Junko Aoki, encogida bajo el abrigo para quedar guarecida del frío, permanecía inmóvil al final de un callejón sin salida.
Eran las cinco y media de la madrugada, y aún faltaban unas horas para el amanecer. Todo lo que la rodeaba quedaba sumido en la oscuridad, y las puertas y ventanas de las filas de casas y apartamentos no mostraban señal alguna de movimiento. La paz del sueño aún reinaba en la ciudad.
Se encontraba frente a un terreno nivelado y cercado por una valla metálica. A media altura de la misma colgaba un letrero: «Terreno en venta. Agencia Inmobiliaria Daiko». Bajo el nombre de la compañía, aparecía un número de teléfono. Junko lo leyó y releyó, intentando memorizarlo.
La dirección del terreno coincidía con la que quedaba impresa en el paquete de cerillas del bar Plaza que había encontrado en la fábrica abandonada de Tayama. Al otro extremo de la estrecha calle se levantaba un edificio de paredes blancas, y adyacente a este, una casa de dos plantas de aspecto sombrío. La dirección de ambos quedaba visible, señalada en sus fachadas. No cabía duda, el descampado ocupaba el lugar donde debería estar el bar. En otras palabras, el Plaza ya no existía como tal.
No le costaba imaginar qué aspecto habría tenido el local. El terreno no era muy amplio. Tras inspeccionar la zona de una ojeada, Junko se percató de que la calle estaba atestada de casas, edificios y pequeñas tiendas. No tenía sentido que el bar Plaza hubiese sido un local con clase dentro de un resplandeciente edificio recién estrenado. Lo más probable era que se tratase de una casa particular, de la que se hubiesen acondicionado algunas dependencias para albergar un bar… Algo así como un local de copas cutre en el que no cabría ni un alfiler cuando el aforo superase los diez clientes.
Sea como fuere, no merecía la pena gastar energías intentando descifrar como había sido aquel lugar. El Plaza ya no estaba allí, punto. Lo que sostenía en su mano no era sino un paquete de cerillas que anunciaban un lugar borrado del mapa. Con la esperanza de que el local se hubiese traspasado, marcó el teléfono. Pero la única respuesta fue la de un contestador automático. El número marcado ya no existía.
A Junko no le quedaba otra que contactar con la inmobiliaria Daiko. Podía inventarse una excusa creíble y conseguir que le dijeran el modo de contactar con alguien que tuviera algo que ver con el bar Plaza. La única traba era que no se encontraba en horario de oficina.
Hacía muchísimo frío, la herida le palpitaba, y tenía el ánimo por los suelos. Le estaba subiendo la fiebre, las mejillas le ardían y se sentía tan exánime que apenas podía moverse. Intentó despabilar, se enderezó y se deslizó con sigilo hasta la entrada del callejón.
Junko se dirigió hacia la calle principal, dirección a la estación de tren. De camino, sacó el paquete de cerillas e intentó examinarlo bajo la luz de las farolas.
«Este paquete de cerillas está nuevo.»
Un bar demolido y unas cerillas nuevas. ¿Qué significaría todo aquello? Quizá al propietario del bar le hubiese sobrado toda una partida de paquetes de cerillas. Si ese era el caso, y Asaba había tenido acceso a las mismas, significaba que debía de guardar algún tipo de relación con el bar Plaza. No era un cliente cualquiera, lo más probable es que fuese amigo del propietario.
Junko reflexionó.
Si estaba en lo cierto, ya tenía por dónde empezar. No tenía nada que perder. O bien Asaba era un cliente cualquiera del bar Plaza y, en ese caso, Junko se encontraría de nuevo en el punto de partida; o bien resultaba ser un conocido del propietario y si ella podía localizar a la persona en cuestión, quizá lograra averiguar el paradero de Asaba.
Los ojos de Junko se perdieron en el cielo oscuro. ¿Acaso no llegaría nunca el amanecer? ¿Por qué no podían las agencias inmobiliarias estar abiertas las veinticuatro horas del día?
En ese momento, el tiempo era su mayor enemigo. La arena del reloj caía deprisa, y todavía no tenía ni idea de dónde podía estar retenida Natsuko, la chica que había jurado rescatar. ¿Dónde estaba Natsuko? Quizá ya estuviese muerta. Quizá, en aquel preciso instante, Asaba y su banda estuvieran arrojando tierra sobre su cuerpo aún caliente. Apremiada por el tiempo y alterada por los repentinos arrebatos de ira, tuvo la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Apretó los puños. Su hombro herido palpitaba en señal de protesta, lo que ésta constató con una mueca de dolor.
Regresar a la estación de tren no aportaría nada nuevo a su búsqueda. Pero era un lugar abierto, iluminado y caliente. Y en un estado tan precario como el de Junko, aquel lugar impersonal se traducía en el cálido ambiente de una cocina donde la madre, atareada, prepara el desayuno antes de que su familia despierte.
Las pilas de los periódicos recién repartidas se amontonaban ante el quiosco que quedaba frente a la estación. Toda esa prensa esparcida por la acera la despertó repentinamente. Los canales de televisión ya estarían emitiendo. ¿Informarían los telediarios de lo sucedido en Tayama? ¿Qué estrategia habría adoptado la policía?
Se volvió sobre sus talones, dio la espalda a la estación y se encaminó hacia el centro de la ciudad. Tenía un objetivo claro en mente: buscaría una cafetería, un bar, cualquier sitio donde hubiese una televisión encendida.
Era su primera visita a Higashi Ojima. Las calles dibujan una perfecta estructura cuadricular, y era fácil seguir el trazado rectilíneo de casas y tiendas. Llegó a un puente inmenso y muy elevado. Subió un largo tramo de escalones para alcanzar la plataforma. Presionó su dolorido hombro y trepó hasta que su vista abarcó la gran extensión de agua que se desplegaba abajo. En el dique, un letrero indicaba: «Río Nakagawa».
Se quedó inmóvil durante un instante, observando la oscura superficie del agua. Recordó el mapa de la zona, el cual había estudiado antes de salir de su apartamento. El río Nakagawa… ¿Era más bien un afluente, no? ¿No desembocaba río abajo con el Arakawa?
El río Arakawa. Aquel era un nombre que jamás podría olvidar. Fue en un punto de sus inmensas planicies aluviales donde llevó a cabo las ejecuciones que hicieron de ella lo que ahora era.
«En aquella ocasión me deshice de cuatro.»
El recuerdo seguía vivo en su memoria. Y rememorar ese instante no le costaba el menor esfuerzo ni le producía ninguna sensación de tormento. Nunca tuvo pesadillas sobre lo acontecido aquella noche. Siempre dormía profundamente y en paz.
Junko había intuido que todo aquello podía derivar en una situación delicada, de modo que se animó a documentarse. Se entregó a la lectura de memorias de asesinos, estudios psicológicos sobre criminales que esperaban en el corredor de la muerte. Según éstos últimos, el asesino tipo, que nada tenía que ver con Junko en cuanto a métodos e intenciones -por regla general, se trataba de crímenes pasionales, por dinero o en defensa propia- se veía atormentado por horribles pesadillas, escuchaba voces o veía alucinaciones, tanto si se arrepentía de sus acciones como si no. Junko no había experimentado nada por el estilo.
Sí, Junko había matado. Pero sus víctimas habían perdido la vida en el campo de batalla. Se trataba de una guerra. Y luchar era su deber.
Nació con un poder que muy pocos poseían, lo que significaba que estaba destinada a utilizarlo con un propósito particular. Ese era el camino correcto a seguir en su vida. «Soy un arma cargada. Mi misión es dar caza a los monstruos que viven para consumir y destrozar vidas inocentes». Esa convicción era un santuario cuyas bases se asentaban sólidas en el fondo de su corazón. Lo único que lamentaba era que esa arma cargada no estuviera equipada con todo un cuadro de mandos, un dispositivo de localización. ¿Dónde estaría el enemigo al que debía apuntar con su arma?
El viento gélido que se empapaba de humedad al rozar la superficie del río arremetió contra las mejillas de Junko. Dejó escapar un suspiro, y comenzó a descender los escalones. De repente, divisó algo blanco por el rabillo del ojo. Venía de su derecha. Al bajar la mirada hacia el entramado de calles, reparó en una fumarola de vapor blanco que manaba de la esquina de un compacto conglomerado de edificios. Lo curioso era que no pudo localizar ninguna chimenea por esa zona.
¿De qué se trataba entonces?
De todos modos, quizá fuera señal de que había gente despierta y trabajando. Junko bajó corriendo la escalera y se apresuró hacia esa dirección. El dolor del hombro la hacía jadear, pero presionó la herida con la mano y siguió su camino.
Dobló una esquina y otra después. Divisó entonces una densa columna de vapor elevarse por encima de una calle comercial en la que se alineaban unas tiendecitas. Entre los postigos cerrados y los toldos recogidos, la puerta de una única tienda quedaba abierta. El sistema de ventilación estaba encendido y la gente entraba y salía del local. El vapor blanco manaba desde un respiradero que daba a la fachada de la tienda.
Junko se detuvo y echó un vistazo al letrero de la tienda: «Tofu Ito». «Ah, una tienda de tofu», rió para sí. Claro, ya estarían trabajando desde tan temprano.
Una mujer ataviada con un blusón blanco salió cargada con una rejilla. Llevaba una mascarilla y el pelo cubierto por un pañuelo blanco. Junko retrocedió y permaneció parcialmente oculta tras un poste de electricidad para evitar que nadie la viera.
Tofu Ito era algo más grande que las demás tiendas alineadas en la acera. Aunque el letrero indicaba que se trataba de una tienda, no había ni vitrina ni escaparate donde exhibir la mercancía. Quizá solo se dedicara a la venta al por mayor.
