Junko estaba exangüe. De camino a su apartamento, las rodillas empezaron a Saquearle de cansancio. La herida del hombro había vuelto a abrirse.
Entró en casa, se desplomó en la cama y no tardó en sumirse en un profundo sueño. No sabía si había dormido tres o trece horas cuando abrió los ojos. Una sed insoportable la obligó a levantarse y arrastrarse a la cocina para beber algo. Hecho esto, y aún con la ropa puesta, cayó de nuevo rendida en la cama. A juzgar por la tenue luz que se filtraba a través de la ventana, debía de estar anocheciendo.
Cuando volvió a despertar, el sol brillaba con fuerza. Junko se levantó y se encaminó tambaleándose hacia el cuarto de baño. Una vez más, sedienta y mareada por el hambre, se dirigió hacia la cocina. Buscó en el frigorífico y dio con algo de queso, jamón y pan. Mecánicamente, se preparó un bocadillo y lo engulló.
Una vez que la comida se asentó un poco en su estómago, cobró algo de fuerzas y comenzó a sentirse viva de nuevo. Pudo al final reparar en su aspecto. Estaba hecha un desastre. Tenía la camiseta y la ropa interior empapada en sudor. Estaba cubierta de lodo y la sangre de su herida había traspasado la tela, se había secado y encostrado. Intuyó que las sábanas y la almohada debían de estar en el mismo estado. Tendría que lavarlo todo. Sumida en sus cavilaciones, desvió la mirada hacia el balcón inundado por la luz del sol. Se preguntó qué hora era. ¿Cuánto tiempo habría estado dormida?
Las manecillas del pequeño reloj del salón marcaban las doce y cinco del mediodía. Había dormido toda la noche y la mañana.
Encendió la televisión y buscó un canal donde dieran las noticias. La fecha quedaba marcada en la pantalla, y Junko no dio crédito al enterarse de que habían pasado dos días desde su visita a Licores Sakurai.
Cambió de canal y dio con un programa de carácter informativo que retransmitía directamente desde Yoyogi Uehara, justo frente a la licorería. Un plástico azul cubría la entrada de la que Junko había volado la puerta. Sin pretenderlo, se vio arrastrada por las imágenes de la televisión. Entrecerró los ojos como un gato al acecho. Asaba estaba muerto. De repente, recordó la viva imagen de su cuerpo cayendo sobre ella al abrir la puerta del cuarto del ascensor.
¿Quién había disparado a Asaba? ¿Quién más podría haber estado ahí arriba con Junko y Natsuko?
Nada que viera en el reportaje respondería a esas preguntas. La investigación policial aún no había llegado tan lejos. Negó con la cabeza y se puso de pie. Fue a por algo de agua mineral al frigorífico y apuró la botella de un solo trago.
Volvió a sumergirse en el programa, que captó toda su atención al informar de una redada policial que había permitido el arresto de varios miembros de la banda de Asaba, ahora en detención preventiva. Se les imputaban cargos de tráfico de anfetaminas y tenencia de armas de contrabando, con las que habían llevado a cabo toda una serie de asaltos y robos en el curso de los dos últimos años. Esos chicos habían tenido mucha suerte de no encontrarse en Sakurai la misma tarde que Junko acabó con los sospechosos. La policía barajaba la hipótesis de que lo sucedido en la licorería era un ajuste de cuentas entre bandas rivales.
Las últimas víctimas de los pandilleros habían sido identificadas como Kenji Fujikawa y Natsuko Mita. Tenían veintiséis y veintitrés años respectivamente, y ambos trabajaban para una compañía de informática.
Junko recordó los delgados y pálidos hombros de Natsuko. Una sensación de pena y culpabilidad la golpeó como un látigo. «Ojalá hubiese sido más rápida en sacar a Natsuko de allí. Ojalá me hubiese quedado junto a ella. Ojalá no la hubiese perdido de vista.»
Natsuko había muerto de un disparo. Junko recordó sus palabras antes de morir. Tras reparar en alguien en la azotea, dijo: «Sé que hay alguien ahí. ¡Oh, eres tú!»
Era evidente que Natsuko conocía a ese «alguien» que resultó ser su asesino.
La versión oficial de la policía en cuanto a la muerte de Asaba y Natsuko consistía en las discrepancias que habrían surgido en Licores Sakurai entre los miembros de la banda a la hora de decidir qué hacer con la rehén. La tensión habría ido aumentando hasta explotar en un enfrentamiento en toda regla. El presentador y un reportero discutían el incidente con un enfado patente.
