Segunda parte.

DICIEMBRE DEL 82 A. DE J.C. – MAYO DEL 81 A. DE J.C.

A principios de diciembre, Lucio Cornelio Sila se dijo que las cosas marchaban estupendamente. La mayoría seguía indecisa en cuanto a matar a los proscritos de las listas, pero había algunos como Catilina que comenzaban a dar ejemplo, y la cantidad de dinero y propiedades confiscadas aumentaba vertiginosamente. Por supuesto que era el dinero y los bienes lo que había hecho que Sila optase por esa actuación concreta, pues de alguna parte habían de salir las enormes sumas que necesitaba Roma para recuperar su solvencia financiera. En circunstancias más normales, habrían salido de las arcas de las provincias, pero por culpa de la intervención de Mitrídates en Asia y del hecho de que Quinto Sertorio había logrado crear no pocas dificultades en las dos Hispanias, reduciendo los ingresos de aquellas provincias, no se podía contar durante cierto tiempo con esas aportaciones; por lo que Roma e Italia tenían que suplirlas, y éstas no podían exigirse al pueblo ni a los que habían demostrado inequívocamente su lealtad a la causa de Sila.

A él nunca le había gustado el ordo equester, las noventa y una centurias de la primera clase que englobaban a los caballeros del estamento comercial, pero menos aún las dieciocho centurias de caballeros de raigambre con derecho al caballo público. Entre ellos había muchos que habían medrado notablemente bajo la administración de Mario, Cinna y Carbón, y eran ellos los hombres a quienes Sila haría pagar la factura de la recuperación económica de Roma. ¡Solución perfecta!, pensó el dictador con suma fruición. No sólo se recuperaría el Tesoro, sino que al mismo tiempo se deshacía de sus enemigos.

Simultáneamente, había hallado tiempo para solucionar una de sus aversiones secundarias -el Samnio-, y hacerlo del modo más severo posible para la desventurada región: enviando a Cetego y Verres con cuatro legiones de veteranos.

– Que no quede nada en pie -dijo-. Quiero que el Samnio quede tan arrasado que a nadie le apetezca jamás volver a vivir allí; ni al más acendrado patriota. Talad árboles, arrasad los campos, derruid las ciudades y destrozad los huertos. Segad hasta las cabezas de las amapolas más altas -añadió con siniestra sonrisa.

¡Así aprenderían los samnitas! Y de paso se quitaba de en medio durante un año a dos hombres valiosos que pudieran hacerle sombra. No tendrían prisa por volver por el dinero con que se enriquecerían, aparte de lo que enviasen al Tesoro.


Quizá redundase en beneficio de otras regiones de Italia que la familia de Sila llegase a Roma en aquellos momentos y le hiciera recobrar una especie de normalidad de la que carecía, aunque no la hubiese echado de menos. Para empezar, no sabía que al ver a Dalmática se llevaría tal impresión; las piernas le fallaron, y tuvo que sentarse a toda prisa para mirarla como un imberbe que contempla inesperadamente a la mujer soñada.

Hermosísima -algo que él no ignoraba-, con sus grandes ojos grises y la tez oscura como el cabello; y aquella mirada amorosa que nunca se apagaba ni modificaba por viejo y feo que se fuera haciendo él. Y allí estaba, sentada en su regazo, echándole los brazos al escuálido cuello, apretando los pechos contra su cara, acariciándole la costrosa cabeza y besándosela como si fuese la magnífica testa de pelo rubio-rojizo de antaño. Y la peluca, ¿dónde estaba? Pero ella ya le alzaba el rostro y sintió aquellos dulces labios sobre los suyos yertos hasta recobrar la lozanía… Recobraba las fuerzas, y se levantó alzándola al mismo tiempo en sus brazos, y con ella se fue triunfante a la habitación. Tal vez, después de todo, sea capaz de amar, pensó, hundiéndose en sus brazos.

– ¡Cómo te he echado de menos! -exclamó.

– Cómo te quiero -respondió ella.

– Dos años… Han pasado dos años.

– Que han sido como dos mil.

Una vez consumido el fervor de aquel primer encuentro, volvió a su papel de esposa y le miró complacida.

– ¡Tu piel está mucho mejor!

– Morsimo me envió el ungüento.

– Ya no te pica.

– Ya no me pica.

Después, volvió a su papel de madre y se empeñó en que fuese con ella al cuarto de los niños a saludar a los pequeños Fausto y Fausta.

– Tienen poco más de los dos años de nuestra separación -dijo él, con un profundo suspiro-. Se parecen a Metelo el Numídico.

– Sí… -asintió ella, conteniendo la risa-. ¡ Pobrecitos!

Y entre risas de ambos concluyó una de las jornadas más felices de la vida de Sila.

Los mellizos, que ignoraban lo que mamá y aquel viejo raro se cuchicheaban entre grandes risas, les miraban con tímidas sonrisas, hasta que no pudieron aguantarse y se unieron a ellos. Y, aunque no pueda decirse que aumentase el cariño de Sila, al menos pensó que eran unos graciosos pequeñuelos, aunque se pareciesen a su tío abuelo Quinto Cecilio Metelo el Numídico, el Meneitos, a quien él mismo había matado. ¡Qué ironía!, se dijo. ¿Será un castigo de los dioses? Pero creer eso sería cosas de griegos, y yo soy romano. Además, estaré más que muerto antes de que sean mayores y puedan recordar ese parecido a los demás.


El resto de otras recientes llegadas también fue grato, entre ellas la de la hija mayor, Cornelia Sila, con los dos hijos que tenía de su difunto esposo. La pequeña, Pompeya, tenía ya ocho años, y era una niña totalmente creída de su belleza. Quinto Pompeyo Rufo, con sus seis años, hacía honor a su apellido, pues era rojo de pelo, de piel, de ojos y de carácter.

– ¿Cómo se encuentra ese invitado mío que no puede cruzar el pomerium para entrar en Roma? -preguntó Sila a su mayordomo Crisógono, a quien había confiado el cuidado de la familia.

Algo más delgado que antaño (no debía ser tarea fácil estar al cuidado de tanta gente de carácter tan distinto, pensó Sila), el mayordomo alzó los ojos al cielo y se encogió de hombros.

– Lucio Cornelio, me temo que no va a aceptar quedarse fuera del pomerium si no vas a verle en persona y se lo explicas. ¡Yo lo he intentado, vaya si lo he intentado! Pero él me desdeña y me considera un inferior indigno de crédito.

Era muy propio de Tolomeo Alejandro, pensó Sila, saliendo de la ciudad para dirigirse a la posada de la vía Apia próxima a la piedra miliar en donde Crisógono había alojado al altanero y tiquismiquis príncipe de Egipto, quien, desde que tres años antes se había instalado en Pérgamo, no cesaba de causar problemas.

Había pedido protección a Sila, como fugitivo de la corte del Ponto y, tras diversas indagaciones, éste le había concedido el derecho de asilo. Era nada menos que Tolomeo Alejandro el Joven, único hijo legítimo del faraón que había muerto tratando de recuperar el trono el mismo año en que Mitrídates había capturado a su hijo, que, por entonces, vivía en Cos con sus dos primos bastardos; los tres príncipes habían sido enviados al Ponto, y Egipto había caído en manos del hermano mayor del difunto faraón, Tolomeo Soter, apodado Lathyro (Garbanzo), que se había atribuido el título de faraón.

Nada más ver a Tolomeo Alejandro, Sila comprendió por qué Egipto había preferido el gobierno del viejo Lathyro. Tolomeo Alejandro el joven era afeminado al extremo de vestirse como si fuese la reencarnación de Isis, con vaporosas túnicas anudadas y ceñidas al estilo helenístico de la diosa de Egipto; llevaba una corona de oro sobre una peluca de rizos dorados, y se pintaba exageradamente la cara. Andaba con pasos menudos, miraba encandilado a los hombres, sonreía con afectación, hablaba ceceando y pestañeaba continuamente. Y, sin embargo, pensó Sila perspicaz, bajo aquella fachada de afeminamiento había algo inflexible.

Le había hablado a Sila de los tres horrendos años prisionero en la corte de aquel rey de acendrada heterosexualidad, Mitrídates, quien estaba convencido de que el afeminamiento podía «curarse» y había sometido al joven Tolomeo Alejandro a una serie interminable de humillaciones y degradaciones destinadas a apartarle de sus evidentes inclinaciones. Pero de nada había servido. Obligado a acostarse con cortesanas del Ponto y hasta con simples prostitutas, Tolomeo Alejandro no había hecho otra cosa que inclinarse hacia el borde de la cama para vomitar; obligado a llevar coraza y efectuar marchas con cien soldados que le miraban con desprecio, Tolomeo se había desplomado en tierra, llorando; le habían propinado puñetazos y latigazos, pero él había dado a entender que aquello le estimulaba; le habían hecho comparecer ante un tribunal en la plaza del mercado de Amisus, con todos sus elegantes atavíos y sus afeites, para someterle a una lluvia de fruta podrida, huevos, verduras y hasta piedras, que había soportado calladamente sin arrepentirse.

Pero la suerte le había sonreído al comenzar a retroceder Mitrídates en la guerra contra Roma, gracias a la buena dirección de ésta llevada por Sila; y, al dispersarse la corte, el joven Tolomeo Alejandro había logrado escapar.

– Mis dos primos bastardos han preferido quedarse en Amisus, naturalmente -arguyó a Sila, con relamida entonación-. A ellos les sienta estupendamente el ambiente de aquella corte horrenda, y los dos se han apresurado a casarse con dos hijas de Mitrídates, habidas de su esposa medio parta medio seleúcida, Antioca. ¡ Por mí, que se queden con el Ponto y todas las hijas del rey! ¡ Detesto aquel lugar!

– ¿Y qué deseas de mí? -preguntó Sila.

– Asilo. Quiero refugiarme en Roma cuando regreses allí. Y cuando muera Lathyrus el Garbanzo, quiero el trono de Egipto. Él tiene una hija, Berenice, que reina conjuntamente con él, pero con la que no puede casarse, claro. Podría casarse con una tía, una prima o una hermana; pero no tiene. Por ley de la naturaleza, Berenice sobrevivirá a su padre, y, como el trono de Egipto es de herencia matrilineal, se proclama a un rey por matrimonio con la reina o con la princesa de más edad de la dinastía. Yo soy el único Tolomeo legítimo que queda. Los Alejandros -que tienen la única palabra en este asunto desde que los Ptolomeos macedónicos trasladaron la capital de Menfis a Alejandría- querrán que yo suceda a Lathyrus y consentirán en que me case con la reina Berenice. Así, cuando muera Lathyrus, quiero que me envíes a Alejandría a reclamar el trono… bajo los auspicios de Roma.

Sila reflexionó un instante, mirando con sorna a Alejandro.

– Te casarás con la reina -dijo finalmente-, pero ¿podrás tener hijos con ella?

– Probablemente no -contestó el príncipe, sereno.

– Entonces, ¿a qué molestarse? -replicó Sila, sonriendo con sarcasmo.

– Quiero ser faraón de Egipto, Lucio Cornelio -respondió Tolomeo Alejandro con voz solemne, sin amilanarse-. Tengo derecho a ese trono, y me da igual lo que suceda a mi muerte.

– ¿Qué otros aspirantes hay al trono?

– Sólo mis dos primos bastardos, que ahora son títeres de Mitrídates y Tigranes. Yo pude escapar cuando llegó un mensajero de Mitrídates para decir que nos enviasen a los tres al reino sur de Tigranes, que se ha expansionado en Siria. Y me imagino que quería ponernos bajo su custodia para que no cayésemos en poder de los romanos en caso de la invasión del Ponto.

– Entonces tus primos bastardos no estarán en Amisus.

– Lo estaban cuando yo huí, pero ahora no lo sé.

Sila había dejado la pluma y miraba con fríos ojos de cabra al personaje resentido y peripuesto que tenía delante.

– Muy bien, príncipe Alejandro, te concedo asilo. Regresarás conmigo a Roma. En cuanto a la reivindicación de la doble corona de Egipto, ya hablaremos de ello en su momento.

Y aún no había llegado ese momento cuando Sila emprendió el camino de la posada, junto a la primera piedra miliar de la vía Apia, y ahora le constaban ciertos inconvenientes a propósito del joven Tolomeo Alejandro. Mentalmente se preguntaba por qué no se le habría ocurrido durante la primera entrevista haber enviado al joven a su tío Lathyrus en Alejandría, lavándose las manos. Ahora que le daba vueltas a la idea, sólo podía esperar vivir lo suficiente para ver los frutos; Lathyrus el Garbanzo era mucho mayor que él, aunque parecía ser que gozaba de inmejorable salud. Decían que Alejandría era muy salubre.

– De todos modos, príncipe Alejandro -dijo en cuanto entraron al mejor salón de la posada-, no puedo alojarte a expensas de Roma hasta que a tu tío le dé por morirse. Ni siquiera en un albergue como éste.

Con un brillo de furor en sus ojos negros, Tolomeo Alejandro se puso en pie como una serpiente dispuesta al ataque.

– ¿Un lugar como éste? ¡Prefiero volver a Amisus que vivir en un sitio así!

– En Atenas -replicó friamente Sila -, vivías regiamente a expensas de los atenienses, gracias a los regalos que hizo tu tío a la ciudad, que yo me vi obligado a saquear en parte sin causar casi daños. Bien, eso fue iniciativa de Atenas, y a mi no me costó nada; pero aquí me costarías una fortuna que Roma no puede permitirse. Así que te ofrezco dos posibilidades: tomar un barco a Alejandría pagado por Roma y hacer las paces con tu tío Lathyrus, o negociar un préstamo con un banquero romano, alquilar casa y criados en Pinciano u otro lugar adecuado fuera del pomerium y esperar a que muera tu tío.

Por su excesivo maquillaje, era difícil saber si Tolomeo Alejandro palidecía, pero Sila se imaginó que sí.

– ¡No puedo volver a Alejandría -exclamó- porque mi tío me mataría!

– Pues negocia un crédito.

– ¡Bien, bien, eso haré! Pero dime cómo.

– Te enviaré a Crisógono para que te lo explique. Él está enterado de todo -respondió Sila, que no se había sentado, dirigiéndose a la puerta-. Por cierto, príncipe Alejandro, no puedes, bajo ningún pretexto, cruzar el límite sagrado del pomerium y entrar en Roma.

– ¡Me moriré de aburrimiento!

– Mucho lo dudo, cuando se sepa que tienes dinero y una casa bonita -replicó Sila con su habitual sorna-. Las aguas siempre vuelven a su cauce. Alejandría está muy lejos de Roma, y es de suponer que serás rey por derecho en cuanto muera Lathyrus, cosa que ni tú ni yo sabremos hasta que la noticia llegue a Roma. Por consiguiente, como Roma no puede consentir que haya en su recinto ningún rey, tienes que vivir fuera de él. Y lo digo en serio. Si intentas engañarme, no tendrás necesidad de viajar a Alejandría para enfrentarte con la muerte.

– ¡Eres una persona horrible y odiosa! -exclamó Tolomeo Alejandro, rompiendo a llorar.

Sila salió de la posada y tomó por la vía que llevaba a la puerta Capena, echándose a reír. ¡ Qué persona más horrible y odiosa era Tolomeo Alejandro! Pero que útil podría ser si Lathyrus tenía la bondad y el buen sentido de morirse mientras él siguiera siendo dictador. Y dio un saltito de contento pensando en lo que haría en cuanto supiese que el trono de Egipto estaba vacante.

Olvidando que su risa, sus saltitos y su caminar de cangrejo eran terroríficos augurios para quienes le vieran, su mente no se apartaba de la famosa Alejandría.


Sin embargo, era la religión el asunto que más ocupaba la mente de Sila. Como la mayoría de los romanos, no pensaba en un dios, cerraba los ojos e inmediatamente visualizaba una figura humana; eso era propio de los griegos. En los tiempos que corrían era signo de cultura y refinamiento representar a Bellona con la imagen de una diosa armada, a Ceres como una hermosa matrona con una gavilla de trigo, o a Mercurio con sombrero alado y sandalias también aladas, porque la sociedad helenística era superior, era una sociedad que mostraba desdén por las deidades numénicas, considerándolas primitivas e irracionales, incapaces de un comportamiento complejo como el humano. Para los griegos, los dioses eran fundamentalmente seres humanos con poderes sobrenaturales, y les resultaban inconcebibles seres más complejos que los humanos; por ello, Zeus, el primer dios de su panteón, actuaba como un censor romano, poderoso pero no omnipotente, y encomendaba tareas a otros dioses, que se complacían en engañarle, chantajearle y hasta incluso comportarse casi como tribunos de la plebe.

Pero Sila, que era romano, sabía que los dioses distaban mucho de ser tan tangibles como pretendían los griegos; no eran humanoides y no tenían ojos en la cara ni sostenían conversaciones; ni poseían poderes sobrenaturales, ni disponían de procesos de pensamiento y discernimiento como los humanos. El romano Sila sabía que los dioses eran fuerzas específicas que desencadenaban acontecimientos concretos y dominaban a otras fuerzas inferiores. Se nutrían de fuerzas vitales, y por eso les placía que les ofreciesen sacrificios; necesitaban orden y método en el mundo vivo igual que el suyo, porque el orden y el método en el mundo de los humanos contribuían a mantener el orden y el concierto en el mundo de las fuerzas invisibles.

Había fuerzas que impregnaban las despensas, los graneros, los silos y las bodegas, y se complacían en verlos llenos: se las llamaba penates. Había fuerzas que fomentaban la navegación y protegían las encrucijadas, y existía un propósito en los objetos inanimados, y se llamaban Lares. Había fuerzas que hacían que los árboles crecieran debidamente, echando ramas y hojas hacia arriba y raíces hacia abajo. Había fuerzas que mantenían el agua dulce y el discurrir de los ríos desde las cumbres hasta el mar. Había una fuerza que concedía a unos pocos suerte y riqueza, a la mayoría menos, y nada a unos pocos; ésta se llamaba Fortuna. Y la fuerza llamada Júpiter Optimus Maximus era el compendio de todas ellas, el tejido que las unía de un modo lógico inherente a ellas y desconocido para el hombre.

Estaba claro para Sila que Roma perdía contacto con sus dioses, sus fuerzas. ¿Por qué, si no, había ardido el gran templo? ¿Por qué se habían convertido en humo los preciosos registros y los libros proféticos? Los hombres olvidaban los secretos, las fórmulas y pautas estrictas que encauzaban las fuerzas divinas. Elegir los sacerdotes y los augures trastornaba el equilibrio de los colegios sacerdotales, impidiendo los delicados ajustes, sólo posibles mientras que unas mismas familias habían tenido acceso a los mismos cargos religiosos desde tiempos inmemoriales.

Por ello, antes de dedicar esfuerzos a rectificar las tambaleantes instituciones y leyes de Roma, había que purificar el aether de Roma, estabilizar sus fuerzas divinas y posibilitar su libre flujo. ¿Cómo podía Roma esperar buena fortuna si había alguien tan atolondrado que era capaz de subir a la tribuna y gritar a los cuatro vientos su nombre críptico? ¿Cómo iba Roma a esperar prosperidad si se saqueaban los templos y se asesinaba a los sacerdotes?

POr supuesto que olvidaba que él mismo en una ocasión había querido saquearlos; sólo recordaba que no lo había hecho. Tampoco recordaba lo que pensaba de los dioses en la época en que la enfermedad y el vino aún no habían destrozado su vida.

En el incendio del gran templo había un mensaje implícito, de eso estaba seguro. Y a él se le había encomendado contener aquel caos y corregir las acentuadas tendencias al desorden generalizado. Si no lo hacía, las puertas supuestamente cerradas se abrirían, y las supuestamente abiertas se cerrarían de golpe.

Convocó a los sacerdotes y augures en el templo más antiguo de Roma, el de Júpiter Feretrio, en el Capitolio. Era tan antiguo que lo había inaugurado Rómulo, y estaba construido con bloques de toba sin escayola ni adornos; sólo tenía dos columnas cuadrangulares para apoyo del pórtico, y en él no había imágenes. Sobre un basamento cuadrado de construcción de la misma antigüedad, se alzaba un electrum de un codo de longitud, y un pedernal negro y reluciente. Por la puerta penetraba la única luz del interior, que olía a viejo y estaba lleno de cagadas de ratón, humedad, moho y polvo. El único espacio era la cella de diez pies por siete, por lo que Sila se alegró de que tanto el Colegio de pontífices como el de augures estuvieran incompletos.

El propio Sila era augur; igual que Marco Antonio, el joven Dolabela y Catilina. De los sacerdotes, Cayo Aurelio Cotta era el más antiguo; le seguían de cerca Metelo Pío y Flaco, mestre ecuestre, príncipe del Senado y también flamen martialis. Y estaban Catulo, Mamerco, el rex sacrorum Lucio Claudio, de la única rama de los Claudios con el nombre de Lucio, y un pontífice muy molesto, Bruto, hijo del anciano Bruto. Todos ellos se preguntaban si alguno iba a ser proscrito.

– No tenemos pontífice máximo -comenzó diciendo Sila -, y somos pocos. Hubiera podido convocaros en un lugar más acogedor, pero creo que un poco de incomodidad desagraviará a los dioses; hace tiempo que venimos considerándonos por encima de nuestros dioses, y ellos están descontentos. No por casualidad ha ardido nuestro templo de Júpiter Optimus Maximus, inaugurado el mismo año en que nació la República; estoy convencido de que se quemó porque Júpiter juzga que el Senado y el pueblo romano se burlan de Él. No somos tan imberbes y crédulos como para sancionar la creencia bárbara en la cólera divina -los rayos que matan o las columnas que nos aplastan son fenómenos naturales-, y únicamente podemos ver en ellos la mala suerte de una persona, pero las catástrofes indican la insatisfacción de los dioses, y el incendio de nuestro gran templo es una terrible catástrofe. Si no hubiésemos perdido los libros de la Sibila, podríamos dilucidar algo más, pero los libros ardieron con los fasti de los cónsules, las doce tablillas originales y otras muchas cosas.

Los asistentes a la reunión eran quince, y no había espacio suficiente para distribuir orador y auditorio, por lo que Sila estaba situado en el centro y hablaba sin alzar la voz.

– Como dictador, es mi cometido hacer que la religión de Roma vuelva a sus formas tradicionales, haciéndoos actuar a todos vosotros en ese sentido. Ahora yo puedo dictar las leyes, pero sois vosotros quienes tenéis que hacerlas cumplir. Soy inflexible en cierto aspecto, pues he tenido sueños, y, como soy augur, sé que no me equivoco. En resumen: voy a derogar la lex Domitia de sacerdotiis que el pontífice máximo de hace unos años, Cneo Domitio Ahenobarbo, con tanta fruición nos hizo encajar. ¿Por qué? Porque consideraba que le habían marginado y era una ofensa para su familia. Motivos fundados en el orgullo personal y no en un auténtico espíritu religioso. Yo considero que el pontífice máximo Ahenobarbo desagradó a los dioses, y en particular a Júpiter Optimus Maximus. Por lo tanto quedan suspendidas las elecciones para cargos religiosos, incluido el de pontífice máximo.

– ¡Pero siempre se ha elegido al pontífice máximo! -exclamó estupefacto el rex sacrorum Lucio Claudio-. ¡ Es el sumo sacerdote de la República, y debe nombrársele democráticamente!

– Digo que no. A partir de ahora también él será elegido por sus colegas del colegio de pontífices -replicó Sila en tono conminatorio-. Tengo toda la razón.

– No sé yo… -comenzó a decir Flaco, quien calló ante la terrible mirada de Sila.

– ¡Yo sí que lo sé, y se acabó! -espetó Sila, mirándolos de hito en hito y acallando toda protesta-. Y creo también que desagrada a los dioses que nuestras fuerzas sean escasas; por lo que voy a dar a todos los colegios sacerdotales, tanto menores como mayores, quince miembros en lugar de los diez o doce habituales. ¡ Se acabó eso de que una sola persona cumpla a duras penas dos tareas! Además, el número quince da buena suerte; es el fiel de la balanza sobre el que se apoyan el trece y el diecisiete de la mala suerte. La magia es importante porque abre cauces para el flujo de las fuerzas divinas. Creo que los números encierran una magia, y vamos a emplear la magia en beneficio de Roma, como es nuestro sagrado deber.

– Quizá -terció Metelo Pío-, PO… po… podríamos proponer un so… so… solo candidato para pontífice máximo. Así po… po… podríamos conservar el proceso electoral.

– ¡No habrá proceso electoral! -bramó Sila.

Se hizo un profundo silencio en el que no se oía ni una mosca.

Transcurrido un rato, Sila volvió a tomar la palabra.

– Hay un sacerdote que me cae muy mal por una serie de razones. Me refiero al flamen dialis, ese joven Cayo Julio César. A la muerte de Lucio Cornelio Merula, lo eligieron como sacerdote especial de Júpiter Cayo Mario y su paniaguado Cinna. ¡ Dos personajes de siniestro recuerdo! Contravinieron el proceso habitual de elección en el que intervenían todos los colegios. Otra de las razones que me conturba está relacionada con mis antepasados, pues el primer Cornelio con cognomen de Sila fue flamen dialis. Pero el incendio del gran templo es lo más perturbador. Así que comencé a hacer averiguaciones respecto a ese joven y me he enterado de que se negó a observar el reglamento que impone su cargo hasta que revistió la toga virilis, y que, desde entonces, su comportamiento ha sido regular, por lo que me han dicho. Bien, todo esto puede haber sido consecuencia de su juventud, pero no cuenta lo que yo crea. ¿Qué es lo que pensará Júpiter Optimus Maximus? Pues bien, colegas sacerdotes y augures, he descubierto que el incendio del templo de Júpiter se produjo dos días antes de los idus de quintilis: exactamente el mismo día del año en que nació el flamen dialis. ¡Un augurio!

– Podría ser un buen augurio -comentó Cotta, a quien preocupaba el porvenir del susodicho flamen dialis.

– Claro que sí -dijo Sila-, pero no soy yo quien debe decirlo. Como dictador, tengo libertad para determinar el método de designación de nuestros sacerdotes y augures, y libertad para suprimir las elecciones. Pero con el flamen dialis es distinto: vosotros debéis decidir su suerte. ¡Todos vosotros! Feciales, pontífices, augures, sacerdotes de los libros sagrados, y epulones y salii. Cotta, quedas encargado de las investigaciones, por ser el pontífice más antiguo. Dispones hasta los idus de diciembre, cuando volveremos a reunirnos en este mismo templo para hablar del cargo religioso del actual flamen dialis -añadió mirándole fijamente-. De esto nadie debe saber nada, y menos el joven César.

Y se fue a casa, conteniendo la risa y frotándose las manos con deleite. Sí, acababa de tener una ocurrencia genial. Una ocurrencia que Júpiter Optimus Maximus juzgaría un cauce sin par para insuflar su fuerza. ¡Una ofrenda! ¡Una víctima por Roma, por la República de la que era sumo sacerdote! Era un cargo inventado para sustituir al rex sacrorum, para garantizar la abolición de la monarquía, ya que todos los reyes habían ostentado a la vez el de rex sacrorum. ¡Ah, qué genialidad! ¡Ofreceré al gran dios una víctima que irá sumisa al sacrificio y seguirá sacrificándose hasta la muerte! Ofreceré a la república y al gran dios la mejor parte de la vida de un hombre… le ofrendaré su sufrimiento, su angustia, su dolor. Y con su propio consentimiento. Porque no se resistirá a ser sacrificado.


