Capítulo 15

Esa misma noche, Chikako Ishizu tomó un baño bien caliente para relajarse, aunque no lograba quitarse de la cabeza lo que Makihara había relatado en el parque.

«Murió en extrañas circunstancias. El fuego apareció de la nada.»

Piroquinesis. Makihara pasó sus años de juventud buscando ese término. Le enumeró los títulos de los libros que había leído, las personas a las que había acudido. Le confesó las preguntas cuyas respuestas tan desesperadamente necesitaba y lo que había sacado en claro de sus pesquisas. Aquel era un mundo desconocido para Chikako, pero confiaba en la sinceridad de Makihara. Aunque también era cierto que, en algunas ocasiones, solo había un paso entre la sinceridad y la locura.

«Existen personas que poseen poderes piroquinéticos, pero escasean. Bajo la sombras que la noche proyectaba sobre el tobogán del parque…»

«Tanto me da si me cree o no. Se nos ha brindado una oportunidad única. Aprovechémosla y observemos a Kaori muy de cerca. Ella tiene esos poderes. Estoy totalmente seguro. Si consigue acercarse a Kaori Kurata, detective Ishizu, se le quitarán las ganas de reír.»

Una niña que podía despedir un fuego tan potente como para carbonizar a un ser vivo sin utilizar ningún tipo de combustible.

Chikako negó con la cabeza y se echó algo de agua en la cara.

La historia del hermano de Makihara era tan triste como espeluznante. Las extrañas circunstancias que rodearon su muerte se convirtieron en una obsesión para el detective. Aquel incidente lo marcaría de por vida.

¿Piroquinesis?

¿Fue aquella niña del tobogán la que prendió fuego al pequeño Tsutomu?

Era absurdo.

Pero sí, de acuerdo, le daría el beneficio de la duda. Admitiendo que existiera tal cosa como la piroquinesis, suponiendo incluso que aquella niña, que veinte años atrás se escondió bajo las sombras del tobogán, poseyera poderes piroquinéticos, ¿qué motivo tendría para carbonizar al niño? ¿Acaso la estaba acosando? ¿La amenazaba, quizá? De ser así, habría bastado con lanzarle un puñado de arena a los ojos. Podría haber pedido ayuda a gritos. No, lo mirara por donde lo mirase, era imposible que una niña quemara vivo a un crío de su edad.

«Le he dicho que me dejase en paz, pero seguía molestándome. Lo siento, siento haberlo quemado. Lo siento.»

¿Fueron esas las palabras exactas de la pequeña? Demasiado rocambolesco. Incluso un niño entendería que infligir semejante castigo era desmesurado. Y de ser algo que la niña hiciera a propósito, ¿por qué razón disculparse después?

«Es fantasía pura. La historia de Makihara no tiene ni pies ni cabeza.»

Chikako salió del cuarto de baño. Estaba tomando algo de té frío cuando su marido Noriyuki llegó a casa. Ya era pasada la medianoche, y tenía el rostro colorado. Su aliento desprendía tal olor a alcohol, que Chikako esbozó una mueca. Aunque pensó que tal vez hubiese algo que celebrar en el trabajo, puesto que se le veía feliz. Él dijo que tenía sed, le arrebató el vaso de la mano y apuró el té. Hecho esto, se desplomó sobre la silla que quedaba frente a Chikako, y dijo que le apetecía comer ochazuke [10].

Su marido estaba como una cuba y sus modales dejaban mucho que desear. Chikako le soltó un buen sermón, aunque para sus adentros sonreía ante el buen humor de su cónyuge. Preparó su comida en un santiamén. Puso algo de agua a hervir y sirvió unos cuantos encurtidos para acompañar. Quería decirle que tenía mucha suerte de que ella hubiese abandonado la investigación de los homicidios múltiples. De lo contrario, no estaría en casa.

Noriyuki engulló su ochazuke y, cuando terminó, tomó el té caliente que Chikako había colocado frente a él. Acercó el cenicero, sacó un paquete de tabaco y se puso un cigarrillo en la boca.

Chikako observó a su marido utilizar el encendedor. Apenas le quedaba gas y él estaba demasiado bebido como para atinar. El pitillo se inclinaba a un lado y a otro mientras Noriyuki lo manipulaba con las manos. No lograba encenderlo.

Piroquinesis.

