Sexta parte.

SEPTIEMBRE DEL 77 A. DE J.C. – INVIERNO DEL 72 – 71 A. DE J.C.

No había nadie con quien Pompeyo pudiese compartir la noticia cuando le llegó a Mutina la carta de Filipo, ni nadie cuando llegó el decreto del Senado en los idus de sextilis. Aún estaba intentando convencer a Varrón de que la expedición a Hispania era tan interesante como beneficiosa para un superdotado capaz de grandes empresas, pero las respuestas de Varrón a sus misivas eran tibias. Los hijos de Varrón habían alcanzado una edad ideal, y él no tenía ganas de ausentarse de Roma durante una más que previsible larga temporada.

El nuevo procónsul, sin haber sido cónsul, estaba muy bien preparado y sabía exactamente cómo iba a actuar. En primer lugar, escribió al Senado informándole de que tomaría el mando de tres de las cuatro legiones que habían sido de Catulo y luego de Mamerco, y añadiría tres legiones de sus veteranos. Sin embargo, decía, la clase de guerra que Metelo Pío hacia en la Hispania Ulterior no era de índole agresiva y desde los primeros días de su mandato el grueso de las operaciones se había trasladado a la provincia Citerior; por consiguiente, solicitaba que el Senado ordenase a Metelo Pío ceder una de sus legiones a Pompeyo. Su valioso cuñado, Cayo Memmio, era ya tribuno militar con Metelo Pío, y al año siguiente tendría ya edad para ser cuestor; ¿era posible que Cayo Memmio fuese nombrado cuestor in absentia y se incorporase como cuestor al estado mayor de Pompeyo en la Hispania Citerior?

El consentimiento del Senado (hábilmente manipulado por FiliPO) llegó antes de que Pompeyo partiera de Mutina, corroborando su convicción de que cualquier cosa que pidiera se la concederían. Padre de un hijo de casi dos años y de una hija nacida a primeros de año, Pompeyo dejó a Mucia Tercia en su fortaleza de Piceno, dando orden de que no fuese a Roma durante su ausencia. Esperaba una larga campaña y no quería exponer a tentaciones a su hermosa y enigmática esposa.

Aunque ya había movilizado mil soldados de caballería de sus propias unidades, tenía la intención de incrementar el número reclutando jinetes en la Galia Transalpina, uno de los principales motivos por los que prefería ir a Hispania por tierra. Además, no le gustaba el mar y no confiaba en los barcos para llegar a su nueva provincia, a pesar de que los vientos de invierno eran favorables.

Había consultado todos los mapas y hablado con todos los comerciantes y viajeros de la ruta terrestre hacia Hispania, y sabía que la vía Domicia presentaba inconvenientes, pues cuando Marco Perpena Vento la había cruzado con los restos del ejército de Lépido en Cerdeña para encaminarse desde Liguria a Hispania, se había recreado en causar el mayor daño posible a Roma, y en consecuencia había soliviantado contra ella a las principales tribus de la Galia Transalpina: helvecios, voconcios, saluvios y volscos arecomici.

Lo peor del levantamiento de las tribus galas era el retraso que sufriría camino de Hispania a través de un territorio hostil lleno de pobladores muy belicosos. Pompeyo no dudaba de lograr cruzarlo, pero quería a toda costa llegar a Hispania antes del invierno, pues si quería estar seguro de que Metelo Pío no ganaba la guerra contra Sertorio, no podía demorarse un año en llegar allí, cosa más que probable dado el estado levantisco de la Galia Transalpina. Todos los pasos de los Alpes los dominaban una u otra de las tribus sublevadas; los cazadores de cabezas saluvios ocupaban las alturas de los Alpes marítimos, los voconcios campaban por el valle del Druentia y el paso del monte Genava, los helvecios obstruían las alturas medias del valle del Rhodanus y los volscos arecomici se interponían en la vía Domicia en la zona a los pies del macizo central de las Cevennas.

Añadiría laureles a su frente si aplastaba todas aquellas insurrecciones de bárbaros, desde luego, pero no laureles de suprema calidad. Esos laureles estaban en el territorio de Sertorio. En tal caso, ¿cómo evitar el largo y arduo tránsito por la Galia Transalpina?

La respuesta ya la sabía antes de partir de Mutina a primeros de septiembre: evitaría la ruta habitual y abriría una nueva. El mayor de los afluentes norte del Padus era el Duna Maior, que descendía rugiente y veloz de los Alpes más altos, los que se alzaban entre el arco de la Galia itálica occidental y los lagos y ríos que irrigaban la Galia Comata, el lago Lemanna, el curso alto del Rhodanus y el poderoso río Rhenus que separaba las tierras de los galos de las de los germanos. La hermosa hendidura socavada por el Duna Maior era conocida como el valle de los salassi por estar habitado por la tribu gala del mismo nombre; cuando treinta años atrás se había encontrado oro de aluvión en sus aguas y habían comenzado a acudir los buscadores romanos, aquellos bárbaros habían opuesto tan tenaz resistencia que nadie más había osado ir a explorar el curso fluvial más allá de la ciudad de Eporedia.

Pero se decía que en el fondo del valle de los Salassi había dos pasos en los Alpes Peninos. El primero era prácticamente un sendero de cabras que cruzaba las mayores alturas y descendía hasta el asentamiento llamado Octodurum, de la tribu de los veragros, para después seguir el alto curso del Rhodanus hasta desembocar en el extremo oriental del lago Lemanna; debido a que llegaba a más de tres mil metros de altura, era un paso sólo practicable en verano y a principios de otoño, pero demasiado peligroso para un ejército. El segundo paso discurría a una altura de unos dos mil trescientos metros, y permitía el tránsito de carros, aunque no estaba pavimentado ni tenía guarnición romana; llevaba, en dirección norte, hasta el nacimiento del río Isara y las tierras de los alóbroges para seguir el curso médio del Rhodanus. Era el camino que habían seguido en su huida los cimbros germanos tras su derrota en Vercellae a manos de Cayo Mario y Catulo César, aunque su avance había sido muy lento, y más adelante habían sido aniquilados por los alóbroges y los ambarri.

Ya durante la primera entrevista que sostuvo Pompeyo con un grupo de los salassi sometidos, había descartado la idea de utilizar el paso más alto, pero el más bajo le interesaba enormemente. Un camino cuya anchura permitía el paso de carros, por abrupto y peligroso que fuese, significaba que podía cruzarlo con las legiones y -esperaba- con la caballería. La estación estaba atrasada en un mes al calendario, así que cruzaría los Alpes a finales de verano si se ponía en marcha a primeros de septiembre, siendo mínimas las posibilidades de nevada incluso a dos mil trescientos metros. Decidió no llevar pertrechos en carro, confiando en poder abastecerse en Narbo y más adelante en la Galia; por lo tanto hizo acopio del mayor número posible de mulas para el transporte de la impedimenta.

– Vamos a avanzar aprisa, por difícil que sea el terreno -dijo a su ejército formado al amanecer del día de la marcha-. Cuantas menos noticias tengan los alóbroges de nuestra llegada, más posibilidades tendremos de no vernos empantanados en un combate que no deseo. Debemos alcanzar los Pirineos antes de que se halle cerrado el paso más bajo de Hispania. La Galia Transalpina pertenece moralmente a los Domicios Ahenobarbos, y por lo que a mí respecta pueden quedársela. ¡Necesitamos estar en la Hispania Citerior en invierno, y en la Hispania Citerior estaremos en invierno!

El ejército cruzó el paso de menor altura por el valle de los Salassi a finales de septiembre, encontrando muy pocos obstáculos en el propio camino y por parte de los pueblos de los aledaños. Y cuando Pompeyo descendió al valle del Isara y a las tierras de los fieros alóbroges, para éstos fue tan inesperado que blandieron inútilmente sus lanzas en dirección a la estela de polvo sin lograr darle alcance, y el ejército romano llegó hasta el Rhodanus sin encontrar resistencia organizada. Fueron los helvecios, que vivían en la orilla occidental del gran río, a los pies del macizo de las Cevennas, quienes presentaron batalla, pero resultaron presa fácil para Pompeyo, que derrotó a varios contingentes de guerreros y finalmente pidió y obtuvo rehenes con la promesa de un comportamiento pacífico. Los voconcios y los saluvios, que se atrevieron a bajar a las llanuras del Rhodanus, corrieron igual suerte, y lo mismo sucedió con los volscos arecomici que les atacaron después de cruzar la calzada de los pantanos entre Arelate y Nemausus. Salvado el último peligro, Pompeyo reagrupó los centenares de niños que había tomado como rehenes y los envió a Massilia para que los retuvieran allí.

Cruzó los Pirineos antes del invierno y halló un excelente lugar para establecer su campamento en tierras de los civilizados indicetes, cerca de la ciudad de Emporiae. Ya estaba en la Hispania Citerior. El procónsul que no había sido senador, y menos aún cónsul, se sentó para escribir al Senado contando sus aventuras desde la marcha de la Galia itálica, poniendo énfasis en el valor y audacia de abrir una nueva ruta a través de los Alpes, y en la facilidad con que había derrotado a las tribus galas.

Al faltarle los toques finales con que Varrón siempre adornaba su limitada prosa, Pompeyo escribió al otro procónsul, Metelo Pío el Meneitos, en la Hispania Ulterior.


He llegado a Emporiae y he instalado el campamento de invierno. Voy a pasar el invierno endureciendo a mis tropas para la campaña del año que viene. Creo que el Senado te ha ordenado que me entregues una de tus legiones. Ahora mi cuñado Cayo Memmio habrá sido elegido cuestor y podrá traerme esa legión bajo su mando.

Evidentemente la mejor manera de derrotar a Quinto Sertorio es actuar de concierto. Por eso el Senado no nos ha nombrado superior y subordinado. Compartiremos el mando y actuaremos juntos.

He hablado mucho con gente que conoce Hispania y he ideado una buena estrategia para el año que viene. Sertorio no se atreve a penetrar en la Ulterior al este del Betis, porque está densamente poblada y romanizada y no hay tribus salvajes que simpaticen con su causa.

A ti te incumbe, Quinto Cecilio, cuidar la Ulterior y no hacer nada que provoque a Sertorio para que invada la provincia al este del Betis. Yo este año le expulsaré de la zona costera de la Citerior. No será una campaña ardua desde el punto de vista de los abastecimientos; en las zonas costeras hay zonas de buenas tierras con excelentes cultivos. En primavera descenderé hacia el sur, cruzaré el río Iberus y me dirigiré a Cartago Nova, que sigue en nuestras manos, aunque aislada del resto de la Citerior por las fuerzas de Sertorio. Cuando me una a Cayo Memmio en Cartago Nova volveremos a invernar en Emporiae, reforzando de paso las diversas ciudades costeras.

Al año siguiente expulsaré a Sertorio de la Hispania Citerior y le obligaré a retirarse hacia el suroeste, a tierras de los lusitanos. Al tercer año, Quinto Cecilio, juntaremos nuestros dos ejércitos y le aplastaremos en el Tajo.


Cuando Metelo Pío recibió este comunicado a mediados de enero, se retiró a su despacho en la casa que ocupaba en la ciudad de Hispalis para estudiarlo a solas. Su contenido no era para reír, pero esbozó una amarga sonrisa, ignorando que Sila había recibido en cierta ocasión una carta no muy distinta, llena de abundante información sobre un país que el dictador conocía mucho mejor que Pompeyo. ¡Por los dioses, qué confianza en sí mismo tenía el joven Carnicero! ¡Y qué paternalista!

Tres años habían transcurrido desde que Metelo Pío y sus ocho legiones habían llegado a la Hispania Ulterior, tres años en que Sertorio había resultado mejor estratega y general que él. Nadie sentía más respeto por Quinto Sertorio y su legado Lucio Hirtuleyo que Metelo Pío el Meneitos. Y nadie mejor que él sabía lo difícil que iba a ser, incluso para Pompeyo, vencer a Sertorio y a Hirtuleyo. Por lo que a él respectaba, la tragedia radicaba en que Roma no le había dado tiempo. Según Esopo, los lentos pero constantes ganan la carrera; pero Metelo Pío era la quintaesencia de los lentos y constantes. Se había lamido las heridas y reorganizado sus fuerzas para compensar la pérdida de una legión, y a continuación se atrincheró en su provincia sin provocar a Sertorio. Y muy deliberadamente. Pues mientras aguardaba y reunía los informes del espionaje pormenorizando los movimientos de Sertorio, se dedicaba a reflexionar. No consideraba imposible derrotar a Sertorio; lo que sucedía es que creía que a Sertorio no se le podía derrotar con métodos militares ortodoxos, y estaba convencido de que la solución estribaba, al menos en parte, en establecer una red de espionaje más astuta y artera, una clase de red que impidiese que Sertorio se enterase de antemano de sus movimientos de tropas. Una cosa bien difícil, porque los indígenas eran la clave del espionaje suyo y del de Sertorio; pero no era imposible. Y en ese sentido estaba trabajando Metelo Pío.

Ahora Pompeyo irrumpía en el solar de Hispania con poderes del Senado (manipulado por Filipo) con igual imperium que él y muy seguro de su capacidad para eclipsar a Sertorio, a Hirtuleyo y a Metelo Pío. Bien, ya aprendería Pompeyo lo que Metelo Pío sabía perfectamente, aunque en aquel momento no estuviera dispuesto a escucharlo; cuestión de tiempo y unas cuantas derrotas. Oh, no cabía duda de que el joven era valiente como un león, pero el Meneitos le conocía de cuando tenía dieciocho años, y también sabía que Sertorio era valiente como un león. Y lo más importante, era el héroe militar de Cayo Mario y conocía el arte de la guerra como pocos hombres en la historia de Roma. Pese a todo, Metelo Pío había comenzado a intuir la debilidad de Sertorio y estaba casi seguro de que ésta radicaba en su engreimiento. Si esas ideas regias y fantasiosas podían socavarse sería posible buscarle las vueltas.

Pero ahora no se las podía buscar porque iba a enfrentarse a él Cneo Pompeyo Magnus.

Entró su hijo, después de haber llamado debidamente, porque Metelo Pío era un acérrimo partidario del formalismo. Todos le conocían por Metelo Escipión (aunque en privado su padre le llama¡ba Quinto) y su nombre completo era majestuoso: Quinto Cecilio Metelo Pío Corneliano Escipión Nasica; con diecinueve años, había llegado el año anterior para incorporarse al estado mayor de su padre como contubernalis, y estaba muy contento de poder -igual que había sido el caso de su progenitor- hacer el servicio militar con su padre. El vínculo paterno no tenía la fuerza de la sangre, pues Metelo Pío había adoptado al hijo mayor de Licinia, la hermana de su esposa, casada con Escipión Nasica. El Meneitos no se explicaba por qué Licinia la mayor era una mujer fértil que había concebido varios hijos, mientras que su Licinia era estéril. Eran cosas que sucedían, y cuando sucedían el hombre se divorciaba de la mujer estéril o, si la amaba, como en su caso, adoptaba un hijo.

En términos generales, el Meneitos estaba satisfecho de la adopción, aunque tal vez hubiese deseado que el muchacho fuese un poquito más inteligente y mucho menos arrogante. Esto último era comprensible, porque Escipión Nasica era arrogante. Alto y bien hecho, Metelo Escipión mostraba una altanería que compensaba su absoluta falta de guapura. Tenía ojos azul-gris y un pelo muy claro, por lo que no se parecía en nada a su padre adoptivo. Y si algunos de sus contemporáneos decían (como el joven Catón) que Metelo Escipión andaba como si estuviera sintiendo un mal olor, la mayoría coincidía en admitir que tenía motivos para arrugar la nariz. A los diez años había sido prometido en matrimonio a la hija de Mamerco y su primera esposa, una Claudia Pulcra, y, aunque los dos jóvenes regañaban mucho, él estaba tan enamorado de Emilia Lépida como ella de él.

– Una carta de Cneo Pompeyo Magnus desde Emporiae -dijo Metelo Pío a su hijo, alzándola pero sin intención alguna de leérsela.

El gesto de superioridad de Metelo Escipión creció y lanzó un bufido.

– Qué ofensa, padre -dijo.

– En cierto modo, sí, Quinto, hijo mío. Pero lo que dice me ha levantado mucho el ánimo. Este brillante prodigio militar considera a Sertorio un zopenco con el que no tiene ni para empezar.

– Ah, ya -comentó Metelo Escipión, sentándose-. Pompeyo cree que arrollará a Sertorio en una sola campaña, ¿no?

– ¡No, no, hijo! En tres campañas.


Sertorio había pasado el invierno en su nueva capital de Osca con su más valioso legado, Lucio Hirtuleyo, otro buen legado, Cayo Herenio, y el relativamente recién llegado Marco Perpena Vento.

A la llegada de Perpena las cosas se habían enturbiado, porque él había dado por sentado que el regalo de veinte mil infantes y mil quinientos jinetes seguiría bajo su mando.

– No puedo permitirlo -había dicho Sertorio.

– ¡Son mis tropas, Quinto Sertorio! -había exclamado Perpena, furioso-. ¡Es de mi incumbencia su cuidado y su empleo! ¡Siguen siendo mías!

– ¿Por qué actúas igual que Cepio el cónsul antes de la batalla de Arausio? -inquirió Sertorio-. ¡Ni lo pienses, Vento! ¡En España sólo hay un comandante en jefe y un cónsul. Yo!

Pero no había quedado ahí la cosa. Perpena sostenía y perjuraba que Sertorio no tenía derecho a negarle igual categoría ni a quitarle el ejército.

Luego Sertorio lo planteó ante el Senado.

– Marco Perpena Vento quiere hacer la guerra a Roma en Hispania por su cuenta y con rango igual al mío. No quiere aceptar mis órdenes ni seguir mi estrategia. Yo os pido, padres conscriptos, que le comuniquéis que se subordine a mi o se marche de Hispania.

El Senado de Sertorio así se lo comunicó a Perpena, pero éste siguió en sus trece, y, convencido de que tenía de su parte el derecho y la tradición, apeló a su ejército en asamblea. Pero sus soldados le dijeron claramente que Sertorio tenía razón; servirían a las órdenes de Sertorio y no de él.

Así, finalmente Perpena había claudicado. A todos les pareció (incluido el propio Sertorio) que cedía con gentileza y sin rencor, pero bajo su plácida apariencia le reconcomía el sentimiento de haber sido ultrajado. Él estaba convencido de que, de acuerdo con las costumbres romanas, tenía el mismo rango que Sertorio; los dos habían sido pretores y ninguno de los dos cónsul.

Ignorando que Perpena seguía ofendido, Sertorio procedió el mismo invierno de la llegada de Pompeyo a trazar sus planes para la campaña del año próximo.

– Yo no conozco a Pompeyo -dijo Sertorio con toda naturalidad-, pero viendo su carrera no creo que sea difícil derrotarle. Si hubiese creído que Carbón era capaz de vencer a Sila, me habría quedado en Italia; tenía buenos hombres, como Carrinas, Censorino y Bruto Damasipo, pero en el momento en que huyó, que es cuando se habría visto lo que valía Pompeyo, dejó plantados a un estado mayor desmoralizado y a todo el ejército. Aun recordando las primeras batallas de Pompeyo, es evidente que no se ha enfrentado nunca a un general realmente capaz ni a un ejército con moral de victoria.

– ¡Eso va a cambiar! -comentó Hirtuleyo sonriente.

– Ya lo creo. ¿Cómo le llaman? ¿El joven Carnicero? Bueno, no creo que yo le haga tal honor; le llamaré el jovencito. Está muy pagado de si mismo, es un inconsciente y no tiene respeto por las instituciones romanas. Si no, no habría venido con un imperium igual al de esa vieja de la Hispania Ulterior. Ha manipulado al Senado para que le conceda el mando sin tener derecho a ello, por muchas cláusulas especiales que haya añadido Sila a las leyes. Es mi obligación darle lo que se merece, que no es tanto como él cree.

– ¿Tienes idea de lo que hará? -inquirió Herenio.

– Oh, lo lógico -contestó Sertorio-. Bajará por la costa para arrebatárnosla.

– ¿Y la vieja? -preguntó Perpena, que utilizaba el despectivo mote que Sertorio aplicaba a Metelo Pío.

– Bueno, de momento su actuación no ha sido nada brillante, ¿no? Sin embargo, por si la llegada de Pompeyo le ha envalentonado, le mantendremos clavado en su provincia. Situaré a los lusitanos en masa en la frontera occidental y le obligaremos a desalojar el Betis y a establecerse en el Anas, ciento sesenta kilómetros más lejos de la costa, por si se le ocurre ir en ayuda de Pompeyo. Aunque no creo que piense hacerlo. La vieja es cauta y poco emprendedora. ¿Y por qué se va a esforzar, además, en ayudar a un jovencito que se las ha arreglado para que el Senado le conceda un imperium igual al suyo? La vieja es un rigorista, Perpena; cumplirá con su deber con Roma, independientemente de que le hayan dado a otro igual imperium, pero ni un ápice más. Cuando vea que los lusitanos invaden la otra orilla del Anas considerará que su deber es contenerlos.

