisa, la hija de Nicomedes, y que iba a invadir el país para asentarla en el trono. Nadie se lo tomó en serio, pues de esa hija no se había oído hablar hace muchos años. Enviamos a Mitrídates una somera comunicación negándonos a reconocer pretendientes al trono de Bitinia y ordenándole que no cruzase sus fronteras. Generalmente, cuando le pinchamos actúa como un caracol y nadie volvió a pensar en el asunto.
Salvo mi hermano. Su olfato, refinado por todos estos años que ha pasado combatiendo en Oriente, le hizo pensar que se avecinaba la guerra. Trató incluso de hablar en la Cámara sobre esta posibilidad, pero, aunque no le abuchearon, no le hicieron ni caso. Para el año que viene le ha tocado la provincia de la Galia itálica. Al sacar las suertes en Año Nuevo quedó encantado, porque lo que más temía era que el Senado quitase la Hispania Citerior a Pompeyo y se la diese a él. ¡Por eso hablaba tan a favor de Pompeyo en la Cámara; él no quería la Hispania Citerior!
De todos modos, cuando supimos a finales de abril que había muerto Lucio Octavio en Tarso, mi hermano pidió que le diesen Cilicia y que la Galia itálica se la encomendasen a uno de sus pretores. Insistió en que iba a haber guerra con Mitrídates, pero ¿cuál fue la reacción senatorial a sus advertencias? ¡Somnolencia y bostezos sofocados! Se habría podido pensar que Mitrídates jamás ejecutó a ochenta mil romanos en la provincia de Asia hace apenas quince años, ni se apoderó de la provincia hasta que Sila le echó. Los padres conscriptos hablaron, hablaron y hablaron… pero sin llegar a ninguna conclusión.
Cuando llegó la noticia de que Mitrídates se ponía en marcha y había llegado a Heraclea con trescientos mil hombres, ¿crees que sucedió algo? Pues no. La Cámara no se puso de acuerdo respecto a lo que había que hacer y menos sobre a quién había que enviar a Oriente. ¡En determinado momento, Filipo se puso en pie y sugirió que se diese el mando a Pompeyo Magnus! Quien (a decir verdad) está más interesado en recobrar su mancillada fama en Hispania.
Finalmente, el pobre Lúculo hizo algo que él mismo se reprocha amargamente: fue a ver a Praecia. Como podrás imaginarte, la abordó de modo muy distinto al de Marco Antonio. Lúculo es demasiado envarado para dar coba y demasiado orgulloso para suplicar. Así que, en lugar de costosos regalos, lánguidos suspiros y promesas de amor y pasión eterna, él fue al grano resueltamente. El Senado, le dijo, estaba formado totalmente por bobos y él estaba harto de perder el aliento. El siempre había oído que Praecia era tan brillante de inteligencia como bien instruida. ¿Se daba ella cuenta por qué era necesario enviar a alguien a enfrentarse a Mitrídates lo antes posible, y se percataba de que la persona idónea era Lucio Licinio Lúculo? Si era consciente de esos dos hechos, ¿no sería tan amable en dar una patada en el culo a Cetego para que hiciera algo para solucionar la situación? Por lo visto, a ella le encantó que le dijese que era más inteligente y culta que ningún miembro del Senado (es de suponer que lo demás se lo dijo ella a Cetego) porque debió de dar a Cetego un buen puntapié en el culo, pues inmediatamente la Cámara comenzó a moverse.
La Galia itálica se encomendó a un pretor (aún no designado) y la Cilicia se concedió a mi hermano, con órdenes de encaminarse a Oriente durante su consulado y hacerse cargo del gobierno de la provincia de Asia el día primero del año que viene sin dimitir de Cilicia. Se había pensado dejar a Junco en la provincia de Asia, prorrogándole un año, pero se desechó la idea; tiene que volver a Italia a final de año, pues ha habido muchas quejas por su conducta en la pobre Bitinia y la Cámara ha acordado por unanimidad hacerle regresar.
En Italia no hay más que una legión. Estas tropas se han reclutado y entrenado para enviarlas a Hispania, pero ahora irán a Oriente con Lúculo. El puntapié que Praecia propinó a Cetego fue tan fuerte que los padres conscriptos aprobaron un presupuesto de veintisiete millones de sestercios para que Lúculo reuniese flotas, mientras que a Marco Antonio no se le dió nada. Marco Cotta fue nombrado gobernador de la nueva provincia romana de Bitinia; él cuenta con la armada de Bitinia y no le faltarán barcos, ¡pero tampoco le dieron dinero! ¿A dónde hemos llegado, César, que una mujer tiene más poder que los cónsules?
Mi querido hermano se cubrió de gloria renunciando a los veintisiete millones. Dice que las previsiones que adoptó Sila en la provincia de Asia subvendrán a sus necesidades y que reunirá las flotas en los diversos puertos y distritos y luego deducirá el coste de los tributos. Como casi no hay dinero, los padres conscriptos le manifestaron su más ferviente agradecimiento.
Estamos a finales de quintilis; Lúculo y Marco Cotta saldrán para Oriente antes de un mes. Suerte que según la constitución de Sila los cónsules electos están por encima del pretor urbano, por lo que Casio y yo seremos quienes fundamentalmente tengamos que ocuparnos de Roma, en lugar del horroroso Cayo Verres.
La expedición irá por mar -no es más que una legión- ya que en verano es más rápido que cruzar a pie Macedonia. Yo creo, además, que mi hermano no quiere verse atascado en una campaña al oeste del Helesponto, como le sucedió a Sila. Él cree que Curio es muy capaz de hacer frente a la invasión póntica de Macedonia; el año pasado Curio y Cosconio actuaron de concierto en Iliria con tan buen resultado que aplastaron a los dárdanos y a los escordiscos, y Curio ahora está haciendo incursiones en las tierras de los bessi.
Lúculo llegará a Pérgamo hacia finales de septiembre, aunque no sé qué sucederá después. Y sospecho que mi hermano Lúculo también lo ignora.
Y con esto, César, estás al día. Te ruego que me escribas sobre cuanto sepas, porque no creo que Lúculo tenga tiempo para mantenerme informado.
La carta hizo suspirar a César; de pronto, las lecciones de respiración y de retórica le parecieron poco estimulantes. No obstante, Lúculo no le había requerido y dudaba de que lo hiciera. Y más ahora que la historia de su ataque al nido de piratas circulaba por Roma. Lúculo habría aprobado la acción, pero no su protagonismo; a él le gustaban las cosas realizadas conforme a la burocracia y al reglamento. Un aventurero privatus que usurpa la autoridad del gobernador no era del agrado de Lúculo, por mucho que comprendiera los motivos que le habían impulsado a realizar la hazaña.
Al día siguiente, César se preguntaba si la voluntad no engendra los acontecimientos. ¿ Puede una persona influir sobre la realidad por simple deseo? ¿O son más bien el designio de la Fortuna? Tengo suerte y soy uno de sus favoritos. Y ahora vuelve a presentarse la ocasión, y en un momento en que nadie puede impedirmelo. Nadie, salvo alguien como Junco, a quien le trae sin cuidado.
Rodas insistía en que el rey Mitrídates había lanzado no una invasión, sino tres; todas ellas a partir de Zela en Ponto, en donde tenía su cuartel general y el centro de entrenamiento de sus poderosos ejércitos. La principal acometida la dirigía él en persona: trescientos mil soldados de infantería y a caballo descendiendo por la costa de Paflagonia hacia Bitinia, apoyados por su primo el general Hermócrates y por Taxiles, además de una flota de mil barcos, muchos de ellos piratas, al mando de su primo el almirante Aristónico. Pero una segunda expedición de cien mil hombres, al mando del sobrino del rey, Diofanto, se internaba en Capadocia con el propósito de invadir Cilicia. Una tercera embestida, también de cien mil hombres, al mando de Eumaco, otro general primo del rey, y del hijo bastardo de Cayo Mario, Marco Mario, al que Sertorio había cedido a Mitrídates. Esta tercera fuerza tenía órdenes de adentrarse en Frigia y tratar de penetrar en la provincia de Asia por la puerta trasera.
Lástima, pensó César, que Lúculo y Marco Cotta no conozcan esta noticia a tiempo; las dos legiones de Cilicia habían salido ya por mar hacia Pérgamo al mando de Lúculo, con lo que Cilicia quedaba desguarnecida ante la invasión de Diofanto. Así que, nada podía hacerse; sólo esperar que los acontecimientos obligasen a Diofanto a avanzar más despacio, aunque en Capadocia poca resistencia encontraría, gracias al rey Tigranes.
Las dos legiones de fimbrianos estaban ya en Pérgamo con el cobarde gobernador, Junco, y no era probable que éste las enviase al sur para hacer frente a Eumaco y a Marco Mario, pues las querría allí para asegurarse la huida cuando la provincia de Asia cayese en manos de Mitrídates por segunda vez en menos de quince años. Sin ningún romano decidido que asumiese el mando, los pueblos de la provincia de Asia no resistirían al invasor. No podían. Era finales de sextilis, pero Lúculo y Marco Cotta estarían en el mar un mes cuando menos, y ese mes, pensó César, sería crucial para el destino de la provincia de Asia.
– No hay ningún otro -dijo César para sus adentros.
Pero su otro yo replicó: «Pero no te lo agradecerán aunque lo logres.»
– No lo hago para que me lo agradezcan, sino por propia satisfacción.
«¿Satisfacción? ¿Qué es eso de satisfacción?»
– Pues demostrarme a mí mismo que puedo hacerlo.
«A ti no te adorarán como a Pompeyo Magnus.»
– ¡Claro que no! Pompeyo Magnus es un picentino irrelevante que nunca será un peligro para la república. No tiene la sangre que hace falta. Sila la tenía. Y yo también.
«¿Y para qué arriesgarte? Puedes acabar acusado de traición. ¡ Y no alegues que no incurres en traición! No hace falta que la haya, pues tus acciones serán objeto de interpretación, y ¿quién las interpretará?»
– Lúculo.
«¡ Exacto! Ya te considera un perturbador innato y esto lo juzgará de igual modo, aunque te haya concedido la corona cívica. No te las prometas muy felices por haber cedido la mayor parte del botín de los piratas; aún tienes una fortuna que no has declarado, y las personas como Lúculo siempre conservarán la sospecha de que la tienes.»
– A pesar de eso, debo hacerlo.
«¡ Pues trata de hacerlo como un Julio, no como un Pompeyo! Sin alharacas, ni fanfarrias; sin gritos ni envanecerte después, aunque tengas éxito en la empresa.»
– Una empresa callada por pura satisfacción.
«Sí, una empresa callada por pura satisfacción.»
Llamó a Burgundus.
– Mañana al amanecer salimos para Priena. Tú, yo y los dos escribas más discretos. Caballo y mula para cada uno. No; para mí, Pezuñas y un caballo herrado, además de la mula. Tú y yo llevaremos coraza y armas.
Los años al servicio de César hacían que Burgundus no se sorprendiera por nada y no hizo comentarios, limitándose a preguntar:
– ¿Y Demetrio?
– No lo necesitaré el poco tiempo que voy a estar fuera. Además, mejor que se quede porque es un chismoso.
– ¿Busco pasaje o alquilo un barco?
– Alquila un barco pequeño, ligero y muy rápido.
– ¿Lo bastante rápido para que no le den alcance los piratas?
– Desde luego, Burgundus -contestó César sonriente-. Una vez es suficiente.
El viaje duró cuatro días: Cnido, Mindos, Branchidae y Priena en la desembocadura del Meandro. Nunca había disfrutado tanto César en un viaje por mar en un navío ligero sin cubierta, impulsado por veinte remeros al ritmo de un tambor y con pechos y brazos extraordinariamente desarrollados por los años de ejercicio; el barco iba dotado de una segunda tripulación y ambas se turnaban para no cansarse, comiendo y bebiendo sin freno entre turnos.
Llegaron a Priena a primera hora del cuarto día y César fue a ver al etnarca, un personaje que respondía al nombre etíope de Memnon.
– Imagino que no serías etnarca tan al poco de que Mitrídates ocupara la provincia de Asia si hubieras simpatizado con su causa -dijo César, omitiendo las cortesías habituales-. Por consiguiente, tengo que preguntarte si aceptas complacido la perspectiva de que vuelva a mandar Mitrídates.
– ¡No, César! -respondió Memnon tembloroso.
– Bien. En ese caso, Memnon, necesito de ti una gran ayuda, y lo antes posible.
– Lo intentaré. ¿Qué quieres?
– Convoca la milicia de Priena por tu cuenta y manda aviso a todas las ciudades y poblaciones desde Halicarnaso a Sardes para que hagan lo propio. Quiero que pongas en pie de guerra cuanto antes al mayor número de hombres posible. Cuatro legiones con los oficiales de costumbre. El punto de reunión será Magnesia del Meandro dentro de ocho días.
– ¡El gobernador ha actuado! -comentó Memnon con una gran sonrisa.
– Claro que si -respondió César-. Me ha puesto al mando de la milicia de Asia, pero desgraciadamente no dispone de otro comandante romano. Por lo tanto, Memnon, la provincia de Asia debe luchar por sí misma en lugar de permanecer sin hacer nada y que sean las legiones romanas las que se lleven los laureles.
– ¡Ya era hora! -exclamó Memnon con un brillo marcial en la mirada.
– Eso pienso yo. La milicia local, entrenada y equipada por Roma está muy subestimada; ya verás como después de esto la cosa cambia.
– ¿Contra quién combatiremos? -inquirió Memnon.
– Contra un general póntico llamado Eumaco y un renegado hispano llamado Marco Mario… sin relación alguna con mi tío el gran Cayo Mario -mintió César, que quería que la milicia luchase con confianza, sin amedrentarse por aquel nombre.
Y Memnon se dispuso a organizar la llamada a filas de la milicia de Asia, sin pedir un documento oficial ni pararse a pensar si César era quien decía.
Aquella noche, después de retirarse a sus aposentos en casa de Memnon, César habló con Burgundus.
– No vendrás conmigo a esta campaña, viejo amigo -dijo- y de nada vale que alegues que Cardixa no volverá a dirigirte la palabra si no te quedas a mi lado. Necesito encomendarte una misión más importante que quedarte en reserva en una batalla anhelando ser un legionario romano. Quiero que vayas a Ancira a ver a Deiotaro.
– El señor gálata -dijo Burgundus, asintiendo con la cabeza-. Sí, le recuerdo.
– Y él se acordará de ti. Ni siquiera entre los galos de Galacia los hombres son tan grandes como tú. Estoy seguro de que él sabe más sobre los movimientos de Eumaco y Marco Mario que yo, y no te envío para que le prevengas. Quiero que le digas que estoy organizando un ejército con la milicia de Asia y que intentaré atraer a las fuerzas pónticas hacia el Meandro para hacerlas caer en una trampa en algún tramo de su curso. Si lo logro, se retirarán a Frigia para rehacer sus filas y volver a intentar la invasión. Quiero que le digas a Deiotaro que jamás tendrá mejor ocasión de aplastar al ejército póntico que si le sorprende en Frigia cuando intente rehacerse. En otras palabras, le dices que actúe en coordinación conmigo. Si actuamos como es debido, yo en la provincia de Asia y él en Frigia, este año no se producirá la invasión de la provincia de Asia ni de Galacia.
– ¿Cómo viajo, César? ¿Con este mismo aspecto?
– Creo que debes tener aspecto de dios de la guerra, Burgundus. Ponte la coraza de oro que te dio Cayo Mario, dispón en tu casco las mejores plumas púrpura que encuentres en el mercado y canta a voz en grito las más temibles canciones germanas. Si te tropiezas con soldados pónticos, pasa por medio de sus filas como si no existiesen. Sobre el caballo niseano, serás la encarnación del terror marcial.
– ¿Y después de ver a Deiotaro?
– Regresa por el Meandro para dar conmigo.
Los cien mil soldados pónticos que se habían puesto en marcha con Eumaco y Marco Mario desde Zela en primavera tenían la orden prioritaria de infiltrarse en la provincia de Asia; pero seguir un itinerario casi rectilíneo desde Ponto hasta Frigia significaba cruzar Galacia, y Mitrídates no estaba muy seguro de Galacia, pues la gobernaba una nueva generación de caudillos que habían sustituido a los que él había mandado asesinar casi treinta años atrás. No tenía más remedio que enfrentarse a aquella nueva cosecha de galos, pero a su debido tiempo. Mitrídates había reservado sus mejores tropas para sus propias divisiones, y los soldados que llevaban Eumaco y Marco Mario no estaban lo bastante curtidos. Una campaña a lo largo del Meandro contra poblaciones desorganizadas de griegos asiáticos serviría para entrenar a esas tropas y darles confianza.
Como resultado de este razonamiento, el rey del Ponto mantuvo a su lado al ejército de Eumaco y Marco Mario en su avance hacia Paflagonia. Se las prometía muy felices en su enfrentamiento con Roma, por hallarse tan bien provisto: sus graneros contenían dos millones de medimni de trigo y con un medimnus se hacían dos panes diarios de una libra durante treinta días; por consiguiente, tenía trigo de sobra para alimentar a su pueblo y a los ejércitos durante varios años. Y, en consecuencia, no le importaba gran cosa marchar hacia Paflagonia con cien mil hombres más. A él no le preocupaban los detalles logísticos del transporte de aquellas enormes cantidades de trigo y provisiones; eso lo hacían sus subordinados y era de suponer que ordenarían debidamente el aprovisionamiento. En realidad, los subordinados no tenían experiencia ni imaginación para llevar a cabo las funciones que con toda naturalidad desempeñaba un praefectus fabrum romano, aunque ningún general romano habría soñado con desplazar en largas distancias un ejército superior a diez legiones.
Y así, cuando Eumaco y Marco Mario separaron a sus cien mil hombres de los trescientos mil del rey Mitrídates, las provisiones comenzaron a escasear de tal modo que el rey se vio obligado a enviar a retaguardia largas filas serpenteantes de hombres hasta los lentos carros de bueyes para que cargasen sobre sus espaldas la comida para alimentar a la tropa. Lo que, a su vez, significaba que un porcentaje de la misma estaba siempre exhausta por tener que servir de porteadores. Le anunciaron que la flota llevaría provisiones a Heraclea y allí todo se arreglaría.
Pero Heraclea fue parco consuelo para Eumaco y Marco Mario, pues tuvieron que separarse del grueso de las tropas para dirigirse con las suyas tierra adentro por el curso del Billaeus, cruzar una sierra y salir al valle del Sangario. En aquella fértil región de Bitinia comieron bien a expensas de los labradores, pero no tardaron en internarse en tierras más altas y boscosas en las que sólo había vallecillos y parcelas cultivables.
Por eso, lo que hizo que Eumaco y Marco Mario dividieran sus fuerzas fue la imposibilidad de alimentar a cien mil hombres.
– No te hará falta todo el ejército para dar cuenta de un puñado de griegos asiáticos -dijo Marco Mario a Eumaco- y menos aún la caballería. Yo me quedo en el río Tembris con parte de la infantería y toda la caballería. Cultivaremos y haremos provisiones y aguardaremos tus noticias. Tendrás que regresar en invierno, trayendo a la mitad de la población de la provincia de Asia como porteadores de las provisiones. Las tierras de los tolistobogios gálatas no están muy lejos del curso alto del Tembris; en primavera caemos sobre ellos y los aniquilamos y con ello tendremos comida hasta el año siguiente.
– No creo que a mi primo el rey le guste oírte desmerecer su gloriosa empresa militar hablando de comida -dijo Eumaco sin altanería ni fiereza; temía demasiado a Mitrídates para adoptar semejante actitud.
– Tu primo el rey necesita empaparse a fondo de los métodos romanos y entonces sabría lo difícil que es alimentar a tantas tropas en avance -replicó Marco Mario, impávido-. Me enviaron a que os enseñase el arte de la emboscada y las incursiones, pero hasta ahora sólo se me ha encomendado el mando de un ejército, y yo no soy general, pero tengo sentido común y el sentido común me dice que la mitad de esta fuerza debe acantonarse en algún sitio junto a un río en el que haya tierra plana para cultivar y poder comer. ¡ Lamento que hablar de una campaña refiriéndome a la alimentación moleste al rey! Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece que no vive en el mismo mundo que tú y yo.
Perdieron más tiempo mientras Marco Mario hallaba un sitio adecuado, pues Eumaco se negó a separarse de él sin estar seguro de poder encontrarle a su regreso. Así, fue a primeros de septiembre cuando él con cincuenta mil soldados de infantería cruzó el monte Díndimo para seguir el curso de un afluente del Meandro. Naturalmente, cuanto más descendían por su curso, mejores provisiones iba encontrando, y ello constituyó estímulo para continuar hasta que aquella fértil parte del mundo volviese a pertenecer al rey Mitrídates del Ponto.
Como las ciudades mayores del serpenteante río estaban situadas en la orilla sur, Eumaco avanzó por la norte, siguiendo una ruta pavimentada que comenzaba en la ciudad de Tripolis. Prometiendo a los soldados el pillaje cuando hubiesen conquistado la provincia de Asia, Eumaco dejó atrás Nisa, primera gran ciudad a su paso, y siguió aguas abajo hacia Tralles. Era imposible mantener a los hombres juntos durante el avance, pues continuamente había que buscar alimentos y a veces un rebaño de suculentos carneros o una bandada de gruesas ocas requería para su captura unos centenares de soldados dispersos por el paisaje. Ya por entonces había comenzado a manifestarse descontento en las filas.
De hecho, aquella marcha tranquila por tierras ricas había sido como un paseo. Los exploradores que Eumaco envió en avanzadilla, informaban dos veces al día y siempre lo mismo: ni señales del enemigo. Eso, pensó Eumaco con menosprecio, era porque no había focos de resistencia al sur de Pérgamo. Todas las legiones romanas (incluso las de Cilicia) estaban acantonadas en las inmediaciones de Pérgamo para proteger a la preciosa persona del gobernador; era un dato que conocían hacía tiempo los generales pónticos y que se confirmó enviando exploradores al Caico.
Tan tranquilo y seguro estaba Eumaco, que no se inquietó cuando una tarde los exploradores no regresaron a informar, una hora antes de la puesta de sol, como de costumbre. La ciudad de Tralles ya estaba más cerca y Nisa había quedado atrás a mayor distancia; el sol doraba las suaves ondulaciones del valle que obligaban al río a discurrir con tal profusión de curvas. Eumaco dio orden de detenerse para pasar la noche. No se levantaron fortificaciones ni se organizó campamento alguno; todo se improvisó y los hombres fueron colocándose a su buen criterio, charlando, discutiendo y yendo de un sitio para otro.
Aún había luz suficiente cuando de la penumbra surgieron cuatro legiones de la milicia asiática en perfecta formación romana que cayeron sobre el desprevenido ejército póntico haciéndolo picadillo. Aunque superaban en fuerza a los asiáticos en una proporción mayor de dos a uno, las tropas pónticas no pudieron oponer resistencia alguna.
Al tener a mano el caballo y hallarse por pura casualidad al extremo contrario del que atacó César, Eumaco y sus legados pudieron huir y cabalgaron sin preocuparse de la suerte del ejército hacia el río Tembris en busca de Marco Mario.
Pero aquel año no acompañaba la suerte al rey Mitrídates. Eumaco llegó al Tembris a tiempo de ver cómo Deiotaro y los tolistobogos gálatas atacaban a las fuerzas de Marco Mario. Fue fundamentalmente una batalla de caballería, aunque no muy encarnizada; los jinetes sármatas y escitas que constituían el grueso de las fuerzas pónticas estaban acostumbrados a luchar en la estepa y no sabían maniobrar en las laderas del valle alto del Tembris, por lo que sucumbieron a miles.
En diciembre, los restos del ejército de invasión de Frigia regresaban con dificultad a Zela al mando de Eumaco; Marco Mario había preferido ir en busca del rey Mitrídates para decirle lo que había sucedido en vez de informarle por escrito.
La milicia de Asia estaba eufórica y con la población del valle del Meandro se entregó durante varios días a festejar la victoria.
En su arenga a las huestes antes de la batalla, César había insistido en el hecho de que la provincia de Asia se defendía por sí misma, que Roma estaba lejos y no podía ayudarles, y que por una vez el destino de la provincia dependía exclusivamente de su población autóctona de origen griego. Hablándoles en el dialecto griego de la región, apeló a sus sentimientos de patriotismo y solidaridad con tal entusiasmo, que los veinte mil hombres de Lidia y Caria a quien dirigió para caer sobre Eumaco acampado, estaban tan sobreexcitados que la batalla casi les decepcionó. Durante cuatro nundinae los había entrenado y disciplinado, durante cuatro nundinae les había imbuido la moral de su propia valía, y no podía haberse esperado mejor resultado.
– Este año no vendrán más ejércitos pónticos -dijo a Memnon en la fiesta que dieron en Tralles para celebrar la victoria dos días después de la derrota de Eumaco-, pero el año que viene vendrán en mayor número. Os he enseñado lo que debéis hacer y ahora sois vosotros quienes tendréis que defenderos. Te prevengo de que Roma se verá tan enredada en otros frentes que no tendrá legiones ni generales disponibles para la provincia de Asia. Ahora ya sabéis cómo combatir.