Chikako tuvo una repentina revelación. La piroquinesis significaba que ella podía permanecer allí sentada, frente a su marido, y encender su cigarrillo sin tan siquiera mover las manos. Lo único que debía hacer era concentrarse en la punta durante uno o dos segundos.

Una diminuta llama emergió del encendedor. Él dio una profunda bocanada. Chikako se puso de pie y empezó a recoger la mesa.

Su piel era muy sensible a cualquier tipo de detergente, por lo que se colocó unos guantes de goma que le llegaban hasta los codos y se puso a lavar los platos. Mientras lo hacía, no dejaba de darle vueltas a la cabeza.

La piroquinesis no tenía por qué suponer un problema si uno se limitaba a encender cigarrillos. Podría resultar muy útil, sobre todo en el exterior, en un día con mucho viento. Por otro lado, que una persona poseyera semejante don, no implicaba que lo ejerciera exclusivamente con fines altruistas. Podía carbonizar a cualquiera que hiciera algo que no le gustase. Eso podría pensar cualquiera que dominara tal fuerza, que una deflagración bastaba para deshacerse de cualquier acosador o maleante.

Su marido se sentía bien esa noche. Canturreaba para sí mientras leía el periódico de la tarde, y Chikako sabía que, en cuanto apartara la vista, caería dormido en su silla.

Claro que era consciente de que quizá no hubiese estado de tan buen humor todo el día. Le habrían pisado los pies en los abarrotados trenes, se habría topado con alguna camarera antipática, con clientes desagradables… Seguro que, al menos, habría perdido los nervios una vez. Ese era el día a día de su marido.

¿Y qué le iban a hacer? Así eran las cosas. Había que conformarse porque era el pan de cada día. Los avatares de la vida cuando uno deja atrás la infancia… Si nos enfadásemos y nos cebásemos con los demás a la mínima, no solo no encontraríamos un lugar dentro de la sociedad, sino que también acabaríamos tirando nuestra vida por la borda.

Pero ¿qué pasaba si uno se negaba a acatar las normas? ¿Qué ocurría cuando la rebelión era inevitable? ¿Qué sucedía si se tenía la opción de tomar represalias en el más puro anonimato, sin dejar la menor huella?

Esa mujer del tren que acaba de pisarte con su tacón de aguja. Sabe que lo ha hecho, pero ni siquiera se ha disculpado y eso, claro, te saca de tus casillas. Está apeándose del tren con paso pedante y con un contoneo engreído de caderas. Lo único que tienes que hacer es concentrarte en su carísima permanente. Clavar la mirada. Fijar toda tu atención. Y de repente, su pelo se prende fuego.

«¡Vaya, qué satisfecha se tiene que quedar una!»

Cualquiera que se cruzara con alguien con semejante poder, podría pagarlo caro.

– ¡Eh, lo vas a poner todo perdido de agua! -La voz de Noriyuki despertó a Chikako de su ensueño. Había estado tan absorta en sus cavilaciones que no había apagado el grifo.

– Voy a tomar un baño e irme a la cama -anunció su marido que se levantó con poca soltura.

– ¿Te encuentras bien? Menuda cogorza llevas.

– ¡No estoy tan borracho!

– El agua ya estará fría. Te prepararé uno caliente.

– No te preocupes, yo lo haré. Vete a la cama, se te ve cansada.

Chikako le observó encaminarse alegremente hacia el cuarto de baño y, entonces, retomó el hilo de sus pensamientos. Si se poseía el poder de provocar un incendio a voluntad, también se podría calentar el agua hasta que alcanzara la temperatura perfecta de cuarenta grados centígrados. Nada de utilizar gas ni calentadores. Práctico y barato.

Chikako se echó a reír. Había empezado a analizar sus pensamientos desde un punto de vista puramente profesional, pero había acabado divagando. «Supongo que me cuesta mucho entender lo que siente Makihara o aceptar lo que intenta decirme.»

Apagó la luz de la cocina y se dirigió a la habitación. Cuando se deslizó entre las sábanas, recordó las palabras de su marido y se dio cuenta de que estaba mucho más cansada de lo que pensaba.

El vapor se adueñó del cuarto de baño.

Habían pasado varios días desde la última vez que Junko tuvo la ocasión de descargar su energía a discreción. Había aunado fuerzas y sentía en su interior que el poder empezaba a recobrar su capacidad óptima.