La reunión concluyó, y Sertorio fue a dar de comer a su corza blanca, un animal mágico en virtud de su extraño color, que había asumido una singular importancia ante sus partidarios hispanos, que lo consideraban prueba de que Sertorio tenía poderes mágicos. No había perdido con los años el ascendiente sobre los animales salvajes y al volver la segunda vez a Hispania, era consciente de la fuerte impresión que causaba en los nativos cuando hacia un chasquido con los dedos y acudía un animal. La corza blanca, que no debía de tener madre, había venido a él dos años atrás en las montañas de la Hispania central, débil y recatada, y él, sin pensar en lo que hacía, se había arrodillado a abrazarla. Pero los hispanos habían murmurado asombrados ante la escena, y desde aquel día le miraban de forma distinta, porque estaban convencidos de que el animal era nada menos que una reencarnación de su diosa Diana, quien mostraba a Sertorio su especial favor para distinguirle de los demás mortales. ¡Y él sabía quién era el animal, puesto que había caído de rodillas ante él para adorarlo humildemente!

Desde entonces no se había separado de aquella corza que le seguía a todas partes como un can y no dejaba que se le acercase hombre ni mujer, sólo él. Y lo que era aún más extraordinario es que no crecía y seguía siendo una delicada cría de ojos de rubí que retozaba y hacía cabriolas junto a Sertorio para que la acariciara y besara, y dormía en una piel de oveja junto a su cama. Él la llevaba consigo hasta en las campañas; durante la batalla, la ataba a un palo en un sitio seguro, porque si la dejaba suelta ella trataba de llegar a él en medio del combate, y no quería correr el riesgo de perderla, ya que, en ese caso, los hispanos creerían que la diosa le había abandonado.

Lo cierto es que él mismo había comenzado a creer que la corza blanca era signo del favor celestial, y cada día estaba más convencido. Naturalmente, la llamaba Diana, y cuando hablaba con ella se consideraba su «papá».

– ¡Diana, ha venido papá! -dijo.

Y Diana se llegó a él alegremente para que la besara. Sertorio se agachó y abrazó al tembloroso animalito, acercó sus labios al suave pelaje de su cabeza y le acarició rítmicamente una oreja. Siempre la sacaba de casa cuando tenía consejo con los legados, y debía de estar deprimida pensando que había ofendido a papá; por eso cuando acudía a él contrita, él aumentaba las caricias, musitándole palabras de afecto para que se animase a comer. Tal vez pensase más en Diana que en la esposa germana y en el hijo habido con ella, ya que ellos no tenían nada de divino. Más que a Diana, sólo quería a su madre, a quien hacía siete años que no veía.

La corza triscó contenta por entre las hierbas secas (pues en invierno en la nevada Osca no había pastos), y Sertorio se sentó en una piedra tratando de imaginarse los planes de Pompeyo. ¡Un jovencito! ¿Es que realmente pensaba Roma que un muchacho de Piceno podía derrotarle? Cuando se levantó estaba convencido de que Roma y el Senado habían sido burlados por el mañoso Filipo. Pues, naturalmente, Sertorio mantenía contacto con gente en Roma de cierta categoría, gente descontenta que durante el mandato del dictador urdía planes, y algunos le mantenían informado. Desde el nombramiento de Pompeyo los informes habían variado un poco de tono, y algunos personajes comenzaban a insinuar que si Quinto Sertorio derrotaba al nuevo adalid del Senado, Roma estaría dispuesta a recibirle como dictador.

Pero él también había pensado algo y, discretamente, llamó a Lucio Hirtuleyo a su presencia.

– Tenemos que asegurarnos completamente de que la vieja no sale de su provincia de la Hispania Ulterior -dijo-, pues podría ser que no bastasen los lusitanos para disuadirle. Quiero que tú con tu hermano llevéis el ejército a Laminio en primavera y os asentéis allí. Si la vieja decide ir en ayuda de Pompeyo, vosotros le detendréis. Y si intenta salir de su provincia por el Anas o el Betis, le cerráis el paso.

El ejército hispano lo componían cuarenta mil lusitanos y celtíberos de las tribus peninsulares a quienes Sertorio e Hirtuleyo habían adiestrado con gran esfuerzo y buenos resultados para combatir contra las legiones romanas. Sertorio contaba con otras fuerzas hispanas que conservaban su atavío indígena, y eran fantásticas para emboscadas y guerra de guerrillas, pero desde el principio sabía que si quería vencer a Roma en Hispania tenía que disponer de legiones romanas debidamente entrenadas, y, aunque se habían alistado muchos romanos e itálicos desde la derrota de Carbón, no eran suficientes. Por eso había formado Sertorio su ejército hispano.

– ¿ Podrás arreglártelas sin nosotros frente a Pompeyo? -preguntó Hirtuleyo.

– Tengo de sobra con las tropas de Perpena.

– Pues no te preocupes de la vieja. Mi hermano y yo la mantendremos en su provincia.


– Y recuerda -dijo Metelo Pío a Cayo Memmio cuando éste se disponía a marchar hacia Cartago Nova- que tus tropas son más valiosas que tu pellejo. Si las cosas fueran mal, es decir, si a Pompeyo no le salieran como él cree, refúgiate con tus hombres en un sitio en que puedas resistir. Eres persona en quien confío, Memmio, y lamento que partas, pero cuida a la tropa.

Guapo de cara y solemne, el nuevo cuestor de Pompeyo, que además era cuñado suyo, partió con la legión a campo través hacia Levante por una región reputada de ser la más fértil del orbe, más que Campania, más que Egipto y más que la provincia de Asia. De veranos e inviernos equilibrados, ríos abundantes alimentados por nieves perpetuas y profundas tierras aluviales, la Hispania Ulterior era una despensa verde en primavera y principios de verano, y dorada en el abundante otoño; el ganado era gordo y prolífico, y en sus ríos abundaba la pesca.

Acompañaban a Cayo Memmio dos hombres que no eran romanos ni hispanos; un tío y un sobrino casi de la misma edad, y los dos por nombre Kinahu Hadasht Byblos. Eran de sangre fenicia y ciudadanos de la gran urbe portuaria de Gades, colonia fenicia fundada mil años atrás, que conservaba aún de forma manifiesta sus raíces y costumbres púnicas. La hegemonía cartaginesa les había sido llevadera, puesto que los cartagineses eran también de origen púnico; luego llegaron los romanos, que también se habían avenido con las gentes de Gades. Gades prosperaba y, paulatinamente, los nobles gaditanos habían comprendido que el destino de su ciudad quedaba inextricablemente unido al de Roma. Un pueblo civilizado del Mediterráneo era preferible al dominio de las tribus bárbaras del este y el centro de Hispania, y el principal temor de los gaditanos era que Roma acabase por no considerar digna de conservación a Hispania y la abandonase. Por esa razón, el tío y el sobrino, llamados Kinahu Hadasht Byblos, acompañaban a Cayo Memmio y a su legión para ayudarle en lo que pudieran. Memmio les había encargado complacido los abastecimientos de la tropa, y los empleaba de intérpretes e informadores. Como le costaba pronunciar correctamente su nombre púnico, y ellos hablaban latín y muy bien, aunque con un deje peculiar, el nuevo cuestor de Pompeyo les llamaba Balbus, nombre que denotaba un impedimento del habla, aunque no acababa de entender por qué ellos estaban encantados de que les aplicara un apodo latino.

– Cneo Pompeyo me ha dado orden de que vaya por Fraxinum y Eliócroca -dijo Memmio al Balbus mayor-. ¿Debemos realmente seguir ese camino?

– Creo que si, Cayo Memmio -contestó Balbus, cuya nariz aguileña y marcados pómulos denotaban su origen semítico, del mismo modo que sus grandes ojos negros-. Hay que seguir el Betis en casi todo su curso hasta el nacimiento, y luego cruzar los montes de Orospeda por la parte más estrecha de la vertiente. Pero si de Ad Fraxinum vamos hasta Basti, podemos tomar un camino que cruza hasta Eliócroca. A partir de allí podemos descender rápidamente hasta el Campus Spartarius, que es como los romanos llaman a las llanuras de los contestanos cerca de Cartago Nova. No merece la pena seguir otro camino.

– ¿Encontraremos mucha resistencia?

– No hasta que crucemos Orospeda. Después, quién sabe.

– ¿Son amigos o enemigos los contestanos?

Balbus hizo un extraño gesto de escepticismo.

– ¿Puede uno confiar en las tribus hispanas? Los contestanos siempre han vivido cerca de la civilización, y eso es algo. Pero también el llamado Sertorio es un hombre civilizado, y los hispanos le admiran mucho.

– Pues bien; ya veremos -dijo Memmio, dispuesto a no preocuparse más hasta alcanzar Eliócroca.

Hasta que Cayo Mario había abierto las minas de las montañas entre el Betis y el Anas (llamada después sierra Mariana en memoria suya), las montañas de Orospeda eran la principal fuente de plomo y plata explotada por Roma; como consecuencia, en la vertiente sur de las mismas no había bosques, y ésa era la ruta de Memmio. Tenía que recorrer ochocientos kilómetros, pero como el terreno era difícil, Memmio había salido un poco antes que Pompeyo, a mediados de marzo, y a finales de abril, sin precipitarse, descendía de la cordillera de Orospeda hacia la pequeña ciudad de Eliócroca, a orillas del Tader. Ante él se extendía el Campus Spartarius.

Memmio, que llevaba en Hispania tiempo suficiente como para desconfiar de los indígenas, apretó las filas, preparado para repeler cualquier ataque, y prosiguió la marcha hacia Cartago Nova, situada a unos cuarenta y ocho kilómetros al sudoeste. Acertada medida, como vio en seguida, pues no lejos de la carretera minera de Eliócroca se encontró con los contestanos que le esperaban, y prometió una ternera a Júpiter Optimus Maximus si conservaba su legión intacta hasta llegar a lugar seguro. El lugar seguro era, sin lugar a dudas, Cartago Nova. Por lo que Cayo Memmio no pensó un solo instante en demorarse en alcanzar la pequeña península.

Faltaban no menos de cuarenta kilómetros, pero había enviado en avanzadilla a los doscientos jinetes galos que llevaba consigo, juzgando que sus intenciones serían inútiles si los contestanos le interceptaban en aquel angosto punto. Había salido a buen paso de Eliócroca al amanecer, cuando se tropezó con las tribus a unos ocho kilómetros, y a partir de ese momento siguió avanzando por la carretera a paso de cangrejo con las cohortes en cuadrado y los soldados de los flancos protegiendo la formación. Como los contestanos combatían a pie y no estaban acostumbrados a la batalla campal, no pudieron romper su formación y alcanzó el puente protegido y pudo cruzarlo con su legión intacta.

A Balbus el mayor lo envió a Gades en un anodino bajel que apestaba a garum, la maloliente pasta de pescado tan apreciada por los cocineros del orbe, con una carta para Metelo Pío diciendo que Cartago Nova no podría resistir hasta el invierno si no se la abastecía; y al Balbus joven le encomendó una misión más peligrosa: cruzar a través de las tribus al norte de Cartago Nova y enlazar con Pompeyo.


Pompeyo dejó los alrededores de Emporiae a principios de abril, cuando sus consejeros le comunicaron que el caudal del Iberus habría disminuido a finales de mes y se podría vadear fácilmente.

Había resuelto el problema de los legados nombrando sólo a picentinos o itálicos, y designando primeros legados a Lucio Afranio y Marco Petreyo, ambos viri militares de Piceno, que habían servido varios años en sus propias legiones. El compañero de alojamiento de César en Mitilene, Aulo Gabinio, era de una familia picentina; Cayo Cornelio no era de los Cornelios patricios, ni Décimo Laelio tenía parentesco con los Laelios que se habían distinguido en la época de Escipión el Africano y Escipión Emiliano, pero todos habían demostrado su valía militar o prometían en ese senti·do, aunque ninguno de ellos, salvo quizás Aulo Gabinio (cuyo padre y tío eran senadores), podía esperar ascender en Roma sin un buen mecenazgo de Pompeyo.

Las cosas salieron muy bien. Avanzando rápidamente a lo largo de la costa, Pompeyo con sus seis legiones y los mil quinientos jinetes llegaron a Dertosa, en la orilla norte del Iberus, sin encontrar resistencia alguna, y, aunque en el momento en que comenzaba a vadear el Iberus unas dos legiones al mando de Herenio trataron de impedírselo, las derrotó sin dificultad. Pompeyo, pletórico, continuó hacia el sur lleno de optimismo; pero Herenio volvió a cruzarse en su camino, y esta vez con dos legiones más al mando de Perpena. No obstante, cuando la vanguardia comenzó a ceder, se retiraron apresuradamente hacia el sur.

Los vigías de Pompeyo eran excelentes, y, conforme continuaba avanzando por la costa, le trajeron nuevas de que Herenio y Perpena se habían refugiado en la gran ciudad enemiga de Valentia, a unos ciento sesenta kilómetros de donde él se encontraba en aquel momento. Como Valentia estaba a orillas del río Turis y las grandes llanuras aluviales de aquel río eran ricas en cultivos, Pompeyo apresuró la marcha. Al llegar a Saguntum -junto a la desembocadura de un pequeño río que cruzaba un terreno bastante pobre-, sus vigías le comunicaron que Sertorio se hallaba muy lejos y no podría acudir en auxilio de Herenio y Perpena. Al parecer, temiendo que Metelo Pío invadiese el norte de Hispania con su ejército, Sertorio había dispuesto sus tropas en las cercanías de Salo y Segontia para interceptar al Meneítos cuando saliera por el estrecho corredor montañoso que separaba el Tagus del Iberus. ¡Ingenioso Sertorio -pensó Pompeyo con aire de suficiencia-, pero deberías estar cerca de Herenio y Perpena!

No era aún mediados de mayo y Pompeyo comenzó a sentir lo agobiante que era el verano en Hispania; y comenzaba también a percatarse de la cantidad de agua que bebían sus hombres en una jornada, y de lo aprisa que devoraban las provisiones. Como aún faltaban meses para la siega, el aprovisionamiento de trigo había dejado vacíos los graneros de las ciudades que habían cruzado a partir del Iberus; aquella costa, que parecía tan rica en los mapas y de la que sus consejeros decían maravillas, no era Italia. A él la costa del Adriático siempre le había parecido pobre y despoblada, pero era mucho más fértil y muchísimo más poblada que la costa oriental de Hispania.

Aunque proclamándose amiga de Roma, Saguntum no pudo darle trigo. Los piratas habían saqueado los silos, y sus habitantes apenas tenían para subsistir hasta la época de la cosecha. Así, sintiendo la llamada de las llanuras del Turis, Pompeyo reanudó la marcha.

Aquellos tremendos peñascos que se avistaban tierra adentro daban una remota idea de lo penoso que sería para un ejército cruzar la Hispania central; por lo cual Sertorio, que estaba apostado en Segontia a primeros de mayo, no podría acudir en ayuda de Valentia antes de finales de junio, y eso, según le informaban sus vigías, sólo si venía volando. Incapaz de concebir que otro general fuese capaz de avanzar más de prisa que él, Pompeyo dio crédito a sus vigías, quienes tal vez estuvieran convencidos de lo que decían, aunque lo más probable era que fuesen partidarios de Sertorio. Fuera lo que fuese, apenas a una jornada de Saguntum, Pompeyo supo que Sertorio y su ejército se interponían en el camino hacia Valentia y estaban atacando la ciudad de Lauro, leal a Roma.

Lo que a Pompeyo nadie habría podido hacerle entender es que Sertorio conocía cada quebrada, valle, paso y sendero entre el Mediterráneo y las montañas de Hispania occidental, y que se movía por ella con una extraordinaria rapidez porque en cada pueblo y aldea que encontraba le facilitaban alimento si lo pedía, y le animaban con un afecto rayano en la adulación, pues celtíberos y lusitanos detestaban a una Roma que únicamente dominaba el país para explotar sus riquezas. El hecho de que aquel llamado Sertorio fuese romano era una esperanza y un don de los dioses para los nativos, pues ¿quién mejor que un romano para luchar contra Roma?

Cuando los exploradores comunicaron que Sertorio mandaba sólo dos legiones, Pompeyo se quedó pasmado. ¡Qué valor! ¡Qué frescura! ¡Sitiar una ciudad romana a cuatro pasos de seis legiones veteranas y mil quinientos soldados de caballería! ¡Inconcebible! Y a Lauro se dirigió Pompeyo entusiasmado, pensando en que la Fortuna le había dado por primer adversario al mismísimo Sertorio.

Un vistazo frío y desapasionado a Lauro y a la posición de Sertorio desde un altozano al norte de la llanura bastó a Pompeyo para cobrar aún más confianza. Una milla al este de Lauro estaba el mar, y al oeste se alzaba una meseta alta. Desde el puesto de observación de Pompeyo era evidente que la altura al oeste era el lugar ideal para dirigir las maniobras. ¡Y Sertorio no la había tomado! Pompeyo, sin dudarlo un instante, dirigió su ejército hacia el oeste de la ciudad con idea de ocupar la colina y convencido de que ya era suya. Montado en su gran caballo blanco público bien enjaezado, y a buen paso delante de la tropa para que le viesen bien todos los que se apiñaban en lo alto de las murallas de Lauro.

Aunque avanzaba sin dejar de mirar la colina de arriba abajo, había llegado a ella sin advertir que iba coronándose de erizadas lanzas. Y de pronto se oyeron abucheos, mofas y rechiflas: las de Sertorio y sus tropas gritándole que habría debido darse más prisa para arrebatar una colina a Quinto Sertorio.

– ¿Es que pensabas que no me iba a dar cuenta de que venías a por ella, chiquillo? ¡Tortuga! Te crees tan listo como el Africano y tan valiente como Horacio Cocles, ¿verdad? ¡Pues Quinto Sertorio te dice que eres un aficionado! ¡No tienes ni idea de arte militar! ¡Quédate por aquí y aprenderás algo de un experto!

Pompeyo, ante la imposibilidad de tomar la posición al asalto, no tuvo más remedio que retroceder. Con la vista fija ante sí, consciente de que su rostro era una amapola, dio media vuelta con el caballo y cruzó las filas de sus tropas sin detenerse hasta hallarse de nuevo en el otero de observación. El sol ya había cruzado el cenit, pero aún había día por delante para intentar alguna maniobra, y su pundonor se lo exigía.

Con la respiración agitada del que trata de dominar sus emociones, volvió a observar el terreno. A sus pies tenía a la tropa bien dispuesta, bebiendo la última ración de agua de los arrugados pellejos que cargaban los asnos, y hablando unos con otros bajo aquel sol abrasador, apoyados en escudos y lanzas; hablando de su bonito general y de la humillación que acababan de infligirle, y pensando si no sería la primera campaña en que no iba a poder vencer.

No había querido que le acompañasen Afranio ni Petreyo, y menos aún los más jóvenes, sobre todo Aulo Gabinio, pero ahora hizo llamar a Afranio, y cuando con sus caballos flanquearon a su blanco corcel público, señaló con una varita el escenario de la batalla. Ninguno de los dos dijo una palabra, esperando que acabara de explicarse.

– ¿Veis dónde está Sertorio? -dijo sin intención de que contestaran-. Se mueven al pie de las murallas; deben de estar zapándolas. El campamento lo tiene ahí. ¡Ahora baja de la colina! Esa colina no le interesa, lo que quiere es tomar la ciudad. ¡Pero no volverá a engañarme! -añadió con los dientes apretados-. La distancia que hay que cubrir para entrar en combate será de una milla, y sus líneas tendrán la mitad de esa distancia… se ha desplegado demasiado y eso nos da ventaja. Si quiere resistir el ataque, tendrá que cerrar filas cuando nos vea llegar; y hemos de suponer que cree que va a resistir, si no no estaría ahí. Puede abrirse hacia el este o el oeste o en ambas direcciones a la vez; imagino que lo hará en ambas direcciones, como lo haría yo -el último comentario se le escapó y se ruborizó-. Avanzaremos con las alas sobresaliendo del centro, con la caballería distribuida por igual en los extremos; la infantería, una legión en cada ala formando la parte más densa de las alas hacia el centro, en donde irán las otras cuatro legiones. Cuando un ejército avanza por terreno llano es difícil determinar si las alas van muy adelantadas del centro y las abriremos más conforme nos acerquemos. Si me menosprecia (¡y parece hacerlo!) no me creerá capaz de astucia militar. Y se verá envuelto por mis alas, sin poder escapar por el este ni por el oeste, y acorralado contra las murallas.

Afranio se arriesgó a hacer un comentario.

– Dará resultado -dijo.

– Dará resultado -añadió Petreyo, asintiendo con la cabeza.

Era cuanto necesitaba Pompeyo. Al pie de su puesto de observación ordenó a los trompetas tocar «formación en línea de combate» y dejó que Afranio y Petreyo dieran las órdenes a los otros legados y a los centuriones, mientras él pedía seis heraldos a caballo.

Cuando Afranio y Petreyo regresaron junto a él era demasiado tarde para disuadirle de lo que había ordenado; los dos primeros legados vieron pasmados alejarse a los heraldos, e hicieron mentalmente augurios para que el plan de Pompeyo surtiese efecto.

Mientras el ejército se ponía en marcha, los heraldos, con bandera blanca, cabalgaron frente a las defensas del campamento de Sertorio para vociferar un mensaje a los habitantes de Lauro, que observaban desde las murallas.

– ¡Salid, habitantes de Lauro! -gritaban-. ¡Salid de vuestras casas y asomaos a las almenas a ver a Cneo Pompeyo Magnus enseñar a esta fiera renegada que se dice romano lo que es un verdadero romano! ¡Salid a ver a Cneo Pompeyo Magnus infligir una sonada derrota a Quinto Sertorio!

