LA FISGONA

Nosotros, los supervivientes de la 5.ª Compañía, estábamos tendidos de bruces, bajo los manzanos, contemplando las tropas de reserva que esperábamos desde hacía cuatro días. Acababan de llegar en camiones. Estaban formadas en columna doble, en medio del camino. Sus armas y sus uniformes olían a nuevo. Habían llevado hasta aquí el olor a almacén.

Les mirábamos con ojos de experto. A decir verdad, siempre mirábamos a todo el mundo con los ojos de un soldado del frente, tanto si eran soldados como si no lo eran. Tácitamente, estuvimos de acuerdo en que aquellos 175 reservistas no tenían gran cosa en común con los soldados. Llevaban su equipo como aficionados. El correaje mal ajustado les había producido desolladuras. Sus botas brillaban, pero eran rígidas. No las habían sumergido en orines y frotado después vigorosamente con las manos para curtirlas. Sería imposible llegar muy lejos con unas botas tan rígidas. Las de Porta sí eran unas botas ejemplares. Tan suaves, que se veía moverse su dedo meñique en el interior. Es cierto que, desde lejos, apestaban a orina. Como había dicho el Tuerto, nuestro coronel, durante una revista:

– Apestáis como cien urinarios juntos.

Pero el Tuerto no prohibía el curtido. Sabía que los pies son esenciales para un soldado. Es el arma secreta de la Infantería. Un comandante de Infantería inteligente cuidaba más los pies de sus tropas que cualquier otra cosa. Hermanito pegó un codazo al legionario.

– ¡Menuda pandilla de inútiles nos ha tocado! Iván los enviará directamente al infierno, con sólo abrir un poco los ojos. Si no estuviésemos aquí nosotros dos, haría mucho que habríamos perdido la guerra.

El Viejo reía en silencio. Estaba tendido bajo un arbusto que le protegía algo de la lluvia que en aquellos momentos caía con gran violencia.

– Es raro que no hayan dado la Cruz de Caballero a un héroe como tú, Hermanito.

– Su Cruz de Caballero me la meto donde yo sé -gruñó Hermanito.

Y escupió hacia una mosca ahogada por la lluvia. Los oficiales, reservistas todos, gritaban injurias. Uno de los reclutas perdió su casco de acero, que rodó por el camino con un estrépito que le traicionó.

– ¡Cerdo! -aulló un Oberfeldwebel-. ¡Paso ligero!

El recluta, un hombre mayor, empezó a evolucionar bajo los gritos del suboficial.

– ¡Adelante! ¡A la carrera!

El Oberfeldwebel no le siguió. Permanecía en el camino, dando órdenes con su silbato: Era la clase de individuo que sabe hacer sufrir a los reclutas. En un cuarto de hora, consiguió destrozar completamente al hombre que había dejado caer su casco. Aniquilado. Listo.

El Oberfeldwebel se rió, satisfecho. Había motivos para regocijar el corazón de un viejo suboficial.

Nuestro jefe de Compañía, el teniente Ohlsen estaba hablando con el teniente que había traído a los reservistas. Ni siquiera se daban cuenta de que el viejo estaba en las últimas. Se había convertido en una costumbre. Ocurría tan a menudo… En el reglamento, a esto se le llamaba mantener la disciplina. Ocurría ya en el ejército del emperador. La costumbre exigía que se esperara a que alguien cometiera una falta; entonces, se disponía de los medios para liquidarla. Era sencillo y más eficaz.

Los reclutas contemplaban, pálidos, a su camarada que ya sin fuerzas, bajaba la colina a gatas. Aunque el Oberfeldwebel le hubiera amenazado con un consejo de guerra, hubiese sido incapaz de levantarse.

El Oberfeldwebel escupió en su dirección.

– ¡Cuádrese, maldita sea!

Pero el viejo permanecía en el suelo y sollozaba de un modo que desgarraba el alma. Ya sólo era una masa inerte. El Oberfeldwebel había buscado los montones de estiércol, cuando le había enviado a campo través. Riendo suavemente para sí mismo, contemplaba al hombre tendido en el suelo. Se lamía el labio inferior.

– ¡Bueno, becerro! Si no quieres cuadrarte, tengo otros métodos. No creas que has terminado. Espera a que Iván te dispare balas trazadoras contra el trasero. Entonces, sabrás lo que se puede aguantar. Coge la pala -gruñó.

El viejo palpó en busca de la pala de Infantería y consiguió levantarla de manera reglamentaria.

– Tiro de artillería enfrente. ¡A hacer trincheras!

El recluta intentó cavar. Resultaba un espectáculo bastante cómico. A aquella velocidad, necesitaría mil años para hacer una madriguera. Durante la instrucción, el tiempo era exactamente de once minutos y medio, cronometrados desde que se sacaba la pala del estuche. ¡Y ay del que empleara un segundo más! Nosotros, veteranos del frente, todavía éramos más rápidos. Pero es verdad que habíamos excavado miles de agujeros. Se podían encontrar desde la frontera española hasta la cumbre de Elbruz, en el Cáucaso; y habíamos cavado en toda clase de tierras. Hermanito, por ejemplo, podía enterrarse en seis minutos catorce segundos, y su corpachón necesitaba un agujero profundo. Se alababa de poderlo hacer aún más de prisa, pero decía que no valía la pena porque nadie igualaba nunca su marca.

El Oberfeldwebel tocó a su víctima con la punta de una bota.

– ¿En qué estás soñando? ¿Es que piensas terminar tu agujero cuando todos estemos muertos y podridos en nuestras tumbas? Más aprisa, más aprisa.

El recluta se desvaneció. Se desvaneció así sin autorización. El Oberfeldwebel estaba muy sorprendido. Meneando la cabeza, ordenó a otros dos reclutas que se llevaran el «cadáver».

– Y a eso le llaman soldados -murmuró-. ¡Pobre Alemania!

Aquel tipo aprendería a conocerle, se prometió. Él, el Oberfeldwebel Huhn, terror de Bielefeldt. Se frotó voluptuosamente las manos. Espera, amigo mío, espera. Serás el primero que liquide en esta Compañía.

Pero el castigo había surtido efecto. Ninguno de aquellos reclutas dejaría caer nunca más su casco.

– ¡Vaya latoso! -dijo Porta, con indiferencia, mientras mordisqueaba el salchichón de cordero que había encontrado cinco días antes en el macuto de un artillero ruso.

Todos teníamos de aquellos salchichones de cordero. Salchichones de cordero del Kakastán. Salchichones duros como piedras, salados; pero eran deliciosos. Sólo éramos doce supervivientes. Las grandes pérdidas apenas nos impresionaban ya. Nos habíamos acostumbrado. Pero el bosque nos había costado caro. Regresábamos, a través de ese bosque cuando sorprendimos una batería de campaña rusa. Como de costumbre, fue el legionario el primero que les vio. Ni siquiera los pieles rojas de Cooper atacaban más silenciosamente que nosotros. Les liquidamos con nuestras kandras [1]. Cuando hubimos terminado, era como si un obús del 15 hubiese estallado entre ellos. Les caímos encima como un rayo. Estaban tostándose al sol, tranquilos y confiados. Su jefe de batería, un gordito jovial, salió de la villa, sorprendido por el estrépito.

– ¡Ah, malditos cerdos! ¡Han vuelto a atiborrarse de vodka y se están peleando! -le dijo a su segundo, un teniente.- ¡Vaya jaleo!

Fueron sus últimas palabras. Su cabeza rodó por el suelo y dos chorros de sangre brotaron de su cuello tembloroso.

Sin guerrera y vociferando, el teniente huyó hacia el bosque; pero Heide le alcanzó y le clavó su kandraen el pecho.

Cuando hubimos terminado, presentábamos un aspecto horrible.

Algunos de nosotros vomitábamos.

La sangre y las tripas apestaban espantosamente; y además había moscas. Enormes moscas azules.

A nadie le gustaba el kandra. Era demasiado escandaloso, aunque un arma excelente. No había otra que la igualara. El legionario y Barcelona Blom nos habían enseñado a utilizarla.

Nos sentamos en las cajas de municiones y en los obuses.

Aliviados y satisfechos, empezamos a comer sus salchichones de cordero, regándolos con vodka ruso.

El único que no tenía hambre era Hugo Stege. Siempre nos burlábamos de él porque había cursado estudios secundarios. Jamás profería palabrotas. Nosotros lo encontrábamos anormal. A causa de su lenguaje correcto y de sus buenos modales le teníamos por un poco chiflado. Lo peor fue cuando Hermanito descubrió que se lavaba las manos antes de comer. Nos reímos durante una hora entera y después le aconsejamos que visitara a un psiquiatra.

El Viejo contemplaba los salchichones de cordero y el vodka.

– Llevémonos todo esto, esa gente ya no lo necesitará más.