Un pequeño camión estaba aparcado justo frente al comercio, cargado con bidones llenos hasta el borde de una sustancia blancuzca y viscosa. Era okara [2]. Debían de estar a punto de llevar a cabo un reparto. Junko avanzó despacio desde detrás del poste hasta el camión. Podía sentir el calor del vapor, que también desprendía cierto olor a medicina.
La mujer metió la rejilla en un cubo enorme y la enjuagó con una manguera de la que salía agua. Empezó a frotar la rejilla con un estropajo. Junko estiró el cuello para poder ver el interior de la tienda; había dos personas más, con los mismos blusones blancos, atareadas de un lado a otro de las grandes máquinas.
Se acercó a la mujer, que estaba de espaldas a ella, y dijo lo primero que le vino en mente.
– Disculpe… Buenos días.
La mujer, sobresaltada, soltó la rejilla y se volvió hacia su interlocutora. La manguera que había en el interior del cubo cayó hacia un lado y empapó a Junko.
– ¡Oh, lo siento! -La mujer apuntó apresuradamente la manguera hacia el suelo. El agua chapoteaba contra la acera, y salpicó el abrigo de Junko-. ¿Se encuentra bien? ¿No la habré mojado, verdad? -La mujer llevaba guantes y botas de color azul marino. Cuando dio un paso hacia adelante, la goma de las botas, en contacto con la humedad, emitió un chirrido.
– No se preocupe. Siento mucho haberla asustado.
La cara de la mujer quedaba medio cubierta por la mascarilla. Aun así, a juzgar por su tono de voz, no era joven, pero tampoco mayor. Junko también reparó en el gran número de arrugas en el contorno de sus ojos.
– Solo quería preguntarle por un lugar -prosiguió Junko.
– ¿Sí? ¿Hacia dónde se dirige?
La actitud de la mujer se volvió repentinamente brusca. Colocó la manguera en el interior del cubo y se puso de pie, con los brazos en jarras. Era obvio que no quería prolongar la conversación para poder terminar con su faena.
– ¿Sabe si hay por aquí un bar llamado Plaza?
El terreno que acababa de comprobar, donde el Plaza había estado alguna vez, quedaba un poco más cerca de la estación que de aquella tienda de tofu. De todos modos, no estaba demasiado lejos y los comercios en barrios como aquel solían afiliarse a asociaciones locales o algún tipo de sindicato, por lo que pensó que quizá aquella mujer supiera algo.
– ¿Plaza? -La mujer ladeó la cabeza.
– Sí. Al menos, creo que es un bar.
– ¿Se refiere al que estaba en el callejón, cerca de la estación?
¡Lo conocía!
– Sí, ese mismo.
– Bueno, pues si es ese, ya no está abierto. De hecho, han derribado el edificio y, ahora, no queda más que un solar.
– ¿Por casualidad no tendrá idea de dónde podría encontrar al propietario, verdad?
La mujer levantó la barbilla y observó a Junko con cautela. Obviamente, estaba en guardia. Junko esbozó una sonrisa amistosa para romper el silencio.
– El propietario me echó una mano en una ocasión… -dijo a bote pronto-. Y puesto que pasaba por el barrio, me apetecía dejarme caer por allí y saludarlo. Lo que pasa es que esta zona ha cambiado tanto que me he despistado.
Pensándolo con objetividad, su excusa no sonaba nada creíble, ni siquiera para ella. Aún no eran ni las seis de la mañana. Era demasiado temprano como para «dejarse caer» y saludar a un conocido. Sin embargo, Junko no tenía tiempo de inventarse una buena historia. Entre la alegría de dar con la única tienda abierta en un vecindario letárgico, el cansancio acumulado a lo largo de la intensa noche, el dolor lancinante de la herida y la impaciencia por desenmarañar la madeja de la búsqueda hilo a hilo, su concentración empezaba a flaquear.
Y también estaba ese vapor. Le gustaba el tofu, pero el olor que desprendía en el proceso de fabricación no era del todo agradable. Un olor empalagoso, a fármaco, reavivaba el mareo y los escalofríos que había experimentado tras recibir el disparo.
– Bueno, el bar Plaza ya no existe -espetó la mujer-. No sé qué andará haciendo el propietario ahora. No tenemos nada que ver con ellos.
– ¿Y cuándo cerró?
– Hará más o menos un mes. No lo recuerdo.
– Me pregunto si el propietario vive por aquí cerca.
– No sabría decirle.
La mujer dio la espalda a Junko y se inclinó hacia el cubo. Cerró con energía el grifo. Acto seguido, sacó la rejilla del cubo y se encaminó cargada con ella hacia la tienda.
– Esto, disculpe…
La mujer la miró por encima del hombro.
– ¿Qué quiere ahora?
La voz se quedó atascada en algún lugar de su garganta. No sabía por qué, pero había conseguido enfadar a esa mujer. Había cometido un error al dejarse llevar por la impaciencia y al abordarla sin ningún plan en mente.
– Nada, lo siento. Muchísimas gracias por su ayuda.
Junko hizo una educada reverencia, tan pronunciada como pudo. Al enderezarse, el brusco movimiento hizo que la cabeza le diera vueltas. Perdió el equilibrio pero tendió la mano para agarrarse a algo y evitar la caída.
Su mano no encontró más que aire. De repente, sintió que el agua fría le salpicaba la cara. Había caído en el cubo que la mujer acababa de usar.
– ¡Oiga! ¡Usted! -La mujer se acercó corriendo a ella, seguida por el chirrido de las botas. Junko intentó levantarse. El agua le empapaba el abrigo, el frío se le coló en los huesos y la hizo temblar. El mareo se hacía cada vez más intenso, y el olor del vapor le daba ganas de vomitar.
– ¡Oiga! ¿Qué demonios está haciendo? ¡Contrólese!
«Estoy bien, lo siento», quiso decirle antes de desmayarse.
Cuando Junko volvió en sí, lo primero que vio fue un rostro escrutando el suyo.
Una chica. Era bonita, tenía la barbilla afilada, la nariz respingona, los ojos almendrados y sus labios esbozaban un ligero puchero.
Junko intentó hablar, pero antes de articular palabra, la chica volvió la cabeza y dirigió su voz hacia atrás, por encima del hombro.
– ¡Mamá, parece que se está despertando!
Junko movió los ojos para ver lo que la rodeaba. Divisó el techo de madera y una simple lámpara colgando de un cable. Estaba abrigada y descansaba sobre una superficie suave.
«Me habrán llevado a algún sitio para que descanse…»
– ¿Estás bien? -preguntó la chica, inclinándose hacia ella.
Junko no podía encontrarse la voz, así que asintió. El movimiento le recordó el dolor del hombro.
– Bien -murmuró la chica. Tenía una expresión tensa y seria-. Estábamos decididos a llamar a una ambulancia si no recobrabas el conocimiento pronto. Estábamos muy preocupados.
Junko intentó incorporarse, pero su cuerpo se negaba a moverse. Se humedeció sus labios secos y, por fin, pudo hablar.
– Siento mucho causaros tantos problemas. Supongo que he desfallecido.
La chica le lanzó una mirada suspicaz, como si la estuviese sometiendo a la prueba del polígrafo.
– Estás herida, ¿verdad? -dijo entonces.
Un escalofrío invadió a Junko.
– Sí… Algo así.
Así que, se habían percatado de la herida. Aunque, al parecer, no habían llamado a ningún médico. Bien. Si alguien llegaba a reconocerla, se daría cuenta de que la herida había sido provocada por un arma de fuego, y tendría que informar a la policía. Eso podía derivar en un sinfín de complicaciones.
– Pero no es grave -añadió Junko-. He pillado un resfriado y me encuentro algo mareada, eso es todo. Ya me encuentro mejor.
Para dar algo de credibilidad a sus palabras, Junko intentó animarse. Se apoyó en el brazo derecho para incorporase. Echó un vistazo a su alrededor.
El suelo estaba cubierto de tatami y había una mesita baja en el centro alrededor de la cual se levantaban algunas sillas bajas. Junko estaba tumbada cerca de esa mesa. Le habían quitado el abrigo y los zapatos, y cubierto con una manta. Era suave y olía bien.
Hablando de olores, la fragancia de aquel vapor impregnaba débilmente la habitación. Debía de estar en la zona habitable de la tienda de tofu. Un biombo dividía el espacio, abriendo otro compartimento. Había una televisión junto a la chica, y encima de ella, un reloj marcaba las horas. Eran casi las siete de la mañana.
Aquello significaba que llevaba inconsciente, al menos, una hora. Acababa de recibir un disparo y no se había permitido descansar ni un momento, de modo que la herida había hecho mella. Había cometido un error. Se mordió el labio.
La chica observaba a Junko con una expresión cargada de recelo. Junko reparó en que llevaba un blusón blanco. Iba vestida igual que la mujer que había conocido en la calle antes de perder el conocimiento, excepto que no llevaba mascarilla ni el pelo cubierto. Debía de tratarse de una de las personas que había visto trabajando en el interior de la tienda.
Una vez más, la chica alzó la voz por encima del hombro.
– Mamá, ¿puedes venir un momento? -Entonces, volvió la cara y miró a Junko y con la misma expresión seria, inquirió-: Oye, has venido preguntando por el bar Plaza, ¿verdad? Eso comenta mi madre.
– Sí…
– ¿Para qué? -preguntó la chica a quemarropa-. ¿Eres…? ¿Fuiste…? Pero eres algo mayor que yo, así que…
La chica observaba con atención a Junko mientras lanzaba sus preguntas a medias. Junko aguantó la mirada, confusa. Su interrogadora agachó la cabeza ligeramente.
