Capítulo 16

Shimotanaka 2-chōme, distrito de Koto, Yokohama. Era la primera vez que Junko pasaba por esa zona de Yokohama y, pese a no conocerla, le bastó un solo vistazo para saber que se encontraba en un vecindario próspero. La dirección que aquel hombre que se hacía llamar «Guardián» le había proporcionado la condujo hasta una casa impresionante. Una construcción de estilo occidental de paredes blancas y tejas rojas. Se preguntó si estaría frente a una casa de estilo español. La zona era rica en árboles y todo tipo de vegetación. Cada casa ocupaba una gran parcela individual, y la mayoría poseía espaciosos jardines cercados por los muros que protegían la propiedad. Aún no eran ni las doce del mediodía, y no había coches ni gente en la calle.

Junko iba ataviada con unos vaqueros azules y una chaqueta vieja y caliente, junto con un par de zapatillas de deporte algo desgastadas. Llevaba el pelo en un recogido informal, y no se había molestado en maquillarse. Había venido a librar una batalla. Aunque, tras echar un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que podría atraer la atención de cualquiera. Si alguien pasaba por allí, repararía de inmediato en su presencia, la de alguien que está fuera de lugar. Y por si fuera poco, llevaba un callejero en la mano. Esperaba hacerse pasar por una tranquila estudiante que salía en busca de un apartamento barato y acababa extraviándose en una zona residencial.

La verdadera pregunta era ¿qué hacia Hitoshi Kano en un lugar como aquel?

Si Junko estaba en lo cierto, no venía de una familia acaudalada. En la autobiografía plagada de mentiras y firmada por Masaki Kogure, Hitoshi Kano recibía al expeditivo apodo de «K». Según el libro, los dos chicos se conocieron de madrugada en una calle de Shibuya. No llevaban un yen encima, por lo que abordaron a dos jóvenes que pasaban por allí y malgastaron su dinero antes de llevarlas a un motel barato. Una vez llegaron a la habitación, las chicas repararon en la cicatriz de K, fruto de una paliza propinada por su padre, y eso las asustó.

«K y yo éramos dos niños cansados de los continuos enfrentamientos con nuestros padres. Mi padre era un hombre de éxito que me presionaba demasiado, y el padre de K, una escoria, un sinvergüenza capaz de zurrar a su propio hijo.»

Era más o menos lo que contaba. De todos modos, tanto daba porque no fue Kogure quien lo redactó. Algún negro debió de devanarse los sesos para estructurar y poner por escrito sus incoherencias verbales, por lo que no podía darle demasiado crédito. No era más que un conjunto de medias verdades mezcladas generosamente con infames mentiras. Pero si K era realmente Hitoshi Kano y resultaba que vivía en un barrio como aquel, quizás sí hubiese ocupado un alto rango en la banda de Kogure. Independientemente de que su padre la emprendiera a golpes con él o no, era poco probable que procediera de una familia adinerada.

El «Guardián» le proporcionó tanto la dirección actual de Kano como información sobre su estilo de vida. No obstante, no le había contado cómo había llegado a ese punto. Masaki Kogure llegó a convertirse en una especie de celebridad, y las atrocidades que su grupo había cometido fueron atenuándose cada vez más en la mente de la opinión pública. Al final, la sociedad olvidó esos crímenes que jamás nadie confesó. ¿Qué tipo de cambios habría experimentado Hitoshi Kano desde aquella época?

«Tendré que atraparlo y preguntarle yo misma.»

Junko reparó en un colorido objeto de cristal soplado que imitaba aquellos antiguos candiles y que colgaba de la puerta. Se trataba de la entrada principal: una puerta de hierro forjado de unos dos metros de alto que se alzaba, infranqueable, en el camino de Junko. A un lado de la puerta, una placa metálica anunciaba en una caligrafía elegante y en cursiva el apellido de los propietarios: Kinoshita. A diferencia de otro tipo de placas del estilo, no figuraban los nombres de los miembros de la familia, por lo que Junko no podía afirmar con seguridad quién vivía entre sus paredes. La puerta se abría a un jardín en el que se extendía un césped muy bien cuidado. Era obvio que alguien se encargaba de su mantenimiento. No pudo ver ni una hoja muerta en el suelo, solo un camino empedrado que serpenteaba hacia la casa.

El muro que rodeaba la propiedad era de ladrillo. Junko lo rascó con la uña, y cayó algo de polvo. No era muy sólido. Podría derribarlo sin problemas con la onda que despedía su energía.

Kinoshita. Junko se preguntó si no estaría frente a la casa de los abuelos maternos de Hitoshi Kano. ¿O se habría divorciado su madre y se habría vuelto a casar? ¿Acaso estaba viviendo con una familia de acogida?