Al día siguiente se publicaba la primera de las leyes de Sila para la reforma de la religión, exponiéndola al público en el muro de los rostra y en la Regia. Al principio, los que deambulaban por los rostra pensaron que se trataba de otra lista de proscritos, y los profesionales del botín se apiñaron en seguida, pero no tardaron en alejarse despotricando al ver que no figuraban en ella más que los miembros de los distintos colegios sacerdotales, mayores y menores. Quince de cada uno, distribuidos un tanto al azar entre patricios y plebeyos (estos últimos eran mayoría) y muy bien equilibrados entre las primeras familias. ¡Y no había ningún nombre indigno; ningún Pompeyo, ni Tulio, ni Didio! Sólo Julios, Servilios, Junios, Emilios, Cornelios, Claudios, Sulpicios, Valerios, Domicios, Mucios, Licinios, Antonios, Manlios, Cecilios y Terencios. Además, Sila se había concedido un sacerdocio para complementar el cargo de augur, y así, era el único que compaginaba los dos.

«Como soy el dictador, tengo que tener un pie en cada campo», se dijo mientras elaboraba la ley.

Al día siguiente publicó un artículo suplementario con un solo nombre: el del pontífice máximo, Cecilio Metelo Pío, el Meneitos, famoso tartamudo.

Los ciudadanos de Roma leyeron horrorizados el nuevo nombre en los rostra y la Regia. ¿Metelo Pío el nuevo pontífice máximo? ¿Cómo era posible? ¿Es que Sila se había vuelto loco?

Y a casa de Ahenobarbo fue a verle una estremecida delegación formada por sacerdotes, augures y el propio Metelo Pío. Por razones que huelgan, no era él el portavoz de la delegación, ya que en aquellos días su lengua tropezaba de tal modo que nadie tenía suficiente paciencia para aguantar nerviosamente a que terminara de articular las frases. El portavoz fue Catulo.

– ¿A qué viene esto, Lucio Cornelio? -gimió Catulo-. ¿Es que no podemos impugnarlo?

– ¡No qul… qui… quiero el ca… ca… cargo! -balbució con dificultad el Meneítos, pestañeando y retorciéndose las manos.

– ¡No puedes hacer eso, Lucio Cornelio! -exclamó Mamerco.

Sila les dejó desahogarse antes de contestar con rostro imperturbable. Parte de la gracia consistía en que no lo descubrieran. Debían continuar creyendo que lo hacía en serio. Porque el mismo Júpiter se le había aparecido en sueños por la noche diciéndole cuánto le gustaba aquella gracia.

Una vez que se desahogaron, se hizo un profundo silencio, sólo roto por los profundos sollozos del Meneitos.

– En realidad -contestó Sila en tono de diálogo-, puedo hacer lo que desee como dictador que soy. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es que he soñado que se me acercaba Júpiter Optimus Maximus y me pedía que nombrase pontífice máximo a Quinto Cecilio. Al despertarme, examiné los signos y vi que era un augurio propicio. Cuando me dirigía al Foro para clavar los dos pergaminos en los rostra y la Regia, vi quince águilas volando de izquierda a derecha sobre el Capitolio, y no chilló ningún búho ni hubo ningún relámpago.

La delegación miró a Sila de hito en hito, y a continuación bajó la vista al suelo. Hablaba en serio. Así pues, era decisión de Júpiter Optimus Maximus.

– ¡Pero no hay rito que esté exento de error! -exclamó Vatia-. ¡Cualquier gesto, acto o palabra puede ser erróneo! ¡Cuando se hace o dice algo mal hay que volver a empezar toda la ceremonia!

– Soy muy consciente de ello -replicó Sila en tono afable.

– ¡Lucio Cornelio, ya lo ves tú mismo! -protestó Catulo-. ¡Pío tartamudea cada vez que intenta decir algo! ¡Cada vez que oficie como pontífice máximo la ceremonia durará una eternidad!

– Me consta con claridad meridiana -replicó Sila muy serio-. Tened en cuenta que yo también tendré que aguantarme -añadió, encogiéndose de hombros-. ¿Que queréis que os diga? Quizá sea un sacrificio más que el gran dios nos impone por no haber actuado debidamente en lo que a religión respecta. Por supuesto, mi querido Pío, puedes rehusar -añadió, volviéndose hacia Metelo Pío y cogiendo una de aquellas manos temblorosas entre las suyas-. No hay nada en las leyes religiosas que te lo impida.

El Meneítos asió con la mano libre un pliegue de la toga para enjugarse ojos y nariz, respiró hondo y contestó:

– Lo acepto, Lucio Cornelio, si es la vo… vo… voluntad del gran dios.

– ¿Lo ves? -dijo Sila, dándole una palmadita en la mano-. Casi lo has dicho bien. Practica, querido Meneitos. ¡ La práctica lo es todo!

Notaba que estaba a punto de estallar en una sonora carcajada. Se despidió de la delegación a toda prisa y se encaminó raudo a encerrarse en su despacho. Le temblaban las piernas y se dejó caer en un sofá, sujetándose con fuerza los costados, y se abandonó al ataque de hilaridad hasta que se le saltaron las lágrimas; como casi se ahogaba, se dejó caer al suelo y allí permaneció chillando entrecortadamente y pataleando en el aire, con un dolor mortal en el pecho. Pero aún siguió riendo, completamente convencido de que los augurios, en efecto, habían sido propicios. Y durante el resto del día, cada vez que la expresión de noble sacrificio del Meneitos le venía a la mente, se retorcía en un nuevo paroxismo, y tampoco podía evitar la risa cada vez que recordaba la expresión del rostro de Catulo, y la de Vatia y la de su yerno. ¡ Fantástico! ¡ Fantástico! Una gracia de perfecta justicia jupiterina. Todos la habían aceptado tal como la merecían; Lucio Cornelio Sila incluido.


En los idus de diciembre, unos sesenta miembros de los colegios sacerdotales menores y mayores se apretujaban en el templo de Júpiter Feretrio.

– Ya hemos presentado nuestros respetos al dios -dijo Sila-, y no creo que le importe que nos reunamos afuera.

Tomó asiento en el murete que rodeaba el antiguo Asilo en medio de la zona de vegetación que ascendía entre las cumbres gemelas del Capitolio y del Arx, e hizo un gesto a los demás para que se sentasen en la hierba.

Eso era una de las cosas más raras de Sila, pensó el infeliz Meneitos, que era capaz de conferir una gran dignidad a las cosas más sencillas, o reducir -como ahora- las cosas más solemnes a un acto de lo más informal. A los visitantes y forasteros que acudían al Capitolio y llegaban sin aliento a lo alto de las escalinatass del Asilo o de las Gemonianas, debería parecerles un filósofo que había salido de paseo con sus alumnos, o un patriarca rodeado de hermanos, sobrinos, hijos y primos.

– ¿Qué informes nos traes, Cayo Aurelio? -preguntó Sila a Cotta, que estaba sentado en el centro de la primera fila.

– Antes que nada, quiero decir que me ha resultado una tarea difícil, Lucio Cornelio -respondió Cotta-. Imagino que sabrás que el flamen dialis es mi sobrino.

– También lo es mio, aunque por matrimonio más que por sangre -replicó Sila pausadamente.

– Entonces debo hacerte otra pregunta. ¿Vas a proscribir a los Césares?

Sin quererlo, Sila pensó en Aurelia y meneó enérgicamente la cabeza.

– No, Cotta, no voy a hacer nada de eso. Los Césares, que fueron cuñados míos, hace muchos años han muerto. Nunca cometieron crímenes contra el Estado, a pesar de que eran partidarios de Mario. Pero con motivo, pues Mario había ayudado económicamente a la familia y era un vínculo de gratitud obligada. La viuda de Cayo Mario es la tía del muchacho, y su hermana fue mi primera esposa.

– Pero has proscrito a las familias de Mario y de Cinna.

– Efectivamente.

– Gracias -dijo Cotta, con gesto de alivio, haciendo un carraspeo-. El joven César tenía trece años cuando fue solemnemente consagrado sacerdote de Júpiter Optimus Maximus, cumpliendo todos los requisitos menos uno: que era un patricio cuyos padres estaban vivos, aunque no estaba casado con una patricia cuyos padres estuvieran con vida. Sin embargo, Cayo Mario le buscó una novia con la que contrajo matrimonio antes de las ceremonias de consagración del cargo. La esposa fue la hija pequeña de Cinna.

– ¿Qué edad tenía? -preguntó Sila, dirigiendo un chasquido con los dedos a su criado, que inmediatamente le tendió un sombrero de campesino de paja con ala ancha. Tras ajustárselo bien, les dirigió una mirada taimada de auténtico lugareño.

– Siete años.

– Ya. Una boda entre niños. ¡Uf! Cinna tenía apuros, ¿no?

– Bastantes -contestó Cotta, molesto-. Bien, el muchacho no aceptó complacido el cargo y se empeñó en que hasta que no revistiera la toga viril seguiría comportándose como un joven romano más. Acudía al campo de Marte a efectuar su entrenamiento militar, batiéndose, disparando flechas y arrojando la lanza; distinguiéndose en todo. Me han informado que solía hacer una cosa extraordinaria: montar un caballo veloz al galope con las manos a la espalda y sin silla. Sus antiguos compañeros del campo de Marte le recuerdan perfectamente y consideran que es una lástima que se le nombrara flamen dialis, dadas sus dotes militares. En cuanto a su comportamiento en otros aspectos, me he informado a través de su madre Aurelia, cuñada mía. Según ella, no cumplía la dieta estipulada, aparte de cortarse las uñas con un cuchillo de hierro, el pelo con navaja y usar nudos y hebillas.

– ¿Y qué sucedió cuando revistió la toga virilis?

– Que cambió radicalmente -respondió Cotta, con notable sorpresa en la voz-. Su rebeldía -si tal había sido- cesó de inmediato, y en todo momento cumplió sus deberes religiosos con escrupuloso celo; vistió constantemente el apex y la laena, y no transgredió ninguna norma. Su madre afirma que no es que le gustase el cargo, pero lo había aceptado.

– Ya -dijo Sila, golpeando levemente el muro con los talones-. Me satisface bastante lo que me dices, Cotta. ¿A qué conclusiones has llegado respecto al muchacho y el cargo?

– Hay una dificultad -contestó Cotta, frunciendo el ceño-. Si hubiésemos tenido los libros proféticos, habríamos podido dilucidar este asunto; pero como no los tenemos, claro, es imposible llegar a una conclusión definitiva. No parece que haya duda de que el muchacho es legalmente flamen dialis, pero desde el punto de vista religioso no estamos tan seguros.

– ¿por qué?

– Todo estriba en la categoría cívica de la esposa de César, Cinnilla, como la llaman. Ahora tiene doce años, y de una cosa estamos completamente seguros: el cargo es una entidad dual que implica tanto a la esposa como al esposo. Ella posee el título religioso de flaminica dialis, y está sujeta a las mismas prohibiciones e iguales deberes religiosos y si no cumple los requisitos religiosos, queda en tela de juicio que haga honor al cargo. Y hemos llegado a la conclusión de que no cumple los requisitos religiosos, Lucio Cornelio.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo habéis llegado a esa conclusión, Cotta? -inquirió Sila, golpeando con más fuerza el muro, pensando en otra cosa-. ¿Se ha consumado el matrimonio?

– No, no se ha consumado. La niña ha vivido con mi hermana y su familia desde que contrajo matrimonio con el joven César. Y mi hermana es una noble romana muy estricta -respondió Cotta.

– Ya sé que es estricta -dijo Sila con una leve sonrisa.

– Pues, si… -Cotta cambiaba el peso de un pie al otro, recordando los debates que habían sostenido en su casa respecto a la naturaleza de la amistad entre Aurelia y Sila; además, sabía que iba a criticar una de las leyes de proscripción del dictador, pero continuó resueltamente, decidido a acabar de una vez por todas-. Pensamos que César es el flamen dialis, pero que su esposa no es la flaminica. Al menos, así es como hemos interpretado tus leyes de proscripción, que en el caso de hijos pequeños de los proscritos no dejan claro si éstos están sujetos a la lex Minicia. El hijo de Cinna era mayor cuando su padre fue proscrito, y no se duda de su ciudadanía; pero ¿qué sucede con los hijos menores, las niñas en particular? ¿Quedan incluidos en la lex Minicia o -en consonancia con la culpabilidad y la pena de destierro- la pérdida de ciudadanía del padre sólo a él afecta? Eso es lo que hay que dilucidar. Y dada la severidad de tus leyes de proscripción en relación con los derechos de los niños y otros herederos, hemos llegado a la conclusión de que no es aplicable la lex Minicia de liberis.

– Meneitos, querido, ¿qué nos dices? -inquirió el dictador en tono zalamero, haciendo caso omiso de la ambigüedad legislativa-. ¡Piénsalo, piénsalo! Hoy no tengo nada más que hacer.

Metelo Pío se ruborizó.

– Como dice Cayo Cotta, no es aplicable a la niña la ley que le da categoría de ciudadana. Cuando uno de los padres no es ciudadano romano, el hijo no puede ser ciudadano romano. Por consiguiente, la esposa de César no es ciudadana romana y, por lo tanto, no puede ser flaminica dialis conforme a la ley religiosa.

– ¡Magnífico, magnífico! ¡ Lo has dicho sin trabucarte, Meneítos! -exclamó Sila, golpeando el muro con los talones-. ¿Así que toda la culpa es mía? He dejado una ley que puede interpretarse según convenga en vez de preverla en todos sus detalles.

– Sí -dijo heroicamente Cotta, con un profundo suspiro.

– Es cierto, Lucio Cornelio -dijo Vatia, añadiendo su granito de arena-. Pero somos conscientes de que podemos equivocarnos en la interpretación, y por eso solicitamos respetuosamente tu opinión.

– Bueno -contestó Sila, bajándose del murete-, a mí me parece que lo mejor para salir de este dilema es que César busque una nueva flaminica. Aunque, como estarán unidos por confarreatio, es imposible el divorcio por lo civil y lo religioso. Mi opinión es que César se divorcie de la hija de Cinna, que es inaceptable como flaminica ante el gran dios.

– Sí, claro, una anulación -dijo Cotta.

– Divorcio -replicó Sila, tenaz-. Aunque todos juren que el matrimonio no se ha consumado, y aunque podríamos hacer que las vestales examinasen el himen de la niña, es asunto que concierne a Júpiter Optimus Maximus. Me habéis dicho que mi ley admite interpretaciones. De hecho, vosotros mismos la habéis interpretado, sin venir a consultarme antes de llegar a una decisión. Ahí está vuestro error. Deberíais haberme consultado. Pero como no lo habéis hecho, ahora cargad con las consecuencias. Será un divorcio diffarreatio.

– ¡La diffarreatio es un proceso horroroso! -dijo Cotta torciendo el gesto.

– Ganas me dan de llorar al verte tan triste, Cotta.

– En ese caso, informaré al muchacho -dijo Cotta, con los labios apretados.

– ¡No! -exclamó Sila, estirando el brazo-. ¡No le digas nada! ¡Nada! Dile que venga a mi casa mañana antes de la hora de cenar. Prefiero decírselo yo. ¿Está claro?


– Así que tienes que ir a ver a Sila, sobrino -dijo Cotta a César y a Aurelia, poco después.

Tanto César como su madre recibieron con cierta tensión la noticia, pero no hicieron comentario alguno y despidieron a la visita en la puerta. Una vez que su hermano se hubo ido, Aurelia siguió a su hijo al despacho.

– Siéntate, mater -dijo él afectuoso.

Aurelia así lo hizo en el borde de una silla.

– No me gusta -dijo-. ¿Para qué querrá verte a solas?

– Por lo que ha dicho el tío Cayo. Va a reformar las órdenes religiosas y quiere ver al flamen dialis.

– No me lo creo -replicó tenaz Aurelia.

Preocupado, César apoyó la barbilla en la mano derecha y miró interrogante a su madre. No le preocupaba su situación, pues se sentía capaz de hacer frente a lo que fuese; no, era ella la que le preocupaba. Ella y las demás mujeres de la familia.

La tragedia se había abatido inexorablemente sobre la familia desde el momento en que el hijo de Mario había convocado aquella reunión para comunicarles su intención de presentarse a las elecciones de cónsul, luego hubo aquella temporada de alegría y confianza artificiales, la decepción de aquel terrible invierno y el negro desasTre que había sido la derrota de Sacriportus. Al joven Mario casi no le habían vuelto a ver desde su nombramiento de cónsul, igual que su madre y su esposa, porque había entrado en escena una querida, una hermosa romana de ascendencia noble llamada Praecia, que ocupaba todos los ratos de ocio que el joven pudiera tener. Era una mujer rica e independiente que cuando hizo caer al joven en sus redes tenía ya treinta y siete años, y ningún proyecto de matrimonio. Había estado casada a los dieciocho años, por obediencia a su padre, fallecido poco después; y Praecia se había embarcado en una serie de aventuras, por lo que su esposo había solicitado el divorcio para entera satisfacción de ella, que emprendió la clase de vida que más le apetecía: ser dueña de su casa y querida de algún noble interesante que recreaba su comedor y su cama con amistades, problemas e intrigas políticas, circunstancia que la permitía mezclar la política a la pasión, irresistible tentación para ella.

El joven Mario había sido su mejor trofeo, y había llegado a tenerle mucho afecto, encantada con su actitud juvenil, fascinada por el poder inherente al nombre de Cayo Mario y complacida por el hecho de que aquel primer cónsul tan joven la prefiriese a su madre, una Julia, y a su propia esposa, una Mucia. Por ello, había abierto de par en par las puertas de su amplia casa exquisitamente amueblada a los amigos del hijo de Mario, y su cama al reducido y selecto grupo de amigos íntimos del joven. Una vez que Carbón (a quien detestaba) había partido para Ariminum, se había convertido en la principal consejera del joven en todo género de cosas, jactándose de ser ella y no él quien mandaba en Roma.

Así, cuando llegó la noticia de que Sila estaba a punto de iniciar la marcha desde Teanum Sidicinum, y el joven Mario anunció que ya no podía demorar más unirse a sus tropas en Ad Pictas, Praecia había acariciado la idea de acompañar al joven cónsul al campo de batalla; pero no había podido ser, porque el hijo de Mario había adoptado para solventar el problema la clásica solución de abandonar Roma de noche sin anunciárselo. Praecia, nada afligida, se encogió de hombros y se dispuso a buscarse otro.

Por todas estas circunstancias, ni la madre ni la esposa del hijo de Mario habían podido despedirse de él y desearle la suerte que tanto iba a necesitar. Se había ido y nunca volvería. La noticia de Sacriportus no se había conocido en Roma hasta la matanza de Bruto Damasipo (demasiado vinculado a Carbón para sentir estima por Praecia). Entre los que habían muerto estaba Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, padre de la esposa del hijo de Mario y buen amigo de la madre de éste.

– Todo ha sido por culpa de mi hijo -dijo Julia a Aurelia, cuando ella acudió a su casa para ver si necesitaba algo.

– ¡Tonterías! -replicó Aurelia para animarla-. La responsabilidad ha sido exclusivamente de Bruto Damasipo.

– He leído la carta que envió mi hijo desde Sacriportus, escrita de su puño y letra -había añadido Julia, conteniendo, más que los sollozos, un profundo pesar-. No podía aceptar la derrota sin esa miserable represalia. Y además, ¿cómo quieres que mi nuera vuelva a dirigirme la palabra?

César se había acurrucado en un rincón, observando sin inmutarse a las dos mujeres. ¿Cómo podía su primo haberle hecho eso a su tía Julia? ¿Y más después de la actuación del loco de su padre al final de su vida? La mujer estaba atrapada en un mar de pena como una mosca en una pella de ámbar; más hermosa que nunca por el estupor, pues no dejaba que su dolor se manifestase, y ni siquiera afloraba a sus ojos.

En ese momento había llegado Mucia, y Julia se encogió, rehuyendo su mirada.

Aurelia se había erguido tensa, con su rostro anguloso, duro y brillante.

– Mucia Tertia, ¿crees culpable a Julia del asesinato de tu padre? -preguntó.

– Claro que no -respondió la esposa del hijo de Mario, acercando una silla para poder sentarse cerca de Julia y cogerle las manos-. ¡Julia, mírame, te lo ruego!

– ¡No puedo!

– ¡Tienes que hacerlo! No voy a marcharme a casa de mi padre a vivir con mi madrastra, ni voy a acudir a casa de mi madre a aguantar a sus horrendos hijos. Quiero quedarme aquí con mi querida suegra.

Así se había solucionado la situación y había continuado la vida para Julia y Mucia Tertia, aunque nada supieron del asedio del joven Mario en Praeneste, y las noticias de batallas eran siempre favorables a Sila. De haber sido hijo de Aurelia, pensó César, el joven Mario poco consuelo habría obtenido en explayarse con su madre durante el interminable encierro de Praeneste. Aurelia no era tan dulce, cariñosa y comprensiva como Julia, pero, en cualquier caso -se dijo con una sonrisa-, si ella hubiera sido su madre, habría sido más parecida de carácter al joven Mario. César había heredado el distanciamiento de su madre. Y su entereza.

Las malas noticias fueron sucediéndose: Carbón había huido de noche, Sila había rechazado a los samnitas, Pompeyo y Craso habían derrotado a las tropas que Carbón había abandonado en Clusium, el Meneitos y Varrón Lúculo dominaban la Galia itálica y Sila había estado unas horas en Roma para establecer un gobierno provisional, dejando a Torcuato con la caballería tracia en apoyo del gobierno.

Pero Sila no había ido a ver a Aurelia. Circunstancia que a él le había extrañado tanto, que consideró oportuno hacer algunas indagaciones sobre aquella entrevista en Teanum Sidicinum de la que su madre había hablado tan poco. Y ahora que se había roto la tradición, ella se mostraba impasible.

– ¡Hubiera debido venir a verte! -dijo él.

– No volverá a verme nunca más -contestó ella.

– ¿Por qué?

– Esas visitas son agua pasada.

– ¿De una época en que era guapo y presumía? -espetó César tajantemente para contener la ira que estaba a punto de brotarle.

Aurelia se quedó de piedra y le dirigió una mirada apabullante.

– ¡Eres estúpido y ofensivo! ¡Sal de aquí!

La dejó a solas y no volvió a sacar el tema a colación. Su relación con Sila era asunto exclusivo de ella.

Les llegó la noticia de la torre de asalto construida por el hijo de Mario y su desastroso final, así como de los otros intentos por romper el cerco. Y, luego, el último día de octubre llegó la sorprendente noticia de que noventa mil samnitas habían ocupado el campamento de Pompeyo Estrabón ante la puerta Colina.

Los dos días que siguieron fueron los peores en la vida de César. Agobiado por sus atavíos de sacerdote, impedido de empuñar una espada y de mirar la muerte en el momento de producirse, se encerró en su despacho y se entregó a la redacción de un nuevo poema épico -no en griego, sino en latín- y en hexámetros dactílicos para mayor dificultad. Le llegaba nítidamente el fragor del combate, pero se hacía el sordo, esforzándose en pulir aquellos difíciles espondeos, ansiando acudir a la lucha, y diciéndose que igual le hubiese dado un bando u otro con tal de combatir…

Y una vez cesó el fragor, salió impetuosamente del despacho por la noche y se encontró con su madre, inclinada en su cuarto sobre los libros de cuentas, y se detuvo en el umbral lleno de indignación.

– ¿Cómo voy a escribir sobre lo que me está vedado hacer? -exclamó-. ¿La literatura noble no trata acaso de la guerra y los guerreros? ¿Perdió, por ventura, Homero el tiempo en floridas chácharas? ¿Se dignó Tucídides consagrar su pluma al tema de la apicultura?

Ella sabía perfectamente cómo apaciguarle, y se contentó con replicarle en tono frío y objetivo:

– Probablemente no.

Y volvió a enfrascarse en las cuentas.

Y aquella noche fue el final: el hijo de Julia había muerto, todos habían muerto y Roma era de Sila, que ni vino a verles ni les envió recado alguno.

Que el Senado y la Asamblea centuriada le habían nombrado dictador era de dominio público, y todos lo comentaban; pero fue Lucio Decumio quien contó a César y a Cayo Matio, el que vivía encima de él, lo de la desaparición de caballeros.

– Todos los que se han enriquecido con Mario, Cinna o Carbón. Y no es casualidad. Suerte que tu tata ha muerto hace años -dijo Lucio Decumio a Cayo Matius-. Y el tuyo, seguramente también, Pavo -añadió, dirigiéndose a César.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Matius, frunciendo el ceño.

– Pues a que por Roma andan unos tipos siniestros de aspecto anodino apresando a los caballeros ricos -contestó el encargado de la fratría del cruce-. Son casi todos libertos, pero no como esos griegos chismosos preocupados por sus novios; éstos se llaman todos Lucio Cornelio no sé cuantos, pero mis hermanos y yo los llamamos Silanos, porque son hombres suyos. ¡Yo os digo que no prometen nada bueno, y os aseguro que van a echar mano a muchísimos caballeros ricos!

– ¡Sila no puede hacer eso! -dijo Matius, apretando los labios.

– Sila puede hacer lo que se le antoje -replicó César-. Le han nombrado dictador, que es mejor que ser rey porque sus edictos tienen fuerza de ley y no está atado por la lex Cecilia Didia de los diecisiete días que deben transcurrir entre la promulgación y la ratificación, ni tiene que presentarlas al Senado ni a las asambleas. Y no se le puede pedir explicaciones por nada de lo que haga, ni por nada de lo que haya hecho antes. Ahora que te advierto -añadió pensativo-, que si Roma no se conduce con mano firme está acabada. Así que espero que todo le salga bien y que tenga la visión y el valor para hacer lo que sea preciso.

– ¡Ese hombre tiene redaños para hacer lo que sea! -comentó Lucio Decumio.

Viviendo en el corazón del Subura, el barrio más pobre y políglota de Roma, las proscripciones de Sila no influían tanto en sus vidas como en barrios lujosos como la Carinae, el Palatino, el alto Quirinal y el Viminal. Aunque había muchos caballeros de la primera clase entre los pobres del barrio, pocos eran de categoría superior a la de tribunus aerarius y pocos tenían la clase de vinculación política que pusiese en peligro su vida ahora que Sila estaba en el poder.

Cuando quedó expuesta la primera lista con el nombre del hijo de Mario en segundo lugar, Julia y Mucia Tertia fueron a ver a Aurelia, y, como la visita solía efectuarse a la inversa, fue para ella una sorpresa. Se debía a la lista, de la que aún no se tenía noticia en el Subura. Sila no había dejado que Julia estuviera en ascuas respecto a su destino.

– Me ha llegado un aviso por mano del pretor urbano electo, el joven Dolabela -dijo Julia temblorosa-. ¡Un hombre bien desagradable! Han confiscado las propiedades de mi pobre hijo. Lo hemos perdido todo.