– ¡Qué hermosa muerte! -comentó con énfasis el pequeño legionario-. Ni siquiera se han dado cuenta de que les matábamos, Alá es grande. Él cuida de sus criaturas. -Pasaba cuidadosamente un dedo por el kandraafilado como una navaja-. Cuando se sabe utilizar, no hay muerte más rápida.

– En el fondo, es lástima – murmuró Stege.

Vomitó de nuevo.

– ¿Lástima? -exclamó Porta-. ¿Por qué? ¿Y si hubiera ocurrido al revés y hubiésemos sido nosotros los que hubiéramos estado roncando mientras ellos salían del bosque?

– De todos modos, es lástima.

Stege era obstinado.

– Bueno, bueno, es lástima. Pero, entonces, ¡maldita sea!, también es lástima que tengamos que arrastrarnos por este condenado bosque que nos importa un comino, ¿Acaso es culpa nuestra? Cuando te pusieron la cacerola de Hitler en la cabeza, ¿te preguntaron si te gustaba matar a la gente?

– Eso es una estupidez -protestó Stege-. En nombre del cielo, ahórranos tu filosofía.

-Camarade [2], es cierto lo que dice Porta -intervino el legionario, pasándose el cigarrillo de un lado al otro de la boca-. Estamos aquí para matar, lo mismo que un mecánico está en un garaje para reparar automóviles.

– Es lo que yo pienso -rezongó Porta.

Y sacudió las manos para ahuyentar las moscas que se elevaron de los cadáveres de los rusos.

Aquellos bichos nos exasperaban. Eran unas moscas insolentes que se te metían por los ojos y la nariz. No habían comprendido la diferencia entre un muerto y un vivo. Porta señaló a Stege con un dedo sucio.

– Te has encontrado un kandra; no vengas a contarnos que tenías intención de colgarlo de la pared, porque primero no tienes pared, y como el maíz no crece aquí, tampoco puedes utilizarlo para la cosecha. Te guste o no te guste, tenías las ideas claras cuando lo cogiste del cadáver. Lo querías para cargarte a alguien.

– ¡Cerdo! -dijo Stege entre dientes.

– Soy un soldado nazi -replicó Porta, lacónico.

– ¡Bah! -gruñó Heide, mientras secaba su ancho kandra en el pantalón.

– ¡Vaya porquería! Está mellado. Si por lo menos tuviéramos una muela, podría afilarlo. No corta bien. Somos seres humanos, ¿no? No vale la pena hacer sufrir a la gente más de lo necesario.

El Viejo se levantó y dio unas órdenes breves:

– Recoged las armas. En columna de a uno.

Hermanito y Porta no tardaron en alcanzarnos. Primero, habían querido saquear los cadáveres. Habían estado a punto de pelearse por tres dientes de oro. Porta consiguió dos. Hermanito tuvo que contentarse con uno.

El Viejo estaba furioso.

– Siento verdaderos deseos de liquidaros a los dos. Me da asco veros arrancar los dientes de oro a los cadáveres.

– No seas melindroso -replicó Porta, con ironía -. ¿Enterrarías tú un anillo de oro? ¿Prenderías fuego a un billete de mil? Supongo que no, porque, en tal caso, estarías loco de atar.

El Viejo rezongó aún otro poco. Sabía bien que en cada Compañía, tanto en la nuestra como entre las del otro lado, había «dentistas», que llevaban sus tenazas cortantes en el bolsillo. No podía evitarse.

Ahora, estábamos allí, bajo los frutales, masticando los salchichones de los artilleros muertos. Las gotas de lluvia caían rítmicamente de los árboles. Teníamos frío y estirábamos la «tela» más hacia arriba para cubrir nuestros cuerpos temblorosos. Era el objeto de múltiples usos de nuestro equipo: esclavina, tienda, cobertura de camuflaje, saco de transporte, colchón, hamaca y ataúd. Era lo primero que nos alargaban los empleados del almacén y era lo único que nos seguía hasta la tumba.

Porta contemplaba las nubes cargadas de lluvia.

– Lluvia, siempre lluvia. Las montañas son un asco para combatir. ¿Os acordáis de cuando peleábamos en la dulce Francia? Siempre hacía sol, y durante los altos podíamos permitirnos el lujo de tostarnos.

– ¡Dios mío! -suspiró Julius Heide-. Aquello sí que era una guerra. ¡Pero fue suerte no habernos pasado al otro bando! Ahora estaríamos fríos. ¿Os acordáis de los desertores que vimos, arrastrados por los perros de guardia de la policía militar, en dirección a Torgau [3], después de la capitulación de los franceses?

– No es que se pueda asegurar que estaríamos muertos -murmuró Hermanito, soñador. Se sentó en la hierba mojada e inclinó el busto hacia delante. Sus ojillos negros brillaban-. Tal vez estaríamos en Londres, donde vive ese Churchill. Me han dicho que es un verdadero placer ser prisionero de guerra de los Tommies. ¿Os acordáis del comisario capitán con quien conversamos en Nikolaijev? El que se había disfrazado de campesino pero al que Anda o Revienta desenmascaró. Aseguraba que nuestros camaradas se paseaban por los parques de los Lores y cogían violetas para sus salones; y que, por la noche, se divertían con las criadas en el heno. Sería el mayor mentiroso del mundo si afirmara que no me gusta el olor del heno. Una vez tuve una aventura con una chica en un henil, y os aseguro que la proximidad del heno me excitó mucho.

– Es mejor que no haya demasiados mosquitos en la parte superior -dijo Heide, apuntando su salchichón hacia el Oberfeldwebel que había torturado a muerte al viejo recluta-. Vamos a divertirnos con ese Oberfeld. Nos causará problemas.

– Entonces, nos lo cargaremos -decidió Hermanito, mientras se sonaba ruidosamente con los dedos-. No tienes más que indicármelo; soy un experto en liquidar a tipos como él.

– ¡Qué será de nosotros cuando todo eso haya terminado! -dijo Stege filosóficamente-. En realidad, sólo hemos aprendido a matar, Hermanito.

– Desde luego que no -contestó éste, risueño-. Siempre harán falta muchachos rápidos para matar. ¿Es que no es verdad, Anda o Revienta?

– Tienes razón, mon camarade.

– No entiendo nada de tu idioma extranjero. Pero cuando se habla de liquidar a los otros, pienso de repente que siempre he temido diñarla. El gran salto por la estratosfera no me seduce demasiado.

– ¿Temes tal vez encontrarte con el buen Dios? -preguntó Stege.

– No -gruñó Hermanito-, no es por eso. Es más bien porque, una vez tienes un agujero en el cráneo, todo está listo. Y luego, punto final. No creo en Dios. Si existe, sería el final para mí, dado mi expediente.

Hermanito se balanceaba un poco, indeciso. Arrugaba su estrecha frente, buscaba las palabras.

– No llego a imaginar que algún día ya no habrá «la cerveza de las siete», escondido en las letrinas en compañía de varios camaradas, y un par de dados. Ese canguelo de estirar la pata lo tenía ya cuando era chico, antes de que me metieran en el hospicio y cuando hacía recados para el señor Kleinschmidt, el lechero de la Davidstrasse. Siempre corría bajo los faroles armando ruido con mis botellas, porque tenía una idea estúpida en la cabeza. Si me dejaba atrapar por la oscuridad, el hombre del cuchillo vendría a clavármelo. -Se hincó de rodillas y nos miró a todos sucesivamente. Después, prosiguió en voz baja-: Dulce Jesús, hijo de María, cuanto miedo tenía. Recuerdo sobre todo una puerta en el extremo de la calle Bernhard Nocht. Había que atravesar un pasillo largo y estrecho antes de llegar a la escalera, y en cada planta había largos pasillos por los que se llegaba a las viviendas. En todas partes había vagabundos dormidos. A menudo, tropezaba con ellos. Evidentemente, tenía una prisa endiablada, como todos los repartidores de leche. Algo me decía que el hombre del cuchillo estaba entre los mendigos. Y tenía razón. Lo comprendí cuando me metieron en el hospicio. En aquella maldita jaula encontré a un fulano. Su hermana había sido despanzurrada por un vagabundo exactamente en aquel número de la calle Bernhard Nocht donde, cada mañana a las cuatro, repartía mis botellas de leche. ¿Y si me hubiera encontrado a mí? A aquellas horas, ya hubiese podido gritar cuanto quisiera. En todas las viviendas, dormían después de haber empinado el codo. Nadie se habría molestado por un chiquillo que pedía socorro.

– No te buscaba a ti -dijo Barcelona, convencido.

Hermanito le miró, boquiabierto.

– ¡Maldita sea! ¿Cómo lo sabes, borracho? ¿Le conociste?

– Está muy claro -contestó Barcelona Blom-. Pegó varías cuchilladas a una chica para aprovecharse de ella. ¿No es cierto?

Hermanito asintió con la cabeza.

Barcelona se echó a reír.