– ¿Te has metido en algún lío con Asaba? -soltó con determinación-. ¿Ha ocurrido algo grave? ¿Es por eso por lo que estás aquí?
Junko puso los ojos como platos. La chica, al captar la reacción, asintió como si lo comprendiera todo.
– Ya, entonces es eso. Me lo figuraba. No veo otro motivo por el que vinieses a buscar a Asaba.
– ¿Conoces a Asaba?
– Bueno, sí -repuso ésta, encogiéndose de hombros-. Somos amigos desde la guardería. También asistimos al mismo instituto.
– ¿Es de este vecindario?
– Sí. Solía vivir en el Plaza. Había un apartamento en la segunda planta.
– ¿Sabes a dónde se mudó cuando cerraron el local?
– No tengo ni idea. No se me ocurre ningún sitio.
Antes, en la calle, la madre de esa chica había afirmado con una fría indiferencia que no tenían nada que ver con el Plaza. Sin embargo, si sus hijos habían compartido guardería, los padres de ambos debían de haberse visto alguna que otra vez. Quedaba claro que la madre de esa chica había mentido, la cuestión era por qué. ¿Querría proteger a los Asaba? ¿O procuraba quedar al margen de todo lo que concerniese a esa familia?
A juzgar por la expresión obnubilada de la chica y el interrogatorio al que estaba sometiendo a Junko, lo más probable es que se tratara de lo segundo. Quizá, alguna mujer que hubiera tenido problemas con Asaba hubiese pasado por ahí antes.
– Deduzco que, como yo, han venido otras mujeres preguntando por Asaba, ¿no es así?
– Y no solo mujeres -asintió la chica-. Por aquí ha pasado de todo, desde acreedores hasta la policía.
– ¿La policía?
– Sí, agentes de paisano. Asaba debió de haber hecho algo, y lo descubrieron.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
La chica desvió la mirada hacia el calendario que colgaba de la pared y se quedó observándolo un momento, perdida en sus cavilaciones.
– Pues hará unos seis meses. El Plaza aún estaba abierto, y la madre de Asaba vivía allí.
– Me pregunto qué hizo.
– Ni idea. Los detectives no largan nada a no ser que sea necesario -explicó la chica y, adoptando un tono ligeramente cómplice, añadió-: Y si llegan a sospechar de ti, no te dan tregua.
Junko escrutó con más detalle las facciones de la chica. No llevaba maquillaje y el pelo, que le caía sobre los hombros, quedaba bien peinado y retirado hacia atrás, detrás de las orejas. Reparó en la cantidad de pendientes que llevaba en ellas.
– He acabado aquí por casualidad -aseguró Junko-. Pero los demás… Y la policía también… ¿Por qué razón acuden aquí para preguntar por Asaba?
– ¡Como si no lo supieras ya! -rió la chica. Cuando estalló en carcajadas, sus ojos almendrados se eclipsaron bajo dos finas líneas que la hicieron parecer más joven de lo que probablemente era.
– No lo entiendo.
– Me ocultas algo. En fin, qué más da. Todo el mundo miente. No solo tú. -Junko escuchó sin hacer el menor comentario. La chica prosiguió-: Es porque andaba con Asaba y los otros hasta hace un año.
– ¿Estabas en su banda?
– Sí. Pero eso es agua pasada -aseguró la chica mientras clavaba la mirada en los ojos de Junko-. Lo he dejado. Ahora ya no tengo nada que ver con ellos.
Fue una aseveración forzada. Junko sintió que un potente miedo subyacía bajo sus palabras. No era que a la chica le molestase que la interrogaran, ni que quisiera dejar claro que ya no tenía nada que ver con Asaba y su banda. Más bien era como si hubiese huido de algo que la había aterrado y aún necesitara recordar que se encontraba a salvo.
Sí, era eso. La chica había logrado escapar de Asaba y su banda. Tuvo que experimentar cosas que aún la hacían temblar cuando remontaban a la superficie.
Junko rememoró la escena en la fábrica de Tayama. «Te entiendo. Sé cómo debes de sentirte. Vi con mis propios ojos lo que son capaces de hacer», pensó Junko.
– Me llamo Junko Aoki -dijo, inclinando la cabeza por cumplir con las formalidades-. Agradezco mucho la ayuda que me has prestado.
– No te preocupes, no es para tanto. -La chica se apresuró a agitar la mano como si quisiese restarle importancia al asunto y, quizá para ocultar la vergüenza, se volvió bruscamente y gritó-: ¡Mamá! ¿Me oyes?
– Te oigo.
Justo cuando Junko se dio cuenta de que la voz quedaba muy cerca de ella, la madre de la chica asomó desde detrás del biombo.
– Eh, llevas ahí un buen rato, ¿verdad? -protestó la chica-. ¿Estabas cotilleando?
La madre de la chica no contestó, pero se plantó detrás de su hija, en un gesto protector, y miró atentamente a Junko. Se había quitado la mascarilla y el pañuelo blanco. Parecía otra persona.
Cuando la abordó frente a la tienda, Junko tuvo la sensación, por su complexión y la energía de su voz, de estar frente a una mujer no mayor de cuarenta años. Pero ahora, sin la mascarilla ni el pañuelo, intuyó que habría pasado de los cincuenta. Su pelo era de un blanco inmaculado. Quizá fuera propensa a las canas prematuras, pero por lo que se desprendía de la confesión de la chica, Junko sospechaba que aquel color era el resultado de la angustia que la madre había sufrido durante la relación que su hija mantuvo con Asaba.
– Ahora que ha recobrado el conocimiento, ¿podría hacer el favor de marcharse? -espetó con tono cortante-. No sé lo que pretende, pero quiero que deje a mi hija en paz.
– ¡Mamá! No deberías hablar así-se quejó la chica.
– Estate callada.
– No puedo. Quizá también tenga algo que ver conmigo, ¿no?
– ¡Tú ya no tienes nada que ver con eso!
Era tan evidente como conmovedor que la madre estaba, como mínimo, tan asustada como la hija. Junko no sabía qué habría ocurrido, pero estaba claro que la relación de la hija con Asaba había tenido horribles consecuencias. Aunque, finalmente, la chica había salido sana y salva de todo ese asunto. Era comprensible que la madre no quisiera saber nada que atañese a la banda.
– No pretendo involucrar a su hija en nada -dijo Junko de un modo lento y claro-. Muchísimas gracias por dejarme descansar aquí.
Intentó levantarse. La chica le tendió la mano en el acto para ayudarla.
– ¿Te encuentras bien? Deberías permanecer tumbada un ratito más. Y también ir al médico.
– ¡Nobue, no te metas en esto! -la regañó su madre-. Debería marcharse ahora mismo. Ya está bien.
– ¡Pues entonces déjanos en paz! Estoy preocupada por ella.
Así que la chica se llamaba Nobue.
– Nobue, tu madre tiene razón -sonrió Junko-. Como ya te he dicho, no he venido aquí con un propósito en mente. Ha sido pura casualidad. Ya me has ayudado lo suficiente.
Junko encontró sus zapatillas de deporte bien colocadas en el estrecho escalón que separaba el salón de la tienda. La madre de Nobue le trajo el abrigo y, sin articular palabra, lo extendió hacia su cara. Junko se lo agradeció educadamente, se puso los zapatos y se encaminó hacia la salida, cruzando la tienda.
Nobue no sabía dónde estaba Asaba, así que no merecía la pena quedarse allí. Junko tenía experiencia en los enfrentamientos directos, pero rastrear a alguien era totalmente nuevo para ella. Con desaliento, se dio cuenta de que estaba muy débil.
Una tercera persona con blusón blanco aún permanecía trabajando en la tienda. Debía de tratarse del padre de Nobue. Estaba siguiendo el progreso de una máquina que sellaba paquetes de tofu antes de soltarlo, con gran estrépito, hacia el final de la cadena de producción, frente al operario. Este levantaba los paquetes sellados en movimientos bien practicados y los apilaba con sumo cuidado en una caja que descansaba a su lado.
– Muchas gracias. Siento haberles causado tantas molestias -dijo al pasar junto al trabajador.
El la contempló un momento. Tenía una expresión seria y enfadada. Sin mediar palabra, apartó bruscamente la mirada. Junko intuía que bajo ese gorro también se escondía un pelo canoso.
Salió de la tienda y se encaminó hacia la estación. El resto del vecindario empezaba a despertar. Ya había más gente en la calle, de camino al trabajo. Pasaban junto a Junko a grandes zancadas. Si se tropezaba con alguien acabaría perdiendo el equilibrio otra vez, por lo que avanzó con cuidado, pegada a la pared. Quizá fuera mejor tomar un taxi. Aunque no estaba muy segura de que llevara suficiente dinero encima.
– ¡Eh! ¡Espera!
Justo cuando Junko empezaba a preguntarse si había oído una voz tras ella, algo la adelantó y se detuvo emitiendo un chirrido de frenos. Era Nobue, montada en bicicleta. Se había quitado el blusón blanco y llevaba unos vaqueros y un jersey azul.
– Espera un momento. ¿Adónde vas?
Junko sonrió muy a su pesar. «Esta chica es un encanto», pensó.
– Voy a casa.
– ¿En serio?
– Sí, en serio.
– ¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Andando?
– Si voy despacio, no hay problema.
– ¿Qué vas a hacer con Asaba?
– Empezaré de cero. No puedo hacer nada hasta que no sepa dónde encontrarlo.
Sujetándose en uno de los manillares y con un pie sobre el suelo para equilibrarse, Nobue parecía reflexionar.
– ¿Por qué buscas a Asaba?
– Por algo que no tiene nada que ver contigo, Nobue.
– No estoy muy segura. No puedo saberlo si no me lo cuentas.