– ¿Tu casa también? -inquirió Aurelia demudada.

– Todo. Traía una lista detallada. Todas las rentas de minería de Hispania, las tierras de Etruria, nuestra villa en Cumas, la casa de Roma, las otras tierras que Cayo Mario había comprado en Lucania y Umbría, los latifundia trigueros del río Bagradas en la provincia de Africa, los obradores de tintado de lana en Hierápolis y las fábricas de vidrio de Sidón. Hasta la granja de Arpino. Ahora todo es de Roma, y me han dicho que va a ser vendido en subasta.

– ¡Oh, Julia!

Como era una Julia, tuvo la entereza de esbozar una sonrisa y alzar la vista.

– Bueno, no todo son malas noticias. Me han entregado una carta de Sila por la que me autoriza a recibir del Estado cien talentos de plata, que es la cantidad en que se estima mi dote, si Cayo Mario me hubiese otorgado una; pues, como bien saben los dioses, llegué al matrimonio sin un denario. Pero me van a dar esos cien talentos porque, según dice Sila, soy hermana de Julilla y, en recuerdo de ella, que fue su esposa, no quiere que quede en la indigencia. En realidad, es una carta muy cumplida.

– Es bastante dinero -dijo Aurelia, apretando los labios-, pero no es nada comparado con lo que tenías.

– Pero podré comprarme una bonita casa en el Vicus Longus o en la alta Semita, y me dará una renta suficiente. Por supuesto que el Estado se queda con los esclavos, pero Sila me permite quedarme con Strofantes, ¡no sabes cómo me alegro! El pobre viejo está trastornado por la pena -hizo una pausa, con los verdes ojos bañados en lágrimas, no por ella, sino por el mayordomo-. En fin -continuó-, me las arreglaré sin pasar grandes apuros, en comparación con las viudas o madres de los otros proscritos, que lo pierden todo.

– ¿Y tú, Mucia Tertia? -preguntó César-. ¿Te han clasificado como Mariana o Muciana?

En seguida advirtió que no mostraba el menor dolor por su esposo ni lástima por su condición de viuda. En el caso de tía Julia, bien sabía que estaba afligida, aunque no lo demostrase, pero ¿y Mucia Tertia?

– Me han clasificado como Mariana -contestó ella-; así que he perdido mí dote. Las propiedades de mi padre estaban muy endeudadas y no me dejó nada en su testamento. En cualquier caso, de habérmelo dejado, mi madrastra me lo hubiera arrebatado. Mi madre no tendrá problemas porque Metelo Nepote no corre peligro, al ser partidario de Sila; pero antes que en mí, tienen que pensar en sus dos hijos. Ya lo hemos hablado Julia y yo por el camino, y me iré a vivir con ella. Sila me ha prohibido volver a casarme por haber sido esposa de un Mario. De todos modos, no deseo otro esposo.

– ¡Es una pesadilla! -exclamó Aurelia, mirándose las manos llenas de tinta y algo hinchadas en los nudillos-. A lo mejor a nosotros nos incluyen también en la lista, ya que mi esposo fue siempre partidario de Cayo Mario y de Cinna antes de morir.

– Pero la insula está a tu nombre, mater -dijo César-, y como todos los Cotta son partidarios de Sila, no te la confiscarán. Yo quizá pierda mis tierras, pero por ser flamen dialis tendré mi sueldo del Estado y casa en el Foro. Me imagino que Cinnilla perderá la dote, tal como están las cosas.

– Tengo entendido que los parientes de Cinna lo pierden todo -dijo Julia suspirando-. Sila quiere acabar con la oposición.

– ¿Y Annia? ¿Y la hija mayor, Cornelia Cinna? -preguntó Aurelia-. A mí Annia nunca me ha gustado; nunca fue buena madre de la pequeña Cinnilla, y se volvió a casar con escandalosa prisa nada más morir Cinna. Supongo que no sufrirá represalias.

– Exactamente. Lleva ya un tiempo casada con Pupio Pisón Frugi, y la clasificarán bajo ese patronímico -dijo Julia-. Dolabela me ha contado muchas cosas; parecía estar deseando decirme quiénes son los que van a pasarlo peor. La pobre Cornelia Cinna está clasificada con Cneo Ahenobarbo; ya perdió la casa la primera vez que vino Sila, y ahora Annia no se hará cargo de ella. Creo que vive en la vía Recta con una vieja tía que es vestal.

– ¡Ah, cuánto me alegro de que mis hijas están casadas con hombres que no son muy descollantes! -exclamó Aurelia.

– Yo tengo otra noticia -dijo César para distraer la atención de las mujeres de los graves problemas.

– ¿Cuál? -inquirió Mucia Tertia.

– Lépido debió imaginarse lo que iba a suceder, porque ayer se divorció de su mujer Apuleya, hija de Saturnino.

– ¡Ah, pobre mujer! -exclamó Julia-. Puedo comprender que se castigue a los que han combatido a Sila, pero ¿por qué han de pagar sus hijos y los hijos de sus hijos? ¡Y esa historia de Saturnino pertenece al pasado! A Sila le tiene sin cuidado Saturnino, ¿por qué ha hecho eso Lépido con ella, que le ha dado tres hijos espléndidos?

– No le dará ninguno más -añadió César-, porque se abrió las venas en un baño caliente. Y ahora Lépido anda por ahí sollozando arrepentido. ¡Uf!

– Oh, él siempre ha sido así -añadió Aurelia con desdén-. No es que pretenda que no haya en el mundo hombres débiles, pero lo malo de Marco Emilio es que se cree enérgico.

– ¡Pobre Lépido! -dijo Julia suspirando.

– Pobre Apuleya -añadió Mucia Tertia con sequedad.


Y ahora, después de lo que les había dicho Cotta, parecía que los Césares no iban a ser proscritos. Los seiscientos iugera de Bovillae no corrían peligro, y César quedaría incluido en el censo senatorial. ¡A él le traía sin cuidado lo del censo senatorial!, pensaba viendo caer la nieve como una cascada por el patio de luces; el flamen dialis era automáticamente miembro del Senado.

Del mismo modo que él contemplaba la inesperada irrupción del invierno, su madre le contemplaba a él.

Una persona excelente; obra mía y de nadie más, cavilaba ella. Aunque tiene muchas buenas cualidades, dista mucho de ser perfecto. No es tan simpático, tolerante o afectuoso como su padre, a pesar de que se parece a él. Y a mí también. Y es extraordinario en muy diversas cosas. Acude a donde haga falta en el edificio, y es capaz de arreglar lo que sea: tuberías, tejas, escayolas, persianas, desagües, pinturas, madera… ¡Y hay que ver cómo ha mejorado los frenos y cabrias del viejo inventor! Sabe escribir en hebreo y en medo y habla doce lenguas, gracias a la fantástica diversidad de inquilinos. Ya de niño era famoso en el campo de Marte, como me jura Lucio Decumio. Nada, monta a caballo y corre como el viento. Y escribe poemas como los de Ennio y obras de teatro tan buenas como las de Plauto; aunque, como madre suya, no debería decirlo. Y, según me dice Marco Antonio Cnifo, no tiene rival en las clases de retórica. ¿Cómo lo dice Cnifo? Ah, sí, que mi hijo puede conmover a las piedras y enfurecer a las montañas. Sabe de leyes y puede leer cualquier cosa de corrido por abstrusa que sea la escritura. Y no hay nadie en Roma capaz de eso; ni el prodigioso Marco Tulio Cicerón. ¡Y hay que ver cómo le persiguen las mujeres! Por todo el Subura. El cree que no lo sé y que pienso que es casto y aguarda a casarse. Bueno, mejor así. Los hombres son seres extraños en lo que respecta a esa parte que denota su virilidad. Pero no es que mi hijo sea perfecto, sino que es un superdotado. Tiene un carácter extraño, aunque lo oculte; y en muchos aspectos es egoísta y poco sensible a los sentimientos y necesidades de los demás. En cuanto a su obsesión por la limpieza, me complace mucho, pero no la ha heredado de mí; se niega a mirar a una mujer si no acaba de salir del baño, y creo que hasta debe examinarlas de pies a cabeza y entre los dedos de los pies. ¡En el Subura! De todos modos, como tantas le desean, la higiene ha aumentado entre la población femenina desde que cumplió los catorce años. ¡Qué animalito precoz! Yo solía pensar que mi esposo recurría durante sus largas ausencias a las mujeres de los sitios por donde andaba, pero él me confesó que jamás lo hacía y que esperaba a regresar a casa; y no había cosa que más detestara en él, porque me cargaba con un sentimiento de culpabilidad. Mi hijo no hará eso con su esposa; espero que ella aprecie esa suerte. Sila le ha mandado comparecer. No sé para qué será. Ojalá…

Salió de su ensimismamiento con un sobresalto al ver que César estaba inclinado sobre el escritorio, chascando los dedos y riéndose.

– ¿Dónde estabas? -preguntó.

– Por todas partes -contestó ella, poniéndose en pie y sintiendo el frío que hacía-. Hijo, voy a decirle a Burgundus que te traiga un brasero, que hace frío.

– ¡No te preocupes por nimiedades! -replicó él, impidiéndoselo afectuosamente.

– No quiero que vayas a ver a Sila sonándote y estornudando -insistió ella.


Pero al día siguiente ni se sonaba ni estornudaba. El joven se presentó en casa de Cneo Ahenobarbo una buena hora antes de la cena, decidido a recorrer el atrium de arriba a abajo antes que llegar tarde. Y, efectivamente, el mayordomo -un primoroso griego zalamero, que le sometió a provocativas miradas- le dijo que era demasiado pronto y que tuviese la bondad de aguardar. Sintiendo que se le ponía carne de gallina, César asintió concisamente con la cabeza y volvió la espalda al hombre que pronto sería célebre en Roma y a quien todos conocerían por Crisógono.

Pero Crisógono no le dejó a solas; era evidente que el visitante le resultaba demasiado atractivo para no acosarle, pero César tuvo la prudencia de no hacer lo que estaba deseando: romperle los dientes de un puñetazo. Y, de pronto, se le ocurrió una idea. Salió rápidamente a la galería y el mayordomo, ante el frío que hacía, renunció a seguirle. La casa tenía dos galerías; aquella en la que se encontraba César, trazando medias lunas en la nieve con la punta del zueco, no daba al Foro, sino a la cuesta del Palatino en dirección al clivus Victoriae. Más arriba veía la galería de otra casa, prácticamente encima de la de Ahenobarbo.

¿De quién sería? Frunció el ceño, pensativo. Era de Marco Livio Druso, asesinado en el vestíbulo diez años atrás. Así que allí era donde vivían todos aquellos huérfanos, bajo la severa tutela de… Ah, sí, de la hija de aquel Servilio Cepio que se había ahogado cuando regresaba de su provincia. ¿Cnea? Eso era: Cnea. Cnea y su temible madre, la horrible Porcia Liciniana, era una casa atiborrada de pequeños Servilios Cepios y Porcios Catones. Los Porcios Catones tarados, de la rama de Salonio, descendientes de un esclavo. Allí había uno, inclinándose sobre la balaustrada de mármol; un niñito enclenque de cuello largo como de cigüeña y una narizota que se le notaba desde tan lejos. Y una maraña de pelo rojo. ¡No cabía duda de que era de la camada de Catón el censor!

Todas estas reflexiones eran producto de un rasgo de carácter de César que su madre no había evocado durante su ensimismamiento: que era un inveterado chismoso y no se le escapaba detalle.

– Honorable sacerdote, mi señor desea recibirte.

César se volvió, después de dirigir una sonrisa y saludar con la mano al niño del balcón en la casa de Druso, sin ofenderse porque no le devolviera el saludo. Probablemente el pequeño Catón se hallaba demasiado sorprendido para contestar; seguramente Sila no tendría muchas ocasiones de hacer gestos amistosos a un flacucho descendiente de un señor tusculano y de un esclavo celtíbero.


Aunque estaba preparado para el momento de ver a Sila el dictador, César no pudo por menos de sorprenderse. ¡No era de extrañar que no hubiese ido a ver a mater! Yo, en su caso, tampoco lo hubiera hecho, pensó, avanzando tan despacio como se lo permitían sus zuecos.

Lo primero que pensó de él Sila al verle fue que se trataba de alguien totalmente desconocido; pero ello era debido a la fea capa rojo y púrpura, y a aquel extraño casco de marfil, semejante a un cráneo desnudo.

– ¡Quítate todo eso! -dijo Sila, volviendo a bajar la vista al montón de papeles del escritorio.

Cuando volvió a alzar los ojos, no quedaba resto alguno de sacerdote. Aquel muchacho era su propio hijo. Y a Sila se le erizó el vello de los brazos y de la nuca, al tiempo que lanzaba una especie de gemido y se ponía en pie. Aquel pelo dorado, los ojos azules, el rostro alargado de los Césares, aquella estatura… Y, de pronto, la vista obnubilada de Sila acusó las diferencias: los pómulos protuberantes de Aurelia y los hoyuelos en las mejillas, y la preciosa boca de Aurelia con los surcos en las comisuras. Mayor que su hijo cuando murió y ya casi un hombre. ¡Oh, hijo mío, Lucio Cornelio! ¿Por qué has tenido que morir?

– Por un instante te había tomado por mi hijo -dijo con voz ronca, conteniendo las lágrimas, estremecido.

– Era primo mío.

– Recuerdo que decías que le querías.

– Así es.

– Decías que era mejor que el hijo de Mario.

– Exacto.

– Y escribiste un poema para él después de su muerte, pero dijiste que no me lo enseñabas porque no era bueno.

– Si, es cierto.

Sila volvió a derrumbarse en la silla, con las manos temblorosas.

– Siéntate, muchacho. Aquí, donde hay más luz y pueda verte. Mi vista ya no es la que era -añadió, anhelando absorber todo detalle de aquel enviado del gran dios, del que era su sacerdote-. cTe ha hablado tu tío Cayo Cotta?

– Sólo me ha dicho que deseabas verme, Lucio Cornelio.

– Llámame Sila, como me llaman todos.

– Y a mí todos me llaman César; hasta mi madre.

– Eres el flamen dialis.

Un brillo surgió en los inquietantes ojos familiares. ¿Por qué le resultaban tan familiares si los de su hijo eran de un azul más oscuro y más vivaces? ¿Un brillo de ira o de pena? No, no: de ira.

– Si, soy el flamen dialis -repitió César.

– Los que te nombraron eran enemigos de Roma.

– No cuando me nombraron.

– Sí, es cierto -replicó Sila, cogiendo la pluma de junco forrada de oro y volviéndola a dejar-. Tienes esposa.

– Así es.

– La hija de Cinna.

– Exacto.

– ¿Habéis consumado el matrimonio?

– No.

Sila se levantó y se acercó a la ventana completamente abierta a pesar del frío. César sonrió para sus adentros, pensando en lo que hubiera dicho su madre al ver a otra persona despreocupada por la intemperie.

– Estoy acometiendo la renovación de la república -añadió Sila, mirando por la ventana a la estatua de Escipión el Africano sobre su alta columna; desde allí, quedaba a la misma altura que el rechoncho Escipión-. Por motivos que supongo entenderás, he decidido empezar por la religión. Se han perdido los valores tradicionales y hay que recuperarlos. He abolido las elecciones de sacerdotes y augures, incluida la del pontífice máximo. En Roma, la política y la religión están estrechamente entrelazadas, pero no quiero que la religión esté al servicio de la política, cuando debe ser al revés.

– Lo comprendo -dijo César desde su silla-. No obstante, creo que al pontífice máximo se le debe elegir.

– ¡Me tiene sin cuidado lo que creas!

– Entonces, ¿para qué estoy aquí?

– ¡Desde luego, no para hacerme observaciones!

– Perdona.

Sila giró sobre sus talones y clavó su fiera mirada en el flamen dialis.

– No te infundo el menor temor, ¿verdad, muchacho?

César esbozó la famosa sonrisa que cautivaba mentes y corazones. ¡La misma sonrisa que la de su hijo!

– Solía esconderme en un falso techo encima del comedor para verte hablar con mi madre. Han cambiado los tiempos y las circunstancias, pero a uno no puede darle miedo una persona por la que ha sentido un súbito afecto al descubrir que no era amante de su madre.

La respuesta desencadenó una risotada en Sila, que hizo que se le saltaran las lágrimas.

– ¡Cierto, cierto! No lo fui. Lo intenté en una ocasión, pero ella tuvo la gran prudencia de rechazarme. Tu madre piensa como un hombre. Yo no traigo suerte a las mujeres. Es mi sino -añadió, mirando de arriba abajo a César con sus inquietos ojos claros-. Tú tampoco les traerás suerte, aunque tendrás muchas.

– ¿Para qué me has mandado llamar si no vas a pedirme consejo?

– Por un asunto relacionado con la reglamentación de la conducta religiosa. Me han dicho que naciste el mismo día del año en que empezó el incendio del templo de Júpiter.

– Sí.

– ¿Qué interpretación le das?

– Un buen augurio.

– Desgraciadamente, el colegio de pontífices y el de augures no coinciden contigo, joven César. Hace tiempo que vienen estudiando el caso tuyo y de la flaminica, y han llegado a la conclusión de cierta irregularidad en ella que es la causa de la destrucción del templo del gran dios.

El rostro de César se iluminó de gozo.

– ¡Ah, cuánto me alegro de que me lo digas!

– ¿Eh? ¿Decirte qué?

– Que dejo de ser flamen dialis.

– No he dicho eso.

– ¡Claro que lo has dicho!

– Has entendido mal, muchacho. Sigues siendo el flamen dialis. A esa conclusión han llegado quince sacerdotes y quince augures.

La alegría se había desvanecido del rostro del joven.

– Prefiero ser militar -dijo malhumorado-. Tengo mejores dotes.

– Lo que tú prefieras no cuenta. Cuenta lo que eres; y lo que es tu esposa.

César frunció el ceño y miró inquisitivo a Sila.

– Es la segunda vez que mencionas a mi esposa.

– Tienes que divorciarte de ella -dijo Sila sin rodeos.

– ¿Divorciarme? ¡ Imposible!

– ¿Por qué?

– Porque estamos casados por confarreatio.

– Pero existe la diffarreatio.

– ¿Y por qué tengo que divorciarme de ella?

– Porque es hija de Cinna, y resulta que mis leyes relativas a los proscritos y sus familiares presentan un pequeño defecto en relación con la condición de ciudadanía de los niños. Los sacerdotes y augures han decidido que es aplicable la lex Minicia, por lo que tu esposa, que es flaminica dialis, no es romana ni patricia. Y, por consiguiente, no puede ser flaminica dialis. Como el cargo es de naturaleza dual, la legalidad de su posición es tan importante como la tuya. Tienes que divorciarte de ella.

– No lo haré -replicó César, comenzando a entrever una salida a su detestado sacerdocio.

– ¡Harás lo que yo te diga que hagas, muchacho!

– No haré nada que considere que no debo hacer.

Los arrugados labios se abrieron lentamente.

– Soy el dictador y tienes que divorciarte de tu esposa -dijo Sila sin levantar la voz.

– Me niego -contestó César.

– Puedo obligarte a ello.

– ¿Cómo? -inquirió César despectivo-. El proceso de diffarreatio requiere pleno consentimiento por ambas partes.

Haría temblar de miedo a aquel insolente, pensó Sila, dejándole atisbar la monstruosa criatura que llevaba dentro; pero mientras trataba de avasallarle, comprendió por qué aquellos ojos le resultaban tan conocidos. ¡Eran igual que los suyos! Y sostenían su mirada con la fijeza fría y carente de emoción de la serpiente. El monstruo sañudo de Sila hubo de retirarse, impotente. Por primera vez en su vida se veía desprovisto de los medios para doblegar a otra persona a su voluntad; y no le brotaba la rabia que habría debido ponerle fuera de si, obligado a contemplar en un rostro ajeno su propia imagen. Lucio Cornelio Sila se veía impotente.

Tuvo que recurrir a simples palabras.

– He prometido restaurar la ética religiosa conforme al mos maiorum -dijo-. Roma honrará y servirá a sus dioses como se hacía en el alba de la República. Júpiter Optimus Maximus está descontento contigo… Mejor dicho, con tu esposa. Tú eres su sacerdote, pero tu esposa es parte inseparable de tu condición sacerdotal, y debes apartarte de esa esposa inaceptable y casarte con otra. Debes divorciarte de esa mocosa de Cinna no romana.

– No lo haré -contestó César.

– Pues buscaré otra solución.

– Yo tengo una -replicó César-. Que se divorcie de mí Júpiter Optimus Maximus. Anula mi sacerdocio.

– Como dictador, hubiera podido hacerlo de no haber pasado el asunto al colegio de sacerdotes. Pero ahora tengo que actuar en consonancia con su veredicto.

– Pues me parece -añadió César imperturbable -que hemos llegado a un callejón sin salida.

– No. Hay otra solución.

– Matarme.

– Exactamente.

– Eso sería mancharte las manos con la sangre del flamen dialis, Sila.

– No, si se las mancha otro. Yo no suscribo la metáfora griega, Cayo Julio César. Ni tampoco los dioses romanos. La culpabilidad es intransferible.

César reflexionó.

– Creo que tienes razón. Si mandas a otro que me mate la culpa recaerá sobre él -dijo, poniéndose en pie y quedando unos centímetros por encima de Sila-. Entonces ha concluido la entrevista.

– Eso es. A menos que lo reconsideres.

– No voy a divorciarme de mi esposa.

– Pues te haré matar.

– Si puedes -dijo César, abandonando el despacho.

– ¡Sacerdote -gritó Sila a sus espaldas-, te olvidas la laena y el apex!

– Guárdalos para el próximo flamen dialis.


Se encaminó a su casa sin apresurar el paso, inseguro de lo que Sila tardaría en reaccionar. Era evidente que había sacado de sus casillas al dictador, y no había muchos capaces de desafiar a Lucio Cornelio Sila.

El aire era helado, demasiado frío para que nevase. Y su gesto infantil le había privado de abrigo. Bueno, poco importaba; no iba a morirse de frío andando del Palatino al Subura. Lo más importante era lo que debía hacer a continuación, porque estaba completamente seguro de que Sila mandaría matarle. Lanzó un suspiro. Tendría que huir. Aunque sabía que podía cuidar de si mismo, no se hacía ilusiones sobre su vida si permanecía en Roma. Pero, de todos modos, tenía un día por delante, ya que el dictador se hallaba, como todo el mundo, abrumado por la maquinaria colosal de la burocracia, y tendría que intercalar en sus múltiples obligaciones una entrevista con uno de aquellos grupos de hombres anodinos. César había visto que su vestíbulo estaba lleno de clientes, pero no de asesinos a sueldo. La vida en Roma no era en nada parecida a una tragedia griega, y no se gritaban órdenes a una banda de sicarios impacientes, atados a una correa como perros. Sila daría las órdenes en su momento. Pero todavía no.

Cuando entró en el aposento de su madre estaba lívido de frío.

– ¿Y tus ropas? -preguntó Aurelia, estupefacta.

– En casa de Sila -atinó a decir-. Se las he regalado para el próximo flamen dialis. Mater, me ha mostrado la manera de librarme de eso.

– Explícate -dijo ella, haciéndole sentarse junto a un brasero.

Y el joven se lo contó todo.

– ¡Oh, César! ¿Por qué has hecho eso?

– Vamos, mater, bien lo sabes. Yo amo a mi esposa. Eso en primer lugar. Todos estos años ha vivido con nosotros, y yo me he ocupado de ella como no lo habrían hecho ni su padre ni su madre, y yo soy para ella lo mejor de su vida. ¿Cómo voy a abandonarla? ¡Es hija de Cinna, la desgraciada! ¡Ya no es ni romana! Mater, no es que busque la muerte; vivir siendo flamen dialis es infinitamente mejor que morir, pero hay cosas por las que vale la pena morir: los principios, los deberes de un noble romano que tú me inculcaste con tanto rigor. Cinnilla es responsabilidad mía y no puedo abandonarla -añadió encogiéndose de hombros, sonriente-. Además, es la manera de salir de esta situación. Mientras me niegue a divorciarme de Cinnilla, no puedo ser sacerdote del dios. Así que, basta con que rechace el divorcio.

– Hasta que Sila logre matarte.

– Eso está en manos del gran dios, mater. Creo que la Fortuna me ofrece esta ocasión y debo aprovecharla. Lo que debo hacer es conservar la vida hasta que muera Sila. Una vez muerto, nadie tendrá el valor de matar al flamen dialis, y los colegios sacerdotales se verán obligados a anular mis votos. Mater, no creo que Júpiter Optimus Maximus me haya designado sacerdote suyo. Creo que me encomienda otra tarea. Una tarea más útil para Roma.

Aurelia no discutió más.

– Dinero. Necesitarás dinero, César -dijo pasándose las manos por el pelo, como siempre hacía cuando trataba de localizar una cantidad extraviada-. Necesitarás más de dos talentos de plata, pues ése es el precio de la cabeza de los proscritos. Si te descubren, tendrás que pagar bastante más de dos talentos para que el delator te deje huir. Con tres talentos tendrás para comprarle y que te quede lo bastante para subsistir. ¿Cómo encuentro yo tres talentos sin hablar con los banqueros? Setenta y cinco mil sestercios… En mi cuarto tengo cien mil. Y puedo cobrar los alquileres esta noche; cuando los inquilinos sepan para qué los necesito me pagarán sin dilación. Te adoran, aunque no sé por qué, con lo raro y obstinado que eres… Cayo Matius podrá encontrar más, y me imagino que Lucio Decumio debe guardar debajo de la cama sus turbias ganancias…

Y salió del cuarto sin dejar de hablar. César lanzó un suspiro y se puso en pie. Había que organizar la huida, y antes de ello hablar con Cinnilla.

Mandó a Eutico, el mayordomo, a buscar a Lucio Decumio, e hizo venir a Burgundus.

El anciano Cayo Mario le había dejado aquel germano en su testamento, y en su momento César había sospechado que lo hacía como último eslabón de la cadena de flamen dialis con que le aprisionaba: si por algún motivo dejaba de ser flamen dialis, el gigante estaría a su lado para matarle. Pero César, que era encantador, no había tardado en hacerse con la voluntad de Burgundus, ayudado por la circunstancia de que la grandota criada de su madre, la auvernia Cardixa, le había hecho caer en sus redes. Burgundus era un germano de la tribu de los cimbros, que tenía dieciocho años al ser capturado en la batalla de Vercellae, y ahora tenía treinta y siete, contra cuarenta y cinco de Cardixa. Los dos habían sido manumitidos el día en que César revistió la toga viril, pero el rito de ser declarados libertos no los había cambiado en nada salvo su categoría de ciudadanos (ahora romanos, aunque, habiendo quedado inscrito en la tribu Suburana, su voto no tenía valor). Aurelia, que era tan frugal como escrupulosamente equitativa, siempre había pagado a Cardixa un salario razonable, y también al gigantón Burgundus, por lo que se suponía que los dos tendrían el salario ahorrado para sus hijos, teniendo cubiertas sus necesidades diarias.