– Sí, César, y a ti te lo debemos -dijo Memnon.
– ¡Bah!, lo único que necesitabais era alguien que os pusiera en marcha, y la buena suerte quiso que yo estuviera cerca.
Memnon se inclinó hacia él.
– Tenemos la intención de levantar un templo a la Victoria lo más próximo al campo de batalla que permitan las crecidas del río, y se ha hablado de una colina en las inmediaciones de Tralles. ¿Nos autorizas a erigir una estatua tuya en el templo para que la gente no olvide quien mandó las tropas?
Ni aunque Lúculo hubiese estado presente para vetar el ofrecimiento habría César renunciado a tan singular honor. Tralles estaba muy lejos de Roma y de las grandes ciudades de la provincia de Asia, y sería raro que algún romano fuese a visitar un templo de la Victoria sin tradición de antigüedad ni (lo más probable) artística. Pero para él aquel honor significaba mucho. A los veintiséis años de edad tendría una estatua de tamaño natural con atavío de general dentro de un templo dedicado a la Victoria. A sus veintiséis años había llevado un ejército a la victoria.
– Con mucho gusto -contestó muy serio.
– Pues mañana te enviaré a Glauco a que te tome medidas. Es un buen escultor que trabaja en el taller de Afrodisios, pero como pertenece a la milicia está aquí. Le diré que traiga al pintor para que haga bocetos en color, y así no tendrás que posar si tienes cosas que hacer en otro sitio.
Si que tenía cosas que hacer en otro sitio. La más importante era un viaje para ver a Lúculo en Pérgamo antes de que le llegara por otros medios la noticia de la victoria de Tralles. Como Burgundus había regresado de Galacia siete días antes de la batalla, envió al gigante germano a Rodas escoltando a los dos escribas y a su precioso Pezuñas. Él iría solo a Pérgamo.
Cabalgó los ciento sesenta kilómetros sin detenerse más que a cambiar caballos, lo que hizo con bastante frecuencia para cubrir dieciséis kilómetros por hora de día y trece de noche. Era una buena carretera romana y, aunque había poca luna, el cielo estaba despejado. La suerte seguía acompañándole. Salió de Tralles al amanecer, dos días después de la victoria, y llegó a Pérgamo al día siguiente antes de ponerse el sol. Era mediados de octubre.
Lúculo le recibió en seguida. A César le pareció significativo que lo hiciese a solas, sin estar acompañado por su tío Marco Cotta, que se hallaba también en el palacio. Además, tampoco había el menor rastro de Junco.
– ¿Qué ha motivado el alejamiento de tus estudios, César? ¿Te has tropezado con otros piratas? -inquirió Lúculo con voz fría.
– Con piratas no -replicó César muy serio-, pero si con un ejército de Mitrídates de cincuenta mil hombres que descendía por el Meandro. Me enteré de la invasión antes de que llegases a Oriente, pero estimé inútil comunicárselo al gobernador, que supuse tendría mejor información que yo, aunque nada había hecho por defender el valle del Meandro. Así que hice que Memnon de Priena pusiese en pie de guerra a la milicia de Asia, cosa que, como sabes, está autorizado a hacer si se lo dice Roma. Y él no podía imaginar que yo no representara a Roma. A mediados de septiembre los dirigentes de Lidia y Caria habían reunido una fuerza de veinte mil hombres a los que entrené y ejercité para prepararlos para el combate. El ejército póntico entró en la provincia en la segunda mitad de septiembre, y la milicia de Asia mandada por mí derrotó al príncipe Eumaco cerca de la ciudad de Tralles hace cuatro días. Casi todas las tropas pónticas perecieron o fueron capturadas, aunque el príncipe Eumaco logró escapar. Tengo entendido que a otro ejército póntico al mando del hispano Marco Mario se enfrentará el tetrarca Deiotaro de los tolistobogos. Ya recibirás noticia dentro de unos días de si logra la victoria. Y eso es todo.
El rostro alargado de Lúculo y sus ojos grises fríos no se conmovieron.
– ¡Y creo que ya está bien! ¿Por qué no avisaste al gobernador? No podías conocer sus planes.
– El gobernador es un tonto incompetente y venal. He tenido ocasión de comprobarlo. Aunque hubiese tenido intención de dominar la situación, cosa que dudo, no habría actuado con suficiente rapidez. Eso lo sé seguro. Por eso no le comuniqué nada. No quería que entorpeciese lo que yo sabía que podía hacer mucho mejor que él.
– Te has excedido en tu autoridad, César. En realidad, no tenías ni autoridad para excederte.
– Cierto. Por lo tanto, no me he excedido en nada.
– ¡No estamos en un concurso de sofismas!
– Ojalá lo estuviésemos. ¿Qué quieres que diga? No tengo muchos años, Lúculo, pero ya estoy harto de ver a esos hombres que envía Roma a las provincias dotados de imperium, y no creo que Roma esté mejor servida obedeciendo ciegamente a los de la ralea de Junco, los Dolabela o los Verres, sino por hombres como yo, con imperium o sin él. Vilo que había que hacer y lo hice. Y debo añadir que lo hice a sabiendas de que no me lo agradecerían, a sabiendas de que recibiría una reprimenda o que se me instruiría proceso por traición menor.
– Según la legislación de Sila, no hay traición menor.
– Bien, pues alta traición.
– ¿Por qué has venido a verme? ¿Para pedir clemencia?
– ¡Antes preferiría morir!
– No cambias.
– A peor, no, desde luego.
– No puedo aprobar lo que has hecho.
– Ni lo esperaba.
– Pero has venido a verme. ¿Por qué?
– Para informar al magistrado que ostenta el mando, como es mi deber.
– Supongo que te refieres al deber como miembro del Senado -replicó Lúculo-, aunque lo tenías para con el gobernador, no conmigo. De todos modos, no soy injusto, y entiendo que Roma debe estarte agradecida por tu rápida intervención. Yo habría actuado igual en las mismas circunstancias, siempre que hubiese tenido la seguridad de no usurpar el imperium del gobernador. Para mí, el imperium de un hombre es más importante que su valía. A mí se me ha reprochado que el rey Mitrídates esté en libertad para iniciar esta tercera guerra contra Roma porque me negué a ayudar a Fimbria a capturarle en Pitane, y suele decirse que con ello permití que escapara. Tú habrías estado de acuerdo con Fimbria en que el fin justifica los medios, pero yo no vi nada claro el hecho de reconocer a un representante del gobierno ilegal de Roma y me negué a prestarle ayuda. Sigo apoyando a los romanos que tengan imperium. Y para concluir, veo que eres demasiado partidario de esas grandes ideas de los jóvenes como Cneo Pompeyo que se llama Magnus; pero tú, César, eres infinitamente más peligroso que cualquier Pompeyo. Has nacido para revestir la púrpura.
– Es curioso; eso mismo me digo yo -replicó César.
Lúculo le dirigió una mirada fulminante.
– No te instruiré proceso, César, pero tampoco elogiaré tu acción, y la batalla de Tralles ocupará breves párrafos en mi informe a Roma; diré que la libró una milicia asiática al mando de un jefe local. Ni voy a incorporarte a mi estado mayor, ni permitiré que otro gobernador te incorpore al suyo.
César le había escuchado con cara de palo y mirada distante, pero cuando Lúculo indicó con brusco ademán que la entrevista había concluido, su expresión cambió, dispuesto a no dar su brazo a torcer.
– No pretendo que me menciones en los informes como comandante de la milicia asiática, pero no puedo renunciar a que me nombres en los despachos diciendo que serví en toda la campaña del Meandro. Si no figura mi nombre no podré probar que ha sido mi cuarta campaña, y estoy decidido a servir en diez campañas para poder presentarme a las elecciones de cuestor.
– ¡No tienes por qué aspirar a ser cuestor! -replicó Lúculo, con fiera mirada-. Ya estás en el Senado.
– Según la legislación de Sila, tengo que ser cuestor para poder ser pretor o cónsul. Y para ser cuestor quiero tener diez campañas servidas.
– Muchos que han sido elegidos cuestores ni siquiera tenían las seis campañas obligatorias. ¡No estamos en tiempos de Escipión el Africano y Catón el Censor! Nadie se va a molestar en contar las campañas en que has servido cuando salga tu nombre entre los candidatos al cuestorado.
– En mi caso -replicó terco César-, si que habrá quien se ponga a contarlas. Tengo pensado mi plan de vida y no quiero obtener nada por favor, aunque sea en contra de fuerte oposición. Estoy por encima de los demás y haré las cosas mejor que ellos. Pero no de forma anticonstitucional; eso lo juro. Recorreré el cursus honorum estrictamente como prescribe la ley. Y si figuro habiendo servido en diez campañas, en la primera de las cuales gané la corona cívica, seré el que más votos obtenga. Y es el único cargo que me parece aceptable después de tantos años como senador.
Lúculo dirigió una mirada implacable a aquel rostro bien parecido con ojos de Sila y comprendió que ya no iba a decir más.
– ¡Por los dioses que tu arrogancia no tiene límites! Muy bien, te incluiré en los despachos haciendo constar tu presencia en la campaña y durante la batalla.
– Tengo derecho.
– César, algún día te excederás.
– ¡Imposible! -replicó César, riendo.
– Son esa clase de respuestas las que te hacen tan detestable.
– No sé por qué, si digo la verdad.
– Otra cosa.
– ¿Cuál? -inquirió César, que estaba a punto de marchar.
– Este invierno el procónsul Marco Antonio va a trasladar el escenario bélico de la lucha contra los piratas del extremo occidental del Mediterráneo al extremo oriental. Y creo que quiere concentrarse en Creta. Tendrá el cuartel general en Giteo, en donde ya hay legados suyos preparándolo todo. Marco Antonio quiere reunir una flota, y tú eres, desde luego, quien mejor sabe acopiar barcos, como bien sé por tu empresa en Bitinia y sabe Vatia Isaúrico por lo que hiciste en Chipre. Y Rodas te está doblemente agradecido. Si quieres añadir otra campaña a tu hoja de servicios, preséntate inmediatamente en Giteo. Informaré a Marco Antonio de que sirves con rango de tribuno militar y te alojarás en una posada de algún residente romano. Si me entero de que te alojas por tu cuenta o excedes de algún modo tu propio rango, te juro, Cayo Julio César, que haré que te juzgue el tribunal militar de Marco Antonio. ¡Y no pienses que no podré convencerle! Después de que tú, pariente suyo, acusaste a su hermano, no te tiene mucho afecto. Naturalmente, puedes rehusar este servicio en virtud de tu derech o como romano, pero será el único servicio militar que obtengas si escribo unas cuantas cartas. Soy el cónsul y eso significa que mi imperium está por encima de cualquier otro, incluido el del segundo cónsul. ¡Así que no busques influencias por ese lado, César!
– Olvidas -replicó César sin acalorarse- que el imperium marítimo de Marco Antonio es ilimitado y en los mares su poder está por encima del primer cónsul del año.
– Pues me aseguraré de no hallarme jamás en el mismo mar por el que deambule Marco Antonio -replicó Lúculo con hastío-. Ve a ver a tu tío Cotta antes de partir.
– ¿No me das lecho para pasar la noche?
– El único lecho que yo te daría es el Procusto, César.
Momentos después, César decía a su tío Marco Aurelio Cotta:
– Ya sabía que enfrentarme a Eumaco me valdría una buena reprimenda, pero no creía que Lúculo llegaría tan lejos. O quizás deba decir que pensaba que se me perdonaría o sería juzgado por traición. Pero lo que ha hecho Lúculo es aplicar represalias personales que entorpezcan mi carrera.
– Yo no tengo influencia sobre él -dijo Marco Cotta-. Lúculo es un autócrata. Pero eso también lo eres tú.
– No puedo quedarme, tío. Me ha ordenado partir de inmediato hacia… Rodas, supongo, para llegarme después a Giteo, en una pensión de dueño romano. ¡ De verdad que las imposiciones de tu colega son tremendas! Tendré que enviar a mis libertos a Italia, incluido Burgundus, porque no se me permite ostentación alguna.
– ¡Eso sí que es raro! Si la bolsa se lo permite, hasta un contubernalis puede vivir como un rey si quiere. Y me imagino -añadió Marco Cotta con picardía- que después de tu aventura con los piratas podrás vivir como un rey.
– No. Esto me ata. Ha sido muy astuto de elegir un Antonio, porque sabe que los Antonios me detestan -dijo César con un suspiro-. Y, además, me otorga el rango más bajo. Debería ser por lo menos tribunus militum, aun sin ser electo.
– Si quieres ganar afectos, César… ¡ah, pero por qué te daré consejos! Tú sabes mejor que yo cómo conducirte en la vida. Si te ves escaldado es porque tú mismo has querido pisar la caldera viéndola perfectamente.
– Lo admito, tío. Bueno, ahora tengo que irme a buscar cama en la ciudad antes de que cierren las hospederías. ¿Cómo está mi tío Cayo?
– No le han prorrogado el mandato en la Galia itálica a pesar de que allí hace falta un gobernador. Ha cumplido bien, y espera celebrar un triunfo.
– Tío, te deseo suerte en Bitinia.
– Sospecho que voy a necesitarla -dijo Marco Cotta.
Era mitad de noviembre cuando César llegó al pequeño puerto de Giteo en el Peloponeso y se encontró con que Lúculo no había perdido el tiempo, pues había avisado de la llegada del joven tribuno militar especificando detalladamente sus condiciones.
– ¿Qué diablos has hecho? -inquirió el legado Marco Manio, encargado de organizar el estado mayor de Antonio.
– Molestar a Lúculo -contestó César, lacónico.
– ¿No puedes darme detalles?
– No.
– Lástima; me muero de curiosidad -dijo Manio, que caminaba junto a César por la estrecha calle empedrada-. Creo que será mejor que primero te enseñe dónde vas a vivir. No está mal del todo. Es una casa compartida por dos viejos viudos, llamados Canuleio y Apronio. Se ve que estaban casados con dos hermanas naturales de Giteo y viven juntos desde que murió la segunda hermana. Pensé inmediatamente en ellos cuando llegaron las órdenes, porque tienen muchas habitaciones y te cuidarán muy bien. Son unos vejetes raros pero muy amables. De todos modos, no vas a estar mucho en Giteo. ¡No te envidio la tarea de sacar barcos a los griegos! Pero la hoja de servicios dice que eres un experto, así que sabrás hacerlo.
– Sí que sabré -añadió César sonriente.
En cualquier caso, reunir barcos en el Peloponeso no era tan desagradable para quien tan empapado estaba de autores clásicos griegos. ¿Era dorado Pilos? ¿Fueron los titanes quienes levantaron las murallas de Argos? Había una especie de eterna ensoñación sobre el Peloponeso que hacía irrelevante el presente, como si los mismos dioses fuesen simples niños comparados con las heroicas generaciones que habían vivido en aquellos lugares. Y César, aunque no tenía rival en ganarse la enemistad de los grandes romanos, cuando trataba con los humildes sabía ganarse su afecto.
Las flotas fueron creciendo despacio a lo largo del invierno, pero a un ritmo que César consideró que Antonio no podría poner en tela de juicio. En vez de contentarse con promesas, el mejor experto mundial en acopio de flotas, requisaba en el acto cuantos navíos de guerra veía y luego obligaba a las ciudades a firmar contratos comprometiéndose a entregar en abril en Giteo galeras de nueva construcción. Marco Antonio, pensó César, no estaría listo para comenzar su campaña antes de abril, ya que no zarparía de Massilia hasta marzo.
En febrero, comenzó a llegar el séquito del Gran Hombre, y César -con cejas enarcadas y labios temblorosos- comenzó a hacerse una mejor idea de la campaña de Marco Antonio. Como en Giteo no había una residencia de su conveniencia, el personal del séquito se empeñó en que se edificara una junto al golfo de Laconia con vistas a la preciosa isla de Citeres, y dotada con piscinas, cascadas, fuentes, baños de chorro, calefacción y decorada con mosaicos policromados.
– Seguramente no podrá estar acabada antes del verano -comentó César a Manio, con ojos pícaros-, así que he pensado ofrecer al Gran Hombre mi cuarto en casa de Apronio y Canuleyo.
– Pues no le gustará nada ver que no está acabada -replicó Manio, a quien divertía tanto la situación como a César-. Ahora bien, los griegos han adoptado una actitud encomiable y, ya que gastan los fondos municipales en tan sibarita construcción, piensan alquilarla bien cara a todos los potentados que pasen por aquí una vez que Antonio se haya ido.
– Yo me ocuparé de divulgar por doquier el lujo de la residencia -dijo César-. Al fin y al cabo, Giteo goza de uno de los mejores climas del mundo, y es lugar ideal para una cura de descanso o para retiro secreto de un cónyuge de vicios inconfesables.
– Me gustaría que lograsen recuperar su dinero -dijo Manio-. ¡ Qué gasto tan enorme! Pero no he dicho nada.
– ¿Cómo? -dijo César, poniéndose la mano en hueco junto al oído.
Al llegar Marco Antonio a Giteo, se encontró con un puerto bien abrigado y espacioso lleno de barcos de todo tipo (César no había desdeñado los mercantes, sabiendo que Marco Antonio tenía que transportar una legión de tropas de tierra) y su villa a medio terminar. Pero nada podía hacer mella en su enaltecido ánimo, pues había estado bebiendo vino sin aguar desde su salida de Massilia. Por lo que su fascinado legado Marco Manio y el tribuno militar Cayo Julio César pudieron ver, el concepto de campaña que tenía Marco Antonio era asaltar las partes pudendas de cuantas féminas pudiese encontrar, con lo que, según rumores, era un arma colosal. Sus victorias eran los alaridos femeninos ante el vigor del ataque y el tamaño del ariete.
– ¡Por los dioses, qué borracho incompetente! -exclamó César ante las paredes de su agradable y cómodo cuarto en casa de Canuleyo y Apronio, pues no osaba decirlo ante ningún mortal.
Se había preocupado, desde luego, porque Marco Manio mencionase en sus despachos su actividad reuniendo flotas, y así, cuando llegó carta de su madre a finales de abril, unos días después que Antonio, las noticias que le daba supusieron una placentera pausa en su servicio en Giteo sin desmerecer sus méritos de campaña.
El tío mayor de César, Cayo Aurelio Cotta, había regresado de la Galia itálica a primeros de año, pero murió a punto de celebrar su triunfo, dejando -entre otras cosas- una vacante en el colegio de pontífices, del que había sido durante muchos años el decano. Y, aunque Sila había dispuesto que el colegio lo formasen ocho plebeyos y siete patricios, en el momento de la muerte de Cayo Cotta constaba de nueve plebeyos y seis patricios, debido a que Sila había tenido que recompensar a unos y a otros nombrándolos pontífices y augures. Normalmente, la muerte de un sacerdote plebeyo se traducía automáticamente con su sustitución por otro plebeyo, pero para ordenarlo conforme lo había dispuesto Sila, los miembros del colegio decidieron incorporar a un patricio y habían elegido a César.
Por lo que Aurelia tenía entendido, la elección de César se debía al hecho de que no había habido ningún Julio miembro del colegio de pontífices ni del de augures desde el asesinato de Lucio César (un augur) y César Estrabón (un pontífice) hacía trece años. Se había acordado casi por unanimidad que el hijo de Lucio César ocupase la próxima vacante en el colegio de augures, pero (decía Aurelia) nadie habría podido imaginar que fuesen a elegir a César para el colegio de pontífices. Quien la había informado era Mamerco, diciéndole que no había sido una decisión unánime; Catulo se había opuesto, y también Metelo, el hijo mayor de Caprario. Pero tras diversos augurios y consultas de los libros proféticos, le habían nombrado a él.
Lo más importante de la carta de su madre era un mensaje de Mamerco señalándole que si quería asegurarse el sacerdocio más valía que regresase a Roma para la consagración y la asunción del cargo lo antes posible, si no quería que Catulo lograse que el colegio cambiase de idea.
Como ya existía constancia de su quinta campaña, César empaquetó sus pertenencias sin lamentarlo. Sólo echaría de menos a Apronio y Canuleyo y al legado Marco Manio.
– Aunque debo confesarte -dijo a éste- que me habría gustado ver esa monstruosa construcción a orillas del mar en todo su esplendor.
– Es mucho más importante ser pontífice -replicó Manio, que no se había percatado de la importancia de César y siempre le había parecido un hombre práctico y poco divertido que destacaba en todo y trabajaba sin descanso-. ¿Qué harás una vez que pertenezcas al colegio?
– Trataré de encontrar algún humilde propretor que se vea obligado a hacer una guerra y no tenga capacidad -contestó César-. Lúculo es ahora procónsul, y eso significa que no puede mandar en los gobernadores.
– ¿Hispania?
– Demasiado llamativo. No, veré si Marco Fonteo necesita un buen tribuno militar joven en la Galia Transalpina. Él es un vir militaris y éstos siempre son razonables, por lo que le dará igual lo que Lúculo diga de mí con tal que cumpla. Pero lo primero es lo primero -añadió con gesto entristecido-, y antes acusaré a Marco Junio Junco ante el tribunal de extorsiones.
– ¿Es que no te has enterado? -inquirió Marco Manio.
– ¿De qué?
– Junco ha muerto. Pereció en un naufragio cuando regresaba a Roma.
Era un tracio que no era tracio. En el año en que César partió de Giteo para asumir el pontificado, aquel tracio que no era tracio cumplió veintiséis años y entró en los anales de la Historia.
Su cuna era respetable pero no ilustre y su padre, un campanio de la parte del Vesubio, había sido uno de los que apelaron en un plazo de sesenta días al pretor de Roma en virtud de la lex Plautia Papiria aprobada durante la guerra itálica, y por ello le había sido concedida la ciudadanía por no ser de los itálicos que se habían alzado en armas contra Roma.
Nada de los antecedentes rurales del muchacho explicaba su pasión por la guerra y todo lo militar, pero el padre sabía sin ningún género de dudas que cuando el muchacho cumpliera diecisiete años se alistaría en las legiones. No obstante, el padre tenía algo de influencia y pudo conseguir que se incorporase como cadete a la legión que Marco Craso había reclutado para Sila después del desembarco de éste en Italia y el comienzo de la guerra contra Carbón.
El muchacho prosperó en los medios castrenses y se distinguió en combate antes de cumplir los dieciocho años, fue trasladado a una legión de veteranos de Sila y en su momento fue ascendido a tribuno militar; cuando le ofrecieron la licencia al final de la última campaña en Etruria, él optó por incorporarse al ejército de Cayo Cosconio, enviado a Iliria para sojuzgar a las tribus que constituían la etnia de los dálmatas.
Al principio, se había entusiasmado con el lugar y estilo de guerra, y añadió armillae y phalerae a su colección de condecoraciones militares; pero, luego, Cosconio se había quedado empantanado en un asedio que duró más de dos años ante la ciudad portuaria de Salona, que se negaba a rendirse y a luchar. Para el muchacho, que ya se estaba haciendo hombre, el sitio de Salona fue un episodio aburrido insoportable. Él tenía decidido lo que iba a hacer: haría carrera en el ejército y se convertiría en vir militaris. ¡Cayo Mario había comenzado como militar y había alcanzado los más altos honores! Pero allí, en aquel asedio, se pasaba los días fuera de aquella masa inerte de ladrillo y tejas sin hacer nada, sin ir a ningún sitio.
Pidió el traslado a Hispania porque (como muchos compañeros suyos) le fascinaban las hazañas de Sertorio, pero el legado al mando de su legión no le tenía simpatía y se lo negó; el aburrimiento se estaba haciendo insoportable y volvió a pedir el traslado a Hispania. Segunda negativa. Después de aquello su conducta se deterioró y comenzó a adquirir fama por indisciplina, ebriedad y ausencia del campamento sin permiso, todo lo cual desapareció al rendirse Salona y comenzar el general Cosconio a colaborar con Cayo Escribonio Curio, gobernador de Macedonia, en una amplia campaña destinada a someter a los dárdanos. ¡Ahora si que valía la pena!
El incidente que produjo la ruina del joven fue calificado de insurrección, pues el legado, que le tenía poca simpatía, resultó ser un enemigo oculto. Al joven -junto con otros- le juzgaron por el delito de amotinamiento ante el tribunal militar de Cosconio, que falló en contra suya. De haber sido un simple auxiliar o soldado no romano, la sentencia habría sido automáticamente flagelación y ejecución, pero como era romano y oficial con categoría de tribuno -además de sus numerosas condecoraciones por valor-, le ofrecieron dos alternativas: perdería, naturalmente, la ciudadanía, pero podía elegir entre ser azotado y quedar desterrado para siempre de Italia o hacerse gladiador. Por supuesto que optó por hacerse gladiador. Así, al menos, estaría en Italia. Y, como era de Campania, conocía bien el oficio de gladiador, ya que todas las escuelas estaban en los alrededores de Capua.