– No te preocupes. Sé de lo que hablo. Y además… -Junko se volvió en dirección a Ito Tofu-. Si no vuelves a la tienda, tu madre y tu padre se pondrán furiosos, y eso sí que me preocupa. No quiero que te metas en un lío por mi culpa.
– No pasa nada -repuso Nobue con tono monótono-. Mis padres no tienen sentido de la gratitud.
– ¿Gratitud? ¿Tus padres?
– Sí. Son unos desagradecidos -reiteró la chica-. Cuando Asaba y los demás casi me matan, fue un desconocido quien me ayudó a salir viva de allí. Pero ellos serían incapaces de ayudar a cualquiera que se encontrase en apuros. Ni aunque Asaba fuera el causante de sus problemas. ¿No te parece de desagradecidos?
Nobue había adoptado un tono muy serio y las inconfundibles palabras «casi me matan» golpearon a Junko como una bofetada. Dio un inestable paso hacia atrás sin apartar la vista de Nobue.
Como si la chica hubiese advertido el efecto de sus palabras, asintió.
– Sí, iban a matarme -repitió-. Así son ellos. No sé en qué tipo de lío te habrás metido, pero debe de ser gordo, y no quisiera que te enfrentases sola a Asaba.
Cerca de la estación, había una pequeña zona abierta con un parque bien cuidado y bancos dispuestos a su alrededor. Junko y Nobue tomaron asiento en uno de ellos.
– Estás pálida como un fantasma -apuntó Nobue-. ¿Tienes frío? ¿Qué tal si vamos a una cafetería u otro sitio?
– Estoy bien. Y no queremos que nadie nos oiga, ¿no? Si nos quedamos aquí, no tenemos que preocuparnos de eso.
De hecho, estaban completamente solas, apartadas del bullicio matinal. El rugido de los motores de coches y motocicletas las rodeaba. Junko sentía algún tipo de afinidad con Nobue. Cada vez disfrutaba más de su compañía.
– Como ya te he dicho, pareces algo mayor que las chicas con las que Asaba y los demás suelen relacionarse.
– Sí, lo recuerdo.
– Entonces, ¿quién tiene problemas con ellos? ¿Es tu hermanita o algo así? Porque esos chicos no suelen ir detrás de mujeres mayores. Al menos, así solía ser. Asaba me dijo una vez que su pretexto no les valdría en caso de elegir un adulto para sus macabros juegos.
– ¿Pretexto?
– Sí. Si la víctima es una colegiala o alguien de la misma edad, cualquiera puede achacarlo a un lío entre críos. E incluso si recurren a las amenazas o al chantaje, la víctima temerá demasiado las represalias como para hablar con la policía. Según Asaba, nadie se inmutaría incluso si apresaran a su víctima en el centro de la ciudad siempre y cuando se tratara de una joven. Si una chica es lo suficientemente estúpida como para ir con ellos, y éstos se vuelven contra ella, la policía los meterá en el mismo saco. Pero si la víctima es un adulto, la cosa cambia, ¿no? Si Asaba y los suyos acosan a un hombre de mediana edad o arrastran a una mujer dentro de un coche, todo el mundo sospecharía algo.
Junko asintió, con los ojos cerrados. Era cierto. Lo que Nobue decía tenía sentido. Pero, al parecer, la política de Asaba había cambiado desde que Nobue huyó de la banda. Y había sido un cambio considerable.
«Esos niñatos han matado a un adulto, ¿sabes? Anoche atacaron a una pareja, asesinaron al hombre y raptaron a la mujer. Todavía la retienen en algún lugar. Y no solo eso. Al parecer, no es la primera vez que lo hacen.»
Las palabras ascendieron rápidamente por su garganta, pero Junko se las tragó. No podía contarle eso a Nobue. Si la chica le preguntaba cómo se había enterado, Junko no podría inventar ninguna excusa creíble. Tres cuerpos carbonizados pertenecientes a miembros de la banda de Asaba seguían en la oscura fábrica de Tayama. O quizá ya los hubiesen sacado de allí. La idea impulsó una débil sensación de triunfo en el desalentado corazón de Junko.
Abrió los ojos y miró a Nobue.
– Me temo que mi hermana sale con la banda de Asaba.
– Me lo imaginaba -reconoció Nobue, chasqueando la lengua-. Debe de ser muy bonita. Se parece a ti, ¿verdad?
– Hum, no estoy segura…
– A Asaba le gustan las chicas bonitas.
– Por eso llegó a elegirte a ti, Nobue.
– Pues por lo visto, no soy lo suficiente bonita -resopló ésta-. Esa es la razón por la que intentaron matarme. En fin, quieres que tu hermana salga de la banda, ¿no?
– Eso es. Mi hermana… Cada vez está más metida, y estoy preocupada. Habla mucho de Asaba y del Plaza, y encontré un paquete de cerillas del local en el bolsillo de su abrigo. Así que, decidí pasarme por allí y ver de qué tipo de lugar se trataba.
– ¿Tan temprano?
– Supuse que era un bar y no quería ir por la noche. De todos modos, me pillaba de camino al trabajo.
Nobue miró a Junko de arriba abajo, con descaro.
– ¿Te vistes así para ir a trabajar?
– Sí… Es una empresa muy pequeña. Pero supongo que será mejor que me tome el día libre. De todos modos, me duele el hombro.
– Ah, la herida. ¿Cómo te la has hecho?
– Oh, no es nada. Es un rasguño.
«Soy una pésima mentirosa», pensó Junko. Y cuando Nobue observó en voz baja: «Lo siento, pero no creo que estés diciendo la verdad…». Junko acogió esas palabras casi con alivio.
– Todo eso de que te has metido en un lío con Asaba, que tienes que hacer algo al respecto, y que por eso has venido a buscarlo… Bueno, eso sí me lo trago. Pero lo demás, no me cuadra.
– Lo siento -dijo Junko, esbozando una débil sonrisa. Quizá Nobue lo entendiera. Pues se limitó a devolverle la sonrisa.
– ¿Te importa si fumo?
– Adelante.
Nobue se levantó del banco y salió trotando hacia el otro lado de la calle donde había una máquina dispensadora. Metió la mano en el bolsillo y sacó algunas monedas. Compró un paquete de cigarrillos y se puso a hurgar de nuevo en los bolsillos, antes de regresar junto a Junko.
– ¿Qué habré hecho con el mechero…? Oh, aquí está.
Se acomodó de nuevo en el banco e intentó encender un pitillo. Pero había viento y, tras varios intentos, seguía sin poder prenderlo.
Junko consideró la sincronización de las chispas del mechero y parpadeó ligeramente, concentrándose en la punta del cigarro de Nobue. Aquello requería un control especial de sus poderes, limitar la onda de calor hasta reducirla a un mínimo y, con mucha delicadeza, dejarla escapar.
El mechero no conseguía despedir llama alguna, pero el extremo del cigarro prendió. Nobue, algo confusa, apartó el cigarro de la boca.
– ¡Eh! -Miró una y otra vez el cigarro y el encendedor, atónita.
– Nobue, ¿cuántos años tienes? -preguntó Junko.
– ¿Qué? ¿Yo? Dieciocho. -Nobue agitó la mano en la que sujetaba el cigarrillo-. Pero ya estoy trabajando.
– Ya veo.
– De todos modos, llevaba muchos años fumando a escondidas. Ahora ya no tengo que disimular, ni siquiera delante de mis padres. Mi padre me compró este mechero por mi cumpleaños.
Era un encendedor moderno diseñado para mujeres y decorado con metal esmaltado.
– Es precioso. ¿Me das un pitillo?
Junko no necesitó hacer ningún truco de ilusionista porque Nobue lo encendió con su propio cigarro. Permanecieron sentadas, fumando. Junko tosió un poco al principio, pero fumar la ayudaba a templar los nervios.
– Si tú tienes dieciocho, Nobue, entonces Asaba tendrá tu edad, ¿no?
– Sí, pero él dejó el instituto.
– Ya, entonces no estudia.
Fuera como fuese, seguía siendo menor de edad. Un crío. Aunque cuando lo vio en la fábrica abandonada, imaginó que tendría unos veinte. Sin duda, aparentaba más de los que tenía realmente.
– ¿Cuál es el nombre de pila de Asaba?
– Keiichi. Se escribe con los kanjis [3] para «respeto» y «uno». ¿Ni siquiera conocías su nombre?
«¿Con que Keiichi, eh?»
– Parece que su padre guardaba la esperanza de que su hijo se convirtiera en el hombre más respetado del mundo. Qué ironía, ¿verdad? -Al decir aquello, Nobue lanzó el cigarrillo al suelo y lo aplastó, con el tacón del zapato-. ¿Quieres que te enseñe lo que me hizo?
Antes de que Junko pudiera responder, Nobue se dio la vuelta, y se levantó el jersey hasta la nuca.
– Echa un vistazo.
El viento agitaba el fino vello de la delicada nuca de Nobue. La visión que ofrecía su espalda desnuda le erizó la piel a Junko. Dos importantes cortes diagonales, sin duda obra de una navaja, trazaban una gigantesca «X». Partían desde cada hombro, confluían en medio de la columna y terminaban a cada lado de su cintura.
Tras un minuto de silencio, Nobue se volvió hacia Junko.
– Fueron incisiones bastante profundas. -A Nobue no le temblaron las manos cuando se bajó el jersey-. Utilizaron un gran cuchillo de sierra.
Junko se inclinó ligeramente hacia Nobue para oír lo que le relataba en voz baja. Estaba muy cerca de su rostro. Tan cerca, que tenía la impresión de que podía ver a través de sus ojos y leer en su alma.