– Entonces, está claro como el agua del manantial. El individuo quería juerga. Los jovencitos no le interesaban. Por lo tanto, no tenías nada que temer.

– Haría falta mucha hambre para fijarse en Hermanito -comentó Porta, riendo.

El legionario sonrió levemente.

– No olvidéis que aquí nos falta todo eso. Tal vez Hermanito podría ganarse la vida haciendo horas extraordinarias.

– Si alguien tratara de acercárseme -dijo Hermanito, sacando su cuchillo de combate, que clavó con furia en el suelo-, no sobreviviría. Los pederastas no me interesan. No me importa el físico de las gachís; no me importa que tengan quince o cien años, que sean rameras o que vayan en sillas de ruedas; me interesan todas enormemente. Pero los otros, al cuerno.

Y Hermanito escupió con repugnancia.

El teniente que había traído a los reclutas los hizo formar en una sola fila antes de marcharse. De repente, le había entrado prisa. Quería marcharse rápidamente, avisado por su instinto. Aquello olía mal. Hizo su discursito habitual, que ponía término a sus deberes por lo que respectaba a aquel transporte.

Los reclutas le escuchaban con un silencio indiferente. El oficial graznaba como una rana acatarrada.

– ¡Fusileros blindados! Ahora, estáis en el frente. Pronto tendréis que combatir contra los sanguinarios enemigos del rey, los hombres de la marisma soviética. Será la oportunidad para que reconquistéis vuestro honor cívico y vuestro derecho a vivir de nuevo entre los hombres libres. Si sois valientes de verdad, vuestro expediente judicial será eliminado. Vosotros mismos debéis rehabilitaros. -Carraspeó y añadió, con cierta timidez-: Camaradas, el Führer es grande.

La risa de Porta llegó hasta él. Le pareció entender la palabra «cretino».

Los miró de reojo. Enrojeció. Parecía tener frío. Se llevó una mano a la funda de su pistola.

– ¡Soldados! -prosiguió-. Debéis reaccionar. No decepcionéis al Führer. Tenéis que redimir vuestros crímenes contra Adolph Hitler y el Reich.

Respiró profundamente y miró con fijeza hacia nosotros doce, bajo los árboles. La cara de criminal de Hermanito, vuelta hacia él, brillaba junto a la cíe Porta, astuta como la de un zorro.

– Lucháis junto a los mejores hijos de nuestro país -graznó-; y desdichado del puerco que se muestre cobarde. Sería la peor tontería que podría hacer.

– ¡Los mejores hijos! ¡Esta sí que es buena! -dijo el Viejo, riendo-. Por lo visto no conoce a Porta ni a Hermanito.

Hermanito gruñía como un lobo hambriento que olfatea su presa.

– Soy el mejor hijo de mi madre.

– ¿Porque no ha tenido ningún otro? -preguntó Julius Heide.

– Ahora, no -dijo Hermanito -. Los demás se marcharon.

– ¿Qué ha sido de ellos? – preguntó Porta.

– El más joven, en un momento de locura, se presentó en la Gestapo, en Stadthausbrücke, n.° 8. Debía facilitar explicaciones relativas a un asunto de la calle de Budapest. Ya no recuerdo los detalles, pero se trataba de una pared, de un bote de pintura y de un pincel. Aquel cretino tenía la manía de escribir en las paredes. No volvimos a verle. A Bullerle rebanaron el cuello el año 1939, en el Fuhlsbüttel. Fue el mismo día que se cargaron a mi viejo. Y después, estaba Gert. Era completamente idiota. Se presentó voluntario en la Marina de Guerra. Se hundió en el «U-18», en 1940. Como agradecimiento, recibimos una hermosa tarjeta del almirante Doenitz. Ya sabes, con la orla dorada y todo. Y las palabras: Der Führer dankt Ihnen. Aquella tarjeta tuvo un triste destino, lo que hubiera desagradado extraordinariamente al señor Doenitz.

Hermanito pegó un buen mordisco al salchichón.

– Pero como no lo supo…

– ¿Qué le ocurrió a la tarjeta del almirante? – preguntó Barcelona Blom, curioso.

– ¡Menudo jaleo se hubiera armado si llega a conocerse esta historia! ¡Era un domingo por la mañana! La señora Creutzfeld se había instalado en el retrete. Cuando quiso limpiarse, se dio cuenta de que no le quedaba papel. «Tráeme un papel suave», me gritó. Le entregué la tarjeta del almirante. Fue todo lo que pude encontrar con las prisas. Mi madre se enfureció contra el señor Doenitz porque la tarjeta era tiesa como una tabla.

– ¿Te has convertido en hijo único? -le pregunto.

– Sí, los otros once han desaparecido. A algunos se los cargaron. Tres se ahogaron en el mar. A los dos más pequeños los quemaron vivos durante las visitas de los bombarderos de Churchill. No quisieron bajar al refugio. Querían ver los aviones. Sólo queda ya la señora Creutzfeld, esa granuja y yo.

Hermanito miró a su auditorio, antes de proseguir.

– ¡No todas las familias han sacrificado tanto en el altar de Adolph! – Volvió a morder el salchichón de cordero y bebió un poco de vodka-. Pero que se vayan todos al cuerno con tal de que a mí no me pase nada. Y algo me dice que conseguiré escapar.

– Sólo me sorprendería a medias – dijo el Viejo.

Examinamos el brebaje de la olla del legionario. Porta añadió un poco de leña. El fuego ardía alegremente. El legionario removió la espesa sustancia. Apestaba un poco, pero menuda curda atrapamos. La llevamos por todas partes durante casi una semana. La habíamos metido en cantimploras. Tenía que fermentar, había dicho Barcelona Blom. Ahora, había que hacerlo hervir, y en cuanto hirviera, procederíamos a la destilación. Porta había fabricado un alambique sensacional. La olla la habíamos robado en un vagón de cocina. Era una de esas ollas cuya tapa podía atornillarse para cocer a presión. Habíamos hecho un agujerito en la tapa, para fijar en él el aparato de destilación de Porra. Y esperábamos con impaciencia a que el líquido empezara a hervir.

– Menuda juerga nos espera – exclamó Heide, alegre.

– Heil, Sieg!

Eran los reclutas que saludaban con estas palabras el discurso de adiós del teniente de transportes.

Sin más formalidades, el teniente Ohlsen se hizo cargo de los reclutas. El teniente desconocido desapareció con su «Volkswagen» anfibio.

Los reservistas rompieron filas y formaron pequeños grupos, bajo los árboles. Echaron su equipo al suelo y se tendieron sobre la hierba mojada. Se mantenían a distancia de nosotros, los veteranos. Les intimidábamos.

El Oberfeldwebel Huhn avanzó hacia nosotros, muy seguro de sí mismo. Al pasar por nuestro lado rozó la olla del legionario, y unas gotitas cayeron al suelo. El suboficial fingió no advertirlo, y prosiguió su camino. Sus botas nuevas crujían y nos enviaban su olor a almacén.

El legionario apretó los labios y miró al Oberfeldwebel con ojos malévolos; después, hizo a Hermanito el signo convenido: el pulgar hacia el suelo.

Hermanito lanzó un resoplido y se ajustó el correaje. Tenía el salchichón de cordero, en una mano; en la otra, un bote hojalata lleno de brebaje. La tela mojada colgaba de su cintura cuando empezó a seguir tranquilamente al Oberfeldwebel Huhn.

– ¡Eh, buen hombre! -gritó de repente-, has derramado el jugo del caballero.

Huhn se detuvo en seco, como alcanzado por un rayo, y se volvió vivamente.

– ¡Por todos los diablos! ¿Qué mosca le ha picado? ¿No sabe cómo hay que dirigirse a un superior?

– Claro que lo sé -contestó Hermanito, impasible-. Pero ahora no se trata de eso. Has derramado el jugo del caballero. Esto no se hace.

El Oberfeldwebel se ajustó la gorra, y estalló:

– ¿Es que se ha vuelto loco? Utilice un poco el cerebro, y observe el HDV [4] para hablarme. De lo contrario, le enseñaré a…

– Anda y que te ondulen – le interrumpió Hermanito -. Ahora hablamos del jugo. Después nos ocuparemos de tu problema.

Huhn inspiró profundamente. Jamás había visto nada igual. Desde hacía siete años, instruía a los reclutas de las guarniciones y de los campos. La última vez, en el terrible campamento disciplinario militar de Heuberg. Si alguien se hubiera atrevido a hacer lo que Hermanito, habría recibido inmediatamente un balazo en la cabeza. Por un momento, este agradable pensamiento pasó por su mente; sacar la pistola y vaciar la recámara en el hocico de Hermanito, pero algo le hacía desconfiar de esta solución draconiana. Reinaba una extraña calma. Todos miraban a los dos hombres. Incluso los oficiales, el teniente Ohlsen y el teniente Spát.

Hermanito permanecía inmóvil, con el salchichón en la mano.