– César, tienes que aceptar nuestros ahorros -dijo Burgundus en su espeso latín-. Los vas a necesitar.

Su amo era alto para ser romano, pero Burgundus le sacaba cinco centímetros y era el doble de ancho. Su rostro claro, feo para el criterio estético romano porque su nariz era demasiado recta y corta y su boca demasiado grande, adoptaba una expresión solemne diciéndolo, pero sus ojos azules manifestaban cariño y respeto.

César le sonrió y meneó la cabeza.

– Te agradezco el ofrecimiento, Burgundus, pero ya se las arreglará mi madre. Si no puede, pues… lo aceptaré y te lo devolveré con intereses.

Llegó Lucio Decumio entre un remolino de nieve, y César se apresuró a terminar con Burgundus.

– Prepara nuestras cosas para el viaje, Burgundus. Coge ropa caliente. Tú puedes llevar una porra; yo llevaré la espada de mi padre.

¡Ah, qué magnífico poderlo decir! Llevaré la espada de mi padre. Había cosas peores que ser fugitivo de la cólera del dictador.

– ¡Ya sabía yo que tendríamos complicaciones! -dijo Lucio Decumio, sin mencionar la ocasión en que una simple mirada de Sila le había causado un miedo cerval-. He enviado a mis hijos a casa a por dinero; no te faltará -añadió, mirando de soslayo la espalda del germano-. Escucha, César, con el tiempo que hace, no puedes ir solo con ese patán. Te acompañaremos mis hijos y yo.

César, que se lo esperaba, le dirigió una mirada de mudo reproche.

– No; no puedo consentirlo. Cuantos más seamos, más llamaremos la atención.

– ¿Llamar la atención? -repitió Lucio Decumio abriendo mucho la boca-. ¿Cómo no vas a llamar la atención con ese enorme mastuerzo detrás de ti? Déjale aquí y yo te acompañaré, ¿te parece? El viejo Lucio Decumio pasa ya inadvertido como parte del decorado.

– En Roma, sí -replicó César, sonriéndole con gran afecto-, pero en el país de los sabinos destacarás más que las pelotas de un perro. Iremos Burgundus y yo; además, sabiendo que estás aquí cuidando de las mujeres, estaré mucho más tranquilo.

Como era una verdad irrebatible, Lucio Decumio cedió, mascullando por lo bajo.

– Debido a las proscripciones, es más importante que nunca que haya alguien aquí al cuidado de las mujeres. Julia y Mucia Tertia no tienen a nadie, y, aunque no creo que les suceda nada en el Quirinal, pues toda Roma siente afecto por tía Julia, menos Sila, tendrás que vigilar tú. Mi madre… -añadió, encogiéndose de hombros-, mi madre es distinta; y eso es tan bueno como malo en relación con Sila. Si las cosas cambian, si se da el caso de que Sila me proscribe y la proscripción alcanza a mi madre, tendrás que encargarte de mi patrimonio. Hemos gastado mucho dinero para criar a los hijos de Cardixa para que el Estado se aproveche de ellos -añadió sonriente.

– ¡Nada malo les sucederá, pierde cuidado, Pavo!

– Gracias. Ahora -añadió, pensando en otro asunto-, quiero que alquiles dos mulas y saques los caballos de la cuadra.

Aquél era el secreto de César, lo único en su vida que nadie sabía aparte de Burgundus y Lucio Decumio. Por su condición de flamen dialis no podía tocar caballos, pero desde que el anciano Cayo Mario le había enseñado a montar, le había fascinado la sensación de velocidad, notando la fortaleza del cuerpo del caballo entre sus piernas; y, aunque no era rico, con excepción de las tierras, disponía de una cantidad de dinero estrictamente suya, que su madre jamás habría osado administrar, procedente del testamento paterno, con la que había ido adquiriendo cuanto necesitaba sin necesidad de recurrir a Aurelia. Y se había comprado un caballo. Pero no un caballo cualquiera.

César había sacado fuerzas de flaqueza y se había sacrificado para cumplir todos los requisitos de flamen dialis menos aquél. Se mostraba indiferente a la monótona dieta pensando en que no le costaba nada, y muchas veces había estado tentado de sacar la espada paterna del arca en que se guardaba y esgrimirla, pero se había contenido. A lo único que no había sido capaz de renunciar era a su adoración por los caballos y a montar. ¿Por qué? Por el perfecto resultado de la combinación de dos seres vivos tan distintos. Y se había comprado un precioso caballo castrado color castaño, tan veloz como Bóreas, al que llamaba Bucéfalo en honor al legendario corcel de Alejandro Magno. El animal era su mayor placer, y siempre que podía se escapaba a la puerta Capena, en donde le aguardaban Burgundus y Lucio Decumio con el caballo, para correr con él por el sendero de remolque del Tíber sin temor a matarse, esquivando los pesados bueyes que tiraban de las barcazas corriente arriba. Y cuando ya se había divertido lo bastante, galopaba a campo través saltando cercas, fundido como un solo ser con su querido Bucéfalo. Muchos conocían al caballo, pero no al jinete, pues se disfrazaba de gálata y se cubría cabeza y rostro con un pañuelo medo.

Aquellas cabalgadas secretas conferían a su vida un riesgo de cuya afición no era aún consciente; a él le divertía sobremanera burlar a Roma y arriesgar su cargo, pues, aunque honraba y respetaba al gran dios al que servía, sabía que mantenía con Júpiter Optimus Maximus una relación particular, y que su antepasado Eneas era hijo de Venus, la diosa del amor. Júpiter lo comprendía, lo autorizaba; Júpiter sabía que por las venas de su terrenal servidor corría una gota de linfa divina. En todo lo demás cumplía los preceptos del flaminado lo mejor que podía, pero sin renunciar a aquella comunión con Bucéfalo, un ser vivo más valioso para él que todas las mujeres del Subura.


Poco después de medianoche estaba listo para partir. Lucio Decumio y sus hijos habían acarreado los setenta y seis mil sestercios que Aurelia había ido llevando a la puerta del Quirinal, mientras otros fieles miembros de la cofradía iban a las cuadras del campo Lanatarius a por los caballos de César y los conducían hacia el lugar convenido, fuera de las murallas Servianas.

– Hubiera preferido -dijo Aurelia, sin mostrar la angustia que la embargaba- que hubieses elegido una cabalgadura menos vistosa que este caballo castaño con el que galopas por todo el Lacio.

César tuvo que reprimir la incontenible risa, hasta que pudo contestar.

– ¡No creo, mater! ¿Desde cuándo sabes lo de Bucéfalo?

– ¿Así le llamas? -replicó ella con gesto de desdén-. Hijo, tienes manías de grandeza que no corresponden a tu condición sacerdotal. Lo sé desde siempre -añadió con un fulgor irónico en los ojos-. Y sé el precio astronómico que te costó. ¡Cincuenta mil sestercios! Eres un derrochador empedernido, César. Y no sé de dónde los sacaste… De mí no, desde luego.

César la abrazó y la besó en la lisa frente.

– Bueno, mater, juré que nadie más que tú llevaría mis cuentas, pero quiero saber cómo te enteraste de lo de Bucéfalo.

– Tengo mis propias fuentes de información -contestó ella sonriente-. Es inevitable, después de veintitrés años viviendo en el Subura. Aún no has hablado con Cinnilla -añadió, ya seria, mirándole a los ojos-. Y está inquieta, imaginándose que algo sucede, a pesar de que le he dicho que se quede en su cuarto.

– ¿Y qué le digo, mater? -preguntó él con un suspiro, frunciendo el ceño-. ¿Qué puedo explicarle?

– Dile la verdad, César. Tiene doce años.

Cinnilla ocupaba lo que había sido el cuarto de Cardixa, debajo de las escaleras que ascendían hacia los pisos más altos que daban al vicus Patricius; Cardixa vivía ahora con Burgundus y los hijos en un cuarto nuevo que el propio César se había complacido en idear y construir sobre las dependencias de los criados.

Al entrar César, anunciándose con los nudillos en la puerta, su esposa estaba sentada ante el telar, tejiendo una tela gris y lanuda destinada a su vestuario de flaminica dialis, cuyo aspecto tan poco agradable suscitó en César un repentino e inexplicable pesar.

– ¡No hay derecho! -exclamó, levantándola del escabel para abrazarla y sentarla en su regazo sobre el reducido catre.

Le parecía una niña adorable, aunque él era demasiado joven para que le atrajese su incipiente femineidad; a él le gustaban las mujeres mucho más maduras, pero para quien ha vivido siempre rodeado de personas altas y de tez clara, aquella piel un poquitín cetrina en un cuerpo llenito resultaba fascinante. Sus sentimientos hacia ella eran ambiguos, pues hacía ya cinco años que vivía en la casa como si fuera una hermana, aunque sabía perfectamente que era su esposa y que Aurelia le daba permiso para que él la sacara de aquel cuarto y la acostara en su cama. No era de índole moral aquella ambigüedad que habría podido denominarse logística; había momentos en que era hermana, y otros en que era esposa. Sí, era sabido que los monarcas orientales se casaban con sus hermanas, pero le habían dicho que los cuartos de los niños de los Tolomeos y de Mitrídates eran un reñidero increíble, y que los hermanos se pegaban con las hermanas como fieras; él nunca se había peleado con Cinnilla más de lo que había hecho con sus propias hermanas. Aurelia no se lo hubiera consentido.

– ¿Te marchas, César? -preguntó Cinnilla.

Tenía un mechón de pelo sobre las cejas, y él se lo retiró hacia atrás y siguió acariciándole la cabeza, con un ritmo suave, consolador, sensual, como si fuese un gatito. Ella, con los ojos cerrados, se reclinó contra su pecho.

– ¡Eh, no, no te duermas ahora! -dijo él, severo, zarandeándola-. Ya sé que es tarde, pero tengo que hablarte. Si, es cierto; me voy.

– ¿Qué está pasando estos días? ¿Tiene que ver con las proscripciones? Aurelia dice que mi hermano ha huido a Hispania.

– Sí, Cinnilla, tiene algo que ver con eso. Pero es porque las dicta Sila. Tengo que irme porque Sila dice que está en tela de juicio mi cargo de flamen dialis.

Ella sonrió de modo que el carnoso labio superior dejó ver el pliegue interno; un gesto característico que todos encontraban encantador.

– Pues estarás contento; a ti que no te gustaba ser flamen dialis…

– Ah, sigo siendo flamen dialis -replicó César con un suspiro-. Según dicen los sacerdotes, eres tú quien no cumple los requisitos -añadió, cambiándola de postura y haciendo que se sentara derecha en sus rodillas para mirarla a la cara-. Ya sabes la situación en que se encuentra tu familia, pero lo que quizá no sepas es que cuando declararon sacer a tu padre dejó de ser ciudadano romano.

– Bueno, comprendo que Sila nos quite las propiedades, pero mi padre murió mucho antes de que volviera Sila -dijo Cinnilla, que no era muy despierta y necesitaba que se lo explicasen todo-. ¿Cómo puede haber perdido la ciudadanía?

– Porque las leyes de proscripción de Sila despojan automáticamente al proscrito de la ciudadanía, y porque de los que están en las listas de Sila muchos ya habían muerto. Tu padre, el hijo de Mario, los pretores Carrinas y Damasipo y muchos otros estaban muertos cuando fueron declarados proscritos. Pero, a pesar de ello, han perdido la ciudadanía.

– No me parece justo.

– Estoy de acuerdo, Cinnilla -replicó César, lamentando no tener unas dotes explicativas más simples-. Tu hermano ya era mayor de edad cuando tu padre fue proscrito y conserva la ciudadanía romana, pero no puede heredar dinero ni propiedades de la familia, ni presentarse a las elecciones de magistrado curul. Pero tu caso es distinto.

– ¿Por qué? ¿Porque soy niña?

– No, porque eres menor de edad. El sexo no tiene nada que ver. La lex Minicia de liberis estipula que los hijos de cónyuges, uno romano y otro no, deben adoptar la ciudadanía del cónyuge no romano. Es decir que, según los sacerdotes, tú ahora eres extranjera.

Cinnilla comenzó a temblar, sin llorar, mirando compungida a César con sus enormes ojos negros.

– ¡Oh! ¿Y por eso ya no soy tu esposa?

– No, Cinnilla, no es eso. Eres mi esposa hasta que uno de los dos muera, porque estamos casados conforme al rito tradicional. No hay ninguna ley que prohíba a un romano casarse con una extranjera. No es nuestro matrimonio lo que se discute. Lo que se pone en duda es tu ciudadanía, lo mismo que la ciudadanía de los hijos de todos los proscritos que eran menores de edad en el momento de la proscripción. ¿Está claro?

– Creo que sí -replicó la niña muy pensativa, sin dejar de fruncir el ceño-. ¿Y significa eso que si te doy hijos no van a ser ciudadanos romanos?

– Con arreglo a la lex Minicia, así es.

– ¡Oh, César, qué horrible!

– Pues sí.

– Pero yo soy patricia.

– Ya no, Cinnilla.

– ¿Y qué voy a hacer?

– De momento nada. Pero Sila sabe que tiene que aclarar sus leyes a este respecto, y esperemos que lo haga de una manera que permita que nuestros hijos sean romanos aunque tú no lo seas. Hoy Sila me ha llamado y me ha dicho que me divorciase de ti -añadió, abrazándola con más fuerza.

Ahora sí que le brotaron las lágrimas, en silencio, trágicas. Ya a sus dieciocho años César sabía lo que eran las lágrimas de mujer; un fastidio bastante rutinario que solía producirse cuando se cansaba de una, o una de ellas se enteraba que andaba con otra, esa clase de lágrimas le aburrían y ponían a prueba su carácter brusco y colérico; y, aunque había aprendido a dominarse totalmente, cuando le venían con lloriqueos siempre perdía el control, con funestas consecuencias para la llorona. Pero las lágrimas de Cinnilla eran de auténtico dolor, y fue Sila quien despertó su ira por haber hecho llorar a la niña.

– Vamos, vamos, cariño -dijo apretándola contra su pecho-. No voy a divorciarme de ti aunque lo ordenase Júpiter Optimus Maximus en persona. ¡Aunque viviéramos mil años no me divorciaría!

La niña lanzó una risita, haciendo ruido con la nariz, y dejó que él le enjugase las lágrimas con el pañuelo.

– ¡Suénate! -dijo César, y ella así lo hizo-. Bueno, ya está bien. No hay por qué llorar. Eres mi esposa y lo seguirás siendo pase lo que pase.

Cinnilla le rodeó el cuello con un brazo y se echó a reír, hundiendo la cabeza en el hombro de él.

– ¡Oh, César, te quiero! ¡Cuánto me cuesta esperar a hacerme mayor!

Aquellas palabras le conmovieron. Y sentía el bultito de sus pechos incipientes, pues sólo vestía una túnica. Acercó la mejilla al pelo de Cinnilla, pero la soltó con delicadeza para no caer en la tentación de algo que su honor le impediría concluir.

– Júpiter Optimus Maximus no baja en persona -dijo ella, como buena niña romana que conocía la religión-. El está en donde Roma está… por eso Roma es la mejor y la más grande.

– ¡Qué estupenda flaminica dialis hubieras sido!

– Lo habría procurado. Por ti -dijo ella, alzando la cabeza para mirarle-. Si Sila te dijo que te divorciases de mí y tú no has querido, ¿él va a intentar matarte? ¿Te marchas por eso, César?

– Desde luego que intentará matarme, y por eso me marcho. Si me quedase en Roma, podría matarme fácilmente, porque tiene muchos sicarios y nadie sabe quiénes son. Pero en el campo correré menos peligro -dijo, haciéndola saltar en sus rodillas como hacía al principio, cuando había venido a vivir con ellos-. Cinnilla, tú no tienes que preocuparte por mí. Mi vida es demasiado resistente para que Sila pueda cortarla. Ya verás. Tú lo que tienes que hacer es no dejar que mater se preocupe.

– Lo intentaré -contestó ella, besándole en la mejilla, sin atreverse a hacer lo que deseaba, que era besarle en la boca y decirle que ya era mayor.

– ¡Muy bien! -dijo él, bajándola de su regazo y levantándose-. Volveré cuando muera Sila.

Y sin más, salió del cuarto.


Al llegar a la puerta del Quirinal, César se encontró con Lucio Decumio y sus hijos, que estaban esperándole. Habían repartido el dinero entre las dos mulas para que no fuesen muy cargadas, y las bolsas de cuero estaban disimuladas en falsos fondos de baldes llenos de rollos de pergamino.

– Esto no lo habrás ingeniado hoy mismo -dijo César, sonriendo-. ¿Es así como transportas el producto de tus pillajes?

– Anda, habla con tu caballo. Pero primero quiero decirte una cosa: que el dinero lo cargue Burgundus. Escucha, patán -añadió, volviéndose hacia el germano, con mirada tan fiera que el gigantón dio un paso atrás-, cuando cojas estos baldes cuida bien de fingir que son como plumas. ¿Entendido?

– Entiendo, Lucio Decumio -contestó Burgundus, asintiendo con la cabeza-. Plumas.

– ¡Ahora pon el resto de las cosas encima de los libros, y si el chico echa al galope como el viento, tú no sueltes las mulas para nada!

César estaba con la mejilla pegada a la cabeza de su caballo, musitándole tiernas palabras. Sólo cuando el resto del equipaje estuvo atado sobre las mulas, se despegó de él para que Burgundus le ayudase a montar.

– ¡Cúidate, Pavo! -dijo Lucio Decumio con voz estridente y lágrimas en los ojos, agitando su mugrienta mano.

César, el epíctome de la limpieza, se inclinó y la cogió para besársela.

– Sí, papá -dijo.

Y ambos comenzaron a alejarse, desapareciendo en la cortina de nieve.

El caballo de Burgundus era el corcel de la familia, casi tan valioso como Bucéfalo, un animal niseano de raza meda mucho más grande que los caballos de los pueblos mediterráneos; había pocos caballos de aquéllos en Italia, puesto que su único uso era transportar personas de gran estatura. Muchos granjeros y comerciantes se recreaban mirándolos, pensando en su utilidad como acémilas o para uncirlos a carros pesados o al arado, dado que eran más rápidos e inteligentes que los bueyes; pero cuando se les uncía para arrastrar cargas, los arreos les estrangulaban, y como acémilas tampoco resultaban por la cantidad de pienso que consumían en el viaje. Pero un caballo corriente no hubiera podido con Burgundus, y, aunque una mula si que lo hubiera aguantado, en ella habría rozado el suelo.

César se encaminó hacia Crustumerium, agachado sobre Bucéfalo y resguardándose con la cabeza del animal. ¡ Era un crudo invierno!

Cabalgaron a toda prisa por la noche para alejarse lo más posible de Roma, deteniéndose sólo a la noche siguiente. Pero ya habían llegado a Trebula, en las estribaciones de las montañas. Era un pueblecito, pero contaba con una posada que era a la vez acogedora taberna de la localidad, y estaba llena de gente bulliciosa. Lo que no gustó nada a César fue su estado sucio y descuidado.

– Pero al menos estamos bajo techado y tendremos donde dormir -dijo a Burgundus, después de que le enseñaran el cuarto en que habían de dormir en el piso de arriba, en compañía de varios perros de pastor y seis gallinas.

Era inevitable que llamaran la atención entre los lugareños que allí había bebiendo, que luego volverían tambaleándose a sus casas en medio de la nevada, aunque algunos (como les dijo el posadero) pasarían la noche en el mismo sitio en que acabaran cayendo borrachos.

– Hay salchichas y pan -dijo el hombre.

– Bien -dijo César.

– ¿Vino?

– Agua -respondió César con firmeza.

– ¿Tan joven eres que no bebes? -preguntó el posadero, torciendo el gesto, puesto que en lo que ganaba era en el vino.

– Mi madre me mataría si probara el vino.

– ¿Y tu amigo? El ya tiene edad.

– Sí, pero es retrasado mental y es preferible que no lo cate porque es capaz de abrir un oso en canal y ha partido en dos unos leones que un pretor tenía para los juegos de Roma -dijo César muy serio, mientras Burgundus miraba con ojos vacíos.

– ¡Cáspita! -exclamó el hombre, apartándose sin pensárselo dos veces.

Nadie molestó a César al verle acompañado de aquel gigantón, por lo que pudieron sentarse en el sitio más tranquilo del bullicioso lugar y se dedicaron a contemplar el deporte local, que al parecer consistía en emborrachar a los más jóvenes, discutiendo cuánto aguantarían sin caer al suelo.

– ¡La vida del campo! -comentó César, dándose una palmada en el brazo-. ¿Acaso pensabas que Roma está demasiado lejos para que estos palurdos voten? Y sus votos cuentan, porque pertenecen a tribus rurales, mientras que hombres listos, que incluso entienden de política, han tenido la desgracia de nacer en Roma, y su voto no cuenta para nada. ¡No hay derecho!

– Estos no saben ni leer -añadió Burgundus, que ya sabía por haberle enseñado César y Cnifo-. Mejor, César -añadió, apagándose su fugaz sonrisa-. Nuestros baldes no corren peligro.

– Desde luego -contestó César, volviéndose y dándose una palmada en el brazo-. ¡ Esta posada está llena de mosquitos!

– Acuden en invierno. Con este calor podrían cocerse huevos -dijo Burgundus.

Era una exageración, pero si que hacía un notable calor, producto de lo lleno que estaba el local y del enorme fuego que ardía en un pozo de piedra en una de las paredes, que, aunque tenía un agujero en el techo para que saliera el humo, contrarrestaba sobremanera el frío con unos troncos gruesos como la cintura de un hombre, que lanzaban enormes llamaradas. Era evidente que en la boscosa Trebula no estaban dispuestos a pasar frío.

Los rincones oscuros estaban llenos de mosquitos, y las camas llenas de pulgas y chinches; César pasó la noche sentado en una silla, y al amanecer abandonó a toda prisa la posada. Inmediatamente se comentó en la taberna quién sería aquel hombre que viajaba con aquel tiempo, acompañado de un criado gigante.

– ¡Muy engreído! -comentó el posadero.

– Proscritos -añadió su mujer.

– Es demasiado joven -añadió un individuo con aspecto de ser de ciudad, que había llegado en el momento en que se iban César y Burgundus-. Además, se les hubiera notado el miedo si hubieran sido fugitivos de Sila.

– Pues irá a visitar a alguien -dijo la esposa del posadero.

– Lo más probable -añadió el forastero, no muy convencido-. Habrá que investigar. La pareja es inconfundible, ¿no crees? Aquiles y Ayax -añadió, mostrando su erudición-. Lo que más me ha llamado la atención son los caballos, que debían de valer una fortuna. No es un pobretón.

– Seguramente tendrá un buen trozo de rosea rura en Reate -dijo el posadero-. Seguro que los caballos son de allí.

– Tenía aire de ser del Palatino -añadió el forastero, que ahora ya comenzaba a tener sospechas-. Cachorro de una de las familias egregias. Sí, no era ningún pobretón.

– Bueno, si tiene dinero, con él no lo lleva -comentó el posadero despectivo-. ¿Sabes lo que llevaban en las mulas? ¡ Libros! Doce grandes baldes con libros. ¿Te imaginas? ¡ Libros…!


Tras sufrir las inclemencias de un frío más intenso conforme ascendían las estribaciones del monte Fiscellus, César y Burgundus alcanzaron Nersae un día más tarde.

La madre de Quinto Sertorio llevaba viuda más de treinta años, y no parecía haber estado nunca casada. A César le recordaba al finado y llorado Escauro, príncipe del Senado, pues era pequeña y delgada, llena de arrugas, casi calva, y conservaba como único atractivo un par de ojos verdes muy vivos. Costaba creer que hubiese podido traer al mundo un varón tan robusto como Quinto Sertorio.

– Se encuentra bien -le dijo a César, mientras llenaba la bien fregada mesa con toda clase de alimentos de su despensa; estaban en el campo y se sentaban en sillas para comer-. No le costó hacerse gobernador en la Hispania Citerior, pero espera complicaciones ahora que Sila se ha proclamado dictador -añadió con una risita-. Pero no importa, a Sila le dará mucho más que hacer que ese pobre hijo de mi primo Mario. Claro, es que le educaron con mucha blandura. Julia es encantadora, pero muy blanda, y mi primo Mario estaba fuera de casa la mayor parte del tiempo. Lo mismo que en tu caso, César, pero tu madre no ha sido blanda, ¿verdad?

– No, Ria -contestó César, con ojos risueños.

– De todos modos, a Quinto Sertorio le gusta Hispania. Siempre le ha gustado. Estuvo allí con Sila hace años, cuando anduvieron espiando a los germanos. Me ha dicho que en Osca tiene una esposa germana y un hijo. Me alegra saberlo, porque así tendrá quien le cuide.

– Debería casarse con una mujer romana -dijo César, lacónico.

Ria lanzó una risa nerviosa.

– ¿Quinto Sertorio? ¡Qué va! No le gustan las mujeres. Se casó con esa germana porque le exigían tener esposa para pertenecer a la tribu. No, a él no le gustan las mujeres; pero tampoco los hombres -añadió, frunciendo los labios.

La conversación giró en torno a Quinto Sertorio y sus hazañas durante un buen rato, hasta que, finalmente, Ria dejó el tema de su hijo y comenzó a decirle a César lo que debía hacer.

– Me gustaría que te quedases aquí, pero me conocen de sobra y no eres el primer fugitivo al que alojo. Mi primo Mario me envió a Copillus, nada menos que rey de los volcos tectosagos. Un hombre encantador y muy civilizado para ser bárbaro. Le estrangularon en la Carcer después del triunfo de mi primo Mario. Pero yo pude hacer unos ahorros gracias a los cuidados que le dispensé todos esos años. Cuatro creo que fueron… Mi primo Mario siempre fue generoso y me pagó bien. Yo lo hubiera hecho de balde, porque Copillus era buena compañía… Quinto Sertorio es poco casero; a él lo que le gusta es el combate -añadió, encogiéndose de hombros y palmeándose enérgicamente las rodillas-. Bien, conozco un matrimonio que vive en la montaña, en la ruta hacia Amiternum, que se alegrarán de ganar algún dinero, y se puede confiar en ellos, te lo aseguro. Te daré una carta para ellos y te diré cómo encontrar el lugar cuando te vayas.

– Mañana -dijo César. Pero ella meneó la cabeza.

– Ni mañana ni pasado. Está nevando mucho y no se sabe el terreno que se pisa. Y tu germano se hundiría en cualquier río helado sin darse cuenta de que es un río. Te quedas aquí conmigo hasta que amaine el invierno.

– ¿Cómo hasta que amaine?

– Hasta que cesen estas primeras nevadas intensas y el hielo sea sólido. Entonces se puede viajar sin riesgo; es difícil a caballo, pero podréis llegar. Haz que el germano vaya delante, pues, como los cascos de su caballo son muy grandes, resbalará menos y abrírá camino a tu bonito corcel. ¡Mira que viajar en invierno con un caballo así…! No tienes sentido común, César.

– Eso dice mi madre -contestó él, contrito.

