SALIDA HACIA EL FRENTE

Al día siguiente, durante el ejercicio de tiro de la Compañía ocurrió un hecho lamentable. El Feldwebel Brandt fue muerto en el refugio del puesto de observación. Cuatro balas le dieron exactamente en mitad de la frente. Arrestaron al oficial de vigilancia durante algunas horas, pero después, le dejaron en libertad.

Mientras cargaban al muerto en un camión, entre cajas vacías de municiones y material de limpieza, Hermanito le dijo a Porta con satisfacción:

– ¡Parece mentira lo que pesa un cadáver! Sería lógico que fuera más ligero, después de haberse quedado sin alma.

Subieron al camión. Porta sacó una baraja. Se instalaron a ambos lados del cadáver, y lo utilizaron como mesa. Porta sacó una botella de «schnapps» del bolsillo y se la ofreció a Hermanito.

– Julius y yo hemos disparado en el mismo instante -dijo Hermanito, sin sonrojarse-. Le hemos dado de lleno. -Bebió y se seco los labios-. Gracias a Dios que nos hemos librado de este cretino.

Porta rió entre dientes.

– ¿Te has fijado cómo han palidecido las demás ratas de la guarnición? Saben que nos lo hemos cargado a conciencia, pero no pueden demostrarlo. ¿Cuánto te apuestas a que esta noche podremos beber toda la cerveza que queramos, sin tener que sacar la pasta?

Escupieron sobre el cadáver.

– ¿Crees que ahora estará en el infierno? -preguntó Hermanito.

– No cabe duda -replicó Porta-. ¿Crees que el buen Dios querrá saber nada con él?

– ¿Crees tú que el buen Dios querrá saber algo con nosotros, Porta?

– Cállate y juega. No hables de esto.

– Sus sesos han quedado esparcidos por el suelo.

– No debía de tener muchos -opinó Porta.

– Estaba casado -prosiguió Hermanito-. Visitaré a su mujer y me acostaré con ella. Así no habrá perdido nada.

– ¡Qué buen corazón tienes!

Vaciaron la botella y la tiraron por la parte posterior del camión.

Porta echó un naipe sobre el vientre del cadáver y anunció, triunfalmente:

– Arrastro.

Llegaron tarde al cuartel, y opinaron que era mejor dejar que el cadáver pasara la noche en el camión.

Dos días más tarde, cuando el Regimiento acababa de recibir la orden de prepararse para la marcha, un pequeño destacamento de tropas de refresco desfiló por el patio del cuartel. Todos nos habíamos acomodado a las ventanas del edificio de la 5.ª Compañía.

De repente, el Viejo se sobresaltó.

– ¡Vaya, Alfred! ¿Has visto quién está ahí, el segundo de la tercera fila?

El pequeño legionario rió en voz alta.

– Alá es sabio. Alá es justo. El Stabsfeldwebel Stahlschmidt. Sea bien venido.

El Verraco levantó la mirada. Reconoció al legionario y a el Viejo, palideció y pegó un codazo a el Buitre, que estaba a su lado.

– Verdaderamente, estamos a la puerta del infierno. Que tenga cuidado Stever, si le encuentro alguna vez cuando hayamos perdido la guerra.

– Stahlschmidt, sé de qué hablas, sé lo que piensas. Pero métete esto en la cabeza: ya no te conozco.

Porta lanzó un aullido.

– ¡Heil SS! ¡Ya estás entre nosotros! ¡Y sólo cinco minutos antes de la salida del tren!

En el centro de la columna, un soldado mortalmente pálido levantó la mirada.

En el cuello verde de su chaqueta se distinguía aún la marca de los escudos negros de las SS. Unos hilos oscilaban movidos por el viento. Llevaba una trompeta plateada en el hombro, unida al cordón amarillo de la Caballería.

Era el ex chofer del SD Standartenführer Paul Bielert.

El Hauptfeldwebel Edel recibió a los novatos de la manera acostumbrada:

– Pálidos gandules, sed bien venidos entre nosotros. Las pasaréis moradas antes de llegar al frente del Este. Soy muy bueno y comprensivo con los que quiero; pero a vosotros no os quiero. Para mañana y pasado mañana, servicios de letrinas para todos. Y prefiero aclarar en seguida que quiero que los cubos brillen como la plata.

El coronel Hinka se acercó lentamente. Su capote gris de cuero brillaba a causa de la humedad. Bajo la visera mostraba una ancha sonrisa juvenil. Movió la cabeza.

