Sven Hassel
Gestapo

Oímos ruidos y gritos detrás de nosotros Hermanito y el legionario se habían detenido para esperar, mientras nosotros seguíamos adelante Ambos se ocultaron entre la espesura de unos arbustos

Los cuatro soldados rusos, muy jóvenes, avanzaban corriendo. Llevaban las insignias verdes de las tropas de la NKVD. Algunas condecoraciones colgaban de sus pechos. Eran soldados valerosos, a quienes les gustaba la caza, a quienes les gustaba matar.

Aparecieron en el recodo del camino. El legionario volvió un pulgar hacía el suelo. Hermanito reía. Las dos armas automáticas dispararon a la vez.

Hermanito disparaba en pie, con la ametralladora apretada contra la cadera, y todo su cuerpo de gigante vibraba a causa del violento retroceso.

El legionario canturreaba:


Ven, muerte, ven aquí…


Los rusos cayeron de bruces. Dos de ellos se movían aún cuando cesó el tiroteo.

Hermanito les dio el golpe de gracia. Era una costumbre que duraba desde hacía un año, porque incluso los heridos graves seguían luchando.

– Medida de seguridad -dijo, riendo.

– Bien, Hermanito. Buena idea. Ahora ya no podrán dispararnos por la espalda.

Habían sorprendido al pelotón mientras celebraban una francachela en una cabaña. Era el cumpleaños de Porta. No oímos la llegada de la patrulla de asalto rusa. De repente, los cristales volaron hechos añicos, y las bocas negras de cuatro pistolas ametralladoras empezaron a escupir fuego en la habitación. Nos pegamos al suelo.

El legionario y Porta lanzaron varias granadas por la ventana. Aún no comprendíamos cómo habíamos podido escapar con vida.

Nos reunimos en la cantera situada al otro lado del bosque. Faltaban ocho hombres.

– Yo he visto caer a dos – dijo Porta.

Hermanito arrastraba tras de sí a un teniente ruso. El Viejo dijo que había que llevárselo prisionero.

Al llegar al borde del campo de minas, el teniente lanzó un grito. Hermanito se echó a reír. El Viejo blasfemaba.

– Este estúpido oficial ha intentado largarse -explicó.

Pero habíamos observado que su onda asomaba a medias por uno de sus bolsillos. La onda de acero con sus dos empuñaduras de madera, «la muerte silenciosa».

– ¡Lo has estrangulado! -gritó el Viejo, acusador.

– Bueno, ¿y qué? Quería largarse -rezongó Hermanito.

Y se frotaba el bolsillo de su pantalón.

– Asesino -dijo Stege.

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