Los ojos de un brillante marrón oscuro. Reparó en un detalle: en su iris derecho, asomaba un diminuto punto negro que parecía haber sido dibujado con la punta de un alfiler. Junko pensó que quizá todos sus suplicios, todo el terror que Nobue había sufrido quedaran condensados en aquel punto. Si alguien examinara esa manchita negra bajo un microscopio, puede que observara la sangre derramada en un dantesco cuadro.
– Entonces, ¿aquel ataque fue el detonante que te empujó a salir de la banda? -Nobue asintió con firmeza-. Siento el atrevimiento pero ¿qué fue lo que te llevó a relacionarte con esa gente?
– Ninguna razón en especial. Supongo que estaba aburrida -repuso Nobue, encogiéndose de hombros. La chica cruzó las manos detrás de la cabeza y se recostó para observar el cielo-. Los fines de semana… Sería un sábado. Por aquel entonces, Asaba ya había dejado el instituto, pero todavía nos veíamos. Así que cuando llegaba el sábado por la noche, me ponía muy contenta. La escuela era muy aburrida.
– ¿Ibais juntos al mismo instituto?
– No, yo asistía a un instituto de chicas. Y Asaba, a uno solo de chicos, en el distrito de Shinagawa -se echó a reír-. Éramos tan tontos que solo pudimos matricularnos en institutos para fracasados.
Junko no acompañó a Nobue en sus carcajadas, sino que bajó bruscamente la mirada y se quedó observando las colillas que se arremolinaban a sus pies. Nobue confundía las cosas: la inteligencia no podía medirse por las notas que uno consiguiera en la escuela. Que una persona sacara buenas notas no lo describía como un ser humano decente. El Keiichi Asaba que Junko había conocido en Tayama era malvado, no tonto. Y esa era la combinación más aterradora de todas.
– ¿Cuántos erais en el grupo?
– Es difícil de decir, no había un número exacto. A veces, también se nos unían chicos del centro de la ciudad.
– Ya veo. Pero Asaba era el líder, ¿cierto?
– Sí. Él y el hermano mayor de Takada.
– ¿El hermano mayor?
– Sí. Había dos Takada. El menor tenía nuestra edad, y el mayor unos veinte años por aquel entonces.
– Así que, ¿el mayor de los Takada tenía coche?
– Sí. Era con su coche con el que nos movíamos. Cuando éramos muchos y no cabíamos en un solo vehículo, solíamos coger el de nuestros padres sin que éstos se enterasen.
– ¿Sin carnet de conducir?
– Ya ves. Es una locura, ¿eh? -Junko distinguió un tono desafiante apenas perceptible en la respuesta de Nobue que le lanzó una mirada de soslayo.
Junko intentó hacer memoria. ¿Estaban esos hermanos Takada entre los tres que había abrasado en la fábrica abandonada de Tayama? ¿Había visto algún rasgo similar -el de dos hermanos- en sus caras bajo el destello de luz que iluminó sus últimos minutos de vida?
– Y esos hermanos Takada, ¿son también de tu barrio?
– No. No tengo ni idea de dónde viven. Son amigos de Asaba. Creo que el menor iba a clase con él. Se llamaba Junichi, pero todos lo llamábamos Jun. A su hermano mayor lo conocíamos simplemente por Big Bro… Ahora que lo pienso, creo que nunca nadie lo llamó por su nombre.
– ¿Estaban presentes cuando te rajaron la espalda?
– Sí, lo estaban. -Las comisuras de los labios de Nobue esbozaron una mueca antes de que se echara a reír, sin regocijo alguno-. Mientras Asaba quedaba a mis espaldas, Jun me sujetaba las piernas. Big Bro se limitó a quedarse ahí sentado, fumando.
Sin pensarlo, Junko alzó la mirada y la clavó en Nobue. La chica estaba sacando un nuevo cigarrillo.
– ¿Sabes? A mí me da la sensación de que el hermano mayor era el líder -dijo Junko en voz baja.
Tras varios intentos con el mechero, la llama salió y Nobue dio una profunda calada al cigarrillo.
– No lo sé… Siempre pensé que Asaba era el líder. Cuando me hicieron esto, me dio la sensación de que Big Bro estaba demasiado asustado como para participar. Todos los estaban. Todos excepto Asaba.
– Pero…
– Me puse a llorar y a gritar. Había sangre por todas partes. Y entonces, Jun perdió los nervios. «¡Ya basta!», dijo a Asaba. Este se enfadó y amenazó a Jun con el cuchillo. Fue en ese momento cuando me levanté de un salto y eché a correr. -Nobue relataba la historia sin entonación alguna-. Corrí y corrí. Ni siquiera sabía hacia dónde me dirigía… Solo quería alejarme de aquel lugar. Asaba salió tras de mí. Pero después se dio la vuelta para ir a por el coche y alcanzarme, o eso pensé yo. Si me hubiese atrapado, estoy segura de que me habría asesinado. Las heridas me dolían a rabiar y estaba demasiado mareada como para mantenerme en pie. Sin embargo, no podía detenerme, así que seguí corriendo. Un camión pasó por allí y yo agité las manos para detenerlo…
– ¿Dónde ocurrió eso?
– ¿Conoces el vertedero que hay junto al río Wasaku?
– ¿En Tokio?
– Sí, en el distrito de Koto. No está muy lejos de aquí. Ya sabes, queda cerca de la Isla de los Sueños [4].
– ¿Fuisteis hasta allí? ¿Qué hacíais en aquel sitio?
– Había ratas enormes. -Nobue extendió las manos y marcó una distancia de unos treinta centímetros para ilustrar el tamaño de los bichos-. Y con rabos incluidos, eran así de largas. Nos dedicábamos a darles caza, matarlas, dispararlas…
Nobue enmudeció. Junko mantuvo la mirada clavada en ella, sin apartarla un momento.
– ¿Llevaban armas? -Nobue no respondió-. Tenían una, ¿verdad? No te preocupes. No me sorprende en absoluto. Ya había contemplado esa idea.
Ahora era Nobue quien parecía sorprendida.
– ¿Por qué? -De súbito, abrió los ojos como platos. Boquiabierta, preguntó-: ¿Entonces, te…? ¿Esa herida de tu hombro…? ¿Asaba te disparó? ¿Es eso?
– ¿Asaba tenía un arma, verdad? -insistió Junko que prefirió ignorar la pregunta de la chica. Se presionó la herida del hombro con la mano.
Nobue asintió.
– ¿La tenía cuando te torturaron?
– Sí.
– Qué extraño. Un camionero te socorrió… Por lo tanto, la policía tuvo que enterarse de lo sucedido. ¿Por qué no intervinieron entonces? En cuanto a lo de mi hombro, tienes razón, Asaba me disparó. Y todavía lleva encima el arma. Dices que eso pasó hace un año. ¿Por qué no se supo nada?
Nobue estaba visiblemente perturbada, y Junko no tardó en entender el por qué. No daba crédito.
– ¡No informaste a la policía!
– Hum…
– Pero… ¿Por qué no? El conductor que te recogió tuvo que intentar llevarte o bien a la policía o bien al hospital, ¿no?
Nobue soltó una débil carcajada de impotencia.
– Aquel camionero había acudido al vertedero a tirar lo que no debía. Se habría metido en un buen berenjenal si la policía se hubiese enterado.
Vertido ilegal de residuos.
– Total, no podía acudir a la policía ni a ningún sitio, e ir a un hospital también le habría causado demasiadas complicaciones… Lo que importa es que se detuvo nada más verme chillar y agitar los brazos como una loca. No me ignoró y siguió su camino. Era un viejecito muy honrado. Me trajo en seguida a casa, pero se marchó con la misma rapidez. Después fueron mis padres los que se encargaron de todo.
– ¿Y ellos no quisieron ir a la policía?
Nobue pareció recibir esas palabras como una descarga eléctrica. Cuando volvió el rostro hacia Junko, su rostro había adoptado una expresión muy seria.
– Les rogué que no lo hicieran -confesó sin rodeos.
– ¿Por qué?
– Porque sabía que si lo hacían, nos asesinarían a los tres.
Junko reparó de nuevo en el punto negro en el ojo de Nobue. Creyó ver algo cauterizado en su interior.
– ¿Y crees que hiciste lo correcto? -inquirió Junko en voz baja.
– Me puedo dar con un canto en los dientes -repuso con el mismo tono apagado-. No sé si fue la elección acertada o no. Pero estoy satisfecha. Al fin y al cabo, estamos vivos. -Se encogió ligeramente de hombros, y prosiguió-: Al poco tiempo, Asaba llamó por teléfono. Ocurrió al día siguiente o dos días después, creo. Yo estaba durmiendo. Mi padre le pidió que me dejara en paz. Le dijo que si se olvidaban de mí, no avisaría a la policía.
A juicio de Junko, habían firmado un pacto con el diablo. Asaba tenía todas las de ganar. Podía respetar el acuerdo o romperlo. Y si lo rompía, la predicción de Nobue se haría realidad: los tres acabarían muertos. El silencio de la familia no les garantizaba seguridad alguna.
– Asaba rió como un loco cuando escuchó lo que decía mi padre -continuó Nobue-. Se sabía dueño y señor de la situación. Otro elemento que jugó a su favor fue el hecho de que yo hiciese un montón de tonterías con la banda. Tonterías que no quise que llegaran a los oídos de la policía.
– ¿Tu padre también sabe eso?
– Claro. Esa es la razón por la que accedió a no llamar a la policía. «Acabará con tu futuro», me dijo. -Nobue estalló en carcajadas-. Como si tuviera futuro…
– Por supuesto que lo tienes. Y ahora estás trabajando, con tus padres.
Nobue meneó la cabeza, en una negación rotunda a las palabras de Junko.