Edel dio media vuelta, hizo chocar los tacones, saludó, y gritó al estilo de un suboficial experimentado:

– Mi comandante, el Hauplfeldwebel Edel, de la 5.ª compañía, a sus órdenes con veinte hombres de refresco.

Hinka rió suavemente, miró de reojo hacia las ventanas en encontrábamos.

– ¡Gracias, Hauptfeldwebel!. Caliente un poco a esos muchachos, para que se sientan como en su casa. Creo que daremos el mando al suboficial Alfred Kalb.

– Bien, mi comandante -repuso Edel, siempre obsequioso.

El pequeño legionario estaba ya a la puerta, vestido para el ejercicio. Dirigió un saludo impecable al coronel Hinka, quien respondió al mismo.

– Suboficial, habría que calentar a estos muchachos para que se sientan a gusto en nuestra casa. Pero saludémosles primero.

Lentamente, les pasó revista, seguido del legionario y del Hauptfeldwebel. Se detuvo frente a el Verraco.

– ¿Nombre?

– A sus órdenes, mi coronel, el Stabsfeldwebel…

Hinka, que había echado una ojeada a su documentación, le interrumpió:

– ¡Viene usted de la cárcel de la guarnición! ¡Numerosos servicio en ella y nunca ha estado en el frente, pero pronto irá! Somos de Regimiento de choque y siempre estamos donde el jaleo es mayor. -Meneó la cabeza-. ¿Le han destituido por malos tratos a los prisioneros?

– Se trata de un error, mi coronel -protestó el Verraco, con voz débil.

– Desde luego, Stabsfeldwebel -replicó Hinka, riendo-. Siempre que nos mandan a alguien es por error.

El legionario miró fijamente a el Verraco, se abrochó un botón del bolsillo de su cazadora y sonrío fríamente.

Prosiguieron. Hinka se detuvo frente a el Buitre.

– Otro más de la cárcel de la guarnición. Han hecho una limpieza a fondo.

Prosiguieron su paseo ante los hombres alineados. Cuando el legionario pasó por delante de el Buitre, gruñó:

– Bueno, sal de la fila. Ve a presentarte al Obergefreiter Porta. Servicio de letrinas.

Hinka se detuvo ante el ex SS y señaló su trompeta.

– ¿La toca usted?

– Sí, mi coronel. El Untersharführer Rudolph Cléber, antiguo corneta en el Regimiento de Caballería SS «Florian Geyer».

– Corneta -repitió Hinka-. ¿Por qué estás aquí?

– Mercado negro y robo, coronel.

– ¿Qué has robado?

– Patatas y azúcar, coronel.

– Observo que has olvidado decir mi coronel, soldado. Así se dice en el Ejército. Suboficial Kalb, enséñele buen modales a este tipo.

– Sí, mi coronel. ¡A tierra, soldado! ¡Veinte veces seguidas! -siseó entre dientes.

Y, sin comprobar si la orden era obedecida, dio exactamente dieciséis pasos en pos del comandante del Regimiento.

Examinaron a los hombres uno tras de otro.

El coronel Hinka comprobó secamente el motivo de su venida al 27.°. El examen de algunos fue muy rápido. El de otros resultó más extenso. El coronel saludó distraídamente y desapareció, seguido por el Hauptfeldwebel Edel.

El pequeño legionario ladeó la gorra sobre el ojo izquierdo soñaba con que era el quepis blanco francés. A pesar del reglamento, colocó un cigarrillo en un rincón de la boca, a la francesa.

– ¡Escuchadme bien, novatos! -ladró, sin que se moviera el cigarrillo, cosa que sólo un francés era capaz de hacer-. Os, aconsejo que me escuchéis con atención, bastardos. He sido soldado en la Legión Extranjera. Después, tres años en un Batallón especial, y luego, la prisión militar de Torgau. Soldados atended bien.

Hizo chocar sus tacones, se ladeó aún más la gorra, encendió otro cigarrillo…

– ¡Firmes! ¡Derecha! ¡En columna, de frente! ¡Media vuelta a la izquierda!

Se dirigieron al campo de ejercicios, detrás de los garajes donde nadie podía verles. Marchaban marcando el paso de la oca.

El Viejo rió suavemente al verles desaparecer.

– Anda o Revienta se siente a gusto. Es una venganza personal.