Dieron paso a la intervención de un joven cuya cara se ocultaba tras un mosaico de píxeles para preservar el anonimato. Se trataba de un antiguo miembro de la banda de Asaba, que ni participó en los sucesos del Sakurai, ni tampoco se encontraba bajo arresto. El reportero le hacía una entrevista. Para hacer imposible su identificación su voz había sido distorsionada.
– ¿Cuándo empezaste a relacionarte con Asaba?
– Hará unos seis meses.
– ¿Cómo lo conociste?
– Una vez acompañé a un amigo y acabé uniéndome a ellos.
– ¿Qué hacías dentro del grupo?
– Yo qué sé. No hacía gran cosa.
– Pero te arrestaron por robar un coche ¿verdad?
– Asaba me obligó a hacerlo.
– Y tú lo hiciste, ¿es correcto?
– Sí, pero Asaba me pegó un puñetazo por haberme dejado atrapar, así que dejé de salir con ellos.
– ¿Tuviste miedo?
– Sí. A mi amigo también le acojonaba Asaba. Estaba cabreado. Decía que Asaba era un capullo.
– ¿Por qué estaba enfadado?
– Asaba siempre se quedaba con toda la pasta y cuando la tomaba contigo, todos los demás se te lanzaban al cuello.
– ¿Te refieres al dinero que sacabais de la venta de droga?
– Sí, entre otras cosas. Asaba siempre llevaba un montón de billetes encima.
– ¿Los otros miembros se peleaban con Asaba?
– No se peleaban, pero discutían mucho.
– ¿Sobre qué?
– Sobre montones de cosas, no me acuerdo.
– ¿No recuerdas nada?
– Asaba fue demasiado lejos y alguien intentó pararle los pies. Y entonces Asaba le puso las cosas claras. Yo estaba tan acojonado que intenté fingir que no me enteraba de nada.
Junko se levantó y fue al cuarto de baño. Encendió el agua caliente para llenar la bañera. El vapor ascendió hasta su cara provocándole una agradable sensación. Regresó al salón donde el reportero y el presentador seguían hablando.
– Según este adolescente que aceptó aportar su testimonio ante las cámaras, las discordias e incidentes eran bastante frecuentes en el grupo. Al parecer, los agentes de policía encargados de investigar lo ocurrido achacan estas continuas muestras de violencia a las tensiones internas.
– Cierto. Todavía hay muchas incógnitas, y es demasiado pronto para sacar ninguna conclusión, pero parece la explicación más plausible.
– Incidentes similares tuvieron lugar en tres ubicaciones diferentes y dentro de un lapso de veinticuatro horas. Esa funesta carrera empezó en un aparcamiento de Tayama, donde Kenji Fujikawa y Natsuko Mita fueron secuestrados, a tan solo unos quinientos metros de la fábrica donde fue encontrado el cadáver de Fujikawa. Después, la banda se reunió en Licores Sakurai, una tienda situada en Yoyogi Uehara, donde mantuvieron cautiva a la señorita Mita. Sin embargo, dos horas antes de que se iniciara el incendio de la licorería, otro fuego de similares características devastó una cafetería de Aoto, en el distrito de Katsushika, cobrándose tres víctimas mortales. ¿Cuál es la conexión entre ambos siniestros?
– Es difícil de decir. Existen elementos contradictorios, como el hecho de que las víctimas de Aoto no fueran adolescentes, al contrario que en el resto de los casos. Con lo cual, no queda claro si hay una conexión directa. Sin embargo, también existen similitudes bastante llamativas con los otros dos sucesos: patrón seguido por el incendio, características de las quemaduras… De esta forma, la policía lo considera como parte de la misma investigación.
Así que la policía aún no sabía que Tsutsui, el hombre que Junko había conocido en el Café Currant, era el proveedor de armas de contrabando de Asaba. Junko se mordió el labio al acordarse de que se había encargado del cliente de mirada lasciva y de la camarera, sin dejar ningún testigo que arrojara algo de luz sobre lo ocurrido.
El reportero sujetaba un mapa de la zona en donde quedaba situado Licores Sakurai y estaba explicando algo. El señor Sakurai, viudo y propietario de la licorería había conocido a la madre de Asaba un año antes, y llevaban seis meses viviendo juntos. Cuando la madre se mudó con él, Asaba no tardó en aparecer. Él y su banda utilizaban la casa de Sakurai como guarida.
