DE GUARDIA EN LA GESTAPO

Llegaron con una vieja entre ellos. Los dos Unterscharführer Schultz y Paulus. Los cazadores de cabezas más feroces del Kriminalrat Paul Bieler.

Fuimos hasta la puerta.

– ¡Sabe Dios lo que habrá hecho esa viejecita! -murmuró Porta.

No contesté. ¿Qué hubiese podido decir? ¿Cómo podía saber lo que había hecho la vieja, con su abrigo apolillado? Corría con el fin de seguir las grandes zancadas de los dos hombres de la SD. Nos sonrió. Como si quiera decirnos algo.

A nosotros, dos soldados empapados por la lluvia y con los cascos relucientes

La vieja se había rezagado un poco. El Unterscharführer Schultz la empujó con un gruñido:

– Adelante, vieja. Tenemos prisa. No eres la única invitada de esta noche.

Cogieron el ascensor hasta el tercer piso. Porta y yo salimos al pasillo para verle. Paulus nos lanzó una mirada maligna.

– ¿Qué estáis mirando? Largaos en seguida, que estáis de guardia -gritó.

– ¡Cállate! -replicó Porta-. No eres quién para darnos órdenes, cretino.

– Ahora lo verás -aulló Paulus, deteniendo el ascensor a medio camino-. No olvides que soy Unterscharführer.

– Lo único que eres tú es un sucio cretino…

Paulus asomó la mitad superior del cuerpo.

– Volveremos a vernos, pelirrojo.

– Sin duda -dijo Porta, riendo-, pero será mejor que hablemos de la razzia que hiciste en el número 7 de la Herbertstrasse. Algo me dice que ese día la rueda habrá girado, pero a mi favor. En nuestro Regimiento hay sitio para ti y yo me ocuparé de tu persona.

– ¿Qué sabes de las razzias? -preguntó Paulus, incómodo.

– Muy pronto lo sabrás, ladrón.

– ¿Estás loco? ¡Tratar de ladrón a un Unterscharführer de la SD!

– Sí, y lo repetiré cuándo y dónde se me antoje. ¡Demándame por difamación!

Paulus blasfemó y despotricó, y el ascensor siguió su camino.

Porta se pegó una palmada en un muslo.

– El muy cretino no pegará un ojo en toda la noche.

– ¿Qué sucedió en el número 7 de la Herbertstrasse? -pregunté.

– A decir verdad, no gran cosa -confesó Porta-. Pero por lo visto, lo suficiente para darle miedo. Sé que participó en una razzia hace cuatro días; ya sabes, cuando fueron a buscar a las mujerzuelas que habían ocultado a unos desertores.

– Pero esto no basta -observé.

– No, pero otra prostituta que también vive en el número 7, me ha explicado que Paulus y su compañero robaron los cupones de abastecimiento de las dos detenidas. Y unos billetes que estaban escondidos dentro de una estatua de yeso, también han desaparecido. Yo no estaba seguro de que fuese cierto; pero, a juzgar por la cara que ha puesto ése, he dado en el blanco.

– ¿Tienes intención de denunciarlo?

– No soy completamente idiota -replicó Porta, riendo-. Primero, le sacaré todo lo que tenga. Y cuando ya no pueda ser útil, le enviaré a Fuhlsbüttel, sin que nadie sospeche que he sido yo. El día en que ese tipo se encuentre en una unidad disciplinaria, me emborracharé de alegría.

– Mientras a nadie se le ocurra algún día pegarte un balazo en la nuca, disparado con silenciador… Estás jugando con fuego.

– ¡Bah! Son unos cobardes. Desde Himmler hasta el último de la banda, son unos pobres diablos. La única manera eficaz de protegerse contra ellos es saber algo que les comprometa.

– ¿Qué querrán hacer con esa viejecita? -medité en voz alta.

– Sin duda es una chiflada que ha hablado en exceso -contestó Porta, indiferente-, ¿Qué puede importarnos a nosotros?

– ¿Crees que la torturarán?

– Si creen que oculta algo…

Nuestras botas claveteadas resonaban. Las cansadas luces de los faroles se reflejaban en los fusiles y en los mojados cascos.

– ¿Qué te parecería una taza de té con «Slibowitz»? -preguntó Porta.

– Un poquito de té y mucho «Slibowitz». Y después, una gachí.

– Si por lo menos la guerra hubiera terminado… ¿Te imaginas? Si la gente abriera las ventanas allí arriba, en el nido de la Gestapo, y empezara a gritar: «¡La guerra ha terminado!» Me quitaría el uniforme en el acto y me sentaría en el muelle balanceando las piernas. Y bebería cerveza con los vagabundos.