Le enviaron a Aquilea con otros siete jóvenes también culpables de amotinamiento que habían elegido el mismo destino, y fue comprado por un tratante que lo envió a Capua para venderlo en subasta; en cuanto a él, no formaba parte de sus intenciones mencionar su anterior ciudadanía romana. A su padre y a su hermano mayor no les gustaba el deporte del combate de gladiadores y nunca asistían a los juegos funerarios, por lo que, aunque no viviera lejos de ellos, podría pasar desapercibido. Y eligió un nombre para su nueva profesión, un buen nombre breve, que sonara marcial con connotaciones de espléndido luchador: Espartaco. Sí, sonaba bien. Y se prometió que Espartaco sería un gladiador famoso a quien requerirían para el espectáculo en toda Italia, se haría famoso en Capua, traería a las mujeres de calle y le invitarían a más fiestas de las que podría asistir.
Lo compró en el mercado de Capua el lanista de una escuela famosa, propiedad del consular y ex censor Lucio Marcio Filipo, por su aspecto imponente: era alto y tenía pantorrillas, muslos, pecho, hombros y brazos de extraordinario desarrollo, cuello de toro y piel tostada salvo unas interesantes cicatrices; y era guapo y rubio, tenía ojos grisáceos y andares principescos. El lanista que pagó cien mil sestercios por él por cuenta de Filipo (quien, naturalmente, no asistió a la operación, pues él nunca había visto a los quinientos gladiadores que poseía y alquilaba con tan pingües ganancias) pensó que, con aquel aspecto, Espartaco era un gladiador nato. Filipo hacía una buena compra.
Había dos estilos de gladiador: tracio y galo. Mirando a Espartaco, el lanista se vio en un brete para decidir en qué estilo le entrenaría; generalmente el aspecto físico orientaba en este sentido, pero Espartaco era tan impresionante que podía ser uno u otro. Sin embargo, los galos tenían más cicatrices y corrían algo más riesgo de quedar mutilados para siempre, y el precio había sido alto. El lanista decidió que Espartaco sería tracio. Cuanto mejor aspecto tuviese en la arena, por más dinero podrían alquilarle cuando comenzase a hacerse famoso. Tenía una noble cabeza, que luciría mejor desnuda, pues los tracios no llevaban casco.
Y comenzó el entrenamiento. El lanista, que era cauto, se aseguró de que la destreza atlética de Espartaco fuese equiparable a su aspecto físico antes de encargarle una armadura plateada con incrustaciones de oro. Le vistió con taparrabos escarlata sujeto a la cintura por una tira ancha de cuero negro, de la que pendía el sable curvo de la caballería tracia. Iba protegido por espinilleras altas que le llegaban más arriba de la rodilla, lo que le hacía moverse con mayor torpeza y lentitud que el adversario galo, y requería más inteligencia y coordinación para compensar el inconveniente; en el brazo derecho llevaba una manga de cuero con escamas metálicas y sujeta por correas al cuello y al tronco que le cubría la mano hasta los nudillos. Completaba su atavío un escudo pequeño redondo.
Para Espartaco el entrenamiento fue fácil. Naturalmente, le rodeaba un aura de cierto misterio (sus siete compañeros habían ido a parar a otros destinos desde Aquilea) pues nunca hablaba de su carrera militar y lo que había dicho el agente aquileo en la carta era muy fragmentario. Pero hablaba latín de Campania y griego de Campania, tenía cierta instrucción y conocía perfectamente la estructura de un ejército. Todo lo cual comenzó a inquietar al lanista, que anticipó complicaciones. Espartaco era muy belicoso, incluso en la pista de entrenamiento con espada de madera y escudo de cuero. El primer brazo que rompió por varios sitios podía haber sido sin querer, pero cuando por su lista de huesos gravemente rotos hubo que dar de baja a cinco doctores durante varios meses, el lanista le mandó llamar.
– Mira -dijo el hombre en tono razonable-, tienes que aprender a luchar en la arena como un deporte, no como si fuese la guerra. ¡ Ser gladiador es un deporte! Lo inventaron los etruscos hace un siglo y se ha transmitido a través de las épocas como una profesión honorable de gran habilidad. Es algo que no se conoce fuera de Italia. Cuando muere alguien, sus parientes celebran, no la clase de juegos que creó Aquiles en honor de Patroclo, de salto, carreras, pugilato con puños y lucha, sino una contienda solemne de habilidad atlética en forma de deporte guerrero.
El gigante rubio le escuchaba impasible, pero el lanista advirtió que los dedos de su mano derecha se abrían y se cerraban, como ansiando asir una espada.
– ¿Me estás escuchando, Espartaco?
– Si, lanista.
– El doctor es quien te entrena, no tu enemigo. ¡Y te diré que cuesta mucho formar a un buen doctor! Pues bien, gracias a tu desaforado entusiasmo, me he quedado con cinco doctores menos, y no puedo sustituirlos por otros tan buenos como ellos. Su vida no corre peligro, pero dos de ellos no podrán volver a trabajar. Espartaco, no luchas contra los enemigos de Roma; y el objeto del deporte no es derramar cubos de sangre. El público viene a ver un deporte, un ejercicio físico de ataque y defensa, poder y gracia, habilidad e inteligencia. Con los cortes, tajos y rajas que sufren los gladiadores ya hay sangre de sobra para excitar al público, que no acude a ver a dos hombres matarse o cortarse un brazo. Viene a ver un deporte. ¡ Un deporte, Espartaco! Una contienda de destreza atlética. Si el público quisiera ver hombres que se matan y se mutilan, iría al campo de batalla. ¡Por los dioses que en Campania no han faltado guerras! Bien -añadió, mirándole fijamente-, ¿lo has captado? ¿Lo entiendes ahora mejor?
– Si, lanista -contestó Espartaco.
– Pues sigue entrenándote y sé buen chico. Deja tu ardor para las planchas y los muñecos de madera y la próxima vez que te enfrentes a un doctor con la espada de madera, concéntrate para describir en el aire un bello movimiento con ella y no para lograr un siniestro ruido de huesos rotos.
Como Espartaco era lo bastante inteligente para entender lo que el lanista le había dicho, durante cierto tiempo después de esta conversación estuvo dando vueltas en la cabeza al ritual y al ceremonial de los movimientos y hasta le encontró su atractivo. Los cautos y aprehensivos doctores que se enfrentaban a él comprobaron con alivio que no trataba de romperles los brazos y que se concentraba en perfeccionar las diversas fintas y movimientos que tanto gustaban a los espectadores. El lanista tardó más en convencerse de que Espartaco se había curado de su sed de sangre, pero al cabo de seis meses incluyó a su problemático gladiador en una lista de seis parejas que iban a luchar en los juegos funerarios de uno de los Gutta de Capua. Como era una celebración local, el lanista asistió también para ver cómo se desenvolvía Espartaco.
El adversario galo de Espartaco (formaban la tercera pareja de la lid) no le desmerecía en nada; era algo más alto y también de cuerpo extraordinario. Desnudo, con excepción de un pequeño taparrabos, el galo combatía con un escudo largo ligeramente curvado y una espada recta de doble filo. Lo mejor de su atavío era un espléndido casco de plata con placas protectoras en mejillas y cuello, rematado por un pez de esmalte en postura de salto más grande que la habitual pluma de adorno.
Espartaco no le conocía ni había hablado con él antes; en un establecimiento grande como era la escuela de Filipo, los únicos a los que había que conocer eran los doctores, el lanista y los condiscípulos que estaban en el mismo nivel de entrenamiento. Pero le habían comentado que aquel adversario era un luchador experimentado que se había hecho famoso en la arena de Capua, donde solía
combatir.
Durante un rato, la contienda se desarrolló normalmente; Espartaco, con su engorrosa indumentaria, se movía despacio en círculo fuera del alcance del galo. Viendo aquel rostro bien parecido y aquel cuerpo hercúleo, algunas mujeres lanzaban suspiros y le tiraban besos. Espartaco estaba creándose un núcleo de fervientes admiradoras, pero como el lanista no permitía a los nuevos frecuentar mujeres hasta que hubiesen hecho méritos en la pista, aquellos besos que le dirigían distrajeron un poco su atención del galo, y, al alzar su pequeño escudo redondo excesivamente, éste, más rápido que una anguila, le asestó un tajo en la nalga izquierda.
Y aquello fue Troya. Y el final del galo. Y tan rápido que lo único que vieron los espectadores fue un torbellino: Espartaco giró sobre el talón izquierdo y descargó el sable curvo sobre el cuello de su adversario, con tal fuerza que la hoja cercenó la columna vertebral, y la cabeza del galo se dobló hacia un lado y quedó colgando sobre el hombro con los ojos aún parpadeantes y dando boqueadas que parecían imitar los besos que las mujeres dirigían a Espartaco. Hubo chillidos, gritos y arremolinamientos y carreras entre los espectadores, pues la gente se desmayaba, se marchaba o vomitaba.
Espartaco fue conducido al barracón.
– ¡Se acabó! -exclamó el lanista-. ¡Jamás serás gladiador!
– ¡Pero él me ha herido! -protestó Espartaco.
El lanista no cesaba de menear la cabeza.
– ¿Cómo puede alguien tan hábil ser tan estúpido? ¡ Estúpido! ¡ Estúpido! ¡ Estúpido! Con tu aspecto y tu habilidad habrías podido ser el gladiador más famoso de toda Italia, habrías adquirido un buen renombre profesional, yo me habría ganado una palmadita en la espalda y Marcio Filipo habría hecho una fortuna. ¡ Pero no hay manera, Espartaco, porque eres estúpido! ¡Hábil pero estúpido! Hoy mismo te marchas de aquí.
– ¿De aquí? ¿A dónde? -inquirió el tracio, enfurecido aún-. Tengo que cumplir mi servicio de gladiador.
– ¡Sí, descuida! -replicó el lanista-. Pero no aquí. Lucio Marcio Filipo tiene otra escuela en las afueras de Capua y allí vas a ir. Es un establecimiento muy acogedor con unos cien gladiadores y unos diez doctores y con el mejor lanista de la profesión. Cneo Cornelio Léntulo Batiato. El viejo Batiato, bárbaro de Iliria. Ya verás como, comparado conmigo, Batiato te parecerá un demonio.
– Lo aguantaré -dijo Espartaco-. No me queda más remedio.
Al día siguiente, al amanecer, llegó un carro cerrado tirado por bueyes para llevarse al proscrito, quien montó rápido y descubrió al oír cerrarse el cerrojo que la única comunicación con el exterior eran las ranuras entre los tablones. ¡ Era un prisionero que ni sabía a dónde le llevaban! ¡ Prisionero! Tan extraño y horrible era el concepto para un romano, que cuando el carromato cruzó las enormes puertas enrejadas de la escuela de gladiadores, conducido por Cneo Cornelio Léntulo Batiato, el cautivo ya se había contusionado y estaba medio inconsciente de los golpes que él mismo se había propinado contra las paredes de su encierro.
De todo eso hacía ya un año. Había cumplido los veinticinco años en la otra escuela, y los veintiséis entre los muros de lo que sus compañeros denominaban villa Batiato. ¡En villa Batiato no los mimaban! El número de residentes variaba de vez en cuando, pero en el libro de registro solían figurar cien gladiadores: cincuenta tracios y cincuenta galos. Todos ellos procedían de otras escuelas de las que los habían expulsado por alguna infracción, generalmente relacionada con la violencia o la rebelión, y allí vivían como esclavos de minas, salvo que en villa Batiato no los encadenaban, comían bien, tenían buena cama y hasta mujeres.
Pero era esclavitud. Todos sabían que iban a estar allí hasta la hora de su muerte, aunque no cayeran en la arena, pues, cuando ya eran demasiado viejos para luchar, ocupaban el papel de doctor o de criado. No tenían paga ni les hacían luchar con intermedios adecuados para que curasen sus heridas si había trabajo, y Batiato casi siempre tenía contratos porque sus precios eran los más bajos del mercado, y cualquiera que tuviese unos sestercios y quisiera honrar a un familiar difunto con juegos funerarios, podía alquilar allí una pareja de gladiadores de Batiato. Debido a los bajos precios, casi todas las contiendas tenían lugar en la localidad.
Escapar de villa Batiato era prácticamente imposible. Estaba dividida en pequeñas zonas separadas por rejas y ninguna de las dependencias por las que deambulaban los gladiadores estaba cerca de las altísimas murallas externas, todas ellas rematadas por pinchos de hierro. Y escaparse estando fuera de ella (como era el caso cuando salían a combatir) era también imposible, pues iban todos encadenados de muñecas y tobillos con un aro al cuello, los llevaban en carromatos cerrados y siempre que iban a pie los escoltaba una tropa de arqueros con las flechas preparadas. Sólo les quitaban las cadenas cuando entraban en la pista, pero los arqueros estaban vigilando.
¡Qué distinto de la vida que llevaban los otros gladiadores! ¡ Ellos podían entrar y salir del cuartel, las mujeres les agasajaban e idolatraban y, además, iban juntando sus buenos ahorros; combatían cinco o seis veces al año y al cabo de cinco años o de treinta combates se retiraban. Hasta había libertos que optaban por hacerse gladiadores, aunque la mayoría eran desertores o amotinados de las legiones y sólo unos pocos llegaban a las escuelas con la condición de esclavos. Todo aquel cuidado y consideración se debía al hecho de que un gladiador entrenado era una fuerte inversión y había que conservarlo y tenerlo contento para que el dueño de la escuela obtuviese buenos beneficios.
Pero en la escuela de Batiato no había nada de eso. A él le tenía sin cuidado que un hombre cayese en el serrín de la pista en el primer combate o estuviese diez años combatiendo. Los que pasaban bastante de los veinte años no solían ser aceptados como gladiadores y su carrera duraba como mucho diez años; era un deporte para hombres jóvenes. Ni siquiera Batiato enviaba a las pistas hombres maduros; los espectadores (el pariente del muerto que los alquilaba) querían ver adversarios ágiles y jóvenes, y en villa Batiato, los que dejaban de combatir seguían viviendo y sufriendo allí. Un destino cruel, si se tenía en cuenta que los otros gladiadores retirados podían hacer lo que querían e ir donde quisieran, generalmente a Roma u otra ciudad importante para trabajar de forzudos, guardaespaldas o matones.
Villa Batiato era un lugar de horarios inflexibles que comenzaban con el tañido de un aro de hierro golpeado con una barra y se sucedían con arreglo a un programa siempre igual. Al atardecer, encerraban a los cien gladiadores, o cuantos fuesen, en celdas de piedra con rejas que compartían siete u ocho, desde las que no podían comunicarse con los otros y en las que no penetraba ningún ruido del exterior. Ninguno de ellos permanecía constantemente en el mismo grupo y cada noche dormía con seis o siete compañeros distintos, y al cabo de diez días volvían a cambiar, y tan ingeniosas eran las permutaciones que había establecido Batiato, que transcurría un año antes de que uno nuevo conociese a todos sus compañeros. Eran celdas limpias y con buenas camas, además de una antecámara con baño de agua corriente y orinales; calientes en invierno y frescas en verano, sólo se usaban entre la puesta y la salida del sol y las aseaban durante el día unos esclavos que no tenían contacto con los gladiadores.
Al amanecer, se levantaban al oír el ruido de los cerrojos y comenzaba la jornada, durante la cual, el gladiador estaba con quienes había compartido la celda por la noche, aunque les estaba prohibido hablar. Los grupos desayunaban en el patio, delante de la celda; si llovía, se ponía un toldo de cuero. Luego, el grupo hacía los ejercicios de entrenamiento y después un doctor los separaba en parejas de galos contra tracios para hacerles combatir con espadas de madera y escudos de cuero; a continuación hacían la comida principal a base de carne, mucho pan, buen aceite de oliva, frutas y verduras de la estación, huevos, pescado salado y una especie de gachas de legumbres con trozos de pan y toda el agua que quisieran; el vino lo tenían prohibido. Después de comer descansaban dos horas en silencio y después los dedicaban a limpiar el armamento, los artículos de cuero, arreglar botas o cualquier otro instrumento de la profesión; todas las herramientas eran cuidadosamente recogidas y recontadas bajo la constante vigilancia de los arqueros. Les daban una tercera comida más ligera después de una tabla de enérgicos ejercicios y luego los permutaban a todos formando nuevos grupos.
Batiato tenía cuarenta mujeres, cuyo único cometido, aparte de los trabajos de cocina, era saciar los apetitos sexuales de los gladiadores, quienes tenían derecho a la compañía de una mujer cada tres días, emparejándose con las cuarenta en riguroso orden; las siete u ocho mujeres asignadas a una celda llegaban escoltadas y se dirigían al lecho que tuviesen asignado y no podían quedarse en él una vez concluido el coito. La mayoría de los gladiadores eran capaces de efectuar tres o cuatro coitos por noche, pero tenía que ser cada vez con una mujer distinta. Bien consciente de que en aquellos encuentros se daba el mayor peligro en el sentido de que se desarrollase un vínculo afectivo, Batiato ponía un vigilante en la celda en cuestión (tarea que ningún criado desdeñaba, pues las celdas estaban iluminadas) para que las mujeres circularan y los hombres no entablaran conversación con ellas.
No siempre estaban los cien gladiadores en villa Batiato, pues entre un tercio y la mitad solían hallarse de viaje, cosa que ellos detestaban porque no vivían en iguales condiciones que en la escuela y no tenían mujeres. Pero la ausencia de un grupo permitía que las mujeres tuviesen días de descanso y que las que estaban embarazadas pudiesen tener los niños antes de volver al trabajo, del que quedaban exentas sólo en el último mes de embarazo y en el siguiente al parto, por lo cual ellas procuraban no quedarse embarazadas, y las que quedaban hacían lo posible por abortar. Todos los recién nacidos eran separados inmediatamente de la madre; si era niña la tiraban a la basura y si era niño Batiato en persona lo examinaba, pues siempre tenía clientas dispuestas a comprar un varón.
La jefa de las mujeres era una tracia auténtica llamada Aluso. Belicosa sacerdotisa de los bessi, Aluso había sido durante nueve años barragana de Batiato, a quien odiaba más que ninguno de los gladiadores, pues la hija que había tenido durante su primer año allí habría debido ser, según la tradición de su tribu, su sucesora, pero él no había escuchado sus súplicas pidiendo que se la dejase y la habían tirado a la basura. A partir de entonces, Aluso había tomado su medicina y no había vuelto a concebir, pero con profundo odio había pedido a sus dioses que Batiato tuviese una muerte lenta.
Todo esto significaba que Cneo Cornelio Léntulo Batiato era el hombre más eficaz y meticuloso que jamás había habido en la ciudad de los gladiadores. Nada se le escapaba, no dejaba de adoptar cuantas precauciones fuesen necesarias, atendiendo personalmente todos los detalles. Y en esa parte de su personalidad radicaba el motivo de que su escuela de sufridos gladiadores fuera tan estimada. El otro motivo era su particular habilidad como lanista. No confiaba en nadie y no delegaba en nadie. Él tenía la única llave de la fortaleza de piedra en que se guardaban corazas y armas; él llevaba todas las cuentas; él hacía todos los contratos; elegía los arqueros, los esclavos, los armeros, los cocineros, las lavanderas, las rameras y los doctores, y sólo él veía al propietario de la escuela, Lucio Marco Filipo, que nunca visitaba el establecimiento y prefería convocar a Batiato a Roma. Batiato era, además, el único servidor de Filipo que se había salvado de la profunda limpieza efectuada por Pompeyo años antes; de hecho, tanto había impresionado a Pompeyo, que le había pedido que aceptase el cargo de administrador general de Filipo. Pero Batiato había contestado, sonriente, con una negativa. A él le gustaba su trabajo.
Pero el fin de villa Batiato se avecinaba cuando Espartaco y otros siete gladiadores regresaron de un combate en Larinum a finales del mes de sextilis, en el año en que César dejó Giteo y el servicio de Marco Antonio para asumir el pontificado.
Larinum había sido una experiencia fascinante, aun para los ocho gladiadores confinados en el carromato y encadenados constantemente, menos durante el combate. Al final del año anterior, uno de los personajes más relevantes de Larinum, Estatio Albio Oppianico, había sido acusado por su hijastro, Aulo Cluentio Habito, de haber intentado asesinarle; el juicio se había celebrado en Roma y por él había salido a relucir un horrible caso de asesinato colectivo de veinte años antes. Toda Roma se había enterado de que Oppianico era culpable de la muerte de sus esposas, hijos, hermanos, cuñados, primos y otros parientes, y había cometido o encargado los crímenes para acumular dinero y poder. Amigo del aristócrata y fabulosamente rico Marco Licinio Craso, Oppianico había estado a punto de ser absuelto, pues el tribuno de la plebe Lucio Quintio había intervenido y se había dispuesto una enorme suma de dinero para sobornar al jurado de senadores. Que Oppianico hubiese sido declarado culpable se debió a la avaricia del encargado del soborno, Cayo Elio Estaeno, tan útil a Pompeyo unos años antes, y el mismo que se había quedado con noventa mil sestercios cuando Cayo Antonio Hibrida le había contratado para sobornar a nueve tribunos de la plebe. Y es que Estaeno no tenía palabra en sus deshonrosos encargos, y se quedó con el dinero que Oppianico le había entregado para sobornar al jurado.
En Larinum no se hablaba de otra cosa que de la perfidia de Oppianico, cuando llegaron los gladiadores allí para celebrar los juegos funerarios; y es que en Larinum se habían celebrado muchos juegos funerarios. Así, mientras comían encadenados a una mesa en el patio de una hospedería, habían escuchado con sumo interés los comentarios de los cuatro arqueros. Claro que hablaban, aunque lo tuvieran prohibido, y, gracias al tiempo y a la práctica, sabían mantener trozos de conversación, y los comentarios de aquellos crímenes entre los habitantes de Larinum eran una buena tapadera.
A pesar de las tremendas dificultades que imponía la obsesiva meticulosidad de Batiato, Espartaco -que llevaba ya un año en el establecimiento- estaba urdiendo un plan para huir después de asesinar a los vigilantes. Ya conocía a todos los compañeros y había aprendido a comunicarse con quienes no veía a diario o durante meses. Si Batiato había creado una complicada red que impedía que rameras y gladiadores intimasen, Espartaco también había tramado una complicada cadena que permitía a rameras y gladiadores transmitir ideas e información y recibir comentarios sobre las mismas, favorables o críticos. De hecho, el sistema de Batiato le había servido para sacar un mejor partido de aquellas comunicaciones indirectas, pues así los diversos implicados no se veían tan a menudo como para que pudiesen chocar ni tratar de suplantarle como jefe de la insurrección.
Había iniciado el plan a principios de verano, encargando ciertos sondeos a sus compañeros y a finales del mismo ya lo tenía bien perfilado, y todos los gladiadores habían acordado secundarle sin excepción si descubría la manera de escapar; las rameras, parte esencial del plan, también estaban de acuerdo.
Había dos desertores romanos que conocían la disciplina militar casi tan bien como Espartaco, y a través de la red les había nombrado sus ayudantes para la proyectada fuga; se trataba de dos compañeros que luchaban como galos, llamados Crixus y Enomao, porque al público no le gustaban los nombres latinos que les recordasen que la mayor parte de sus ídolos eran prófugos romanos de las legiones. Dio la casualidad de que Crixus y Enomao acompañaron a Espartaco a Larinum y así éste pudo adelantar la fecha de la fuga.
Se fugarían ocho días después del regreso de Larinum, hubiera muchos o pocos gladiadores en villa Batiato. Como el día señalado era el siguiente a las nundinae, era muy probable que fuesen más numerosos que pocos, tanto más cuanto que Batiato recortaba su programa de espectáculos en septiembre, que era cuando tomaba sus vacaciones y efectuaba su visita anual a Filipo.
La sacerdotisa tracia Aluso se había convertido en la más ferviente partidaria de Espartaco, y, una vez que todos hubieron aceptado el plan, los que compartían la celda con él se habían ganado la complicidad de otras mujeres para que Espartaco y Aluso pasasen toda la noche juntos si ella era una de las asignadas a su celda. En las infinitas veces que habían repasado el plan, Aluso se había prometido que, con el concurso de las mujeres, mantendría en todo momento el entusiasmo de los hombres. Ella misma había estado robando utensilios de la cocina para Espartaco desde primeros de verano de una manera tan hábil que, cuando finalmente se echaron en falta, fue un cocinero quien se llevó la culpa, pues nadie sospechaba que se preparase una sublevación de los gladiadores. El botín consistía en una cuchilla pequeña de carnicero, una madeja de bramante fuerte, un jarro de cristal que se había hecho añicos y un gancho de carne. Modesto, pero suficiente para ocho hombres, y estaba todo guardado en los cuartos de las mujeres, que ellas mismas limpiaban. Pero la noche de la víspera, las mujeres asignadas a la celda de Espartaco lo llevaron todo escondido entre las escasas ropas. Aluso no iba con ellas.
Amaneció y los ocho hombres salieron de la celda para desayunar en el patio. Sólo llevaban el taparrabos, pero dentro de la escasa pieza de tela escarlata ocultaban un trozo de bramante de unos tres pies de largo. El arquero, un doctor ayudante y dos antiguos gladiadores que ejercían de servidores fueron estrangulados tan rápido que ni les dio tiempo a cerrar la puerta de la celda; Espartaco y sus siete compañeros cogieron las armas de las camas y comenzaron a ir de celda en celda con la llave que guardaba el arquero. Todos los grupos de gladiadores habían hecho todo lo posible por perder tiempo al levantarse y ninguno había salido al patio aún cuando los ocho silenciosos atletas se unieron a ellos. Un cuchillo que reluce y se hunde en un pecho, un trozo de vidrio que corta una garganta, y los ocho trozos de bramante pasaron de unas manos a otras.