– Has derramado el jugo del señor, Oberfeld. Esto no nos gusta.

Huhn abrió y cerró la boca varias veces. En realidad, no sabía qué decir. Lo que ocurría era totalmente increíble. Ni siquiera el Consejo de Guerra le daría crédito. Sin embargo, tenía que admitir que, efectivamente, tenía ante sí a un corpulento y estúpido Stabsgefreiter que enarbolaba un salchichón y le tuteaba, a él, un Oberfeldwebel.

Hermanito apuntó su salchichón hacia el pecho de Huhn.

– Es inútil Oberfeld. Tendrás que pagar una multa a Anda o Revienta. Existen ciertos impuestos sobre el bebercio. No se le puede derramar de esta manera, y, en el 27.º, es el legionario quien tiene el monopolio para fabricar «Schnapp». Además, hace días que paseamos nuestra olla. La tenemos desde que se la robamos a los rusos. ¡Es una olla estupenda! Si quisieran conceder la Cruz de Hierro a las ollas, ésta tendría una. No se ha derramado ni una sola gota durante el transporte. Después, llegamos aquí, nos tendemos tranquilamente bajo los manzanos, con esta maldita lluvia, para darle un último hervor a nuestro jugo. Y, ¿qué ocurre? Te presentas tú y lo derramas. Y ahora aún te la das de ofendido. Pero es que no comprendes la situación. Los ofendidos somos nosotros.

Huhn entornó los ojos y avanzó un paso hacia Hermanito. Apoyaba una mano en la pistolera.

– Bueno, ya basta. ¿Cómo te llamas, cerdo? Ya sabré meteros en cintura. Podéis estar seguros. Tengo los medios para hacerlo.

Sacó papel y lápiz.

A Hermanito le importaba un comino.

– Tú no estás bueno, Oberfeld. Tienes más motivos para temerme que yo a ti. Ahora, estás en el frente, en una Compañía de asalto sin la gallina [5]; y somos varios tiradores escogidos los que podemos ocuparnos de ti. Apuesto diez contra uno a que no regresarás del frente. Eres demasiado estúpido. Para salir vivo de esta guerra, hay que tener una cabeza muy clara.

Sabe Dios lo que hubiera ocurrido si el teniente Ohlsen no hubiera intervenido. Llamó a Huhn y, al mismo tiempo, se volvió hacia Hermanito.

– Cállese, Creutzfeld, si no quiere ir al calabozo. ¿Entendido?

– Bien, mi teniente -contestó Hermanito, casi cuadrándose ante el otro.

Entrechocó los tacones y avanzó hacia nosotros arrastrando los pies.

– Le hincharé los morros a ese tipo -se prometió, al mismo tiempo que se sentaba.

– Ya os he dicho que nos divertiríamos -con él -dijo Heide, meneando la cabeza-. Es un crápula. Ya veréis. No ha terminado de darnos la lata.

– Podríamos atarle una granada en el trasero -propuso Porta.

– Dejaos de tonterías -dijo el Viejo-. Un día os pescarán si seguís liquidando a vuestros superiores.

Sacre nom de Dteu, esto empieza a hervir -declaró el pequeño legionario, mientras atornillaba la tapadera-. Pásame el tubo de caucho. Empezará a manar.

Contemplábamos con recogimiento el alambique, en cuyo interior los vapores se transformaban en líquido.

Todos se habían agrupado a nuestro alrededor. Con la mirada fija, Hermanito rociaba el alambique improvisado con el agua obtenida mediante un sistema de irrigación.

– ¡Está manando! -exclamó Porta-. ¡Maldita sea!

Se apresuró a poner una botella debajo.

– Hijos míos, no tenéis idea de la sed que tengo -murmuró Heide.

La botella de Porta se llenó lentamente.

Durante toda la noche, proseguimos llenando botellas. Nuestro cansancio había desaparecido de repente.

El teniente Ohlsen meneó la cabeza.

– Estáis locos. Si os bebéis esto, estiraréis la pata.

– En todo caso, mi teniente, será una hermosa muerte -replicó Heide mientras pasaba un dedo por el gollete.

– Pero, ¿no vais a filtrarlo? -preguntó el teniente Spät, siguiendo las gotas con la mirada.

– No vale la pena -contestó el legionario.

– Pero, ¿y el metanol? -preguntó el teniente.

– No nos importa -repuso con indiferencia el legionario-. Lo esencial es que podamos emborracharnos.

– Y lo conseguiremos -dijo Heide, con gran convicción.

– Si Iván sospechara que tenemos esta olla, nos atacaría en el acto.

– Nuestra olla es gekados [6] -cuchicheó Porta, misteriosamente.

El teniente Ohlsen se rió, y después se marchó hacia un seto, seguido por el teniente Spät.

Al día siguiente, también se nos permitió descansar bajo los manzanos. Nos pasamos toda la jornada cocinando. Para que nuestro trabajo fuera más eficaz, habíamos creado grupos de trabajo. Empezábamos a albergar la ingenua esperanza de que se olvidarían de nosotros, y nos dejarían allí, bajo los manzanos.

Pero después de medianoche, oímos una moto que bajaba con estrépito de la montaña. Al llegar a nuestra altura, el vehículo se detuvo. Un suboficial cubierto de barro saltó al suelo.

– ¿El jefe de la 5.ª Compañía? -gritó.

El teniente Ohlsen se levantó para recibir el mensaje.

La estafeta desapareció inmediatamente, a toda velocidad.

Merde, va a ver jaleo -nos predijo el legionario-. Démonos prisa en terminar el jugo. Ya sólo faltan unos diez minutos.

– Hay treinta y una botella -.declaró Porta, triunfalmente.

– ¿Cuándo empezaremos a beber? -preguntó Hermanito.

El legionario le miró con recelo:

– Intenta tan sólo meter la nariz y te las verás conmigo. Compris, petit ami?

– Aguafiestas -refunfuñó Hermanito.

El silbato del teniente Ohlsen resonó en la oscuridad.

– ¡5.ª Compañía, preparada para la marcha! En columna, en el camino. Pero aprisa, señores.

El Oberfeldwebel Huhn se nos acercó.

– ¿No lo habéis oído, cretinos? El jefe de Compañía ha dado la orden de marcha.

– El único cretino que hay aquí eres tú -siseó el legionario.

Huhn empezó a despotricar.

En aquel momento, ocurrió algo que sorprendió a todo el mundo. El Viejo se acercó al Oberfeldwebel Huhn hasta que sus cascos casi se tocaron.

Oberfeldwebel Huhn -empezó a decir con voz tranquila, pero cargada de amenazas-, he de decirte algo. Soy el jefe de esta sección, y si alguna vez te diriges a uno de mis hombres, te pondré en tu lugar. No soy más de un feldwebel del frente, y no conozco la vida de guarnición; pero veo que tú no conoces la vida del frente. No me gusta emplear la violencia, pero si te metes en mis asuntos dejaré las manos libres a mis hombres para que hagan lo que se les antoje contigo.

Porta se echó a reír.

– ¡Bien dicho! Pero, ¿de qué sirve tener tantos miramientos con un imbécil?

Huhn se disponía a poner el grito en el cielo, pero una mirada de el Viejo le detuvo. Cuando se disponía a dar media vuelta, no pudo contenerse, y exclamó:

– Os creéis muy listos, ¿eh? Pues esperad, y veréis.

Tras lo cual, se acercó al teniente Spät, a quien empezó a quejarse en voz alta. El teniente Spät se marchó tranquilamente, dejándole con la palabra en la boca.

– Vamos, vamos -ordenó el teniente Ohlsen desde el camino-. A las armas, muchachos, y en fila. Porta, ¡maldita sea!, muévete…

Porta y Hermanito levantaron la olla y se colocaron en fila, delante del teniente, que fingió no ver el recipiente.

Heide y Barcelona arrastraban sus armas. Los reclutas acudieron corriendo. Tropezaban entre sí y se peleaban. Inadvertidamente, uno dio un golpecito a Porta.

– Vuélvelo a hacer otra vez, muñeco de cartón, y recibirás tal bofetada que te olvidarás de tu padre, de tu madre y de Hitler.

El recluta se quedó boquiabierto, pero guardó un prudente silencio.

– ¡Hatajo de desgraciados…! -gruñó Hermanito.

5.ª Compañía, ¡firmes! ¡Media vuelta a la derecha! -ordenó el teniente Ohlsen.

Los jefes de sección indicaron el rumbo a seguir.

– Mirada al frente. Porta, ¡maldita sea!, ¿dónde está tu casco? No quiero verte con esta especie de sombrero de copa -gritó el teniente Ohlsen-. Me vuelve loco.

Porta se quitó el enorme sombrero amarillo.

– ¿No tienes casco? -insistió el teniente Ohlsen, irritado.

– No, mi teniente. Iván me lo birló.