Porta se echó a reír. Pegó una patada a una caja de hierro.

– Estás completamente chiflado. ¡Vaya idea! Esta guerra no terminará nunca; por lo demás, tal vez no convenga desearlo. Nuestros queridos enemigos están tan ávidos de venganza que no establecerían distinciones. Nos meterán en sus minas de carbón, y allí, si lo deseas, podrás reventar.

– No es cierto. Siempre los hay que salen bien librados.

– De acuerdo. Pero no nosotros, los esclavos. Tal vez Bieler, allá arriba. El Bello Paul. Es un cazador de hombres muy bien dotado. Y siempre podrá ser útil. Pero, ¿para qué podemos servir nosotros dos? Anda o Revienta tenía razón el otro día. Esta guerra empezó millares de años antes de Mahoma. Aún dura y proseguirá durante miles de años después de que hayamos estirado la pata. Imaginamos que las guerras se renuevan, pero, en realidad, siempre es la misma, librada en frentes distintos y de maneras diversas.

Me encogí de hombros, pensando en la conversación de el Viejo y del legionario. Los capitalistas provocan la guerra, había afirmado el pequeño legionario, y no quieren que termine. La hacen proseguir, con cortos entreactos.

– Si hablas así es que eres comunista -dijo Heide.

– Esto es un puro absurdo -había interrumpido el pequeño legionario-. Soy soldado, un soldado perfecto. ¡Y al diablo con los comunistas y los nazis, pues yo no hago más que lo que se me ordena!

– ¿Y te gusta? -le había preguntado el Viejo.

– ¡Por Alá, no! Pero nadie me pregunta qué me gusta. Es algo que hace que me desprecie a mí mismo.

– Pero, entonces, ¿por qué lo haces?

El legionario se había reído mientras se inclinaba hacia el Viejo.

– ¿A quién crees que le gusta esto? Y, sin embargo, ¿podemos detenernos y volver a nuestras casas? No. Hay que ser idiota para hacer una pregunta así. ¿Por qué no deja la gente de pagar sus impuestos? ¿Por qué no conducen sin permiso? ¿Por qué pagan el pan? Porque temen que les enchironen. Sólo por algún tiempo. Pero si nosotros nos detenemos, no se contentarán con meternos en chirona. Nos pegarán a una pared y, antes de hacerlo, nos romperán todos los huesos. ¿Puedes citarme un solo soldado que haya conseguido escabullirse? El año pasado lo intentaron ciento sesenta y cuatro. Se los cargaron a todos.

El Viejo acabó por decirle que se callara. El pequeño legionario sabía de qué hablaba. Conocía todos los cuarteles, desde el mar de China hasta las tundras de Nordland.

– ¡Ah! ¡Si por lo menos se le viera el fin a esta guardia…! -suspiré-. Estoy empapado. Esta mierda de lluvia se te mete en la espalda.

– ¡Si por lo menos hubiese un gato, dispararía contra él! -comentó Porta, riendo-. Esto resulta monótono.

– Cuando terminemos, podemos ir a casa de tía Dora -propuse-. Allí siempre hay chicas estupendas.

– Primero he de ir a «Las tres liebres» -replicó Porta-. Bernhard el Empapado debe nueve rondas.

Porta abrió su libretita negra.

Habíamos llegado junto a la entrada amurallada, con las pequeñas almenas.

– Entremos a hacer un póquer -propuso Porta-. Hermanito y Heide llegarán en seguida. Traerán el bidón. Nos calentaremos un cuarto de hora. Aquí nadie nos ve.

Se quitó el casco, dejó su fusil en el suelo.

– Tal vez incluso demos ocasión a un pobre tipo para que eche a volar todo esto. Te aseguro que los hay que sienten deseos de hacerlo.

Nos acurrucamos en un rincón para discutir las probabilidades de revender los objetos robados en la armería.

– Anda o Revienta ha conseguido dos mil cascos de acero -explicó Porta-. Están depositados en casa de un sueco, que es portero en la Bernhard Nacht Strasse. En la Thalstrasse hay un cerrajero que se los quedará. Habrá que depositarlos en un almacén de la Ernst Strasse, diagonalmente opuesto a la estación de Aliona. Pero no podremos transportarlos en nuestros furgones.

– ¿A cuánto paga el kilo? -pregunté-. Sé dónde hay una buena cantidad de cartuchos vacíos, pero habrá que irlos a buscar por la mañana temprano y necesitaremos un camión con matrícula SS. El permiso de conducir debe de llevar el sello «SS-Regimiento del Führer», de lo contrario no podremos salir. Están muy recelosos. Es a causa de la desaparición de dos locomotoras. Me dio el soplo un Schütze de las SS. Odia a las SS. Una vez, intentó largarse y se encontró en Heuberg. No se lo ha perdonado nunca.