Se hizo todo sin decir una palabra, proferir un grito ni dar la alarma, y en seguida Espartaco y sus compañeros dominaron el pasillo de celdas con sus correspondientes patios. Algunos de los muertos llevaban llaves y se fueron abriendo más puertas de la laberíntica prisión y los setenta presos de villa Batiato fueron desplegándose en silencio, invadiendo el resto del edificio. Había un cobertizo en el que se guardaban hachas y herramientas; un ruido sordo y metálico y todo lo útil fue a parar a manos de los gladiadores. Y ahora se evidenciaba otro fallo de la disposición arquitectónica de Batiato, pues las altas murallas internas no dejaban propagarse el ruido. Batiato habría debido alzar torres de vigilancia para situar a los arqueros.
La alarma sonó cuando llegaron a las cocinas, pero ya era demasiado tarde. Estaban ya en su poder todos los instrumentos punzantes que había en ellas y, usando las tapaderas de los calderos a guisa de escudos contra las flechas, siguieron avanzando y matando a todos, Batiato incluido, pues, aunque pensaba haberse ido de vacaciones la víspera, se había quedado a repasar los libros de contabilidad. Los gladiadores le dejaron con vida hasta soltar a las mujeres, que le despedazaron siguiendo instrucciones anatómicas de Aluso, quien devoró con fruición su corazón.
Y al salir el sol, Espartaco y sus sesenta y nueve compañeros eran dueños de villa Batiato. Sacaron las armas del almacén y uncieron a los carros bueyes y mulas para cargar los víveres de las cocinas y el resto de las armas, abrieron las puertas y todos abandonaron la siniestra escuela.
Espartaco, que conocía bien Campania, no se había contentado con tomar villa Batiato. La escuela estaba en la carretera de Capua a Nola a unas siete millas de la ciudad, y hacia Nola se dirigió la pequeña expedición. Al poco rato encontraron un convoy de carros y lo asaltaron por el simple motivo de que no querían que nadie pudiese indicar qué camino habían tomado. Para su gran contento, los carros iban cargados de armas y corazas para otra escuela de gladiadores; ahora tenían más armas para la guerra que gente para empuñarlas.
No tardaron en abandonar la ruta principal y tomar por un camino poco frecuentado que se dirigía hacia el monte Vesubio.
Vestida con una loriga de arquero y esgrimiendo un sable tracio, Aluso se acercó a Espartaco, que iba a la cabeza de la columna. Se había limpiado la sangre de Batiato, pero aún se relamía de gusto, como un gato, cada vez que recordaba cómo se había comido su corazón.
– Pareces Minerva -dijo sonriente Espartaco, que no había censurado en absoluto el destino que Aluso había dado a Batiato.
– Por primera vez en diez años me siento tal cual soy -dijo, zangoloteando la bolsa de cuero que llevaba colgada de la cintura y en la que guardaba la cabeza de Batiato, que se proponía escarificar, convirtiendo la calavera en copa para beber como era costumbre en su tribu.
– Si te complace, serás mi mujer exclusiva.
– Me complace si me dejas participar en los consejos con tus guerreros.
Hablaban en griego, ya que Aluso no sabía latín, y se expresaban con la tranquilidad de quienes han poseido mutuamente su cuerpo sin obnubilación emocional o pasión, unidos por el placer de estar libres y caminar sin ir encadenados ni vigilados.
El Vesubio era una montaña impresionante muy distinta a cualquier otra. Se alzaba aislada en medio de las fértiles tierras de Campania no lejos de la bahía del Cráter, y en sus suaves cuestas, hasta los tres mil pies, abundaban viñas, huertos y campos de trigo, pues la tierra era profunda y fértil. Unos miles más de pies por encima de los terrenos de cultivo se alzaba una torre de roca cortada en la que algunos árboles hundían sus retorcidas raíces en las grietas, pero sin habitantes ni cultivos.
Espartaco conocía la montaña palmo a palmo; la finca de su padre se hallaba en la ladera Oeste y él había jugado muchos años con su hermano mayor entre los peñascos de la cumbre; por eso sabía lo que se hacía conduciendo a la columna monte arriba hasta alcanzar una hondonada en las alturas de la cara norte. Los bordes de la hondonada eran escarpados y costaba hacer entrar los carros, pero en el fondo había hierba en abundancia y sitio para mucha más gente y animales de los que iban con él. La piedra de los bordes rezumaba azufre y en el centro un túmulo exhalaba olores fétidos, por eso mismo la hierba estaba intacta, pues los pastores nunca llevaban allí a sus rebaños. Se decía que era un lugar maldito, detalle que Espartaco omitió a sus seguidores.
Dedicó varias horas a organizar el campamento, construyendo cobertizos con los tablones que desmontaron de los carros, mientras las mujeres hacían la comida y los hombres se repartían las tareas. Cuando el sol se ocultó por el extremo oeste del borde de la hondonada, convocó a todos los fugitivos.
– Crixus y Enomao, poneos uno a cada lado mío -dijo-, y tú, Aluso, como jefa de las mujeres, nuestra sacerdotisa y mi mujer, siéntate a mis pies. Los demás, poneos delante.
Aguardó a que el grupo se situara como había dicho y luego saltó sobre una roca para estar más alto que Crixus y Enomao.
– De momento, somos libres, pero no debemos olvidar que seguimos siendo esclavos según la ley. Hemos matado a nuestros guardianes y al propietario y cuando las autoridades lo descubran nos perseguirán. Nunca habíamos podido reunirnos como personas para hablar de lo que queremos hacer y de nuestro porvenir -lanzó un profundo suspiro-. Antes que nada, quiero decir que no voy a retener a ningún hombre ni mujer contra su voluntad. Los que prefieran seguir por su cuenta pueden marcharse cuando deseen. No os pido promesas, juramentos ni ceremonias de lealtad a mi persona. Hemos sido prisioneros, sabemos lo que son las cadenas, no hemos gozado de los privilegios de las personas libres y a las mujeres las han obligado a prostituirse. Yo no quiero obligaros a nada.
»Esto -añadió con un amplio ademán que cubría el campamento- es un refugio provisional. Más tarde o más temprano tendremos que dejarlo. Nos han visto subir y la noticia no tardará en difundirse.
Un gladiador que estaba en cuclillas en primera fila, cuyo nombre no conocía Espartaco, alzó la mano para pedir la palabra.
– Ya que nos van a perseguir y acosar -dijo, con el ceño fruncido-, ¿no sería mejor dispersarnos ya? Si nos dispersamos en varias direcciones algunos, al menos, podrán escapar, mientras que si seguimos juntos, nos capturarán a todos.
– Es cierto lo que dices -replicó Espartaco, asintiendo con la cabeza-. Pero yo no soy partidario de hacerlo. Y te diré por qué: principalmente, porque no tenemos dinero, ni más ropa que la que nos daba Batiato y se nos nota lo que somos; tampoco tenemos nada que nos sirva, salvo las armas, y éstas de poco nos valdrían si nos separamos. Batiato no tenía dinero en casa; ni un sestercio. Pero el dinero es de imperiosa necesidad, y yo creo que debemos mantenernos unidos hasta que lo encontremos.
– ¿Y cómo podemos encontrarlo? -inquirió el mismo.
Espartaco le dirigió una sonrisa triste pero encantadora.
– ¡No tengo ni idea! -respondió con toda franqueza-. Si estuviésemos en Roma podríamos robar a alguien. Pero estamos en Campania y la región está llena de prevenidos agricultores que lo guardan en un banco o escondido donde nadie es capaz de encontrarlo. Voy a deciros -añadió, alzando las manos para llamar la atención- lo que a mí me gustaría que hiciésemos para que lo penséis, y mañana a esta misma hora nos reunimos y votamos.
Crixus y Enomao asintieron enérgicamente con la cabeza, aunque no sabían nada.
– Dínoslo, Espartaco -dijo Crixus.
Ya iba desapareciendo la luz, pero él, subido en la peña, parecía concentrar en su persona los últimos rayos de sol y tenía aspecto de caudillo, decidido, seguro, fuerte y digno de confianza.
– Todos habéis oído hablar de Quinto Sertorio -dijo-. Es un romano que se ha sublevado contra el sistema que produce hombres como Batiato. Ha logrado el apoyo de Hispania entera y pronto se pondrá en camino hacia Roma para proclamarse dictador y establecer un nuevo tipo de república. Lo sabemos porque la gente hablaba de ello en los lugares en que nos enviaban a combatir. Y nos hemos enterado de que en Italia muchos desean a Sertorio en Roma; sobre todo los samnitas.
Hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios.
– ¡Yo sé lo que voy a hacer! Voy a ir a Hispania a unirme a Quinto Sertorio. Y si fuera posible, le llevaría otro ejército, un ejército que ya haya asestado golpes a la Roma de Sila y a sus continuadores. Voy a reclutar hombres en Samnio, Lucania y todas las regiones de Italia que deseen ver una Roma nueva en lugar de resignarse a un miserable destino. Voy a reclutar esclavos de Campania ofreciéndoles el derecho de ciudadanía en la Roma de Quinto Sertorio. Tenemos armas de sobra y podemos reclutar más hombres. ¡Y si Roma envía tropas contra nosotros, las derrotaremos y nos apoderaremos de las armas!
»Lo único que puedo perder es la vida -añadió, encogiéndose de hombros- y he jurado que nunca más me resignaré a la clase de existencia a que me obligaba Batiato. Un hombre, aunque sea esclavo, debe tener derecho a reunirse con sus congéneres, a andar libremente por el mundo. Las prisiones son peores que la muerte. ¡Jamás volveré a una prisión!
Se le saltaron las lágrimas, emocionado, y las contuvo enardecido.
– ¡Soy un hombre y dejaré huella! ¡Pero todos vosotros deberíais decir lo mismo! Si seguimos juntos y formamos el núcleo de un ejército, podremos defendernos y dejar honda huella. Si nos esparcimos en mil direcciones, todos nosotros, hasta el último, nos veremos obligados a huir, huir, huir… ¿Por qué correr como gamos si podemos caminar como hombres? ¿Por qué no buscarnos un lugar en la Roma de Quinto Sertorio preparándole el terreno en Italia y uniéndonos a él cuando llegue? Roma tiene pocas tropas en Italia, como bien sabemos. ¿No hemos oído que en Capua se quejan de que su economía va mal porque los campamentos de legionarios están vacíos? Yo fui tribuno militar. Crixus, Enomao y muchos de vosotros habéis sido legionarios de Roma. ¿Hay algo que los iguales de Lúculo o de Pompeyo Magnus, en cuanto a formar y conducir un ejército, no sepamos yo, Crixus, Enomao o cualquiera de vosotros? ¡No es difícil conducir un ejército! ¿Por qué no convertirnos en ejército? ¡Podemos ganar victorias! En Italia no hay legiones de veteranos que puedan detenernos; sólo cohortes de reclutas novatos. Los soldados veteranos se sentirán atraídos por nuestra causa… samnitas y lucanos que luchan por sacudirse el yugo de Roma. Y entre todos podemos entrenar a los que se unan a nosotros sin experiencia bélica. ¿Es que un esclavo es un hombre sin capacidad guerrera y sin valor? Los ejércitos de esclavos han estado a punto varias veces de llevar Roma a la ruina, y fracasaron únicamente porque los dirigían quienes no conocían las estrategias militares de Roma. ¡ No eran romanos quienes los dirigían!
Alzó los potentes brazos por encima de su cabeza y agitó los puños.
– ¡Yo conduciré nuestro ejército y lo llevaré a la victoria! ¡Y se lo entregaré a Quinto Sertorio cargado de laureles y con Roma e Italia a sus pies! -bajó los brazos-. Sólo os pido que lo penséis.
El grupo de gladiadores y mujeres no dijo nada cuando Espartaco bajó de un salto de la piedra, pero todos le miraban con ojos brillantes y Aluso le sonreía ufana.
– Mañana, todos votarán a favor de tu propuesta -dijo.
– Si, creo que sí.
– Ahora ven conmigo al manantial. Hay que purificarlo para que dé vida a tanta gente.
Espartaco no sabía lo que ella hacía, pero se quedó asombrado al ver que, después de musitar sus ensalmos y escarbar con la mano cortada de Batiato en las desmoronadas paredes de un lado del manantial de agua caliente y fétida que surgía de una grieta, brotó un nuevo chorro caudaloso de agua fresca y dulce.
– Buen presagio -comentó Espartaco.
Al cabo de veinte días se habían congregado mil voluntarios en la hondonada de lo alto del Vesubio, a pesar de que para Espartaco era un misterio cómo se había difundido la noticia, sin que él hubiese enviado mensajeros ni grupos de reclutamiento por la región. Quizás la décima parte de los recién llegados fuesen esclavos fugitivos, pero la mayoría eran libertos samnitas. Nola no estaba lejos y en Nola odiaban a Roma. Igual que en Pompeya, Neapolis y todos los pueblos que habían luchado hasta la muerte contra Sila, primero en la guerra itálica y luego con Poncio Telesino. Roma no podía hacerse ilusiones de haber aplastado al Samnio, pensó Espartaco mientras no dejaba de apuntar nombres samnitas en la lista de reclutamiento: para eso antes tendría que haber desaparecido el último samnita. Muchos de ellos llegaban con coraza y armas; eran veteranos canosos que escupían al oír el nombre de Sila o hacían el signo para ahuyentar el mal de ojo cuando se mencionaba a Cetego o a Verres, que habían arrasado las mejores tierras del Samnio.
– Ven, quiero enseñarte una cosa -dijo Crixus a Espartaco, en la mañana del último día de septiembre.
Espartaco, que estaba entrenando a una centuria de esclavos, los dejó al mando de otro gladiador y siguió a Crixus, que le llevaba aprisa del brazo.
– ¿De qué se trata?
– Tú mismo lo verás -contestó Crixus, llevándole hacia una grieta del cráter por la que se veían las estribaciones norte del Vesubio.
Había dos samnitas de centinelas, que se volvieron excitados hacia Espartaco.
– ¡Mira! -exclamaron.
Los primeros mil pies eran peñascos y hoyos inhabitables, más abajo se veían los campos de cultivo y por entre los rastrojos de trigo avanzaba una columna de soldados romanos encabezados por cuatro jinetes con cascos áticos y coraza de oficiales de alta graduación; el que cabalgaba detrás de los tres primeros ceñía al reluciente metal de la coraza el fajín con lazo y nudos rituales, símbolo de poderoso imperium.
– ¡Vaya, vaya! ¡ Envían nada menos que a un pretor contra nosotros! -exclamó Espartaco, conteniendo la risa.
– ¿Cuántas legiones? -preguntó Crixus con gesto de preocupación.
Espartaco se le quedó mirando, atónito.
– ¿Legiones? ¡Crixus, tú estuviste en ellas y deberías saberlo!
– ¡Precisamente, cuando estás en ellas no puedes saber el aspecto que tienen!
Espartaco sonrió y le revolvió el pelo.
– Tranquilo, no habrá ni media legión en esa columna… cinco cohortes de las tropas más noveles que he visto en mi vida. Fíjate con qué dificultad avanzan y sin mantener la línea recta ni la distancia. Pero lo mejor es que los manda alguien tan novato como ellos. ¿No ves cómo cabalga detrás de los legados? ¡No falla! Un general seguro de sí mismo va siempre a la cabeza de sus tropas.
– ¿Cinco cohortes? Eso son dos mil quinientos hombres.
– Cinco cohortes que nunca han pertenecido a una legión, Crixus.
– Tocaré zafarrancho de combate.
– No, quédate aquí. Que crean que no les hemos visto. Si oyen clarines y gritos, se detendrán y acamparán ahí en la ladera; mientras que si piensan que van a sorprendernos, ese idiota que los manda no parará de subir hasta que esté entre rocas y vea que no puede acampar, y entonces será demasiado tarde para maniobrar y descender en formación y tendrán que tumbarse a dormir en grupos donde puedan. ¡Idiotas! Si hubiesen dado la vuelta hasta el sur habrían podido llegar por la senda hasta nuestra hondonada.
Cuando ya oscurecía, Espartaco había comprendido sin ningún género de duda que la expedición de castigo estaba formada por reclutas noveles y que el general era un pretor llamado Cayo Clodio Glaber; el Senado le había ordenado tomar cinco cohortes en Capua, a su paso por la ciudad, e ir en busca de los rebeldes para aplastarlos en su agujero del Vesubio.
Al amanecer, la expedición de castigo ya no existía. Espartaco había enviado durante la noche a sus grupos, que, descendiendo por las hendiduras, algunos hasta descolgándose con cuerdas, aniquilaron a las tropas romanas con rapidez y sigilosamente. Tan noveles eran los reclutas que se habían quitado la coraza, dejando apiladas las armas antes de acurrucarse en torno a los fuegos de campamento que delataban el lugar en que dormían; y tan novel era Cayo Clodio Glaber que pensó que la orografía era mejor que un campamento como es debido. Ya próximo el amanecer, los primeros que se despertaron comenzaron a percatarse de lo que sucedía y dieron la alarma. Y comenzó la estampida.
Espartaco lanzó un ataque masivo a la luz de las antorchas sostenidas por las mujeres. La mitad de las tropas de Glaber perecieron y la otra mitad huyó, dejando detrás corazas y armas. Con los fugitivos escaparon Glaber y sus tres legados.
Dos mil ochocientos equipos de infantería fueron a parar al escondrijo de la hondonada y Espartaco cambió el atavío de gladiador de su ejército en aumento por el de legionario romano y añadió los carros de Glaber a su convoy de pertrechos. Ahora llegaban voluntarios de todas partes, y casi todos excombatientes. Cuando la lista llegó a cinco mil, Espartaco decidió que la hondonada del Vesubio no daba para más y se dispuso a trasladar su legión.
Sabía exactamente a dónde ir.
Y fue por entonces cuando los pretores Publio Varinio y Lucio Cosinio sacaron dos legiones de reclutas del campamento de Capua y tomaron por la carretera de Nola. Cerca de la arrasada villa Batiato, se encontraron con una buena fortificación al estilo romano. Varinio, que ostentaba el mando, tenía experiencia y tampoco le faltaba a su lugarteniente Cosinio. Les había bastado echar un vistazo a la tropa para darse cuenta horrorizados de lo bisoña que era; apenas habían hecho instrucción. Para mayor dificultad de los pretores, hacía un tiempo frío, húmedo y ventoso y en sus filas hacía estragos una especie de infección respiratoria virulenta. Cuando Varinio vio la competente fortificación junto a la carretera de Nola, en seguida supo que era de los rebeldes, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que sus hombres no podrían asaltarla. Lo que hizo fue acampar las dos legiones en las cercanías.
Por entonces nadie sabía nombres ni datos de los sublevados, salvo que habían destruido la escuela de gladiadores de Cneo Cornelio Batiato (que en los libros figuraba como propietario), se habían refugiado en el monte Vesubio y a ellos se habían unido varios miles de descontentos samnitas, lucanos y esclavos. Por el desventurado Glaber se había sabido que ahora tenían en su poder todos los pertrechos de las cinco cohortes y que había alguien al mando con la suficiente destreza para aplastar cinco cohortes.
No obstante, por sus escuadras de exploradores, Varinio y Cosinio supieron que las fuerzas del campamento rebelde serían unas cinco mil personas, y que parte de ellas eran mujeres. Animado, Varinio dispuso a sus legiones en formación de combate a la mañana siguiente, convencido de que aun con tropas bisoñas y enfermas contaba con la superioridad numérica. Seguía lloviendo sin parar.
Al concluir la batalla, Varinio no sabía si achacar la derrota al pavor que la vista de los rebeldes había infundido a sus hombres o a la enfermedad que había inducido a muchos legionarios a soltar las armas y renunciar a luchar, clamando que no podían. El peor golpe fue que Cosinio había perecido al tratar de contener a un grupo que abandonaba el combate, y que los rebeldes se habían apoderado de mucho armamento. Era inútil perseguirlos bajo aquella lluvia hasta su campamento. Varinio ordenó dar media vuelta a sus mojadas y desmoralizadas tropas y regresó a Capua, en donde escribió al Senado con toda sinceridad, sin excusarse, pero sin ahorrar diatribas contra el propio Senado. En Italia, les dijo, las únicas tropas experimentadas eran las de los rebeldes.
Y tenía un nombre para dar colorido a su informe: Espartaco, un gladiador tracio.
Durante seis intervalos de mercado, Varinio se dedicó a ejercitar a aquellos lamentables reclutas, la mayoría de los cuales eran supervivientes de la batalla, pero no se sabía si sobrevivirían a la infección respiratoria que seguía diezmándoles. Requirió los servicios de algunos centuriones veteranos de Sila para que le ayudasen a entrenar a la tropa, pero no consiguió convencerlos para que se alistasen. El Senado consideró conveniente iniciar el reclutamiento de otras cuatro legiones y aseguró a Varinio que contaba con su apoyo en cualquier tipo de medidas que considerase necesarias. Un cuarto pretor del grupo de ocho de aquel año fue enviado desde Roma para que asumiera el cargo de primer legado de Varinio. Su nombre: Publio Valerio. Uno huido, otro muerto y un tercero vencído. El cuarto no se las prometía muy felices.
Varinio pensó que la tropa ya estaba lo bastante entrenada para iniciar las operaciones a finales de noviembre y la sacó de Capua para atacar el campamento de Espartaco. Pero lo encontró vacío. Espartaco había desaparecido; otro signo más de que, tracio o no, sí que era un militar al estilo romano. La enfermedad seguía martirizando al pobre Varinio, y mientras conducía a sus dos legiones mermadas hacia el sur, tuvo que asistir impotente al abandono de varias cohortes, cuyos centuriones le prometieron darle alcance en cuanto los hombres se encontraran mejor. Cerca de Picentia, justo antes del vado del Silarus, dio por fin con los rebeldes. Pero, con ojos de espanto, vio que la legión de Espartaco se había convertido en un ejército. ¡Menos de cinco mil un mes atrás, ahora eran veinticinco mil! Sin osar atacarlos, Varinio se vio obligado a contemplar aquella enorme fuerza, cruzar el Silarus y encaminarse por la vía Popilia hacia Lucania.
Cuando las cohortes enfermas le dieron alcance y los enfermos que habían quedado en sus filas dieron señales de mejoría, Varinio y Valerio celebraron consejo. ¿Seguían a los rebeldes a Lucania o regresaban a Capua para pasar el invierno dedicados a entrenar un ejército más numeroso?
– Lo que realmente quieres decir -dijo Valerio- es si es mejor presentar batalla ahora, aunque su superioridad numérica es apabullante, o si durante el invierno podemos reclutar tropas suficientes para que el enfrentamiento en primavera sea más razonable.
– Yo no creo que haya que adoptar una decisión -replicó Varinio-. Tenemos que seguirlos. En primavera serán seguramente el doble de fuertes y los que se unan a ellos serán veteranos de Lucania.
Y así, Varinio y Valerio siguieron a los rebeldes, aun cuando la evidencia les indicaba que Espartaco había salido de la vía Popilia y se dirigía sin pausa a campo través hacia las montañas de Lucania. Durante ocho días fueron tras ellos sin ver más que algunos rastros y sin dejar de montar cada noche un campamento fortificado, esfuerzo ímprobo pero lo más prudente en tales circunstancias.
La novena noche iniciaron el mismo proceso entre gruñidos de quienes no habían sido legionarios lo bastante como para entender la necesidad y las ventajas de dormir al amparo de un buen campamento. Y mientras alzaban los taludes de tierra con lo extraído de los fosos, Espartaco atacó. Inferiores en número y en mando, a Varinio no le quedó otro recurso que retirarse, aunque atrás quedó su caballo público, preciosamente enjaezado, y la mayoría de sus tropas. De las dieciocho cohortes con que había salido de Capua sólo regresaron cinco de Lucania; después de cruzar el Silarus para entrar de nuevo en Campania, Varinio y Valerio dejaron las cinco cohortes guarneciendo el vado, al mando del cuestor Cayo Toranio.
Los dos pretores viajaron juntos a Roma para exhortar al Senado a que entrenase lo antes posible más tropas. La situación iba haciéndose más seria cada día, pero entre que Lúculo y Marco Cotta se hallaban en Oriente y Pompeyo en Hispania, muchos senadores pensaban que reclutar soldados era una pérdida de tiempo. La fuente de Italia estaba seca. Luego, en enero, llegaron noticias de que Espartaco había salido de Lucania con cuarenta mil hombres organizados en ocho potentes legiones. Los rebeldes habían arrollado al pobre Cayo Toranio en el Silarus, matándole a él y a todos los soldados de las cinco cohortes. Campania estaba a merced de Espartaco, quien, según decía el informe, se dedicaba a convencer a las ciudades con población samnita para que se unieran a él y se constituyesen en una Italia libre del yugo de Roma.