¡Iba a dar resultado!, pensó Pompeyo, ya recuperado del bochorno y de nuevo a la cabeza de su ejército, cuyas alas se abrían cada vez más hacia adelante conforme avanzaban las legiones, sin que Sertorio diese orden alguna a sus tropas de retirarse hacia el este o el oeste. ¡Los cercarían! ¡Sertorio moriría con todos sus hombres, moriría! ¡Ah, aquel Sertorio aprendería del modo más definitivo lo que era enfurecer a Cneo Pompeyo Magnus!

Los seis mil soldados que Sertorio había mantenido en reserva, totalmente fuera de la vista de los vigías de Pompeyo y de su puesto de observación, caían ya sobre la desvalida retaguardia de Pompeyo y la deshacían sin que aún éste -en vanguardia- se hubiese enterado. Cuando se lo comunicaron, nada podía hacerse para evitar el desastre; en aquel momento las alas habían avanzado tanto, que era inútil intentar que diesen media vuelta, y además se habían replegado y empeñaban combate con las tropas de Sertorio bajo los muros de Lauro, llenos de gente contemplando el desastre, por obra y gracia de los heraldos que había enviado. Al fallar una y otra vez la maniobra de dar media vuelta, lo único que Pompeyo y sus legados podían hacer era esforzarse denodadamente por formar las cuatro legiones del centro en cuadrado. Para empeorar las cosas, escuadrones de caballería de Sertorio surgían por detrás de Lauro y caían sobre los de Pompeyo que cubrían los extremos de las alas. Los desastres se sucedían.

Pero aquellos veteranos de las legiones de Pompeyo eran buenos soldados y estaban mandados por hábiles centuriones y lucharon con valentía, aunque con la boca seca y un profundo desánimo al ver frustrado el ataque de su guapo general, cosa inimaginable para ellos. Finalmente, Pompeyo y los legados lograron formar el cuadrado y plantar una especie de campamento.

Al anochecer, Sertorio se retiró y les dejó concluir el campamento entre montones de cadáveres y en medio de los abucheos y chanzas que proferían no sólo los soldados de Sertorio, sino también de los habitantes de Lauro. Pompeyo no pudo ni retirarse a llorar a solas, echándose su capa roja de general por encima de la cabeza; tuvo que hacer de tripas corazón y recorrer el campo dirigiendo a la sedienta tropa sonrisas y palabras de aliento, pensando en dónde encontrar agua y sin saber cómo paliar aquella vergüenza.

A las primeras luces del alba envió un mensajero a Sertorio y le pidió una tregua para enterrar a los muertos, petición que éste concedió con gran generosidad para que trasladara su campamento lejos del hediondo paraje en un lugar con agua potable. Después, una gran depresión hizo mella en él y dejó que sus legados contasen y sepultasen los muertos en trincheras y fosas, ya que no había cerca madera ni aceite. Mientras ejecutaban aquella tarea, él se retiró a la tienda de mando, mientras los pocos hombres que no estaban heridos construían fortificaciones alrededor para contener a Sertorio una vez concluida la tregua. Hasta el anochecer, un día después de la batalla, no osó Afranio pedir audiencia. Venía solo.

– No habremos acabado los enterramientos antes de la nundinae -dijo el primer legado con toda naturalidad.

– ¿Cuántos muertos hay, Afranio? -inquirió el general con igual tono.

– Diez mil infantes y setecientos jinetes.

– ¿Y heridos?

– Cinco mil bastante graves y casi todos los demás con contusiones o rasguños. Los supervivientes de caballería están bien, pero sin montura. Sertorio mató los caballos.

– Lo cual quiere decir que me quedan cuatro legiones de infantería, y una de ellas de hombres gravemente heridos… y ochocientos jinetes sin caballos.

– Sí.

– Me ha sacudido como a un perro.

Afranio no dijo nada y se limitó a mirar el cuero de la tienda con cara inexpresiva.

– Es primo de Cayo Mario, ¿verdad?

– Exacto.

– Imagino que eso lo explica.

– Supongo que sí.

No dijeron nada más durante un buen rato, y fue Pompeyo quien rompió el silencio.

– ¿Cómo puedo explicar esto al Senado? -dijo en un susurro casi lastimero.

Afranio dejó de mirar el cuero de la tienda y fijó la vista en el rostro de su comandante, que parecía el de un anciano de cien años. Tenía el corazón en un puño, pues sentía sincero afecto por Pompeyo, como amigo y como jefe; pero aparte de la natural aflicción por el amigo y el jefe, lo que más le alarmaba era la convicción de que si no se daba ánimos a Pompeyo para que recuperase su confianza y arrogancia natural, sería un hombre acabado. Aquel viejo de rostro grisáceo era un desconocido para Afranio.

Y optó por decir:

– Yo en tu caso echaría la culpa a Metelo Pío. Di que se negó a ·acudir desde su provincia con refuerzos. Y además, yo triplicaría el número de soldados de Sertorio.

– ¡No, Afranio! -exclamó Pompeyo, horrorizado-. ¡Eso no puedo hacerlo!

– ¿Por qué? -replicó Afranio, sorprendido ante un Pompeyo que sentía escrúpulos morales, desconocidos para él.

– Porque -contestó Pompeyo con voz pausada- voy a reunirme con Metelo Pío si quiero salvar mi misión en Hispania. He perdido casi un tercio de mi tropa y no puedo pedirle al Senado más hasta que pueda presentar al menos una victoria. Y además es posible que algún habitante de Lauro pueda llegar a Roma y cuando relate los hechos le creerán. Además, aunque no soy sabio, creo que la verdad se esfuma transcurrido el peor momento.

– ¡Ah, comprendo! -exclamó Afranio, notablemente tranquilizado. Pompeyo no experimentaba escrúpulos morales ni éticos, simplemente veía las cosas tal como eran-. Pues ya sabes lo que tienes que explicar al Senado -añadió.

– ¡Sí, sí que lo sé! -exclamó Pompeyo, picado-. ¡Lo que no sé es cómo explicarlo! ¡Con qué palabras! Varrón no está aquí, y no hay nadie más que tenga arte con las palabras.

– Yo creo -dijo Afranio con delicadeza- que tus propias palabras serán adecuadas para una noticia como ésta. Los senadores amantes de la literatura se imaginarán que has elegido un estilo sencillo para una noticia sencilla; ellos razonan así. Y los demás no entienden de literatura y no les parecerán mal tus palabras.

Aquel espléndido análisis pleno de lógica y pragmatismo animó mucho a Pompeyo, al menos superficialmente. Sus capas más profundas y más cruelmente laceradas, formadas por orgullo, dignitas, seguridad y complejísimas imágenes del ego, tardarían en sanar, algunas quedarían malparadas y otras no curarían jamás.

Así, Pompeyo se sentó a redactar su informe al Senado, en medio del hedor a carne podrida, y no omitió ni la temeridad de haber enviado heraldos a las murallas de Lauro ni la táctica errónea de la batalla. Luego envió el borrador, escrito con numerosas tachaduras y correcciones en la cera, a que su secretario lo copiase con buena letra y sin faltas de ortografía ni gramaticales en tinta y sobre papel, aunque no había concluido la misiva. Lo de Lauro no había acabado.

Transcurrieron dieciséis días. Sertorio proseguía el asedio de Lauro, mientras Pompeyo no se movía del campamento. Que aquella pasividad no podía continuar Pompeyo Lo sabía de sobra; se estaba quedando sin provisiones, y mulas y caballos adelgazaban a ojos vistas. Pero no podía retroceder ni dejar que Sertorio hiciera lo que quisiera y continuase sitiando a Lauro. No le quedaba otro remedio que reponer provisiones. Amenazados bajo tortura, sus vigías le informaron que en los campos del norte no había patrullas de Sertorio, y él ordenó salir a una fuerte expedición de caballería en dirección de Saguntum.

No habrían transcurrido dos horas cuando llegó a galope tendido un mensajero pidiendo ayuda: les rodeaban las fuerzas de Sertorio y les iban capturando uno a uno. Pompeyo envió una legión en su auxilio y pasó las siguientes horas paseando arriba y abajo por las defensas del campamento, mirando angustiosamente hacia el norte.

Los heraldos de Sertorio le dieron la respuesta al atardecer:

– ¡Márchate, muchachito! ¡Vuélvete a Piceno! ¡Ahora estás luchando contra hombres de verdad! ¡Eres un aficionado! ¿Qué te parece esto de enfrentarte a un profesional? ¿Quieres saber dónde está la expedición de aprovisionamiento? ¡Muerta, muchachito, muerta! ¡No queda ni uno! ¡Pero esta vez no te preocupes por los entierros! ¡Lo hará Quinto Sertorio gratis! ¡Tiene sus armas y las corazas a cuenta de ello! ¡Márchate, muchachito! ¡Vete a casa!

Aquello era una pesadilla. No podía ser. ¿De dónde habían salido las tropas de Sertorio si los que habían combatido, caballería incluida, no se habían movido del sitio de Lauro?

– No eran los legionarios ni la caballería romana, Cneo Pompeyo -dijo el jefe de los exploradores, temblando de pavor-, sino las guerrillas. Salen de no se sabe dónde, tienden emboscadas, matan a todos y desaparecen.

Completamente decepcionado por los exploradores hispanos, Pompeyo los mandó ejecutar y juró que en el futuro emplearía sus propios exploradores de Piceno; mejor valerse de hombres en quienes confiaba aunque no conocieran el país que de unos en quienes no podía confiar aunque conociesen el terreno. Fue la primera enseñanza bélica en Hispania para Pompeyo, y no sería la última. ¡Él no se marchaba a Piceno! ¡Iba a quedarse en Hispania y a vérselas con Sertorio aunque muriera en el empeño! Sería fuego contra fuego, piedra contra piedra, hielo contra hielo; por muchos tropezones que diera, por muchas veces que aquel extraordinario demonio antirromano le atenazara con sus tácticas, él no pensaba ceder. Había perdido dieciséis mil soldados y casi la mitad de la caballería, pero no pensaba ceder aunque perdiese hasta el último hombre y el último caballo.

El Cneo Pompeyo Magnus que se retiraba despacio desde Lauro a finales de sextilis, con el eco en sus oídos de los gritos de la ciudad a punto de caer, era un hombre muy distinto al que había avanzado alegremente hacia el sur en primavera, engreído, confiado y con tanta imprudencia. El nuevo Cneo Pompeyo Magnus era capaz incluso de escuchar con un gesto de interés los gritos estentóreos de los heraldos de Sertorio que seguían sus pasos y explicaban a sus soldados el penoso destino que aguardaba a las mujeres de Lauro cuando llegaran a manos de sus nuevos poseedores en el occidente de Lusitania. Fueron los únicos hombres de Sertorio que les siguieron hasta después de Saguntum, Sebelaci, Intibií y más allá del Iberus. En menos de treinta días, Pompeyo condujo a sus exhaustas y hambrientas tropas al campamento de invierno en Emporiae, y aquel año no volvió a arriesgarse. Y más después de saber que Metelo Pío había ganado la única batalla que le habían presentado, y brillantemente.


Fue después de recibir a Balbus en mayo y leer la carta de Memmio cuando Metelo Pío comenzó a pensar en cómo liberar a Memmio de su cárcel de Cartago Nova. También había cambiado el hombre al que Sertorio llamaba peyorativamente la vieja; los cambios los había provocado el varapalo a su honor por parte del Senado al conceder igual imperium al joven Carnicero. Quizá sólo una ofensa de tal magnitud hubiera podido desprender suficientes capas de la coraza defensiva del Meneitos, dejando asomar el metal, pues él había sufrido la maldición -o la bendición- de un padre autócrata de gran valor, increíble altanería y una tozudez que en ocasiones había sido llana y simple imbecilidad. Metelo el Numidico había sido burlado por Cayo Mario en la guerra contra Yugurta, y burlado otras muchas veces -o al menos eso pensaba él- por aquel hombre nuevo. Y a su vez, había burlado a su hijo para que con su simple fama de devoción filial hiciese lo imposible porque el padre, por quien sentía una pía admiración, pudiese regresar del destierro que le había impuesto Cayo Mario. Y cuando el hijo habría debido congratularse por contar con la alta estima de Sila, aparecía aquel Pompeyo de veintidós años con un ejército mayor y mejor.

Su puntilloso miramiento por lo que debía ser la actitud propia de un noble romano impedía a Metelo Pío la satisfacción del recurso a ridiculizar a aquel Pompeyo con alguna maniobra turbia. Y así, inconscientemente, un nuevo y mejor general surgía de la vieja piel del tartamudo patricio. Hacer que Pompeyo quedase empequeñecido ganando él más batallas era un recurso irreprochable, una venganza adecuada, pues era el resultado de lo que era capaz de hacer un noble romano cuando a ello le obligaba un advenedizo de Piceno. ¡O de Arpino!

Como él había aprendido la lección muy al principio, ya tenía elegidos los exploradores entre sus propios legionarios, y a ellos había añadido aquellos dos fenicios que temían a los bárbaros hispanos más que a los romanos. Así fue como Metelo Pío se enteró de por dónde rondaban Lucio Hirtuleyo y su hermano poco después de que se situaran con el ejército hispano en las cercanías de Laminium, en la parte baja de la Hispania central. Con una de sus nuevas sonrisas aviesas, el Meneitos se arrellanó en la silla y repasó detalladamente su estrategia antes de dirigir mentalmente un gesto obsceno hacia Laminium y decirse que no iba a ser tan tonto como para aventurarse más allá del nacimiento del Anas o el Betis. ¡Hirtuleyo podía pudrirse esperando!

Él se había instalado cómodamente cerca de la desembocadura del Anas, pensando que era preferible mostrar a los lusitanos lo bien preparado que estaba para hacerles frente en vez de ocupar una posición más cómoda a orillas del Betis, ciento sesenta kilómetros al este. Pero si lo hizo en junio, después de comprobar que las defensas de su provincia estaban bien guarnecidas para resistir la avalancha de lusitanos sin su presencia en el Anas y con las solas fuerzas de dos de sus seis legiones.

Ahora, la vieja de la Ulterior sabía perfectamente quiénes eran los informadores de Sertorio, y procedió a poner en práctica su nueva política de espionaje, transmitiéndoles de la manera más inocente del mundo la noticia de que iba a abandonar la posición en el curso bajo del Anas, no para remontar su curso o el del Betis y caer en brazos de Lucio Hirtuleyo en Laminium, sino para auxiliar a Cayo Memmio en Cartago Nova. Cruzaría el Betis (le decían los informadores a Hirtuleyo pocos días después) desde Itálica a Hispalis y luego seguiría curso arriba del Singilis hasta el macizo del Solorus, lo cruzaría por el lado noroeste en Acci, llegaría hasta Basti y desde allí, por el Campus Spartarius, hasta Eliócroca.

En realidad, era la ruta que habría tomado Metelo Pío, pero lo que le interesaba era que Hirtuleyo creyese que era la que emprendía, porque el Meneitos sabía muy bien que Herenio, Perpena y el propio Sertorio estaban más que ocupados dando una buena lección a Pompeyo, y que Sertorio confiaba plenamente en la maestría de Hirtuleyo y su ejército hispano para mantenerle a él clavado en su provincia. Pero Cartago Nova estaba, además de lejos de su provincia, en una región que podía permitir una marcha hacia el norte para auxiliar a Pompeyo en Lauro, y las cinco legiones del Meneitos podrían inclinar favorablemente el equilibrio de fuerzas de parte de Pompeyo. Por consiguiente, había que frustrar aquella marcha de Metelo Pío.

Lo que Metelo Pío esperaba era que Hirtuleyo decidiese abandonar Laminium y descender por el terreno fácil entre el Anas y el Betis, y, alejado del terreno accidentado en que cualquier general de Sertorio vencía fácilmente, sería más fácil su derrota; los generales de Sertorio no confiaban en los pueblos de la provincia Ulterior al este del Betis, y por eso Sertorio no había intentado invadirla. Así, cuando Hirtuleyo tuviese conocimiento de la proyectada marcha de Metelo Pío, tendría que intentar cerrarle el paso para que no pudiese cruzar el Betis y llegar a terreno seguro. Naturalmente, el curso más prudente que podía seguir Hirtuleyo habría sido marchar en dirección al norte de la Hispania Ulterior, y aguardar a Metelo Pío para interceptarle en el Campus Spartarius, que era una región amiga de Sertorio, pero Hirtuleyo no iba a ser tan ingenuo de efectuar aquel movimiento lógico; si dejaba la Hispania central y se alejaba tanto, lo único que tendría que hacer el Meneítos era retroceder e irrumpir por el paso de Laminium, y luego seguir por la ruta más rápida para acudir en auxilio de Pompeyo en Lauro.

Hirtuleyo sólo podía hacer una cosa: avanzar por el terreno fácil entre el Anas y el Betis, y detener a Metelo Pío antes de que cruzase el Betis. Pero Metelo Pío avanzó mucho más de prisa de lo que Hirtuleyo pensaba, y ya estaba cerca de Itálica y el Betis cuando Hirtuleyo con su ejército hispano se hallaba aún a una buena jornada de marcha; y tuvo que apresurarse para que la presa no se le escapara.

Era el mes de quintilis y el sur de Hispania conocía los primeros calores del verano; el sol caía implacable desde detrás de las montañas del Solorus hiriendo a las tierras aún no recuperadas de la solana de la víspera, y apenas aliviadas por la humedad nocturna. Con extraordinaria solicitud para con sus tropas, Metelo Pío las instaló en tiendas grandes y aireadas, e instó a los soldados a que llevasen paños mojados en manantiales y fuentes pegados a la nuca y a la frente, asegurándose de que bebiesen suficiente agua, y además les proveyó de un nuevo adminículo para entrar en combate: un pellejo de agua atado a la cintura.

Aun cuando el implacable sol hacía brillar el bosque de lanzas del ejército de Hirtuleyo que se aproximaba a toda marcha desde el norte, Metelo Pío mantuvo a sus hombres a la sombra de las tiendas y se aseguró de que no faltasen tinas de agua para seguir humedeciendo los paños. Y sólo se puso en movimiento en el último momento, con la tropa fresca y dispuesta, que comentaba animosa, conforme iban tomando posiciones, lo estupendo que iba ser echar un trago de agua en pleno combate.

El ejército hispano había cubierto una pesada marcha de dieciséis kilómetros bajo el sol, y, aunque iba bien provisto de asnos para reparto de agua, no tenía tiempo de detenerse y beber antes de entablar combate. Con sus tropas debilitadas, Hirtuleyo no tenía posibilidades de vencer. En un momento determinado él y Metelo Pío lucharon entre sí -pura casualidad en cualquier combate desde la época de Homero-, y, aunque Hirtuleyo era más joven y fuerte, su adversario, mejor hidratado y más fresco, le venció. Lucharon separados del resto antes de que hubiera concluido el combate, pero Hirtuleyo acabó con una herida en el muslo, y la gloria fue para Metelo Pío. La batalla no duró ni una hora; el ejército hispano huyó hacia el oeste en desbandada, dejando muchos muertos y hombres exhaustos sobre el terreno, viéndose obligado Hirtuleyo a cruzar el Anas y pasar a Lusitania, donde por fin pudo detener a sus hombres.

– ¿Verdad que es estupendo? -dijo Metelo Pío a su hijo mientras contemplaban la estela de polvo que iba alejándose hacia el Oeste de Itálica.

– ¡Tata, has estado genial! -exclamó el joven, olvidando que ya era demasiado mayor para usar aquel diminutivo infantil.

El Meneitos no cabía en sí de gozo.

– Y ahora nos daremos un buen baño en el río y dormiremos bien esta noche para mañana marchar hacia Gades -añadió, feliz, pensando ya en las cartas que iba a escribir al Senado y a Pompeyo.

– ¿A Gades? ¿Por qué a Gades? -inquirió Metelo Escipión extrañado.

– ¡Claro que a Gades! -contestó Metelo Pío, cogiéndole por los hombros y zarandeándole-. ¡Vamos, muchacho, a la sombra! No quiero que nadie coja una insolación, que os necesito a todos. ¿No te apetece un largo viaje por mar para huir de este calor?

– ¿Un largo viaje? ¿A dónde?

– A Cartago Nova, en socorro de Cayo Memmio.

– ¡Padre, desde luego no cabe duda de que eres genial!

Y eso, pensó el Meneitos mientras conducía a su hijo a la sombra de la tienda de mando, era tan emocionante como escuchar los gritos y vítores de «¡Imperator!» con que le había saludado el ejército al término de la batalla. ¡Lo había conseguido! Había infligido una derrota al mejor general de Quinto Sertorio.


La flota que zarpó de Gades era grande y perfectamente escoltada por todos los navíos de guerra que el gobernador pudo reunir; los mercantes iban cargados de trigo, aceite, pescado y carne en salazón, garbanzos, vino y hasta sal. Todo lo necesario para asegurar el abastecimiento de Cartago Nova, cercada por los contestanos por tierra y bloqueada por los piratas por mar.

Después de aprovisionar a Cartago Nova, Metelo Pío embarcó la legión de Cayo Memmio en los mercantes vacíos y zarpó para seguir tranquilamente hacia el norte por la costa este de Hispania Citerior, complacido al ver que el barco pirata con que se tropezaron huía a toda vela. Los piratas habrían derrotado a Cayo Cotta en una batalla naval varios años atrás en aquellas mismas aguas, pero rehuían al Meneitos.