Sus heridas también estaban cicatrizando. La herida de bala aún le dolía pero, por suerte, no se había infectado. Se quedó algo exánime por la pérdida de sangre, y cada vez que se levantaba de la cama se le nublaba la vista y el techo parecía combarse. Pero incluso esa sensación empezaba ya a remitir.

Tenía la impresión de que el poder que crecía en su interior estaba acelerando su recuperación. Era como una entidad viva, independiente que subsanaba sus heridas.

También sabía que la energía aspiraba a ser liberada, a que la joven le diera rienda suelta. Hacía muchísimo tiempo que Junko no había causado estragos como los del otro día; años que no había dejado fluir el poder en total libertad. Y, después de probar la adictiva sensación, esa entidad propia quería más.

Estaba instando a Junko a dar el siguiente paso.

Ya no podía utilizar la fábrica abandonada para aplacar sus ansias. Tayama se había convertido en la zona con mayor densidad de reporteros de todo Japón. Utilizar canales o parques para liberar la energía podía entrañar un grave peligro. No podía correr el mínimo riesgo de que alguien la viera o le tomara una fotografía.

De modo que la única opción que le quedaba era hervir agua. Llenó la bañera de agua fría hasta el borde y dejó que la energía manase. De inmediato, el diminuto cuarto de baño se convirtió en una sauna.

Se enjugó el sudor de la cara y salió del cuarto. Su albornoz estaba húmedo. Quería abrir la ventana y dejar que entrase algo de aire fresco.

En el instante en el que tendió la mano hacia la ventana, el teléfono sonó. A punto estaba de descolgar cuando sintió una punzada en el hombro convaleciente. Junko se detuvo durante un segundo, examinó brevemente su hombro y después su brazo. Tomó el auricular con la otra mano.

– Junko Aori, ¿verdad? ¿La pillo en buen momento?

De repente, Junko tuvo la sensación de que el dolor lancinante de su hombro había sido una señal de advertencia.

– ¿Quién es? -preguntó, aferrándose con fuerza al auricular. El vapor que se había escapado del cuarto de baño lo hacía resbaladizo.

– No puedo darle mi nombre sin más. -Era un hombre con voz relajada y dulce. No parecía ser muy joven. Se trataba más bien de la voz de alguien que entendía su poder y la responsabilidad que este conllevaba. A Junko le recordó a un médico. Hacía años que no venía a uno, pero le constaba que los galenos hablaban así.

«No te preocupes, Junko. Tu madre se pondrá bien».

«Es hora de llamar a la familia de tu madre y a sus amigos, y ponerles al corriente de su estado. Desde luego, haré todo lo que esté en mis manos, pero tiene el corazón muy débil.»

Recordaba muy bien esas voces.

– Oiga, ¿todavía está ahí? -preguntó el hombre del teléfono, despertándola de su flash-back-. La llamo porque quiero hablarle de los Guardianes.

Estaba convencida de haber oído algo parecido recientemente… «Claro, la otra llamada.» Al acordarse, su timbre de voz ascendió ligeramente.

– Recibí una llamada de un joven, y mencionó esa misma palabra. Dijo algo sobre que no debería haberme llamado aún.

El hombre parecía sorprendido y algo disgustado.

– Ese imprudente… ¿Ya la ha llamado?

– ¿Tiene usted algo que ver con él? Dijo: «estamos impresionados con el modo en que trabaja». ¿A qué se refería? ¿De qué va todo eso de los «Guardianes» de los que tanto hablan?

Es el nombre de nuestra organización.

– No me suena. No sé quiénes son ustedes ni a qué grupo representan.

– Soy consciente de ello. -Junko podía distinguir un ligero tono socarrón-. Esa es la razón por la que la llamo. Nos gustaría conocerla. ¿Le interesaría reunirse con nosotros?

– ¿Y por qué exactamente debería reunirme con usted y conocer su organización? -A Junko le sonó a una de estas pesadas bromas telefónicas, de modo que preguntó, escéptica-: ¿Intentan vender algo? ¿Es una especie de fraude piramidal?

Su interlocutor estalló en escandalosas carcajadas. Su voz perdió nitidez y Junko supuso que había apartado el auricular de su boca.

– ¿De qué se ríe? Le estoy haciendo una pregunta muy sencilla.

– Lo lamento. -Cuando acercó el auricular, Junko supo que intentaba reprimir la risa-. Sé que no accederá a vernos simplemente porque la hemos llamado y le hemos pedido que lo haga. Hoy prefiero limitarme a hacerle un obsequio. Acéptelo y dígame si le agrada. Volveré a contactar con usted, digamos, en unos cuantos días.