– Ella sí que lo tiene. La gente del país de los sabinos entiende de caballos, y el tuyo no les pasará inadvertido, mientras que a donde te envío no habrá nadie a quien llame la atención -dijo Ria sonriente, mostrando unos cuantos dientes ennegrecidos-. Claro, es que sólo tienes dieciocho años, pero ya aprenderás.

Al día siguiente el tiempo dio la razón a la anciana; la nevada continuó, amontonándose la nieve de un modo espectacular, y, de no haberse puesto César y Burgundus manos a la obra para quitarla con palas, la acogedora casa de piedra hubiera quedado sepultada, y ni el propio germano habría podido abrir la puerta. Continuó nevando otros cuatro días, y después comenzaron a verse retazos de cielo azul y el frío se intensificó.

– Me gusta el invierno aquí -comentó Ria, mientras les ayudaba a apilar la paja en el establo-. En Roma el frío es horrible, y esta década estamos padeciendo un ciclo de inviernos fríos.

– Pronto tendré que irme -añadió César, amontonando heno.

– Teniendo en cuenta lo que comen tu germano y su rocín, no creas que me apenará que os vayáis -replicó refunfuñando la madre de Sertorio-. Quizá pasado mañana, porque cuando vuelva a abrirse el camino entre Roma y Nersae aquí correréis peligro. Si Síla sabe de mi existencia, y no la ignorará porque conocía muy bien a mi hijo, será aquí a donde primero mande a sus esbirros.

Pero el destino decidiría en contra de la marcha de los huéspedes de Ria. La noche antes de iniciar los preparativos César cayó enfermo. Aunque afuera hacía una temperatura por debajo de cero grados, la casa estaba bien caldeada a la manera rural, con braseros y sólidas contraventanas para que no entrase el viento; pero César tenía cada vez más frío.

– No me gusta esto -dijo Ria-. Te castañetean los dientes, y hace ya mucho tiempo para que sean unas simples fiebres -añadió, poniéndole la mano en la frente y frunciendo el ceño-. ¡Estás ardiendo! ¿Te duele la cabeza?

– Mucho -musitó él.

– Pues mañana no vas a ninguna parte. ¡Tú, patán germano, lleva a tu amo al lecho!

Y en cama se quedó César, consumido por la fiebre y abatido por la tos y el dolor de cabeza, sin poder probar bocado.

– Caelum grave et pestilens -dijo la curandera que vino a examinarle.

– No son las fiebres intermitentes -replicó tenaz Ría-. No son cuartanas ni tercianas. Y no suda.

– Oh, sí que son las fiebres, Ria. Con otras manifestaciones.

– Pues morirá.

– Es fuerte -respondió la curandera-. Hazle beber -añadió-. Es mi único consejo: agua mezclada con nieve.


Sila se disponía a leer una carta que le había enviado Pompeyo desde Africa, cuando entró el mayordomo Crisógono lleno de inquietud.

– ¿Qué sucede? ¡ Estoy ocupado!

– Domine, una dama desea veros.

– ¡Dile que se largue!

– ¡Es imposible, domine!

Aquello hizo que se olvidara de la carta; la dejó en la mesa y se quedó mirando pasmado al mayordomo.

– Pensaba que no existía nadie capaz de disuadirte, Crisógono -dijo con cierta sorna-. Estás temblando. ¿Es que te ha mordido?

– No, domine -respondió el mayordomo, que carecía del más mínimo sentido del humor-, pero creo que sería capaz de matarme.

– ¡Oh! Creo que tendré que recibirla. ¿Te ha dicho su nombre? ¿Es un ser mortal?

– Aurelia, me ha dicho.

Sila estiró la mano y se la miró.

– No, no estoy alterado.

– ¿La hago pasar?

– No. Dile que no quiero volver a verla -respondió Sila, pero sin volver a coger la carta de Pompeyo, por la que había perdido todo interés.

– ¡Domine, se niega a marcharse hasta que la recibáis!

– Pues haz que la echen los criados.

– Lo he intentado, domine, y no se atreven a ponerle la mano encima.

– ¡Sí, no me extraña! -exclamó Sila, cerrando los ojos-. Muy bien, Crisógono; hazla pasar.

– Siéntate -añadió, nada más entrar Aurelia.

Ella tomó asiento bajo la despiadada luz invernal, que mostraba una vez más el deterioro físico que el tiempo había causado en Sila. El, en su puesto de mando de Teanum, no la había visto bien por falta de luz, y ahora la devoraba con la mirada. Había adelgazado, y eso habría debido desfavorecerla, pero la hacía más hermosa; el color rosado que tenían sus labios y mejillas se había convertido en un tono marmóreo; su pelo no había encanecido ni ella había tratado de rejuvenecer su aspecto aligerando el peinado, lo seguía llevando liso y recogido en moño en la nuca. Y conservaba los mismos ojos cautivadores poblados de largas pestañas negras, bajo sutiles cejas. Unos ojos que le miraban con firmeza.

– Vienes por tu hijo, supongo -dijo él, retrepándose en la silla.

– Exacto.

– ¡Pues habla! Te escucho.

– ¿Lo has hecho porque se parece tanto a tu hijo?

Presa de una conmoción, no pudo seguir sosteniéndole la mirada, y la clavó en la carta de Pompeyo hasta sobreponerse.

– Me causó impresión verle. Pero no ha sido por eso -replicó, volviendo a mirarla a los ojos.

– Yo sentía afecto por tu hijo, Lucio Cornelio.

– Aurelia, eso nada tiene que ver con lo que quieres. Mi hijo murió hace mucho tiempo, y me he resignado, aunque haya gente que quiera aprovecharse de mis sentimientos.

– Luego sabes lo que quiero.

– Ciertamente -replicó él, inclinando la silla hacia atrás con cierta dificultad, dadas las patas curvadas hacia afuera-. Quieres que no pierda la vida, a pesar de que el mío la perdió.

– ¡No irás a reprochárnoslo a nosotros!

– ¡Reprocho lo que quiero a quien me parece! ¡ Soy dictador de Roma! -gritó él, con espumarajos en la boca.

– ¡No digas tonterías, Sila! ¡No te lo crees ni tú! He venido a pedirte que salves la vida de mi hijo, que no merece morir del mismo modo que no merecía que le nombraran flamen dialis.

– En eso estoy de acuerdo. No es adecuado para el cargo. Pero lo ostenta. Bien que te habrá agradado que se lo dieran.

– Yo no quería que fuese flamen dialis, y mi esposo tampoco. Nos lo comunicó el propio Mario cuando estaba cometiendo aquellas atrocidades -replicó Aurelia, alzando el labio superior para mostrar su indignación-. Fue también Mario quien ordenó a Cinna que le diera su hija por esposa. ¡Cinna tampoco quería para nada que su hija fuese flaminica dialis!

Sila cambió de tema.

– Ya no vistes aquella ropa de preciosos colores -dijo-. Ese color hueso no te favorece nada.

– ¡Déjate de tonterías! -respondió ella-. ¡No he venido a complacer tu gusto visual, sino a suplicarte la vida de mi hijo!

– Me gustaría mucho salvársela. Ya sabe lo que tiene que hacer: divorciarse de la hija de Cinna.

– No quiere divorciarse.

– ¿Por qué? -vociferó Sila, poniéndose en pie-. ¡ Dime por qué!

Un rubor iluminó las mejillas de Aurelia y bañó sus labios.

– ¡Porque tú has sido tan tonto que le has mostrado que ella es la solución para colgar los hábitos del cargo que detesta! Si se divorciara de ella seguiría siendo flamen dialis para el resto de sus días. Y él antes prefiere morir.

– ¿Quéee? -bramó Sila, conteniendo la respiración.

– ¡Eres un necio, Sila! ¡Un necio! ¡Jamás se divorciará de ella!

– ¡No me critiques!

– ¡Te diré todo lo que pienso, maldito vejestorio!

Se hizo un extraño silencio y el furor de Sila fue cediendo con la misma rapidez que aumentaba el de Aurelia. Se había acercado a la ventana, dándole la espalda, pero volvió a mirarla, con una actitud que nada tenía que ver con la ira ni con el apuro en que ella le ponía.

– Vamos a ver -dijo-. Dime por qué Mario le nombró flamen dialis si vosotros no lo deseabais.

– Fue en relación con la profecía -contestó ella.

– Sí, eso lo sé. Siete veces cónsul y tercer fundador de Roma… él no cesaba de decirlo.

– No es eso. Había un segundo vaticinio que no dijo a nadie hasta cuando ya estaba trastornado y lo relató a su hijo Mario, quien se lo contó a Julia y ella me lo dijo a mi.

– Continúa -dijo Sila, sentándose de nuevo, con el ceño fruncido.

– La segunda parte de ese vaticinio se refería a mi hijo César. La anciana Marta predijo que sería el romano más famoso de todos los tiempos, y Cayo Mario lo creyó. Por eso le hizo flamen dialis, para que no pudiera ir a la guerra y labrarse una carrera política -dijo Aurelia, hundiéndose en el asiento, lívida.

– Porque un hombre que no puede ir a la guerra y alcanzar el consulado no logra fama -dijo Sila, asintiendo con la cabeza y lanzando un silbido-. ¡ Muy listo, Mario! ¡ Buena jugada! Nombras a tu rival flamen dialis y le hundes. No creía yo que esa mala bestia fuese tan sutil.

– ¡Oh, ya lo creo!

– Interesante historia -dijo Sila, cogiendo la carta de Pompeyo-. Puedes marcharte; la audiencia ha terminado.

– ¡Salva la vida a mi hijo!

– No, si no se divorcia de la hija de Cinna.

– Jamás lo hará.

– Pues no hay nada más que decir. Adiós, Aurelia.

Un último intento.

– Una vez lloré por ti. Y te gustó. Ahora siento ganas de volver a llorar por ti; pero no te agradarán esas lágrimas. Porque son de aflicción al ver el final de un gran hombre; pues ahora me doy cuenta de que eres un hombre que ha caído tan bajo que quieres vengarte de niños. La hija de Cinna tiene doce años, y mi hijo dieciocho. ¡Son unos niños! Sin embargo la viuda de Cinna se pasea por Roma con toda impunidad porque se ha casado con otro, y ese otro es de los tuyos. La hija de Cinna está en la pobreza, sin poder marcharse del país: otra niña. Mientras que la viuda de Cinna, que no es ninguna niña, medra como nunca -le soltó casi sin pausas, con profundo desdén y tono mordaz-. Claro que Annia es pelirroja. ¿Es de ella esa peluca que llevas en la cabeza?

Dicho lo cual, giró sobre sus talones y salió sin despedirse.

Crisógono entró apresuradamente.

– Quiero que den con alguien -dijo Sila con gesto atroz-. Que lo busquen, Crisógono. Sin proscribirlo ni matarlo.

Ansiaba saber lo que habría hablado su amo y aquella mujer excepcional. ¡ Estaba seguro de que se conocían de antaño! El mayordomo lanzó un suspiro: nunca lo sabría.

– ¿Un acuerdo privado, verdad? -preguntó con un hilo de voz tenue.

– ¡Buena forma de definirlo! Sí, un acuerdo privado. Dos talentos de recompensa para quien encuentre a Cayo Julio César, el flamen dialis, que será traído a mi presencia sin que se le toque un solo cabello. Y encárgate tú de que así lo entiendan todos. Que nadie mate al flamen dialis. Lo único que quiero es que le traigan aquí. ¿Entendido?

– Naturalmente, domine -contestó el mayordomo, sin hacer gesto de marcharse, lanzando una tosecilla.

– ¿Qué hay? -inquirió Sila alzando la vista de la carta de Pompeyo.

– He preparado el plan que me pedisteis, domine, cuando solicité que me nombraseis burócrata jefe de la administración de bienes confiscados a los proscritos. Y he encontrado un mayordomo subalterno para que le veáis, en el caso de que estéis de acuerdo con que yo sea el administrador.

– Si te doy un mayordomo suplente, te crees capaz de desempeñar las dos tareas, ¿verdad? -preguntó Sila con aviesa sonrisa.

– Es mejor que las desempeñe yo las dos, domine, creedme. Leed mi proyecto y veréis sin lugar a dudas que yo me identifico plenamente con esta peculiar tarea administrativa. ¿Para qué encomendársela a un profesional del Tesoro que tendría reparos en plantearos personalmente las dudas y que estaría demasiado apegado al reglamento oficial para sacar partido de los aspectos más comerciales del asunto?

– Lo pensaré y te contestaré -dijo Sila, volviendo a coger la carta de Pompeyo.

Miró imperturbable al mayordomo que se retiraba haciendo una reverencia, y sonrió amargamente. ¡Abominable criatura! ¡Un sapo! Pero eso era lo ideal para la administración de los bienes de los proscritos: alguien abominable y fiel. Siendo Crisógono el administrador, podía estar seguro de que no se cometerían desmanes. Claro que el griego se aprovecharía personalmente, pero nadie mejor que el propio Crisógono para comprender que su suerte dependía de no aprovecharse de un modo que pudiera ser perjudicial para el amo. El objeto de las proscripciones requería una actividad bien enmascarada de respetabilidad: venta de los bienes, confiscación de capitales, alhajas, muebles, obras de arte y acciones. A él le era imposible administrar todo aquello, y tenía que hacerlo alguien. Sí, Crisógono era la persona. ¡Mejor él que un burócrata del Tesoro! Un burócrata no acabaría nunca de hacer las cosas, y era un trabajo que exigía rapidez. Pero no había que dar pábulo a que nadie dijera que él, Sila, se había aprovechado de los fondos del Estado. Aunque Crisógono ya era liberto, no por eso dejaba de depender de él; y el griego sabía que su vida dependía de hacerlo bien.

Satisfecho de haber resuelto el dilema, se enfrascó finalmente en la carta de Pompeyo.


Las provincias de Africa y Numidia están pacificadas y en orden. Tardé cuarenta días en lograrlo. Zarpé de Lilibeo a finales de octubre con seis legiones y dos mil soldados de mi caballería, dejando a Cayo Memio al mando en Sicilia. No juzgué necesario establecer guarniciones allí donde ya había comenzado a reunir naves nada más llegar. A finales de octubre tenía ya más de ochocientos barcos. Me gusta organizarlo todo bien porque se gana mucho tiempo. Antes de zarpar, envié un mensajero al rey Bogud de Mauritania, quien actualmente tiene su ejército en Iol, no muy lejos de Tingis. Bogud reina desde Iol y ha dejado en Tingis un reyezuelo. Todos estos cambios se deben a la contienda de Numidia, en donde el príncipe Yarbas ha usurpado el trono del rey Hiempsal. Mi mensajero instó al rey Bogud a que invadiese inmediatamente Numidia por el oeste, sin aceptar pretexto alguno. Mi estrategia consistía en que Bogud obligase a Yarbas a replegarse hacia el este hasta que llegase a donde yo estaba para aplastarle.

Desembarqué mis tropas en dos divisiones: una en Cartago y la otra en Utica. Me puse al mando de esta segunda, y nada más tocar tierra recibí la sumisión de siete mil soldados de Cneo Ahenobarbo, lo que interpreté como buen augurio. Ahenobarbo decidió presentar batalla sin dilación, pues temía que, de no hacerlo, se pasaran a mis filas más tropas suyas. Desplegó su ejército ante una garganta para tenderme una emboscada cuando la atravesase, pero no caí en la trampa porque subí a un risco y vi su posición. Comenzó a llover (el invierno es la estación lluviosa en la provincia de Africa) y aproveché la circunstancia de que la lluvia azotaba los ojos de sus tropas. Gané una gran batalla y mis hombres me proclamaron imperator en el campo de batalla. Pero tres mil soldados de Ahenobarbo lograron escapar ilesos. Mis hombres seguían vitoreándome, pero yo les dije que lo hiciesen más tarde, y nos apresuramos a perseguir a Ahenobarbo hasta su campamento y lo aniquilamos con todas sus tropas. Entonces, permití que mis hombres me vitoreasen como imperator.

Luego marché a Numidia, una vez sometidos en todo el territorio de la provincia de Africa los insurgentes, a quienes ejecuté en Útica. El usurpador Yarbas se refugió en Bulla Regis, una ciudad en el curso superior del río Bagradas, al saber que yo avanzaba por el este y Bogud por el oeste. Por supuesto, yo llegué a Bulla Regis antes que el rey Bogud, y la ciudad me abrió sus puertas y se rindió, entregándome a Yarbas, a quien ejecuté inmediatamente, junto con otro noble llamado Masinisa; y repuse en su trono de Cirta al rey Hiempsal. Tuve oportunidad de dedicarme a la caza de animales salvajes, que en este país los hay de toda clase, desde elef¡antes hasta unos muy parecidos a grandes gatos. Te escribo ésta desde el campamento en la llanura de Numidia.

Me propongo volver pronto a Utica, al haber sometido todo el norte de Africa en cuarenta días, como te decía. No es necesario dejar guarniciones en esta provincia, y puedes enviar un gobernador sin cuidado. Voy a embarcar mis seis legiones y dos mil soldados de caballería y zarparemos hacia Tarentum. Después nos dirigiremos a Roma por la vía Apia, y me gustaría celebrar un triunfo. Mis hombres me han vitoreado como imperator en el campo de batalla y tengo derecho a ello. He pacificado Sicilia y Africa en cien días, y ejecutado a todos tus enemigos. Tengo también un buen botín para mostrar en el desfile triunfal.


En cuanto Sila hubo asimilado lo que decía Pompeyo, se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas, sin saber si aquellas ingenuas confidencias por escrito le divertían por su engreído tono o por los burdos detalles, como el de que la estación de lluvias era en invierno o que Bulla Regis estaba en el curso alto del Bagradas. ¿Acaso Pompeyo pretendía ignorar que él había pasado años en Africa, capturando en persona al rey Yugurta? Después de cuarenta días felices, Pompeyo lo sabía todo. ¿Cuántas veces repetía que las tropas le habían proclamado imperator? ¡ Era para morirse de risa!

Cogió un papel y se dispuso a contestarle de su puño y letra. Era una carta que no quería confiar a ningún secretario.


Ha sido un placer recibir tu carta, y te doy las gracias por los interesantes datos que me das sobre Africa. Procuraré visitarla algún día, aunque no sea más que para ver personalmente esos animalotes parecidos a gatos. Yo también reconozco un elefante cuando lo veo.

Enhorabuena. ¡Qué joven tan rápido eres! Cuarenta días. Creo que es el tiempo que estuvo inundada Mesopotamia hace mil años.

Sé que puedo confiar en tu afirmación de que no hace falta establecer guarniciones ni en Africa ni en Sicilia, pero, mi querido Pompeyo, hay que actuar con sutileza. Por lo tanto, te ordeno que dejes en Utica cinco legiones y regreses con una. Una cualquiera, la que sea tu preferida. Y hablando de preferencias, ¡desde luego se ve que eres el preferido de la Fortuna!

Lamentablemente, no puedo autorizarte a celebrar un triunfo. Aunque tus tropas te hayan proclamado imperator en el campo de batalla, los triunfos están reservados a los miembros del Senado que han alcanzado la categoría de pretor. En el futuro ganarás más guerras, Pompeyo, y tendrás tu triunfo más pronto o más tarde.

Tengo que darte las gracias por el rápido envío del miembro de alimentación, vista, oído y olfato de Carbón. No hay nada mejor que una cabeza para convencer a alguien de que una persona ha mordido el polvo, para usar una expresión de Homero. La fuerza de mi argumentación de que Carbón había muerto y Roma no tenía cónsules se evidenció de inmediato. ¡Fue muy inteligente lo de meterla en vinagre! Gracias también por Soranus y el anciano Bruto.

Hay sólo un detalle, mi querido Pompeyo. Hubiera preferido que hubieses optado por un modo menos espectacular de eliminar a Carbón, si estabas decidido a hacerlo de una manera tan bárbara. Empiezo a creer lo que dice la gente: rascas a uno de Picenum y aparece el galo.

Ya que te decidiste a presidir un tribunal con la toga pretexta y sillas curules con lictores, representabas a Roma. Pero no te condujiste como un romano; después de hacer padecer al pobre Carbón al sol durante horas, anunciaste en tono altanero que no merecía juicio y que había que ejecutarle allí mismo. Como le habías alojado y nutrido deplorablemente durante unos días, antes de esa lamentable vista pública, estaba enfermo. A pesar de ello, cuando solicitó retirarse para hacer de vientre en privado antes de morir ¡se lo negaste! ¡Y me han dicho que murió en medio de sus propios excrementos, aunque dignamente!

¿Que cómo sé todo esto? Tengo mis propias fuentes de información, pues si no las tuviese dudo mucho que pudiera ser dictador de Roma. Eres muy joven y has cometido el error de suponer que, porque yo quería la muerte de Carbón, tenía mal concepto de él. Y es verdad en cierto sentido; pero tengo el más alto concepto del consulado de Roma, y no cabe duda de que Carbón era cónsul electo cuando murió. Más vale que no olvides en el futuro, joven Pompeyo, que un cónsul merece todos los honores, aunque se llame Cneo Papirio Carbón.

Y hablando de nombres, me he enterado de que por esa bárbara escena en el ágora de Lilibeo te has ganado un nuevo epíteto. Muy conveniente para los desgraciados que no tienen un tercer nombre que les dé brillo, ¿no, Pompeyo? Adulescentulus carnifex. Si, creo que joven carnicero es un tercer nombre ideal para ti; porque, igual que tu padre, eres un auténtico carnicero.

Repito. cinco de tus legiones permanecerán en Utica aguardando plácidamente la llegada del nuevo gobernador, cuando tenga tiempo de enviarlo. Tú puedes volver a Italia; estoy deseando verte. Podremos charlar sobre elefantes y podrás ampliar mis conocimientos sobre Africa y sus cosas.

Te doy el pésame por la muerte de Publio Antitio Veto y su esposa, parientes tuyos. No acabo de entender cómo Bruto Damasipo los mató. Pero, claro, Bruto Damasipo ha fallecido. Le mandé ejecutar. Pero en privado, Pompeyo Joven Carnicero. En privado.


¡ Una carta que he escrito con verdadera gana!, pensó Sila al concluirla. Pero, luego, frunció el ceño y reflexionó un buen rato sobre lo que debía hacer con el joven carnicero. Era un hombre que difícilmente se desviaba de su camino una vez se marcaba una meta. Como sucedía con lo del triunfo. Y una persona capaz de presentarse con todo aparato en la plaza de una ciudad no romana, rodeado de lictores y sentado en la silla curul, y actuar como un auténtico bárbaro, no sabría cumplir los matices del protocolo de un triunfo. Incluso algo le decía que el joven carnicero era lo bastante astuto para intentar lograr dicho triunfo de un modo en que fuera difícil negárselo. Siguió dándole vueltas en la cabeza y volvió a sonreír. Sonrisa que sorprendió el secretario al entrar, lanzando un involuntario suspiro de alivio.

– ¡Ah, Flosculus, muy oportuno! Siéntate y coge una tablilla. Estoy de talante propicio a la magnanimidad con toda clase de gente, incluido ese hombre extraordinario, Lucio Licinio Murena, que es gobernador de la provincia de Asia. Si, he decidido perdonar todas sus agresiones contra el rey Mitrídates y sus transgresiones a mis órdenes. Creo que tendré necesidad de esa nulidad; así que escríbele y dile que he decidido que regrese lo antes posible para celebrar un triunfo. Escribe también al Flaco que está en la Galia Transalpina y ordénale que venga inmediatamente para celebrar un triunfo. Y añade claramente a ambos que acudan con dos legiones…

Estaba enardecido y el secretario a duras penas podía escribir lo que le dictaba. Se había desvanecido el recuerdo de Aurelia y la tensa entrevista; ni siquiera recordaba que Roma tenía un flamen dialis rebelde. Había que hacer frente a otro joven mucho más peligroso y en cierto modo más sutil, pero no lo bastante. Sí, porque el joven carnicero se pasaba de listo.


El tiempo en Nersae evolucionó como Ria había previsto, y el invierno se afianzó en unos días de cielos azules y bajas temperaturas; pero quedó abierta la vía Salaria que comunicaba con Roma, del mismo modo que la carretera de Reate a Nersae y la ruta que erizaba las montañas hacia el valle del río Aternus.

Pero César seguía al margen de estos acontecimientos debido a su progresivo empeoramiento. En la primera fase de la enfermedad, cuando estaba más lúcido, intentó levantarse para partir, dándose cuenta de que en cuanto se incorporaba le acometía un mareo que le reducía a la condición de infante que está aprendiendo a andar. El séptimo día le entró un sopor que le produjo un desmayo.

Y en ese momento llegó a la puerta de la casa Lucio Cornelio Fagites acompañado de un desconocido que había visto a César y a Burgundus en la hostería de Trebula. Sorprendida a solas (a Burgundus le había enviado a cortar leña), Ria no les pudo impedir que entraran.

– Eres la madre de Quinto Sertorio, y ése que duerme en el lecho es Cayo Julio César, el flamen dialis -dijo Fagites muy satisfecho.

– No es que esté durmiendo; es que no se despierta -replicó Ria.

– Yo veo que duerme.

– Pero no es sueño. Ni yo ni nadie podemos despertarle. Tiene unas fiebres extrañas y va a morir.

Mala noticia para Fagites, pues el precio por su cabeza no se pagaba si ésta no iba unida a un cuerpo que respirara. Como todos los sicarios de Sila, que eran libertos suyos, Lucio Cornelio Fabites carecía de escrúpulos. Era un griego delgado de poco más de cuarenta años, de los que se habían vendido voluntariamente como esclavos para librarse de la indigencia en su devastada patria, y se había pegado a Sila como una lapa, recibiendo como recompensa el cargo de jefe de los equipos de proscripción. Antes de acudir para apresar a César, ya había cobrado catorce talentos por el asesinato de hombres incluidos en las listas. La entrega de éste vivo a Sila aumentaría su fortuna a dieciséis talentos, y no le gustaba nada que trataran de engañarle.

Pero no pensaba explicar a Ria la naturaleza de su misión; se acercó a la cama de César, pagó a su informante por el servicio y le despidió. Muerto, el fugitivo no le serviría de nada, pero tal vez llevase algún dinero, y si actuaba con astucia podría arrebatárselo a la vieja, contándole un cuento.

– Bien -dijo, sacando un enorme cuchillo-. De todos modos, le cortaré la cabeza y cobraré los dos talentos.

– ¡Cuidado con lo que haces, citocaccia! -chilló Ria, casi echándosele encima-. ¡No tardará en regresar un hombre que te matará antes de que toques un pelo a su amo!

– ¿Quién, el gigantón germano? Pues mira, abuela, ve a buscarle. Me quedaré sentado en el borde de la cama haciendo compañía al amo -replicó el griego, sentándose junto al cuerpo inmóvil y poniéndole el cuchillo en la garganta.

Nada más salir Ria y oírla llamar a gritos a Burgundus, Fagites se dirigió a la puerta principal y la abrió para hablar con los nueve secuaces que formaban con él la decuria.

– Por ahí anda el gigante germano. Le mataremos si hace falta, pero puede que rompa los huesos a más de uno antes de que lo consigamos; así que, si es posible, hay que evitar pelear con él. El muchacho está moribundo y no nos sirve para nada -dijo Fagites-. Voy a intentar sacar el dinero que puedan llevar, pero cuando lo tenga os necesitaré para que me defendáis del germano. ¿Entendido?