Junko dejó atrás la entrada, giró hacia la derecha y empezó a rodear la propiedad. Pero cuando alcanzó el siguiente ángulo del muro, se dio cuenta de que no podría ir más lejos: tan solo se abría un espacio muy estrecho entre el terreno y la parcela del vecino, por el que únicamente un gato podría pasar. Junko se giró sobre sí misma, pasó de nuevo frente a la puerta principal, y torció a la izquierda, con la esperanza de tener más suerte esta vez. Al extremo oeste de la propiedad, quedaba una puerta de servicio provista de un timbre. Junko intentó abrirla, pero estaba cerrada. Echó un vistazo a través de las tablillas metálicas de la puerta. Había un pestillo al otro lado. Coló los dedos y logró abrirlo sin mayor dificultad.

¿Qué debía hacer a continuación? No había contemplado la posibilidad de que le costara tanto acercarse a esa fortaleza. En la mayoría de las casas, bastaba con dar una vuelta por los alrededores para saber si alguien se encontraba en su interior. Habría podido resultar más cómodo hacerse pasar por una vendedora o fingir estar haciendo algún tipo de encuesta y tocar el timbre sin más. El problema era que a juzgar por el aspecto de la casa, era de suponer que la atendiera un sirviente. Y ella quería evitar preguntar por Kano. Una vez se deshiciera de él, la policía acudiría, como cabía esperar. Y entonces, sabrían que una mujer había preguntado por la víctima justo antes de su muerte, y podrían contar con una descripción suya.

Hum. ¿Víctima? Junko detestaba la idea de referirse a Hitoshi Kano como a una víctima, incluso cuando hablaba para sí misma. Lo consideraba un insulto a las verdaderas víctimas.

¿Qué haría la policía? Se había hecho la misma pregunta poco después de despachar a Masaki Kogure, cuando los telediarios centraban su despliegue informativo en los asesinatos de Arakawa. La policía relacionó el cuerpo sin vida de Masaki Kogure con su tenebroso pasado. ¿Acaso lo consideraron una víctima?

Por asociación de ideas, pensar en la policía la hizo acordarse de otro tema: Los Guardianes. Si aquellas personas eran como ella, intentarían no llamar la atención de la policía, aunque eso no significaba que consideraran a las fuerzas del orden como enemigos. ¿Andaría la policía tras ellos? ¿En qué tipo de actividades exactamente estaban involucrados?

Una vez más, Junko se sintió abrumada por las dudas y la confusión. Dio unos pasos hacia atrás. Se concentró de nuevo en la casa de estilo español. ¿Realmente viviría allí Hitoshi Kano? Recibir tan preciada información la había sumido en un estado de euforia que quizá solo se saldara con un intento frustrado. Tal vez se hubiese precipitado un poco. «¿Me habrán tendido una trampa?», se preguntó.

Contempló la idea de marcharse y llamar al número de teléfono de los Kinoshita. No podía correr riesgos, tenía que asegurarse de que Kano vivía allí.

Mientras intentaba tomar una decisión, oyó el claxon de un coche a media distancia. Al echar un vistazo a su alrededor, reparó en un pequeño coche rojo que se acercaba por la carretera. Junko se apresuró a agachar la cabeza y a estudiar el callejero que tenía en la mano. Ahora era una estudiante en busca de apartamento.

El coche rojo se detuvo frente al muro que cercaba la propiedad de los Kinoshita. Junko levantó la cabeza y fingió estar corroborando la dirección en el mapa. Al mismo tiempo, echó una fugaz ojeada para ver qué hacía el coche. Era un Mini Cooper y llevaba demasiado tiempo parado como para esperar a que un eventual transeúnte cruzara el paso de peatones. Con el callejero en mano, Junko volvió la espalda a la puerta de servicio con la intención de alejarse del vehículo. No podía permitir que el conductor le viese la cara.

Entonces, oyó de nuevo el claxon. Junko no creyó que fuera dirigido a ella, por lo que prosiguió con su camino. Pero de repente, oyó la voz de una joven que la interpelaba.

– ¡Oye! ¡Disculpa!

Junko miró a izquierda y derecha. No había nadie más. La calle estaba desierta.

– ¡Eh! ¡Tú!

No cabía duda, era a ella a quien se dirigía. Se giró sobre sí misma, con suma cautela.

La conductora era muy joven, probablemente aún estaba en el instituto. Llevaba un jersey del mismo tono que el vehículo y asomaba la cabeza por la ventanilla del Mini. Hizo un gesto a Junko para invitarla a acercarse, justo frente a la puerta de servicio.

– Oye, ¿por casualidad no habrás venido a ver a Hitoshi?

Junko quedó demasiado desconcertada como para responder de inmediato. La chica parecía inteligente y alegre. Salió del coche y se acercó rápidamente a Junko a un paso tan grácil y ligero que parecía un pajarillo. Junko distinguió el olor a un perfume aplicado sin escatimar.