– ¿De qué está hablando?

– Hitoshi Kano -dijo el interlocutor, ignorando el tono de molestia en la voz de Junko.

– ¿Cómo dice? -Junko puso los ojos como platos.

– Le daré la dirección de Hitoshi Kano. Es el joven que ha estado buscando. Ahora tiene veinte años por lo que, a ojos de la ley, ya es un adulto. Le puedo decir que tiene carné de conducir, que practica snowboard… Todos los fines de semana, carga su tabla en la baca del coche y se dirige a las montañas. Con sus amigos.

Sus amigos. Junko cerró los ojos. Hitoshi Kano. ¿Con qué tipo de personas se relacionaría?

– Hay más. El mes pasado, se celebraron elecciones en su distrito. No estoy al tanto de si votó, pero puedo averiguarlo si lo desea. Vaya, si lo veo no lo creo. El derecho a votar, deber y privilegio de todo ciudadano japonés, ¡y él lo tiene! Qué ironía que hablemos de igualdad y de tolerancia, ¿no le parece? Nuestro país da el derecho a votar a esa escoria sin consciencia alguna, a ese impune asesino.

– Deme su dirección -dijo Junko casi sin pensarlo.

– Desde luego.

Junko se apresuró a anotar la dirección y el número de teléfono que le proporcionó. Podía sentir la emoción dispararse en su interior. Llevaba años buscando a Hitoshi Kano, y le mortificaba la idea de que aún siguiera suelto. Sin embargo, pese a las buenas noticias, albergaba sus dudas respecto a esa disposición espontánea, a que le proporcionaran la información que tanto había buscado.

– ¿Cómo ha conseguido la dirección de Kano? ¿Y por qué me la da a mí? ¿Cómo sabe que estoy buscándolo?

Pudo distinguir otra risa al otro lado del teléfono.

– Lo sabemos todo acerca de usted. Somos camaradas. Trabajamos por la misma causa.

– ¿La misma causa?

– Y le deseamos toda la suerte del mundo para que acometa con éxito su misión. Con sus poderes, no tenemos de qué preocuparnos. Y puesto que tanto le ha gustado el obsequio, y estamos convencidos de que sabrá aprovecharlo, le tenemos otro reservado para cuando acabe.

Junko no pudo evitar inclinarse hacia adelante, hacia el teléfono, como si quisiese acercarse físicamente a su interlocutor.

– ¿Qué van a decirme? ¿Qué viene a continuación?

– Noticias sobre Kazuki Tada. -Y con aquello, el hombre colgó. Junko se quedó allí de pie, con el teléfono en una mano y su bloc de notas en la otra. Se sintió como si acabaran de dejarla tirada en una esquina de la calle.

Hitoshi Kano. Antiguo miembro de la banda de Masaki Kogure. Tres años atrás, no era más que un gandul de diecisiete años, residente en el distrito metropolitano de Nakano. Su posición en la banda quedaba lejos de la cúspide de la jerarquía. A decir verdad, no era más que un recadero. No obstante, algo destacaba en él: su personalidad quedaba marcada por una retorcida combinación de resentimiento, derivado de su estatus dentro de la banda, y de una crueldad abyecta profesada contra los más débiles.

Ahora tenía veinte años. Era un adulto. «Así que estaba haciendo snowboard, ¿eh? ¿Y tenía carné de conducir?»

¿Quién sería la siguiente víctima que raptaría con ese dichoso coche? Junko sintió que las mejillas le ardían y las sienes le palpitaban. La intensidad del poder estaba estrechamente vinculada a su estado anímico. Si intentaba liberar una pequeña dosis en esos momentos, la probabilidad de que se le escapara de las manos era demasiado alta, de modo que la mantuvo bajo control y cerró herméticamente toda vía de escape. Como todo tiene un precio, frustrar el ímpetu de la energía le provocó unas fuertes migrañas.

Con lo cual, regresó al cuarto de baño, se quedó en ropa interior y se sentó en el borde de la bañera. Una vez más, abrió el grifo y dejó correr el agua al mismo tiempo que liberaba su poder. Para cuando el agua alcanzó el borde, ya estaba caliente, por lo que tiró del tapón para dejarla escapar y repetir el proceso. Aquello funcionaba para acallar su energía, pero de nada le servía a nivel emotivo. Incluso le resultaba desagradable.