– Nos pagará a 67 pfennig el kilo -dijo Porta-. Con un poco de suerte conseguiremos 69, pero no más. Hermanito se encargará de las matrículas. Después, cogeremos el «Krupp», el «Diesel» de seis toneladas. Se parece como un hermano a los camiones de las SS. Tu compañero de las SS deberá facilitarnos el permiso de salida.

– ¿Cuánto hay que pagarle por eso?

– ¡Un puntapié en el trasero! No olvides que estamos de guardia en la Gestapo. Sólo con lo que ha contado ya tiene derecho a un billete de ida hasta Torgau.

– ¡Cuidado! ¡Viene alguien!

Escuchamos. A lo lejos, se oían unos pasos. Porta asomó el cañón de su fusil por una almena.

– Si es un tipo de la Gestapo, me lo cargo. Explicaremos que le hemos confundido con un saboteador.

– ¿Estás loco? Tendremos conflictos.

– ¡Qué importa! Vale la pena.

Se oyó un ruido metálico.

– Son Hermanito y Heide -dijo Porta.

Los descubrimos. Salían de detrás del refugio del parque. De vez en cuando, se detenían y agitaban mucho los brazos. Hermanito llevaba una botella en la mano.

– ¡Alabado sea Dios por la pata hueca del caballo imperial! -dijo Porta-. A nadie se le ocurriría mirar allí.

Hermanito dejó oír su risa característica. Julius Heide rezongaba.

– Ya verás esa especie de cerdo -gruñó-. No puedo soportarlo.

– Es un «homosocialista», un verdadero cretino -decía Hermanito.

– Es una basura. Le aplasto los hocicos -prometió Heide. Se detuvo, escupió en la acera y golpeó encima con su bota claveteada-. Esto es lo que haré con él.

– He visto a muchos cerdos en mi vida -prosiguió Hermanito, gesticulando.

Perdió su casco, que rodó por la acera con un ruido enorme.

– Están hablando del Feldwebel Brandt -dijo Porta, riendo-. Éste está predestinado a que lo asesinen, y algo me dice que Hermanito y Julius son los hombres escogidos para realizar esta tarea.

Hermanito recogió su casco, volvió a colocarlo en su sitio, y anunció:

– Voy a saltar sobre su barriga hasta que reviente.

Heide asintió con los dientes apretados.

– Hermanito, sólo pensarlo me da vueltas la cabeza. Todo era reglamentario. Soy el soldado mejor vestido y más cuidadoso de todo el Regimiento. Sí, de toda la División, e incluso, ¡mierda!, de todo el Ejército.

– Esto sí que es cierto -gruñó Hermanito-. Nadie te llega ni a la suela de los zapatos. Ni siquiera el Hauptfeldwebel Edel. Eres el soldado más guapo del Ejército.

Heide asintió muy orgulloso y se colocó reglamentariamente en el hombro su fusil ametrallador.

– Aún más, Hermanito: el más guapo del mundo. Fíjate en mi barboquejo. Cinco años de mi paga a que no puedes encontrar ni el menor rastro de moho. ¡Si han llegado a examinarlo veces y más veces este barboquejo! Pero nunca han encontrado el más pequeño fallo. En la escuela de suboficiales acababan por mirarnos el trasero cuando no encontraban nada más.

Heide se inclinó hacia el suelo.

– Adelante, Hermanito. Mi trasero también está limpio. Me lo lavo tres veces al día con un guante de aseo. Mi peine está aún más limpio que cuando lo compré. Mide las uñas de mis pies: medio milímetro: ni más, ni menos. ¿Qué es lo primero que hago después de cavar un agujero? ¿Eh, Hermanito?

– Te limpias las uñas -murmuró éste.

– Exactamente, y con un limpiaúñas. No con la bayoneta, como tú y los demás.

Heide se quitó el casco.

– Dime si encuentras un solo cabello que no sea reglamentario. Incluso mis piojos andan a paso de marcha y circulan por la derecha. Pero Leopold Brandt, el Feldwebel del diablo, me ha atrapado a causa de una raya torcida. Es la primera vez en los anales de la guerra que le ocurre una cosa así a un soldado como yo. ¿Sabes lo que se ha inventado para demostrar que mi raya no era derecha? Un telémetro de artillería. Me ha hecho colocar en el otro extremo del terreno de ejercicios, después ha subido al techo de la 3.ª Compañía y, mirando por el telémetro, ha demostrado que mi raya no era bien recta. Pero te juro que no volverá a ocurrir. Desde ahora, me peinaré hasta los pelos del trasero. ¿Por qué es de esta manera?