– ¿Quieres entrar en la casa, cierto? -En un gesto confiado, la chica señaló con el pulgar la residencia de Kinoshita-. ¿No te ha abierto la criada?

Junko se dio cuenta de que, sin hacer nada para merecerlo, el destino le estaba echando un cable.

– Sí, tienes razón -contestó Junko-. Pero es una casa tan grande que me he dado por vencida. Entonces, ¿aquí vive Hitoshi Kano, verdad?

– Eso es -sonrió la chica-. Al principio, todo el mundo se sorprende. Pero no hay de qué preocuparse. Yo también voy a ver a Hitoshi. Puedes venir conmigo.

La chica adelantó a Junko, abrió la puerta y entró. Junko se armó de valor y la siguió.

Al penetrar en el jardín que el invierno había teñido de castaño, armoniosos acordes de instrumentos le llegaron a los oídos. Parecía tratarse de una melodía clásica.

– ¡Cómo no! -exclamó la chica que se volvió hacia Junko. Señaló hacia el lugar de donde emergía la música y añadió-: Al anciano le gusta escuchar música clásica. A la criada también le agrada, pero es algo dura de oído y siempre que hay un CD puesto, nunca oye el timbre.

Era obvio que la chica sabía perfectamente dónde se encontraba. No se dirigió a la puerta principal sino a la parte trasera de la casa.

Gracias al paseo, Junko tuvo la ocasión de reparar en las distintas ampliaciones de las que había sido objeto la casa. De ahí que fuera tan grande. La chica se encaminaba hacia una de esas dependencias anexas.

– Es por aquí.

Señaló una entrada parcialmente oculta tras algunos árboles que rodeaban la casa. Se trataba de una puerta simple y práctica que más bien parecía una salida de emergencia. Un par de zapatillas de deporte masculinas, cubiertas de lodo, descansaban fuera. Junko sintió que el corazón le latía con rapidez.

– ¿Es aquí donde vive?

– Sí.

Quizá la madre de Kano fuera la criada de la familia Kinoshita, y ella y su hijo ocuparan una habitación en las dependencias reservadas al servicio doméstico. Sin embargo, antes de que pudiera indagar en el asunto, fue su propia guía quien la puso al corriente de todo.

– La madre de Hitoshi se divorció hace dos años. Se mudó varias veces, pero al final consiguieron traerla aquí. Y, después, Hitoshi vino a vivir con ella.

– Pero en la placa de la entrada pone «Kinoshita».

– Es el apellido del dueño, el cuñado de la madre de Hitoshi.

Eso lo explicaba todo. Hitoshi Kano vivía a costa de su tía.

– Vaya una mansión.

– Sí, son ricos. -Daba la impresión de que la chica se jactaba de su propia condición-. Hitoshi está teniendo algo de suerte por fin.

Cuando alcanzaron la puerta, Junko se rezagó atrás.

– Esto… No me gustaría parecer una entrometida, pero ¿Hitoshi y tú sois…?

– Oh, lo siento. Me he saltado esa parte. Soy amiga de Hitoshi.

Y también soy miembro del Círculo S, así que has venido en el momento oportuno. ¿Quién te ha inscrito?

«¿Inscrito? ¿Círculo S?»

Junko se quedó sin palabras pero, por suerte, la chica la sacó del apuro.

– Hum, ¿fue Hashiguchi? Un tipo muy entusiasta cuando se trata de negocios aunque quizás demasiado agresivo, ¿no te parece? Seguro que al principio te echaste para atrás, ¿verdad? Pero no tienes de qué preocuparte. No vendemos nada raro y te aseguro que es una buena inversión entrar en el Círculo. Estoy de acuerdo en que el pago inicial es algo alto, pero si logras convencer a algunos amigos para que se unan a nosotros, lo recuperas en tres meses.

Tras concluir su breve discurso, apartó las zapatillas de la entrada de una patada y abrió la puerta.

– ¡Hitoshi! -vociferó-. ¡Voy a entrar! ¡Será mejor que no estés aún en la cama! ¡Venga, levanta! ¡Tenemos un nuevo miembro!

La puerta se abrió a un espacioso estudio. El suelo de madera estaba nuevo y las paredes y el techo lucían un blanco impoluto. Sin embargo, la habitación en sí estaba hecha un desastre. Parecía una zona devastada.

La ropa sucia se apilaba en un rincón. De repente, empezó a moverse y la cabeza de un joven surgió de entre las prendas. Junko reprimió un grito y se volvió bruscamente hacia la chica para comprobar que no se había percatado de su reacción. Esta, sin embargo, ya no estaba a su lado. Corrió hacia el chico de la pila de ropa y se abalanzó sobre él.