Y volvió adentro para sentarse de nuevo con el cuchillo sobre la garganta de César antes de que Ria regresara con Burgundus. Un gruñido sordo brotó del pecho del germano, pero no hizo ademán de acercarse a la cama, sino que permaneció en el umbral de la puerta, retorciéndose las manazas.

– ¡Muy bien! -dijo Fagites con gran naturalidad y sin mostrar temor alguno-. Mira lo que vamos a hacer, vieja. Si tienes una buena cantidad de dinero dejaré al joven con la cabeza sobre los hombros. Tengo ahí fuera nueve secuaces y puedo cortarle su precioso cuello y salir corriendo antes de que el germano llegue hasta el lecho. ¿Está claro?

– A él no trates de explicarle nada, que no habla una palabra de griego.

– ¡Qué animal! Pues lo negociaré contigo, abuela, si te parece. ¿Tienes dinero?

Ria permaneció un instante con los ojos cerrados, reflexionando sobre la mejor solución a adoptar. Y, como era tan práctica como su hijo, decidió ocuparse en primer lugar de Fagites, pues César moriría antes de que Burgundus pudiera alcanzar el lecho; y luego moriría Burgundus y moriría ella. Abrió los ojos y señaló a los baldes llenos de libros que estaban en un rincón.

– Ahí hay tres talentos.

Fagites dirigió sus ojos castaño claros hacia el lugar que le indicaban y lanzó un silbido.

– ¿Tres talentos? ¡ Magnífico!

– Cógelos y vete. Déjale morir en paz.

– ¡Pierde cuidado, abuela, me iré! -añadió, llevándose los dedos a la boca para lanzar un penetrante silbido.

Entraron sus secuaces en tromba con la espada desenvainada, dispuestos a matar a Burgundus, y se encontraron con la tranquila escena y por botín unos baldes de libros.

– ¡Por los dioses, qué textos tan pesados! -exclamó el griego al ver lo que les costaba transportarlos-. Nuestro flamen dialis es un joven muy inteligente.

En tres viajes habían desaparecido los baldes. La tercera vez que entraron sus hombres, Fagites se levantó de la cama y se situó rápidamente junto a ellos.

– ¡Adiós, adiós! -dijo, antes de que desaparecieran todos.

Oyeron movimiento apresurado afuera y, luego, el sonido de los cascos de los caballos. Después silencio.

– Habríais debido dejar que los matara -dijo Burgundus.

– Sí, pero tu amo hubiera sido el primero en morir -contestó la anciana con un suspiro-. Bueno, no volverán hasta que lo hayan gastado; pero volverán. Tendrás que llevarte a César a las montañas.

– ¡Morirá! -replicó Burgundus echándose a llorar.

– Puede, pero si permanece aquí si que no se salvará.

El letargo de César era apacible, sin delirio ni espasmos. Estaba delgado y exhausto, y tenía unas bubas en la boca, pero, a pesar del profundo sopor, bebía todo lo que le daban, y aún no había permanecido inmóvil tanto tiempo como para que comenzaran a brotar estertores de su pecho.

– Es una pena que hayamos tenido que entregar el dinero, porque yo no tengo trineo y es lo que necesitamos para transportarlo. Conozco a quien me vendería uno, pero ahora que Quinto Sertorio está proscrito no tengo nada. La casa la tengo gracias a que forma parte de mi dote.

Burgundus la contempló impasible, y al cabo de un rato demostró que era capaz de pensar.

– Vender su caballo -dijo y se echó a llorar-. Se le partirá el corazón. Pero no hay otra cosa.

– Buen muchacho, Burgundus -dijo Ria con firmeza-. El caballo podremos venderlo fácilmente. No nos darán lo que vale, pero tendremos para comprar el trineo, unos bueyes y pagar a Priscus y Gratidia por el alojamiento… a pesar de lo que tú comes.

Lo hicieron y sin tardanza, y Bucéfalo se alejó, llevado de las riendas por su nuevo dueño, que no daba crédito a su suerte por haber podido comprar un animal como aquél por nueve mil sestercios; y no pensaba rezagarse, no fuera que Ria se arrepintiera.

El trineo, que era un carro a cuyas ruedas habían acoplado unas tablas pulimentadas de extremos curvados hacia arriba, costó cuatro mil sestercios, y los dos bueyes que lo arrastraban otros dos mil sestercios, aunque el dueño les dijo que estaba dispuesto a volver a comprarlo todo en verano por cuatro mil sestercios, ganando dos mil.

– Seguramente lo devolveremos antes -dijo Ria cabizbaja.

Entre ella y Burgundus acomodaron a César en el trineo lo mejor que pudieron, envolviéndole bien con trapos.

– ¡Y no te olvides de moverle de vez en cuando! Si no los huesos le atravesarán la poca carne que le queda al pobre. Con este tiempo las provisiones duran más; es una ventaja. Y dale leche de la oveja y agua. ¡Ah, ojalá pudiera acompañaros, pero soy muy vieja!

Les vio alejarse por el prado blanco de detrás de la casa hasta que gigante y trineo desaparecieron del todo. Le había entregado su oveja con la esperanza de que eso ayudase a sobrevivir a César. Cuando se hubieron perdido de vista, volvió a entrar en la casa y se dispuso a ofrecer una de sus palomas a Venus, diosa de su familia, y una docena de huevos a Tellus y a Sol Indiges, madre y padre de todas las cosas itálicas.


El viaje hasta casa de Priscus y Gratidia duró ocho días, ya que los bueyes eran lentísimos; factor favorable para el estado de César, que no sufrió ningún zarandeo en aquel trineo que se deslizaba suavemente por la nieve helada, gracias a la aplicación de cera de abeja a los patines. Ascendieron desde el valle de Himella, donde estaba Nersae junto al rápido torrente que discurría junto a la carretera que salvaba la gran altura en zig-zag, y descendieron por la otra vertiente de igual modo hasta el valle de Aternus.

Lo curioso fue que César comenzó a mejorar casi al tiempo que sufría la inclemencia del frío, después de haber vivido en el ambiente caldeado de la casa. Bebía algo de leche (Burgundus, con sus manazas, tardaba una eternidad en ordeñar a la oveja, que, afortunadamente, era un paciente animal) y roía trabajosamente trozos de queso que le daba el germano; pero no salía de su postración y no podía hablar. Durante el camino no encontraron ningún lugar habitado, por lo que no pudieron guarecerse por la noche, pero continuaba la helada y los días eran soleados y las noches muy estrelladas.

Cedió la gravedad y volvió el letargo de antes, hasta que también fue remitiendo. En cierto modo, razonó el lento cerebro de Burgundus, aquello era una mejoría, pero parecía que un ser maligno del otro mundo hubiese chupado la sangre a César, que apenas podía alzar la mano. Por fin, un día, recobró la palabra, al advertir una importante ausencia.

– ¿Dónde está Bucéfalo, que no lo veo? -dijo.

– Hemos tenido que dejarlo en Nersae, César. Ya ves cómo es el camino. Bucéfalo no hubiera podido hacerlo. Pero no te preocupes, Ria lo cuidará.

A Burgundus le pareció mejor que decir la verdad, y más cuando vio que César le creía.

Priscus y Gratidia vivían en una pequeña granja a unas millas de Amiternum. Tendrían la misma edad que Ria y algo de dinero, pero sus hijos, que habrían podido contribuir a mejorar su condición, habían muerto durante la guerra itálica y no tenían hijas. Por eso, cuando leyeron la carta de Ria, y Burgundus les entregó los tres mil sestercios que quedaban, acogieron encantados a los fugitivos.

– Si le sube la fiebre, le sacaré afuera -dijo Burgundus-, porque en cuanto salimos de casa de Ria empezó a mejorar-. Podéis quedaros también con eso -añadió, señalando el trineo y los bueyes-, porque si se salva no lo querrá.

¿Se salvaría? Ninguno de los tres podía aventurarlo, porque transcurrían los días sin que cambiara su estado. A veces soplaba el viento y nevaba durante lo que parecía una eternidad, y luego volvían los días de fuerte helada, pero César no parecía notarlo. Había disminuido la fiebre y la postración, pero no acababa de consolidarse una mejoría, y el enfermo conservaba aquella mirada desmayada.

A finales de abril comenzó un deshielo que parecía anunciar la primavera. En aquella parte de Italia se comentó que había sido el peor invierno en muchos años. Para César había sido el más duro de su vida.

– Creo -dijo Gratidia, que era prima de Ria- que César acabará por morir si no le trasladamos a un lugar como Roma, donde puede tener físicos, medicinas y alimentos que aquí en la montaña son impensables. Su sangre no tiene fuerza, por eso no mejora. No sé qué remedio aplicarle, y no me dejas que traiga a alguien de Amiternum para que le examine, Burgundus. Así que tienes que ir a Roma a decírselo a su madre.

Sin una palabra, el germano salió de la casa y comenzó a ensillar el caballo niseano, sin casi dar tiempo a Gratidia para que le preparase un zurrón de comida.


– Ya decía yo por qué no tenía ninguna noticia -dijo Aurelia, mordiéndose el labio, como si el estímulo de un dolor pudiera ayudarla a pensar-. No tengo palabras de gratitud para ti, Burgundus. Sin ti, mi hijo habría muerto. Ahora, ve a ver a Cardixa; que ella y tus hijos te han echado mucho de menos.

Sabía que era inútil volver a entrevistarse con Sila. Si la iniciativa no había servido de nada antes del año nuevo, ahora, cuatro meses después, tampoco daría resultado. Las proscripciones continuaban, aunque a menor ritmo, y comenzaban a dictarse leyes; leyes estupendas o leyes nefastas, según a quienes se aplicasen. Sila estaba muy ocupado.

Cuando Aurelia supo que Sila había mandado llamar a Marco Pupio Pisón Frugi pocos días después de su entrevista con ella, y se enteró de que le había ordenado divorciarse de Annia por ser la viuda de Cinna, había alimentado alguna esperanza por César. Pero aunque Pisón Frugi había obedecido, divorciándose con presteza de Annia, no había habido ningún otro acontecimiento. Ria le había escrito diciendo que el dinero se lo había tragado una persona famosa por su capacidad de codicia, y que César y Burgundus se habían marchado, pero no había dicho nada de la enfermedad, y Aurelia había pensado que todo iría bien a falta de noticias.

– Iré a ver a Dalmática -se dijo-. Quizás otra mujer me dé la clave de cómo llegar a Sila.

Poco se había visto en Roma a la esposa de Sila, que había llegado en diciembre de Brundisium. Algunos decían que estaba enferma y otros que Sila no tenía tiempo para vida hogareña y que la tenía abandonada; lo que nadie decía era que la había reemplazado por otra persona. Así, Aurelia le escribió una nota pidiéndole que la recibiese, a ser posible cuando Sila no estuviese en casa. Tuvo la prudencia de añadir que esto último era porque no quería irritar al dictador. Le pedía también si podía hacer que estuviera presente Cornelia Sila, pues quería presentar sus cumplidos a una mujer a quien había antaño tratado mucho. Tal vez Cornelia Sila pudiese sacarla de apuros. Y terminaba diciendo que quería hablar de un asunto que la preocupaba.

Sila no vivía en la casa reconstruida que daba al circo Máximo. Hicieron pasar a Aurelia a un cuarto que olía a yeso fresco y a toda clase de pinturas, y que presentaba ese aspecto vulgar que sólo el tiempo borra, y momentos después la conducían a través de un vasto atrium a un jardín porticado aún mayor, para hacerla pasar a los aposentos de Dalmática, que eran más grandes que toda la vivienda de Aurelia. Las dos mujeres se conocían, pero no tenían amistad, ya que Aurelia no se movía en los círculos del Palatino, exclusivos de las romanas viudas de hombres ilustres, por ser afanosa casera de una ínsula del Subura, a quien poco atraía el chismorreo surtido con vino dulce aguado y pastelillos.

Pero en honor a la justicia hay que decir que tampoco Dalmática había frecuentado esos círculos. Había pasado muchos años recluida por su primer esposo, Escauro, príncipe del Senado, y, por ello, no había tenido inclinación alguna por aquella clase de reuniones femeninas. Luego, había venido el exilio en Grecia, un idilio con Sila en Éfeso, Esmirna y Pérgamo, los mellizos, y la terrible enfermedad de Sila. Demasiadas preocupaciones, desgracias, añoranzas y penas. Nunca más volvería Cecilia Metela Dalmática a sentir interés por ir de compras, recibir actores, ni estar al tanto de rencillas, escándalos y frivolidades. Además, su regreso a Roma había sido una especie de triunfo, al ver que Sila tanto la había echado de menos y la amaba más que nunca.

No obstante, Sila no le hacía confidencias, y ella no sabía nada del flamen dialis; de hecho, no sabía que Aurelia era la madre del flamen dialis. Y Cornelia Sila sólo recordaba a Aurelia de la época en que ella era niña, como un vínculo con el difuso recuerdo de una madre entregada a la bebida antes de suicidarse y al vívido recuerdo de una cariñosa madrastra, Elia. Su primer matrimonio con el hijo del cónsul colega de Sila había concluido en tragedia al morir su esposo durante los disturbios del Foro en la época en que Sulpicio era tribuno de la plebe; y su segundo matrimonio, con Mamerco, el hermano menor de Druso, había sido para ella gran motivo de satisfacción.

Las tres se congratularon del buen aspecto respectivo, y como las tres eran consideradas en Roma como unas beldades, cabía suponer que pensaban haber superado mejor que la gran mayoría los estragos del tiempo. Aurelia era la mayor, con sus cuarenta y dos años; Dalmática tenía treinta y siete, y Cornelia Sila veintiséis.

– Ahora te pareces más a tu padre -dijo Aurelia a Cornelia Sila.

Tenía unos ojos demasiado azules y chispeantes, y llenos de alegría para ser de Sila, y la muchacha lanzó una carcajada.

– ¡Oh, no digas eso, Aurelia, mi cutis es perfecto y no llevo peluca!

– Pobre, tiene que resultarle muy penoso -añadió Aurelia.

– Lo es -terció Dalmática, cuya belleza morena era más dulce de lo que Aurelia recordaba, y ahora tenía sus ojos grises mucho más tristes.

La conversación giró durante un rato en torno a nimiedades, dirigida con sumo tacto por Dalmática para evitar los temas más espinosos que hubiera podido sacar a colación su nuera. Aurelia, que no era muy habladora, se contentó con alguna breve intervención.

Dalmática, que tenía un hijo y una hija de su primer esposo, Marco Emilio Escauro, además de los mellizos, hizo saber su preocupación por la mayor, Emilia Escaura.

– ¡Es preciosa! -dijo ilusionada y feliz-. Pero creemos que está encinta, aunque es demasiado pronto para estar seguros.

– ¿Con quién se casó? -preguntó Aurelia, que nunca estaba al corriente de los matrimonios.

– Con Manio Acilio Glabrio. Estuvieron prometidos años, por imposición de Escauro. Una unión tradicional entre familias.

– Glabrio es un buen hombre -comentó Aurelia prudentemente, en tono neutro. En el fondo, le consideraba un bocazas y un engreído que no hacía honor a su padre.

– Es un bocazas engreído -dijo tajante Cornelia Sila.

– Bueno, contigo no se avendría, pero se lleva muy bien con Emilia Escaura -replicó Dalmática.

– ¿Y la pequeña Pompeya? -se apresuró a preguntar Aurelia.

– ¡Un encanto! -contestó Cornelia Sila con sonrisa beatífica-. Tiene ocho años y ya va a la escuela. ¡Pero es una lerda monumental! -añadió con toda naturalidad, como buena hija de Sila que era-. Me daría con un canto en los dientes si aprende suficiente latín para escribir una nota de agradecimiento, porque griego, desde luego, jamás aprenderá. Así que me alegro de que haya salido guapa. Es mejor para una muchacha ser guapa que lista.

– Para encontrar marido, desde luego, aunque una buena dote también ayuda -replicó Aurelia con sequedad.

– ¡Ah, dote no le faltará! -añadió la madre-. El tata se ha enriquecido enormemente, y heredará algo de él y de los Pompeyos Rufos, que han cambiado mucho desde que yo era viuda y vivía en su casa. Entonces me hacían sufrir, pero ahora brillo por el simple reflejo de la luz del tata. Además, tienen miedo de que les declare proscritos.

– Pues esperemos que Pompeya encuentre un buen esposo -dijo Dalmática, mirando a Aurelia con mirada más seria-. Es un verdadero placer verte, y espero que seamos amigas de verdad; pero sé que no es una simple visita de cortesía, porque es bien sabido que eres una mujer responsable que busca resolver sus asuntos. ¿De qué apuro se trata, Aurelia? ¿En qué puedo ayudarte?

Y Aurelia le explicó el asunto de la manera escueta y sin rodeos tan propia de ella. Las dos mujeres la escuchaban atentamente.

– Hemos de hacer algo -dijo Dalmática con un suspiro, al dejar de hablar Aurelia-. Lucio Cornelio tiene muchas cosas en la cabeza y me temo que no es una persona muy afable -añadió, rebulléndose y desviando la mirada-. Tú has sido amiga suya muchos años -añadió inoportunamente-, y me parece que si no has podido influir en él, poco podré hacer yo.

– No lo creo -replicó Aurelia muy digna-. Él me visitaba de vez en cuando, pero te juro que no había nada entre nosotros. Por vulgar que te parezca, lo que le atraía era mi sentido común.

– Lo creo -dijo Dalmática sonriendo.

– Bueno -terció Cornelia Sila bruscamente, para poner las cosas en su punto-, de eso ya hace mucho tiempo y no puede influir sobre lo que nos preocupa. Tienes razón, Aurelia, cuando dices que no puedes tratar de volver a ver al tata por iniciativa propia. Pero debes intentar verle más tarde o más temprano. En este momento está agobiado con el asunto de las leyes, y tendrá que ser en el seno de una delegación oficial, de sacerdotes, familiares, vestales… Mamerco te ayudará; yo hablaré con él. ¿Quiénes son los parientes más próximos de los Césares que no estén en las listas de proscritos?

– Mis tres primos hermanos Cotta.

– ¡Estupendo, darán realce a la delegación! Cayo Cotta es pontífice y Lucio Cotta augur, y eso les confiere también importancia religiosa. Estoy segura de que Mamerco intercederá por ti. Y harán falta cuatro vestales. Fonteia, que es la vestal mayor; Fabia, Licinia y la hija de César Estrabón, Julia, que es de la familia de los Césares. ¿Conoces a alguna de ellas?

– Ni siquiera a Julia Estrabón -contestó Aurelia.

– No importa; yo las conozco a todas. Yo me encargo.

– ¿En qué puedo ayudar yo? -inquirió Dalmática, un tanto impresionada por la eficacia de la hija de Sila.

– Tú te encargarás de conseguir del tata una entrevista para la delegación para mañana por la tarde -respondió Cornelia Sila.

– ¡Eso se dice fácilmente! ¡ No sabes lo ocupado que está!

– ¡Tonterías! No seas modesta, Dalmática; el tata hará cualquier cosa que tú le pidas. Lo que pasa es que tú casi no le pides nada, y no te das cuenta de que a él le encanta complacerte. Pídeselo a la hora de la cena y sin temor -añadió la hija de Sila-. Los reuniré a todos aquí mañana temprano -continuó, dirigiéndose a Aurelia- para que hables con ellos antes de la audiencia.

– ¿Qué me pongo? -inquirió Aurelia, pensando ya en el día siguiente.

Cornelia Sila y Dalmática la miraron estupefactas.

– Lo digo -añadió Aurelia, como excusándose- porque la última vez que nos vimos comentó que no le gustaba mi ropa.

– ¿Por qué? -inquirió Cornelia Sila.

– Creo que le pareció un poco gris.

– Pues ponte algo más alegre.

Y del arca volvieron a salir los vestidos que Aurelia había desechado años atrás, por considerarlos indignos y frívolos para una matrona romana de la aristocracia. ¿Azules, verdes, rojos, rosas, lilas, amarillos? Al final optó por una superposición de finas túnicas rosas, la más oscura debajo y la más pálida y vaporosa encima.

Cardixa meneó la cabeza.

– Adornada así, tenéis el mismo aspecto de cuando el padre de César vino a cenar a casa de vuestro tío Rutilio Rufo. ¡Y de la misma edad!

– ¿Cómo adornada, Cardixa?

– Pues como esos caballos públicos en los desfiles.

– Me lo voy a cambiar.

– ¡No, no! No tenéis tiempo. Salís ahora mismo. Os acompaña Lucio Decumio -replicó con firmeza Cardixa, llevándola hacia la puerta principal, donde el fiel Lucio Decumio la aguardaba con sus dos hijos.

Como Lucio Decumio tenía suficiente sentido común para contener su lengua y no comentar nada del aspecto de Aurelia, y sus dos hijos era como si no tuviesen lengua, el largo camino hasta el otro lado del Palatino se hizo en silencio. Aurelia había estado esperando que llegasen en cualquier momento noticias de Priscus y Gratidia de que era demasiado tarde y que César había muerto, pero cada día que transcurría sin saber nada renacían sus esperanzas.

De algún modo se había difundido por la insula la noticia de que César estaba a las puertas de la muerte, y no paraban de recibirse obsequios, desde ramos de flores del mercado Cuppedenis hasta curiosos amuletos de los licios del quinto piso y los tristes murmullos de las preces de la planta judía. La mayor parte de los inquilinos vivían hacía años en la insula de Aurelia y conocían a César desde que era niño. Un niño listo, siempre curioso, hablador, que se había criado recorriendo aquellos pisos observándolo todo con aquella equívoca cualidad (así la calificaba su madre) que poseía en abundancia: su encanto. Muchas mujeres le habían amamantado, le habían dado a probar sus exóticas gastronomías, le habían canturreado en sus propias lenguas antes de que supiese tararear, y luego él había cantado aquellas canciones -tenía mucho sentido musical- y había aprendido a tañer toda clase de extraños instrumentos de cuerda, y a soplar toda clase de gaitas y flautas. Ya más mayor, con su amigo Cayo Matius, vecino de la misma planta baja, había ampliado sus amistades por todo el Subura. Y ahora la noticia de su enfermedad se difundía por el barrio, por eso llegaban regalos de todas partes.

¿Cómo le explico a Sila que César representa una cosa muy distinta para otras personas? ¿Que le anima el más profundo sentido de la romanidad, y que al mismo tiempo siente doce nacionalidades más? No es el asunto del sacerdocio lo que más me preocupa, sino lo que representa para todos los que le conocen. César pertenece a Roma, pero no a la Roma del Palatino, sino a la Roma del Subura y del Esquilino; y cuando sea un gran hombre, dará a su cargo una dimensión que ningún otro podría darle, debido a la amplitud de sus experiencias, de su vida. Sólo Júpiter sabe con cuántas muchachas -¡y mujeres mayores como yo!- se habrá acostado, en cuántas correrías no habrá participado con Lucio Decumio y esos rufianes de la cofradía de los cruces, cuántas vidas conoce, porque nunca para, siempre encuentra tiempo para escuchar, se interesa por las cosas. Mi hijo no tiene más que dieciocho años; ¡pero yo también creo en la profecía, Cayo Mario! Y sé que a los cuarenta será célebre. Y juro por todos los dioses que, aunque tenga que ir al Hades a traer al cancerbero, haré que mi hijo salve la vida.

Pero, naturalmente, cuando llegó a casa de Sila y la hicieron pasar a una habitación llena de gente importante, no tuvo aquella elocuencia, y su rostro se mostró tenso de preocupación. Era una mujer de aspecto austero, severo. Amedrentada.

Tal como había prometido Cornelia Sila, había cuatro vestales, todas más jóvenes que ella, que habían hecho votos a los siete u ocho años. Las vestales abandonaban el sacerdocio a los treinta años, y ninguna de aquéllas, incluida la vestal mayor, tenía edad de retirarse. Vestían túnicas blancas con mangas largas recogidas en pliegues, y encima un manto blanco con la cadena y la medalla de la bulla vestal y una corona de siete círculos de lana retorcida, sobre la que flotaba un sutil velo blanco. Su vida, limitada estrictamente a la comunidad femenina regida por la castidad, aunque no enclaustrada, confería gran prestigio aun a las más jóvenes, y ellas sabían mejor que nadie que de su castidad dependía la buena suerte de Roma; muy pocas rompían los votos, ya que aceptaban su condición desde muy niñas, y era motivo de orgullo para ellas.

Los hombres eran todos togados: Mamerco, sin la orla púrpura debido a su cargo de praetor peregrinus, y los Cotta, demasiado Jóvenes para el bordado púrpura, vistiendo la simple toga blanca. Así, Aurelia, en su atavío de tonos rosas, era el personaje que más destacaba. Mortificada, se sentía como una estatua de piedra, y notaba que no iba a saber cómo reaccionar.

– ¡Tienes un aspecto sensacional! -musitó Cornelia Sila a su oído-. Había olvidado lo preciosa que eras en las ocasiones en que decidías arreglarte. Estás impresionante. Te habías cerrado en banda, recatada, sin resaltar tu belleza, y es una verdadera sorpresa verte tan estupenda.

– ¿Y qué piensan los demás? ¿Están de acuerdo conmigo? -replicó en voz baja Aurelia, lamentando no haberse vestido en color crema o hueso.

– Claro que si. Se dan cuenta de que es el flamen dialis, y les parece de una gran valentía oponerse al dictador, cosa que nadie hace; ni el propio Mamerco. Yo silo hago a veces. Y, fijate, a él le gusta. Sucede con la mayoría de los tiranos, porque desprecian a los cobardes. Así que entra tú encabezando la delegación y ¡plántale cara!

– Siempre lo he hecho -respondió la madre de César.

Allí estaba Crisógono, adulando equilibradamente a los distintos miembros de la delegación; comenzaba a correr el rumor de que era uno de los que más se beneficiaba de las proscripciones y que estaba acumulando una gran fortuna. Entró un criado a decirle algo al oído, e inmediatamente se dirigió a la gran puerta de dos hojas que daban paso al atrium de Sila, abriéndolas y apartándose para que entrase la delegación.


Sila les aguardaba de mal humor, originado por el convencimiento de que se había dejado engañar por unas mujeres, y furioso por no haber sabido resistírse a sus deseos. ¡ Era una conjura! Mujer e hija unidas para suplicarle con zalamerías y gestos de tristeza, diciéndole que si les concedía aquella nimiedad ellas le quedarían eternamente agradecidas, y que si se negaba se enfadarían. Dalmática no se excedía mucho, pues algo le había quedado de la sumisión que Escauro debía de haberle imbuido durante aquellos largos años de enclaustramiento, pero Cornelia Sila era de su misma sangre ¡y se notaba! Era una fiera. ¿Cómo podía Mamerco vivir con ella y aparentar tal felicidad? Probablemente porque nunca le llevaría la contraria. Muy inteligente. ¡ Hay que ver lo que hacían los hombres por conservar la armonía conyugal! Igual que lo que iba a hacer ahora.