Él iba, naturalmente, como buen noble romano que era, a entregar a Pompeyo en Emporiae la legión de Cayo Memmio; y también iba a jactarse un poquito y a mostrarse algo apesadumbrado por el desastroso verano bélico de Pompeyo… Consideraba que se lo merecía por intentar arrebatarle la gloria.

Cuando, pasado ya el fuerte reducto pirata de Dianium, Metelo Pío mandó anclar los barcos en una ensenada tranquila para pasar la noche, vieron que se llegaba a ellos una barca de Dianium. Era Balbus el joven con muchas noticias.

– ¡Qué bien volver a hallarme entre amigos! -dijo en su curioso latín a Metelo Pío, Metelo Escipión y Cayo Memmio (aparte de su tío, que se alegró sobremanera de verle sano y salvo).

– Supongo que no pudiste entrar en contacto con mi colega Cneo Pompeyo -dijo Metelo Pío.

– No, Quinto Cecilio. No pude pasar de Dianium. Toda la costa desde la desembocadura del Sucro hasta el Tader está llena de tropas de Sertorio, y a mí se me nota que soy gaditano… me habrían capturado y torturado. Mientras que en Dianium hay muchos púnicos; así que pensé que sería mejor quedarme allí y enterarme de cuanto pudiera.

– ¿Y de qué te has enterado, Balbus?

– ¡De lo que me he enterado y lo que he visto! Algo muy interesante -dijo Balbus el joven con ojos brillantes-. No hará dos intervalos de mercado que llegó una escuadra; venía del Pontus y era del rey Mitrídates.

Los romanos, tensos, se inclinaron para oír mejor.

– Continúa -dijo Metelo Pío.

– En la capitana viajaban dos emisarios del rey, dos desertores romanos… creo que habían sido legados al mando de tropas de Fimbria, Lucio Magio y Lucio Fanio.

– Sus nombres estaban en las listas de proscritos de Sila -comentó Metelo Pío.

– Habían venido a ofrecer a Quinto Sertorio, que acudió en persona a hablar con ellos cuatro días después, tres mil talentos de oro y cuarenta grandes navíos de guerra.

– ¿A cambio de qué? -gruñó Cayo Memmio.

– A cambio de que, cuando Quinto Sertorio sea dictador de Roma, confirme a Mitrídates todos los territorios que posee y le permita expansionarse más.

– ¡Cuando Sertorio sea dictador de Roma! -dijo Metelo Escipión boquiabierto-. ¡ Eso no sucederá jamás!

– ¡Tranquilízate, hijo! Deja que prosiga el buen Balbus -terció el padre, reprimiendo su indignación.

– Quinto Sertorio aceptó la propuesta del rey con una condición: que la provincia de Asia y Cilicia siga siendo de Roma.

– ¿Y qué dijeron Magio y Fanio?

– Aceptaron, según mi informador. Supongo que se lo esperaban, porque Roma no quiere perder ninguna provincia. Aceptaron en nombre del rey, aunque dijeron que Mitrídates tendría que oírselo antes a ellos para dar su confirmación formal.

– ¿Y sigue fondeada en Dianium la flota póntica?

– No, Quinto Cecilio. Sólo estuvo nueve días y volvió a zarpar.

– ¿Y entregaron oro o barcos?

– Aún no. Lo harán en primavera. Sin embargo, Quinto Sertorio envió pruebas al rey de su buena fe…

– ¿Cuál?

– Ha regalado al rey una centuria completa de sus mejores tropas hispanas de guerrilla al mando de Marco Mario, un joven a quien aprecia mucho.

– ¿Quién es Marco Mario? -inquirió el Meneitos, frunciendo el ceño.

– Un hijo ilegítimo que tuvo Cayo Mario con una mujer de los beturios cuando era propraetor de la provincia Ulterior, hace cuarenta y ocho años.

– Pues no será tan joven ese Marco Mario -comentó Cayo Memmio.

– Cierto; perdonad que os lo haya hecho creer -respondió Balbus excusándose.

– ¡Por los dioses, hombre, no es ningún delito! -comentó el Meneitos, irónico-. Continúa, continúa.

– Pero Marco Mario no ha salido nunca de Hispania, y, aunque habla bien latín y ha recibido una buena educación, pues Cayo Mario le había dejado bien provisto, es un hombre inclinado a la causa de los bárbaros hispanos. De hecho, ha sido el mejor comandante de guerrillas de Quinto Sertorio, y esa clase de combate es su especialidad.

– Entonces, Sertorio le ha enviado para que enseñe a Mitrídates a tender emboscadas y hacer incursiones -dijo Metelo Escipión-. ¡Gracias, Sertorio!

– ¿Y será en Dianium donde entreguen el dinero y los barcos? -preguntó Metelo Pío.

– Sí, en primavera, como os he dicho.

Las sorprendentes noticias dieron que pensar y materia para escribir a Metelo Pío durante el resto del viaje hasta Emporiae. Nunca había llegado a imaginar que las ambiciones de Sertorio fuesen más allá de proclamarse rey romanizado de toda la Hispania, pues su causa le parecía exclusivamente vinculada a la de los nativos.

– Ahora creo -dijo a Pompeyo al llegar a Emporiae- que hay que tomarse más en serio a Quinto Sertorio. La conquista de Hispania no es más que su primer paso, y si tú y yo no le paramos los pies, va a llegar a Roma con la blanca diadema lista para ceñírsela. ¡ Rey de Roma! Y aliado de Mitrídates y Tigranes.

Después de aquellos comentarios previos, a Metelo Pío le fue imposible hurgar en las heridas del joven Pompeyo. Había mirado aquel rostro inexpresivo y aquellos ojos vacíos del joven Carnicero, llegando a la conclusión de que en vez de reprocharle sus torpezas tenía que ayudarle espiritual y mentalmente. Su padre el Numídico habría dicho que de todos modos su honor le exigía escarbar con el cuchillo, pero el hijo Pío había vivido demasiado tiempo a la sombra de su padre y abominaba tan enrarecido concepto del pundonor.

Con objeto de efectuar amplias composturas en el maltrecho amor propio de Pompeyo, el Meneitos tuvo el acierto de enviar a su engreído y poco diplomático hijo a la Galia narbonense con Aulo Gabinio para reclutar caballería y caballos; habló con Cayo Memmio para que le secundara y encomendó a Afranio y a Petreyo la reorganización del mermado ejército de Pompeyo. Durante varios días mantuvo toda conversación y pensamientos al margen de las campañas pasadas, satisfecho de que las noticias de Dianium dieran nuevo impulso a los acontecimientos.

Finalmente, casi ya en diciembre y dispuestos a regresar a su provincia, la vieja de la Hispania Ulterior se puso manos a la obra.

– No creo que sea necesario hablar de los acontecimientos pasados -dijo resueltamente-. Ahora tenemos que preocuparnos de las próximas campañas.

A Pompeyo siempre le había gustado bastante Metelo Pío, y ahora hasta le habría complacido que su colega le hubiese zaherido con su jactancia por el éxito, pues a él le habría servido para desdeñarle y detestarle, mientras que con aquella amabilidad y consideración se exacerbaba su amargura. Era evidente que el Meneitos no le consideraba lo bastante importante como para despreciarle; no era más que un simple tribuno militar joven que había fracasado en su primera misión, al que había que recoger, sacudir el polvo y montarle de nuevo en el caballo.

Sin embargo, al menos esta actitud daba pie a que se sentasen juntos amigablemente. Antes del episodio con Sertorio, Pompeyo simplemente habría supuesto que se trataba de una charla entre militares, pero en su actual estado se limitó a sentarse a la espera de que Metelo Pío expusiera su plan.

– Esta vez -dijo el Meneitos- avanzaremos los dos hasta el Sucro en busca de Sertorio. Ninguno de los dos contamos con un ejército lo bastante numeroso para operar por separado. Pero yo no puedo cruzar por Laminium porque Hirtuleyo y el ejército hispano habrán regresado allí y me estarán esperando; así que tendré que elegir una ruta muy distinta y hacerla lo más sigilosamente posible, de modo que no le llegue a Sertorio noticia de mi avance, y menos a Hirtuleyo. Pero éste tendrá que dejar Laminium para cortarme el paso, y no lo hará hasta que Sertorio se lo ordene. Sertorio es un déspota completo en todo, asuntos militares incluidos.

– ¿Y qué ruta seguirás? -inquirió Pompeyo.

– Me desviaré por el oeste, a través de Lusitania -contestó el Meneitos-. Me llegaré hasta Segovia.

– ¿Segovia? ¡Eso está en el fin del mundo!

– Cierto. Eso despistará a Sertorio y me evitará tropezarme con Hirtuleyo. Sertorio creerá que me dirijo más arriba del Iberus para invadir la región mientras él se enfrenta a ti, y enviará a Hirtuleyo a interceptarme, porque él en Laminium se encuentra ciento sesenta kilómetros más cerca de Segovia que yo.

– ¿Y qué quieres que haga yo exactamente? -preguntó Pompeyo, ahora ya más humilde.

– Que permanezcas acampado aquí en Emporiae hasta mayo. Yo tardaré dos meses en llegar a Segovia, así que saldré mucho antes que tú. Cuando te pongas en marcha hazlo con extrema precaución. Lo crucial de toda la estrategia es que parezca que avanzas con un propósito definido, totalmente independiente de mí, y que no llegues al Turis y a Valentia antes de finales de junio.

– ¿Y no intentará Sertorio cerrarme el paso en Saguntum o Lauro?

– Lo dudo. Él no actúa en el mismo territorio dos veces. Tú ahora ya conoces bien Saguntum y Lauro.

Pompeyo se puso rojo, pero no dijo nada.

El Meneitos continuó como si no lo hubiese advertido.

– No, esta vez te dejará llegar al Turis y a Valentia, porque es terreno desconocido para ti. Herenio y el traidor Perpena siguen ocupando Valentia, pero no creo que se dispongan a aguantar el asedio; a Sertorio no le gusta resistir de ese modo en ciudades costeras, prefiere los reductos montañosos inexpugnables.

Metelo Pío hizo una pausa para mirar el rostro de Pompeyo, ya recuperado el color normal, y le animó sobremanera ver que sus ojos denotaban interés. ¡ Bien! Comenzaba a comprender.

– Desde Segovia me dirigiré al Sucro, donde espero que Sertorio te presente batalla.

Pompeyo frunció el ceño y dio vueltas a aquello en la cabeza, una cabeza que el Meneitos advirtió que funcionaba perfectamente; lo que sucedía es que había perdido la confianza en hacer planes propios. ¡Bueno, con un par de victorias la recuperaría! Su carácter estaba hecho y no iba a perderlo; sólo estaba maltrecho.

– Pero la marcha de Segovia hasta el Sucro tendrás que hacerla a través de la región más seca de Hispania -replicó Pompeyo-. ¡ Es puro desierto! Y hasta que alcances el Sucro no harás mas que cruzar montañas en vez de avanzar por valles. ¡ Es un camino infernal!

– Por eso lo elijo -contestó Metelo Pío-. Nadie ha seguido esa ruta jamás, y Sertorio no se imaginará que voy a llegar por ahí. Lo que espero es llegar al Sucro antes de que sus exploradores me oteen -añadió, enarcando las cejas y mirándole sonriente-. Pompeyo, tú has estudiado a fondo los mapas y los informes, y conoces bien el terreno.

– Si, Quinto Cecilio, pero eso no tiene comparación con la experiencia real, aunque es lo mejor que se puede hacer hasta obtenerla -replicó Pompeyo.

– ¡Ya la estás adquiriendo, pierde cuidado! -dijo Metelo Pío animoso.

– Experiencia negativa -farfulló Pompeyo.

– Ninguna experiencia es negativa, Cneo Pompeyo, con tal de que se aproveche para triunfar.

– Supongo -añadió Pompeyo con un suspiro, encogiéndose de hombros y mirándose las manos-. ¿Dónde quieres que esté yo cuando llegues al Sucro? ¿Y cuándo crees que llegarás?

– Sertorio no subirá desde el Sucro hasta el Turis -dijo Metelo Pío con firmeza-. Herenio y Perpena quizás intenten detenerte en Valentia o en algún lugar del Turis, pero yo creo que sus órdenes serán reunirse con Sertorio en el Sucro. Yo intentaré encontrarme cerca de Sertorio a finales de quintilis. Es decir, si tú llegas al Turis a finales de junio, puedes rezagarte allí un mes. Pase lo que pase, no continúes hacia el sur para enfrentarte a Sertorio hasta finales de quintilis, porque si lo haces yo no estaré allí para reforzarte. Lo que Sertorio pretende es aniquilar a tus legiones para así quedar en ventaja para combatir conmigo. Yo bajaré.

– El año pasado dijiste que subirías, Quinto Cecilio.

– Habría sido algo inopinado, y es lo que debió de calcular Sertorio. Ten el convencimiento de que si me tropiezo con Hirtuleyo y vuelvo a derrotarle, haré cuanto pueda porque Sertorio no se entere hasta que yo pueda unir mis fuerzas a las tuyas.

– Me han dicho que en Hispania es difícil. Sertorio lo sabe todo.

– Eso dicen, pero yo ya hace unos años que estoy en Hispania y sé que Sertorio va perdiendo cada vez más ventajas. ¡Animo, Cneo Pompeyo! ¡Venceremos!


Decir que Pompeyo estaba más animado después de que la vieja de la Ulterior reembarcase camino de Gades quizá fuese exagerado, pero desde luego sí que se sentía mejor. Comenzó a salir de su alojamiento y se unió a Afranio, Petreyo y los legados más jóvenes para dar los toques finales a la reorganización del ejército. ¡ Menos mal que el Meneitos se había empeñado en que se quedase con una legión suya! Sin ella no habría podido entrar en campaña. El número de soldados con que contaba le permitía dos alternativas: cinco legiones disminuidas o cuatro normales. Como militarmente no era nada tonto, Pompeyo optó por encuadrarlos en cinco, que eran más maniobrables que las cuatro normales. Le costaba ver a los supervivientes, y era la primera vez que lo hacía desde la derrota, pero, para su gran sorpresa, se enteró de que ninguno le reprochaba la muerte de tantos compañeros. Por el contrario, parecían todos coincidir en que Sertorio caería, y se mostraban tan dispuestos como siempre a hacer lo que ordenase su joven general.

Como el invierno en aquellas costas era suave y muy seco, Pompeyo coordinó sus unidades haciéndolas marchar a lo largo del Iberus para reducir algunas ciudades partidarias de Sertorio; Biscargis y Celsa cayeron sin dificultad. Ya a finales de marzo, Pompeyo regresó a Emporiae y comenzó a preparar la expedición para el descenso por la costa.

En una carta, Metelo Pío le informaba que, tras recibir los cuarenta navíos de guerra y los tres mil talentos de oro en Dianium, Sertorio había marchado a Lusitania con Perpena para ayudar a Hirtuleyo a adiestrar más tropas y compensar las bajas del ejército hispano, dejando a Herenio al mando en Osca.

La propia red de espionaje de Pompeyo había mejorado notablemente, gracias a los desvelos de los Balbus (ahora a su servicio), y los exploradores picentinos actuaban mejor de lo que él esperaba.

No emprendió la marcha hasta comenzado mayo, y procedió con suma cautela. El, que era hombre de campo, notó en seguida al cruzar el Iberus en Dertosa que aquel extenso y fértil valle estaba muy seco para la época del año en que estaban, y que el trigo era más escaso de lo que debía ser y aún no había espigado.

Del enemigo, ni señal; pero eso no le satisfizo en su segunda marcha hacia el sur. Simplemente le hizo más precavido y avanzó en columna con formación defensiva. Al llegar a Saguntum y Lauro, pasó apresuradamente sin querer mirar; Saguntum estaba en pie, pero Lauro era un montón de ruinas ennegrecidas. A finales de junio, después de enviar un mensaje que esperaba llegase a Metelo Pío en Segovia, alcanzó el valle más amplio y fértil del río Turis, en cuya orilla sur se alzaba la bien fortificada ciudad de Valentia.

Allí, en las estrechas llanuras entre el río y la ciudad, Pompeyo se encontró con Herenio y Perpena. Sus exploradores picentinos le informaron de que le superaban en número, pero contaban también con cinco legiones: unos treinta mil hombres frente a los veinte mil de Pompeyo. Su mayor ventaja era la caballería, que los exploradores calculaban en un millar de jinetes galos. Aunque Metelo Escipión y Aulo Gabinio habían hecho esfuerzos indecibles por reclutar caballería en la Galia Narbonense durante el invierno, Pompeyo sólo disponía de cuatrocientos hombres a caballo.

Al menos estaba seguro de que los informes de los picentinos eran fiables, y cuando le dijeron que no era muy distinta la exploración en Italia y en Hispania, les creyó. Así, seguro de que no le acechaban por retaguardia cohortes de Sertorio, Pompeyo ordenó al ejército el paso del Turis para entablar batalla en la orilla sur.

El río era más un declive que un cauce hondo, y no presentaba dificultad, aun en plena batalla; su lecho era de piedra, y el agua les llegaba a los tobillos. No había ventaja alguna en aprovechar una u otra ribera, y lo que se produjo fue un choque convencional en el que el bando con mejor moral y resistencia se haría con la victoria. La única innovación que empleó Pompeyo se produjo por su desventaja de caballería; suponiendo acertadamente que Perpena y Herenio se valdrían de su superioridad en caballería para arrollar sus flancos, dispuso en las filas externas de los mismos tropas con lanzas antiguas de las falanges, y les ordenó ensartar con las temibles armas de cinco pies de largo a los caballos en vez de a los jinetes.

El choque fue muy reñido y encarnizado. Herenio, que no era tan buen general como Sertorio o Hirtuleyo, no vio hasta que ya era tarde que iba perdiendo; a su izquierda Perpena no hacía caso de ninguna de sus órdenes. De hecho, ninguno de los dos se había puesto de acuerdo antes de la batalla sobre cómo debía organizarse, y acabaron combatiendo por separado, aunque de esto Pompeyo sólo se enteró después.

Todo concluyó con una sonada derrota de Herenio, pero no de Perpena. Pensando que era preferible morir si Sertorio insistía en que continuase la guerra con aquel odioso traidor Perpena, Herenio perdió la vida en el combate, y la moral de las tres legiones y de la caballería a sus órdenes se desmoronó. Perecieron doce mil hombres, mientras Perpena, con dieciocho mil supervivientes, emprendía la retirada para unirse a Sertorio en el Sucro.

Siguiendo la recomendación de Metelo Pío de no llegar al Sucro hasta finales de quintilis, Pompeyo no fue en su persecución; la victoria, tan decisiva y rotunda, había cauterizado su herida moral. ¡ Qué fantástico volver a oír los vítores de los legionarios y prender los laureles a las águilas y a los estandartes!

Valentia, naturalmente, estaba casi indefensa; sólo se interponían sus murallas entre ella y la venganza de Roma. Pompeyo acampó ante ellas y las sometió a una minuciosa inspección que le permitió ver más de un punto débil que convenía a sus propósitos. Unas cuantas minas, un incendio en uno de los tramos de madera, un corte del suministro de agua, y Valentia se rindió. Con la nueva cautela que acababa de adoptar, Pompeyo se apoderó de cuantos alimentos había en la ciudad y los escondió en una cantera abandonada bajo una capa de turba. Luego, envió a los habitantes de Valentia al mercado de esclavos de Cartago Nova, por barco, ya que la flota romana de la Hispania Ulterior en aquellos momentos (gracias a las previsiones del Meneitos) patrullaba las aguas, y no había señal alguna de las cuarenta trirremes pónticas que ya obraban en poder de Sertorio. Seis días antes del final de quintilis Pompeyo se puso en camino hacia el Sucro, donde encontró a Sertorio y a Perpena encerrados en dos campamentos en la llanura que había ante el río.

Ahora se enfrentaba a un terrible dilema. No había tenido noticias de Metelo Pío, y no podía dar por sentado que los refuerzos se hallaran cerca. Igual que la situación en el Turis, la disposición de terreno no presentaba ninguna ventaja táctica para Sertorio: no había colinas, bosques, o barrancos y hondonadas; lo que significaba que Sertorio no disponía de ningún escondite para caballería o guerrillas. La ciudad más próxima era Saetabis, ocho kilómetros río abajo, una corriente de agua más ancha que el Turis y de arenas movedizas.

Si retrasaba la batalla hasta que Metelo Pío enlazara con él -en el supuesto de que Metelo Pío llegase- Sertorio podía retirarse a un terreno más favorable a su estrategia, o adivinar que no tomaba la iniciativa por estar a la espera de refuerzos. Por el contrario, si le presentaba batalla, estaba en grave inferioridad numérica, casi cuarenta mil hombres contra sus veinte mil, aunque ninguno de los dos tenía mucha caballería, habida cuenta de las bajas de Herenio.

Al final, fue el temor a que Metelo Pío no llegara lo que animó a Pompeyo a presentar batalla; o es lo que se dijo a si mismo por no admitir que su egoísmo le susurraba al oído que si entraba en combate no tendría que compartir los laureles con Metelo Pío. El enfrentamiento con Herenio y Perpena no había sido más que un preludio al combate que iba a librar con Sertorio, y Pompeyo ansiaba borrar el recuerdo obsesivo de su derrota. ¡Sí, había recobrado la confianza! Al amanecer del penúltimo día de quintilis, después de construir un formidable campamento en retaguardia, Cneo Pompeyo Magnus marchó con sus cinco legiones y sus cuatrocientos jinetes al encuentro de Sertorio y Perpena.