– ¡Sabía que aún estabas en la cama! ¿Sabes qué hora es?

Eran aproximadamente las once de la mañana. Junko observó la soñolienta cara del joven. Tuvo que armarse de fuerza para no perder el equilibrio mientras miraba a aquellos dos retozando como gatitos.

La cara. Ese hombre. No podía tratarse de un error: era él. Hitoshi Kano. Los Guardianes le habían dado la información correcta.

– No queremos obligarte a hacer nada. Puedes marcharte a casa y reflexionar sobre ello antes de tomar ninguna decisión. No nos van las ventas agresivas.

Dicho esto, Hitoshi Kano cogió un puñado de panfletos y catálogos que cubrían la mesa y se los entregó a Junko.

Ella los escuchó durante una hora. El Círculo S era el nombre comercial de una supuesta compañía de importación que, en realidad, no era más que un negocio clandestino de venta piramidal. Sacaron a relucir todo tipo de detalles en cuanto a la transparencia de sus actividades, pero obviamente quedaba al margen de la legalidad. Vendía complementos alimenticios y productos de cosmética que presentaban beneficios para la salud, aunque no quedó claro del todo de que propiedades beneficiosas se trataba. Según afirmaron, el Círculo S, vendedor exclusivo de esta marca en Japón, era la única sucursal de una importante corporación estadounidense. Junko no habría apostado ni un yen por ello.

Sin embargo, de sus palabras se desprendía que el Círculo S estaba teniendo éxito. Supuso que eso significaba que había muchos jóvenes dispuestos a engañar a sus amigos, a sacarles el dinero con tal de embolsarse una cuantiosa comisión.

Al fin y al cabo, asesinos y estafadores estaban hechos de la misma pasta. Desde el momento en el que Hitoshi Kano fue recogido por su acaudalada tía, tramó un plan para seguir chupándoles la sangre a los demás y sacarles hasta el último yen. Era obvio que la vida en la impresionante mansión de los Kinoshita había despertado una nueva obsesión en ese ingenioso, despiadado y egoísta joven. Junko supuso que el chico debió de pensar que por muy divertido que fuera asesinar a la gente, jamás se haría millonario con ello.

Kano y su amiga estaban convencidos de que un tal Hashiguchi, otro miembro de la organización, la había animado a unirse. Estaban actuando como unos ingenuos, ni siquiera le habían pedido ningún tipo de identificación. Junko les dio el primer apellido que le vino a la cabeza, redujo sus intervenciones a un mínimo y dejó que ellos sacaran sus propias conclusiones. No cabía duda de que veían en Junko a una chica ingenua que acababa de llegar a la gran ciudad, y puede que tampoco la consideraran demasiado inteligente. En otras palabras, se habían construido una imagen de Junko que la favorecía: una víctima indefensa. Estaban seguros de que podían sacarle todo el dinero que quisiesen con un simple discursito.

Hitoshi Kano, vestido con una camiseta arrugada y unos pantalones de algodón, había crecido mucho desde la última vez que Junko lo había visto. Se había teñido el pelo de castaño, y llevaba el corte típico de las estrellas de cine. A todas luces, pretendía parecerse a los tipos duros de las películas. Llevaba un brillante pendiente en la oreja izquierda, y su apariencia resultaba mucho más sofisticada del retrato que se hacía de él en la famosa autobiografía de Masaki Kogure.

Hacía demasiado calor en la habitación. La chica se quitó el jersey y se quedó en camiseta de manga corta. No se había presentado, pero Kano la llamaba «Hikari».

– Si aceptas las condiciones de adhesión, solo tienes que poner tu sello y firmar el impreso. Puedes traer la solicitud aquí o remitirla por correo.

Hitoshi Kano le lanzó una sonrisa atractiva y radiante. Parecía un joven tan agradable.

– Puedes ingresar la tasa inicial de doscientos mil yenes en esta cuenta bancaria o traerlos en efectivo junto con el impreso debidamente cumplimentado. Si optas por lo último, te daré un recibo y tu tarjeta de miembro en el acto. Pero eso sí, tendrás que ponerte en seguida a trabajar. Sé que Hashiguchi puede ser un verdadero negrero.

A juzgar por lo que ambos decían, el tal Hashiguchi tenía unos treinta años y regentaba un restaurante. Se sacaba un dinero extra reclutando a nuevos miembros para el Círculo S, aprovechándose de la gente que trabajaba para él, proveedores o camareros a quienes no resultaría muy difícil convencer si se les amenazaba con el despido. Tanto Kano como Hikari suponían que ella era una de sus camareras.