A los tribunos del Tesoro se les dijo muy sucintamente que dejaran de quejarse y comenzasen a buscar dinero para atraer a ex-combatientes retirados. Al pretor Quinto Arrio (a quien se había nombrado para remplazar a Cayo Verres como gobernador de Sicilia) se le encomendó ir a toda prisa a Capua y comenzar a organizar un ejército consular adecuado de cuatro legiones, reforzando cuanto pudiera sus filas con el alistamiento de veteranos. Y a los nuevos cónsules, Lucio Gelio Poplicola y Cneo Cornelio Léntulo Clodiano se les dio oficialmente el mando de la guerra contra Espartaco.
Todo esto lo fue sabiendo Espartaco a partir del momento en que había regresado a Campania. Como sus fuerzas seguían aumentando, había aprendido a organizarlas sobre la marcha, formando y entrenando nuevas cohortes. Había sufrido un golpe al perder a Enomao en el afortunado ataque al campamento de Varinio y Valerio, pero Crixus seguía con vida y no cesaban de surgir nuevos legados capaces. El caballo público que había pertenecido a Varinio era una montura sin par para el comandante supremo. Muy vistoso! Espartaco le besaba los belfos cada mañana y acariciaba su argéntea crin antes de montarlo. Le había puesto por nombre Batiato.
Convencido de que ciudades como Nola y Nuceria se unirían a su causa, se apresuró a enviar embajadores para que se entrevistaran con los magistrados, les dijeran que pretendía secundar a Quinto Sertorio para refundar una nueva república en Italia y requiriesen su contribución en hombres, pertrechos y dinero. Pero le contestaron con firmeza que ni las ciudades de Campania ni de ninguna región de Italia apoyarían la causa de Quinto Sertorio… ni del gladiador-general Espartaco.
– No queremos a los romanos -dijeron los magistrados de Nola- y nos enorgullecemos de haberles resistido más que ninguna otra ciudad de Italia. Pero eso se acabó. No volveremos a hacerlo. Nuestra economía está arruinada y no quedan hombres jóvenes. No nos uniremos a vosotros contra Roma.
Al dar Nuceria igual respuesta, Espartaco celebró consejo con Crixus y Aluso.
– Saquéalas -dijo la sacerdotisa tracia-. Enséñales que es mejor que se unan a nosotros.
– Yo estoy de acuerdo -dijo Crixus-, pero por distinto motivo. Tenemos cuarenta mil hombres, suficientes pertrechos para todos y gran cantidad de provisiones. Pero no tenemos nada más, Espartaco. Es muy bonito prometer a las tropas vidas dignas y riqueza bajo el gobierno de Quinto Sertorio, pero mejor sería entregarles ahora mismo algo de esa riqueza. Si saqueamos una ciudad que se niegue a unirse a nosotros, atemorizaremos a las que se encuentren en nuestro camino y complaceremos a nuestros legionarios. Mujeres, botín… ¡A cualquier soldado le encanta el saqueo!
Malhumorado por lo que consideraba un ingrato rechazo, Espartaco adoptó una decisión más rápida de lo que lo habría hecho en la época en que no era gladiador.
– Muy bien. Asaltaremos Nuceria y Nola. Di a los hombres que no se anden con miramientos.
Los hombres no se anduvieron con miramientos. Considerando los resultados, Espartaco pensó que era muy interesante saquear ciudades. En Nuceria y Nola obtuvieron tesoros, además de dinero, comida y mujeres; si continuaba saqueando, podría entregar a Quinto Sertorio una gran fortuna, aparte de un ejército. Y con ello era muy probable que Quinto Sertorio, dictador de Roma, nombrase a Espartaco, gladiador tracio, su Mestre Ecuestre.
Por consiguiente, había que reunir aquella gran fortuna antes de salir de Italia. Seguían llegando, ansiosos de unirse a su causa, reclutas de todas las regiones, que le hablaban de ricos botines en lugares de Lucania, Bruttium y Calabria que no habían padecido las secuelas de la guerra itálica. Así, desde Campania, los rebeldes se dirigieron al sur para saquear Consentia en Bruttium y Thurii y Metapontum en el golfo de Tarentum. Para gran satisfacción de Espartaco, las tres ciudades poseían grandes riquezas.
Una vez que Aluso hubo concluido la escarificación del cráneo de Batiato, él le dio una hoja de plata para que lo forrase; pero después del saqueo de Consentia, Thurii y Metapontum, le dijo que tirase aquella hoja a la basura y que gastase una de oro. Había en todo aquello cierto atractivo, aparte de la permanente seducción de Aluso, que pensaba como los bárbaros pero poseía recursos mágicos y era para él como el talismán de su buena suerte. Mientras tuviese a Aluso a su lado sería un favorito de la Fortuna.
Si, aquella mujer era maravillosa: sabía encontrar agua, predecir el desastre y siempre le daba buenos consejos. Ya en avanzado estado de gravidez, con sus gruesos labios grana, contraste perfecto a sus rubísimos cabellos, a sus claros ojos de loba y a sus muñecas y tobillos cargados del oro con que la obsequiaba, él la encontraba ideal, y más aún por el hecho de que era tracia y él se había convertido en tracio. Estaban unidos por el destino y ella era la personificación de aquella nueva vida.
A principios de abril se dirigió al este de Samnio, convencido de que sus ciudades sí que se unirían a su causa. Pero Ausernia, Bovianum, Beneventum y Saepinum no aceptaron sus propuestas y no quisieron saber nada. Y no merecía la pena saquearlas. Verres y Cetego no habían dejado nada. No obstante, muchos samnitas continuaban alistándose en sus filas, que ya habían alcanzado la cifra de noventa mil hombres.
Espartaco comenzaba a darse cuenta de la dificultad de dirigir a tanta gente. Aunque las tropas estaban organizadas en legiones romanas y armadas al estilo romano, nunca disponía de suficientes legados y tribunos para mantener la disciplina de hierro necesaria para contener los excesos a que se entregaba la soldadesca inducida por el vino y las rivalidades que provocaban las mujeres que seguían al ejército. Decidió que había llegado el momento de dirigirse a la Galia itálica, para cruzar la Galia Transalpina y unirse a Sertorio en la Hispania Citerior. No por el Oeste de los Apeninos, pues no quería aventurarse en las inmediaciones de Roma; subiría por el litoral del Adriático, cruzando regiones que se habían enfrentado denodadamente a Roma, las tierras de los marrucinos, los vestini, los frentanos y los picentinos del sur. ¡ Reclutaría muchos guerreros!
Pero Crixus no quería ir a la Hispania Citerior. Y lo mismo sucedía con los treinta mil hombres de su división.
– ¿A qué ir tan lejos? -replicó-. Si lo que dices de Quinto Sertorio es cierto, ya llegará él a Italia. Es mejor que nos encuentre aquí, con el pie en el cuello de Roma. La distancia de aquí a Hispania es de mil quinientas millas y tendremos que cruzar por tierras de tribus bárbaras que nos tomarán por tropas romanas. Mis hombres no quieren salir de Italia.
– ¡Si tú y tus hombres no queréis salir de Italia -dijo Espartaco, airado- haced lo que queráis! ¿Y a mi qué? Tengo cerca de cien mil hombres que cuidar y ya me dan bastante preocupación. ¡Vete, pues, Crixus, y cuanto más lejos mejor! ¡Quédate con tus treinta mil idiotas en Italia!
Así, cuando Espartaco y setenta mil hombres, con un enorme convoy logístico y cuarenta mil mujeres, sin contar los niños pequeños y de pecho, se dirigieron al norte para cruzar el río Tifernus, Crixus y sus treinta mil hombres se dirigieron al sur en dirección de Brundissium. Era finales de abril.
Casi al mismo tiempo, los cónsules Gelio y Clodiano salían de Roma para recoger sus tropas en Capua, pues el ex pretor Quinto Arrio había comunicado al Senado que a las cuatro legiones recién reclutadas ya no se las podía preparar más; no podía garantizar su buena actuación en combate, pero esperaba que respondieran bien.
Cuando los cónsules llegaron a Capua les informaron de la escisión en las tropas de Espartaco y de la dirección norte que había tomado éste, y establecieron un plan según el cual Quinto Arrio iría al sur con una legión para atacar inmediatamente a Crixus, Gelio iría con la segunda legión en persecución de Espartaco hasta que Arrio pudiera unírsele, y Clodiano conduciría a las dos legiones restantes en rápida marcha hasta más allá de Roma para tomar por la vía Valeria y llegar a la costa adriática, bloqueando la progreSión de Espartaco. Así, los dos cónsules le tendrían entre una tenaza que cerrarían sobre él.
Días después llegaba una espléndida noticia de Quinto Arrio. Aunque el enemigo tenía una superioridad numérica de cinco a uno, le había tendido una emboscada en el monte Garganus en Apulia, cayendo sobre las indisciplinadas huestes de Crixus y aniquilándolas. Habían perecido los treinta mil hombres con su jefe, pues los supervivientes habían sido ejecutados. Quinto Arrio no pensaba dejar enemigos a su espalda.
Gelio no fue tan afortunado y corrió la misma suerte a manos de Espartaco que la que había corrido Crixus a manos de Arrio. Las tropas de su legión se dispersaron presas del pánico al ver la numerosa hueste que se les venía encima; algo acertado, en definitiva, pues los que no huyeron fueron destrozados. Y estas tropas, al menos, habían huido sin tirar armas y coraza y, cuando Arrio y Gelio reunieron sus fuerzas, estaban pertrechadas y podían (teóricamente) volver a combatir sin necesidad de regresar a Capua.
La estrategia que siguieron Arrio y Gelio después de aquella derrota fue la de no dar respiro a Espartaco, que se había dirigido sin dilación al norte para enfrentarse a Clodíano, de cuyas intenciones le había informado un tribuno romano capturado. En Hadna, a orillas del Adriático, se enfrentaron los dos ejércitos y Clodiano corrió la misma suerte que Gelio: sus tropas se dispersaron presas del pánico. Victorioso en sus dos combates, Espartaco siguió su ruta hacia el norte sin encontrar resistencia.
Sin amilanarse, Gelio, Clodiano y Arrio reagruparon sus fuerzas y volvieron a intentar una nueva ofensiva en Firmum Picenum, donde fueron de nuevo derrotados. Espartaco continuó hacia el Ager Gallicus, cruzó el Rubico y entró en la Galia Cisalpina a finales de sextilis, decidido a encaminarse por la vía Emilia hacia Placentia y los Alpes occidentales. ¡ Ya llegamos, Quinto Sertorio!
El valle del Padus era una tierra fértil y exuberante que producía gran cantidad de alimentos y con los graneros de sus ciudades a rebosar, y, como ahora ya saqueaba sistemáticamente las ciudades con posibilidades de buen botín, Espartaco no se ganó, precisamente, las simpatías de los habitantes de la Galia itálica.
En Mutina, a medio camino de los Alpes, el gran ejército se encontró con el gobernador de la provincia, Cayo Casio Longino, que intentaba valientemente cortarles el paso con una sola legión. Fue una acción heroica que necesariamente había de fracasar. El legado de Casio, Cneo Manlio, llegó dos días después con la otra legión de la Galia itálica y corrió la misma suerte que él. En ambas ocasiones, las tropas romanas entablaron combate, lo que se tradujo en un nuevo botín para Espartaco de más de diez mil corazas y armas.
El último romano con quien había hablado Espartaco -si él no hablaba con ninguno, igual hacían todos los componentes de la espantosa horda- era el tribuno capturado en la primera derrota de Gelio meses atrás. Ni en Hadria ni en Firmun Picenum hizo el menor esfuerzo por ver de cerca a Gelio, Clodiano o Arrio; pero en Mutina había hecho dos prisioneros de alto rango, Cayo Casio y Cneo Manlio, y sintió ganas de hablar con ellos. ¡ Había llegado el momento de que dos miembros del Senado viesen al hombre de quien se hacía lenguas toda Italia! Ya era hora de que el Senado supiera quién era. No tenía intención de matar ni guardar prisioneros a los dos romanos; quería que regresasen a Roma y hablasen de él.
De todos modos, los había encadenado y cuando los mandó traer a su presencia, se sentó en un estrado, ataviado con una toga blanca. Casio y Manlio se lo quedaron mirando asombrados, pero fue cuando Espartaco les interpeló en buen latín con acento de Campania, cuando comprendieron quién era.
– ¡Tú eres itálico! -exclamó Casio.
– Romano -le corrigió Espartaco.
Pero Casio no se intimidaba fácilmente; era de un clan belicoso y orgulloso, y si algún Casio cometía un error militar garrafal, él no era hombre que echase a correr. Y este Casio demostró ser digno miembro de su familia alzando el brazo encadenado y agitando el ·puño cerrado contra aquel atractivo gigante del estrado.
– ¡Libérame de la indignidad de estas cadenas y verás como eres romano muerto! -le espetó-. ¿Así que, desertor de las legiones, convertido en gladiador tracio?
·-No soy desertor -replicó Espartaco muy seco, enrojeciendo-. Soy un tribuno militar a quien se condenó injustamente en Iliria por amotinamiento. ¿Encuentras indignas las cadenas? Bien, ¿y cómo crees que encontraba yo mis cadenas cuando me enviaron a aquella escuela dirigida por un gusano como Batiato? Unas cadenas por las otras, procónsul Casio.
– Mátanos y acaba de una vez -replicó Casio.
– ¿Mataros? Oh, no, no tengo la menor intención -contestó Espartaco sonriente-. Voy a liberaros, ahora que habéis sentido la indignidad de las cadenas. Regresaréis a Roma y diréis al Senado ·quién soy, a dónde voy y lo que quiero hacer cuando regrese y lo que seré cuando lo haga.
Manlio se dispuso a replicar, pero Casio le dirigió una mirada que le hizo enmudecer.
– Eres un amotinado, vas camino de tu perdición y cuando regreses serás un espectro sin sustancia ni sombra -replicó despreciativo Casio-. ¡ Eso es lo que diré complacido al Senado!
– ¡Pues ya que estás, dile esto al Senado! -espetó Espartaco, poniéndose en pie y desgarrando la toga inmaculada y pisoteándola con la fruición con que un perro rasca con las patas traseras después de defecar, y arrojándola del estrado de una patada-. Tengo a mis órdenes ochenta mil hombres, todos perfectamente armados y entrenados para combatir como romanos. La mayoría son samnitas y lucanos, pero también los esclavos en mis filas son valientes. Tengo miles de talentos de botín y voy a unirme a Quinto Sertorio en la Hispania Citerior. Los dos derrotaremos a los ejércitos romanos y a sus generales de las dos Hispanias y luego volveremos a Italia. ¡Tu Roma está acabada, procónsul! Antes de que concluya el año próximo, Quinto Sertorio será dictador de Roma y yo, su mestre ecuestre.
Casio y Manlio le habían escuchado con rostro de expresión cambiante: furia, asombro, ira, perplejidad y estupefacción; y, una vez que Espartaco hubo concluido, de ironía. Los dos echaron la cabeza hacia atrás y soltaron una carcajada nada fingida, mientras Espartaco permanecía callado, notando el rubor que invadía sus mejillas. ¿Qué había dicho que les hacía tanta gracia? ¿Se reían de su temeridad? ¿Le tomaban por loco?
– ¡Ah, qué necio! -exclamó Casio, cuando pudo, con los ojos aún llenos de lágrimas-. ¡Eres un patán! Bobo, ¿es que no tienes una red de espionaje? ¡No, claro que no! ¡Tú no le llegas a la altura de la suela del zapato a un comandante romano! ¿Qué diferencia hay entre esta horda tuya y una de bárbaros? ¡Sencillamente, ninguna! No puedo creer que no lo sepas, pero ya veo que no lo sabes.
– ¿El qué? -inquirió Espartaco, pálido. La voz de Casio no había dejado traslucir rabia ni desdén en aquellos epítetos, y ahora comenzaba a sentir miedo.
– ¡Sertorio ha muerto el invierno pasado, asesinado por su primer legado Perpena. ¡No hay ejército rebelde en Hispania! Tan sólo las legiones victoriosas de Metelo Pío y Pompeyo Magnus, que pronto regresarán a Italia para dar su merecido a ti y a tu horda de bárbaros! -replicó Casio, echándose a reír de nuevo.
Espartaco no quiso escuchar más y salió del cuarto, tapándose los oídos con las manos, en busca de Aluso.
Madre ya de su hijo, Aluso no halló qué decirle para consolarle; Espartaco se cubrió la cabeza con la capa roja de general que había cogido de la cama y lloró amargamente.
– ¿Qué puedo hacer? -le preguntó-. Tengo un ejército sin objetivo, un pueblo sin tierra.
Con el pelo cayéndole sobre el rostro, agachada con las rodillas abiertas sobre la sanguinaria copa, sus tabas y la horripilante mano reseca de Batiato, Aluso lanzó las tabas, las miró fijamente y musitó extrañas palabras.
– El mayor enemigo de Roma en el oeste ha muerto -dijo finalmente-, pero el mayor enemigo de Roma en el este sigue con vida. Las tabas dicen que debemos ir a unirnos a Mitrídates.
¡Ah!, ¿cómo no se le habría ocurrido a él? Espartaco arrojó la capa de general y miró a Aluso con ojos muy abiertos cegados por las lágrimas.
– ¡Mitrídates! ¡Claro que si! Cruzaremos los Alpes orientales hacia Iliria, la Tracia hasta el Euxino y nos uniremos al Ponto -dijo, limpiándose la nariz con el dorso de la mano y mirándola de hito en hito-. Tracia es tu patria, mujer. ¿No querrás quedarte allí?
Ella hizo un gesto de desdén.
– Mi lugar está a tu lado, Espartaco. Aunque· lo ignoren, los bessi son un pueblo derrotado. No hay ninguna tribu en el mundo capaz de resistirse a Roma eternamente, sólo un gran rey como Mitrídates. No, marido, no nos quedaremos en Tracia. Nos uniremos a Mitrídates.
Uno de los muchos problemas de un ejército tan numeroso como el de Espartaco era la imposibilidad de mantener la comunicación interna. Reunió a la enorme multitud lo mejor que pudo e hizo lo indecible por asegurarse de que todos, hombres y mujeres, entendían por qué iban a dar media vuelta y descender por la vía Amelia hacia Bononia, para tomar allí por la vía Annia hacia el nordeste, camino de Aquileia e Iliria. Algunos lo entendieron, pero hubo muchos que no; ya fuese porque no lo habían oído directamente o porque compartían como todos los itálicos el temor y el odio al tirano oriental. Quinto Sertorio era romano, mientras que Mitrídates era un salvaje que devoraba niños itálicos y los esclavizaría a todos.
Reanudaron la marcha, esta vez hacia el este, pero conforme se aproximaban a Bononia aumentó el descontento entre la tropa y las mujeres que la acompañaban. Si Hispania ya estaba tan lejos, Ponto no lo estaba menos. Muchos de los samnitas y lucanos -la mayoría de aquel ejército- hablaban osco o latín y muy poco griego. ¿Cómo iban a entenderse en un país como Ponto sin saber griego?
En Bononia, una comisión de cien miembros, compuesta por legados, tribunos, centuriones y soldados, fue a hablar con Espartaco.
– No queremos salir de Italia -le dijeron.
– Pues no os dejaré -respondió Espartaco, reprimiendo su tremenda decepción-. Sin mí os desintegraríais y los romanos acabarían con vosotros.
Cuando la delegación se marchó, se volvió hacia Aluso.
– Estoy vencido, mujer, pero no por un enemigo externo ni por Roma. Tienen miedo y no comprenden.
Las tabas se negaban a mentir. Las arrojó encolerizada y las volvió a recoger, guardándoselas. No le diría lo que revelaban; había cosas que más valía que quedasen en la cabeza y el corazón de las mujeres, que tenían más los pies en tierra.
– Pues iremos a Sicilia -dijo-. Los esclavos de esa isla se sublevarán como ya han hecho antes y se unirán a nosotros. Tal vez los romanos nos dejen ocupar Sicilia si les prometemos venderles el grano que necesitan a precios baratos.
Era incapaz de disimular su inquietud, y Espartaco, que lo advirtió, pensó un instante en encaminar su ejército al sur por la vía Apia y tomar Roma, pero ganó la razonable propuesta de Aluso. Ella tenía razón; como siempre. Irían a Sicilia.
Convertirse en pontífice equivalía a entrar en el reducido círculo de máximo poder político en Roma. Los augures ocupaban el segundo lugar en aquella jerarquía del poder, y había familias que se aferraban al cargo con el mismo aprecio con que otras monopolizaban el pontificado, pero era siempre el pontificado el que llevaba las de ganar. Por ello, cuando Cayo Julio César se incorporó al colegio de pontífices, sabía que había dado un paso crucial hacia su objetivo final -el consulado- y que asumir el cargo compensaba sobradamente del inconveniente de haber sido flamen dialis; ya nadie podría volver a señalarle con el dedo poniendo en duda su categoría, insinuando que tal vez debiera seguir siendo flamen dialis, pues su posición como pontífice elegido por el colegio le calificaba ante los ojos de los demás como alguien firmemente instalado en el seno de la República.
Supo que su madre había hecho amistad con Mamerco y con su esposa Cornelia Sila y que ahora alternaba bastante con la alta nobleza de la que se había distanciado por su reclusión en la insula del Subura, siendo ahora sumamente respetada y admirada. El rencor por su matrimonio con Cayo Mario había impedido a su tía Julia alcanzar la posición que habría debido tener con el paso de los años, equivalente a la de Cornelia, madre de los Gracos, ¡y ahora parecía ser su madre la que iba a heredar ese honor! Compartía mesa con mujeres como Hortensia, esposa de Catulo, y Lutacia, esposa de Hortensio, y con jóvenes matronas como Servilia, viuda de Bruto y esposa de Décimo Junio Silano (de quien ahora tenía dos niñas, además del hijo de Bruto), y con diversas Licinias, Marcias, Cornelias Escipiones y Junias.
– Es estupendo, mater, pero, ¿a qué se debe? -inquirió, con ojos risueños.
Los hermosos ojos de Aurelia se iluminaron y las arrugas de la comisura de sus labios se fruncieron formando unos hoyuelos en sus mejillas.
– ¿Por qué quieres respuesta a preguntas retóricas? -replicó-. Lo sabes tan bien como yo, César. Tu carrera va rápida y yo contribuyo a ello -añadió, con una tosecilla-. Además, casi todas esas mujeres tienen poco sentido común y me cuentan sus problemas -hizo una pausa, reflexionando sobre lo que había dicho y lo corrigió-. Todas menos Servilia. Ahora es una mujer muy estructurada que sabe perfectamente lo que quiere. Debías conocerla, César.
– Gracias, mater -replicó él con gesto de augusta displicencia-, pero no. Te estoy sumamente agradecido por cualquier ayuda que puedas prestarme, pero eso no quiere decir que vaya a incorporarme al círculo del vino aguado y los pastelillos. Las únicas mujeres que me interesan, aparte de ti y de Cinilla, son las esposas de hombres a los que quiero poner los cuernos. Como con Décimo Junio Silano no tengo ninguna querella, no veo por qué habría de tratar a su esposa. Los patricios Servilios son insoportables.
– Esta no es insoportable -replicó Aurelia, aunque no en el tono de voz que indicase que quisiera insistir sobre el particular-. No me parece que pretendas volver a reanudar la vida en Roma -añadió, cambiando de tema.
– Porque no lo pretendo. Tengo el tiempo justo para unirme a Marco Ponteo en la Galia Transalpina y realizar una breve campaña; eso es lo que pienso hacer de inmediato. Volveré en junio para presentarme a las elecciones de tribuno de los soldados.
– Muy razonable -comentó ella-. Me han dicho que eres un excelente soldado, así que es de suponer que no te falte capacidad como oficial.
– ¡Injusto comentario, mater! -replicó él, torciendo el gesto.
Fonteo, que, como la mayoría de los gobernadores de la provincia transalpina tenía su residencia en Massilia, estaba más que dispuesto a tener a César ocupado durante diez meses. Había sufrido una grave herida en la pierna combatiendo a los voconcios y le irritaba ver que sus esfuerzos se iban al agua por no poder cabalgar. Así, al llegar César, encomendó a éste las dos legiones de la provincia y le encargó concluir la campaña a lo largo del río Druentia. Ponteo se ocuparía personalmente de las líneas de aprovisionamiento a Hispania, y al llegar la noticia de la muerte de Sertorio, el gobernador dio un suspiro de alivio y se consagró junto con César a una campaña general en el valle del Rhodanus en tierras de los alóbroges.
Militares natos ambos, Ponteo y César se avinieron perfectamente y, al final de la segunda campaña, comentaron que no había mejor satisfacción que trabajar con alguien de eminente sentido militar. Así, cuando César regresó a Roma en su habitual modo precipitado, cabalgó con el convencimiento de que en su hoja de servicios figuraban ya siete campañas. ¡Sólo le faltaban tres! Le había encantado el tiempo vivido en la Galia, pues era la primera vez que cruzaba los Alpes occidentales, y le había parecido muchísimo más fácil tratar directamente con los galos porque (gracias a su antiguo tutor, Marco Antonio Cnifo, a Cardixa y algunos criados de su madre) hablaba bien varios dialectos galos; creyéndose que ningún romano hablaba su lengua, los exploradores saluvios y voconcios solían hablar en galo entre ellos cuando no querían que los romanos supieran lo que decían, pero César los entendía perfectamente, se enteraba de muchas cosas y nunca se lo descubrió.