Era demasiado tarde como para hacer nada esa noche. Pasaría a la acción al día siguiente. Aunque sabía que era lo más razonable, no lograba dejar de dar vueltas al asunto. Hitoshi Kano. Por fin lo había encontrado y ahora sería testigo de su último aliento.

Junko solo lo había visto una vez, a lo lejos. Sin embargo, recordaba perfectamente su nariz plana y sus dientes torcidos.

Ya había pasado mucho tiempo desde la época de la caza de colegialas que se perpetró en los alrededores de Tokio. Las chicas cargaban con una pena de muerte solo por haber cometido el insignificante error de caminar solas por la calle. Eran secuestradas y llevadas a desérticos parajes en la montaña o a silenciosas orillas de un lago. En el trayecto, recibían toda clase de golpes y vejaciones. Una vez llegaban a su destino, los cazadores echaban a las chicas del vehículo diciéndoles que eran libres, que escaparan. Para entonces, ya las habían despojado de sus zapatos y parte de la ropa. Les anunciaban el inicio del juego: «Lo llamamos "El pilla pilla mortal". Si logras escapar de nosotros, vivirás.»

Las chicas echaban a correr con todas sus fuerzas. La banda las perseguía montada en el coche. Eran cuidadosos a la hora de elegir su terreno de juego; y soltaban a sus presas, en zonas despejadas, desprovistas de arboledas o matorrales en los que esconderse. No era más que una cacería, un safari humano, y las chicas eran perseguidas hasta el agotamiento, antes de ser rematadas. Sus cuerpos eran abandonados ahí mismo o arrojados en otro lugar, cual trapos usados.

Tras el tercer asesinato, se puso en marcha un dispositivo policial con el fin de detener a los responsables. En el punto de mira, un grupo de delincuentes juveniles. La pandilla acaparó las sospechas de la policía después de que un adolescente interrogado en el marco de otra investigación los señalara como culpables. Los agentes que trabajaban en el caso se estremecían al pensar que tenían que basar su plan de acción en el testimonio -apenas un rumor- de un delincuente quinceañero. Pero a esas alturas de la investigación, debían aferrarse a cualquier pista, sin importar lo insignificante que pareciera a primera vista.

Arrancó la investigación. Pese al carácter atroz de los crímenes cometidos, varios elementos vinieron a entorpecer la acción policial: la edad de los homicidas, todos menores; la falta de pruebas materiales necesarias para inculparlos. Para colmo, se filtraron algunos elementos de la investigación de los que se hicieron eco los medios.

Poco después, un chico de dieciséis años llamado Masaki Kogure, el principal sospechoso, se ofreció a dar una rueda de prensa. Anunció que pretendía presentar recursos legales contra el departamento de policía por acusarlo de un crimen del que se proclamaba inocente. Afirmó que esta acusación era gratuita y estaba carente de todo fundamento; que la policía no solo había puesto su vida patas arriba, sino que también había servido en bandeja su cabeza a los medios de comunicación.

Precoz era el carisma del tal Masaki Kogure: una labia fácil, una gran seguridad en sí mismo y cierta facilidad para actuar con elegancia. Tantas cualidades le valieron una gran popularidad. Su omnipresencia en las cadenas de televisión lo catapultó a la fama. No solo protagonizaba programas de debate vespertinos de tintes sensacionalistas, sino que también aparecía en platos de programas de entretenimiento retransmitidos en horario de mayor audiencia. No pocas veces lo ovacionó el público, cual ídolo de masas. Llegó incluso a escribir una novela de carácter autobiográfico que tituló Gritos de protesta de un joven rebelde. Según parecía, su sueño era dirigir la adaptación cinematográfica de la misma.

La policía no contaba con evidencias de gran calado, la mayoría indiciarías. Existían testimonios indirectos como para llenar todas las estanterías de una biblioteca. Los medios de comunicación dieron mucho bombo al personaje mientras que, por otro lado, arremetían con críticas feroces contra la policía. La opinión pública quedó dividida.

Al final, resultó imposible presentar cargos contra Masaki Kogure o ninguno de los miembros de su banda.

«Y fue ahí cuando entré en escena.»

Fue esa la razón que empujó a Junko a ir a visitar a Kazuki Tada, el hermano mayor de la tercera colegiala asesinada. Ella se llamaba Yukie, y era una chica preciosa.