De todos modos, sería como un cambio, en cierto modo divertido, en la agobiante sucesión de tareas dictatoriales. ¡ Estaba harto! Harto, harto… Siempre le pasaba lo mismo con Roma. Le sugería debilidades inviables, le recordaba fiestas a las que no podía acudir, círculos que no podía frecuentar… Metrobio. Siempre volvía a lo mismo. ¿Cuánto tiempo hacía que no le veía? ¿Cuándo había sido la última vez… entre la muchedumbre, durante el desfile triunfal de su acceso al cargo de cónsul? ¿Ni siquiera podía recordarlo con seguridad? Lo que no olvidaba era la primera vez que había visto al joven griego: durante una fiesta en que él se había disfrazado de Gorgona con una corona de serpientes vivas. ¡Qué pavor había causado entre los invitados! Pero no en Metrobio, adorable Cupido, al que el tinte de azafrán le chorreaba por entre los muslos; el mejor culito del mundo…

La delegación entró en aquel momento. Desde el sitio que ocupaba Sila, detrás del rectángulo turquesa del estanque central del gran salón, su campo de visión abarcaba plenamente la escena. Quizá porque había estado pensando en el mundo del teatro (y sobre todo en un actor concreto) advirtió Sila que no se trataba de una delegación romana estrictamente protocolaria, sino de un espectáculo dirigido por una mujer deslumbrantemente vestida de rosa, su color preferido. ¡Y qué ingenioso rodearse de gente vestida de blanco con unos toques de púrpura!

Ante aquel espectáculo, se desvaneció el mundo de las tareas dictatoriales y cedió el malhumor de Sila. Su rostro se iluminó y lanzó un grito de alegría.

– ¡Qué maravilla! ¡Mejor que una obra de teatro y que los juegos del circo! ¡No, no, no avancéis más; quedaos donde estáis! A ese lado del estanque. Aurelia, delante; como una esbelta rosa que destaca. Las vestales a la derecha; si, pero las más jóvenes detrás de Aurelia, para que tenga un fondo blanco. Eso es, ¡muy bien! Ah, y vosotros, ahí a la derecha; pero el joven Lucio Cotta que se sitúe también detrás de Aurelia, porque es el más joven y no creo que vaya a tomar la palabra. Me gusta ese detalle de los toques púrpura de vuestras túnicas, pero tú, Mamerco, rompes la armonía. No hubieras debido venir con la praetexta: demasiada púrpura. Así que ponte a la izquierda del todo -el dictador se llevó la mano a la barbilla, los contempló y asintió con la cabeza-. ¡ Muy bien! ¡Me gusta! Pero hace falta un poco más de brillantez. Yo, con la praetexta, igual que Mamerco, desentono.

Dio unas palmadas y Crisógono salió de detrás de la delegación, haciendo varias reverencias.

– Crisógono, que vengan mis lictores con túnica carmesí, no con las antiguas de detestable color blanco. Y tráeme el sillón egipcio; ya sabes, el que tiene cocodrilos por brazos y respaldo de áspides. Y un estrado. ¡Sí, un estrado cubierto de púrpura de Tiro, nada de imitaciones! ¡Vamos, vamos, date prisa!

La delegación, que no había dicho palabra, se resignó a una larga espera mientras se cumplían las órdenes de Sila, pero no en vano era Crisógono administrador de las proscripciones y mayordomo del dictador, y, de pronto, irrumpieron veinticuatro lictores con túnica carmesí, con las hachas en los fasces y rostro imperturbable. Y tras ellos llegó el pequeño estrado a hombros de cuatro robustos esclavos, que lo situaron en el centro, detrás del estanque, y procedieron a cubrirlo con un tapiz de púrpura de Tiro, tan oscura que parecía negra. El sillón llegó acto seguido; era un mueble espléndido de ébano pulimentado y dorado, con áspides de ojos de rubí, cocodrilos con ojos de esmeralda y un espectacular escarabajo polícromo en el centro del respaldo.

Una vez dispuesto el decorado, Sila se dirigió a los lictores.

– ¡Me gusta el detalle de las hachas en los fasces, símbolo de que soy el dictador con poder para ejecutar dentro del pomerium! Bien, vamos a ver… Poneos doce a la derecha y doce a la izquierda, bien alineados, muchachos, pero más juntos. Abríos en abanico para rodearme mejor. Así; más juntos por los extremos… ¡Así, así! -dijo, retrocediendo, para mirar a la delegación, frunciendo el ceño-. ¡Ya decía yo! ¡No veo los pies de Aurelia! ¡Crisógono, trae ese escabel de oro que le birlé a Mitrídates! Y que se suba en él. ¡Vamos, vamos, date prisa!

Finalmente, todo quedó a su entera satisfacción y tomó asiento en su trono egipcio sobre el estrado púrpura, sin percatarse de que hubiera debido de hacerlo en la silla curul. Pero nadie se atrevió a hacer objeción alguna; lo importante era que el dictador se lo estaba pasando en grande. Y eso representaba mayores posibilidades de una decisión favorable.

– ¡Habla! -dijo con fuerte voz.

– Lucio Cornelio, mi hijo se muere…

– ¡Más alto, Aurelia! ¡Habla para las filas de atrás de la cavea!

– ¡Lucio Cornelio, mi hijo se muere! ¡ He acudido con mis amigos a suplicar tu perdón!

– ¿Tus amigos? ¿Todos ésos son amigos tuyos? -inquirió él, sobreactuando con un exagerado gesto de sorpresa.

– Todos son amigos míos. Han venido conmigo para suplicarte que permitas que mi hijo regrese a casa antes de que muera -añadió Aurelia, vocalizando minuciosamente como si actuara en el teatro y representara su papel. Si quería una tragedia griega, ¡tragedia griega tendría! Extendió hacia él los brazos, y los tules rosados dejaron al descubierto su piel marfileña-. ¡Lucio Cornelio, mi hijo no tiene más que dieciocho años! ¡Y es mi único hijo! -le temblaba la voz, pero le iba saliendo bien; sí, le salía bien a juzgar por la expresión de él-. Tú conoces a mi hijo. ¡Un dios! ¡Un dios romano! ¡Un descendiente de Venus digno de ella! ¡Y valeroso! ¿No ha tenido el valor de desafiarte a ti, el hombre más poderoso del mundo? ¿Y ha mostrado temor alguno? ¡Ni mucho menos!

– ¡Ah, qué maravilla! -exclamó Sila-. ¡No conocía yo este don tuyo, Aurelia! ¡No lo malogres; sigue, sigue!

– ¡Lucio Cornelio, te lo suplico, perdona a mi hijo! -exclamó ella, arreglándoselas para volverse ligeramente en el estrecho escabel y extender los brazos hacia Fonteia, con la esperanza de que la majestuosa sacerdotisa entendiera sus cuitas-. ¡ Pido a Fonteia, vestal mayor de Roma, que suplique por la vida de mi hijo!

Afortunadamente, en aquel momento los demás comenzaban a salir de la estupefacción y estaban dispuestos a intervenir en aquel juego. Fonteia alzó las manos hacia Sila y adoptó un gesto de pena que no había vuelto a usar desde los cuatro años.

– ¡Perdónale, Lucio Cornelio! -exclamó-. ¡ Perdónale!

– ¡Perdónale! -musitó Fabia.

– ¡Perdónale! -gritó Licinia.

Tras estas súplicas, Julia Estrabón, de diecisiete años, superó a todos rompiendo a llorar.

– ¡Lucio Cornelio, hazlo por Roma, perdónale por Roma! -bramó Cayo Cotta con la estentórea voz senatorial que su padre había hecho famosa-. ¡Te ruego que le salves, por Roma!

– ¡Por Roma, Lucio Cornelio! -gritó Marco Cotta.

– ¡Por Roma, Lucio Cornelio! -vociferó Lucio Cotta.

Faltaba Mamerco, quien añadió con voz quejumbrosa:

– ¡Perdónale!

Se hizo un silencio y ambas partes se quedaron mirándose.

Sila permanecía erguido en el sillón, con la pierna derecha adelantada y la izquierda hacia atrás, en la tradicional postura de los prohombres romanos, y barbilla baja y ceño fruncido. Aguardando.

– ¡No! -exclamó de pronto.

Y vuelta a empezar.

– ¡No! -volvió a gritar.

Sintiéndose agotada y exprimida como un paño que se retuerce al lavarlo, Aurelia suplicó por la vida de su hijo por tercera vez con voz lastimera y manos temblorosas. Julia Estrabón aullaba como una posesa y Licinia la miraba como dispuesta a secundarla. Y el coro de suplicantes volvió a alzar sus voces, rematadas por un tercer balido de Mamerco.

Volvió a hacerse el silencio y Sila permaneció impasible durante un largo rato, en aquella postura que debió de considerar jupiterina, ceñudo, regio y todopoderoso. Finalmente, se puso en pie y se acercó al borde de su estrado púrpura, donde se mantuvo quieto y con el ceño fruncido, mostrando una impresionante dignidad.

Luego lanzó un suspiro, que se habría oído sin dificultad en las filas traseras de un teatro, cerró los puños y, alzándolos hacia las doradas estrellas de la decoración del techo, exclamó:

– ¡De acuerdo, concedido! ¡ Le perdonaré! ¡ Pero os advierto que en ese joven veo muchas Manos!

Tras lo cual, saltó como una cabrita al suelo y recorrió a saltitos el borde del estanque.

– ¡Ah, es lo que necesitaba! ¡ Maravilloso, maravilloso! ¡ No me divertía tanto desde que me acostaba con mi madrastra y mi querida juntas! ¡Ser dictador es un aburrimiento! ¡No tengo tiempo ni para ir al teatro! Pero esto ha sido mejor que ninguna comedia, y yo he sido el protagonista! Habéis actuado muy bien; menos tú, Mamerco, con tu praetexta y esos extraños vagidos. ¡Muy tieso, hombre, muy tieso! ¡Tienes que meterte en el papel!

Se llegó a Aurelia y la ayudó a bajar del escabel de oro (macizo) y la abrazó entusiasmado.

– ¡Has estado sensacional! ¡Sensacional, querida! Parecías Ifigenia en Aulis.

– Me he sentido como una verdulera en una farsa.

Se había olvidado de los lictores, que seguían hieráticos y con cara de palo a ambos lados del sillón egipcio. ¡Ya nada podría sorprenderles!

– ¡Hale, vamos al comedor y lo celebraremos! -dijo el dictador, instándolos a que le precedieran, pasando el brazo por los hombros de la aterrorizada Julia Estrabón-. No llores, tonta, que no pasa nada. ¡Ha sido una broma! -añadió, poniendo los ojos en blanco en dirección a Mamerco y dando a la joven un empujoncito en la espalda-. Anda, Mamerco, saca el pañuelo y dáselo, que se limpie. ¡Aurelia, de verdad que has estado magnífica, magnífica! -exclamó, pasándole el brazo por los hombros-. ¿Sabes lo que te digo? Que deberías vestir siempre de rosa.

Con las rodillas todavía temblándole, Aurelia frunció el ceño y dijo con voz estrangulada:

– Yo no veo en él a ningún Mario. Deberías haber dicho que ves en él muchos Silas. Hubiera sido más exacto; porque no se parece en nada a Mario y, sin embargo, muchas veces es igual a ti.

Dalmática y Cornelia Sila aguardaban afuera, estupefactas. No les había sorprendido la entrada de los lictores, pero no daban crédito a sus ojos cuando vieron que traían el estrado, el paño púrpura, el trono egipcio y el escabel de oro. Ahora, todos hacían corrillos riéndose, menos Julia Estrabón, que seguía llorando; y Sila continuaba con el brazo sobre los hombros de una sonriente Aurelia.

– ¡Hay que celebrarlo! -gritó Sila, saltando delante de su esposa, cogiéndole el rostro entre las manos y besándola-. ¡Vamos a celebrarlo y voy a emborracharme de lo lindo!

Aurelia tardó un buen rato en darse cuenta de que ninguno de los actores de aquella increíble representación habían encontrado degradante la inesperada reacción de Sila, ni ella había desmerecido como persona ante sus ojos. Al contrario, el efecto había sido todo lo contrario: ¿cómo no temer a un hombre que se complacía en semejante farsa?

Ninguno de los presentes contó la historia, ni dijo nada de lo sucedido en reuniones o cenas. Y no por temor a perder la vida, sino porque pensaron que nadie en Roma hubiera podido creérselo.


Cuando César llegó a casa recibió en su persona las últimas consecuencias de la actuación de su madre: Sila envió a su médico personal, Lucio Tucio, para que viera al enfermo.

– Francamente -dijo Aurelia a Lucio Decumio-, yo a Sila no le veo nada bien, así que no creo que este Lucio Tucio sea una lumbrera.

– Es un físico romano, y eso hace mucho -replicó Lucio Decumio-. Los griegos no me merecen confianza.

– Los físicos griegos son muy buenos.

– En el aspecto teórico, sí, porque tratan a los enfermos con ideas nuevas y no con remedios tradicionales. Pero los remedios tradicionales son los mejores. Yo tomo todos los días arañas grises machacadas y adormidera en polvo.

– Bien, desde luego, Lucio Decumio, éste, romano sí que es.

En aquel momento salía el físico de Sila del cuarto de César, e interrumpieron el diálogo. Tucio era un hombre pequeño, regordete y de aspecto muy limpio; había sido cirujano jefe de los ejércitos de Sila, y era él quien le había enviado a Edepso al contraer aquella enfermedad en Grecia.

– Creo que la curandera de Nersae tenía razón, y que lo que vuestro hijo ha padecido han sido unas fiebres palúdicas asintomáticas -dijo animado-. Ha tenido suerte, porque pocos se salvan.

– Entonces, ¿se recuperará? -inquirió Aurelia angustiada.

– Oh, sí. Ya ha superado la crisis, pero la enfermedad le ha debilitado la sangre; por eso está pálido y tan débil.

– ¿Qué hemos de hacer? -inquirió Lucio Decumio, agresivo.

– Los que pierden mucha sangre a causa de una herida, muestran una sintomatología muy parecida a la de César -añadió Tucio, impasible-. En esos casos, al sobrevivir, van mejorando poco a poco por sí mismos. Pero contribuye a la mejoría alimentarles a diario con un hígado de cordero; y cuanto más joven es el cordero, antes se recuperan. Aconsejo que se le dé un hígado de cordero lechal y tres huevos batidos en leche de cabra cada día.

– ¿Sin ninguna medicina? -inquirió Lucio Decumio, no muy convencido.

– No hay medicina que cure la enfermedad de César. Yo, de acuerdo con los físicos griegos de Edepso, en la mayor parte de los casos creo más en la dieta que en la medicina -replicó con firmeza Lucio Tucio.

– ¿No veis? Al fin y al cabo, griego… -comentó Lucio Decumio una vez se hubo marchado.

– Es igual -dijo Aurelia con energía-. Seguiré sus consejos durante un tiempo y ya veremos. Pero a mi me parecen razonables.

– Bueno, me voy al campus Lanatarius a comprar el cordero y que lo sacrifiquen allí mismo -dijo el hombrecillo, que quería a César más que a sus hijos.

El inconveniente surgió del propio enfermo, que se negaba a comer hígado de cordero y se tomó el primer cuenco de leche mezclada con huevos con tal asco que lo vomitó.

Los criados sostuvieron una reunión con Aurelia.

– ¿Tiene que ser hígado crudo? -preguntó el cocinero Murgus.

– No lo sé. Pensé que sí -respondió Aurelia, desconcertada.

– Podríamos ir a preguntárselo a Lucio Tucio -dijo el mayordomo Eutico-. A César no le gusta mucho comer; quiero decir que la comida no le atrae tanto. Y una de las cosas que he observado es que no come cosas que tengan sabor propio, como son los huevos. Y ese hígado crudo… puaf, ¡apesta!

– Pues guisaremos el hígado, y en la leche con huevos echaremos vino dulce -dijo Murgus.

– ¿Y cómo vas a guisar el hígado? -inquirió Aurelia.

– Lo cortaré en lonchas finas, luego echaré un poco de sal y espelta y lo freiré un poco con mucho fuego.

– Muy bien, Murgus. Enviaré recado a Lucio Tucio de lo que piensas hacer -dijo la paciente madre.

«Echad lo que queráis en la leche con huevos, y, por supuesto, guisad el hígado», fue la contestación del físico.

Gracias a ello, el enfermo toleró el régimen alimenticio, aunque no de mil amores.

– Digas lo que digas de tu dieta, César, creo que está dando resultado -dijo Aurelia.

– ¡Claro que da resultado! ¿Por qué crees que me lo como? -replicó el reacio convaleciente.

Aurelia comprendió que había algo raro en su actitud, y se sentó en la cama con gesto decidido, dispuesta a saber qué era.

– Vamos a ver, ¿qué es lo que te pasa?

Apretando los labios, César miró por la ventana abierta hacia el jardín que había arreglado Cayo Matius en el patio de luces.

– Esta primera decisión mía ha sido un desastre -dijo por fin-. Mientras todos actuaban con gran coraje y valentía, yo estaba postrado en cama sin poder decir ni hacer nada. Los únicos protagonistas han sido Burgundus, Ria y mater.

– Quizás haya sido una especie de lección, César -replicó ella, conteniendo una sonrisa-. Tal vez el gran dios, cuyo servidor sigues siendo, haya querido enseñarte algo que tú no estás dispuesto a aprender: que un hombre no puede ir contra los dioses, y que los griegos tienen razón en lo que respecta al hubris. La soberbia en el hombre es abominable.

– ¿Tú crees que mi orgullo llega a ser soberbia? -inquirió él.

– ¡Oh, sí! Tienes mucho falso orgullo.

– Yo no veo ninguna relación entre esa soberbia que tú dices y lo que sucedió en Nersae -replicó tercamente César.

– Eso es lo que los griegos llamarían hipotético.

– Querrás decir filosófico.

Como Aurelia tenía una buena formación, no aceptó aquella sutileza y pasó al ataque.

– El hecho de que tu orgullo sea tan arrogante constituye grave tentación para los dioses. El soberbio pretende colocarse por encima de los dioses y por encima de los demás. Y, como bien sabemos los romanos, los dioses nunca muestran su condición superior a nadie con una intervención directa. Júpiter Optimus Maximus no habla a los hombres con voz humana, y a mí no va a convencerme nadie de que el Júpiter que se aparece a los hombres en sueños sea algo más que un sueño. Los dioses intervienen de modo natural y castigan con cosas naturales. A ti te han castigado con algo natural: la enfermedad. Y creo que la gravedad de la misma es claro indicio de tu gran soberbia. ¡ Has estado a punto de morir!

– Tú atribuyes una fuerza divina a un acontecimiento puramente fisiológico -replicó él-. Yo creo que ha sido una fuerza tan toscamente animal como el acontecimiento. Como ninguno de los dos podemos demostrar nuestro argumento, ¿qué más da? ¿Qué importa que haya fracasado en mi primer intento de dirigir mi vida? He sido un objeto pasivo rodeado de heroísmo ajeno a mi persona.

– Oh, César, ¿es que nunca aprenderás?

– Probablemente no, mater -contestó él, esgrimiendo la cautivadora sonrisa.

– Sila quiere verte.

– ¿Cuándo?

– Cuando estés bueno. Yo le pediré la cita.

– Mañana mismo.

– No, después del próximo nundinus.

– Mañana.

– Pues mañana -dijo Aurelia, con un suspiro.

Se empeñó en ir él solo a pie, y cuando descubrió a Lucio Decumio acechando, unos pasos detrás de él, le ordenó volver a casa con tal firmeza, que el hombre no se atrevió a desobedecerle.

– ¡Estoy harto de que me mimen y protejan! ¡Déjame en paz! -gritó con voz que asustó a los que pasaban junto a él.

El paseo puso a prueba sus fuerzas, pero no llegó a casa de Sila agotado, ni mucho menos. No estaba restablecido, pero comenzaba a estarlo.

· -Ya veo que vistes toga -dijo Sila, sentado tras su escritorio, señalándole la laena y el apex, dispuestos sobre una camilla-. Te los he guardado. ¿Es que no tienes de repuesto?

– Sólo tengo ese apex, regalo de mi espléndido benefactor Cayo Mario.

– ¿El de Merula no te sentaba bien?

– Tengo la cabeza muy grande -contestó César muy serio.

– ¡Y que lo digas! -comentó Sila, conteniendo la risa.

Había mandado preguntar a Aurelia si César sabía la segunda parte de la profecía, y, al recibir respuesta negativa, había decidido no decirle nada; pero sí quería hablar largo y tendido sobre Mario. Había cambiado totalmente de idea respecto al asunto, debido a dos factores: la explicación que le había dado Aurelia a propósito de las circunstancias en que le habían convertido en flamen dialis y la representación dramática que tanto le había hecho disfrutar (y la fiesta que habían celebrado a continuación). Le había hecho revivir de tal modo, que, aunque había transcurrido ya un mes, aún recordaba retazos en los momentos menos oportunos, en medio de la ímproba tarea de hacer cumplir sus leyes. Sí, era como si volviese a ver el momento en que había entrado aquella magnífica delegación en su atrium, con solemnidad tan teatral que le había transfigurado, sacándole de la espantosa rutina, de aquella vida carente de alegría y diversión. Durante un buen rato la realidad se había esfumado, sumiéndole en un espectáculo brillante y magnífico. Y desde aquel día había vuelto a recuperar la esperanza; sabía que aquello concluiría, que podría disponer de tiempo para hacer lo que anhelaba, ahogar aquella vida asquerosa en un ambiente constante de risas, hechizo, ocio, artificio, diversión, farsas y travestismo. Saldría de aquella rutina para vivir un futuro muy distinto y mucho más agradable.

– Has cometido mil errores huyendo, César -dijo con voz bastante amistosa.

– No hace falta que me lo digas. Bien lo sé.

– Eres demasiado guapo para esfumarte de esa manera, y tienes una inclinación personal por lo espectacular: el germano, el caballo, tu bonita cara, tu arrogancia… -añadió Sila, levantando uno a uno los dedos al hacer la enumeración-. ¿Quieres que siga?

– No -contestó César con gesto contrito-. Ya me lo ha dicho mi madre… y otras personas.

– Bien. Pero me apostaría a que no te han dado el consejo que yo voy a darte. Y es el siguiente, César: acepta tu destino. Si destacas y no puedes fundirte en lo que te rodea, al menos no te embarques en locas aventuras que exigen discreción. A no ser que, como hice yo en cierta ocasión, tengas ocasión de disfrazarte de galo. Yo regresé con una torca al cuello, y creo que me dio suerte. Pero tenía razón Cayo Mario. Aquello era demasiado llamativo para lo que yo me proponía; y tuve que quitármela. Era romano, no un galo, y fue la Fortuna la que me favoreció, no un trozo de oro inanimado, por bonito que fuese. Por donde vayas llamarás la atención. Igual que yo. Así que aprende a actuar dentro de los límites de tu naturaleza y de tu aspecto -añadió con un gruñido y cierto gesto de asombro-. ¡Qué bienintencionado! ¡ Rara vez doy consejos bienintencionados!

– Te lo agradezco -dijo César.

El dictador hizo un gesto desabrido.

– Quiero saber por qué cres que Cayo Mario te hizo flamen dialis.

César aguardó un instante, pensando en que lo que dijera había de ser lógico y desapasionado.

– Cayo Mario me veía mucho en los meses que siguieron a su segundo infarto -comenzó diciendo.

– ¿Qué edad tenías? -le interrumpió Sila.

– Diez años cuando empecé a verle, y doce al final.

– Continúa.

– A mí me interesaban sus experiencias militares y le escuchaba con los cinco sentidos. Él me enseñó a cabalgar, a manejar la espada, a arrojar la lanza y a nadar -prosiguió César, sonriendo con ironía-. En aquella época yo tenía grandes ambiciones militares.

– Y le escuchabas con gran atención.

– Claro. Y creo que él debió de pensar que yo intentaría ser más que él.

– ¿Por qué iba a pensarlo?

– Porque se lo dije yo.

– Bien. Ahora, explícame lo de hacerte flamen dialis.

– A eso no puedo darte una respuesta lógica. No lo sé. Yo creo que me nombró flamen dialis para impedir que siguiera una carrera militar o política -contestó César, muy inquieto-. Es una respuesta basada en suposiciones mías, porque Cayo Mario estaba trastornado, y puede que todo fuese fantasía suya.

– Bien -dijo Sila, con rostro impenetrable-, como ha muerto, nunca sabremos la razón, ¿no es cierto? Pero, dado que estaba mal de la cabeza, tu hipótesis es lógica. Él siempre temía que le hicieran sombra hombres de mejor cuna, de las grandes familias. Él era un hombre nuevo, y se sentía injustamente discriminado por ello. Fíjate, por ejemplo, cuando yo capturé al rey Yugurta, fue una acción que él se atribuyó exclusivamente. ¡Y fue una hábil acción mía! Si no hubiese capturado a Yugurta, la guerra en Africa no habría concluido tan rápidamente y de forma tan concluyente. Catulo César, primo de tu padre, quiso decir en sus memorias que el mérito había sido mío, pero le hicieron callar.

Ni aunque su vida hubiese dependido de ello, habría dicho César una sola palabra de lo que pensaba de la fantástica versión de la captura de Yugurta. Sila era el legado de Mario, y por muy hábil que hubiese sido la captura, el mérito correspondía a Mario. Era Mario quien había encomendado la misión a Sila, y era Mario quien dirigía la guerra. El general no podía hacerlo todo él; precisamente por eso tenía sus legados. Creo que estoy oyendo, pensó César, una de las primeras versiones de lo que será la historia oficial. Mario ha perdido y ha vencido Sila, sólo por haber vivido más que él.

– Entiendo -se limitó a decir.

Sila se levantó con cierto esfuerzo y se acercó a la camilla en que estaban las ropas del flamen dialis. Cogió el casco de marfil, con el pincho y el disco de lana, y lo sopesó en las manos.

– Lo has forrado bien -dijo.

– Da mucho calor, Lucio Cornelio, y no me gusta sentir el sudor -replicó César.

– ¿Cambias el forro a menudo? -preguntó Sila, llevándose el apex a la nariz para olerlo-. ¡ Por los dioses, que huele bien, no como los cascos militares que apestan! Yo he visto caballos arrugar la nariz al darles a beber en cascos del ejército.

Un leve gesto de asco cruzó el rostro de César, pero se encogió de hombros.

– Imperativos de la guerra -comentó.

Sila sonrió.

– ¡Me gustaría ver cómo te las arreglas tú, muchacho! Tengo entendido que eres algo especial, ¿no?

– En ciertos aspectos tal vez -respondió César con voz monocorde.

Sila arrojó el apex de marfil sobre la camilla.

– ¿Así que detestas el cargo? -preguntó.

– Lo detesto.

– Y Cayo Mario tenía tanto temor de un niño como para encadenarle con eso.

– Así parece.

– Recuerdo que en tu familia decían que eras muy listo y que leías cualquier texto fácilmente. ¡ Es cierto?

– Sí.

Sila volvió a acercarse al escritorio, buscó entre los papeles y cogió una hoja que tendió a César.

– Lee eso -dijo.

A la primera ojeada, César comprendió por qué se lo pedía. Era una escritura horrorosa, con las letras muy pegadas unas a otras y las líneas torcidas.