Era un buen momento para presentarse a las elecciones de tribuno de los soldados. La presencia de Espartaco significaba que su destino en las legiones de los cónsules sería dentro de Italia. Pero primero tenía que ganar la elección, revestir la toga inmaculada de candidato y que le vieran los electores en plazas de mercado y basílicas, además de pórticos y soportales, cofradías y colegios. Como la asamblea del pueblo elegía anualmente veinticuatro tribunos de los soldados, no era muy difícil conseguir el cargo, pero César se había propuesto algo más difícil que la simple elección: estaba decidido a ser el candidato que obtuviese mayor número de votos en todas las elecciones en que participase en su ascenso del cursus honorum. Por ello tenía que moverse mucho más que el simple candidato a la magistratura más baja. Y no iba a recurrir a los servicios de un nomenclator profesional para que le dijera el nombre de las gentes; él sería su propio nomenclator, pues jamás olvidaba una cara y el nombre de la persona. Un hombre, halagado porque alguien al cabo de los años al ver su cara le llama por su nombre, se halla muy predispuesto a favor de un joven tan inteligente, cortés y capaz, y vota por él. Curiosamente, la mayoría de los candidatos olvidaban el Subura, pues no sabían cómo tratar a la gente y lo marginaban como si se tratase de un tugurio de malvivir inservible para Roma; pero César, que había vivido toda su vida en el Subura, sabía que allí vivía gran número de personas del sector más bajo de la primera clase y del sector superior de la segunda clase. Y él los conocía a todos y sabía que le votarían.
Obtuvo el mayor número de votos, y, del mismo modo que los veinte cuestores elegidos en los mismos comicios, comenzaría a servir el quinto día de diciembre en vez del primer día del año. No echarían a suertes el destino en las legiones (él, con otros cinco, quedaría destinado a una de las cuatro legiones de los cónsules) hasta asumir el cargo, ni podía dar la lata incorporándose a una legión antes de tiempo; ni siquiera podía dirigirse a Capua. ¡ Lamentable, teniendo en cuenta los desastres militares de aquel año!
A finales de quintilis resultaba a todas luces evidente, aun para el senador más obtuso, que los cónsules Gelio y Clodiano eran incapaces de detener a Espartaco. Con Filipo al frente del coro (tarea difícil, pues Gelio y Clodiano eran, como él, clientes de Pompeyo), el Senado les comunicó discretamente que se les privaba del mando en la guerra contra Espartaco, Roma requería su presencia para gobernar y ahora se veía claramente que la guerra había de dirigirla un hombre con imperium proconsular, un hombre que tuviera acceso directo a los excombatientes retirados y suficiente ascendiente para hacerlos regresar bajo las águilas. Un hombre con buena hoja de servicios y preferiblemente de convicciones en la línea de Sila. Un hombre que no sólo perteneciese al Senado, sino que hubiese también sido pretor al menos.
Naturalmente, todos los miembros del Senado y los que no lo eran sabían que no había más que un candidato, un solo candidato que estaba ocioso en Roma sin provincia ni guerra de que encargarse, un solo candidato con los necesarios recursos de excombatientes y hoja de servicios: Marco Licinio Craso. Pretor urbano el año anterior, había rehusado un cargo de gobernador, alegando que era más necesario en Roma que en el extranjero. En cualquier otro, tal letargo y carencia de celo político habría sido inmediatamente motivo de reproche, pero a Marco Craso se le consentían sus manías. Tenían que consentírselas: la mayoría de los senadores le debían algún préstamo.
Y a él no le apremiaba el cargo. Él no era de ésos. Él continuaba al frente de sus muchos despachos detrás del Macellum Cuppedenis y esperaba. Decir muchos despachos no deja de causar impresión, pero bastaba entrar en el establecimiento de Craso para ver que allí no había cuadros caros en las paredes, ni cómodos sofás, ni amplios salones en las que los clientes pudieran reunirse y charlar, ni sirvientes que ofrecieran vino de Falerno ni quesos escogidos. Sí, esas cosas existían: Tito Pomponio Atico, por ejemplo, un ex socio suyo, que ahora le detestaba, dirigía sus variados negocios en una sede de exquisito lujo, pero Craso no llegaba a entender que el animus de un ocupado hombre de negocios necesitara hallarse rodeado de cosas bellas y cómodas. Para Craso el despilfarro de espacio era perder dinero, y el dinero gastado en despachos bonitos era dinero tirado. El, en sus oficinas, ocupaba un escritorio en el rincón de un salón lleno de escribas, contables y secretarios; era una inconveniencia, pero así tenía al personal constantemente a la vista, y a él no se le escapaba nada.
No, a él no le apremiaba hacerse con el cargo, y no necesitaba comprarse un grupo de influencia en el Senado. ¡ Que Pompeyo Magnus se gastase el dinero en ello! Eso no era necesario cuando uno prestaba a los senadores cualquier cantidad que necesitasen… sin intereses. Pompeyo jamás recuperaría su dinero, mientras que él podía reclamar lo prestado en cualquier momento aunque no lo necesitase.
En septiembre, el Senado actuó finalmente y preguntó a Marco Licinio Craso si quería asumir un imperium proconsular, reclutar ocho legiones y dirigir la guerra contra el gladiador tracio Espartaco. Tardó varios días en contestar, y finalmente dio su respuesta en la Cámara con habitual brevedad y premeditación. Para César, que le escuchaba atento desde su asiento en las gradas opuestas, fue una lección en cuanto al poder de la importancia y el hedor soberano del dinero.
Craso era bastante alto pero no lo parecía por lo ancho que era; sin ser gordo. Lo que sucedía era que tenía una constitución como de buey, con gruesas muñecas y manos grandes, cuello poderoso y anchos hombros. Envuelto en la toga era una masa informe si no se le veían los músculos del antebrazo izquierdo descubierto y se notaba su fortaleza al estrecharle la mano. Era de rostro grande y ancho, inexpresivo pero no desagradable, y sus ojos grises solían dirigir una mirada afable. Tenía cabello y cejas marrón claro y la cara se le bronceaba en seguida al sol.
Ahora hablaba con su voz normal, sorprendentemente potente (Apolonio de Molón habría dicho que eso era por tener el cuello corto, pensó César) y decía:
– Padres conscriptos, soy consciente del honor que me concedéis al ofrecerme este alto mando. Quisiera aceptarlo, pero…
Hizo una pausa y recorrió con su afable mirada unos rostros aquí y allá.
– Soy un hombre humilde y me doy cuenta de que mi influencia se debe a mil hombres de la clase de los caballeros que no pueden tener representación directa en esta Cámara. Y yo no puedo aceptar ese mando sin estar seguro de que ellos me lo permiten. Por consiguiente, ruego humildemente a la Cámara que presente un senatus consultum a la asamblea del pueblo. Si ella vota a favor de otorgarme el mando, lo aceptaré complacido.
¡Muy listo este Craso!, se dijo César.
Si el Senado concedía, el Senado podía desposeer, como había sucedido en el caso de Gelio y Clodiano; pero si se pedía a la asamblea del pueblo que aprobase un decreto del Senado -y ésta lo ratificaba- sólo la asamblea del pueblo podía anularlo. Algo no del todo imposible; pero con los tribunos de la plebe sin uñas ni dientes en virtud de las leyes de Sila y con la apatía general de la Cámara para adoptar decisiones, una ley aprobada en la asamblea del pueblo situaba a Craso en una posición inamovible. ¡Listo, pero que muy listo, aquel Craso!
A nadie le sorprendió que la Cámara transmitiese obedientemente el senatus consultum ni que la asamblea del pueblo votase a favor mayoritariamente. Marco Licinio Craso se convertía en general de la guerra contra Espartaco con mayor solidez que Pompeyo en la Hispania Citerior, pues el imperium de Pompeyo era una concesión del Senado y no una ley registrada en las tablillas oficiales.
Con la misma eficiencia con que se había enriquecido con un negocio tan equívoco como el de convertir esclavos baratos en sirvientes especializados, Marco Craso se puso manos a la obra ante este nuevo reto.
Lo primero que hizo fue anunciar los nombres de sus legados:
Lucio Quintio, aquella peste de cincuenta y dos años para cónsules y tribunales; Marco Mummio, casi con edad de pretor; Quinto Marco Rufo, algo más joven, pero senador; Cayo Pomptino, un militar joven, y Quinto Arrio, el único veterano de la guerra contra Espartaco que decidió conservar.
Luego declaró que, como las cuatro legiones de los cónsules habían quedado reducidas a dos por las bajas y las deserciones, sólo utilizaría los doce primeros de los veinticuatro tribunos de los soldados, pero no los de aquel año, ya que su cargo estaba a punto de expirar, y consideraba que no habría nada peor para aquellas poco eficaces legiones que cambiar los mandos al mes escaso de haber iniciado la campaña. Por lo tanto, movilizaba un poco antes a los tribunos de los soldados elegidos para el año próximo. También incorporó a su estado mayor a uno de los cuestores para el año siguiente, el llamado Cneo Tremelio Scrofa, de familia de raigambre pretorial.
Entretanto, se trasladó a Capua y envió agentes a ver a sus ex-combatientes de la época en que había combatido contra Carbón y los samnitas, pues necesitaba reclutar rápidamente seis legiones. Sus críticos recordaron que a sus soldados no les había gustado su reticencia a compartir el botín de algunas ciudades, como en el caso de Tuder, y predijeron que no se alistarían muchos voluntarios. Pero quizás el tiempo hubiese entibiado los recuerdos y los corazones, porque los voluntarios acudieron a alistarse bajo las águilas de Craso. A principios de noviembre, cuando llegó la noticia de que las huestes de Espartaco habían dado media vuelta y bajaban de nuevo por la vía Emilia, Craso estaba casi listo para ponerse en marcha.
No obstante, antes tenía que ocuparse de los restos de las legiones de los cónsules, que no habían salido del campamento en Firmum Picenum después de la derrota compartida de Gelio y Clodiano. Quedaban veinte cohortes (el número equivalente a las de dos legiones), pero las formaban los supervivientes de cuatro legiones y pocos habían combatido juntos en la misma legión. Y no se había podido trasladarlas a Capua hasta que estuvieron formadas y organizadas las seis legiones nuevas, pues en los últimos años se habían constituido tan pocas legiones, que la mitad de los campamentos en torno a la ciudad se hallaban cerrados y desmantelados.
Cuando Craso envió a Marco Mummio y a los doce tribunos de los soldados a recoger aquellas veinte cohortes de Firmum Picenum, era consciente de que Espartaco y sus huestes se aproximaban a Ariminum, y dio órdenes estrictas a Mummio para que evitara cualquier enfrentamiento con los rebeldes, que estaban mu y al norte de Firmum Picenum. Para desgracia de Mummio, al llegar a Ariminum, Espartaco había avanzado con sus tropas, prescindiendo de las mujeres y el convoy de pertrechos, sabiendo que en su retaguardia no había peligro, y por ello, casi en el mismo instante en que Mummio llegaba al campamento construido por Gelio y Clodiano, también lo alcanzaban las avanzadillas del rebelde.
El enfrentamiento era inevitable. Mummio hizo lo imposible, pero eran pocas sus posibilidades con aquellos tribunos de los soldados (entre los que se encontraba César). Ninguno conocía a las tropas y éstas estaban poco entrenadas y temían a Espartaco como los niños al lobo. No se puede calificar de batalla a lo que allí se dirimió; las tropas de Espartaco pasaron sobre el campamento como si no existiera y las despavoridas tropas de las legiones de los cónsules se desperdigaron en todas direcciones, arrojando armas y despojándose de corazas y armaduras y de cuanto pudiera estorbar su huida. Los remolones perecieron y los rápidos se salvaron. Los rebeldes, sin preocuparse por perseguirles, siguieron cayendo sobre el lugar, deteniéndose únicamente a recoger armas y corazas y a despojar los cadáveres.
– Nada podías hacer para evitarlo -dijo César a Mummio-. La culpa ha sido de nuestro espionaje.
– ¡Marco Craso se pondrá furioso! -exclamó Mummio, desesperado.
– Y dices poco -comentó César, inexorable-. De todos modos las fuerzas de Espartaco son una horda indisciplinada.
– ¡Pero superan los cien mil hombres!
Estaban acampados en una colina, no lejos de aquel río de rebeldes que continuaba en dirección sur. César, que tenía muy buena vista, señaló hacia ellos y dijo:
– Soldados no tendrá más de ochenta mil; quizás menos. Lo que vemos ahora son sus seguidores, mujeres, niños y hombres que no van armados. Y serán cincuenta mil por lo menos. Espartaco avanza con una rueda de molino al cuello, teniendo que arrastrar consigo las familias y los efectos personales de sus soldados. Eso que ves, Mummio, es una horda de fugitivos, no un ejército.
– Bueno, no hay por qué detenerse aquí -dijo Mummio, dándose la vuelta-. Hay que informar a Marco Craso, y cuanto antes mejor.
– Dentro de un par de días se habrán alejado las huestes de Espartaco. ¿Puedo sugerirte que nos quedemos aquí hasta que se vayan, para luego intentar reagrupar los hombres de las legiones de los cónsules? Si los dejamos, desaparecerán para siempre. Yo creo que a Marco Craso le complacerá más verlos, estén como estén.
Mummio se quedó mirando fijamente a su primer tribuno de los soldados.
– Te piensas bien las cosas, César, ¿no es cierto? Tienes razón. Tenemos que reagrupar a esos desgraciados y llevarlos con nosotros; si no, la cólera del general será de temer.
Cinco cohortes yacían muertas entre los restos del campamento así como la mayoría de los centuriones. Se habían salvado quince cohortes, y Mummio tardó once días en reagruparlas; una tarea no tan ardua como había creído, pues estaban más destrozados psíquica que físicamente.
Con túnica y sandalias por toda vestimenta, las quince cohortes fueron conducidas hasta las afueras de Bovianum, al campamento de Craso, que había sorprendido a un destacamento de los rebeldes, separado del grueso de las tropas, matando a seis mil; pero Espartaco, en cualquier caso, iba ya camino de Venusia y Craso no había considerado conveniente seguirlo por un terreno desfavorable para una fuerza numéricamente inferior. Era ya primeros de diciembre, pero como el calendario iba adelantado cuarenta días a las estaciones, aún no había comenzado el invierno.
El general escuchó a Mummio con un mutismo que nada bueno presagiaba. Y, de pronto, dijo:
– No tengo nada que reprocharte, Marco Mummio, pero ¿qué puedo hacer con quince cohortes en las que no se puede confiar ni tienen agallas para luchar?
Nadie contestaba, pero Craso sabía lo que iba a hacer a pesar de su pregunta. Todos se daban cuenta, pero el único que lo sabía era él.
La blanda mirada fue deteniéndose en un rostro y otro, se clavó en el de César y continuó.
– ¿Cuántos son? -inquirió.
– Siete mil quinientos, Marco Craso. Quinientos soldados por cohorte -contestó Mummio.
– Voy a diezmarlos -dijo Craso.
Se hizo un profundo silencio, en el que nadie movía un músculo.
– Mañana al salir el sol ten el ejército formado y disponlo todo. César, tú eres pontífice y oficiarás. Elige la víctima para el sacrificio. ¿Ha de ser a Júpiter Optimus Maximus o a otro dios?
– Marco Craso, creo que debemos ofrecérsela a Júpiter Stator que es quien detiene a los soldados que huyen. Y a Sol Indiges y Bellona. La víctima ha de ser una ternera negra.
– Mummio, tus tribunos de los soldados lo echarán a suertes; menos César.
Tras lo cual, el general levantó la sesión y sus oficiales abandonaron la tienda de mando sin saber qué decirse. ¡Diezmar a la tropa!
Al amanecer, las seis legiones de Craso estaban formadas, y frente a ellas, en diez columnas de setecientos cincuenta hombres, se hallaban los soldados que iban a ser diezmados. Mummio había trabajado denodadamente para hacerlo de la manera más rápida y simple, ya que la división numérica más importante era la decuria de diez hombres; ni que decir tiene que el propio Craso había ayudado mucho en los cálculos.
Las tropas permanecían tal como Mummio y sus tribunos de los soldados las habían dispuesto, vestidas sólo con túnica y sandalias, pero todos llevaban una porra en la mano derecha y habían sido numerados de uno a diez para efectuar el sorteo. Cobardes manifiestos, seguían pareciendo cobardes, pues todos ellos temblaban a ojos vistas, no se veían más que caras de terror con la frente bañada de sudor a pesar del frío matinal.
– Pobres -dijo César a su colega tribuno de los soldados, Cayo Popilio-. No sé qué les da más miedo, la idea de que les caiga en suerte morir o el pensar que puede tocarles en suerte ser de los nueve que deben matar. No son guerreros.
– Son muy jóvenes -replicó Popilio con cierta tristeza.
– Eso suele ser una ventaja -añadió César, que había revestido la toga pontifical, una lujosa y vistosa prenda amplia color escarlata con franjas púrpura-. ¿Qué sabe uno a la edad de diecisiete o dieciocho años? No tienen esposas ni hijos por quién preocuparse. La juventud es turbulenta y necesita desahogar sus impulsos violentos. Mejor es combatir que entregarse al vino, a las mujeres y a las riñas de taberna… En la batalla, al menos, el Estado obtiene de ellos una utilidad.
– Eres un hombre duro -dijo Popilio.
– No. Soy práctico.
Craso estaba listo para comenzar. César se aproximó al lugar en que estaban dispuestos los adornos rituales, echándose un pliego de la toga por la cabeza. Cada una de las legiones tenía su propio sacerdote y augur, y era uno de los augures militares quien examinaba el hígado de la ternera. Pero como el rito de diezmar las tropas era potestad del imperium proconsular de un general, era preceptivo que lo oficiase una autoridad religiosa superior a la que regía en las legiones, y por eso Craso se lo había encomendado a César, y era él quien tenía que verificar los hallazgos del augur. Después de anunciar en voz alta que Júpiter Stator, Sol Indiges y Bellona se dignaban aceptar el sacrificio, pronunció las plegarias propiciatorias e hizo signo con la cabeza a Craso para que comenzase.
Una vez recibida la aprobación divina, Craso tomó la palabra. Se había levantado un tribunal sobre un estrado al lado de las cohortes culpables y en él estaban Craso y sus legados. El único tribuno de los soldados que no formaba parte del grupo era César; todos se hallaban reunidos en torno a una mesa entre las legiones veteranas y las cohortes que iban a ser diezmadas, pues su cometido consistía en efectuar el sorteo.
– ¡Legados, tribunos, cadetes, centuriones y soldados -dijo Craso con su voz potente y sonora- se os ha formado para que seais testigos de un castigo tan infrecuente y severo, que hace ya varias generaciones que no se impone. Diezmar a la tropa sólo se aplica a unidades que han demostrado ser indignas de formar parte de las legiones de Roma, que han desertado de las águilas del modo más cobarde e imperdonable. He ordenado que las quince cohortes que forman ante vosotros vestidas con túnica, sean diezmadas por sobrados motivos: desde que fueron reclutadas para el servicio a principios de año no han hecho más que huir en todos los combates, y ahora, en su última derrota, han cometido el peor delito en que puede caer un soldado, abandonando las armas y la coraza en el campo de batalla, dejándoselas al enemigo. Ninguno merece vivir, pero no tengo poder para ejecutarlos a todos; eso es prerrogativa del Senado y sólo del Senado. Así pues, ejerceré mi derecho como comandante en jefe proconsular diezmando sus filas, y espero que con ello anime a los que sigan vivos a combatir en el futuro como soldados romanos y os haga ver a vosotros, mis leales y fieles seguidores, que no voy a tolerar cobardías! ¡ Sean testigos los dioses de que quedan vengados el buen nombre y el honor de los soldados romanos!
Conforme Craso se aproximaba a la peroración, César se fue poniendo tenso. Si la tropa de las seis legiones formadas como testigos aclamaba, Craso tenía el consentimiento del ejército, pero si su discurso era acogido en silencio, se iba a encontrar con una campaña turbulenta. A nadie le gustaba que se diezmaran las filas y por eso ningún general lo hacía. ¿Era Craso, tan hábil en negocios y política, igual de hábil juzgando a los veteranos de las legiones romanas?
Pero las seis legiones le aclamaron con entusiasmo, y César, que le observaba atentamente, percibió en él un ligero relajamiento de alivio. ¡Tampoco Craso las tenía todas consigo!
Se inició el sorteo. Eran setecientas cincuenta decurias, lo que significaba que habían de morir setecientos cincuenta hombres; un proceso que Craso y Mummio habían abreviado gracias a una excelente organización, disponiendo en un gran cesto setecientas cincuenta tablillas -de las cuales setenta y cinco llevaban marcada la cifra I, setenta y cinco la II y así sucesivamente hasta la X. Las habían vertido al azar, revolviéndolas a continuación, y el tribuno de los soldados Cayo Popilio se había encargado de contar setenta y cinco de aquellas tablillas cuadradas de cinco centímetros para echarlas en diez cestos más pequeños, que fueron entregando a cada uno de los diez tribunos de los soldados restantes para que los repartieran.
Por eso las cohortes condenadas estaban formadas en diez filas espaciadas con setenta y cinco decurias en cada una. Un tribuno de los soldados recorría la fila, deteniéndose ante cada decuria y sacando una tablilla del cesto, decía el número en voz alta, el soldado al que le correspondía daba un paso al frente y el tribuno continuaba a la siguiente decuria.
Acto seguido comenzaba la ejecución, también con gran orden y meticulosidad. Los centuriones de las seis legiones de Craso, que no conocían a los soldados de las cohortes castigadas, tenían orden de supervisarla. Quedaban pocos centuriones de aquellas quince cohortes, pero los supervivientes no habían sido eximidos del castigo y formaban con los soldados. Al que le había caído en suerte, le daban muerte los otros nueve compañeros de decuria, aporreándole sin piedad. De ese modo, todos sufrían: los nueve supervivientes y el ejecutado.
Los centuriones que supervisaban la ejecución sabían cómo había que hacerlo y lo decían.
– Arrodíllate y no te muevas -indicaban al condenado-. Tú, pártele la cabeza -añadían a los nueve restantes, que, sucesivamente, debían descargar la porra sobre el cráneo del arrodillado.
Era la manera más piadosa de aplicar el castigo, y al menos impedía que los porrazos se descargaran brutalmente a ciegas sobre todas las partes del cuerpo de la víctima. Pero los centuriones encargados de ello no cesaban de gritar y gritar que sacudiesen fuerte y con tino, y las ejecuciones que se iban sucediendo a lo largo de la fila de decurias se efectuaban cada vez mejor y más rápido: el resultado de la repetición unida a la resignación de lo inevitable. Al cabo de trece horas había concluido el castigo, a la luz de antorchas en su última parte. Craso ordenó romper filas a su cansado y aburrido ejército, y los setecientos cincuenta cadáveres fueron colocados en treinta piras y devorados por el fuego. Las cenizas, en vez de enviárselas a sus familias, fueron arrojadas a las zanjas de las letrinas del campamento y el dinero y los objetos personales fueron enviados al Erario como compensación por aquellas corazas, cascos, cotas de malla y armas abandonadas en el campo de batalla.
Los que fueron testigos de aquel escarmiento por primera vez quedaron impresionados y algunos muy hondamente. Ahora los soldados de unas catorce cohortes disminuidas, formadas por los desgraciados supervivientes, se tragaban el miedo y el orgullo y se disponían a esforzarse denodadamente para convertirse en la clase de legionario que Craso quería. De Capua llegaron otras siete cohortes de reclutas bien entrenados y fueron incorporadas a aquellas catorce para darles plena potencia. Como Craso seguía llamándolas las legiones de los cónsules, a los doce tribunos de los soldados se les encomendó el mando, y César, primer tribuno, obtuvo el mando de la Legio 1.
Mientras Marco Craso diezmaba las filas de los que eran incapaces de mostrar el coraje para enfrentarse a las huestes de Espartaco, éste celebraba juegos funerarios por Crixus en las afueras de Venusia, y, aunque no tenía costumbre de hacer prisioneros, había elegido trescientos soldados de las legiones de los cónsules (y otros que pensaba mantener con vida, de momento) del campamento de Firmum Picenum, y durante todo el trayecto hasta Venusia los había entrenado para el combate de gladiadores: la mitad galos y la otra mitad tracios. Los proveyó de sus mejores atavíos y los puso a luchar en memoria de su compañero muerto. Al vencedor absoluto le reservó la suerte romana tradicional, flagelándole y decapitándole. Con la sangre de trescientos enemigos el espectro de Crixus quedó sobradamente satisfecho.
Los juegos funerarios de Crixus habían cumplido otro propósito, pues, mientras la ingente horda se entregaba a la fiesta y al descanso, Espartaco fue recorriendo sus filas de un modo más personal que en Mutina para irlos convenciendo a todos de que la patria, su destino final, había de ser la fértil Sicilia. Previamente, habían saqueado todos los graneros y silos en su marcha y contaban con grandes provisiones de queso, legumbres, tubérculos y frutos secos, y llevaban consigo millares de ovejas, cerdos, gallinas y patos, pues impedir que su gente pasase hambre le obsesionaba más que el espectro de un ejército romano. Se acercaba el invierno y decidió que debían llegar a Sicilia antes de que comenzasen los grandes fríos.