No fue del agrado del viejo Sakurai, que intentó echarlos de allí desde el principio. Cuando los vecinos empezaron a quejarse, Sakurai acudió a ellos en busca de consejo para deshacerse de una vez por todas de los gamberros. Pero al parecer, la madre de Asaba siempre tenía la última palabra y los esfuerzos del señor Sakurai fracasaban una y otra vez. Sobrevivió al siniestro solo porque se encontraba haciendo el reparto cuando se declaró el incendio. Ofreció su total cooperación a la policía.
Sakurai aseguraba que la madre de Asaba jamás miraba con malos ojos a su hijo aún estando al corriente de gran parte de sus actividades criminales. «No me sorprende. Cometían sus fechorías prácticamente delante de ella. Y ese Sakurai también lo sabía, pero prefirió hacer oídos sordos. Porque estaba asustado. Porque no quería perder los favores de la madre de Asaba», pensó Junko. De no haber estado fuera de la tienda, habría conocido la misma suerte que los demás.
La bañera estaba llena, así que Junko se apartó de la televisión y fue al baño. La sangre seca del hombro cubría el cráter de la herida como lava fría, y cuando se sumergió en el agua, esbozó una mueca de dolor.
Era una bañera de pequeñas dimensiones, pero lo suficientemente amplia como para relajarse en una cómoda postura. Descansó la cabeza y cerró los ojos. Confusas imágenes invadieron su mente, mezcla de formas indefinidas pero teñidas de un color distintivo: el color del fuego. El color del que tanto se enorgullecía, su color favorito.
Junko logró limpiar toda la sangre seca con la ayuda de un paño húmedo que presionaba con suaves movimientos. Ya podía ver el alcance de la herida. Tenía la piel desgarrada, pero no se veía el hueso. Así que, después de todo, no había sido tan profunda. Si evitaba coger una infección, se recuperaría pronto. Aliviada, cerró los ojos de nuevo.
Las vagas imágenes se volvieron más nítidas. La cara de Asaba, muerto, flotando ante sus ojos. La mirada de la madre de este cuando arremetió contra ella. Tanto daba si el bar Plaza se había ido a pique solo o si el propietario del edificio la había desahuciado, el caso es que aquella mujer tuvo que llevarse su negocio a otro lado. Dio con una presa idónea, se abalanzó sobre el propietario de Licores Sakurai. Lo engatusó y, después, llevó a su hijo y a los amigos de este. Básicamente, secuestró el negocio y la casa del viudo.
Era de suponer que Kenji Fujikawa y Natsuko Mita no eran las primeras víctimas, y que muchos otros fueron torturados en Licores Sakurai. ¿Cuánto sudor y sangre, cuántos gritos habrían sido silenciados por aquella pila arrugada de sábanas en las habitaciones que quedaban en los pisos superiores? ¿Cómo había permanecido impasible aquella mujer ante lo que pasaba bajo su propio techo? ¿Cómo había podido?
El traficante de armas que Junko había despachado en el Café Currant cojeaba del mismo pie. Aunque a este le movía el dinero, y sabía perfectamente lo que la gente hacía con las armas que repartía. Había decidido no meterse en los asuntos de los demás y fingir ignorancia. ¿Cómo había podido?
Junko abrió los ojos y contempló el rosa pastel del techo. El cálido y relajante vapor, la suave fragancia a jabón se habían adueñado del cuarto.
«No logro entenderlo.»
Había presenciado demasiados horrores, visto a tantos seres malignos. Asaba Keiichi llevaba en su corazón un estigma negro, la marca de maldad. Podía hallarse por todas partes; era increíblemente prolífica. Chicos como aquel eran la escoria de la sociedad, y si se asumía que la sociedad era un sistema dinámico, un organismo viviente, nunca podían ser erradicados de raíz. Debían ser exterminados conforme iban apareciendo. No quedaba otra alternativa.
Un asunto muy distinto era la vileza que animaba a individuos como la madre de Asaba o el traficante de armas. Ellos se ponían a su servicio, se volvían sus instrumentos. Su negligencia y avaricia causaban estragos en la sociedad. No eran intrínsecamente malos como Asaba, sino parásitos que no podían actuar por sí solos. Demonios de poca monta que se limitaban a aferrarse todo lo que podían a su fuente primaria.
Por esa razón merecieron ser incinerados, y no había que lamentarlo.
Junko no albergaba dudas sobre lo que había hecho, ni temores ni dolor. O, al menos, eso se decía a sí misma.
Ya había caído la noche cuando finalmente llamó al trabajo. El encargado de la cafetería estaba fuera de sí; la inesperada desaparición de Junko no le había hecho la menor gracia. Le dijo que estaba despedida.
Junko no dio ninguna excusa. De hecho, no le vendrían mal unos días de vacaciones. Podría aprovechar el tiempo libre, así que casi agradecía la decisión.