El pequeño legionario les hizo correr sobre las piedras, de un lado para otro.

El coronel Hinka, cansado, recostado en el flanco rugoso de un tanque «Tigre», observaba el desarrollo del ejercicio disciplinario, ordenado en una mezcla de francés y alemán. Esto no acababa de gustarle. No era completamente reglamentario. Era el resultado de muchos años de rígida educación, ocho entre los franceses, seis con los prusianos, lo que se materializaba sobre las piedras del cuartel.

– ¡Destacamento, en marcha! ¡A la carrera! -gruñó el pequeño legionario. Les hizo arrastrarse por el barro hasta que casi se ahogaron. Les hizo trasponer el foso. Se rió al contar las cabezas que asomaban. Vociferó-: ¡Mil diablos, esto es un deber! No me reprochéis, camaradas. Os haré más resistentes que el peñón de Gibraltar! ¡De bruces! ¡Comeos el barro, ya respiraréis después!

Hinka rió, Edel rió.

Aquello era la Legión. La receta para conseguir los mejores soldados del mundo.

– Bien, camaradas, más de prisa, a la carrera -rugió el legionario, encaramado en una caja vacía. Les hizo correr en todas direcciones, por encima de las piedras. Los hombres se hundían en el barro como proyectiles.

– ¡Saperlotte, a ver si os movéis, pandilla de gandules!

De repente, sintió miedo de destrozarse la garganta y cogió su silbato. Primero, les explicó el significado de los pitidos. Primer pitido, a la carrera. Segundo pitido, cuerpo a tierra. Tercer pitido, saltar con los pies juntos.

El legionario silbó durante dos horas. Los hombres empezaron a debilitarse. Él blasfemó en francés.

El coronel Hinka se reía. Edel se reía, considerando que su deber era imitar al coronel. Éste indicó al legionario que se detuviera. No quería muertos en el Regimiento durante los ejercicios especiales.

El legionario terminó con una hora de marcha a paso de desfile, alrededor del cuartel, en la arena blanda.

Repartieron a los veinte hombres entre los dormitorios del cuartel. El Verraco vino a parar con nosotros. Le dieron un armario, donde guardó sus cosas. Su rostro estaba empapado de sudor. Se mostraba silencioso y sombrío.

– Te has quedado sin llaves -comentó alguien.

El Verraco prefirió no contestar.

El legionario entró y se le acercó.

– No te confundas respecto a lo que ha ocurrido hoy. Lo he hecho especialmente para ti, no para los demás. Tú has visto morir a nuestro jefe, pero antes le has maltratado.

– No he sido yo -se defendió el Verraco.

El legionario sonrió siniestramente.

– Stahlschmidt, escúchame bien. Nos importa un bledo saber lo que hayas podido hacer. Aún no hemos podido echarle el guante a tu acólito. Os ha liquidado a ti y a el Buitre. Ha sido más listo que vosotros. Aquí vamos a convertirte en un héroe, en un maldito héroe. Cuando me hables tienes que llamarme mi suboficial. ¿Entendido?

– Bien, mi suboficial -jadeó el Verraco, mientras hacia chocar sus tacones lo mejor que supo.

El legionario dio media vuelta y se marchó

El Verraco siguió ordenando sus cosas, desplazó las botas de Hermanito.

– Has tocado mis botas -gruñó éste, que se había sentado en lo alto de su litera para comerse un salchichón.

– Tus botas me las paso por donde yo sé -replicó el Verraco, provocativo.

Hermanito se encogió de hombros y siguió comiendo a salchichón. Cuando lo hubo terminado, se limpió la boca en el dorso de la mano, sacó lentamente una pierna de la litera y saltó con habilidad al suelo. Con un gruñido sordo, se dirigió y hacia el Verraco y le tocó un hombro. En el mismo segundo en que el Verraco volvió la cabeza, el puño de Hermanito voló por el aire y chocó sordamente en su barbilla. Sobre el Verraco cayó una lluvia de golpes, hasta que estuvo en el suelo, retorciéndose como una anguila. Hermanito le volvió boca abajo y saltó dos o tres veces sobre su trasero. Después, regresó a su litera, sacó dos cervezas de debajo del colchón, las descorchó con los dientes y bebió al mismo tiempo de ambas botellas, acrobacia que era el único que sabía realizar. Arrojó las botellas vacías contra el Verraco, quien recuperaba lentamente el sentido y rezongó:

– Rata de prisión, tú lo has querido. Tus deseos se han cumplido.