En las calendas de abril, Quinto Cecilio Metelo Pío el Meneitos dejaba sus cómodos cuarteles en Itálica, en la orilla occidental del Betis, y se ponía en marcha hacia el río Anas. Llevaba sus seis legiones -treinta y cinco mil hombres- y mil soldados númidas de caballería ligera. Como el aristocrático fluido que corría por sus venas no tenía mezcla alguna de sangre rural, no se percató de que los campos de cultivo por los que pasaba no exhibían aquel verdor de otros años ni las mieses eran tan pujantes. Él llevaba trigo en abundancia, y todas las demás provisiones necesarias para alimentar y mantener la buena salud de sus tropas.

No encontró un muro de lusitanos aguardándole en el Anas cuando lo cruzó a unos doscientos cuarenta kilómetros de su desembocadura; cosa que le complació, pues eso significaba que no les había llegado noticia de su ruta y aún esperaban verle llegar por mar. Aunque en aquel alto curso del río no había grandes asentamientos, sí se veían aldehuelas y terrenos cultivados en las riberas. Sin duda la noticia de su llegada viajaría río abajo hasta los caudillos tribales, pero cuando les llegase él ya estaría lejos del Anas. ¡ Podían perseguirle, pero no le darían alcance!

La serpiente de la columna romana avanzaba a buen paso por las ondulantes llanuras camino del Tagus en Turmuli, cuando en aquellos parajes se produjeron escaramuzas con algunas tribus, pero fueron rechazadas como moscas de las ancas de un caballo. Como Segovia era su penúltimo punto de destino, el Meneitos no continuó aguas arriba del Tagus, sino que cruzó a campo través hacia el noroeste.

La carretera que seguía no era más que un rudimentario camino de carros, pero, como era habitual, su trazado seguía la línea de menor resistencia de la meseta, cuya altitud variaba sólo un centenar de pies y nunca sobrepasaba los dos mil quinientos; como era una región desconocida para él, el Meneitos la contemplaba fascinado, instando a su equipo de cartógrafos y geógrafos a registrarla con todo lujo de detalles. Habitantes vieron pocos, y los pocos que vieron fueron inmediatamente eliminados.

Prosiguieron a través de hermosos bosques de robles, hayas, olmos y abedules, a cubierto del sol. La victoria sobre Hirtuleyo el año anterior había elevado enormemente el ánimo de la tropa, infundiendo en su general un mayor interés por su comodidad. Decidido a que no padecieran más de lo estrictamente necesario -y consciente de que bien lo merecían- la vieja de la provincia Ulterior se preocupaba por no forzar la marcha hasta llegar a un sitio apropiado para hacer el rancho y descansar por la noche para que se recuperasen.

La columna romana cruzó entre dos cordilleras mucho más altas y salió a las tierras que descienden hasta el Durius, de entre los más importantes de Hispania, el río menos conocido para los romanos. Ante él, de haber seguido la misma ruta, estaba la grande y próspera Salamantica, pero Metelo Pío giró hacia el nordeste, rozando las estribaciones de las montañas a su derecha, para no provocar a la tribu de los vetones, cuyas minas de oro habían hecho que el gran Aníbal saquease Salamantica ciento cuarenta y cinco años antes. Y en las calendas de junio, Quinto Cecilio Metelo Pío detuvo su ejército en las afueras de Segovia.

Pero Hirtuleyo se había llegado hasta Segovia; lo que no era de extrañar. Laminium estaba a unos trescientos kilómetros, y Metelo Pío había tenido que cubrir una distancia de más de novecientos. Presumiblemente, alguien en Turmuli del Tagus había enviado un mensaje a Sertorio avisándole de que los romanos cruzaban el río, pero no para seguirlo curso arriba. Sertorio había supuesto (exactamente como había sospechado la vieja de la provincia Ulterior) que el objetivo romano era el tramo superior del Iberus, artimaña para atraerle lejos de la costa este y de Pompeyo, o claro intento de asestar un golpe en sus tierras más fieles. Por ello, había ordenado a Hirtuleyo interceptar a la vieja antes de que pudiera llegar a ellas. De una cosa estaba seguro Metelo Pío: no habían adivinado adónde iba realmente. De haberlo adivinado, la opinión de Sertorio sobre la capacidad -¡y astucia!- de la vieja habría cambiado.

Lo primero que había que hacer era situar el ejército al abrigo de un buen campamento fortificado. Tan prudente como de costumbre, Metelo Pío mandó a las tropas cavar y construir sin quitarse la coraza; ejercicio que a ningún legionario gustaba, pero que hicieron al saber por boca de los centuriones que Hirtuleyo andaba por allí. Trabajaron sin cesar cavando y levantando terraplenes como auténticas hormigas. Carros, bueyes, mulas y caballos pasaron dentro del recinto, al tiempo que se izaban banderas rojas sin que se hubiera terminado el conjunto, y luego quedaron al cuidado de un reducido grupo de auxiliares, ya que los no combatientes también se emplearon en la construcción. Treinta y cinco mil hombres trabajaron con tal denuedo y organización que el campamento quedó establecido en una sola jornada; sus lados medían kilómetro y medio, los terraplenes reforzados con madera tenían veinticinco pies de alto, había torres cada cien pasos y el foso ante las defensas era de veinte pies de ancho. Sólo cuando las cuatro puertas de sólidos troncos quedaron cerradas y los centinelas dispuestos, lanzó el general un suspiro de alivio. Ahora su ejército estaba a salvo.

Sin embargo, la jornada no había transcurrido sin incidentes. A Lucio Hirtuleyo le había parecido insoportable la idea de la vieja de la provincia Ulterior de situarse tan cómodamente atrincherado, y lanzó un ataque de caballería desde su propio campamento para obligarle a interrumpir los trabajos. Pero Metelo Pío no llevaba en vano tres años y medio en Hispania, y había comenzado a pensar como el enemigo. Muchos kilómetros antes de llegar a Segovia había separado de la columna seiscientos soldados númidas de caballería ligera, y les había dado orden de seguir a la zaga con gran cautela y luego situarse en un lugar en que no pudiera verles un posible atacante. Y en cuanto los hispanos hicieron su aparición, aquella fuerza surgió del bosque en que se ocultaba y repelió el ataque de Hirtuleyo.

Durante los ocho días de un nundinum no se produjo ningún otro incidente. La tropa tenía que descansar y sentirse como si no hubiese enemigo capaz de turbar su tranquilidad; dormir por las noches y pasar las largas horas de sol alternándolas con el ejercicio y el esparcimiento. Desde su tienda de mando, en la intersección de la via praetoria y la vía principalis (en un otero, de modo que desde él pudieran verse las cuatro murallas), el general se dedicaba a recorrer las dos avenidas, entraba en las bocacalles bordeadas de tiendas de piel de ternera embreada o de chozas de tablones, sin dejar de hablar con los soldados, explicándoles sus planes y mostrándose seguro de si mismo.

No era un hombre afable ni persona de las que se sienten a gusto tratando con subordinados o inferiores, pero tampoco era de tal frialdad que le hiciese impermeable al afecto; desde la batalla del Betis, en que tanto cuidado había mostrado por la tropa, los hombres le miraban de otro modo, con timidez al principio y luego cada vez con menos recelo. Y le miraban con cariño, diciéndole cuánto le agradecían que les hubiera ayudado a vencer con sus cuidados y sus previsiones, sin importarles que el motivo de aquellos cuidados hubiese sido estrictamente práctico y no basado en el afecto, sino en el deseo de derrotar a Hirtuleyo. Habían sido testigos de cómo refunfuñaba y cloqueaba como la vieja que Sertorio decía que era, y habían notado que se tomaba con auténtico interés el bienestar de todos.

Desde que habían zarpado de Gades a Emporiae y viceversa, tras aquel recorrido de novecientos kilómetros por territorio desconocido plagado de bárbaros, no había dejado de preocuparse por ellos. Así, cuando Quinto Cecilio Metelo Pío recorrió las calles y avenidas de su campamento en Segovia, le acompañaba el aura de un extraordinario afecto, y era consciente de que el tiempo, su mentalidad y un interés tradicionalmente romano por la minuciosidad le habían servido para contar con un ejército del que iba a sentir separarse. Eran sus tropas. Lo que no acababa de convencerle era el hecho de que también él era de sus soldados. Era un criterio impensable para su hijo, quien a regañadientes acompañaba al padre en aquellos paseos por el campamento, una auténtica ciudad; Metelo Escipión era más esnob que rigorista, y por naturaleza le resultaba imposible suscitar o aceptar el afecto de quienes no eran sus iguales, ni siquiera de quienes no estuviesen emparentados con él por consanguinidad o adopción.

Cuando el general les hizo salir del campamento para obligar a Hirtuleyo a presentar batalla, los soldados sabían por qué había apiñado seis legiones y mil jinetes en un campamento mucho más pequeño de lo debido. Quería que Hirtuleyo pensase que no contaba más que con cinco legiones incompletas, e inducirle a creer que lo había construido tan fortificado por haber efectuado la marcha sin todos los pertrechos necesarios; se habían oído comentarios en este sentido a los jinetes númidas que habían rechazado la incursión de sus tropas hispanas.

Copiando literalmente una página de las memorias de Escipión el Africano, había elegido el tipo de terreno que induce a creer elegiría un general al mando de tropas mal equipadas y de baja moral: surcado por arroyos, desigual y lleno de maleza y arbustos. Y a Hirtuleyo le resultaba evidente que para resistir el frente de batalla de sus cuarenta mil soldados hispanos soberbiamente armados, Metelo Pío se había visto obligado a debilitar su centro; para compensar los flancos demasiado abiertos, había situado en las puntas a la caballería númida de un modo que parecía conferirle una actuación autónoma. Indeciso de cómo presentar combate aquel día, cuando sus exploradores fueron a decirle que el ejército de la vieja salía del campamento, Hirtuleyo calculó la fuerza del adversario, oteó el terreno, gruñó disgustado y optó por ir a la batalla.

Las alas de la vieja fueron las primeras en entrar en contacto con Hirtuleyo, que era lo que él quería; y cargó contra aquel centro debilitado con la intención de abrir brecha y meter por ella tres legiones para caer sobre su retaguardia. Pero en el momento en que el ejército hispano se introducía entre las desmadejadas alas, Metelo Pío puso en marcha la trampa. Sus mejores tropas estaban ocultas por las alas, y parte de ellas maniobraron rápidamente para reforzar el centro, y las otras se desplegaron de flanco. Antes de que le diera tiempo a salir de la situación, Lucio Hirtuleyo se vio arrollado por una masa informe de tropa desconcertada y perdió la batalla. El y su hermano menor cayeron en el combate, y los soldados de Metelo Pío, cantando un himno victorioso, hicieron añicos el querido ejército hispano de Sertorio, del que quedaron pocos supervivientes. De éstos, los que huyeron a Lusitania esparcieron la nefasta noticia y nunca más volvieron a las filas de Quinto Sertorio. Las tribus del país, que habían abandonado sus asentamientos de la desembocadura del Anas para seguir a los romanos con intención de invadir después la provincia Ulterior y hasta cruzar el Betis, al conocer el desastre del ejército hispano entonaron un penoso canto fúnebre al ver que se esfumaban sus esperanzas, y se dispersaron por los bosques.

Segovia, poco más que un pueblecito en lo alto de un peñasco en medio de la meseta, no podía resistir a Metelo Pío más de un día. Los habitantes fueron pasados a cuchillo y sus casas incendiadas. El Meneítos no quería que quedase nadie vivo que pudiese ir a Levante a anunciar a Sertorio que su ejército hispano había dejado de existir.

En cuanto los centuriones le comunicaron que los hombres estaban listos y descansados, Metelo Pío inició la marcha hacia la desembocadura del río Sucro. Por el tiempo que le quedaba, no tenía más remedio que cruzar la sierra cercana a Segovia sin dar un rodeo; salvar la Juga carpetana (como la llamaban) era arduo, pero no imposible, aun para los carros tirados por bueyes, y sólo eran cuarenta kilómetros de terreno montañoso. De Segovia llegaron a Miaccum y luego a Sertobriga. Metelo Pío y su ejército pasaron lo bastante lejos de ellas para hacer creer a sus habitantes que se trataba del ejército de Hirtuleyo que regresaba a Laminium.

Continuaron después por una senda agotadora a través de un paisaje tan árido que ni se veían ovejas, pero había lechos de arroyos temporales de aguas subterráneas, y la distancia hasta el Sucro, que aún corría, no era tan grande como para que el ejército de la Hispania Ulterior corriera peligro alguno. Desde luego, el calor era tremendo y no había ninguna sombra; pero Metelo Pío marchaba sólo de noche, pues había bastante luna, y durante el día hacía dormir a la tropa a la sombra de las tiendas.

Nunca supo qué le impulsó a cruzar a la orilla norte del Sucro nada más llegar a él, ya que aguas abajo el curso se convertía en un tramo fangoso que hubiera sido penoso de vadear. Con aquella maniobra el ejército se encontró en la ribera norte, y, al prepararse para la marcha poco antes de ponerse el sol, oyeron a lo lejos el inequívoco ruido de una batalla. Era el segundo día de quintilis.


Desde el amanecer hasta una hora antes de ponerse el sol, Quinto Sertorio contempló a las legiones de Pompeyo formar en posición de combate, preguntándose si éste iría al ataque o daría media vuelta. Era esto último lo que Sertorio deseaba; pues en el momento en que lo hiciera es que se había dado cuenta del grave error que cometía. Pero tal como se desarrollaban las cosas, el muchacho sabía bien lo que se hacía, o una divinidad le acompañaba para persuadirle de que aguardase hora tras hora bajo el implacable sol.

Las cosas no iban bien para Sertorio, a pesar de sus muchas ventajas: la superioridad de sus tropas para soportar el sol, la gran cantidad de agua para beber y refrescarse y el mejor conocimiento del terreno. Para empezar, no había tenido noticias de Lucio Hirtuleyo desde su llegada a Segovia, salvo una breve nota diciéndole que allí no estaba Metelo Pío, pero que aguardaría treinta días para ver si la vieja aparecía antes de que él volviera a unirse a Sertorio según lo ordenado. Por otra parte, sus exploradores, situados en las mayores alturas de la región, no habían avistado ninguna columna de polvo en dirección del seco valle del Sucro que les indicase que Hirtuleyo regresaba. Y lo peor de todo era que ¡Diana había desaparecido!

La corza blanca le había acompañado durante todo el viaje desde Osca, impávida ante el barullo y ajetreo de un ejército en movimiento, y sin mostrar molestia alguna por el duro sol del verano a pesar de ser albina; todo ello, una señal más de su origen divino. Pero al tomar posiciones junto al Sucro, dejando a Herenio y a Perpena bien establecidos en Valentia para detener a Pompeyo, Diana había desaparecido. Una noche, al volver a su tienda de mando para dormir, el animal estaba hecho una rosca en la piel de cordero junto al catre, pero al despertarse por la mañana ya no lo vio.

Al principio no se había inquietado por su ausencia, porque era un animal muy limpio que nunca se ensuciaba dentro de la tienda ni edificio alguno, y él había pensado que habría salido a hacer sus necesidades; aunque luego jamás faltaba al desayuno, y en verano siempre se mostraba hambriento nada más amanecer. Pero aquel día no había acudido a desayunar.

De eso hacia ya treinta y tres días. Cada vez más alarmado, Sertorio la había buscado en vano cada vez por sitios más alejados, y finalmente se había dedicado a preguntar si alguien la había visto. La noticia se había difundido inmediatamente como fuego en yesca, y todo el campamento se había entregado empavorecido a buscar a Diana, a tal extremo que Sertorio había dado severas órdenes para el mantenimiento de la disciplina aunque él desapareciera.

El animal era tan importante, sobre todo para los españoles, que, conforme transcurrían los días sin verlo, los ánimos decayeron, y mermaron aún más al saber el lamentable desastre de Valentia por la falta de apoyo de Perpena a Cayo Herenio. Sertorio sabía perfectamente que era culpa de él, pero sus tropas estaban convencidas de que la derrota se debía a la desaparición de Diana. El animal era lo que daba suerte a Sertorio, y al desaparecer la suerte le abandonaba.

Poco antes del amanecer Sertorio presentó batalla, convencido de que sus tropas estaban en mejores condiciones para el combate que las de Pompeyo, agotadas por la larga espera bajo aquel sol implacable. Pompeyo mandaba personalmente el ala derecha, secundado en la izquierda por Lucio Afranio y con el centro al mando de un legado que Sertorio pensaba debía ser nuevo en Hispania, pues los exploradores nunca habían visto aquella cara. El encuentro en las afueras de Lauro el año anterior había inspirado a Sertorio un profundo menosprecio por las dotes de general de Pompeyo, y optó por dirigir personalmente el ataque contra el ala de Pompeyo, dejando a Perpena que se las viera con Afranio, y él mismo se encargó también del centro.

El combate comenzó estupendamente para Sertorio, y siguió aún mejor cuando Pompeyo tuvo que ser retirado del campo de batalla nada más salir el sol con un muslo destrozado por un venablo provisto de lengüetas. Su gran caballo blanco quedó en el sitio, muerto por el mismo venablo. A pesar de las audaces intentonas del joven Aulo Gabinio por rehacer la situación, el ala derecha romana comenzó a ceder.

Lamentablemente, a Perpena no le iban tan bien las cosas frente a Afranio, que había abierto brecha en sus líneas, llegando hasta el campamento en retaguardia, por lo que Sertorio tuvo que acudir personalmente en su ayuda y sólo logró expulsar a Afranio del campamento tras cuantiosas bajas. Ya había anochecido cuando salió la luna llena, y la batalla proseguía a la luz del astro y de las antorchas, a pesar del polvo. Sertorio estaba decidido a no dar tregua hasta hallarse en una situación de dominio que le permitiese vencer al día siguiente.

Así, cuando el enfrentamiento cesó, Sertorio se las prometía muy felices para el día siguiente.

– Colgaré de un árbol el cadáver de ese muchachito para que se lo coman los pájaros -dijo con aviesa sonrisa-. ¿No habrá regresado Diana, verdad? -inquirió, acto seguido, con gesto de inquietud.

No, Diana no había aparecido.

En cuanto hubo luz suficiente se reanudó el combate. Pompeyo seguía al mando en unas parihuelas llevadas en hombros por sus hombres más altos. Recuperada la formación durante la noche, ahora su ejército atacaba más cohesionado y era evidente que había dado orden de reducir al mínimo las bajas evitando riesgos; la clase de combate que más detestaba Sertorio.

Y poco después de la salida del sol, un nuevo ejército fresco y una nueva cara hicieron su aparición en escena: Quinto Cecilio Metelo Pío apareció por el oeste, cruzando las filas de Perpena como si no existiesen. Por segunda vez en menos de una jornada, el campamento de Perpena caía en manos del adversario, y Metelo Pío siguió avanzando hacia el campamento de Sertorio. A huir tocaban.

Conforme él y Perpena emprendían rápida retirada, se le oyó decir desalentado:

– ¡Si esa maldita vieja no hubiese aparecido habría obligado a patadas a ese muchachito a retirarse hasta la misma Roma!

La retirada se detuvo en las estribaciones de las montañas al oeste de Saetabis. Allí Sertorio volvió una vez más a restablecer la disciplina, y, haciendo caso omiso de Perpena, contó sus bajas -unos cuatro mil hombres- e incorporó los hombres de las cohortes más destrozadas (la mayor parte de Perpena) a otras unidades que requerían cierto refuerzo. Perpena quiso protestar en voz alta por aquel atentado a su autoridad, pero una mirada al serio rostro tuerto le disuadió plenamente. Y esperó a mejor ocasión.

Allí fue donde Sertorio se enteró de que Lucio y Cayo Hirtuleyo habían caído en Segovia con todo el ejército hispano. Un duro golpe que él jamás había esperado. ¡Y menos de un enemigo como la vieja de la provincia Ulterior! ¡Qué astuto hacer una marcha indirecta para ocultar sus verdaderas intenciones, y pasar de largo lejos de Miaccum y Sertobriga fingiendo ser Hirtuleyo, y continuar a la luz de la luna para que no se vea el polvo y no le avisten!

Los hispanos tienen razón, pensó. Al desaparecer Diana me ha abandonado la suerte. Ya no me favorece la Fortuna.

Le dijeron que el muchachito y la vieja habían decidido que no valía la pena seguir hacia el sur; una vez limpiado el campo de batalla y después de pillar cuantas provisiones había en la desventurada Saetabis, sus ejércitos habían emprendido marcha hacia el norte. Era lógico; estaban en sextilis y tenían un largo trecho que cubrir para que el muchachito alcanzase los cuarteles de invierno. Pero, ¿qué pretendería hacer la vieja? ¿Regresaba a la provincia Ulterior o seguía hacia el norte con Pompeyo? Acosado por un desánimo que no sabía cómo superar, Quinto Sertorio decidió arrancarse aquella espina y seguir a la vieja y al muchachito hacia el norte, y hacerles el mayor daño posible arriesgándose a otro enfrentamiento.

Ya había levantado el campamento y puesto en marcha a sus tropas con las guerrillas en vanguardia, cuando a su presencia acudieron un niño y una niña de pies más curtidos que sus ennegrecidos cuerpos, y con anillos de oro en nariz y orejas, que traían, atada a un trozo de cuerda, una corza marrón llena de barro. Las lágrimas brotaron del único ojo de Quinto Sertorio. Los pequeños se habían enterado de que había perdido su preciosa corza blanca enviada por la diosa y venían a ofrecerle la suya.