Si la ley no podía juzgar a un monstruo como Masaki Kogure, buscaría una alternativa. Junko decidió ofrecerse a Kazuki Tada para ser el brazo de la justicia.

Podía ayudarlo a vengar a su hermana, juntos ejecutarían a Kogure. Ya estaba predestinada a conocer a Tada porque los dos trabajaban para la misma compañía. A principios de otoño de aquel mismo año, Kazuki Tada y ella tramaron un plan para dar caza a Masaki Kogure. Lo habían seguido, en coche. Lo único que Junko tenía que hacer era apuntar su energía hacia él desde el asiento del copiloto del vehículo de Tada.

Junko observó como ardieron el pelo, la camisa y la piel de Kogure. Este soltó un grito, se desplomo y rodó sobre sí mismo para sofocar las llamas. Pero en este instante, el plan dio un drástico giro. Kazuki Tada había cambiado de opinión y justo antes de que Junko pudiera rematar al criminal, Tada puso en marcha el coche y se alejó a toda velocidad. No estaba dispuesto a mancharse las manos de sangre, a ponerse a la misma altura de Kogure.

Junko no podía entenderlo. ¿Cómo podía compararse con alguien como Kogure? Jamás había torturado a nadie, no había hecho mal por placer. Ejecutar a Masaki Kogure, el autor de tantas atrocidades, no era sino un deber sagrado. Sin embargo, su aliado renunciaba a cumplirlo.

Ambos siguieron su propio camino y Junko reemprendió la búsqueda sola. No volvieron a verse hasta mucho después, cuando Junko finalmente ajustó sus cuentas con Masaki Kogure, en lo que llegó a conocerse públicamente como los crímenes a orillas del río Arakawa. Fue a ver a Kazuki Tada. Quería informarle de que el trabajo estaba hecho. Pero cuando dio con él, una noche lluviosa y cubierta de niebla, Tada ya se había enterado del asunto. Insistió en que cesara su persecución de la banda de Kogure, pero Junko no estaba dispuesta a abandonar su misión y, descorazonada, se marchó una vez más.

Aquella fue la última vez que lo vio. Prosiguió con la búsqueda de los otros miembros de la banda, por su cuenta. Kogure había sido su objetivo principal y puesto que ya lo había quitado de en medio, había llegado el turno de los demás. No le costó averiguar sus identidades. Dado que Kogure había mencionado el nombre de sus compinches en muchas entrevistas y en su consabida autobiografía, Junko llevó a cabo ciertas pesquisas y contrató a un detective privado para que hiciese el resto del trabajo. Al final, logró localizar a todo el grupo.

Sin embargo, la espeluznante muerte de Kogure provocó una preocupación que se extendió como la pólvora entre los pandilleros. No tardó en especularse que alguien quería cobrarse su venganza por los asesinos de las colegialas. Empezaron a planear la huida; algunos se mudaron y abandonaron la ciudad; otros llegaron a cambiar de identidad. La partida de caza planeada por Junko sufrió de estos contratiempos.

Aun así, se las arregló para dar con el nuevo líder de la banda, un chico de diecinueve años; también con el conductor del vehículo con el cual perseguían a sus presas, un joven de dieciocho. Se encargó de ambos. El primero ardió junto a toda su casa. La investigación correspondiente archivó el caso como «sospechoso». Los padres del joven, que no se encontraban en el domicilio en el momento del incendio, celebraron el funeral de su desaparecido hijo por todo lo alto. Junko asistió. El padre pronunció un discurso lleno de elogios por la memoria del difunto vástago, provocando la indignación de Junko, a quien no le habría molestado quitarlos también de en medio. Al escuchar la apología fúnebre de esa escoria, se acordó de tres declaraciones conseguidas por la policía; tres testimonios de jóvenes ajenos a los safaris que habían escuchado cómo ese chico, ese modelo de virtud fanfarroneó de las atrocidades que había perpetrado. Según estos testimonios, confesó que encontró un placer casi orgásmico al atar a la primera víctima de su matanza, una chica de dieciséis años, antes de clavarle un picahielos en el ojo.

En cuanto al conductor, a Junko le pareció legítimo que ardiera en su coche. El vehículo, envuelto en llamas, no se detuvo hasta impactar contra un poste y quedar destrozado. Pero milagrosamente, el objetivo sobrevivió. Que supiera Junko, el chico seguía con vida, aunque en estado vegetativo.