Así, en diciembre reanudaron la marcha hacia el sur para llegar al golfo de Tarentum, en donde las desventuradas poblaciones de aquella fértil llanura, regada por varios ríos, sufrían la pérdida de las cosechas de Otoño y las verduras primerizas de invierno. En Thurii -ciudad que ya había saqueado la primera vez a su paso por la región- dirigió a sus huestes hacia el interior, subió por el valle del Crathis y llegó a la vía Popilia. No había tropas romanas esperándoles y utilizó aquella carretera para cruzar las montañas de Bruttium y llegar sin incidentes al pequeño puerto pesquero de Scyllaeum.
Sicilia se divisaba al otro lado del estrecho. Un breve viaje por mar y habría concluido su periplo. Pero era un viaje temible, pues Escila y Caribdis moraban en aquellas peligrosas aguas. Justo en la salida de la bahía de Scyllaeum, el primero asestaba dentelladas con las tres filas de dientes de sus seis cabezas al tiempo que las cabezas de perro que protegían sus costados babeaban entre aullidos. Si un barco lograba deslizarse junto al monstruo mientras dormía, tenía que vérselas con Caribdis de Sicilia, que giraba furiosamente formando un enorme remolino que se tragaba los navíos.
Naturalmente, no es que Espartaco creyese semejantes historias, pero, sin darse cuenta, estaba perdiendo conceptos de su romanización y le iba quedando un núcleo más primitivo y pueril; no había vivido como un verdadero romano desde su expulsión de las legiones de Cosconio y de eso hacia ya casi cinco años. La mujer con quien se había unido sí que creía en Escila y Caribdis, e igual sucedía con muchos de sus seguidores, y a veces -sólo a veces- veía en sueños aquellos horrendos monstruos.
Además de una gran flota de pesca que perseguía a los atunes durante la época de migración dos veces al año, Scyllaeum daba refugio a piratas. La proximidad de la vía Popilia y el paso de las legiones entre Sicilia y la península no permitía que hubiese grandes flotas piratas en el puerto, pero si que había algunos corsarios autónomos de los que durante el invierno atracaban sus pequeñas embarcaciones sin cubierta en Scyllaeum, cuando apareció aquella imponente horda.
Dejando que el ejército se atracase de pescado, Espartaco buscó inmediatamente al jefe de los piratas y le preguntó si conocía almirantes piratas que mandasen grandes flotas. ¡Sí, claro, varios!, contestó el hombre.
– Pues tráelos a mi presencia -dijo Espartaco-. Necesito trasladar sin tardanza a Sicilia varios miles de mis mejores soldados y estoy dispuesto a pagar mil talentos de plata a quien nos garantice el pasaje en el plazo de un mes.
Aunque habían muerto Crixus y Enomao, contaba con sus respectivos sustitutos, salidos de la heterogénea colección de legados y tribunos. Casto y Ganico eran samnitas y habían luchado con Mutilo durante la guerra itálica y con Poncio Telesino en la guerra contra Sila; eran marciales por naturaleza y tenían cierta experiencia del mando. El tiempo le había enseñado a Espartaco que sus huestes se negaban a marchar como debe hacerlo un ejército de no ser que amenazase el enemigo, y en ellas había gran número de mujeres y hombres, bastantes niños y hasta personas mayores. Por consiguiente, era imposible que un solo hombre controlase directamente semejantes masas. Por ello, las había dividido en tres columnas con sus correspondientes convoyes de pertrechos; él mandaba la mayor, que abría la marcha, y había encomendado el mando de las otras dos a Casto y a Ganico.
Cuando se supo que dos almirantes piratas venían a verle, Espartaco llamó a Aluso, Casto y Ganico.
– Parece ser que pronto dispondremos de suficientes barcos para trasladar veinte mil hombres a Pelorus -dijo-, pero lo que me preocupa es que tendré que dejar detrás a la mayor parte de mi gente. Y pueden transcurrir varios meses hasta que pueda trasladarla a Sicilia. ¿Qué os parece si los dejamos aquí en Scyllaeum? ¿Hay suficiente comida? ¿O es preferible enviar a los que queden a las tierras de Bradanus? Labriegos y pescadores dicen que va a ser un invierno frío.
Casto, que era el mayor y más experimentado que Ganico, meditó un instante antes de contestar.
– En realidad, Espartaco, no estaría mal quedarnos por aquí. Al oeste del puerto hay una especie de planicie fértil en la que POdríamos acampar sin mermar demasiado las provisiones durante… un mes o dos. Y si veinte mil de los que más comen van a Sicilia, unos tres meses.
Espartaco adoptó una decisión.
– Pues que todos se queden aquí. Traslada el campamento al oeste del pueblo y que las mujeres y los niños empiecen a hacer los cultivos. Incluso nabos y coles.
Una vez que hubieron salido los dos samnitas, Aluso volvió sus ojos de loba hacia su esposo y lanzó un gruñido gutural. A él siempre se le erizaban los pelos de la nuca al oír aquel sonido animal que profería siempre que el espíritu profético la poseía.
– ¡Cuidado, Espartaco! -dijo.
– ¿De qué he de tener cuidado? -inquirió él, frunciendo el ceño.
Ella meneó la cabeza y volvió a emitir aquel gruñido.
– No lo sé. De algo. De alguien. Viene a través de la nieve.
– No nevará hasta dentro de un mes, por lo menos, si no más -replicó él con voz tranquila-. Para entonces estaré ya en Sicilia con mis mejores hombres y no creo que la campaña de la isla nos lleve mucho tiempo. ¿Son los que quedan aquí los que deben tener cuidado?
– No -contestó ella sin dudarlo-. Eres tú.
– Sicilia es presa fácil y no está bien defendida. No correré peligro ante la milicia y los oligarcas del trigo.
– No llegarás allí -replicó ella, hierática y, luego, estremeciéndose-. Nunca llegarás a Sicilia.
Pero al día siguiente su afirmación quedó desmentida al llegar a Scyllaeum dos almirantes piratas tan famosos, que hasta Espartaco conocía su nombre: Farnaces y Megadates. Habían iniciado su carrera de piratas al este, lejos de Sicilia, en las aguas del mar Euxino. Sin embargo, durante los diez últimos años dominaban los mares entre Sicilia y Africa y asaltaban todo lo que fuera menos potente que una flota triguera romana bien protegida. Y cuando les parecía acudían al puerto de Siracusa -¡ante las narices del gobernador!- a aprovisionarse y cargar vino.
Los dos, pensó el asombrado Espartaco, parecían mercaderes elegantes y ricos, pálidos, gordos y delicados.
– Sabéis quién soy -dijo sin andarse con rodeos-. ¿Haréis trato conmigo a pesar de los romanos?
Los dos piratas intercambiaron una sonrisa.
– Nosotros hacemos tratos en todas partes y con quien sea, a pesar de los romanos -contestó Farnaces.
– Necesito trasladar veinte mil de mis soldados a Pelorus.
– Es una travesía corta, pero peligrosa en invierno -contestó Farnaces, que, evidentemente, era el portavoz.
– Los pescadores me han dicho que se puede hacer bien.
– Desde luego, desde luego.
– ¿Me ayudaréis?
– Vamos a ver… Veinte mil hombres a doscientos cincuenta por barco -es una simple cuestión de millas; les dará igual aunque vayan apretados como higos- son ochenta barcos -dijo Farnaces, haciendo una leve mueca-. Tantos barcos no tenemos, Espartaco. Sólo veinte entre los dos.
– Cinco mil en cada viaje -dijo Espartaco, frunciendo el ceño-. Bien, pues habrá que hacer cuatro viajes. ¿Cuánto cuesta y cuándo podéis comenzar?
Cual lagartos gemelos, los dos parpadearon al unísono.
– Querido amigo, ¿no regateas? -inquirió Megadates.
– No tengo tiempo. ¿Cuánto y cuándo podéis empezar?
– Cincuenta talentos de plata por barco y por viaje -dijo Farnaces-. Cuatro mil en total.
Ahora fue Espartaco quien parpadeó.
– ¡Cuatro mil! Es casi todo el dinero que tengo.
– Lo tomas o lo dejas -dijeron los almirantes al unísono.
– Si me garantizáis que están aquí los barcos dentro de cinco días, acepto -dijo Espartaco.
– Danos los cuatro mil talentos y te lo garantizamos -dijo Farnaces.
– ¡No, ni hablar! -exclamó Espartaco con gesto de astucia-. La mitad ahora y el resto cuando acabéis.
– ¡De acuerdo! -dijeron Farnaces y Megadates al unísono.
A Aluso no le había permitido asistir a la reunión, pues, por motivos que no se acababa de explicar, Espartaco no quería que supiera el acuerdo alcanzado; quizás lo que había vaticinado era la muerte en el agua, si es que nunca había de llegar a Sicilia. Pero, naturalmente, ella logró que se lo dijera y, para su gran sorpresa, se mostró alegremente conforme.
– Es un buen precio -dijo-. Recuperarás el dinero al llegar a Sicilia.
– ¿No habías dicho que no llegaría a Sicilia?
– Eso fue ayer, y la visión mintió. Hoy tengo más clarividencia y sé que todo va a salir bien.
Se sacaron de los carros dos mil talentos de plata y fueron cargados en la preciosa quinquerreme dorada de velas rojo y púrpura en que habían llegado Farnaces y Megadates a Scyllaeum. Hundiendo sus potentes remos en el agua, el bajel pronto salió de la bahía.
– Parece un ciempiés -dijo Aluso.
– ¡Eso es, un ciempiés! -dijo Espartaco, riendo-. Tal vez por eso no teme a Escila.
– Es demasiado grande para que se lo trague.
– Escila es un conjunto de escollos peligrosos -dijo Espartaco.
– Escila es un ser -replicó Aluso.
– Dentro de cinco días lo sabré seguro.
Cinco días más tarde los cinco mil hombres se congregaban en el puerto de Scyllaeum, todos con sus respectivos pertrechos, la coraza a la espalda, el casco puesto, las armas a mano y llenos de temor. ¡ Iban a navegar entre Escila y Caribdis! Sólo el hecho de que la mayoría de ellos habían hablado con los pescadores les confería valor para sobreponerse; los pescadores juraban que Escila y Caribdis existían, pero conocían los encantamientos para hacerlos dormir y habían prometido hacerlos.
Aunque el tiempo había sido bueno durante los últimos cinco días y el mar estaba en calma, los veinte barcos piratas no llegaron. Enfurruscado, Espartaco celebró consejo con Casto y Ganico y decidió que los cinco mil hombres permanecieran en el puerto durante la noche. Seis días, siete, ocho, y los piratas no llegaban. Diez, quince, y sin aparecer. Ya habían hecho volver a los cinco mil hombres al campamento, pero cada día se veía a Espartaco en el promontorio de la entrada del puerto, oteando hacia el sur. ¡Vendrán! ¡Tienen que venir!
– Te han engañado -dijo Aluso el día decimosexto, al ver que Espartaco no daba muestras de ir a su punto de observación.
– Me han engañado -dijo, tragándose las lágrimas.
– ¡Espartaco, el mundo está lleno de tramposos y mentirosos! -exclamó ella-. Al menos, lo que nosotros hemos hecho ha sido de buena fe y tú has sido un padre para todas estas gentes. Veo un país para nosotros al otro lado del mar, y lo veo tan claro que casi puedo tocarlo. Pero nunca llegaremos a él. Lo vi la primera vez que interpreté las tablas, pero después me mintieron. ¡Tramposos y mentirosos, tramposos y mentirosos! -sus ojos se encendieron y lanzó un gruñido-. ¡Ten cuidado del que viene por la nieve!
Espartaco no la oía: estaba llorando amargamente.
– Soy ridículo -dijo a Casto y a Ganico a finales de aquel día-. Zarparon con mi dinero dispuestos a no regresar. Dos mil talentos por cuatro palabras.
– No ha sido culpa tuya -dijo Ganico, que solía hablar poco-. Incluso en los negocios es obligado el honor.
Casto se encogió de hombros.
– Ellos no son comerciantes, Ganico; lo único que hacen es robar. Un pirata es un ladrón descarado.
– Bien -dijo Espartaco-, ya no hay nada que hacer. Lo que ahora importa es nuestro futuro. Debemos seguir viviendo en Italia hasta el verano en que requisemos todos los barcos de pesca entre Campania y Rhegium para cruzar a Sicilia.
La existencia de un nuevo ejército romano en la península se sabía, desde luego, pero Espartaco la había recorrido con tal impunidad durante tanto tiempo, que ya poca atención prestaba a los esfuerzos militares de Roma; sus exploradores se habían vuelto perezosos y él mismo había sucumbido a la indiferencia. Durante todo aquel tiempo haciendo de pastor de la horda, había llegado a considerar su papel al margen del ámbito bélico; era el patriarca que buscaba una tierra para sus hijos y no un rey ni un general. Y ahora tendría que reanudar una vez más la marcha. Pero ¿a dónde? ¡Cuánta comida consumían!
Cuando Craso inició la marcha hacia el sur, se puso al mando de un aparato militar destinado a un solo propósito: aniquilar a las huestes de Espartaco. Y en ningún momento se dejó llevar por la premura. Sabía exactamente dónde se hallaba su presa y había imaginado que su destino era Sicilia. A Craso le daba igual. Si tenía que combatir a los rebeldes en Sicilia, mejor que mejor. Se había puesto en contacto con el gobernador (que seguía siendo Cayo Verres) y éste le había asegurado que los esclavos de la isla no estaban en condiciones de efectuar una tercera sublevación contra Roma aunque desembarcaran las tropas de Espartaco. Verres había puesto a la milicia en estado de alerta, estacionándola ante Pelorus, conservando las tropas romanas para la posible campaña, pues seguro que Craso llegaba pisando los talones a los rebeldes para iniciar el grueso de las operaciones.
Pero no sucedió nada. La inmensa horda rebelde seguía acampada en las inmediaciones de Scyllaeum; al parecer, porque no disponían de barcos. Cayo Verres escribió una carta.
He oído una curiosa historia, Marco Craso. Parece que Espartaco se puso en contacto con los almirantes piratas Farnaces y Megadates y les pidió transportar a veinte mil de sus mejores hombres de Scyllaeum a Pelorus. Los piratas se comprometieron a hacerlo por cuatro mil talentos, dos mil a pagar como señal y el resto una vez concluido el traslado.
Espartaco les entregó dos mil talentos y los piratas zarparon. ¡Muriéndose de risa! Con una simple promesa se habían hecho con una fortuna. Hay quienes dicen que han sido tontos por no llevar adelante el acuerdo y ganarse otros dos mil talentos, pero, por lo visto, Farnaces y Megadates prefirieron ganar la mitad sin mover un dedo. Se habían formado mala opinión de Espartaco y vieron un riesgo en cobrar los otros dos mil.
Mi opinión personal es que Espartaco es un aficionado y un patán. Farnaces y Megadates le engañaron igual que un estafador romano a un campesino de Apulia. De haber habido un ejército como es debido en Italia el año pasado, habría acabado con él; estoy seguro. No tiene más que superioridad numérica, pero cuando se enfrente a ti, Marco Craso, está perdido. Espartaco no tiene suerte, mientras que tú, querido Marco Craso, has demostrado que eres favorito de la Fortuna.
Al leer la frase final, César se echó a reír.
– ¿Qué pretende? -preguntó, devolviendo la carta a Craso-. ¿Un préstamo? ¡Por los dioses que ese hombre devora el dinero!
– No le prestaré nada -dijo Craso-. Verres no va a durar.
– ¡Ojalá no te equivoques! ¿Cómo sabrá con tanto detalle esa historia de Espartaco con los strategoi piratas?
Craso sonrió; el gesto producía un cambio milagroso en su inexpresivo rostro, que ahora parecía joven y travieso.
– Oh, supongo que ellos mismos se lo contaron cuando les reclamó su parte de los dos mil talentos.
– ¿Tú crees que le habrán dado parte?
– Sin duda alguna. El les permite utilizar Sicilia como base de sus correrías.
Estaban a solas, sentados en la tienda de mando del general dentro de un fuerte campamento levantado junto a la vía Popilia en las afueras de Terina, a ciento sesenta kilómetros de Scyllaeum. Era a principios de febrero y había comenzado el invierno. Dos braseros calentaban la tienda.
El por qué Craso había hecho amistad con César, ya de veintiocho años, era asunto de acerbo debate entre los legados, que se mostraban más desconcertados que envidiosos. Hasta que el general había comenzado a compartir los momentos de ocio con César, no había hecho amistad con nadie y, por tanto, ningún legado se sentía desplazado ni relegado; el enigma estaba en lo incongruente de la relación, pues Craso tenía dieciséis años más que César, su mutua actitud frente al dinero no podía ser más opuesta, no hacían buena pareja y no existía entre ellos aficiones literarias o artísticas en común. ombres como Lucio Quintio conocían a Craso desde hacía años y habían tenido tratos con él en política y en negocios, sin haber llegado nunca a una profunda amistad; sin embargo, desde que, dos meses antes, Craso había tomado a su servicio a los tribunos de los soldados de aquel año, había buscado la amistad de César y éste le había correspondido.
La verdad era, realmente, muy sencilla. El uno había visto en el otro un futuro personaje importante y ambos nutrían similares ambiciones políticas, y de no haberse producido aquella mutua identificación, no habría habido amistad. Pero es que, además, intervenían otros factores que la afianzaban. Aquel ramalazo de dureza que existía en Craso, anidaba también en el interior del afable y encantador César; ninguno de los dos se hacía ilusiones sobre su mundo nobiliario y ambos se habían pertrechado de profundo sen·tido común y a ninguno de los dos les preocupaba exageradamente el lujo personal.
Las diferencias entre ellos eran superficiales por mucho que sal·tasen a la vista: César el guapo libertino que se estaba creando una increíble fama de conquistador y Craso el leal esposo; César el brillante intelectual con clase e instinto, y Craso el pragmático abnegado. Una extraña pareja. Ese era el veredicto de los fascinados testigos, quienes desde aquel momento comenzaron a considerar a César una fuerza digna de tener en cuenta; pues, si no lo era, ¿por qué Marco Craso se molestaba en ser amigo suyo?
– Esta noche va a nevar -dijo Craso-. Emprenderemos la marcha por la mañana. Quiero aprovechar la nieve y que no sea un obstáculo.
– Sería mucho más sensato que nuestro calendario coincidiese con las estaciones -comentó César-. ¡No soporto la inexactitud!
– ¿A qué viene esa observación? -inquirió Craso, mirándole fijamente.
– A que estamos en febrero y apenas ha comenzado el invierno.
– Pareces griego. Con tal de saber la fecha y poder sacar la mano por la ventana para sentir la temperatura, ¿qué importancia tiene?
– ¡Importa por lo poco correcto y metódico! -replicó César.
– Si el mundo fuese demasiado metódico, sería difícil ganar dinero.
– Difícil esconderlo, querrás decir -añadió César sonriente.
Cuando ya se aproximaban a Scyllaeum, los exploradores comunicaron que Espartaco seguía acampado en la planicie detrás del puerto, aunque había indicios de que se disponía a levantar pronto el campamento. Los rebeldes habían dejado pelada la región.
Craso y César se adelantaron a caballo con los ingenieros del ejército y una escolta, conscientes de que Espartaco no disponía de caballería; había intentado entrenar a algunos soldados de infantería, y hasta domado algunos caballos salvajes de los bosques y montañas de Lucania, pero no había conseguido gran cosa.
La nieve caía incesante aquella tarde sin viento cuando los dos nobles romanos y su escolta comenzaron a rondar por el terreno de detrás de la altiplanicie triangular en que acampaban los seguidores de Espartaco; si había centinelas debían de ser poco entusiastas, pues no se tropezaron con nadie. Desde luego, la nieve era un factor propicio porque amortiguaba los ruidos y cubría con su blanco sudario hombres y caballos.
– Mejor de lo que esperaba -dijo Craso satisfecho, cuando el grupo ya regresaba al campamento-. Si construimos un foso y un muro entre esos dos barrancos, encerraremos a Espartaco en donde se encuentra.
– No aguantará mucho -dijo César.
– Lo bastante para lo que pretendo. Quiero que pasen hambre y frío y desesperen. Y cuando se pongan en marcha, que se dirijan al norte hacia Lucania.
– Lo último, lo conseguirás, en todo caso. Irrumpirán por nuestro punto más débil, que no es el sur. Sin duda planearás que la mayor parte de la excavación la efectúen las legiones de los cónsules.
Craso le miró sorprendido.
– Excavarán, pero con los demás. Hay que acabar el foso y el muro cuanto antes, lo cual quiere decir que hasta los más veteranos tendrán que empuñar la pala. Además, con el trabajo entrarán en calor.
– Yo lo organizaré -dijo César, sin esperar que diese su consentimiento.
Craso, desde luego, no aceptó.
– Me gustaría, pero no es posible. Lucio Quintio es mi primer legado y debe hacerlo él.
– Lástima. Está muy apegado al cargo y a la oratoria.
A pesar del apego al cargo y la oratoria, Lucio Quintio puso manos a la obra de encerrar a las huestes de Espartaco con todo entusiasmo. Afortunadamente, tuvo el acierto de dejarse guiar por los ingenieros, pues no era gratuito el desdén de César por su carencia de dotes como arquitecto de fortificaciones.
El foso de quince pies de ancho y quince de profundidad, unía los extremos de los dos barrancos y la tierra extraída fue acumulada contra una barrera de troncos, rematada por una empalizada y torres de observación. De un barranco a otro, muro, empalizada y torres de vigilancia cubrían una distancia de trece kilómetros y la obra estuvo hecha en una semana a pesar de que no cesaba de nevar. Detrás de la barrera se construyeron ocho campamentos, uno para cada legión, y así el general tendría tropas de sobra para atender los trece kilómetros de fortificaciones.
Espartaco advirtió la llegada de Craso nada más comenzar la obra -si es que no lo había sabido antes-, pero no pareció preocuparse. De pronto, había dedicado todas las energías de sus hombres a construir una enorme flota de balsas con intención, al parecer, de que las arrastrasen los barcos de pesca de Scyllaeum. A los romanos les parecía que cifraba sus esperanzas en una huida a través del estrecho, pensando en que la maniobra respondía a la convicción de que la huida por tierra les quedaba cortada. Llegó el día del masivo éxodo por mar, y los romanos que no estaban de servicio subieron al cercano monte Sila para ver mejor los preparativos en el puerto de Scyllaeum. Un desastre. Las balsas que permanecieron a flote no pudieron pasar la bocana y menos aún navegar por las aguas fuera del puerto. Los barcos de pesca no estaban hechos para arrastrar artefactos tan pesados y rígidos.
– En definitiva, no parece que se hayan ahogado muchos -dijo César a Craso, observando los acontecimientos desde el monte Sila.
– Probablemente, Espartaco lo habrá lamentado -comentó Craso en tono displicente-. Habrían sido menos bocas a alimentar.
– Yo creo que Espartaco quiere a sus gentes a la manera de un rey que se ha nombrado a sí mismo quiere a su pueblo -dijo César.
– Que se ha nombrado a sí mismo.
– A los reyes de nacimiento les importa poco su pueblo -añadió César, que había conocido uno de ellos, señalando la febril actividad allá abajo-. ¡YO te aseguro, Marco Craso, que ese hombre siente afecto hasta por el más ingrato de su horda! Si no fuera así, los habría abandonado a su suerte hace un año. Siento curiosidad por saber cómo es.
– Mandé que hicieran averiguaciones a partir de lo que informó Cayo Casio -dijo Craso, disponiéndose a descender de la atalaya-. Vamos, César; ya hemos visto lo suficiente. ¡Afecto…! Si es cierto, es que está loco.
– Ah, desde luego -dijo César, siguiéndole-. ¿Qué has averiguado?
– Casi todo menos su verdadero nombre. Tal vez nunca se sepa. Algún archivero idiota, pensando que en el Tabularium de Sila se guardarían también los archivos militares, no los puso a buen recaudo de las goteras y son indescifrables. Y Cosconio no recuerda nombres. En este momento estoy haciendo pesquisas entre sus tribunos.
– ¡Que tengas suerte! Tampoco recordarán nombres.
Craso lanzó un gruñido, que tal vez fuese una seca carcajada.
– ¿No sabes esa historia que corre por Roma de que es tracio?
– Todo el mundo sabe que es tracio. Tracio o galo, son las dos variedades -replicó César con una carcajada sonora-. De todos modos, tengo entendido que esa historia la difunden agentes del Senado.
Craso se detuvo, volvió a mirar a César de hito en hito, sorprendido.
– ¡Ah, qué listo eres!
– Soy listo; es cierto.
– Bueno, ¿y no te parece acertado?
– Desde luego que sí -contestó César-. Ya hemos tenido bastantes renegados últimamente y sería una tontería añadir uno más a la lista que incluye luminarias militares como Cayo Mario, Lucio Cornelio Sila y Quinto Sertorio, ¿no crees? Mucho mejor que sea tracio.
Craso respondió con un verdadero gruñido.
– ¡Me encantaría echarle la vista encima!