Salió a comprar. Escogió todo un abanico de periódicos en la primera tienda de ultramarinos que vio. La banda de Asaba ocupaba las portadas, sin excepción. Junko los metió descuidadamente en la cesta de la compra, cogió de paso unas cuantas chocolatinas y galletas, y se encaminó hacia la caja.
Siempre que descargaba energía, le entraban ganas de comer dulces. Podía tomarse una caja entera de galletas de una sentada. Era increíble que semejante intensidad de energía pudiera verse alimentada por algo tan prosaico como el azúcar, pero así era. Siempre había sido así, desde pequeña.
Los padres de Junko la apuntaron a todo tipo de actividades deportivas para ayudarla a controlar su energía. Después de cada sesión, la llevaban a una heladería o una pastelería.
– Puedes comer lo que quieras -le decía su padre, acariciándole ligeramente la cabeza. Todavía podía recordar el tacto de su mano.
Sus padres eran gente normal y corriente, honesta y de buen corazón. Ninguno tenía el poder de Junko. Lo había heredado de su abuela materna. La madre de Junko le había advertido de las dificultades que había atravesado la abuela.
«Tu abuela era una gran mujer, fuerte y hermosa. Fue una verdadera justiciera. Pero tu padre y yo rezamos para que no nacieras con su don, porque sabíamos lo dura que había sido la vida para ella. Nuestras plegarias no fueron escuchadas y naciste con ese poder, Junko. Así que pensamos que lo mejor era ayudarte a utilizarlo correctamente. No tienes por qué preocuparte, no es incompatible con una vida feliz.»
– Mamá… Papá… -susurró Junko al acordarse de sus padres.
El padre murió en un accidente laboral cuando ella aún estaba en la escuela. Su madre no logró reponerse a esa trágica pérdida y falleció dos años más tarde. Junko se quedó sola.
Gracias a los ahorros, al seguro de sus padres, y a alguna propiedad heredada de su abuela, pudo vivir con todas las comodidades. Tenía un asesor legal que se encargaba de gestionar sus activos, así que no tenía que malgastar tiempo preocupándose por ese tema. Siempre y cuando viviera con modestia, no tendría por qué trabajar nunca.
Pero Junko no pretendía aprovecharse del mundo. Para utilizar la energía del modo que sus padres habían deseado, tenía que mantenerse involucrada con la sociedad. Y como el arma cargada que era, debía asegurarse de no seguir el camino equivocado.
Cuando regresó al apartamento, oyó sonar el teléfono. Se tropezó y todas las bolsas cayeron al suelo. Dejó de sonar justo antes de que descolgara.
¿Quién podría ser? Junko no tenía amigos lo suficientemente cercanos como para que la llamasen. Al menos, no desde que se había mudado a Tayama.
Unos treinta minutos más tarde, mientras preparaba una ensalada en la cocina, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez se apresuró hacia él y lo cogió a tiempo.
– ¿Sí?
El interlocutor guardó silencio. «Algún obseso», pensó Junko, decepcionada.
– ¿Sí? ¿Quién llama? -preguntó una vez más, alzando la voz. Estaba a punto de colgar cuando…
– Eres Junko Aoki, ¿verdad? -Era una voz de hombre, y Junko podía distinguir un tono burlón en ella. De inmediato, volvió a llevarse el auricular a la oreja.
– ¿Sí?
– Hola, señorita Junko Aoki. -Un hombre joven, con voz clara y firme.
– Perdone, ¿quién llama?
– No puedo decírtelo -contestó-. Aún no sabemos demasiado sobre ti. En realidad, se supone que no debería haberte llamado, pero quería oír tu voz. Tienes una voz muy dulce.
Junko se quedó de piedra. «¿Quién demonios era?».
– ¿Quién es? ¿De qué está hablando?
El hombre se echó a reír y el sonido emitido fue inesperadamente vivo.
– Tranquila, no pasa nada. Iré a hacerte una visita y me presentaré como es debido, ¿de acuerdo?
– ¿Quién es?
Hubo un momento de silencio antes de que respondiera.
– Un Guardián.
– ¿Un qué?
– Un Guardián. Un protector -rió de nuevo antes de añadir-: No te preocupes, no tienes por qué entenderlo. Pronto lo harás. Solo quería que supieses que tu modo de trabajar nos tiene muy impresionados. -Casi como si lo hubiese preparado, concluyó, con tono animado-: Y eres preciosa. ¡Venga, hasta pronto!
La llamada se cortó y Junko se quedó de piedra, asombrada y sola.