El teniente Ohlsen movió la cabeza y miró al teniente Spät. Ambos renunciaron a seguir discutiendo con Porta.

– Vamos, cúbrete, Porta. No puedes ir con la cabeza desnuda.

El sombrero de copa volvió a dominar toda la Compañía. Parecía una chimenea.

– ¡Media vuelta a la izquierda! ¡De frente, marchen!

La lluvia nos azotaba el rostro y resbalaba a chorros por nuestras espaldas.

Una liebre atravesó el camino.

– Nos habría sido muy útil -dijo Porta, suspirando.

– La hubiésemos cocido en nuestro brebaje -añadió Hermanito.

– Es lo que hacen en las grandes tascas -explicó Heide.

– ¿Y es bueno? -preguntó Porta.

– Sin duda. Los ricos pagan mucho dinero para comerlo -repuso Heide.

– Si por lo menos tuviese una gachí… -meditó Hermanito, levantando los ojos hacia el cielo-. Apenas me acuerdo del aspecto que tienen.

– ¿Te sería posible con un tiempo así? -preguntó Heide, pegando un codazo a Hermanito.

– ¿Yo? Siempre estoy dispuesto.

– Es completamente imposible -protestó Steiner, el chofer de camión que estaba con nosotros porque había vendido un camión del Ejército a un italiano, en Milán.

– Lo que cuenta es el calor interior -dijo Hermanito con gran finura.

– No te creo -insistió Steiner, obstinado.

– A callar, ladrón -vociferó Hermanito-, o te las verás conmigo.

– Tendrías que ser el último en escandalizarte. ¿Existe un solo artículo del Código penal que no hayas violado?

– ¡Mierda! El Código Penal está hecho para que alguien le saque provecho; por lo demás, he de decirte que, sobre todo he sido condenado a causa del artículo que trata de la «cosa» y también puedo afirmarte que siempre he sido honrado al escogerlas. No soy como ese fulano que nos cargamos hace quince días, y que las conocía de menos de dieciséis años. Las mías siempre han tenido más de veinte años, sin excepción.

– ¿Les pides la partida de nacimiento antes de acostarte con ellas? -preguntó Porta, riendo.

– ¿Cuántas tienes en la lista? -interrogó Heide con interés.

– ¡Oh! Nunca he llevado la cuenta, pero son muchas -decidió Hermanito.

Se había quedado muy pensativo.

– No hablen tan fuerte; estamos cerca de Iván -intervino el teniente Ohlsen.

Abandonamos el camino para meternos en las montañas. El terciopelo de la hierba sofocaba el ruido de nuestros pasos. En algún punto de las tinieblas una vaca suspiraba de satisfacción.

Se dieron órdenes en voz baja:

– En columna de uno.

El Oberfeldwebel Huhn encendió un cigarrillo.

El teniente Spät compareció en el acto y silbó entre dientes, a una presión de doscientas atmósferas.

– ¡Idiota! ¿Está completamente loco? ¡Apague eso antes de que los tiradores nos localicen! Merecería que le matara aquí mismo. Lárguese a retaguardia de la Compañía, no quiero volver a verle.

Huhn desapareció con el rabo entre piernas.

De repente, una granja apareció ante nosotros. Descubrimos un leve resplandor. El teniente Ohlsen levantó una mano para ordenar alto. Apenas respirábamos. ¿Qué habría en aquella granja? ¿Estaría Iván, con las ametralladoras preparadas para rociar a toda la Compañía?

– Heide, Sven, Barcelona y Porta -cuchicheó el teniente Ohlsen-. Vayan a registrar ese nido. Pero sean prudentes. Procuren no disparar: utilicen los kandras. Iván debe de estar muy cerca.

Sacamos nuestros cuchillos y empezamos a deslizarnos hacia los edificios. Temblábamos de nerviosismo. ¿Cuántos serían?

Ya estábamos cerca cuando nos dimos cuenta de que Hermanito nos había seguido. Llevaba un cuchillo entre los dientes y un lazo de acero en una mano. Reía, lleno de esperanza, y cuchicheó:

– La mitad de los dientes de oro es para mí.

Porta llegó el primero. Como un gato, se deslizo por una ventana. Ningún ruido.

Le seguimos. Una puerta chirriaba en algún lugar de la casa.

– Hay alguien -murmuro Heide-. Voy a lanzar una granada.

– ¡Idiota…! -gruñó Barcelona.

Hermanito hizo restallar su lazo.

Porta escupió por encima del hombro izquierdo. Daba suerte.

Hermanito penetró en la oscuridad. Un débil sonido llegó a nuestros oídos. Un gemido de dolor. Luego, de nuevo el silencio.

Reapareció Hermanito. De su lazo colgaba un gato.

– He aquí al enemigo -dijo riendo, mientras nos mostraba el gato estrangulado.

Todos respiramos, aliviados.

– ¡Uf! -suspiro Barcelona-. Y yo que esperaba toda una Compañía de rojos.

– ¡Pandilla de miedosos…! -dijo Hermanito, despectivo, mientras se libraba, con un ademán, del gato muerto.

Empezamos a registrar todos los armarios, para ver si contenían cosas interesantes.

Hermanito encontró un bote de mermelada. Se sentó en el suelo, en medio de la habitación, con las piernas cruzadas y se puso a comer.

Porta empezó a beber de una botella. Hizo una mueca, miró la etiqueta, pero se convenció de que, efectivamente, ponía «coñac». Bebió otro sorbo y, después, alargó la a botella Heide.

– Un coñac extraño.

Heide lo olfateó, bebió un trago, tiró la botella por lo aires y escupió.

– ¡Vaya porquería! Es tetracloruro. Me alegro de haberte conocido.

Hermanito se echó a reír.

– En tierra desconocida hay que limitarse a la mermelada Eso todo el mundo sabe lo que es.

Una puerta chirrió. Pegamos un brinco. En un santiamén Hermanito y Barcelona se encontraron detrás de un aparador.

La mermelada se esparcía por el suelo.

Porta se precipitó hacia la puerta, la abrió de una patada, y gritó:

– ¡Eh! ¡Manos arriba!

Yo había quitado ya el seguro de una granada, dispuesto a lanzarla.

Pero la calma era total.

Había alguien. Lo percibíamos. Éramos como fieras. Nos sentíamos capaces de matar, por miedo y por placer. Varios años de guerra cambian a un hombre por completo. Los que estaban allí eran adversarios. Si no les matábamos, nos matarían. Se trataba de ser el más rápido.

Escuchamos.

– Llamemos a la Compañía – murmuró Barcelona.

– Peguemos fuego a este burdel -propuso Hermanito-. Después, podremos cargárnoslos a medida que vayan saliendo de las llamas. El fuego es estupendo cuando se busca a alguien.

– ¡Chitón! -gruñó Porta-. Si hacemos esto, la artillería rusa no tardará en respondernos.

– Sabemos lo que son los obuses -protestó Hermanito-. Valen más que toda esta mierda.

La puerta chirrió de nuevo. Sin reflexionar en las posibles consecuencias, Porta encendió su linterna y se precipitó hacia otra puerta que había en el extremo opuesto de la habitación. La abrió de golpe y recorrió la habitación con el haz luminoso de su lámpara. Una joven estaba pegada a la pared. Llevaba una enorme cachiporra en la mano.

La contemplamos sorprendidos. Hermanito fue el primero en recuperar el habla.

– ¡Una gachí! ¿Hablas el alemán, pequeña?

La cogió brutalmente por la barbilla y le cosquilleó detrás de una oreja con la empuñadura de su lazo de acero.

– He estrangulado a tu gato, pero ya te regalaré otro. ¿Quieres jugar a gatitos conmigo?

– Yo no soy partisana -declaró la muchacha, en mal alemán-. Nix, nix. Yo no comunista, nix; nix. Yo gusto mucho soldados germanski. ¿Panjemajo? [7].

– ¡Oh, sí! Nosotros panjemajo -dijo Porta, riendo-. Pero, ¿por qué tú meter tetracloruro en botella de coñac?

Njet entender, Pan [8]soldado.

– Nadie entiende nunca lo que se dice cuando ha cometido una estupidez -dijo Heide con sarcasmo.

Hermanito señaló con un dedo la cachiporra de la joven:

– Llevas un bastón algo pesado, ¿no crees? ¿Y si te ayudara a llevarlo?

Sin una palabra más, cogió el arma de manos de la aterrorizada joven. Ella le seguía nerviosamente con la mirada.

– Yo nix pegar soldado germanski con bastón -tartamudeó-. Yo pegar únicamente russki. Ellos malos. Germanski, buenos.

– Sí, somos unos angelitos -dijo Heide, riendo-, con alas de cera que no resisten la proximidad del fuego.

– ¿Estás sola? -preguntó Barcelona en ruso.

La muchacha le miró.

– ¿Tú oficial?

– Sí -mintió Barcelona-. Yo general.