Se puso en cuclillas, con la cara vuelta para que le vieran el lado bueno y no impresionarles, y, para gran sorpresa suya, el animal comenzó a saltar y rebullirse contento. ¡A Quinto Sertorio no le huían los animales!

– ¿Me la traéis a mí? -inquirió afable-. ¡Gracias, gracias! Pero no puedo aceptarlo porque tengo que ir a luchar contra los romanos y es mucho mejor que la guardéis vosotros.

– Es la tuya… -dijo la niña.

– ¿La mía? ¡Oh, no; la mía era blanca!

– Si es blanca -replicó la niña, escupiéndose en la palma de la mano y frotando al animal-. ¿No ves?

En aquel momento la corza se soltó de la cuerda y se lanzó sobre Sertorio, quien, con lágrimas en la mejilla del lado bueno, la abrazó besándola-. ¡Diana! ¡Mi Diana! ¡Es mi Diana!

Una vez que hubo despedido a los niños con el trozo de cuerda y una bolsa de oro, cargada por un esclavo para que se la entregara a los padres, Quinto Sertorio bañó a la corza en un manantial y la contempló extasiado. No sabía a qué se habría debido su desaparición, pero era evidente que no le había ido muy bien; debía de haber sufrido el ataque de algún gato montés, pues tenía señales de zarpazos en las ancas. Sólo los dioses sabrían cómo había podido escapar. Tenía las pezuñitas desgastadas y ensangrentadas, las orejas desgarradas y el hocico herido. Los niños la habían visto al sacar las ovejas a pastar, y el animal se les había acercado para en seguida arrimar el morro a la niña, temblorosa.

– Bueno, Diana -dijo Sertorio, poniéndola en una caja encima de un carro-, espero que te hayas dado cuenta que no te va bien la vida campestre. ¿Es que oliste a algún ciervo? ¿Fue eso? A partir de ahora viajarás así. No quiero volver a perderte.

La noticia corrió rápidamente entre la tropa. ¡Había vuelto Diana! Quinto Sertorio volvía a tener la suerte de su lado.


Pompeyo y Metelo Pío dejaron atrás Valentia y continuaron hacia Saguntum. Las provisiones que habían saqueado en Saetabis (otra cosa no había) fueron un verdadero regalo para sus mermados aprovisionamientos, del mismo modo que el acopio que Pompeyo había ocultado en la cantera abandonada en las afueras de Valentia. Habían acordado efectuar juntos la marcha hasta Emporiae, y que Metelo Pío invernase en la Galia Narbonense. Aunque sus hombres no habían rechistado por aquel rodeo de mil seiscientos kilómetros en auxilio de Pompeyo, el Meneitos pensó que aquel año ya tenían bastante con otra marcha de ochocientos. Además, quería volver a entrar en acción en primavera, pues sabía que aniquilando al ejército hispano la provincia Ulterior quedaría a salvo de las incursiones de lusitanos.

Saguntum les había enviado una embajada para informarles que harían lo posible por ayudarles, pues seguía siendo fundamentalmente partidaria de Roma. No era de extrañar, habían sido los romanos de Saguntum (y los masilienses) los que habían causado el estallido de la segunda guerra púnica contra Cartago siglo y medio antes. Pocas reservas tenía la ciudad, y eso lo sabían los dos; la cosecha era escasa por falta de lluvia en invierno y la tardanza de las de primavera.

Por lo tanto, era obligado que los dos ejércitos alcanzaran lo antes posible el Iberus, donde la cosecha era más tardía y mejor. Si podían llegar a él a finales de sextilis, se apoderarían de ella, arrebatándosela a Sertorio. Y dieron las gracias a la embajada de Saguntum, despidiéndola y diciéndoles que no iban a quedarse allí.

La pierna de Pompeyo iba curándose; las lengüetas del venablo habían roto nervios y tendones, y músculos y piel tenían que regenerarse para que pudiera apoyarla. Al Meneitos le parecía que la pérdida del caballo público era para él peor que quedarse cojo o dejar de ser guapo. Desde luego, un caballo era más hermoso que una pierna de hombre, y Pompeyo no podría encontrar uno igual. Los caballos hispanos eran pequeños y de mala raza.

Volvía a estar deprimido, y con razón. No sólo el factor determinante de la victoria en el Sucro había sido Metelo Pío, sino que además había acabado con el mejor general y el mejor ejército de Sertorio. Incluso Lucio Afranio, Marco Petreyo y su nuevo legado, Lucio Titurio Sabino, habían brillado más que él. Lo más que podía decirse es que sobre Pompeyo había caído lo más fuerte del ataque de Sertorio, pero sabía que no había estado a la altura. Y ahora sus exploradores le decían que el renegado partidario de Mario les seguía los pasos hacia el norte, sin duda aguardando la ocasión. Ya se dejaban ver sus guerrillas, acosando a las incursiones de aprovisionamiento, pero Pompeyo había adquirido tanta experiencia como el Meneitos, y los dos ejércitos tuvieron muy pocas bajas. Aunque tampoco consiguieron muchas provisiones.

Luego, al parecer por casualidad, se encontraron con el ejército de Sertorio en las llanuras del Turis poco después de pasar Saguntum, y Sertorio decidió entablar combate de modo que sus legiones se enfrentasen a las de Pompeyo, que eran para él las débiles, no las de Metelo Pío.

La estrategia fue un error, y habría debido atacar a Metelo Pío, dejando Pompeyo para Perpena. Pompeyo volvió a tomar el mando en parihuelas, porque no se dijera que, cual Aquiles, permanecía desolado en su tienda mientras sus aliados continuaban la batalla. El choque se produjo a primera hora de la tarde, y al anochecer había concluido. Aunque sufrió una leve herida en el brazo, fue Metelo Pío el vencedor; logró causar cinco mil bajas a Perpena sin que sus tropas sufrieran muchas. En cuanto a Pompeyo, la mala suerte siguió acosándole y perdió toda la caballería y tuvo seis mil bajas de infantería, equivalentes a legión y media. Que pudieran decir que la batalla había sido una victoria para Roma fue debido a las bajas de Perpena más las tres mil de Sertorio.

– Volverá al amanecer -dijo el Meneitos animado, cuando fue a ver a Pompeyo.

– Seguro que se retira -dijo Pompeyo-. A él le fue mal, pero para Perpena ha sido un desastre.

– Volverá, Cneo Pompeyo. Le conozco.

¡ Maldito Meneitos! ¡ Qué mortificación! ¡ El le conocía!

Y tenía razón, desde luego. Sertorio volvió por la mañana dispuesto a vencer. En esta ocasión corrigió el error y concentró todas sus energías contra Metelo Pío, cuyo campamento se vio atacado a las primeras luces de la aurora. Pero la vieja le esperaba. Había alojado a las tropas de Pompeyo también dentro, y Sertorio fue derrotado. Con aspecto mucho más juvenil y decidido, aquellos días Metelo Pío persiguió a Sertorio hasta Saguntum, mientras Pompeyo era trasladado a su tienda en las parihuelas.

La batalla había sido un gran pesar para Pompeyo aunque hubieran vencido, pues Cayo Memmio -cuñado, amigo y cuestor suyo- había caído, y era el primero de los legados que perdía.

Mientras él lo lloraba, oculto en la parte de un carro tirado por una mula, Metelo Pío encabezaba la marcha hacia el norte, dejando a Sertorio y a Perpena a su albur; seguramente, cebarse en represalias contra los habitantes de Saguntum. Metelo Pío estaba seguro de que no estarían mucho tiempo, pues Saguntum apenas podía alimentarse, y menos a un ejército.


Al final de sextilis los dos ejércitos romanos llegaron al Iberus y se encontraron con que la cosecha ya estaba bien guardada en los fuertes reductos montañosos de Sertorio y la tierra quemada como un negro desierto. Sertorio no se había detenido mucho en Saguntum; se les había adelantado para devastar toda la región del Iberus.

Emporiae y las tierras de los indigetes se hallaban en situación muy parecida, pues los dos inviernos de la ocupación de Pompeyo habían engordado las bolsas de sus habitantes, pero disminuyendo al máximo los recursos.

– Enviaré a mi cuestor Cayo Urbinio a la provincia Ulterior para reclutar tropas para la defensa -dijo el Meneítos -, pero si queremos volver a asestar un buen golpe a Sertorio, tendré que estar cerca de ti en primavera. Así que, yo, como habíamos pensado, invernaré en la Galia Narbonense.

– Allí tampoco hay muy buena cosecha.

– Cierto. Pero no han tenido un ejército aprovisionándose durante años, y habrá reservas, para mis tropas. Lo que me preocupa -añadió el Meneitos frunciendo el ceño- es qué vas a hacer tú. Creo que aquí no hay alimentos de sobra para tus soldados, y si no comen bien en invierno estarán muy delgados.

– Saldré para el curso alto del Durius -dijo Pompeyo sin inmutarse.

– ¡Por los dioses!

– Está muy al oeste de las ciudades de Sertorio y será más fácil reducir las fortalezas pequeñas que ciudades como Calagurris o Vareia. Sertorio domina el Iberus de un extremo al otro, pero no el Durius. Los pocos nativos en quien puedo confiar me han dicho que no son tierras tan altas ni tan frías como cerca de los Pirineos.

– Esa región la habitan los vaceos, y son belicosos.

– ¿Y qué tribu hispana no lo es? -replicó Pompeyo con gesto de hastío, cambiándose de postura la pierna herida.

El Meneitos asentía con la cabeza, pensativo.

– Mira, Pompeyo, cuanto más lo pienso más me complace. Sí, ve allí. Pero hazlo antes del invierno para que no sea tan penoso cruzar las montañas del nacimiento del Iberus.

– Pierde cuidado, lo haré antes del invierno. Pero antes -añadió decidido- tengo que escribir una carta.

– A Roma y al Senado.

– Eso es, Pío. A Roma y al Senado -los ojos azules, ya más viejos y cansados, miraron a los marrones de Metelo Pío-. La cuestión es la siguiente: ¿Puedo escribir y hablar por ti también?

– Pues claro que si -contestó el Meneítos.

– ¿De verdad que no quieres escribir tú?

– No. Es mejor que las noticias lleguen de tu mano. Tú eres a quien los comodones del Senado encomendaron la misión especial. Yo no soy más que el gobernador corriente que sufre la cruel guerra. A mí no me harán caso; saben que soy un viejo servidor. A ti es a quien no conocen, Magnus, y seguramente no confían mucho en ti, porque no eres de los suyos. ¡Escríbeles! ¡Y dales un susto, Magnus!

– Pierde cuidado. Lo haré.

– Bien -añadió el Meneítos poniéndose en pie-, mañana por la mañana me pondré en camino hacia Narbo. Cada día que paso aquí disminuyen tus provisiones.

– ¿No quieres al menos pulir mi prosa? Antes tenía a Varrón.

– ¡No, no, yo no! -respondió el Meneítos riendo-. Conocen mi estilo literario. Escríbeles en un estilo que no conozcan.

Y Pompeyo les escribió en un estilo que no conocían.


Al Senado y al pueblo de Roma.

Escribo ésta desde Emporiae en las nonas de octubre, bajo el consulado de Lucio Octavio y Cayo Aurelio Cotta. En los idus de octubre inicié la marcha por el río Iberus hacia el río Durius y su confluencia con el Pisoraca, en donde hay una ciudad llamada Septimanca en medio de una fértil llanura. Ahí espero invernar con las tropas y hay buenas perspectivas de que llenen la tripa. Afortunadamente no tengo tantos hombres como hace dos años al llegar a Emporiae. Ahora me quedan cuatro legiones de menos de cuatro mil hombres, y no tengo caballería.

¿Por qué tengo que marchar con mis catorce mil hombres novecientos kilómetros a través de territorio hostil para invernar? Porque en el este de Hispania no hay nada que comer. Por eso. ¿ Y por qué no me abastezco en la Galia o en la Galia itálica, ya que los vientos de esta época del año favorecen la navegación hacia allí? Porque no tengo dinero. Ni dinero para provisiones ni dinero para barcos. Por eso. No me queda otro remedio que robar alimentos a las tribus hispanas que sean lo bastante débiles para dejarse robar por catorce mil legionarios romanos hambrientos. Por eso tengo que marchar tan lejos, para encontrar tribus que espero sean lo bastante débiles. En el Iberus no hay comida si no se toma alguno de los fuertes reductos de Sertorio, y yo eso no puedo hacerlo. ¿ Cuánto tardó Roma en reducir Numantia? Pues Numantia era un gallinero comparada con Calagurris o Clunia. Y Numantia no estaba al mando de un romano.

Sabéis por mis despachos que he tenido dos malos años de campañas, aunque mi colega Quinto Cecilio Metelo Pío, Pontífice Máximo, ha tenido más éxito. Cuesta cogerle la horma a Quinto Sertorio. Conoce el país y a sus habitantes, y yo no. He hecho lo que he podido. Y creo que ningún otro que hubieseis podido mandar lo habría hecho mejor. Mi colega Pío tardó tres años en obtener su primera victoria. Yo al menos he contribuido a las victorias en el segundo año, en que mi colega Pío y yo combinamos nuestras fuerzas y derrotamos a Sertorio en el río Sucro y luego cerca de Saguntum.

Mi colega Pío y yo creemos que venceremos. No es que lo diga yo. Venceremos. Pero para ello necesitamos un poco de ayuda vuestra. Necesitamos más legiones. Necesitamos dinero. No digo «más dinero» porque hasta ahora no he recibido nada. Ni creo que mi colega Pío haya recibido más que su estipendio del primer año de gobernador. Sí, ya sé que diréis: gana unas cuantas batallas y saquea unas cuantas ciudades, y ya tienes dinero. Pero no es así. En Hispania no hay dinero. Lo máximo que se puede esperar al conquistar una ciudad es algo de comida. No hay dinero. Por si no os habéis enterado bien al leerlo, lo repito: NO HAY DINERO. Cuando me enviasteis aquí me disteis seis legiones y mil quinientos soldados de caballería, y dinero suficiente para pagar a la tropa y comprar provisiones para medio año aproximadamente. Pero eso fue hace dos años. Mis arcas de campaña estaban vacías al cabo de seis meses. Es decir, hace año y medio. Y no tengo más dinero ni más tropas.

Sabéis -sé que lo sabéis porque mi colega Pío y yo os lo comunicamos en los despachos- que Quinto Sertorio ha hecho un pacto con el rey Mitrídates del Ponto, y ha acordado confirmar todas las conquistas de Mitrídates y autorizar más conquistas a Ponto cuando él sea dictador de Roma. Así que ya sabéis que Quinto Sertorio no va a contentarse con ser rey de Hispania; pretende ser rey de Roma al margen del título que se dé. Sólo hay dos personas que pueden impedírselo. Mi colega Pío y yo. Os lo digo porque estamos aquí y tenemos ocasión de impedírselo. Pero no podemos impedírselo con lo que tenemos. Él dispone de todas las fuerzas indígenas y cuenta con los conocimientos romanos para transformar a los bárbaros hispanos en buenos soldados. Si no contase con esas dos cosas hubiera sido derrotado hace dos años. Pero sigue aquí y no deja de reclutar hombres y entrenarlos. Mi colega Pío y yo no podemos reclutar hispanos porque ninguno que esté bien de la cabeza se uniría a nuestro ejército. No podemos pagar a la tropa. Ni siquiera podemos alimentarla. Y, por los dioses, que no hay botín que podamos compartir.

Puedo derrotar a Sertorio. Aunque sea como lo hace la gota de agua que desgasta de tal manera una piedra que un niño acaba por romperla de un golpecito. Mi colega Pío piensa igual. Pero no puedo derrotar a Sertorio si no me enviáis más soldados, más caballería Y ALGO DE DINERO.

Hace año y medio que no han cobrado mis tropas, y debo a muertos y vivos. Traje mucho dinero mío, pero lo he gastado comprando provisiones.

No me quejo de las bajas. Fueron consecuencia de falsos cálculos agravados por la información que se me dio en Roma. Es decir, que seis legiones y mil quinientos soldados de caballería eran más que suficientes para enfrentarse a Sertorio. Habría debido tener diez legiones y tres mil soldados de caballería. Así le habría vencido el primer año y Roma sería más rica en tropas y dinero. Más vale que os lo penséis, tacaños.

Y os digo otra cosa para que la penséis. Si no puedo quedarme en Hispania y mi colega Pío no puede salir de su provincia, ¿qué creéis que sucederá? Volveré a Italia con las tropas de Quinto Sertorio a la zaga como la cola de un cometa. Así que pensáoslo bien. Y enviadme unas legiones, algo de caballería Y ALGÚN DINERO.

Por cierto, Roma me debe un caballo público.


La carta llegó a Roma a finales de noviembre, una época de continuos cambios en el Estado reorganizado por Sila. Los cónsules del año se hallaban casi al término de su mandato, y los cónsules electos a punto de alcanzar el poder. Debido a la perenne mala salud de Lucio Octavio, sólo su colega Cayo Aurelio Cotta ocupaba la silla curul. Fue Mamerco, príncipe del Senado, quien leyó la carta de Pompeyo a los silenciosos senadores, por ser un privilegio del que Sila no había privado al portavoz de la camara.

Y fue Lucio Licinio Lúculo, primer cónsul electo para el siguiente año, quien se puso en pie para replicar; su colega consular era el hermano mediano del cónsul en ejercicio Marco Aurelio Cotta, y ninguno de los Cottas deseaba contestar aquella carta escueta e incómoda.

– Padres conscriptos, acabáis de oír un informe militar más que la misiva amañada de un político.

– ¿Un informe militar? ¡Yo más bien diría que es una carta tan mal escrita como su autor es militarmente incompetente! -dijo Quinto Hortensio, cogiéndose la nariz como para protegerse de un hedor.

– ¡Ah, calla, Hortensio! -replicó Lúculo con gesto de hastío-. ¡No necesito que lo que voy a decir vaya acompañado de los ingeniosos comentarios de un militar de camilla! ¡Cuando saltes de tu camilla y dejes tus preciados pececitos para servir en las fuerzas de Quinto Sertorio, no sólo te cederé la palabra sino que echaré pétalos de rosa a tus regordetes pies planos! ¡ Pero hasta que tu espada sea tan afilada como tu lengua, métetela donde le corresponde… detrás de tus golosos dientes!

Hortensio puso cara avinagrada y no dijo nada más.

– No es la misiva amañada de un político. Ni se anda con contemplaciones con nosotros, los políticos. Por otra parte, tampoco se anda con contemplaciones con el autor. No es una carta llena de excusas, y lo que dice de batallas ganadas y perdidas lo corroboran completamente los despachos que regularmente hemos recibido de Quinto Cecilio Metelo Pío.

»Bien, yo no he estado en Hispania. Algunos de los que estáis aquí sentados sí que conocéis el país, pero a la mayoría os sucede lo que a mi: que no lo conocéis. En el pasado, la provincia Ulterior tuvo fama de ser un buen destino para un gobernador; una provincia rica, civilizada, pacífica, pero rodeada de bárbaros en dos fronteras, por lo que las guerras que decidían emprender los gobernadores solían desarrollarse sin dificultades. La provincia Citerior nunca ha tenido la misma fama. Los gobernadores hacen pocas ganancias y los indígenas siempre están sublevándose. Por consiguiente, el gobernador de la Hispania Citerior sólo podía aspirar a una magra bolsa y a no pocas complicaciones por parte de las tribus.

»Sin embargo, todo eso cambió con la llegada de Quinto Sertorio. El ya conocía Hispania debido a sus misiones por cuenta de Cayo Mario y por su tribunado militar con Tito Didio, durante el cual, quiero recordároslo, se ganó la corona de hierba siendo aún un muchacho. Y cuando este hombre notable y extraordinario volvió a Hispania como rebelde partidario de Mario, huyendo de las represalias, la provincia Citerior se volvió prácticamente ingobernable y la provincia Ulterior se hizo ingobernable al oeste del Betis. Como dice la carta de Cneo Pompeyo, al excelente gobernador de la Hispania Ulterior le costó casi tres años ganar una batalla contra uno de los partidarios de Sertorio, Hirtuleyo, no contra el propio Sertorio. Lo que la carta no nos reprocha es el hecho de que debido a las luchas internas en Italia hayamos dejado de nombrar gobernador para la Hispania Citerior casi dos años. ¡Eso, padres conscriptos, es como regalarle a Sertorio esa provincia!

Lúculo hizo una pausa para mirar la cara a Filipo, que estaba reclinado en su asiento, muy sonriente. A Lúculo le mortificaba estar haciendo el papel de Filipo, pero él era un hombre ecuánime y era mejor que lo dijese el cónsul electo que no aquel que hasta el más tonto de los senadores sabía ya que era el paniaguado de Pompeyo.

– Bien, padres conscriptos, encomendasteis la misión especial a Cneo Pompeyo; yo estaba gobernando la provincia de Africa y no pudisteis encontrar a nadie capaz de llevar a cabo la tarea de aplastar a Quinto Sertorio. Enviasteis a Cneo Pompeyo con seis legiones y mil quinientos soldados de caballería… las cifras que da Cneo Pompeyo en su carta, consideradas adecuadas para la empresa. ¡ Las cifras correctas!