Junko ya había tramado un plan. Quería deshacerse de Hitoshi Kano ahí mismo, en su estudio. Podría hacerlo sin que nadie se percatase de nada. El único problema era la tal Hikari. Junko le agradecía que la hubiese ayudado a entrar. Quería evitar matarla. En la medida de lo posible…

Por otro lado, no le hacía mucha gracia que la considerara una víctima y tampoco sabía qué intenciones guardaba Hikari con su estratagema. ¿De dónde habría sacado el dinero para pagarse su jersey de marca y su flamante Mini? Lo habría ganado engatusando a otros, ¿no? Eso no era algo que Junko pudiese pasar por alto.

Era obvio que la chica estaba enamorada de Kano, y Junko estaba segura de que desconocía su pasado criminal. Quizá debiera contarle qué tipo de persona era Hitoshi. Pero si Hikari se enteraba del propósito que perseguía, no podría dejarla marchar. Sería demasiado peligroso hacerlo.

No lograba tomar una decisión. Las sienes empezaron a palpitarle, aviso previo de que la energía necesitaba ser liberada. La fuerza, entidad viviente, no tenía problemas a la hora de tomar decisiones. El instinto la empujaba a arremeter contra el objetivo que tenía delante y poco le importaba las dudas que albergaban el corazón de Junko.

Necesitó años para aprender a controlar su energía. Tras aquella noche del parque en la que quemó vivo a un niño pequeño, trabajó sobre ese control, y el número de accidentes se redujo considerablemente. Ahora se había convertido en una adulta. Estaba segura de su dominio sobre sí misma, de que su energía obedecía su voluntad.

No obstante, desde el incidente en la fábrica abandonada de Tayama, empezaba a sentir dudas al respecto. Sobre todo en situaciones como en la que se encontraba. «No quiero matarla, pero mi energía sí desea hacerlo. ¿Quién toma las decisiones aquí? ¿Quién ejerce un dominio sobre el otro? ¿Yo, o mis poderes?»

¿Cuánta gente había matado Junko en la fábrica, la cafetería y la licorería? Y todo en un periodo de veinticuatro horas.

Tampoco es que le hubiese quitado el sueño. Después de todo, no eran más que los daños colaterales en el marco de una misión de rescate, una batalla librada para exterminar el mal. Hasta ese momento, Junko estuvo convencida de que era ella quien llevaba el control. Pero ahora que volvía la vista atrás, su confianza en sí misma empezaba a flaquear. «¿Realmente quise hacer todo aquello? ¿Era eso lo que yo deseaba?».

Entonces, sintió un escalofrío al recordar el sueño que había tenido la noche previa a su visita a la fábrica abandonada. Las llamas se abalanzaron sobre Junko y le ascendieron por el brazo. Se había despertado aterrada, y su primera reacción había sido comprobar que su pijama, las mantas o el colchón no estuvieran ardiendo. En ese instante, se preguntó, «¿Estaré perdiendo el control?»

¿Cómo saber lo que estaba pasando? Tal vez no había motivo por el que inquietarse. O quizás la energía ganaba más poder, más inteligencia, más independencia. ¿Sería posible que cada vez que Junko pasaba a la acción, sus poderes entorpecieran su capacidad de juicio, y no se diera cuenta de la matanza que estaba llevando a cabo? Puede que eso explicara por qué últimamente se precipitaba a la hora de juzgar a sus adversarios en el campo la batalla.

La energía era como el perro guardián que crece, aprende y, finalmente, acaba mordiendo a su dueño. Como si estuviera dotada de personalidad propia, y supiera que podía someter a Junko cuando quisiera. Aunque de momento, todavía estaba encadenada.

– ¡Eh!

Junko oyó esa voz. Parecía lejana. Parpadeó. Había estado frotándose la sien con el dedo, pero se detuvo.

– ¿Te encuentras bien? Te has puesto pálida. -Hitoshi Kano se inclinó hacia ella y la miró a la cara. Junko se apartó rápidamente. Estaba a menos de un metro de ella y parecía dispuesto a acortar la poca distancia que los separaba. Junko temía que al menor contacto, incluso si su aliento la rozaba, la energía manaría sola para destrozarlo. Y no era el momento oportuno.

– Lo siento. Se me ha ido el santo al cielo.

– ¿Estabas soñando? -sonrió Hitoshi Kano.

– Quizá.

– Hashiguchi agota a sus empleados. Tengo las vitaminas perfectas para ti. Te daré unas cuantas. Algunos de nuestros miembros afirman que estos estimulantes logran mayor efecto que cualquier maquillaje.

Su voz la engatusaba muy sutilmente. Junko se estremeció de rabia, pero se las arregló para esbozar una sonrisa.

– Hitoshi siempre tan atento con las niñas bonitas -mascullo Hikari y le propinó una palmada en la espalda-. Quieres ser agradable con todas. Me sacas de quicio.

– A ti te molesta todo -rebatió este.