Solo quedaba Hitoshi Kano.

Aquel astuto joven se había mudado y continuaba con su vida sin ser molestado por nadie; borrón y cuenta nueva. Junko sabía lo que le había hecho a las niñas secuestradas, y también que éstas no habían sido sus únicas víctimas. Estaba al tanto de todo. Antes de asesinar al nuevo líder de la banda, utilizó su energía para romperle las piernas y dejarlo inmovilizado. Fue así como pudo someterlo a un sucinto interrogatorio.

Entre sollozos, lo confesó todo. Admitió sus crímenes. Aquellas colegialas no fueron las únicas víctimas que dejó en su sangrienta estela. Había más mujeres; crímenes que no llegaron a salir a la luz. Explicó que, en la banda, Hitoshi Kano era un consagrado experto en perpetrar crueldades. Era aquel que siempre se apuntaba al viaje, aquel que esperaba con ansia a que le llegase el turno de torturar a las rehenes.

Junko se negaba a considerar completo su deber para con las colegialas hasta que no se deshiciera del muy hijo de puta.

Y por fin había dado con él.

Guardianes. Protectores. Junko cerró los ojos y reflexionó. ¿Cuando el hombre del teléfono utilizaba el «nosotros» para referirse al grupo, hablaba de otros que poseían los mismos poderes que ella? De ser así, ¿a quiénes más estarían protegiendo?

A Junko le entristecía saber que no era capaz de proteger a nadie. Podía curar pero no prevenir el mal. Si algún abyecto demonio andaba cerca, siempre lo atacaría de frente. El problema radicaba en que el mundo estaba plagado de demonios, y Junko únicamente podía estar en un lugar a la vez. Solo le era posible actuar a posteriori. Debía contentarse con ponerse en marcha una vez ocurriera una tragedia, y deshacerse del monstruo que la había causado.

Se quedó en el cuarto de baño hasta altas horas de la madrugada. Aún tenía mucho calor cuando finalmente se metió en la cama. Le costó mucho conciliar el sueño.

Cuando cerraba los ojos, no era el rostro de Hitoshi Kano el que veía sino el de Kazuki Tada. Qué extraño. Pensaba que ya no sentía nada por aquel hombre. Se había sentido atraída hacia él. Era trabajador y sensible, y tenía que admitir que se había ofrecido a ayudarlo en su venganza porque le gustaba.

No obstante, ahora todo era diferente. Él no había podido entenderla, aunque no podía culparlo por ello. Venían de mundos diferentes. Él no podía aceptar a Junko. Y alegó que prefería no vengar la muerte de su hermana pequeña a convertirse en un asesino.

¿Por qué consideraba ese hombre que se hacía llamar Guardián que tener noticias de Kazuki Tada sería un regalo para ella? Junko no quería verlo. No había motivo para hacerlo.

Casi había amanecido cuando cayó en una ligera duermevela. No sabía si estaba dormida o despierta. La única certidumbre que tenía era el peso del cansancio y la incapacidad de moverse.

Entonces, tuvo una pesadilla. Algo que había ocurrido hacía muchos años, cuando todavía era una niña. Había prendido fuego accidentalmente a alguien y entre lágrimas, intentó disculparse: «lo siento». Un niño pequeño envuelto en llamas, danzaba en un círculo de fuego, de gritos de dolor mientras su cuerpo se calcinaba. Volvió a la mente de Junko la imagen de sus ojos paralizados por el espanto.

Había alguien más con él. Aquella persona tendió la mano hacia el chico en llamas y gritó algo. Él… Sí, era otro niño que gritaba, presa del pánico. Luego, lo oyó llorar. Pero reparó en Junko e intentó alcanzarla. Junko corrió con todas sus fuerzas. «Lo siento. Lo siento. Jamás volveré a hacerlo. ¡Déjame en paz!»

Entonces, se despertó.

¿Por qué regresaba esa pesadilla después de tantos años? Era una evocación horrible y la había mantenido oculta en lo más profundo de su mente. Su pijama se le pegaba a la piel, empapado. Pudo sentir el sudor goteándole entre el pecho.

Salió de la cama y descorrió las cortinas. El alba empezaba a despuntar. Sacudió la cabeza para conjurar los últimos retales de aquel sueño y cerró con fuerza los labios. Un nuevo día de batalla comenzaba.

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