»Si examinamos la hoja de servicios de Cneo Pompeyo, resulta impresionante. Y Pompeyo es lo bastante joven para ser flexible, adaptable a todas las cualidades que los hombres pierden con el entusiasmo juvenil. Contra cualquier otro enemigo de Roma, lo más probable es que seis legiones y mil quinientos soldados de caballería hubiesen bastado, pero Quinto Sertorio es un caso muy particular. No le hemos vuelto a ver desde la época de Cayo Mario, y yo personalmente le considero mejor general que Mario. Así pues, las primeras derrotas de Pompeyo no son de extrañar. Le abandonó la suerte y ya está. Porque se ha enfrentado a uno de los mejores estrategas que ha tenido Roma. ¿Acaso lo dudáis? ¡ Pues no lo dudéis porque es la verdad!

»No obstante, hasta el más consumado estratega tiene su manera de pensar. El gobernador de la provincia Ulterior, nuestro buen Pío, lleva ya en Hispania tiempo suficiente para entender la manera de pensar de Sertorio. Yo le felicito por ello. Sinceramente, no pensaba yo que valiera tanto. Pero no puede vencer solo a Sertorio. El escenario bélico es muy extenso, es equivalente al de Italia durante nuestra guerra interna. No se puede estar en el norte y en el sur al mismo tiempo, y entre las dos partes existe una gran barrera montañosa.

»Enviasteis a otro hombre, un simple caballero al que otorgasteis una especie de corona militar, para gobernar la provincia Citerior. ¿Cómo le definiste, Filipo? Non proconsule sed pro consulibus. Le disteis a entender que le enviabais con tropas suficientes y bien provisto de dinero. ¡Ah, si claro, él estaba deseoso de acometer la empresa! A los veintinueve años y siendo un curtido veterano, ¿qué militar no lo habría estado? ¡Anhelaba acometer la empresa, y hasta hubiera estado dispuesto a partir con menos efectivos! ¡ Podríais haberle hecho ir con cuatro legiones y quinientos soldados de caballería!

– Lástima no haberlo hecho -dijo Catulo-. Ya ha perdido más hombres desde que está allí.

– ¡Eso es, eso es! -gritó Hortensio.

– Lo cual me lleva -prosiguió Lúculo, haciendo caso omiso esta vez de los dos cuñados- al punto crucial del asunto. ¿Cómo espera Roma parar los pies a un hombre como Quinto Sertorio, sin estar dispuesta a enviar a Hispania el dinero y las tropas que puedan garantizarlo? ¡Ni Quinto Sertorio hubiera podido hacer frente a la guerra que Pompeyo y Pío habrían debido hacerle en dos frentes, ¡cada uno de ellos al mando de diez legiones y tres mil soldados de caballería! ¡La carta de Pompeyo acusa a esta cámara de haber perdido la guerra… y yo estoy de acuerdo con ese criterio! ¿Cómo puede esta cámara esperar milagros si no paga a los magos para que los hagan? Esta cámara debe encontrar los medios para pagar las deplorablemente inadecuadas legiones de Pompeyo y Pío, y debe hallar los medios para enviar a Pompeyo al menos dos legiones. Cuatro serían mejor.

Cayo Cotta dijo desde la silla curul:

– Estoy totalmente de acuerdo con lo último que has dicho, Lucio Licinio. Pero no tenemos dinero, Lucio Licinio. No tenemos dinero.

– Pues hay que encontrarlo -replicó Lúculo.

– ¿Encontrarlo, dónde? -inquirió Cayo Cotta-. Hace tres años que no nos llegan rentas sustanciales de Hispania. La provincia Ulterior no puede explotar las minas de los montes Marianos al sur de Orospeda, y la provincia Citerior no puede explotar las minas cercanas a Cartago Nova. Los tiempos en que el Erario ingresaba veinte mil talentos en oro, plata, plomo y hierro de Hispania han pasado, al no disponer de esas minas. Aparte de que los acontecimientos de estos últimos quince años han reducido nuestros ingresos de la provincia de Asia a un nivel bajísimo desde que la heredamos hace más de cincuenta y cinco años. Estamos en guerra en Iliria, Macedonia y en la Galia Transalpina. Incluso han llegado rumores de que el rey Mitrídates vuelve a sublevarse, aunque no es seguro. Y si muere Nicomedes de Bitinia, la situación en Oriente será aún más precaria.

– Negar a los gobernadores de Hispania dinero y tropas porque se prevén acontecimientos al otro extremo del Mare Nostrum, que tal vez no se produzcan, Cayo Cotta, es una verdadera estupidez -replicó Lúculo.

– ¡No, Lucio Lúculo! -le espetó Cotta airado-. ¡No tengo que hacer ninguna previsión para saber que no podemos enviar dinero a Hispania, y menos aún tropas! ¡Cneo Pompeyo y Quinto Pío tienen que amoldarse a las circunstancias!

– Entonces -añadió Lúculo con gesto impávido de pedernal-, habrá un nuevo cometa en el cielo de Roma. La cabeza será leal y la formará el arruinado Cneo Pompeyo que vuelve a toda marcha con su harapiento ejército. ¡ Pero la cola… ah, la cola! La cola la constituirán Quinto Sertorio y los bárbaros de Hispania. Incrementada por los volscos, los voconcios, los alóbroges, los helvios… y, sin duda, por los boyos y los insubros de la Galia itálica; y eso sin contar los ligures y los vagienos.

Un silencio absoluto siguió a estas duras palabras.

Pensando que había llegado el momento de infringir el reglamento de Sila, Filipo se levantó y se dirigió decidido al centro de la Curia Hostilia. Desde allí fue mirando a todos, desde el lívido Cetego hasta los amedrentados Catulo y Hortensio. Luego se volvió hacia el estrado curul y fijó la vista en el desconcertado Cotta.

– Yo sugiero, padres conscriptos -dijo Filipo-, que convoquemos a los administradores del Erario y a los expertos en impuestos para ver la manera de allegar la suma que el honorable cónsul afirma que no tenemos. Sugiero también que encontremos algunas legiones y un escuadrón o dos de caballería.


Cuando Pompeyo llegó ante Septimanca en tierras de los vaceos le pareció más pequeña de lo que creía por las informaciones, aunque sí se notaba su prosperidad. Estaba situada en un alto escarpado sobre el río Pisoraca, pero no era inexpugnable, por lo que, ante la llegada de los romanos, todo el distrito se rindió sin lucha. Rodeado de intérpretes, Pompeyo se esforzó por apaciguar los temores de sus habitantes y por convencer a los jefes de las tribus locales de que, en definitiva, pagaría cuanto cogiese y no iban a quedarse como invasores.

Clunia, unos kilómetros al norte del nacimiento del Durius, era el reducto de Sertorio más al oeste de la península, pero algunas poblaciones al sur de aquel río conocían el final de Segovia, y nada más llegar Pompeyo a Septimanca enviaron una delegación asegurándole fervientemente lealtad a Roma y ofreciéndole cuanto necesitase. Así, tras una reunión con sus legados, intérpretes y representantes locales, envió a Lucio Titurio Sabino con quince cohortes a invernar en Termes, de población celtíbera, pero no sometida a Sertorio.

De hecho (como le decía Pompeyo a Pío en una carta en que le felicitaba el nuevo año) comenzaba a manifestarse el malestar de los indígenas. Si en la próxima campaña podían causar suficientes daños a Sertorio para que se le viera acosado, aumentarían las poblaciones ansiosas por someterse, como Septimanca y Termes. La guerra continuaría en el centro del territorio de Sertorio en torno al Iberus, y no tendrían que hacer más expediciones a la parte baja de la costa oriental.

La primavera llegó pronto en el curso alto del Durius, y Pompeyo se dispuso en seguida para la marcha. Dejó a los habitantes de Septimanca y Termes ocupados en hacer la siembra (con algún excedente por si los romanos regresaban en invierno), reunió las cuatro mermadas legiones, remontó el Pisoraca hasta Pallantia, que se había puesto al lado de Sertorio, al parecer por la simple razón de que su vecina Septimanca se había declarado partidaria de Roma.

Metelo Pío levantó su campamento en la Galia Narbonense casi al mismo tiempo y remontó el curso del Iberus con la intención de enlazar con Pompeyo que descendía. No obstante, su cometido más importante era abrir la ruta entre el Iberus y la Hispania central, y al llegar al Salo -un gran afluente del Iberus que nacía en la Juga Carpetana- siguió el curso del mismo y fue reduciendo una tras otra a las ciudades partidarias de Sertorio. Al final de la enérgica campaña, disponía de una ruta rápida para llegar a su provincia y había cortado a Sertorio el acceso a la cabecera del Tagus y del Anas, lo que significaba su aislamiento de las tribus lusitanas.

Pallantia resultó ser hueso duro de roer, y Pompeyo se dispuso a sitiarla como había hecho Escipión Emiliano con Numantia, tal como informó a la ciudad con una interminable cadena de heraldos. En respuesta, Pallantia envió noticia a Sertorio en Osca, y Sertorio acudió con su ejército, sitiando a los sitiadores. Era evidente que no quería saber nada de la vieja de la provincia Ulterior, de cuyas actividades en el Salo hizo caso omiso al pasar por la región; Sertorio seguía convencido de que Pompeyo era el eslabón débil de la cadena romana.

A ninguno de los dos bandos le interesaba un enfrentamiento directo en Pallantia, y Pompeyo centró sus esfuerzos en rendir a la ciudad como Sertorio en rendir a Pompeyo. Así, mientras aquél amontonaba madera y troncos bajo los fuertes muros de madera, Sertorio iba matando sus soldados poco a poco. Y a principios de abril, Pompeyo levantó el sitio, dejando que Sertorio ayudase a la ciudad a reparar los tramos quemados de las fortificaciones antes de lanzarse en su persecución.

Un mes más tarde enlazaban Pompeyo y Metelo Pío ante una de las ciudades más importantes partidarias de Sertorio: Calagurris, en el curso alto del Iberus.

Con el Meneitos venía un arca de dinero para Pompeyo, dos legiones más y seis mil hombres formados en cohortes para reforzar a plena capacidad las mermadas legiones. Y con los generosos regalos de Roma venía su nuevo procuestor, nada menos que Marco Terencio Varrón.

¡Qué alegría ver su reluciente calva con mechones de pelo sobre las orejas! Pompeyo lloró de alegría.

– Ya me había puesto en marcha cuando Varrón llegó con tus refuerzos a Narbo -dijo el Meneitos, estando los tres sentados en la tienda de Pompeyo con un merecido vaso de vino en la mano-, pero enlacé con él al salir del valle de Salo al Iberus, y me satisface decirte, Magnus, que a mi también me ha traído un arca llena.

Pompeyo lanzó un profundo suspiro de alivio.

– Entonces mi carta ha servido -dijo a Varrón.

– ¿Si ha servido…? -inquirió Varrón echándose a reír-. Yo diría que desencadenó en el Senado un incendio más devastador que si Saturnino hubiese anunciado que era rey de Roma. Me gustaría que hubieses visto las caras de todos cuando Lúculo comenzó a desgranar la lista de tribus galas que se unirían a la cola del cometa Sertorio siguiéndote a Roma.

– ¿Lúculo? -inquirió Pompeyo extrañado.

– ¡Ah, fue tu adalid, Magnus!

– ¿Por qué? Yo pensaba que no me estima.

– Seguramente no; pero creo que temía que alguien sugiriese que fuese él enviado a Hispania para sustituirte. Él es muy buen militar, pero lo que menos desea es que le envíen a Hispania. Nadie que esté bien de la cabeza puede querer este destino.

– Eso digo yo -comentó el Meneitos, sonriendo.

– Así que ahora tengo seis legiones y los dos podemos pagar algo a la tropa -dijo Pompeyo-. ¿Cuánto nos han dado, Varrón?

– Lo bastante para pagar los atrasos de muertos y vivos y pagar a los vivos parte de este año. Pero, desgraciadamente, no lo bastante para seguir pagándoles. Lo siento, Magnus. Roma no daba para mas.

– ¡Ojalá supiese dónde guarda Sertorio su tesoro! Si estuviese seguro de que lo tiene en la próxima ciudad que ataquemos, no descansaría hasta apoderarme de él -dijo Pompeyo.

– Dudo mucho de que Sertorio tenga fondos, Magnus -dijo el Meneitos meneando la cabeza.

– ¡Bobadas! ¡Hace más de un año obtuvo tres mil talentos de oro del rey Mitrídates!

– Que supongo ya se habrán esfumado. Ten en cuenta que él no tiene provincias que le den una renta fija, ni dispone de esclavos para explotar las minas. Y las tribus hispanas tampoco tienen dinero.

– Sí, me imagino que tienes razón.

Se hizo un breve y agradable silencio que rompió Metelo Pío, como si hubiese llegado a una meditada decisión. Lanzó un suspiro bastante prolongado que hizo que Pompeyo y Varrón le mirasen.

– Magnus, tengo una idea -dijo.

– Te escucho.

– Acabamos de decir que Hispania está empobrecida; hispanos y romanos por igual. Hasta los púnicos de Gades están en crisis, y la riqueza es un sueño para la mayoría de la población hispana. Bien, yo tengo un pequeño tesoro de la provincia Ulterior que está en un arca de la residencia del gobernador en Castulo desde que allí lo depositó Escipión el Africano. No me explico cómo alguno de nuestros codiciosos gobernadores no se ha apoderado de él, pero así es. Se trata de cien talentos de monedas de oro acuñadas por Asdrúbal, cuñado de Aníbal.

– Por eso se conserva -dijo Varrón sonriente-. ¿Cómo iba un romano a deshacerse de monedas de oro cartaginesas sin despertar sospechas?

– Es cierto.

– Así que tienes cien talentos en monedas de oro cartaginesas -añadió Pompeyo-. ¿Y qué piensas hacer con ellas, Pío?

– En realidad tengo algo más, pues dispongo de veinte mil iugera de tierras ribereñas en el Betis que un tal Servilio Cepión confiscó a unos notables a cuenta de impuestos atrasados. Y ahí siguen a nombre de Roma desde hace décadas, produciendo una pequeña renta.

Pompeyo comprendió en seguida lo que se proponía Metelo Pío.

– Y piensas ofrecer el oro y las tierras en recompensa al que entregue a Quinto Sertorio.

– Exactamente.

– ¡Una idea estupenda, Pío! Nos guste o no, a mí me parece que nunca podremos derrotar a Sertorio en el campo de batalla. Es demasiado artero. Y cuenta con inmensas reservas humanas para reclutar tropas, a las que les da igual que les pague o no, pues lo único que desean es ver caer a Roma. Pero en todo campamento militar y en las ciudades hay hombres codiciosos. Y, además, si ofreces una recompensa es como llevar la guerra al palacio de Sertorio; una guerra de nervios. ¡ Hazlo, Pío, hazlo!

Y así lo hizo. La proclama se efectuó en un intervalo de mercado de un extremo de Hispania al otro: cien talentos de monedas de oro y veinte mil iugera de tierras ribereñas de primera calidad en el Betis para el afortunado que facilitase información que permitiera la muerte o la captura de Quinto Sertorio.

No tardaron Metelo Pío y Pompeyo en saber que había hecho mella en Sertorio, pues se enteraron de que al saberlo había despedido inmediatamente a su guardia personal de tropas romanas, sustituyéndola por una de sus más leales partidarios de Osca, y, además, había apartado a sus seguidores romanos e itálicos. ¡Qué oprobio por parte de Quinto Sertorio suponer que sería un romano o un itálico quien le traicionase! Entre los más ofendidos de éstos se encontraba Marco Perpena Vento.


En medio de esta guerra de nervios, la guerra real proseguía inexorable. Conjuntamente, Pompeyo y Metelo redujeron algunas de las ciudades de Sertorio, pero Calagurris resistía; Sertorio y Perpena habían aparecido con treinta mil hombres dispuestos a diezmar a los sitiadores romanos del mismo modo que lo había hecho Sertorio con Pompeyo en Pallantia. Al final, la falta de aprovisionamiento forzó a Pompeyo y a Metelo Pío a levantar el asedio de Calagurris, sin por ello librarse del acoso de Sertorio. Pero no había comida para las doce legiones.

Las provisiones eran un constante problema debido a la mala cosecha del año anterior. Llegó la primavera, llegó el verano, y, al avecinarse la siega, un horroroso desastre causó el caos en aquella guerra de agotamiento que Pompeyo y Metelo Pío trataban de librar. Todo el extremo occidental del mar Mediterráneo sufrió una terrible carestía por efecto de las escasas lluvias de invierno y los torrenciales aguaceros de primavera cuando el trigo estaba madurando. Un auténtico diluvio que cayó desde Africa a los Alpes y desde el océano Atlántico hasta Macedonia y Grecia. Se perdió la cosecha en Africa, en Sicilia, en Cerdeña, en Córcega, en Italia, en la Galia Cisalpina, en la Transalpina, y en la Hispania Citerior. Sólo en la Hispania Ulterior se salvaron parte de las mieses, pero no eran tan abundantes como otros años.

– El único consuelo -dijo Pompeyo al Meneitos a finales de sextilis- es que a Sertorio también le faltarán provisiones.

– Él tiene los graneros bien llenos de otros años -respondió el Meneitos cariacontecido- y podrá aguantar mejor que nosotros.

– Yo podría volver al curso alto del Durius -añadió Pompeyo no muy convencido-, pero no creo que allí haya comida para seis legiones.

Fue Metelo Pío quien adoptó una decisión.

– Pues yo voy a regresar a mi provincia, Magnus. No creo que me necesites en primavera, pues lo que queda por hacer en la provincia Citerior puedes hacerlo tú solo. Mis tropas no tendrían comida en la Citerior; mientras que si tú puedes apoderarte de algunos reductos importantes de Sertorio, podrás alimentar a tus tropas. Puedo llevarme dos legiones tuyas a la Ulterior para que invernen allí. Si las quieres en primavera te las mando, pero si ves que no puedes alimentarlas, las retengo. Será una carga, pero mi provincia no ha resultado muy afectada. En cualquier caso, pierde cuidado que yo las alimentaré.

Pompeyo aceptó la propuesta, y Metelo Pío emprendió la marcha con ocho legiones hacia su provincia mucho antes de lo que había previsto y deseaba. Las cuatro legiones que quedaron en manos de Pompeyo fueron enviadas acto seguido a Septimanca y Termes, mientras él, con Varrón y la caballería en el curso bajo del Iberus (gracias al diluvio no había dificultades de pasto para los caballos), se dispuso a enviar sus tropas a invernar a Emporiae al mando de Varrón, no sin antes escribir por segunda vez al Senado. Y, aunque ahora disponía de Varrón, prefirió hacerlo con su propia prosa.


Al Senado y al Pueblo de Roma.

Comprendo que la carestía de trigo afectará a Roma e Italia tanto como a mí. He enviado dos de mis legiones con mi colega Pío a la provincia Ulterior que está en mejores condiciones que la Citerior.

Esta carta no es para pedir provisiones. Ya me las arreglaré para alimentar a mis tropas, y me las arreglaré para acabar con Quinto Sertorio. Esta carta es para pedir dinero. Aún debo a la tropa casi un año de paga, y estoy harto de estarles siempre debiendo.

Aunque estoy en el extremo oeste de la tierra, me entero de lo que sucede en los demás sitios. Sé que Mitrídates ha invadido Bitinia a principios de verano al ocurrir la muerte del rey Nicomedes. Sé que las tribus del norte de Macedonia están levantiscas de un extremo a otro de la vía Egnatia. Sé que los piratas están impidiendo a las flotas romanas el transporte de trigo de Macedonia oriental y de la provincia de Asia para paliar la carestía de alimento en Italia. Sé que los cónsules de este año, Lucio Lúculo y Marco Cotta, se han visto obligados a marchar para hacer la guerra a Mitrídates. Sé que Roma tiene apuros dinerarios. Pero también sé que ofrecisteis al cónsul Lúculo setenta y dos millones de sestercios para una flota y que declinó el ofrecimiento. Así que, al menos tenéis setenta y dos millones de sestercios bajo una losa del Tesoro, ¿no? Eso es lo que más me fas tidia, que deis más valor a Mitrídates que a Sertorio. Pues yo no. Uno es un déspota oriental cuya única fuerza está en los números, y el otro es un romano.

Y su fuerza está en eso. Y sé a quién preferiría enfrentarme. De hecho ojalá me hubieseis ofrecido a mí la misión de acabar con Mitrídates. La hubiera aceptado inmediatamente dejando este ingrato y olvidado asunto de Hispania.

No puedo seguir en Hispania sin parte de esos setenta y dos millones de sestercios, así que sugiero que levantéis la losa del Tesoro y apartéis unas cuantas bolsas de dinero. Si no, la alternativa es muy sencilla: licencio a mis tropas en la Hispania Citerior -los soldados que aún me quedan de las cuatro legiones- y les dejo a su albur para que se alimenten por sí solos todo el camino hasta Italia. Sin jefes y sin la tranquilidad de saber que los manda alguien, creo que pocos optarían por regresar. La mayoría hará lo que haría yo en tal situación: ir a alistarse en los ejércitos de Quinto Sertorio porque él les alimentará y les pagará con regularidad. De vosotros depende. O me mandáis dinero o licencio a las tropas aquí mismo.

Por cierto, no se me ha pagado el caballo público.