– ¡Sí, claro que sí! ¡Discúlpeme, señor! -Hikari levantó la mirada hacia el techo y se puso de pie-. Voy a ver a tu tío. Tengo que tomarle el pedido para ese preparado de vitaminas naturales.

– ¿Hace muchos pedidos? -preguntó Hitoshi.

– Media docena cada vez. No está nada mal, ¿no crees?

– ¡Pues vaya chollo tienes!

Hikari se echó a reír y se puso los zapatos.

– ¡Ya te digo! -Se volvió para mirar a Junko-. Te llevaré a la estación, así que espera a que vuelva. Mientras, Hitoshi te dará más detalles.

Hikari se apresuró hacia afuera. Junko pudo oír sus pisadas alejarse por el camino del jardín mientras se dirigía a la casa principal. La puerta se cerró lentamente tras ella, y finalmente emitió un clic.

Por fin a solas.

La trampa estaba tendida.

Ahora Junko estaba perfectamente despejada.

Su energía se relamía.

– Mira… -Hitoshi se dispuso a acercarse a ella una vez más. Junko se volvió para mirarlo directamente a los ojos.

– ¿Qué se siente al torturar a una chica? -preguntó.

Hitoshi Kano puso los ojos como platos. Junko reparó en el diminuto lunar que lucía a un lado de su ojo izquierdo.

«Ahí exactamente es donde voy a golpearte yo. Es como si Dios hubiese puesto esa marca en su cara para que supiera donde apuntar. Ojo por ojo.»

– ¿De qué estás hablando? -Su tono de voz era tenso.

– Sabes perfectamente de qué estoy hablando -sonrió Junko. Y esta vez esbozó una sonrisa sincera-. Eso es lo que hiciste. Es demasiado tarde para negarlo. Tus propios socios lo han confesado.

Hitoshi Kano, aún sentado en el suelo, empezó a retroceder.

«¡ Idiota! Si vas a intentar escapar, levántate y echa a correr. ¡ Corre y no vuelvas la vista atrás! Corre como alma que lleva el diablo. Aunque yo te perseguiré hasta el fin del mundo.»

– He estado buscándote. Todo este tiempo.

Mientras pronunciaba esas palabras, las llamas envolvieron el rostro de Hitoshi Kano.

Junko volvió a distinguir las pisadas en el camino del jardín. Estaba en la entrada poniéndose las zapatillas cuando se percató de que Hikari estaba de vuelta. El ambiente del estudio era sofocante, y el olor a quemado, abrumador. De todos modos, Junko estaba tan acostumbrada al olor que apenas lo notaba ya.

Los pasos de Hikari eran ligeros. Junko se quedó quieta y aguzó el oído. Su poder estaba dispuesto a atacar de nuevo. Resultaría sencillo invitar a Hikari a pasar y ver cómo ardía su pelo.

Echó un vistazo dentro, al lugar en el que Hitoshi Kano había estado sentado, vivo, diez minutos atrás. Reparó en un montón de mantas ligeramente manchadas. Acababa de utilizarlas para cubrir los restos carbonizados de Hitoshi Kano. A excepción de ese mínimo detalle, la habitación estaba tan desordenada como la había encontrado. Ningún mueble, nada en el estudio había sufrido daño alguno. Tan solo quedaba algo de ceniza esparcida sobre la mesita, y la zona sobre la que había caído Hitoshi Kano estaba ligeramente ennegrecida.

Junko salió al exterior y cerró la puerta con fuerza. Hikari se percató finalmente de su presencia y se detuvo en seco, sorprendida.

– ¿Ya te vas? -Junko asintió sin mediar palabra-. ¿Qué te ha parecido? ¿Piensas unirte a nosotros? Hitoshi es un valioso representante del Círculo S, así que apuesto a que sus argumentos han sido mucho más convincentes que los míos.

Junko no se apartó del umbral, por lo que Hikari siguió allí plantada, parloteando. Su sonrisa era tan amigable como antes, pero sus ojos se movían incesantes entre Junko y la puerta, como si quisiera indicar a ésta que se apartara de su camino y la dejara entrar.

– Quiero irme a casa -dijo Junko por fin-. Has dicho que me acercarías, ¿no?

– Por supuesto que te llevaré. ¿Te esperas un segundo? Tengo que entregar a Hitoshi esta hoja de pedido. -Una hoja de papel revoloteaba en su mano-. El tío de Hitoshi ha comprado un buen puñado de cajas de vitaminas. Son muy caras. Siempre dice que Hitoshi se gasta su dinero, así que todo su encargo ha de ir a parar a mi cuenta en lugar de a la suya.

Hikari agitaba el pedido en la mano para darle algo de énfasis a su explicación. Junko la observó impasible, creyó detectar que un rayo de inseguridad había deslucido sus rasgos. Se habría percatado del cambio de actitud de Junko. ¿Tendría un brillo distinto en la mirada? ¿Hablaría de otro modo?