– No es lo que quiero hacer el resto de mi vida.
– Bueno, es demasiado pronto para…
– Lo mires por donde lo mires, es aburrido. -Nobue se pasó los dedos por el pelo-. Trabajar, comer, dormir, y trabajar otra vez. No hay nada que te haga sentir realmente viva. Y tampoco es que me vaya a hacer rica con este curro. Hay un montón de cosas geniales por explorar en el mundo, y hay tanta gente que consigue lo que quiere…
– Yo no estaría tan segura.
– De algún modo, siento que la mala suerte se ha cebado conmigo. Y eso me saca de quicio, ¿sabes?
De repente, Junko se hizo a la idea de por qué aquella chica había malgastado el tiempo con esa pandilla de maleantes. Compartían las mismas inquietudes, los mismos intereses, les gustaba divertirse del mismo modo. Acababa de descubrir parte de la razón por la que Nobue se había sentido atraída hacia Asaba y sus compinches.
Aburrimiento e ira.
Sí. Aquel grupo de cuatro del que Junko se había encargado a orillas del río Arakawa respondían al mismo perfil. «El mundo es aburrido. Quiero emociones. Es un país libre, así que podemos hacer lo que nos venga en gana. ¿Por qué hay gilipollas que lo tienen todo y yo tengo que cargar con esta vida de mierda?»
Nobue debió de experimentar la misma sensación. De hecho, aún lo hacía. No había cambiado mucho desde entonces. Lo único que tenía claro era que Asaba era un tipo espeluznante. Ahora sabía lo suficiente como para no relacionarse otra vez con él, fin de la lección.
Fuera o no consciente de ello, si otro Asaba se cruzaba en su camino, podría elegir una vida que otra vez la colocase a ella y a sus padres en una situación de peligro. Y por si no tuviese bastante con eso, podría convertirse en una amenaza para el resto de la sociedad.
¿Todas esas confesiones seguían haciendo de ella una víctima inocente? Junko se perdió en sus cavilaciones. «¿Quiero vengarme por lo que le hicieron a esta chica?». Era la primera vez que Junko se encontraba con semejante dilema. En el pasado, ya había conocido a un hombre que no había poseído el valor suficiente como para tomar represalias…
Su cara le cruzó la mente. Junko se apresuró a parpadear en un intento por conjurar aquella imagen, aquella reminiscencia.
– Por aquí, los vecinos son muy cotillas -prosiguió Nobue-. Todos saben que yo salía con Asaba y todo eso. Así que incluso si no te hubieses desplomado justo en frente de la tienda, y hubieses seguido tu camino preguntando por el Plaza, me habrías encontrado igualmente. «Ah, sí, los fabricantes de tofu, los Ito. Su hija, Nobue, era uno de ellos». Todos nuestros clientes son de la zona, así que tampoco podemos mudarnos a ningún sitio. Aunque espero que algún día nos vayamos de aquí.
«Si esta chica siguiera con la banda, ni las cicatrices ni el pavor me detendrían. La quemaría viva, aquí mismo, sin pensármelo dos veces. Cualquiera que se acerca al mal por voluntad propia, es malvado de por sí.» Así lo veía Junko. Que la chica aspirarse a estar con Asaba, haría de ella un ser tan miserable como él.
Sin embargo, por otro lado, sería una lástima. Nobue no solo se había portado muy bien con ella, sino que también le preocupaba su bienestar. Así que, a regañadientes, se obligó a preguntarle:
– Nobue, no querrás volver a formar parte de la banda de Asaba, ¿verdad?
Nobue casi se cae del banco.
– ¡Ni de coña! ¡Preferiría estar muerta!
– ¿No te pone histérica? Quiero decir, ¿no has pensado nunca vengarte de él por marcarte la espalda como una res?
Nobue ladeó la cabeza y miró a Junko con semblante grave.
– ¿Y cómo puede vengarse un ser humano del demonio? Ante la amenaza del demonio, a los humanos no nos queda otra que salir corriendo. -Se levantó.
– En fin. Gracias por todo -dijo Junko que, con una sonrisa en los labios, también se puso en pie.
– … ¿Te vas a casa?
– Sí. ¿Qué otra alternativa me queda? Yo también soy un ser humano normal y corriente.
Una mentira descarada. «Si ni siquiera soy humana. Soy un arma cargada. Que siempre acierta en el blanco. El blanco correcto.»
– Pero antes de que me marche, ¿puedes decirme si recuerdas algo sobre los lugares que Asaba solía frecuentar? Sé que hace un año que no sales con él, pero apuesto a que todavía se deja caer por algunos de esos sitios.
– ¿No pensarás en ir tras él?
– No, no iré. -Junko le lanzó una sonrisa-. ¿No te lo acabo de decir? No hay nada que yo pueda hacer.
Nobue parecía dudar. Junko tuvo la sensación de que empezaba a asustarla.
– Solían ir por el Plaza. Así que ahora no tengo ni idea de por dónde pueden moverse, ya que el bar está cerrado. Aparte de eso, daban vueltas con el coche y se detenían en algunos ultramarinos y restaurantes que abren toda la noche…
– ¿Tienes idea de con quién puede relacionarse ahora? ¿Quizá con los hermanos Takada que mencionaste antes?
– No -repuso Nobue, negando con la cabeza-. Ya te lo he dicho, solo los conocía de vista. En realidad, no sé nada de ellos, ni siquiera dónde viven. Así funcionaban las cosas. Excepto con Asaba, con quien tenía una buena relación dentro del grupo porque nos conocíamos desde siempre.
– ¿Y cómo os poníais en contacto?
– Si ibas al Plaza por la noche o los fines de semana, siempre encontrabas a alguien allí.
Se conocían de vista, salían juntos y sabían dónde y cuándo encontrarse. Eso era todo. No conocían ni siquiera sus respectivos nombres ni ningún otro detalle íntimo. La regla era la del anonimato, y no tenían otro tipo de conexión en sus vidas diarias. Mantenían una relación que no podía enmarcarse dentro de la amistad.
– Pero Nobue, alguna vez tuviste que llamarles por teléfono, ¿no?
– Sí, claro. Pero después del ataque, mi padre se deshizo de mi teléfono móvil y también de mi agenda de contactos.
Junko chasqueó la lengua, como si lamentase llegar a un punto muerto en sus pesquisas. A Nobue, por su parte, se la veía algo sorprendida. Ya estaba percatándose del cambio de actitud de Junko.
– No te enfades… Te digo la verdad -dijo la chica en un hilo de voz.
– ¿Y no sabrás dónde vive la madre de Asaba, verdad?
– Ni idea. Aunque sé dónde está la tumba de su padre.
– ¿Tumba?
«El padre de Asaba estaba muerto.»
– Murió cuando él tenía trece años. Se ahorcó.
– ¿Se suicidó?
– Sí. La empresa en la que trabajaba cerró, y perdió el puesto.
Junko ató cabos con un sobresalto. Recordó lo que los chicos habían dicho en la fábrica abandonada. ¿A eso se habrían referido?
«Asaba, ¿cómo encontraste este lugar?»
«Mi viejo trabajaba aquí hace mucho.»
«Pero eso debió de ocurrir hace muchos años, ¿no? ¿No ha trabajado desde entonces?»
«Bah. ¿A quién le importa?».
Entonces, esa era la historia del padre de Asaba. Tenía que contárselo a la policía. Ella no era más que una aficionada; jamás sabría rastrear a Asaba partiendo de la pista de un ex empleado en la fábrica abandonada. Eso no era competencia suya, sino de la policía. El tiempo volaba, y todavía no tenía ni idea de dónde podían retener a Natsuko. Tendría que apañárselas con la poca información de la que disponía.
– ¿Sabes cómo se llamaba el padre de Asaba?
– Pues imagino que Asaba.
– Claro. ¿Y dónde está la tumba?
– En un templo llamado Saihoji, en Ayase.
– ¿Y cómo sabes eso, por cierto?
Nobue se estremeció ante la agresividad de Junko.
– Porque fui allí unas cuantas veces…
– ¿Para hacer qué?
– No lo sé. Asaba entraba solo, y yo le esperaba fuera. Es un templo muy antiguo. Durante el día, nadie entra ni sale.
– Gracias. -Junko se volvió sobre sus talones para marcharse. «Un teléfono. Tenía que encontrar un teléfono.»
Nobue se levantó del banco y gritó tras ella:
– ¡Eh! ¡Junko!
Junko se limitó a agitar la mano en señal de despedida y continuó andando.
– ¿Quién eres realmente? ¿Qué vas a hacer?
Prefirió ahorrarle la explicación, de modo que prosiguió su camino, poniendo una rápida distancia entre ellas.
Lo mejor era no volver a ver a Nobue. Después de todo, quizá la ex pandillera diera con el modo de vivir una vida tranquila junto a sus padres. Había un par de cosas que deseaba para Nobue. Una de ellas, que se diera cuenta de que pese a que los cortes de su espalda se los había hecho otra persona, fueron sus propios pasos los que la llevaron a semejante resultado. Ella era la única responsable de que su vida hubiese tomado un giro tan dramático. Pero lo que Junko deseaba por encima de todo era que Nobue reconociera de una vez por todas que Asaba seguía teniendo un lugar en su corazón.
«Espero que algún día te des cuenta», rogó en una silenciosa plegaria. «Porque cruel es el destino que aguarda a aquellos que sacrifican vidas inocentes en nombre del aburrimiento, de la insatisfacción, de la avaricia. Así será, si yo, Junko Aoki, consigo ponerles las manos encima.»
La fábrica de Tayama había sido acordonada, y cubierta por carteles de «Prohibido el paso». Frente a ellos, se arremolinaba una ruidosa multitud de curiosos espectadores.