Pompeyo recibió el dinero, pues los senadores comprendían un ultimátum cuando se les planteaba en términos tan crudos. Todo el país gruñó, pero no era cuestión de arriesgarse a una invasión de Quinto Sertorio, expresamente reforzado con cuatro legiones de tropas de Pompeyo. Tan saludable fue el efecto de la carta de Pompeyo, que Metelo Pío recibió también dinero. A los dos generales romanos sólo les faltaba encontrar comida.

Regresaron las dos legiones de Pompeyo de la Hispania Ulterior llevando consigo una enorme columna de provisiones, y Cneo Pompeyo Magnus reanudó la guerra de desgaste contra Sertorio. Tomó por fin Pallantia y se encaminó a Cauca, en donde rogó a sus habitantes que acogieran a los enfermos y heridos; la población aceptó, pero Pompeyo había disfrazado a sus mejores soldados de enfermos y heridos, y éstos tomaron Cauca una vez dentro. Uno tras otro fueron cayendo los reductos de Sertorio y con ellos las reservas de trigo. Al llegar el invierno, sólo Caligurris y Osca continuaban resistiendo.

Pompeyo recibió carta de Metelo Pío.


Estoy encantado, Pompeyo. La campaña que has realizado este año tú solo ha quebrado las energías de Sertorio. Tal vez las victorias en el campo de batalla las cosechara yo, pero la decisión es estrictamente tuya. No has cejado en ningún momento ni has dado respiro a Sertorio. Y siempre ha sido a ti a quien atacó Sertorio, mientras que yo tuve la suerte de enfrentarme a Hirtuleyo -buen hombre, pero no de la categoría de Sertorio- y a Perpena, que es una mediocridad.

No obstante, quiero elogiar a los soldados de nuestras legiones. Ha sido la guerra más ingrata y amarga de cuantas ha librado Roma, y nuestras tropas han tenido que soportar terribles dificultades. A pesar de ello, ninguno de los dos hemos tenido que enfrentarnos a descontento ni amotinamientos, y eso que la paga se ha retrasado años y no ha habido botín. Hemos saqueado ciudades para rebuscar como ratas unos granos de trigo. Son dos ejércitos magníficos, Cneo Pompeyo, y ojalá pudiera tener la confianza de que Roma los recompensará como se merecen. Pero no la tengo. Roma no puede ser derrotada. Puede perder batallas, pero no guerras. Quizá nuestras gallardas tropas sean la causa de ello, si tenemos en cuenta su lealtad, su buen comportamiento y su absoluta decisión a servir con denuedo. Nosotros, generales y gobernadores, hacemos mucho, pero, en definitiva, yo creo que el mérito es de los soldados de Roma.

No sé cuándo piensas regresar a Italia. Supongo que puede suceder que, igual que el Senado te otorgó el mando especial, sea el Senado quien te lo quite. En cuanto a mi, soy el gobernador nombrado por el Senado para la provincia Ulterior y no tengo prisa por regresar. En este momento es más fácil para el Senado prorrogar mi mandato que encontrar un nuevo gobernador para esta provincia de Hispania. Así que pediré que me prorroguen el cargo dos años más. Antes de dejarlo me gustaría que la provincia se recuperase plenamente y quedase bien defendida contra los lusitanos.

No tengo ninguna gana de, nada más regresar a Roma, verme envuelto en otro conflicto: el enfrentamiento con el Senado por obtener tierras para asentar a mis excombatientes. Sí, no puedo aceptar que mis soldados queden sin recompensa. Por lo tanto, lo que pienso hacer es asentarlos como colonos en la Galia itálica, pero al otro lado del Padus, donde hay vastas extensiones de terreno de labrantío y ricos pastos en manos de los galos. No es tierra romana de hecho y el Senado no se opondrá, y cualquier día recurro a la recompensa para mis veteranos a costa de esas bandas de ínsubros. Ya lo he hablado con los centuriones y todos se han mostrado complacidos. Mis soldados no tendrán que vagar por ahí varios años esperando que un comité de delegados y burócratas que supervisan y charlan, confeccionan listas y charlan y prorratean y charlan, para al final no hacer nada. Cuanto más comités veo, más convencido estoy de que lo único que sabe organizar un comité son desastres.

Mis mejores deseos, querido Magnus.


Pompeyo invernó aquel año entre los vascones, una poderosa tribu que ocupaba el extremo oeste de los Pirineos y cuyos hombres estaban plenamente decepcionados con Sertorio. Como se portaron bien con sus soldados, Pompeyo utilizó las tropas para construirles un reducto, después de que le juraran que Pompaelo (como denominaron al embrión de ciudad) sería siempre leal al Senado y al pueblo de Roma.


Aquel invierno fue amargo para Quinto Sertorio. Quizá sabía desde siempre que la suya era una causa perdida, y, desde luego, nunca había sido favorito de la Fortuna. Pero no podía admitir conscientemente esa realidad en su pleno significado. Él, por el contrario, se decía que las cosas le saldrían bien con tal de poder hacer creer a sus adversarios que no podían vencerle en el campo de batalla. Su decadencia había sobrevenido cuando la vieja y el muchachito comprendieron sus mañas y adoptaron la política de evitar las batallas.

Ofrecer una recompensa para que le traicionaran le había desmoralizado profundamente, pues Quinto Sertorio era romano y conocía la codicia que animaba en lo más hondo del más razonable y honrado de los mortales. Y ya no podía confiar en ninguno de sus partidarios romanos o itálicos, criados en sus mismas tradiciones, mientras que sus seguidores hispanos aún estaban libres de ese defecto particular causado por la civilización. Ahora siempre estaba al tanto de si una mano asía un cuchillo, de un determinado gesto en algún rostro, y su entereza comenzaba a quebrarse por el estado de nervios. Consciente de que su nueva manera de ser chocaría a los hispanos, se esforzaba ímprobamente por dominarse, y para lograrlo comenzó a recurrir al vino como sedante.

Luego -el peor golpe que recibió en su vida- de Nersae llegó la noticia de que había muerto su madre. La mayor pérdida para él. Ni aunque a sus pies hubiesen arrojado los cadáveres ensangrentados de su esposa germana y de su hijo, a quien deliberadamente había privado de una educación romana, se habría afligido tanto como por la muerte de su madre, Maria. Pasó varios días encerrado en su oscuro cuarto, con la sola compañía de la corza blanca Diana y una cantidad exorbitante de jarros de vino. ¡Años sin verse! ¡ Terrible pérdida! Sentimiento de culpa.

Cuando finalmente abandonó el cuarto era otro hombre. Él que hasta entonces había sido ejemplo de cortesía y afabilidad, se había vuelto persona amargada y suspicaz, hasta con los hispanos, capaz de injuriar a sus amigos más íntimos. Notaba físicamente que Pompeyo estaba acabando con el dominio que había tenido de Hispania al llevar a cabo con irritante eficacia aquella política de desgaste; sí, sentía físicamente desintegrarse su mundo. Y, alimentado por los insidiosos fantasmas del vino, surgió la paranoia. Al enterarse de que uno de los caudillos hispanos sacaba subrepticiamente a los hijos de la famosa escuela romana de Osca, se llegó con su guardia personal al espacioso y luminoso peristilo y mató a muchos de los niños que quedaban. Era el principio del fin.

Marco Perpena Vento nunca había olvidado ni perdonado el modo en que Sertorio le había arrebatado su ejército, ni soportaba la natural superioridad de aquel renegado partidario de Mario, natural del país de los sabinos. Cada vez que libraban una batalla, a Perpena se le hacía evidente que él no tenía el talento militar ni la devoción de la tropa tan apabullantes ambos en el caso de Sertorio. Era cruel admitir que no podía superar a Sertorio en nada! Excepto en perfidia, como se vería.

Desde el momento en que supo la recompensa que ofrecía Metelo Pío, adoptó una decisión. Que Sertorio facilitase sus propósitos dando palos de ciego fue una suerte con la que no había contado y que supo aprovechar.

Perpena dio una fiesta para paliar la monotonía de la vida en el invierno oscense, como dijo a sus amigos romanos e itálicos. A la que, naturalmente, invitó a Sertorio. No estaba seguro de si vendría hasta que vio el familiar rostro del tuerto cruzar la puerta; momento en que se apresuró a recibirle y acompañarle al locus consularis de su propia camilla, encargándose de que los esclavos le emborrachasen con vino fuerte sin agua.

En la conjura participaban todos los invitados, y el ambiente era tenso por el miedo y el recelo, y todos no hacían otra cosa que beber vino sin aguar hasta que Perpena reparó en que no habría nadie lo bastante sobrio para hacer lo convenido. Sertorio había llevado a la corza blanca, por supuesto, pues últimamente no se apartaba de ella, y el animal estaba echado en la camilla entre su amo y Perpena, una afrenta que a éste le mortificaba más profundamente aún, pensando en el malvado propósito de la fiesta. Así, en cuanto pudo, se levantó del lectus medius y situó en él de un empujón al medio romano medio hispano Marco Antonio, un hombre ruin habido por uno de los grandes Antonios con una campesi¡na, y al que el padre no había reconocido y menos favorecido con la abierta generosidad de esa familia.

La conversación fue haciéndose más grosera, y la jarana más vulgar con Antonio en primer plano. Sertorio, que detestaba las palabras y las bromas obscenas, se mantenía al margen; se contentaba con acariciar a Diana y seguir bebiendo, con la parte viva de su rostro fría, impertérrita. Luego, uno de los comensales hizo un comentario particularmente grosero, con la complacencia de todos menos de Sertorio, quien se echó hacia atrás en la camilla con gesto de disgusto. Temiendo que fuese a levantarse y se marchara, Perpena dio la señal, aunque no sabía si la oirían en medio de aquel escándalo, y tiró la copa de plata al suelo con tal fuerza que el recipiente rebotó en el aire causando gran estruendo. Se hizo un silencio absoluto, y Antonio fue mucho más rápido que el incauto y ebrio Sertorio. Sacó de la túnica un puñal de legionario, se abalanzó sobre Sertorio y se lo clavó en el pecho. Diana lanzó un chillido y escapó corriendo, mientras Sertorio trataba de incorporarse, pero todos los presentes se le echaron encima para sujetarle de brazos y piernas para que Antonio pudiera seguir apuñalándole. Sertorio no había proferido grito alguno, pero de haber gritado pidiendo ayuda nadie habría acudido, pues desde primera hora de la noche la escolta de hispanos que había dejado fuera de la casa de Perpena ya no existía: habían sido asesinados.

Sin dejar de chillar, la corza blanca saltó sobre la camilla cuando los asesinos se apartaban y comenzó a olfatear enloquecida a su ensangrentado y exánime amo. ¡Ahora sí que se trataba de una tarea de la que Perpena se sentía capaz! Cogiendo el cuchillo que había tirado Marco Antonio, lo clavó en la parte izquierda del pecho del animal, que se desplomó hecho un ovillo sobre el cadáver de Sertorio, y cuando los eufóricos asesinos cogieron al amo para tirarlo a la calle como un mueble viejo, cogieron también a Diana y la arrojaron encima de él.


Pompeyo supo la noticia del modo que cabía esperar, como pensó después, aunque en aquel momento le pareció asquerosa y repugnante. Pues Marco Perpena Vento le envió la cabeza de Sertorio con un jinete a todo galope desde Osca a Pompaelo. Acompañaba al siniestro trofeo una nota que decía que Metelo Pío le debía a Perpena cien talentos de oro y veinte mil iugera de tierra. Y añadía que había dirigido a Metelo Pío una carta en el mismo sentido.

Pompeyo le contestó por su cuenta y envió un correo urgente a Metelo Pío con una copia de la respuesta.


No me causa alegría saber que Quinto Sertorio ha muerto a manos de un gusano como tú, Perpena. Era sacer pero merecía un mejor fin por manos más nobles.

Me complace sobremanera negarte la recompensa, que no se ofrecía por una cabeza. Se ofrecía a quien facilitase información que nos permitiese apresar o matar a Quinto Sertorio. Si la copia de la proclama que tú viste no lo especificaba así échale la culpa al escriba. Yo desde luego no vi ninguna que no lo especificase. Tú, Perpena, eres de una familia consular en la que ha habido senadores y pretores. Debías de habértelo pensado.

Me imagino que sucederás a Quinto Sertorio en el mando y me complace sobremanera informarte que la guerra continuará hasta la muerte de todos los traidores cuando todos los insurgentes hayan sido vendidos como esclavos.


Cuando en Hispania se supo que había muerto Quinto Sertorio, sus seguidores huyeron a Lusitania y Aquitania, y hasta algunos de sus partidarios romanos e itálicos abandonaron a Perpena. Este, sin amilanarse, reunió a los que quedaban y en mayo salió de Osca para entablar batalla con Pompeyo, que le había encolerizado profundamente por la breve respuesta a su petición de recompensa. ¿Quién se creía que era aquel picentino para contestarle por cuenta de Cecilio Metelo? Cecilio Metelo, que ni se había dignado contestarle.

La batalla fue una celada. Perpena cayó sobre una de las legiones de Pompeyo que hacía provisiones al sur de Pompaelo; las tropas estaban dispersas y entorpecidas por la conducción de varias docenas de carros de bueyes. Al ver que el último ejército de Sertorio se les venía encima, los soldados de Pompeyo corrieron hacia un profundo barranco, y Perpena, eufórico, fue tras ellos. Sólo cuando el último hombre estuvo dentro del barranco, puso Pompeyo en marcha la trampa: por las cuestas surgieron miles de soldados que estaban ocultos, y abalanzándose sobre los hombres de Sertorio acabaron con ellos.

Unos soldados hallaron a Perpena escondido en una espesura y lo llevaron a presencia de Aulo Gabinio, quien inmediatamente lo remitió a Pompeyo. Demudado de terror, Perpena trató de negociar su vida ofreciéndole el archivo de Quinto Sertorio, que, según gemía, confirmaba que muchos personajes de Roma ansiaban que Sertorio venciera y rehiciera Roma conforme a los principios de Mario.

– Sean los que sean -dijo Pompeyo, con el rostro imperturbable y los ojos azules inexpresivos.

– ¿Cuáles? -inquirió Perpena temblando.

– Los principios de Mario.

– Por favor, Cneo Pompeyo, ¡te lo suplico! ¡Te entrego los papeles y por ti mismo verás la razón que tengo!

– Muy bien, dámelos -replicó Pompeyo lacónico.

Viendo el cielo abierto, Perpena dijo a Aulo Gabinio dónde hallarlos (pues los había transportado desde Osca) y aguardó con gran impaciencia a que regresase el destacamento. Dos soldados se acercaron con un arcón que dejaron en el suelo ante Pompeyo.

– Abridlo -dijo.

Se agachó y comenzó a revolver los rollos y las hojas un buen rato, sacándolo todo y desplegando algunas hojas para leerlas y asintiendo con la cabeza entre susurros. El resto de lo que contenía el arcón se limitó a mirarlo, pero algunos de los papeles más pequeños a los que echó una ojeada le hicieron enarcar las cejas. Se puso en pie cuando todo estaba amontonado y revuelto sobre la hierba pisoteada.

– Juntad toda esa porquería y quemadla ahora mismo -dijo a Aulo Gabinio.

Perpena se quedó boquiabierto.

Cuando ya ardía el montón de papeles, Pompeyo hizo un gesto con la barbilla a Gabinio con gesto de profunda repugnancia.

– Mata a ese gusano -dijo.

Perpena murió por la espada de un legionario romano, y la guerra en Hispania concluyó en el mismo momento en que su cabeza rodaba dando saltos por el suelo ensangrentado.

– Bueno, ya está -dijo Aulo Gabinio.

– Vete con viento fresco -replicó Pompeyo encogiéndose de hombros.

Los dos habían estado contemplando la cabeza de Perpena con los ojos desorbitados de terror; Pompeyo giró sobre sus talones y se dirigió a donde estaban los otros legados, que habían preferido quedar apartados de donde no les llamaban.

– ¿Tenías que quemar esos papeles? -inquirió Gabinio.

– Ah, sí.

– ¿Y no habría sido mejor llevarlos a Roma? Así la habríamos limpiado de traidores.

– ¿Y dar trabajo durante un siglo al tribunal de traiciones? -replicó Pompeyo meneando la cabeza y riendo-. A veces es más prudente seguir el criterio propio. Un traidor no deja de serlo porque se hayan convertido en humo los papeles que lo demuestran.

– No acabo de entender.

– Quiero decir que siguen insistiendo, Aulo Gabinio, siguen insistiendo.


Aunque había acabado la guerra, Pompeyo era persona demasiado minuciosa para hacer los bártulos y regresar a Italia con la cabeza de Perpena en una lanza. Quería hacer algo de limpieza; fundamentalmente liquidar a quienes pudiesen representar un peligro futuro. Entre los que perecieron se contaron la esposa germana y el hijo de Sertorio, que Pompeyo encontró en Osca al aceptar la capitulación de la plaza en junio. El hombre de treinta y tres años que le señalaron como hijo de Sertorio tenía un parecido físico que no dejaba lugar a dudas, a pesar de que no hablaba latín y parecía un ilergete hispano.

Al enterarse de la muerte de Sertorio, Clunia y Uxama se arrepintieron de la sumisión a Pompeyo, cerraron sus puertas y se aprestaron a resistir un asedio. Pompeyo lo hizo complacido. Clunia cayó y Uxama cayó, y, finalmente, lo hizo Caligurris, donde los asombrados romanos descubrieron que los hombres se habían comido a sus propias mujeres e hijos antes que rendirse; Pompeyo los mandó ejecutar a todos y luego arrasó no sólo la ciudad sino toda la región.

Naturalmente, durante todo este tiempo no había cesado la comunicación entre el general victorioso y Roma. No todas las cartas eran oficiales ni todos los documentos para difusión pública; entre los principales corresponsales de Pompeyo se contaba Filipo, que no cesaba de cacarear en el Senado. Los cónsules del año eran dos de los clientes secretos de Pompeyo, Lucio Gelio Poplicola y Cneo Cornelio Léntulo Clodiano, lo que significaba que éste podía reclamar la ciudadanía romana para aquellos hispanos que le habían ayudado sustancialmente. En cabeza de la lista de Pompeyo figuraba un nombre extranjero repetido: Kinahu Hadasht Byblos, tío y sobrino, de treinta y tres y veintiocho años respectivamente, ciudadanos acomodados de Gades y grandes mercaderes púnicos, pero sin incorporar el nombre de Pompeyo, pues no quería él que pululasen los Cneos Pompeyos hispanos. Tío y sobrino de Gades quedaron adscritos como clientes a uno de los últimos legados de Pompeyo, Lucio Cornelio Léntulo, primo del cónsul. Así entraron en la vida de Roma y su historia con los nombres de Lucio Cornelio Balbus Maior y Lucio Cornelio Balbus Minor.

Pompeyo no quiso apresurarse. Las minas de las cercanías de Cartago Nova volvieron a abrirse, los contestanos fueron castigados por atacar al difunto Cayo Memmio, cuya hermana había quedado viuda. ¡Tendría que arreglar aquello cuando regresase a Roma! Poco a poco la provincia de la Hispania Citerior fue recomponiéndose, instaurando en ella una burocracia organizada, una estructura de impuestos, reglas y leyes sucintas y todo lo necesario para romanizarla.

Luego, en otoño, Cneo Pompeyo Magnus se despidió de Hispania con el ferviente deseo de nunca más volver. Había recuperado casi por entero la seguridad en sí mismo y su engreimiento, aunque nunca más volvería a enfrentarse al enemigo sin un estremecimiento premonitorio, ni jamás volvería a emprender una guerra sin saber de antemano que disponía de unas cuantas legiones más que el adversario. ¡Y nunca más volvería a enfrentarse a un romano!

En las crestas del paso de los Pirineos el general victorioso plantó trofeos, entre ellos la coraza del caído Quinto Sertorio y la coraza con la que Perpena había sido decapitado. Bien sujetos a altos postes con travesaños quedaron batidos por el viento de las alturas los ptery ges como mudo recordatorio para los que pasasen de la Galia a Hispania de que no convenía enfrentarse a Roma. Además de los trofeos, Pompeyo erigió un mojón con una placa en la que quedó inscrito su nombre, su título, su misión, el número de ciudades que había tomado y los que habían sido recompensados con la ciudadanía romana.

Después, descendió a la Galia Narbonense y pasó el invierno deleitándose con gambas y salmonetes. Al igual que su guerra, aquel año había sido mejor y la cosecha, que en las dos provincias hispanas era buena, en la Galia Narbonense fue excepcional.


No pensaba llegar a Roma hasta mediados de año como mucho, aunque no por sentir ninguna clase de fracaso; simplemente no sabía qué hacer, adónde ir ni qué pilar de la tradición y veneración romanas demoler. El día veintiocho de septiembre cumpliría treinta y cinco años, y ya no era el niño bonito de las legiones. Por eso tenía que hallar una causa digna de un adulto, no de un muchacho. Pero, ¿cuál? Algo que el Senado le diera a regañadientes; de eso no le cabía la menor duda. Se lo decía de un modo latente aquella parte de su mente que no se atrevía a explorar y que se le resistía.

Se encogió de hombros y desechó sus dudas. Había cosas más apremiantes, como era abrir la nueva ruta por los Alpes probada en el viaje de ida; cuidarla, pavimentarla, llamarla… ¿cómo? ¿La vía Pompeya? ¡Sonaba bien! Pero, ¿quién quería morir dejando por todo recuerdo glorioso el nombre de una vía? No, mejor morir dejando el simple nombre: Pompeyo el Grande. Sí, eso lo decía todo.

Загрузка...