La fiera que Junko llevaba dentro se negaba a aguardar más tiempo.

– Esto, ¿puedes apartarte? -espetó Hikari y, con mucho tiento, dio un paso hacia adelante. Era como si tuviera las piernas dormidas-. En cuanto le entregue el pedido, podremos irnos.

– Pero acaba de marcharse -se apresuró Junko a decir.

– ¿Qué?

– Ha recibido la llamada de un amigo y se ha ido. Me ha dicho que esperase aquí, en la puerta, hasta que regresaras.

– ¿Ha cerrado la puerta?

– Sí.

Hikari dejó escapar un suspiro de indignación.

– Siempre hace lo mismo. En fin, hoy tengo muchas cosas que hacer, así que supongo que mejor así. Esa llamada era de una chica, ¿verdad?

– No tengo ni idea.

– Siempre es de una chica. Van todas detrás de él. Venga, vámonos. -Junko se preguntó si Hikari tenía la costumbre de pasarse por el estudio de Hitoshi Kano cuando le venía en gana. No pareció costarle mucho tragarse la mentira de Junko. De hecho, aquel rastro de inseguridad parecía haberse evaporado por completo. Giró a la derecha y se encaminó hacia la entrada de servicio.

Junko la acompañaría hasta el lugar en el que había aparcado su Mini, pero no pretendía montarse en él. No tenía intención alguna de dejar que Hikari se la llevara a ningún sitio. La observaría marcharse y, entonces, seguiría sola su camino. La dejaría vivir.

No quería matarla.

Sin embargo, la fuerza oponía resistencia. Podía sentirlo. La voluntad propia del poder intentaba hacer que la balanza se inclinase a su favor. Por mucho que Junko intentara amansarla, ésta se negaba a obedecer.

Una vez más se vio atrapada en un torbellino de dudas. ¿Quién estaba al mando? ¿Ella o su poder?

«¿Vas a permitir que esa chica egoísta y avariciosa viva?»

«No ha hecho nada por lo que merezca morir.»

«Y si hace algo que provoque la muerte de otra persona, ¿podrías vivir con ello?»

«No es tan inteligente como para matar a alguien.»

«¿Cómo puede importarte una mujer que está relacionada con Hitoshi Kano?»

«Ella no sabe la verdad sobre él.»

La energía se mofaba de ella y se hacía más apremiante en su interior.

«¡Mátala! ¡Acaba con ella! ¡Su vida no tiene valor alguno! Dicta sentencia. Se acordará de tu cara. Acudirá a la policía para delatarte. ¿A qué esperas? ¡Hazlo! Como aquel cliente del Café Currant. Como la madre de Keiichi Asaba. Redúcela a cenizas y sigue tu camino. Es por tu propia seguridad.»

«Sé que quieres matarla.»

– ¿Entras?

Junko estaba junto al coche rojo. Hikari tenía la mano en la puerta del asiento del conductor, y se dirigía a Junko con una mirada inquisitiva.

Sintió que algo le atravesaba la garganta, y estaba a punto de asomar entre sus labios. Apretó con fuerza los dientes.

– He decidido que no quiero unirme al Círculo S.

Le costaba horrores pronunciar cada palabra.

– ¿En serio?

– No conozco mucho el sistema. Tienes que reclutar a amigos. ¿Acaso no es eso lo que tú haces? No sé si me parece bien.

– Pero yo… -La inseguridad volvió a aparecer en el rostro de Hikari. Mucho más acentuada que antes, rozaba el miedo-. Lo que yo haga no es asunto tuyo. ¿Y por qué tienes esa cara de asustada? -Hikari estaba dispuesta a plantarle cara-. ¿De qué vas? Si no te gusta el Círculo S, nadie te obliga a inscribirte.

Junko apretó la mandíbula y miró hacia abajo. Observó el tono rojizo del coche. «Si lo derrito, parecerá lava.»

– ¡Vamos, di algo!

El tono de Hikari fue muy brusco. Aún no se había dado cuenta de que tenía miedo, de modo que reaccionó con agresividad. El que sentía miedo siempre era el que propinaba el primer golpe.

– Hitoshi te lo ha contado, ¿cierto? No es oro todo lo que reluce. Puedes hacer mucho dinero, pero tienes que ser lo suficientemente rápida. No todo el mundo lo consigue. De todos modos, así funcionan las cosas en este mundo, ¿no? Hay un montón de negocios como este. Y no es ilegal. Para que lo sepas, no tienes nada que temer ni de la policía ni de las organizaciones de apoyo al consumidor. No pueden hacer absolutamente nada contra nosotros. ¡Y deja de mirarme así!

Hikari estaba prácticamente gritando cuando abrió la puerta del coche.