Chikako Ishizu estaba plantada justo detrás del cordón policial. Tenía los brazos cruzados, y observaba con atención las paredes de la fábrica. Reparó en el hierro rajado, la pintura desconchada, y parte de un canalón roto que colgaba a un lado del tejado. El edificio en ruinas asomaba cual anciano agotado, desamparado, sin un abrigo con el que taparse, con su desnuda espalda encorvada bajo el viento glacial del invierno.
«Nadie vio ningún fuego». Chikako no dejaba de darle vueltas a aquello.
La inspección de campo seguía su curso, y los forenses vestidos de uniforme azul trabajaban sin cesar, rastreando la zona. El perímetro en el que se efectuaron las primeras labores de registro, el suelo de tierra donde Chikako se plantaba en una esquina del interior de la valla, ya había sido peinado en busca de pruebas. La inspección había quedado completa en el exterior. No se cercaron más puntos. El equipo forense permanecía en una pequeña zona acordonada dentro de la fábrica.
Los cuatro cadáveres seguían en el interior de la fábrica. El trabajo de la policía se vio obstaculizado por la ausencia de suministro eléctrico. La oscuridad alargaba considerablemente la toma de fotografías forenses. El intento de recurrir a la fotografía de alta velocidad resultó infructuoso, y ahora los operadores cargaban con generadores e iluminación especial para optimizar sus probabilidades de éxito.
De lo que sí tenían constancia era que o bien el asesino o bien sus víctimas sabían que en la fábrica no había electricidad. Encontraron una linterna junto a uno de los cuerpos. En definitiva, alguien iba preparado para lo que fuese que hubiese tramado hacer allí.
Solo una entrada a la fábrica mostraba signos de haber sido forzada: una puerta de hierro sin bisagras que daba al este. Esa era la única manera de entrar o salir. No había signos de que hubiesen forzado el candado que cerraba la puerta de la nave.
Para facilitar el registro del área, la policía abrió tanto esa puerta como la entrada principal de la fábrica. Unos agentes se encargaban de restringir el paso en esos puntos de acceso donde habían colocado una cubierta de plástico azul para frustrar la curiosidad de los mirones. Pero cada vez que el viento del norte agitaba el plástico, la pequeña multitud de espectadores se ponía de puntillas y se empujaba para poder captar algo de lo que pasaba ahí dentro.
Chikako se fijó de nuevo en las paredes de la fábrica. El edificio medía unos tres pisos de alto, y había una claraboya con el cristal roto que quedaba aproximadamente a dos tercios de su altura. Parte del ventanal había desaparecido, y lo que quedaba del cristal estaba rajado. De hecho, quizá aún se mantuviese en pie gracias a un rudimentario arreglo con cinta adhesiva que, a juzgar por su color mugriento, debía de estar ahí desde tiempos inmemoriales. En una esquina del marco de la ventana, Chikako divisó lo que parecía ser un nido que estaba igual de envejecido y gris. Antaño, cuando la fábrica todavía estaba en marcha, el tumulto debió de mantener alejados a los pájaros. Una vez quedó cerrada, pequeñas aves como gorriones, golondrinas o benteveos se habían adueñado de la fábrica para nidificar. El caso es que incluso los pájaros habían abandonado ya la fábrica. Y ahora, se había convertido en la escena de un homicidio.
«Ese ventanal…», pensó Chikako.
Las llamas que carbonizaron los cuerpos debían haber sido vistas a través de ese ventanal. Y sin embargo, la policía no había recibido ninguna llamada de los residentes de la zona. Tampoco la brigada local de bomberos, que no tenía constancia de incidencia alguna. Nadie había visto fuego.
Aquello solo podía significar una cosa: las llamas aparecieron de repente, alcanzaron la temperatura suficiente como para consumir los cuerpos en el acto y se extinguieron con la misma velocidad con la que se prendieron.
La policía no obtendría más información hasta que se llevara a cabo la autopsia de los cadáveres. Era imposible hacer conjeturas sin conocer detalles esenciales tales como el grado de calcinación de la piel, órganos y huesos; el tiempo de combustión o la temperatura máxima a la que fueron sometidos los cuerpos. No obstante, Chikako no necesitó esos resultados para llegar a una conclusión. Un solo vistazo a la escena del crimen bastó para deducir que se trataba del mismo método, la misma arma de aquel caso. El paralelismo con los homicidios del río Arakawa saltaba a la vista, principalmente por la ausencia de olores. Desde luego, el hedor a carne chamuscada pendía del aire, lo que faltaba era el olor de un líquido inflamable.
Cualquier cosa valía: gasolina, disolvente, queroseno. Sin combustible, era imposible prender fuego a un cuerpo en un lapso de tiempo tan corto. Y cada uno de esos agentes inflamables desprendía un olor característico.
Chikako no era miembro oficial del equipo de investigación movilizado en el caso, sino una mera observadora enviada por la Brigada de Investigación de Incendios. Se suponía que debía permanecer allí hasta que la investigación de campo quedara concluida. Por otro lado, no resolvería nada sin empaparse del caso, de modo lo primero que hizo al llegar fue excederse de sus competencias. Pidió permiso para acceder al escenario, acercarse a los cadáveres y comprobar si lograba distinguir cualquier tipo de olor.
No era posible asegurar a ciencia cierta que se hubiese utilizado algún tipo de líquido inflamable hasta que se analizaran las muestras recogidas. Sin embargo, en la escena del crimen, el olfato del sabueso solía constituir un elemento determinante. Los veteranos de la Brigada de Incendios eran capaces de identificar qué había iniciado un fuego guiándose solo por el olor. Así y todo, Chikako no detectó indicador alguno en la fábrica. La experiencia le dictaba que el resultado de la cromatografía de gases apoyaría su conclusión. Así había sucedido en el caso de Arakawa. Ni los investigadores ni los posteriores análisis forenses habían podido evidenciar el uso de combustible.
– Ishizu.
Chikako se giró sobre sí misma y divisó a Kunihiko Shimizu que sorteaba el cordón y se dirigía hacia ella. Venía de poner sobre aviso al capitán Ito.
– ¿Aún no nos han llamado? -preguntó Shimizu con tono ofendido-. ¿Cuánto tiempo nos van a hacer esperar?
– Eso te pone de los nervios, ¿verdad?
– ¡Estamos en nuestro derecho de participar en la investigación!
El caso estaba bajo la jurisdicción de la División de Investigación Criminal. Un capitán de unos treinta y tantos años llamado Shinagawa dirigía las pesquisas. Chikako no lo conocía personalmente. Ito había mencionado que era un hueso duro de roer, tan duro que, por desgracia, jamás permitía que nadie lo llevara la contraria sobre la forma de dirigir la investigación. Antes de que Chikako ingresara en el cuerpo,
Ito tuvo la ocasión de trabajar con él en un caso ocurrido en el distrito de Minato. Un financiero y su familia fueron asaltados y asesinados, e Ito tuvo varios encontronazos con Shinagawa que sacó a relucir una actitud de lo más obcecada.
– Vamos, no le des tanta importancia -tranquilizó Chikako a su compañero-. Por más que el arma homicida fuera el fuego, este caso es más de «homicidios» que de «incendios».
– ¡Sí, ya lo sé!
– ¿Qué ha dicho el capitán?
– Dice que deberíamos concentrarnos en recopilar información.
Chikako asintió. Shimizu enmudeció, aún se le veía algo disgustado. No es que no entendiese la situación, simplemente le gustaba protestar. De hecho, no había perdido el tiempo; mientras aguardaba la llegada de su compañera, aprovechó para presentar al equipo forense una lista exhaustiva de los elementos de la investigación que solicitaba la Brigada de Incendios.
– Ya que Shinagawa no se ha dignado a decirnos nada, he hecho alguna que otra indagación por mi cuenta -prosiguió Shimizu-. El aviso es de una mujer. De no ser por ella, habría pasado mucho tiempo antes de que nadie descubriera los cuerpos.
Chikako asintió.
– No podemos afirmar con seguridad que viera el fuego desde fuera. Según la gente del barrio, nadie vio ningún incendio.
– Me pregunto cuándo cerraron este sitio.
Chikako sacó su libreta y empezó a buscar entre sus anotaciones.
– Acerería Isayama. El director salió por pies cuando las cosas se pusieron feas. Según los archivos, quebró en la primavera de 1991. Coincide más o menos con el pinchazo de la burbuja económica.
– Hace siete años… -dijo Shimizu, pensativo. Sin transición, enarcó ambas cejas y miró a Chikako-. ¿De dónde sacas esa información, Ishizu? ¿Has interrogado a algún testigo?
– Entre toda esa gente de ahí, se encuentran varios residentes. Los he escuchado hablar. Eso es todo -repuso ella-. Claro que no se trata de información contrastada, pero a veces resulta sorprendente la buena memoria que tienen los vecinos.
Shimuzu alzó sus huesudos hombros.
– ¿No es algo arriesgado hacer caso de los cuchicheos de las abuelas?
– De las abuelas, no. De los abuelos -añadió la detective-. Oh, por cierto. Antes he visto a algunos tipos merodear por aquí. Apuesto a que eran de la Yakuza. Quizá sean acreedores de la Acerería Isayama. Probablemente fueran ellos quienes rompieran las bisagras de esa puerta.
– ¿Ah, sí? -La cara de Shimizu adoptó su habitual expresión de descontento.
En aquel preciso instante, retiraban hacia un lado el plástico azul. Uno de los detectives asomó tras él e invitó a Chikako y Shimizu a acercarse.
– ¡Todo vuestro!
Pasaron por el camino acordonado y se apresuraron hacia el interior.