– Los demás, en cueva, bajo trampa secreta -explicó la joven.

Porta lanzó un silbido.

– ¡Esto empieza a ponerse interesante!

Hermanito recogió su bote de mermelada. Se sentó en una mesa, con las piernas colgando, y se puso a comer.

– Excelente mermelada -le dijo a la muchacha-. ¿Tenéis más?

– ¡Cállate! -gruñó Porta-. Hay cosas más importantes que la mermelada. Tal vez estemos sentados encima de un puñado de rusos.

– Traédmelos -dijo Hermanito, riendo-. Los estrangularé a medida que lleguen.

– ¿Dónde está la trampa? -preguntó Porta.

La muchacha señaló hacia un rincón.

Vimos una trampa bien disimulada.

– ¿Soldados russkis? -preguntó Barcelona.

– Njet, njet. -La muchacha movió la cabeza con vehemencia-. Familia, amigos; nix comunistas. Fascistas, buenos fascistas.

– ¿Fascistas buenos? -dijo Heide, riendo-. ¡Maldita sea! Tengo que ver eso.

– No existen -intervino Hermanito, sin dejar de come ruidosamente-. Fascistas cretinos. Comunistas cretinos. Sólo nosotros buenos.

Tiró el pote de mermelada, ya vacío. Se oyó un ruido en la habitación vecina. Nos volvimos vivamente, preparando nuestras armas.

La muchacha gimió, asustada, y corrió presurosa hacia una puerta.

Barcelona Blom la detuvo por un brazo.

– No nos dejes de esta manera. Nos gusta mucho tenerte aquí.

Apareció el teniente Ohlsen, seguido por toda la sección.

– ¿Qué diablos estáis haciendo? -gruñó. Y de una ojeada, descubrió el bote de mermelada volcado, la muchacha junto a la puerta y la botella de coñac medio vacía-. ¿Os habéis vuelto locos? Mientras toda la Compañía os espera, os ponéis tranquilamente a tragar confitura y a beber coñac.

– No grite tanto, mi teniente -cuchicheó Porta. Y le indicó la trampa que había en el suelo-. Es probable que haya todo un batallón de rusos ahí debajo, ensuciándose en los calzones. Por lo que respecta al coñac, no hay motivos para envidiárnoslo. Es infecto. Es tetracloruro.

El teniente Ohlsen se quedó atónito.

El legionario se adelantó, seguido por el Viejo. Ambos preparaban un cóctel Molotov.

– ¿Están en la cueva los Iván? -preguntó el legionario-. Entonces, abre la trampa, Hermanito, por favor.

– ¿Crees que estoy loco? -preguntó Hermanito, retrocediendo-. Si quieres abrir la trampa para poder echar tus fuegos artificiales, tendrás que hacerlo tú mismo. Yo estoy decidido a salir vivo de esta guerra.

– ¡Idiota…! -replicó el legionario.

Y se adelantó hacia la trampa con paso firme.

– Apartaos, que va a haber jaleo.

La muchacha lanzó un grito:

-Nix, nix, niño malinkij [9]en la cueva…

El legionario la sacudió de tal manera que la joven cayó al suelo.

– ¡Vamos, vamos! -gruñó Porta-. No irás a pegarle ahora a una chica-. Siempre había creído que los franceses eran galantes.

– ¿Habéis terminado de decir tonterías? -El teniente Ohlsen estaba furioso-. No estamos aquí para divertirnos. Antes de que hayamos podido suspirar, tendremos a Iván agarrado a nuestros cuellos.

Hermanito se acariciaba la pierna con su lazo.

– Comunico que he estrangulado un gato. Iván, mi teniente. Los miedosos de la cueva no tienen más que salir.

– Rodead la trampa -ordenó el teniente Ohlsen-. Las ametralladoras ligeras y las PM en posición. Kalb, prepare la carga. Al primero que salga armado, lo liquidáis. Si intentan cualquier cosa, tendrán derecho al cóctel.

Abrió la trampa con rápido ademán, y gritó:

– Salid uno a uno. Os doy cinco minutos. Después, empezaremos a actuar. ¡De prisa, señores, de prisa! Y sin armas, tovarich [10].

La primera en salir fue una viejecita, con las manos encima de la cabeza. La siguieron otras cinco mujeres. Una de ellas llevaba un bebé en los brazos.

– ¡Mierda si no son unas Flintenweiber! - murmuró Porta.

Después salieron varios hombres, ya no muy jóvenes. Heide y Barcelona les registraron con habilidad.

– ¿Puedo registrar a estas buenas mujeres? -preguntó Hermanito.

– Usted, hágase a un lado, Creutzfeld. Si toca a una mujer, le liquido -amenazó el teniente Ohlsen.

– No era más que una idea -gruñó Hermanito.

– ¿Queda aún alguien abajo? -preguntó el teniente Ohlsen a uno de los hombres.

Éste movió la cabeza, pero había contestado con demasiada rapidez.

– ¿Estás seguro, guerrero? -preguntó Porta, entornando los ojos-. Échale el lazo al cuello, Hermanito.

– Con placer -contestó el aludido.

Y lanzó el lazo de acero alrededor del cuello del individuo que estaba sumamente pálido.

Después, aflojó un poco la presión.

Porta sonrió diabólicamente.

– Es un juego fastidioso, sobre todo para ti. Si hay otros tovarich en la cueva, Hermanito apretará el lazo. ¡De prisa! Dinos si hay otros, antes de que bajemos a verlo nosotros mismos.

El hombre profirió una especie de gorgoteo y movió cabeza.

– ¡Cuidado, vais a estrangularlo! -intervino el teniente Ohlsen-. ¿Cuántas veces tengo que deciros que no quiero que uséis esos métodos de gángster? Así, pues, ¿no queda nadie en la cueva? -preguntó, dirigiéndose a los paisano que se mantenían junto a la pared.

– Eche el paquete, Kalb.

El pequeño legionario se encogió de hombros, desatornilló la cápsula de la granada del centro, pasó un dedo por el anillo.

Una de las mujeres chilló:

– Njet, njet!

El legionario le lanzó una mirada:

– Voilà, Madame. Entonces, ¿quedan otros?

El teniente Ohlsen se acercó a la trampa.

– Estaba seguro, Subid…

Un ruido.

Dos jóvenes salieron lentamente de la cueva. El legionario les dio un empujón.

– Menuda suerte tenéis, amigos míos. Treinta segundos más y os habríamos asado.

Heide y Barcelona les registraron con habilidad.

– Espero que eso es todo, ¿no? -preguntó el teniente Ohlsen.

El legionario y yo bajamos de un salto. Permanecimos un momento detrás de unos barriles, acechando. Después, registramos la cueva, que se extendía bajo toda la casa.

Oímos un ruido sordo detrás de nosotros. Dimos media vuelta, preparados para disparar.

– ¡Cretino…! -gruñó el legionario al descubrir a Hermanito.

– ¿Quedan más gachís? -preguntó Hermanito, muy risueño-. Estoy dispuesto a ayudaros para registrarlas.

– Non, camarade, no te hagas ilusiones. No quedan más.

Subimos a reunimos con los otros. Porta había encontrado unas botellas, que probaba con prudencia.

– ¿Vodka? -preguntó a los paisanos-. ¿Nix vodka?

Nadie le contestó.

– Bueno, ¿estáis listos? -gritó el teniente Ohlsen-. Nos marchamos.

Heide fumaba, en un rincón, mientras observaba con recelo a los dos sujetos que acababan de salir de la cueva.

– ¿Qué sucede? -preguntó Barcelona-. ¡Vaya manera de mirarlos!

– ¿Tú que piensas, Porta?

– Lo mismo que tú, Julius. Esos dos no son precisamente niños del coro. Son colegas, estoy dispuesto a apostar una botella de vodka.

El teniente les escuchó con atención.

– Sin duda se trata de unos desertores. Es cosa que no nos importa

– ¿Con unas jetas así? -dijo Barcelona, riendo-. No, mi teniente, conozco ese tipo. Eran unos sujetos como éstos los que nos pegaban puntapiés en el trasero, en el batallón Thälmann [11].

– Tienes razón. A esta raza sólo se la encuentra en dos sitios. En la NKVD y en las SS. Esta raza no deserta.

– Dios sabrá lo que hacen aquí -reflexionó Porta, con los ojos semicerrados.

Hermanito hizo crujir su lazo.

– ¿Queréis que los estrangule?

– ¡Abajo las zarpas! -ordenó Porta.

El teniente Ohlsen, que había salido de la habitación con la patrulla, regresó en compañía de el Viejo.

– Vamos, salid -ordenó-. Aquí ya no tenemos nada que hacer. Los dos desertores no me interesan.

– ¿Desertores? -dijo Barcelona en voz alta-. ¿Entendéis el alemán? -preguntó a los dos jóvenes.