– No estamos haciendo nada malo -continuó-. Y no me apetece quedarme aquí y escuchar cómo nos juzgas. Nadie te ha obligado a hacer nada. Los idiotas nacen y mueren idiotas. ¡Pero no culpes a personas listas que intentan salir hacia adelante!

Hikari se inclinó para meterse en el coche. Junko no veía más que su nuca cuando se decidió a hablar.

– ¿Conoces el pasado de Hitoshi Kano?

Hikari levantó bruscamente la cabeza. Se la veía tan sorprendida, que su reacción casi resultó cómica.

– ¿El pasado de Hitoshi?

– Eso he dicho.

Fue otra expresión la que de repente bañó los rasgos de Hikari. Celos. Esta vez, a Junko la pilló por sorpresa.

– ¿Qué ha pasado entre Hitoshi y tú? -Hikari tenía los brazos en jarras, en una postura desafiante-. Ya sé quién eres. Una antigua novia a la que dejó plantada. Aunque no me ha dado la sensación de que Hitoshi te haya reconocido. ¿Tonteó contigo alguna vez? ¿Es por eso por lo que vas tras él? ¿Es eso?

Junko estaba desconcertada. Para ella, tener un pasado no implicaba ni remotamente algo tan simple como una relación entre un hombre y una mujer.

– ¡Di algo! -Hikari rodeó el coche, y se dirigió hacia Junko. Le lanzó una mirada suspicaz-. ¡No te pienses que voy a quedarme con los brazos cruzados! Hitoshi es…

– ¿Hitoshi es qué? -preguntó Junko con tono calmado. En lo más profundo de su ser, podía sentir la energía hablándole de nuevo. «¿No te lo había dicho? ¿Qué valor tiene su vida?»

– ¡Es mío! -vociferó Hikari, como escupiendo las palabras-. ¿Tienes algún problema con eso?

– Tu novio es un asesino. -Junko se cruzó de brazos y aspiró una profunda bocanada de aire para controlarse-. Asesinó a unas niñas que todavía iban al instituto. Y no estoy hablando de una sola. Ocurrió hace unos años.

Hikari se quedó allí plantada, con la barbilla levantada y las piernas abiertas, en una clara posición ofensiva.

– ¿De dónde has sacado todas esas gilipolleces? ¡Retíralo!

– No son gilipolleces. Compruébalo si quieres. No tardarás en averiguar lo que hicieron tu novio y sus amigos.

– Hitoshi no tiene antecedentes -aseguró la chica, esbozando una mueca de desprecio.

– Eso es solo porque la policía no disponía de pruebas suficientes como para acusarlo. Y por aquel entonces, todos eran menores de edad.

Hikari fulminó a Junko con la mirada. Parecía estar pensando en qué decir, algo que rebatiera lo que ésta acababa de contarle.

– ¿Y qué tienen que ver esas chicas asesinadas contigo? -espetó, pero Junko guardó silencio-. ¿A qué has venido? -insistió Hikari, sin apartar la vista de Junko. Sus ojos se abrieron ligeramente cuando ella sola respondió a su pregunta-. ¿Le has hecho algo a Hitoshi?

Junko no contestó.

– ¿Qué le has hecho? -gritó Hikari. Se apartó del coche y echó a correr hacia la entrada de servicio-. ¡No se ha ido a ningún sitio! ¡Tú le has hecho algo!

Junko no intentó ir tras ella, pero Hikari siguió corriendo. Presa del pánico, se tropezó con sus propios pies y casi cayó al suelo. Junko deseaba que no mirase hacia atrás. «Yo solo quiero marcharme de aquí. ¡No te des la vuelta!»

Pero Hikari se dio la vuelta. En cuanto alcanzó la puerta de servicio, se volvió para asegurarse de que Junko no la seguía y realmente se había ido. El control que Junko procuraba mantener estalló en mil pedazos ante el pánico y odio que percibió en los ojos de la chica. La energía venció, salió despedida arremetiendo con fuerza contra Hikari.

Se oyó un sonido ahogado. Hikari despegó; su cabello se izó en el aire; su elegante calzado fue propulsado hacia arriba. Para cuando impactó contra el suelo, ya estaba envuelta en llamas. El aire caliente azotó las mejillas de Junko, y se mezcló con el perfume de Hikari. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.

Junko intentó marcharse con la mayor serenidad posible. No echaría a correr hasta alcanzar la esquina. Contó los segundos para sus adentros.

La zona estaba tranquila. Nadie se había percatado de nada extraño. Ahora que no había ningún ruido, podía distinguir el leve sonido de la música clásica que manaba de la residencia de los Kinoshita.

Cuando Junko contó hasta cien, echó a correr. Tuvo la sensación de que alguien gritaba, pero no estaba segura de si era el sonido emitido por una persona o venía de su propio corazón.

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