Al otro lado del plástico, la iluminación instalada por el equipo de investigación dotaba el interior de la nave de una luz casi cegadora. Había varios agentes allí, pero los ojos de Chikako se vieron arrastrados hacia los cuatro cuerpos que yacían en el suelo. Se abrió paso hacia ellos casi como si la reclamaran.
El que quedaba a la derecha yacía junto a un depósito de agua oscura y estancada. Los otros tres quedaban entre una cinta transportadora y lo que parecían estanterías de almacenamiento. Estaban de cara a la pared izquierda del recinto.
Quedaron petrificados en diferentes posturas. Uno yacía boca arriba con los brazos abiertos; otro parecía arrastrarse. Se diría que el tercero, recostado y con la cara pegada al suelo, estaba a punto de darse le vuelta.
Había asombrosas diferencias entre los tres cuerpos de la izquierda y el que quedaba a la derecha. Mientras que los primeros estaban carbonizados, el último se había salvado de la cremación. Y si bien ciertas zonas de su piel y ropa estaban ennegrecidas, un vistazo más detenido reveló que solo se trataba de hollín.
El cuerpo también mostraba indicios de hemorragia y heridas recientes. Shimizu se acercó y, con un leve codazo, dio un toque de atención a Chikako que estaba absorta en su observación de los cuerpos, sin hacer mucho caso a los detectives encargados de la investigación.
Sin embargo, su compañero pareció visiblemente emocionado cuando Chikako señaló una de las heridas.
– Es una herida de bala, ¿verdad? -preguntó este.
Chikako no era capaz de determinarlo a simple vista. Tenía la mirada clavada en el rostro del muerto. Era joven. Un rostro que debió de ser atractivo antes de quedar desfigurado por los golpes y el dolor.
Chikako rezó una breve y silenciosa oración por su alma. Hecho esto, se acercó al corrillo de detectives que cuchicheaban justo a medio camino entre el hueco que separaba los cuerpos de la izquierda y el de la derecha. Un hombre bajito pero robusto ocupaba el centro del círculo. Se trataba del capitán Shinagawa.
– Detectives Ishizu y Shimizu, Incendios -dijo Chikako a modo de presentación. Hizo una reverencia y Shinagawa respondió con un golpe seco de cabeza.
– El capitán Ito me ha hablado de ustedes. Bien, espero contar con su colaboración para determinar cuál fue el artefacto empleado para carbonizar los cuerpos -afirmó, con tono inesperadamente suave-. He de decir que en este punto de la investigación, dudo que puedan aportar ninguna novedad. Los análisis forenses tardarán en revelar sus conclusiones y, como pueden ver, todavía no se ha procedido al examen anatómico de los cuerpos. Según parece, existe un caso previo en el que utilizaron un método similar. Quiero un informe completo sobre este antecedente.
– Se trata del homicidio del río Arakawa.
Al oír las palabras de Chikako, intervino el hombre más fornido que quedaba junto al capitán Shinagawa.
– Kinu se encarga de ese caso -murmuró el detective. Se refería al sargento Kinugasa, suboficial de otra brigada del departamento de policía de Tokio.
– No se llegó a cerrar, la investigación sigue su curso en el distrito de Arakawa. Pero es cierto que consideramos de inmediato una conexión entre ambos casos -dijo Chikako.
– No debería llegar a ninguna conclusión todavía -interrumpió el detective fornido-. Conozco el caso, pero no todo encaja con lo que tenemos aquí. Para empezar, hay un arma de fuego involucrada.
– Eso sugiere la herida de bala de la víctima que queda más apartada -añadió Shimizu que se negaba a quedar al margen.
– ¡Anda! ¿Y ha llegado solito a esa deducción? -arremetió con sarcasmo su interlocutor, ceñudo.
En el momento en el que Shimizu abrió la boca para rebatir, Chikako dio un paso hacia adelante para contenerlo.
– Tendremos preparado el informe sobre el caso Arakawa para la reunión del equipo de investigación de esta noche, pero ¿sería posible disponer de unos treinta minutos antes del levantamiento de los cuerpos? Quisiéramos proceder a nuestro propio examen preliminar.
– Faltaría más -repuso Shinagawa con indiferencia-. Higuchi quédese aquí. Estaré esperando en el coche.
Dos de los detectives acompañaron al capitán Shinagawa afuera, dejando tras ellos a Chikako, Shimizu y al detective fornido, aquel que respondía al nombre de Higuchi.
– Bien, procedan. Pero dense prisa, ¿quieren? Nos gustaría empezar cuanto antes con las autopsias.
El significado de sus palabras quedó bastante claro: «No encontraréis nada que no hayamos encontrado ya». Chikako tiró de Shimizu hacia sí y empezaron a examinar los cuerpos. Podía sentir los ojos de Higuchi clavados en la espalda.
Una vez recogidos todos los datos pertinentes, compartieron sus observaciones con Higuchi, quien se abalanzó sobre el cuaderno. Solo despego las narices de los apuntes para ordenar al equipo forense que se llevaran los cuerpos. El equipo los transportó hacia fuera e Higuchi los acompañó para supervisar todo el proceso.
A su paso, Chikako agachó ligeramente la cabeza. Se volvió hacia su compañero, al que sin duda le había costado contener los nervios hasta que Higuchi se marchara.
– ¿Te has fijado en eso? -inquirió Chikako, señalando tras él.
Shimizu se dio la vuelta. Estaba frente a una serie de estanterías que debieron de servir para almacenar herramientas. De los tres cuerpos carbonizados, el de en medio había caído justo frente a ellas. Lo que fue su mano rozaba los pies de la estructura, como indicaba la silueta trazada con la tiza blanca que dejaba constancia de la posición en la que había quedado el cuerpo antes de su levantamiento.
– ¿Qué pasa?
Chikako se agachó y señaló la base de las estanterías.
– Esto. Ven aquí y echa un vistazo.
Shimizu obedeció. De inmediato, una expresión de sorpresa invadió su cara.
– Está derretida…
La parte inferior de la estantería estaba derretida y combada. Era difícil apreciarlo a menos que se mirase desde muy cerca, pero efectivamente, el borde del anaquel inferior estaba levemente doblado.
Aún sorprendido, Shimizu inspeccionó el antiguo mueble. Golpeó con una mano la parte ennegrecida, que emitió un sonido metálico.
– Estas estanterías son de acero, ¿verdad?
Chikako asintió. Quienquiera que hubiese hecho aquello había utilizado algo que desprendía temperaturas lo suficientemente altas como para derretir el acero.
– Vale, ¿qué hacemos ahora? Tenemos dos opciones. O nos dejamos caer por el distrito de Arakawa o regresamos al departamento y hablamos con el sargento Kinugasa.
– Conozco a Kinugasa -dijo Shimizu-. Comparado con el desgraciado de Higuchi, es todo un caballero. Fue mi superior cuando trabajábamos en el mismo distrito.
– Pues no se hable más.
Chikako y Shimizu salieron del edificio. El rostro del muerto había atravesado como una flecha el corazón de la detective. Pero ahora sentía la adrenalina recorrer su interior y hacerla vibrar.
– No nos pueden ver ni en pintura, ¿verdad? -murmuró Shimizu con amargura cuando dejaron atrás el bullicio y la actividad de fuera.
– Eso es porque desempeñamos papeles distintos.
– Si este caso fuera competencia directa de la brigada, estaríamos en su pellejo y ellos en el nuestro.
– Dios no lo quiera. Ni se te ocurra mencionarlo de nuevo. Si alguien se pasea por ahí provocando incendios con un arma tan poderosa, estaremos metidos en un buen brete.
– Ishizu, ¿tienes idea del tipo de arma utilizada por el autor de los homicidios?
– Ni la más remota -reconoció Chikako, con una leve sacudida de cabeza.
– ¿Un lanzallamas…?
– No es fácil hacerse con esos juguetes. Y aunque lo fuera, no tendría tal poder de deflagración. Ya lo sabes.
También en el caso del río Arakawa, la prensa sensacionalista aventuró y se aferró con tenacidad a la hipótesis del lanzallamas. En realidad, aquella teoría no tenía ni pies ni cabeza para la policía, por lo que fue descartada desde el principio de la investigación.
– Lo sé. Era un decir. Pero ¿qué otra cosa se te ocurre? ¿Una pistola láser o algo por el estilo?
– ¿ Cuántos años hace que estás en la Brigada de Investigación de Incendios, Shimizu?
– Vamos, ¡no seas así! Solo hace un año, lo sabes bien. Nada comparado con lo que tú llevas, mamá.
– Te equivocas. Yo también soy una novata-sonrió Chikako-. Regresemos a la comisaría, veamos al sargento Kinugasa, y hablemos con los veteranos de la brigada. Al menos, el capitán Shinagawa ha solicitado nuestra colaboración, así que, mantengamos la calma y pongámonos manos a la obra.
Shimizu suspiró y alzó la mano para llamar a un taxi.
Todavía había demasiados elementos que Chikako y Shimizu desconocían en este punto del caso, y muchos otros que no les habían contado. No sabían que la mujer que había llamado mencionó que un tal Asaba había huido de la escena del crimen. Ignoraban que el hombre al que habían disparado tenía una novia que había sido secuestrada. Y por último, no tenían ni idea de que, en aquel preciso momento, mientras el capitán Shinagawa se alejaba de la fábrica, se había transmitido por radio que acababan de recibir otra llamada anónima, presuntamente de la misma informadora. Esta vez, indicó que Asaba era hijo de un antiguo obrero que trabajaba en aquella fabrica, que su domicilio permanente quedaba registrado en Higashi Ojima, Tokio, y que era un chico de dieciocho años que contaba con antecedentes policiales por delitos violentos.