Éstos movieron la cabeza, esforzándose por sonreír:

– Tu turno, Porta -dijo Barcelona-. Háblales en el idioma de Stalin.

– ¿Quién manda aquí, Feldwebeld Blom? ¿Usted o yo? -preguntó el teniente Ohlsen, con tono seco.

Barcelona miró al teniente Ohlsen sin contestar.

– Si hay que interrogar a los prisioneros, ya daré yo las órdenes -prosiguió el teniente.

– Bien, mi teniente -contestó Barcelona, con los dientes apretados.

Porta se encogió de hombros, cogió su metralleta y abandonó la habitación en pos de nosotros. Ya en la puertas, volvió y miró, una vez más, a los dos hombres.

– Habéis tenido suerte, chicos. Mis saludos a vuestros colegas cuando volváis a verles. Si nuestro teniente no hubiese estado aquí, Hermanito habría cuidado de vosotros.

Luego, con una risotada:

– Voy a deciros una cosa: nuestro teniente no ha comprendido lo que es esta guerra. Pero nosotros y vosotros dos sí lo sabemos. Panjemajo, tovarich?

– En columna de a uno detrás de mí -ordenó el teniente Ohlsen.

– Pero, ¿dónde se han metido Hermanito y el legionario? -preguntó el Viejo, inspeccionando la columna.

Nadie lo sabía. La última vez que les habíamos visto estaban en la granja. El Viejo dio parte al teniente Ohlsen. Éste blasfemó, furioso.

– ¡Pandilla de cretinos! Vaya a buscarles, Beier, Llévese a varios hombres. Deben de estar en la cueva, bebiendo. Pero apresúrense a reunirse con la Compañía. Ya hemos perdido bastante tiempo.

El Viejo se llevó al primer grupo.

– Si esos dos bandidos han encontrado «schnapps» y nos lo han ocultado -dijo Porta-, oirán hablar de mí. Joseph Porta, Stabsgefreiter por la gracia de Dios.

Poco antes de alcanzar la granja, oímos un peculiar silbido de aviso.

Nos escondimos silenciosamente tras unos arbustos. Apareció el legionario.

– ¿Qué diablos hacéis? -preguntó el Viejo-. ¿Dónde está Hermanito?

– De caza, mi sargento -contestó el legionario, riendo-. Nuestros dos tovarich tienen la intención de gastarnos una broma. Hermanito lo está impidiendo.

De repente, un grito femenino resonó en las tinieblas.

– ¿De caza? -repitió el Viejo, secamente-. Si ese cerdo ha tocado a las mujeres, me lo cargo.

Se irguió y corrió hacia la granja, con la metralleta al hombro.

– Tenga cuidado -le aconsejó el pequeño legionario-. Esto es un avispero.

Algo zumbó por el aire. Barcelona cogió el objeto al vuelo y lo devolvió hacia el lugar de donde venía.

Un estallido. Y, después, un relámpago que desgarró la oscuridad.

– Principiantes -afirmó Barcelona-. No saben lanzar granadas.

– ¡Qué jaleo! -dijo, en la oscuridad, la voz de Hermanito.

Y a continuación estalló una violenta pelea. Blasfemias en alemán y en ruso. Ruidos de ramas que se rompían. Acero contra acero. Alguien lanzó un horrible estertor.

– Número uno -dijo la voz satisfecha de Hermanito, en las tinieblas.

Un ruido de pasos precipitados; después, resonó un disparo.

– ¡Maldita sea! ¿Qué sucede? -preguntó Heide.

– Id a ver – contestó el Viejo -. En guerrilla.

Entre los arbustos tropezaron con un cadáver. Porta se inclinó sobre él.

– Estrangulado -dijo brevemente.

Era uno de los dos jóvenes rusos. A su lado, había una carga triple; una de esas cargas que llevan una capa metálica llena de clavos en el centro, y que son capaces de diezmar una Compañía entera.

– Aparentemente, un pequeño recuerdo para nosotros -dijo Barcelona.

El Viejo no pudo contener su sorpresa.

– ¿Cómo lo habéis sabido?

– La joven nos lo ha dicho, sargento. C’est tout -contestó Hermanito.

– ¿Por qué ha delatado a sus compatriotas? -preguntó Barcelona.

– Sin duda, porque no les quiere -replicó secamente el legionario.

– Es posible, camarada. Pueden haber muchos motivos para que alguien se convierta en soplón.

– Si sus colegas se enteran de esto, la ahorcarán – declaró Barcelona.

Hermanito compareció. Jadeaba con fuerza.

– Ese cretino se me ha escapado. Estos malditos abetos pueden ocultar un regimiento entero. Pero tengo su «Nagan», y creo que le he metido una bala en el trasero.

El Viejo cogió la pesada pistola «Nagan» y la sopesó pensativo.

– Pistola de comisario. Hemos estado a punto de ser enviados al cielo. Gracias a Dios por habernos enviado a esa pequeña soplona.

Barcelona lanzó una carcajada sarcástica.

– Estoy seguro de que el buen Dios lo olvidará cuando Iván le ponga la mano encima.

– Esto no nos incumbe -dijo el Viejo, con un ademán, despreocupación.

Stege movió la cabeza.

– Desde luego, Schiller tenía razón.

– ¿Schiller? -preguntó Porta-. ¿Qué diablos tiene que ver Schiller con esto? Está muerto, ¿no?

– «El enemigo aprecia la traición, pero desprecia al traidor» -recitó Stege.

– Tu sabiduría me la meto donde yo sé – rezongó Hermanito -. Lo esencial es haber salvado la piel. Que ahorque a esa chica. Que ahorquen a toda la pandilla, si les apetece con tal de que no me ahorquen a mí.

E hizo restallar su lazo.

– Si hubieses visto cómo le ha asomado la lengua cuando he apretado el lazo… No ha dicho ni una palabra. Ha estado a punto de enfriarme, pero yo he sido el más fuerte. Contra este hilo no tienen nada que hacer.

– Ya has estrangulado a bastantes -dijo el Viejo, mirando a Hermanito.

Heide preguntó:

– ¿Qué te gusta más: violar a las mujeres o estrangular a los hombres?

– Cada cosa tiene su encanto – replicó Hermanito, riendo.

– Quisiera saber cómo has podido llegar a este punto -dijo el Viejo.

– Pues no lo sé -contestó Hermanito-. En aquel maldito colegio ya sabéis, decían que eso de ir con las mujeres era un pecado y que estaba prohibido. Supongo que sí no lo hubiesen prohibido, no hubiéramos deseado tanto hacerlo. Y cuando se ha probado dos o tres veces echar una cana al aire sin permiso, se convierte en una costumbre.

Stege murmuró algo entre dientes.

– Entonces, uno inventa sus propios métodos para liquidar -prosiguió Hermanito-. Algunos prefieren el cuchillo, como Anda o Revienta. Otros, un fusil con teleobjetivo, como Porta. Julius, por ejemplo, prefiere el lanzallamas. Sven se las arregla mejor con las granadas. Y tú, Viejo, eres un experto con el fusil ametrallador. Conocí a un SS a quien le encantaba sacar los ojos a la gente. Yo, personalmente, prefiero el lazo. Y no olvidéis que esta idea se la debo a un sargento Tommy al que conocimos en Bélgica. Me enseñó el truco. Como recordaréis, le costó la vida al feldwebel Aue. Deberíais probarlo una vez. ¡Es tan divertido cuando cambian de color…! Y luego, los ojos…

– ¡Qué porquería de guerra! -dijo Stege, suspirando apesadumbrado.

El Viejo movió la cabeza resignadamente.

Entramos en las viviendas de la granja. Los paisanos se peleaban alrededor de la mesa. Ni siquiera nuestra entrada les detuvo.

– ¡Ramera, puerca! -vociferó un viejo, acusador, escupiendo a la cara de la joven.

– Consejo de guerra privado -murmuró Barcelona-. ¡Qué bien conozco esto!

El bebé lloraba.

La muchacha se precipitó hacia el Viejo.

-Pan Feldwebel. -Y señaló al anciano con un dedo acusador-. El delatar soldados germanski a la NKVD. El llamar Hiwis [12].

– ¡Zorra! -gruñó el viejecillo-. Mataré a tu bastardo.

El bebé se puso a llorar con más fuerza, como si hubiera comprendido la amenaza. Estaba abandonado en una silla, junto a la pared. Todo el mundo se mantenía apartado, como si tuviera lepra.

– Mi novio, el Schardführer SS, volver. Él prometer -repuso!a muchacha llorando histéricamente.

– Los NKVD vienen -exclamó el viejo furioso-, y tendrás una cuerda alrededor del cuello. Con tus denuncias, has asesinado al teniente Vlego. Y también eres culpable de la muerte del capitán Beschow.

– ¿Quién es usted? -preguntó el Viejo.

– ¡Vete al diablo…! -vociferó el otro.