El Verraco ni siquiera chistó. Se dejó caer en el suelo, encorvado y jadeante. Para él empezaba una nueva era. Desde entonces, le tocaría a él recibir los golpes.

Porta y el SS salieron juntos del cuartel. Se les vio juntos en numerosas tascas, donde sostuvieron conversaciones en voz baja con prostitutas y matones. Cogieron taxis. Tenían prisa.

Muy avanzada la noche, recorrieron paseando el sendero de Landungsbrücke, hasta la Escuela de Navegación, detrás del Hospital Militar. En lo más alto de la colina había un banco, en el que se sentaron. Contemplaron pensativamente el fuerte y escucharon el sordo ruido de los remachadores del arsenal, mientras contemplaban las chispas de los sopletes que formaban surtidores de fuegos artificiales.

– Si tocas tan bien como dices, deja que te oigamos -exigió Porta-. Si quieres que nuestro coronel te aprecie, hay que saber tocar como los ángeles.

El antiguo SS Rudolph Kleber asintió con la cabeza y sacó una trompeta de plata del estuche que tenía junto al banco. Del bolsillo extrajo la boquilla, envuelta con varias capas de papel de seda, sopló para probarla y después, con un recogimiento casi religioso, la atornilló a la trompeta. Era una boquilla muy cara. Se llevó el instrumento a la boca, mirando de reojo a Porta, quien observaba las chispas de los arcos voltaicos.

– Era corneta en el Regimiente F6 -explicó Kleber-. Ya sabes, los que tienen los caballos ruanos. Toqué en Nuremberg, en el gran desfile.

– ¡No hables tanto, recluta, y toca! No creo que seas tan buen como dices.

Kleber inspiró profundamente. Las primeras notas resonaron sobre el Landungsbrücke. Era una fanfarria de Caballería.

Porta no se dejó impresionar.

Después, tocó una fanfarria de Infantería.

Tampoco esto impresionó mucho a Porta.

El SS le miró.

– ¿Qué quieres oír, Joseph Porta? Dime lo que prefieras.

– ¿Qué sabes tocar? -preguntó Porta, con indiferencia, mientras pegaba un fuerte puntapié a un tapón que había en el suelo.

El SS contempló el oscuro río.

– ¿Qué te parecería un blues?Un blues prohibido, como los que gustan en Ultramar.

Porta asintió.

– Sí, pero procura no estropearlo. Son tantos los que afirman que saben tocar un blues.

Cléber se llevó la trompeta a los labios y sopló con toda su alma. Sabía lo que arriesgaba. Las notas ascendieron hacia las oscuras copas de los árboles. Era como si todo Hamburgo despertara de su sueño para escuchar. Kleber se levantó del banco, llevando el ritmo con el pie derecho; esbozó un paso de baile, con la trompeta levantada hacia el cielo. La luna asomó por detrás de las nubes y se reflejó en la brillante trompeta.

– No esta mal -dijo Porta-. Continúa.

Compareció un agente de policía. Su casco brillaba. Kleber se adelantó, con una mano extendida hacia el agente, siguió tocando sin dejar que le interrumpieran.

Memphis Blues, una vieja melodía -murmuró el policía, llevando el compás.

Se quitó el casco, se pasó una mano por el pelo y se sentó junto a Porta.

Comparecieron dos beldades nocturnas.

Kleber tocaba como si le fuera la vida en ello. Lanzó una mirada a Porta.

– No está mal -dijo éste.

Silbó una melodía.

– ¿Conoces ésta?

El SS se llevó la trompeta a los labios y empezó a tocar Deep River.

Era como si todos los insectos empezaran a cantar en la noche estival. Los pájaros agitaban sus alas en los arbustos y levantaban sus picos hacia la luna vestida de terciopelo.

El policía y las mujeres bailaban cogidos del brazo. Se percibía el ritmo de los prisioneros encadenados en los campos de trabajo. La Infantería en marcha. Las monturas de la Caballería. Los reflejos en los sables en el sol poniente. El rugido de millares de tanques que calentaban sus motores. El roncar de los camiones. El gracioso ballet de unas frágiles danzarinas.

Sin aliento, el SS se detuvo.

– ¿Qué te parece, Obergefreiter Porta?

Éste sonrió.

– No está mal. Pero podría estar mejor.

– Maldita sea, ¿qué es todo esto? -preguntó el policía, volviendo a cubrirse con el casco.