Sila no me conoces pero tengo que decirte algo y es que hay un hombre en Lucania llamado Marco Aponio que tiene grandes propiedades en Roma y quiero que sepas que Marco Craso ha hecho que este Aponio aparezca en las listas de proscritos para poder comprar sus propiedades muy baratas en subasta y es lo que hizo por dos mil sestercios. Un amigo.


Sila echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

– ¡Ya me lo imaginaba! Y mi secretario también. Gracias, César. Pero no has visto nada y no lo has leído aunque lo hayas visto.

– ¡Por supuesto!

– Es un grave inconveniente no poderlo hacer todo personalmente -dijo Sila poniéndose serio-. Es lo peor de ser dictador, que es una tarea hercúlea y hay que recurrir a agentes. El que se menciona en la carta es alguien en quien confiaba. Sí, sabía de su codicia, pero no creía que fuese tan descarado.

– En el Subura todos conocen a Marco Licinio Craso.

– ¿Por su delito de quemar insulae?

– Sí… y por sus equipos contra incendios que llegan en el momento en que ha comprado la propiedad por cuatro monedas y apagan el fuego. Se ha convertido en el mayor propietario del Subura, y todos le detestan. ¡ Pero que no se atreva a poner la mano en la insula de mi madre! -añadió César en tono amenazador.

– Ya no volverá a poner las manos en ningún bien de los proscritos -añadió Sila con voz ronca -. Mancha mi nombre. ¡Se lo advertí y no ha hecho caso! No volveré a verle. Que se pudra.

Era curioso oír aquello. ¿A él qué le importaban los problemas del dictador con sus adláteres? ¡ Roma no volvería a tener un dictador! Pero calló, aguardando a que Sila fuese por fin al grano, y diciéndose que estaba dando tantos rodeos para poner a prueba su paciencia; y seguramente para atormentarle.

– Tu madre no lo sabe ni tú tampoco, pero no ordené que te mataran -dijo el dictador.

César abrió unos ojos como platos.

– ¿Ah, no? ¡Pues no es lo que un tal Lucio Cornelio Fagites le hizo creer a Ria! Se hizo con tres talentos de mi madre a cambio de mi vida. Yo estaba postrado en cama. Acabas de decirme lo horrible que es depender de agentes por su codicia. Y bien cierto que es.

– Recordaré el nombre y le será devuelto el dinero a tu madre -dijo Sila, con evidente enojo-. Pero no se trata de eso. ¡De lo que se trata es de que no ordené matarte! Dije que te trajeran vivo a mi presencia para poder preguntarte lo que acabo de preguntarte.

– Y matarme después.

– En principio, si.

– Y ahora has dado palabra de no matarme.

– Supongo que no habrás cambiado de parecer en cuanto a divorciarte de la hija de Cinna…

– No. No pienso divorciarme.

– Lo cual plantea un grave problema a Roma. No puedo matarte, no quieres continuar en el cargo y no piensas divorciarte de la hija de Cinna porque ella es el medio para librarte del cargo… ¡y no te molestes en darme elaboradas explicaciones sobre ética y principios! -De pronto, una expresión de senectud invadió aquel deteriorado rostro, y los labios, faltos de apoyo, se fruncieron temblorosos en un tic; era como Cronos dispuesto a comerse a uno de sus hijos-. ¿Te ha contado tu madre lo que sucedió?

– Sólo que me perdonabas la vida. Ya la conoces.

– ¡Ah, una persona extraordinaria esa Aurelia! Hubiera debido nacer hombre.

La cautivadora sonrisa de César se desvaneció.

– ¡Siempre dices lo mismo! Yo debo decir que me alegro mucho de que no fuese hombre.

– ¡Y yo! ¡Y yo! De haberlo sido, yo habría debido no dormirme sobre los laureles -dijo Sila, palmeándose en los muslos e mclinándose hacia adelante-. Así pues, mi querido César, sigues siendo un estorbo para todos los que componemos el colegio sacerdotal. ¿Qué vamos a hacer contigo?

– Despojarme del cargo, Lucio Cornelio. Nada puedes hacer salvo matarme; y eso sería faltar a tu palabra. Pero no creo que lo hagas.

– ¿Qué te hace pensar que no voy a faltar a ella?

César enarcó las cejas.

– ¡Soy patricio como tú! Pero, además, soy de la familia de los Julios, y tú nunca faltarás a tu palabra con una persona de mi alcurnia.

– Es cierto -asintió el dictador, arrellanándose en la silla-. Los miembros del colegio sacerdotal hemos decidido, tal como tú suponías, liberarte del cargo, Cayo Julio César. No puedo hablar por los demás, pero puedo decirte por qué yo quiero que lo dejes. Creo que Júpiter Optimus Maximus no te quiere como flamen; creo que te destina a otras empresas. Es muy posible que ese incendio del templo fuese el instrumento de tu liberación. No estoy completamente seguro, pero tengo la profunda impresión de que sí; pero hay cosas peores que seguir los propios instintos. Cayo Mario fue la prueba más dura de mi vida, una especie de Némesis, porque, de un modo u otro, estropeó mis mejores logros. Y, por motivos en los que no voy a entrar, también quiso encadenarte. ¡Y te digo una cosa, César! Si él quiso encadenarte, yo quiero liberarte. El que ríe el último ríe mejor. De eso se trata.

A César jamás se le habría ocurrido que su liberación fuese consecuencia de algo como aquello: que fuese Cayo Mario quien le había encadenado para que Sila le liberase. Miró a aquel hombre y quedó plenamente convencido de que era el único motivo por el que le liberaba. Quería ser el último en reír y, al final, era Mario el que salía perdiendo.

– Yo y mis colegas de los colegios sacerdotales opinamos que debe de haber habido algún defecto en el ritual de tu consagración como flamen dialis. Varios de ellos (yo no, pero si bastantes) presenciaron la ceremonia y ninguno está completamente seguro de que no se cometiera algún error. Y basta esa duda dado el sanguinario ambiente de aquellos días. Así que hemos decidido exonerarte. No obstante, no podemos nombrar otro flamen dialis mientras tú vivas, no fuera a ser que nos equivoquemos y no hubiese habido defecto alguno -añadió Sila, apoyando las manos en la mesa-. Lo mejor será tener una cláusula que permita una salida. Es grave inconveniente no tener flamen dialis, pero Júpiter Optimus Maximus es la esencia de Roma y desea que las cosas se hagan legalmente. Por lo tanto, Cayo Julio César, serán los otros flamines quienes compartan las tareas del servicio a Júpiter.

César se humedeció los labios. Había que decir algo.

– Me parece una prudente medida -comentó.

– Eso creemos. Sin embargo, ello significa que dejas de pertenecer al Senado en el momento en que el gran dios manifieste su consentimiento. Y para obtenerlo, ofrecerás a Júpiter Optimus Maximus su animal simbólico: un toro blanco. Si el sacrificio se desarrolla favorablemente, cesarás en el cargo. Si no resulta favorable, habremos de pensar otra cosa. El pontífice máximo y el rex sacrorum presidirán la ceremonia -añadió con un brillo de ironía en sus ojos gris claro-, pero el sacrificio lo realizarás tú. Y celebrarás una fiesta invitando a los colegios sacerdotales en el templo de Júpiter Stator del Foro. El sacrificio y la fiesta tendrán carácter de piaculum en expiación de los inconvenientes que ha sufrido el gran dios por la ausencia de sacerdote propio.

– Me satisface obedecer -dijo César, ceremonioso.

– Si todo sale bien, quedarás libre. Podrás casarte con quien quieras; aunque sea la hija de Cinna.

– ¿He de entender que no ha cambiado la situación civil de Cinnilla? -inquirió flemáticamente César.

– ¡Claro que no ha cambiado! ¡De no ser así, llevarías la laena y el apex para el resto de tus días! Me molesta que lo preguntes, muchacho.

– Lucio Cornelio, lo he preguntado porque la lex Minicia revertirá automáticamente sobre los hijos que me dé mi esposa. Y no es justo, porque yo no he sido proscrito. ¿Por qué han de sufrir perjuicio mis hijos?

– Sí, ya lo sé -replicó el dictador, sin ofenderse por la franqueza de César-. Por eso pienso hacer una enmienda a la ley para proteger a hombres como tú. La lex Minicia de liberis únicamente será aplicable a los hijos de los proscritos. Si éstos tienen la suerte de desposarse con un cónyuge romano, sus hijos serán romanos. Debería haberse previsto -añadió, frunciendo el ceño-. Pero no se hizo. Es una de las consecuencias de legislar tanto con tanta rapidez; pero la manera en que se me expuso me dejó en ridículo, ¡y todo por culpa tuya, muchacho, y del bobo de tu tío, Cotta! La interpretación sacerdotal de mis leyes a la luz de las otras leyes de Roma registradas en las tablillas debe aplicarse a los hijos de los proscritos.

– Me alegro -dijo César sonriente-, porque me ha librado de las garras de Mario.

– Exactamente -apostilló Sila, con gesto enérgico y reflexivo-. Mitilene se ha sublevado y se niega a pagar el tributo a Roma. En este momento está en el cargo el procuestor Lúculo, pero he enviado a mi pretor Termo como gobernador de la provincia de Asia, con el cometido prioritario de aplastar la sublevación de Mitilene. Tú has manifestado preferencias por la carrera militar, así que te voy a enviar a Pérgamo para que te incorpores al estado mayor de Termo. Espero que te distingas, César -añadió, mirándole severamente-. De tu conducta como segundo tribuno militar depende el veredicto final de este asunto. En la historia de Roma se concede máxima reverencia al héroe militar, y yo quiero exaltar a esa clase de hombres; serán objeto de privilegios y honores muy concretos. Si haces méritos por valentía en el combate, a ti también te exaltaré, pero si no te distingues, te hundiré aún más de lo que pretendía Cayo Mario.

– Me parece bien -respondió César, encantado con el nombramiento.

– Otra cosa -añadió Sila, con cierto fulgor taimado en la mirada-. Tu caballo; ese animal que montabas cuando eras flamen dialis, violando los preceptos del gran dios.

– ¿Qué? -inquirió César, tenso.

– Me han dicho que quieres volver a comprarlo. No lo hagas. Quiero que montes una mula. Yo siempre me he contentado con una mula, y a ti también debe bastarte.

Un fulgor asesino cruzó los ojos azules de César. ¡Ah, no, Sila, no quieras atraparme!, pensó.

– ¿Pero tú crees, Lucio Cornelio, que yo me considero digno de una mula? -replicó.

– No tengo ni idea de lo que te crees digno.

– Yo monto a caballo mejor que nadie -añadió César sin inmutarse-, mientras que tú, según se dice, eres el peor jinete que existe. Pero si una mula es bastante para ti, para mí es demasiado. Y te doy sinceras gracias por tu comprensión y discreción.

– Bien; puedes marcharte -añadió Sila, imperturbable-. Cuando salgas, haz el favor de decirle al secretario que pase.

El malhumor que le embargaba hizo que César llegase a casa menos contento de lo que hubiera debido estarlo por su liberación; y pensó si no habría sido, precisamente, el propósito de Sila amargarle la alegría con aquella bobada de la mula. Sila no quería agradecimiento, no quería que el hijo de Aurelia quedase obligado a él por una especie de clientelismo; un Julio doblegado a un Cornelio sería como una burla al patriciado. Y, reflexionando sobre ello, César concluyó con mejor opinión sobre Lucio Cornelio Sila que la que tenía antes de acudir a la entrevista. ¡Él me ha liberado! Ha sido él quien me ha concedido la vida para hacer lo que quiera. O lo que pueda. Es un hombre que no me gusta, pero ha habido momentos en que he notado que le apreciaba.

Y al pensar en Bucéfalo se echó a llorar.

– Sila sabe lo que se hace -dijo Aurelia, asintiendo con la cabeza-. Vas a tener muchos gastos. Tienes que comprar un toro blanco sin tacha, y no te costará menos de cincuenta mil sestercios, y la fiesta que tienes que dar a los sacerdotes y augures te costará el doble. Luego tienes que equiparte para marchar a Asia y mantenerte en un ambiente carísimo. Recuerdo que tu padre decía que los tribunos militares desprecian a los colegas que no pueden vivir con igual lujo y derroche que ellos. Y tú no eres rico. Las rentas de tus tierras se han ido acumulando desde la muerte de tu padre porque no has tenido gastos, pero ahora todo cambia. Volver a comprar el caballo sería un gasto inoportuno, y más ahora que no vas a estar aquí para montarlo. Ve en mula hasta nueva orden de Sila. Por menos de diez mil sestercios puedes encontrar una mula estupenda.

Dirigió a su madre una mirada poco propia de un hijo cariñoso, pero no rechistó y guardó para sí mismo el dolor que le producía tener que renunciar para siempre al caballo.


El sacrificio propiciatorio se celebró unos días más tarde, cuando ya César estaba preparado para el viaje que le conduciría a servir con Marco Minucio Termo, gobernador de la provincia de Asia. Aunque la fiesta se celebraría en el templo de Júpiter Stator, el ritual expiatorio se llevó a cabo en el altar levantado bajo la escalinata del templo capitolino de Júpiter Optimus Maximus.

Revestido de la toga (había entregado la laena y el apex a los sacerdotes para que los guardasen hasta que se construyera el futuro templo de Júpiter), César condujo el perfecto buey blanco desde su casa por las Fauces Suburae y el Argiletum. Aunque habría podido adornarle los espléndidos cuernos con simples cintas, él quiso hacer alarde de esplendidez y se los adornó con hilo de oro, le colgó al cuello guirnaldas de las más exóticas y costosas flores y le puso un ramo de rosas blancas en la testuz. Le había pintado las pezuñas de plata y recubierto la cola con cintas de hilo de oro trenzadas con flores. Le acompañaban sus invitados: sus tíos los Cotta, Cayo Matius, Lucio Decumio y sus hijos, y la mayoría de los cofrades del colegio de los cruces, todos con toga. Aurelia no asistió al sacrificio por impedírselo su sexo, ya que Júpiter Optimus Maximus era un dios de varones.

Los distintos colegios sacerdotales aguardaban congregados junto al altar, acompañados de los profesionales que efectuarían el sacrificio: popa, cultarius y esclavos. Aunque era costumbre drogar antes al animal, César se negó, pensando en que había que dejar que se manifestase sin trabas la voluntad del dios. Todos los presentes lo advirtieron de inmediato, pues el buey blanco impoluto tenía la mirada alerta y el paso firme, meneando mansamente la cola.

– ¡Estás loco, muchacho! -musitó Cayo Aurelio Cotta, mientras la multitud iba creciendo y alcanzaban un repecho del empinado Clivus Capitolinus-. ¡Todos van a tener los ojos puestos en ese animal, y tú no lo has drogado! ¿Y si se resiste? ¡Será demasiado tarde!

– No se resistirá -replicó César muy tranquilo-, pues sabe que de él depende mi destino. Y así todos verán que me resigno sin reservas a la voluntad del gran dios -añadió, conteniendo la risa-. Además, soy favorito de la Fortuna y la suerte me acompaña.

Todos los presentes se apiñaron en derredor, César se dirigió al trípode de bronce con una jofaina de agua y se lavó las manos. Lo propio hicieron el pontífice máximo (Metelo Pío, el Meneitos), el rex sacrorum (Lucio Claudio) y los otros dos sacerdotes mayores, los flamines martialis (Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado) y quirinalis (el recién nombrado Mamerco). Ceremonialmente puros de cuerpo y vestiduras, los sacerdotes oficiantes alzaron los pliegues de la toga que colgaban de sus hombros y se cubrieron la cabeza, gesto que todos imitaron.

El pontífice máximo se acercó al altar.

– ¡Júpiter Optimus Maximus (si te place que te dé ese nombre, si no, te invocaré con el que tú prefieras), recibe a tu servidor, Cayo Julio César, que era flamen tuyo y ahora desea expiar su erróneo nombramiento, manifestándote que él no tuvo arte ni parte! -clamó el Meneitos sin tartamudear lo más mínimo, retrocediendo un paso y dirigiendo una furiosa mirada a Sila, que había conseguido mantener el gesto comedido. La intachable invocación le había costado al Meneitos días de incesante práctica más penosa que la instrucción militar.

Los ayudantes de los sacerdotes comenzaron a despojar al buey de sus adornos e hilos de oro, haciendo una pelota con éstos sin preocuparse de César, que en aquel momento avanzó y puso la mano en el húmedo morro de su ofrenda. Los ojos rojo oscuro circundados de pestañas tan transparentes como el cristal le miraban mansamente, y César no notó que el animal rehuyera o temblase al tocarle.

Acto seguido entonó una plegaria con un tono de voz más aguda de lo habitual para que todos oyeran sus palabras.

– Júpiter Optimus Maximus todopoderoso (si te place oírme invocar por ese nombre, si no, me dirigiré a ti con el que desees), tú que eres el espíritu de Roma, te suplico que aceptes esta ofrenda de tu animal sagrado que te sacrifico en expiación de mi errónea designación como flamen tuyo. Te ruego que me liberes de mis votos y me concedas la oportunidad de servirte en otro cometido. Me someto plenamente a tu voluntad, ofreciéndote este poderoso ser vivo en el convencimiento de que me otorgarás lo que te suplico por haberte ofrecido cuanto debo.

Sonrió al buey, mirándole como si quisiera interpretar su sentir.

Los ayudantes sacerdotales se aproximaron, César y el pontífice máximo se apartaron a un lado y cogieron cada uno un cáliz de oro de un trípode, mientras el rex sacrorum asía un cuenco de oro lleno de espelta.

– ¡Pido silencio! -gritó César con voz estentórea.

Se hizo un silencio tal que el viento cálido y suave llevó hasta allí el rumor del ajetreo en las tiendas de los soportales del Foro.

El flautista se llevó a los labios el instrumento hecho con la tibia de un enemigo, y comenzó a desgranar una triste melodía destinada a amortiguar los ruidos del Foro.

Nada más iniciarse el son de la flauta, el rex sacrorum salpicó la cabeza del buey con la espelta, cosa que el animal debió de tomar por lluvia, ya que sacó la rosada lengua para lamerse los copos de harina del morro.

El popa se situó enfrente del buey, con la recia maza al lado.

– ¿A gone? -preguntó a César en voz alta.

– ¡Golpea! -gritó César.

La maza voló en el aire, cayendo veloz y con absoluta precisión entre los ojos del animal, que se derrumbó pesadamente sobre las patas delanteras, haciendo retumbar el suelo; poco a poco, los cuartos traseros quedaron tiesos hacia la derecha, lo cual era buen presagio.

Desnudo de cintura para arriba, igual que el popa, el cultarius cogió los cuernos y alzó hacia el cielo la cabeza del buey, marcándose en sus brazos músculos y nervios, pues era una cabeza que pesaba veinticinco kilos. Luego, la dejó de nuevo en tierra.

– La víctima consiente -dijo a César.

– ¡Pues procede al sacrificio! -clamó César.

El hombre sacó de la vaina el afilado cuchillo y, mientras el popa volvía a levantar la cabeza del animal, él le cortó hábilmente el cuello de un profundo tajo. Conforme requería el rito, la sangre no salió en borbotones que salpicaran a nadie. Cuando el popa bajó otra vez la cabeza hacia la derecha, César tendió el cáliz al cultarius, y éste recogió sangre con tal maestría que no chorreó gota alguna fuera del recipiente. Metelo Pío entregó igualmente su cáliz.

Con cuidado de no pisar el crecido riachuelo carmesí que descendía cuesta abajo, César y el pontífice máximo se dirigieron al altar de piedra, donde aquél derramó el contenido del cáliz diciendo:

– ¡Oh Júpiter Optimus Maximus (si deseas que te invoque por ese nombre, si no, te invocaré por el que desees oír), tú, que eres del sexo que te place, tú que eres el espíritu de Roma, acepta esta ofrenda expiatoria, y acepta el oro de los cuernos y pezuñas de la víctima, y guárdalo para adornar tu nuevo templo!

Dicho lo cual, Metelo Pío derramó su cáliz.

– ¡Oh todopoderoso Júpiter Optimus Maximus (si te place que te invoque con ese nombre, si no, te invocaré con el que desees), te suplico aceptes el sacrificio expiatorio de Cayo Julio César, que fue tu flamen y sigue siendo tu servidor!

Nada más pronunciar Metelo Pío la última palabra sin titubeo alguno, se oyó un suspiro de alivio general, que amortiguó los tristes arpegios del tib icen.

El último en ofrecer el sacrificio fue el rex sacrorum, que esparció el resto de la espelta sobre el charco de sangre del altar.

– ¡Oh todopoderoso Júpiter Optimus Maximus (si te place que te invoque con ese nombre, si no, te invocaré con el que desees), soy testigo de que te han ofrecido la vida y la fuerza de este ser, poderosa y enorme víctima, y que se ha hecho conforme al ritual prescrito sin error alguno! Según los acuerdos que nos ligan a ti, concluyo que te ha complacido la ofrenda de Cayo Julio César. Por consiguiente, Cayo Julio César desea quemar su ofrenda en honor tuyo y no quiere parte alguna de ella para sí mismo. Que en virtud de ello, Roma y los que en ella viven tengan prosperidad.

Y eso fue todo. La ceremonia había concluido sin error alguno. Mientras sacerdotes y augures descubrían sus cabezas y comenzaban a descender la cuesta del Clivus Capitolinus hacia el Foro, los ayudantes del sacrificio, como profesionales que eran, comenzaron a recogerlo todo. Izaron la masa del buey con una polea y lo dispusieron sobre la pira, que prendieron con una antorcha musitando sus plegarias, mientras los esclavos limpiaban con baldes de agua las manchas de sangre del suelo, difundiéndose un extraño olor, mezcla de buey asado y de los costosos inciensos que César había comprado para echarlos entre los haces de leña. La sangre del altar no se limpiaría hasta que el buey se convirtiera en cenizas. Y la bola de oro iba ya camino del Tesoro, en donde quedaría depositada, con el nombre del donante y la fecha y naturaleza del acontecimiento.

La fiesta que hubo a continuación en el templo de Júpiter Stator en la Velia, al fondo del Foro, se desarrolló tan bien como el sacrificio. César recorrió los grupos de invitados, instándoles a pasarlo bien y bromeando con ellos, y muchos ojos que nunca se habían fijado en él comenzaron a escrutarle. Ahora era por cuna y estirpe un rival de la arena política, y sus modales, su porte, la expresión de su rostro bien parecido, daban a entender que no había que perderle de vista.

– Tiene un ligero parecido a tu padre -dijo a Catulo un Metelo Pío aún ruborizado de satisfacción por su perfecta dicción en la ceremonia.

– Natural -respondió Catulo, mirando a César con instintiva repugnancia-, mi padre era un César. Guapito, ¿verdad? Eso lo aguanto, pero lo que no puedo aguantar es su arrogancia. ¡Mírale! Es más joven aun que Pompeyo y ya se cree el dueño del mundo.

El Meneitos se mostraba contemporizador.

– ¿Cómo te sentirías tú de haber sido liberado del terrible destino del flamen dialis?

– Quizá lamentemos el día en que Sila nos mandó liberarle -replicó Catulo-. Mírale ahí con Sila. ¡Vaya pareja!

El Meneitos le miró sin salir de su asombro, y Catulo pensó en que había podido morderse la lengua, pues por un instante había olvidado que su interlocutor no era Quinto Hortensio, tan acostumbrado estaba a tener a su cuñado constantemente al lado. Pero no le acompañaba en esta ocasión, porque al anunciar Sila al colegio de sacerdotes los nuevos miembros, el nombre de Hortensio no figuraba; y Catulo lo consideraba una omisión imperdonable. Igual que Quinto Hortensio.

Al margen de la ofensa que había infligido a Catulo, Sila se esforzaba porque César le dijera una cosa.

– No drogaste al animal y has corrido un riesgo enorme.

– Soy un favorito de la Fortuna -replicó César.

– ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

– Basta tener en cuenta que me he librado del flaminado, he superado una enfermedad mortal, me he salvado de que me mandases matar y estoy enseñando a la mula a imitar el paso de un caballo aristocrático con bastante éxito.

– ¿Le has puesto nombre? -inquirió Sila sonriendo.

– Claro, Orejas gachas.

– ¿Y cómo llamabas a tu aristocrático caballo?

– Bucéfalo.

Sila soltó una carcajada, pero no hizo comentario alguno. Miró en derredor y luego hizo un amplio gesto con el brazo.

– Una fiesta notable para un anfitrión de dieciocho años.

– He seguido tu consejo -replicó César- y, como no puedo pasar inadvertido en el decorado, decidí que hasta mi primer banquete fuese digno de mí.

– ¡Si que eres arrogante! Desde luego, es una fiesta sin par, César. Ostras, salmonetes, lubina, codornices… Te habrá costado una fortuna.

– Más de lo que puedo permitirme -contestó César sin turbarse.

– Eres un derrochador -comentó escuetamente Sila.

– Lucio Cornelio, el dinero es un instrumento -replicó César, encogiéndose de hombros-. Me da igual tenerlo que no, si de lo que se trata es de acumularlo. Yo considero que hay que vivir sin dinero, pues si no genera podredumbre. Todo el dinero que obtenga de ahora en adelante lo utilizaré para progresar en mi carrera pública.

– Buen sistema para arruinarse.

– Ya me las arreglaré -replicó César despreocupadamente.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque tengo el favor de la Fortuna y la suerte me acompaña.

– ¡Tengo el favor de la Fortuna y la suerte me acompaña! -repitió Sila evocador, estremeciéndose-. Pero no olvides que se paga un precio, y la Fortuna es una amante celosa y exigente.

– ¡Son las mejores! -dijo César, echándose a reír de tal manera que se hizo un silencio. Y muchos de los presentes recordarían aquella risa de César, no porque tuviesen una premonición, sino por dos cualidades que envidiaban en él: su juventud y su buen físico.

Naturalmente, no pudo marcharse hasta que hubo desaparecido el último invitado, y eso sucedió muchas horas más tarde. Por entonces ya los tenía a todos clasificados, pues era de esas personas cuya memoria todo lo atesora. Su conclusión fue que había sido una agradable reunión.

– Aunque no he conocido a nadie de quien me interesase hacerme amigo -dijo a Cayo Matius al día siguiente-. ¿De verdad que no quieres venir conmigo, Pustula? Tienes obligación de servir en seis campañas, ¿sabes?

– No, gracias. No deseo estar tan lejos de Roma. Espero que me destinen, y ojalá sea a la Galia itálica.

Los adioses no parecían acabar. Arrepentido de no haber prescindido de ellos, César los soportó con toda la paciencia de que fue capaz; lo peor de todo fue los muchos que le pidieron que les dejara ir con él, pero se negó rotundamente y sólo aceptó a Burgundus. Sus dos criados los había adquirido recientemente: hombres ajenos a la influencia de su madre.

Una vez se hubo despedido de todos -Lucio Decumio, sus hijos, los cofrades del colegio de los cruces, Cayo Matius, los criados de su madre, Cardixa y sus hijos, su hermana Ju-Ju, su esposa y su madre-, montó en su magnífica mula y partió.

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