– Locura nacional -declaró Barcelona-. Conozco esto. Palabras imprudentes. Si en vez de nosotros hubieran venido los hombres de la calavera bordada, le hubieran cortado ya la cabeza.

– ¿Lo estrangulo? -propuso Hermanito, haciendo crujir el lazo.

– Tú, estáte tranquilo -replicó el Viejo.

– Terminemos con toda la banda -propuso Heide-, y marchémonos.

– En mi opinión, lo que deberíamos hacer es cargamos a todos los fulanos y llevarnos a todas las gachís -dijo Hermanito.

– Soy yo quien da aquí las órdenes -gruñó, enérgico, el Viejo.

– ¡Todos son partisanos! -gritó la muchacha-. Liquídelos, Pan Feldwebel. Ellos matar capitán germanski. Está enterrado en estercolero. Si tú quieres, yo enseñarte dónde.

Un silencio siniestro reinó en la habitación.

Heide enarcó una ceja y sonrió sin poder ocultar su alegría.

– ¿Un nido de asesinos? No puedes escoger, Viejo. Desenterremos al individuo. Ya puedes preparar tu lazo, Hermanito.

– Unteroffizier Heide -gritó el Viejo con ojos llameantes -, soy yo quien da las órdenes.

Se acercó a Heide y apoyó un dedo en su KVK I [13] de plata brillante.

– Por lo visto te falla la memoria. ¿No te acuerdas de cómo obtuviste esta chatarra? Denuncia, Herr Unteroffizier, cinco cabezas por un pedazo de chatarra recortado. No hemos olvidado al granjero ruso [14].

– Tú no estás bueno -rezongó Heide-, pero haz lo que quieras con estos cretinos. Yo me lavo las manos.

El legionario rió suavemente,

– Cuánto ruido para nada. Con dejar a Hermanito solo cinco minutos aquí, todo resuelto. Ordénale limpiar, y el problema está resuelto.

– Llévenme -imploró la joven-. Van a matarnos, a mi bebé y a mí.

El Viejo, cansado, se encogió de hombros.

– No podemos llevarte. Pero recoge tus cosas y desaparece mientras estamos aquí.

– Tú fusilar ellos, Pan Feldwebel. Orden del Führer, dice mi novio. Ellos asesinar oficial germanski. Tú no liquidar, yo contar a mi novio. SD venir, tú ser colgado. Yo dar orden, yo mujer SS.

De su bolsillo sacó un Ausweis rosa, que colocó ante las narices de el Viejo.

Sabíamos lo que era: una pequeña tarjeta de identidad cuadrada.

– Tú fusilar en seguida, Pan feldwebel. O tú ser colgado -amenazó.

– Verdaderamente, esta gachí está bien dotada -comentó Porta, riendo-. ¿A ti qué te parece, Hermanito? ¿Te gusta el género?

Hermanito hizo chasquear su lazo.

– Sí, con éste bien apretadito en el cuello.

– ¿Tienes ganas de estrangularla? -preguntó el legionario, haciendo ademanes significativos.

– ¿Que si tengo ganas? -suspiró Hermanito.

Los rusos respiraron. Sin duda, entendían lo que decíamos.

La vieja no había dejado de toser, mientras se rascaba el vientre con ayuda de un cepillo de mango largo; escupió en el suelo y avanzó un paso hacia el Viejo.

– Tovarich Comandante, esta mujer es una soplona. Antes de vuestra llegada, tenía un amigo, un teniente de la NKVD. Denunció a su propia madre por haber matado ilegalmente un cerdo. Madre llevada a Siberia. Después, ha sido amiga de un SS Al mismo tiempo que se entendía con los cosacos de Vlassov.

Escupió de nuevo en el suelo.

– Ya sabes, tovarich, policías de la SD. Esa canalla denunció a todo el mundo a aquellos tipos. Tiene una pistola escondida tras el artesonado de la cocina. Cógela, para que podamos dormir en paz. Dios te lo agradecerá y todo el pueblo encenderá una vela por ti. Llévate su bastardo y devuélveselo a Hitler.

– ¿Dónde está tu pistola? -le preguntó el Viejo a la muchacha.

– Tengo derecho a tenerla -exclamó ésta, fuera de sí-. Estoy bajo la protección de la SS.

Antes de que pudiéramos rechistar, Hermanito le colocó el lazo alrededor del cuello. El rostro de la joven se volvió violáceo.

– ¡Bravo, soldado, estrangúlala! -gritaron los rusos.

El bebé lloró de una manera que destrozaba el alma; como si comprendiera la amenaza que se Cernía sobre su madre.

Hermanito rió, diabólico.

– Nuestro Feldwebel te ha preguntado dónde tenías el cacharro. Canta, pajarito.

El Viejo se lanzó sobre Hermanito y le golpeó furiosamente las manos con el cañón de su metralleta.

– Deja a esta muchacha o te derribo.

Hermanito aflojó el lazo y se volvió hacia el Viejo, como alguien que no entiende nada.

– ¡Pero si es una soplona: ¿Por qué no he de tener derecho a estrangularla? Si no lo hago yo lo harán los otros… Podrías darme este gusto

– ¡Retírate! -gritó el Viejo, mientras quitaba el seguro de su metralleta.

Todos se apartaron de Hermanito. Tanto los rusos como; nosotros estábamos convencidos de que el Viejo iba a disparar.

Hermanito se guardó el lazo y apartó a la muchacha.

– Cuando esta guerra haya terminado, trataré de ser miembro de una sociedad parlamentaria, donde se tenga derecho a discutir razonablemente. Es muy fatigosa esta manía de meterte una metralleta ante las narices por un quítame allá esas pajas.

– ¿Dónde está tu pistola? -le preguntó el Viejo a la muchacha.

– Aquí -contestó Porta desde la cocina. Enarbolaba una «PPD/38»-. No era difícil de encontrar; pero, de todos modos, es un juguete algo pesado para un gorrión como tú.

Enseñó dos cargadores suplementarios, o sea, tres veces setenta y una píldoras.

– ¿Está cargada con balas dun-dun? -preguntó el Viejo, incrédulo.

– Sí -repuso Porta, riendo.

Y sacó hábilmente una bala de un cargador y la lanzó contra la pared.

El proyectil estalló con ruido seco.

– Explosivo -comentó Barcelona-. Una joven de armas tomar. Con todos mis respetos.

El Viejo frunció el ceño.

– Llevaos la metralleta. Nos vamos. Si quieres salvar la vida, pequeña, desaparece. Pero a toda prisa. Si volvemos a encontrarte, dejaré libertad de acción a Hermanito.

– No tenéis derecho a quitarme mi arma -gritó la muchacha-. Me quejaré a las SS.

Dio media vuelta y se marchó.

Hermanito se frotó la nuez y lanzó una mirada hambrienta a la chica.

– Tal vez la próxima vez, pajarito.

– ¡No pueden dejarme aquí! -vociferó ella, histérica.

Pero ya habíamos desaparecido en la oscuridad.

– Ahorradme los detalles -dijo el Viejo, para cortar la conversación.

– Sin embargo, eres tú quien la ha condenado – replicó Barcelona.

– Se ha condenado ella misma -contestó secamente el Viejo.

– Tienes razón. Nadie tiene derecho a colocarse al margen de la comunidad.


Los cuervos protestaron con indignación cuando los ahuyentamos de los cadáveres. Porta disparó contra ellos. Los pajarracos se posaron en los árboles y empezaron a injuriarnos. Uno de ellos se había enredado las patas con unas tripas.

Heide lo mató con el cuchillo.

Habíamos arrancado todos los cadáveres para formar un gran montón en el interior de la cabaña.

Al ver esto, el teniente Ohlsen se puso a blasfemar. Exigió que los colocáramos el uno al lado del otro.

– Hay personas especialmente sensibles - le dijo Heide a Barcelona.

Los ordenamos, uno junto al otro, pero los oficiales que estaban en pijama en sus camas, con el cuello colgado, se quedaron allí En el suelo, la sangre formaba grandes manchas oscuras.

Las moscas zumbaban.

Los rusos habían llegado como los rayos en un cielo azul.

– Trabajo de gran precisión -admiró Hermanito.

En la radio resonó tina voz acariciadora:

– Liebhng, sollen wir traung oder glúcklith sein?

Lo regamos todo con gasolina Los oficiales muertos de la guarnición tuvieron derecho a una dosis especial.

Cuando hubimos terminado, Barcelona y yo lanzamos granadas al interior de la cabaña.

Algunos cadáveres se incorporaron a medias, como en el crematorio.

En el otro lado, los rusos cantaron con roces embriagadas:


Jesli sawta wojna

jesli sawtra pochod,

jesli wraschaja syla nahrina,

jak odyn tscbolowek.


«Cuando mañana llegue la guerra…», cantaban.

El Viejo miró en su dirección, detrás de las colinas, al otro lado del joven bosque.

– Ahí tienen su guerra, que tanto les gusta cantar.

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