– ¿Crees que soy lo bastante bueno para convertirme en corneta de vuestra Compañía? -preguntó Kleber sin mirar al policía.

Este y las mujeres se miraron. Guardaron silencio. Habían comprendido. Allí ocurría algo que escapaba a su comprensión. Se trataba de escoger a alguien capaz de embellecer la muerte de los parias de este bajo mundo. De repente, tuvieron la intuición de otro mundo distinto al de ellos, en el que los hombres se convertían en niños antes de recibir el beso glacial de la muerte.

– También sé tocar La muerte del músico y Viva la muerte -aseguró el SS, entusiasmado.

Porta le hizo un ademán.

– ¡Adelante!

Luego, la trompeta empezó a llorar, a sollozar. Su inmenso pesar hablaba de la muerte, de la muerte del músico. Del músico que tocaba hasta romper las cuerdas de su violín.

El SS se inclinó y sopló hacia el suelo, como si quisiera caldear la tumba fría del músico muerto. Con lentitud, fue echándose hacia atrás, doblando por completo la nuca, y envió sus notas hacia las nubes errabundas.

– Viva la muerte, viva la muerte [35]: El músico ha muerto.

– De acuerdo -decidió Porta, palmeteando la espalda del otro-. Serás nuestro corneta.

– Gracias -murmuró el SS-. La trompeta es mi vida.

Se levantaron y se marcharon sin hacer caso del policía y de las mujeres Rodearon el «Instituto B. Nocht». Recorrieron el largo camino hasta el cuartel. De vez en cuando, se detenían y tarareaban una melodía.

– ¿Conoces ésta?

Desfilaban los grandes nombres del jazz.

– Esta me gusta mucho.

Porta se detuvo en la colina situada frente a la iglesia bombardeada de Königins Allee, cogió la flauta que guarda en el interior de una bota y tocó Rapsodia en Azul.

Kleber le secundó con su trompeta. Un guardia que les molestó con un rugido a la prusiana, fue enviado a rodar por Porta, sin necesidad de interrumpir la melodía ni un segundo.


Ocho días más tarde, el 27.° Regimiento recibió la orden de marcha.

En el cuartel reinaba una actividad febril. Aún no se nos había designado jefe. Se decía que lo tendríamos más tarde, que se uniría a nosotros durante el transporte hacia el frente.

El coronel Hinka acudió en persona para acompañarnos. El mismo había sido jefe de la 5.ª Compañía. Conocía bien a todos los veteranos. Recibió el parte final del Hauplfeldwebel Edel, se frotó pensativamente la barbilla y echó una ojeada nombres. Después, se cuadró y dejó oír su voz de mando.

– ¡5.ª Compañía, media vuelta, derecha!

El Viejo y Barcelona comprobaron la alineación.

Hinka se balanceó sobre sus rodillas.

– ¡Firmes! ¡En columna de marcha, media vuelta, derecha! ¡Compañía, alto! ¡El músico de la Compañía, en el flanco derecho!

Kleber salió precipitadamente de la última fila y se situó, a la derecha, tres pasos por delante del que iba en cabeza. Levantó por tres veces la trompeta. Después, tocó la fanfarria de despedida, mientras toda la Compañía guardaba silencio.


Adiós, viejo cuartel,

adiós, dormitorios pestilentes.


Kleber apoyó la trompeta en su cadera izquierda.

Sonriente, Hinka ordenó:

– ¡Armas al hombro! ¡De frente, marchen!

Kleber volvió a tocar. Las notas resonaron entre las paredes grises.

Porta asintió con la cabeza y pegó un codazo al legionario.

– Volvemos a tener un verdadero músico, ¿eh?

Lentamente, el largo tren de mercancías abandonó la estación de Hamburgo. Estuvimos a punto de marcharnos sin Porta. Había ido a despedirse de tres muchachas sobre un montón de paja. Cuando le encaramamos en el vagón de ganado, llevaba las bragas azules de una de ellas alrededor del cuello.

En aquel momento, en el vagón de Estado Mayor, el coronel Hinka abrió el sobre cerrado. Lo alargó a su adjunto, el teniente Wegener.

Éste lo leyó en silencio:


GEKADOS


El 27° Regimiento Blindado en misión especial. El regimiento se pondrá a las órdenes directas del alto mando de la Werhmacht, como reserva para el grupo de asalto blindado de MONTE CASSINO.

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