– Tal vez le veas cuando le demos batalla. Monta un vistoso caballo gris moteado enjaezado con cuero rojo remachado con tachuelas y medallones, que era de Varinio. Además, Varinio y Gelio le vieron de cerca y sabemos cómo es físicamente. Es un hombre fuerte, alto y rubio que llama la atención.
Durante un mes se entabló un porfiado duelo entre los rebeldes y los romanos. Espartaco tratando de abrir brecha en las fortificaciones de Craso y éste rechazándole. Los romanos supieron que en el campamento de los rebeldes tenían que escasear los alimentos cuando todas las tropas de Espartaco -César había calculado un total de setenta mil soldados- atacaron en masa a lo largo de los trece kilómetros de fortificaciones, tratando de dar con un punto débil, y creyeron haberlo encontrado en el centro de la barrera en donde el foso se había deshecho por efecto de un aguacero. Por allí lanzó Espartaco sin denuedo a sus hombres, pero resultó una trampa en la que perecieron doce mil. Los demás se retiraron.
Después de aquello, el tracio que no era tracio torturó a algunos prisioneros que conservaba de las legiones de los cónsules, esparciendo a sus hombres con tenazas y pinchos al rojo vivo por lugares desde los que pensaba llegarían al máximo de soldados romanos los gritos de las atrocidades que sufrían sus compañeros. Pero el horror de la diezma que había llevado a cabo Craso les impresionaba aún más que la compasión por aquellos pobres rajados y quemados, y soportaron la prueba tratando de no mirar y tapándose los oídos con lana. Desesperado, Espartaco sacó a su más prestigioso prisionero, el centurión primus pilus de la segunda legión de Gelio y le crucificó con clavos por muñecas y tobillos sin quebrarle las piernas para que tardara más en morir. Craso ordenó que los mejores arqueros acabaran con el centurión con una lluvia de flechas lanzadas desde lo alto de la barrera.
Al llegar marzo, Espartaco envió a su mujer Aluso a demandar condiciones de rendición. Craso la recibió en el puesto de mando en presencia de sus legados y los tribunos de los soldados.
– ¿Por qué no ha venido Espartaco en persona? -inquirió.
Ella le dirigió una sonrisa despreciativa.
– Porque sin mi esposo, sus seguidores se dispersarían -contestó ella-. Y no se fía de ti ni en una tregua, Marco Craso.
– Ya veo que ahora es más listo que cuando dejó que los piratas le estafasen dos mil talentos.
Pero Aluso no era de las que picara en el anzuelo, y no contestó ni con la mirada. César pensó que su aspecto estaba deliberadamente pensado para impresionar a un comité de recepción civilizado, pues parecía el arquetipo de la barbarie. Su rubísimo pelo le caía alborotado sobre hombros y espalda, llevaba una especie de túnica negruzca de fieltro de mangas largas y debajo pantalones ajustados; y encima de la tela, en brazos y tobillos, brillantes cadenas de oro y pulseras; aparte de que de sus lóbulos pendía aún más oro y tenía cargados de anillos los dedos tintados con alheña. Rodeaban su cuello varias ristras de cráneos de pájaro y del cinturón de oro macizo pendían siniestros trofeos: una mano cortada, que aún conservaba varias uñas y trozos de piel, el cráneo de un niño y la columna vertebral con rabo de un perro o un gato. Completaba su atavío una piel de lobo, con las garras sobre el pecho y con la cabeza del animal -enseñando los dientes y con piedras preciosas a guisa de ojos- a modo de tocado.
Pese a toda aquella parafernalia, no dejaba de resultar atractiva para los silenciosos militares que la contemplaban, aunque ninguno la habría calificado de hermosa, pues su rostro, con aquellos ojos brillantes de loca, resultaba muy extraño.
No obstante, en Craso no logró causar la impresión buscada. Craso estaba a salvo de cualquier impresión que no fuese la del dinero. Así pues, la miró con sus apacibles ojos del mismo modo que lo habría hecho con cualquiera.
– Habla, mujer -dijo.
– He venido a pedirte condiciones para la rendición, Marco Craso. No nos quedan alimentos y las mujeres y niños se mueren de hambre para que los soldados tengan qué comer. Mi esposo no puede ver sufrir a esos desventurados y prefiere entregarse con su ejército. Dime tus condiciones y yo se las transmitiré. Y mañana volveré con la respuesta.
El general volvió la espalda y contestó por encima del hombro en un griego más puro:
– Di a tu esposo que no acepto rendición bajo condiciones. No hay rendición que valga. Él inició esto y ha de sufrir las consecuencias.
Ella contuvo un grito, ante lo inesperado de la respuesta.
– ¡No puedo decirle eso! ¡ Debes aceptar la rendición!
– No -replicó Craso, sin dejar de darle la espalda y haciendo un brusco ademán-. Llévatela, Marco Munio, y acompáñala a través de nuestras lineas.
Transcurrió un buen rato hasta que César pudo hallarse con Craso a solas, pese a que ardía en deseos de comentar con él la entrevista.
– Magistral como la has tratado -dijo-. Ella estaba segura de que iba a impresionarte.
– ¡Estúpida! Según mis informes, es la sacerdotisa de los bessi, aunque para mi que es su bruja. La mayoría de los romanos son supersticiosos -ya he advertido que tú también, César- pero yo no. Yo creo en lo que veo, y lo que he visto ha sido una mujer de escasa inteligencia que se ha ataviado según su concepto de una gorgona -dijo con una carcajada-. Recuerdo que me contaron que, siendo joven, Sila acudió a una fiesta disfrazado de Medusa, con una peluca de serpientes vivas, y sembró el pánico entre los asistentes. Pero tú sabes, igual que yo, que no fueron las serpientes las que causaron el pánico, sino el propio Sila. Si ella hubiese tenido esa cualidad, si que me habría atemorizado.
– Estoy de acuerdo. Pero tiene clarividencia.
– ¡Mucha gente la tiene! Yo he conocido viejecitas con clarividencia tan vacilantes y desvalidas como corderos, abogados de elegante aspecto que no tenían en su cabeza más que leyes. De todos modos, ¿por qué crees que tiene clarividencia?
– Porque ha acudido a la entrevista más atemorizada de ti de lo que tú hubieses podido estarlo de ella.
Durante un mes el tiempo fue «estable», como habría dicho la madre de Quinto Sertorio: noches con temperatura bajo cero, días no tan fríos, cielo azul y nieve helada, pero después de los idus de marzo hubo una terrible nevada que comenzó como agua nieve y acabó con una incesante caída de gruesos copos. Espartaco aprovechó la oportunidad.
En el lugar en que el foso y la barrera se unían al barranco más próximo a Scyllaeum -y en donde las legiones más veteranas de Craso estaban acampadas -los cien mil rebeldes que quedaban con vida irrumpieron en una feroz embestida para cruzar el foso y salvar la barrera. Troncos, piedras, cadáveres de personas y animales y hasta objetos de rapiña de gran tamaño, fueron arrojados al foso y amontonados para forzar la empalizada. Cual sombras de los muertos, la enorme masa de gente cruzó en oleadas aquella rampa artificial y huyeron bajo la ventisca. Nadie se lo impidió; Craso había enviado recado a las legiones de no acudir a las armas y permanecer quietas en el campamento.
Desorganizados y a su albur, la huida deshizo la escasa estructura que la horda había mantenido sin esperanza alguna de recuperarla. Mientras los guerreros, mejor guiados y disciplinados, avanzaban esforzadamente hacia el norte por la vía Popilia con Espartaco, los niños, los ancianos y los que no combatían se perdieron en los bosques del monte Sila y entre la maraña de las ramas bajas, la maleza y las piedras casi todos perecieron de hambre y frío. Los que lograron sobrevivir hasta la llegada del buen tiempo, acabaron dando con sus huesos en poblaciones de Bruttia, en las que, al ser reconocidos, fueron ejecutados sin dilación.
Aquella porción de los rebeldes no tenía ningún interés para Marco Licinio Craso. Cuando la nevada amainó, levantó el campamento y tomó con sus ocho legiones por la vía Popilia tras los pasos de Espartaco. Avanzaba despacio como un buey, pues era metódico y pensaba como un general. No valía la pena perseguirles aprisa; el hambre, el frío y el destino incierto harían que los rebeldes aminorasen la marcha, abrumados por su propio número. Mejor que el convoy de pertrechos fuese en el centro de la columna de legiones que arriesgarse a perderlo. Tarde o temprano les darían alcance.
No obstante, sus exploradores desplegaban una intensa actividad y eran muy rápidos. Conforme se acercaba el fin de marzo, comunicaron a Craso que los rebeldes, al llegar al río Silarus, habían dividido sus fuerzas. Una fracción, al mando de Espartaco, continuaba por la vía Popilia hacia Campania, y la otra, al mando de Casto y Ganico, seguía en dirección este por el valle del curso medio del Silarus.
– ¡Estupendo! -exclamó Craso-. Dejaremos de momento a Espartaco e iremos a por los dos samnitas.
Luego, los exploradores informaron que Casto y Ganico no habían ido muy lejos; se habían tropezado con la próspera ciudad de Volcei y estaban comiendo hasta saciarse por primera vez desde hacía dos meses. ¡No había prisa!
Cuando llegaron las cuatro legiones que precedían al convoy de pertrechos, Casto y Ganico estaban demasiado atareados dándose el festín para percatarse de su proximidad, y las tropas rebeldes se habían esparcido, sin molestarse en hacer campamento alguno, en las riberas de una charca que, en aquella época del año, tenía agua potable; un lugar que en otoño no debía ser tan bucólico. Detrás del lago había una montaña, y Craso comprendió inmediatamente lo que tenía que hacer, sin aguardar a las cuatro legiones que llegaban tras el convoy de pertrechos.
– Pomptino y Rufo, tomad doce cohortes y escondeos detrás de la montaña. Cuando estéis en posición, cargad cuesta abajo. Creo que desembocaréis en medio de ellos. Yo atacaré de frente en cuanto vea que llegáis y les aplastaremos como a un escarabajo.
El plan habría tenido que dar resultado. Lo habría dado de no haber sido por un capricho de la suerte que los exploradores no podían adivinar. La cuestión era que, al ver la abundancia de provisiones en Volcei, Casto y Ganico enviaron mensajeros a Espartaco para que diese media vuelta y compartiera el festín. Y Espartaco, efectivamente, volvió sobre sus pasos y apareció por el otro extremo del lago en el momento en que Craso lanzaba el ataque. Las tropas de Casto y Ganico se lanzaron contra los recién llegados y los rebeldes desaparecieron.
Otro general se habría tirado de los pelos, pero Craso no.
– Ha sido una lástima, pero acabaremos con ellos -dijo sin inmutarse.
Una serie de tormentas retrasó los movimientos. Los ejércitos de ambos bandos siguieron rondando por el Silarus, pero ahora parecía que era Espartaco quien dejaba la vía Popilia y Casto y Ganíco quienes tomaban en dirección de Campania. Craso seguía al acecho detrás de ellos, como una araña que va a caer sobre su presa. Él también había decidido dividir sus fuerzas ahora que habían llegado las otras cuatro legiones, sabiendo que el convoy de pertrechos no corría peligro. Puso dos legiones de infantería y toda la caballería al mando de Lucio Quintio y Tremelio Scrofa, ordenándoles que estuvieran alerta para seguir a cualquier facción de los rebeldes que abandonase la vía Popilia, mientras él perseguiría a los que continuasen por la vía.
Y avanzó como un rodillo. Como su legión formaba parte de la división del general, César no hacía sino maravillarse de la absoluta tenacidad y minuciosidad de aquel hombre extraordinario. En Eburum, no lejos del Silarus en dirección norte, alcanzó a Casto y Ganico y aniquiló sus tropas. Sobre el campo de batalla quedaron treinta mil cadáveres y sólo unos pocos lograron cruzar las líneas romanas y reintegrarse a las huestes de Espartaco.
La mayor satisfacción para los soldados del ejército victorioso fue lo que Craso descubrió entre los desbaratados montones del convoy de pertrechos de los rebeldes: las cinco águilas tomadas a las diversas fuerzas romanas derrotadas, veintiséis estandartes de cohortes y los fasces de cinco pretores.
– ¡Ved esto! -exclamó Craso, con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿No es estupendo?
A continuación, el general demostró que en caso necesario sabía moverse con rapidez. Llegó noticia de Lucio Quintio de que él y Scrofa habían caído en una emboscada, aunque sin graves pérdidas, y de que Espartaco seguía por los alrededores.
Y Craso se puso en marcha.
La gran empresa se había venido abajo. Le quedaba parte del ejército con el que había continuado hasta el nacimiento del río Tanagrus; además de Aluso y su hijo.
Como la derrota de Quintio y Scrofa no fue decisiva porque la caballería romana, mucho más rápida que la infantería, hizo posible la retirada de ésta, Espartaco optó por permanecer en las cercanías. De momento, sus hombres se habían aprovisionado bien en tres pueblos, pero no sabía lo que les esperaba en el próximo valle ni en el siguiente. Se acercaba la primavera, los graneros iban quedándose vacíos, aún no había verduras después de aquel crudo invierno, las gallinas estaban escuálidas y los cerdos habían huido a los bosques. Un malhadado indígena de Potentia, la ciudad más próxima, se había tomado la molestia de acercarse a ver a Espartaco para decirle que se esperaba de un momento a otro que en Brundisium desembarcase Varrón Lúculo que regresaba de Macedonia, y que el Senado le había ordenado reforzar inmediatamente el ejército de Craso.
– Tus días están contados, gladiador -dijo el hombre con fruición-. ¡ Roma es invencible!
– Te cortaré la cabeza -dijo Espartaco, hastiado.
– ¡Hazlo! ¡Lo esperaba y no me importa!
– Pues no te daré la satisfacción de una muerte noble. ¡Vuelve a tu casa!
Aluso escuchaba, y, después de marcharse el hombre (muy decepcionado por no haber regado el suelo con su sangre) se acercó a Espartaco y le puso suavemente la mano en el brazo.
– Esto es el fin -dijo.
– Lo sé, mujer.
– Te veo caer en combate, pero no veo tu muerte.
– Cuando caiga en combate será para morir.
Estaba muy cansado y la catástrofe de Scyllaeum aún le obsesionaba. ¿Cómo iba a mirar a sus hombres a la cara sabiendo que por su negligencia habían acabado acorralados por Craso? Se habían separado de las mujeres y los niños y sabían que nunca volverían a reunirse; habrían muerto de hambre por los campos de Bruttium.
Aunque no supiera si lo que le había dicho el de Potentia sobre Varrón Lúculo era cierto o no, de lo que sí estaba convencido es de que no podía acercarse a Brundisium: Craso dominaba la vía Popilia y la noticia sobre la suerte de Casto y Ganico le había llegado antes de la emboscada a Quintio y Scrofa. No tenía a dónde ir. A ningún sitio, salvo el último combate. Y ahora se sentía feliz, feliz…
Ni por nacimiento ni por capacidad estaba facultado para tamaña empresa: ser responsable de las vidas y el bienestar de todo un pueblo. Él no era más que un romano corriente de familia itálica, nacido en las estribaciones del monte Vesuvius, en donde habría debido seguir viviendo con su padre y su hermano. ¿Quién se creía que era para fundar una nueva nación? No tenía la nobleza necesaria, ni suficiente formación, ni grandeza. Pero en cierto modo era honorable morir liberto en el campo de batalla; a una prisión no volvería nunca. Nunca.
Cuando llegó la noticia de que Craso y su ejército se acercaban, cogió a Aluso y al hijo y los metió en un carro tirado por seis mulas, bien lejos de donde esperaba sostener el último enfrentamiento, para asegurarles la fuga. Hubiese querido que partiesen inmediatamente, pero Aluso se negó y quiso esperar el fin de la batalla. En la parte trasera del carro cargaron oro, plata, joyas, monedas; garantía para el porvenir de su mujer y el hijo. Sabía que podían perecer, pues ponía su destino en manos de los dioses y los dioses se estaban portando de un modo extraño.
Unos cuarenta mil hombres se dispusieron en formación de combate para enfrentarse a Craso. Espartaco no les arengó, pero ellos le vitorearon a voz en grito mientras recorría sus filas en el precioso caballo gris Batiato. Se situó bajo el estandarte de sus gentes -un pez de esmalte saltando de un casco galo- se volvió en la silla, alzando los brazos con los puños cerrados, y desmontó. Llevaba la espada en la mano derecha, un sable curvo de gladiador tracio; cerró los ojos, lo alzó y lo descargó sobre el cuello del caballo, que, como una víctima propiciatoria, cayó de rodillas, rodando, muerto.
Ya estaba. No había necesidad de arenga. Matando a su querido caballo, sus seguidores comprenderían: no pensaba huir del campo de batalla y había eliminado la última posibilidad.
Fue una batalla sencilla, sin complicaciones y muy sangrienta. Siguiendo el ejemplo de Espartaco, la mayoría de sus hombres lucharon hasta caer, muertos o agotados. El propio Espartaco mató a dos centuriones antes de que un desconocido le desjarretara. Incapaz de sostenerse en pie, cayó de rodillas y siguió luchando tenazmente hasta que un montón de cadáveres a su lado se le derrumbó encima.
Quince mil de sus seguidores lograron huir, seis mil en dirección a Apulia y el resto en dirección sur hacia las montañas de Bruttium.
– Hemos terminado con ellos en seis meses, y en una campaña de invierno -dijo Craso a César-. He perdido pocos hombres y Espartaco ha muerto. Roma ha recuperado las águilas y los fasces y gran parte del botín de los rebeldes será imposible devolverla a sus propietarios. Tendremos buenas ganancias.
– Hay una salvedad, Marco Craso -dijo César, que había sido delegado para recorrer el campo de batalla en busca de supervivientes.
– ¿Cuál?
– Espartaco no aparece.
– ¡Tonterías! -replicó Craso, sorprendido-. Yo le vi caer.
– Y yo. Recuerdo perfectamente el lugar y puedo llevarte directamente allí. Mira, ven conmigo ahora mismo. No está, Marco Craso, no está.
– ¡Qué raro! -exclamó el general indignado, torciendo el gesto un instante y encogiéndose de hombros-. Bueno, poco importa. Su ejército está deshecho, que es lo que cuenta. No puedo celebrar un triunfo sobre un enemigo considerado esclavo; el Senado me dará una ovación, pero no es lo mismo. ¡ No es lo mismo! -añadió con un suspiro-. ¿Y la mujer, la bruja tracia?
– Tampoco se la ha hallado, pese a que rodeamos a muchos de los seguidores que se habían agrupado en las inmediaciones. Pregunté por ella y he descubierto que se llama Aluso, pero me juraron que, montada en un carro al rojo vivo y chisporroteante, tirado por furiosas serpientes, había desaparecido en el cielo.
– ¡El espectro de Medea! Supongo que Espartaco será Jasón -dijo Craso, caminando con César hacia el montón de cadáveres que había sepultado a Espartaco-. Yo creo que los dos han escapado, ¿no crees?
– Estoy seguro -contestó César.
– Bien, de todos modos, habrá que batir la región en busca de los fugitivos y acabarán por aparecer.
César no replicó, pese a que él pensaba que jamás aparecerían. Era listo el gladiador; lo bastante listo para no volver a organizar un ejército. Y para mantenerse en el anonimato.
Durante todo el mes de mayo el ejército romano persiguió a los rebeldes en las espesuras de las montañas de Lucania y Bruttium, parajes ideales para el bandidaje, lo que hacía obligada la captura de todos ellos. César había calculado que hacia el sur habrían huido unos nueve o diez mil, pero únicamente pudieron dar con seis mil seiscientos; el resto se harían bandoleros, con el consiguiente aumento del peligro de viajar por la vía Popilia hacia Rhegium sin escolta armada.
– Puedo continuar la búsqueda -dijo César a Craso en las calendas de junio-, pero cada vez será más difícil la captura.
– No -replicó Craso tajante-. Quiero que mi ejército esté en Capua el próximo día de mercado, y las legiones de los cónsules también. Las elecciones curules son el mes que viene y deseo regresar a Roma a tiempo para presentarme candidato al consulado.
No era ninguna sorpresa, y César no consideró necesario hacer comentario alguno, por lo que continuó con el tema de los fugitivos.
– ¿Y esos seis mil que han huido a Apulia?
– En realidad, llegaron hasta la frontera de la Galia itálica -contestó Craso-, y se tropezaron con Pompeyo Magnus y sus legiones que regresaban de Hispania. ¡Ya sabes como es Magnus! Los aniquiló.
– Entonces, sólo quedan los prisioneros que tenemos nosotros. ¿Qué se hace con ellos?
– Vendrán con nosotros hasta Capua -dijo Craso mirando a su primer tribuno de los soldados con su habitual rostro flemático, pero con ojos de hielo-. Roma no necesita para nada estas futiles guerras de esclavos, César. Son una sangría para el Erario. De no haber tenido suerte, cinco águilas y cinco fasces se habrían perdido para siempre y habría sido un baldón para Roma que a mí me habría resultado insoportable. Con el tiempo, los enemigos de Roma pueden exagerar sobremanera la figura de hombres como Espartaco y puede haber quienes traten de emularle ignorando la repugnante verdad. Tú y yo sabemos que Espartaco era un ex legionario, más al estilo de Quinto Sertorio que un esclavo maltratado. De no haber servido en las legiones, nunca habría llegado tan lejos. No quiero que se convierta en una especie de héroe símbolo para los esclavos; por eso voy a utilizarlo para cortar de raíz esta clase de sublevaciones.
– Ha sido más una sublevación samnita que de esclavos.
– Cierto. Pero los samnitas son una maldición que Roma tendrá que sufrir siempre, mientras que los esclavos deben saber estar en su lugar. Y yo sé la manera de enseñárselo y la aplicaré. Cuando acabe con los últimos fugitivos, no habrá más sublevaciones de esclavos en el mundo romano.
A pesar de calcular cifras tan bien y con tal rapidez que era capaz de sacar las cuentas antes que nadie, César no acababa de imaginar lo que se proponía Craso.
– ¿Y cómo piensas hacerlo? -inquirió.
– Ha sido el hecho de que hubiera seis mil seiscientos prisioneros lo que me dio la idea -contestó Craso, movido por su espíritu de contable-. La distancia entre Capua y Roma es de ciento treinta y dos millas de cinco mil pies. En total, seiscientos sesenta mil pies, que, dividido por seis mil seiscientos, da una distancia de cien pies. Voy a crucificar a un rebelde cada cien pies entre Capua y Roma, y permanecerán colgados en la cruz hasta que estén descarnados.
– Terrible espectáculo -comentó César, lanzando un suspiro.
– Una pregunta -añadió Craso, frunciendo su poco poblado entrecejo-. ¿Crees que debo plantar las cruces a un solo lado de la vía o alternarlas en los dos lados?
– A un lado -contestó César sin vacilar-. Sí, sí, sólo en un lado. Es decir, siempre que te refieras a la vía Apia y no a la Latina.
– Oh, sí, tiene que ser la vía Apia, recta como una flecha millas y millas y con menos cuestas.
– Pues un solo lado. Así se ven mejor -añadió César, sonriendo-. En eso de la crucifixión tengo cierta experiencia.
– Ya me lo contaron -dijo Craso muy serio-. De todos modos, no puedo encargártelo a ti. No es tarea propia de un tribuno de los soldados. Debe hacerlo un magistrado electo; corresponde por derecho al praefectus fabrum.
Como el praefectus fabrum -encargado de todos los detalles técnicos y de logística del aprovisionamiento del ejército- era uno de los libertos de Craso y destacaba por su eficiencia, ni Craso ni César pusieron en duda que la operación se realizaría sin tropiezo alguno.
Y así, a finales de junio, Craso, sus legados, sus tribunos de los soldados y los tribunos militares nombrados por él, con la sola escolta de un escuadrón de caballería, salieron de Capua por la vía Apia, cuyo lado izquierdo se veía cubierto de cruces hasta Roma: cada cien pies había un seguidor de Espartaco colgando desmadejado de las crueles cuerdas que le sujetaban por codos y rodillas al madero. Y Craso fue implacable y ordenó que dejasen morir despacio a aquellos seis mil seiscientos desgraciados sin que les fuesen quebrados los miembros, por lo que todo el camino desde Capua a la puerta Capena de Roma era un gemido interminable.
Acudía gente a ver el espectáculo, y hubo quien llevó a un esclavo rebelde para mostrarle lo que era un derecho de todo amo. Pero muchos, nada más echar una ojeada, volvían a sus casas, y los que no tenían más remedio que viajar por la vía Apia entre Capua y Roma se congratularon de que las cruces adornasen únicamente un lado de la carretera. Como de lejos la visión era más soportable, el puesto de observación más concurrido de los habitantes de Roma era lo alto de las murallas servianas a ambos lados de la puerta Capena. La ristra se perdía a lo lejos y las caras se veían borrosas.
Estuvieron colgados año y medio, sometidos al prolongado proceso de putrefacción hasta que quedaran en los huesos mondos, pues Craso no permitió que los descolgasen hasta el último día de su consulado.
Y César pensó admirado que ninguna otra campaña militar en la historia de Roma había sido tan redonda, tan limpia y tan definitiva: lo que había comenzado con una orden de diezmar a la tropa, concluía con una crucifixión masiva.