Hermanito se sonó ruidosamente con los dedos, carraspeó, echó la cabeza hacia atrás como un lama y apuntó con justeza al águila de la cruz gamada que había en la pared.

– Debieron molestar a su madre cuando le llevaba.

– Es un aborto -dijo Heide.

– ¡Ah! ¡Si pudiéramos llevárnoslo con los rusos…! Le enviaríamos delante, el primero, y nosotros atacaríamos al cabo de dos horas. A mí me atrapó a causa de un dedo del pie aplastado.

– Esto es muy propio de Leopold -exclamó Heide en la calle silenciosa.

Y golpeó furiosamente el suelo con la culata de su fusil ametrallador.

Entraron en el refugio.

– ¿Vais a cargaros a Leopold? -preguntó Porta.

– Sí, confía en nosotros. Estamos hartos -siseó Heide-. Si en el próximo ejercicio de tiro real conseguimos tenerlo en el 3 como marcador, se ha terminado el guapo Leopold.

– ¿Cómo lo haréis? -pregunté.

Hermanito se dobló por la cintura e hizo un ademán a Heide.

– ¿Se lo decimos?

Heide asintió.

– Si juran no decirlo a nadie…

Porta y yo lo prometimos.

Hermanito se mostró radiante, bebió un largo sorbo de «Slibowitz», eructó y pasó la botella a Porta.

– Escuchad bien. El otro día, cuando estaba de servicio en el comando de operaciones, en el campo de tiro, empecé a meditar una pequeña sorpresa para el llamado Leopold Brandt. Me las arreglé para ser el comodín del Oberfeldwebeld Paust. Había que cambiar una placa en el 3. Ofrecí cerveza a toda la pandilla, para que tuvieran que orinar incesantemente, y no se atrevieron a hacerlo fuera de las letrinas. Ya sabéis que Hinka se pone furioso si los refugios apestan. Detesta que se orine sobre el Tercer Reich. Así, pues, en cuanto se marcharon soldé la placa muy baja. De este modo, la cabeza queda sin protección cuando se está en pie en el observatorio. Admirad mi trabajo, muchachos: nadie sospechó que estaba en el 3. El andamiaje está cubierto con arena fina. Ya sabéis que a Leopold le gusta hacer el cretino en el observatorio. Como es Anda o Revienta quien establece las listas de tiro, le será fácil situar a Leopold en el 3. Siempre terminamos con unos disparos con teleobjetivo, y sólo contra el 3. ¿Empezáis a entenderlo?

Hermanito se retorció de risa. Dirigiéndose a Heide, dijo:

– A ti, Julius, y a ti, Porta, no os costará nada colocar unas balas en la aspillera donde Leopold tiene la cabeza. ¿Y es culpa vuestra si disparáis un poco desviado?

– Todo es muy lógico -aprobó Heide-. Casi resulta demasiado sencillo para ser cierto. Pronto tendremos ejercicios de tiro real. Anda o Revienta nos los ha dicho. Ni el Führer en persona puede salvarle la cabeza a Leopold. Y hacia el final del ejercicio, pues el legionario nos habrá colocado los últimos de la lista, vaciaremos los cargadores en la aspillera de Hermanito.

– ¿Y si baja del observatorio? -observé.

– Hemos pensado en eso -dijo Heide-. Lo hemos cronometrado. Necesitará por lo menos diecinueve segundos para alejarse de la aspillera, y en diez segundos Porta y yo tenemos tiempo sobrado para meterle dos balazos en la sesera. En toda su vida ha estado tan atrapado.

Hermanito permanecía doblado sobre sí mismo.

– Se quedará calvo hasta por dentro del cráneo.

– Es el mejor asunto desde hace mucho tiempo -exclamó Porta.

– Cuidado -les advertí-. Si el Viejo sospecha algo, estamos listos. Esto es homicidio premeditado.

– Oye, ¿crees que estás en el Ejército de Salvación? -preguntó Porta-. ¿Homicidio? ¡Legítima defensa! Si estrangulas a una prostituta, eso sí que es homicidio.

– Eso sólo lo hacen los malos sujetos -dijo Hermanito-. Pero, de todos modos, están condenados a muerte. Leopold me castigó por un dedo del pie. Todo lo demás era impecable. Lo había repartido todo a los reclutas con orden de dejarlo en perfecto estado. Uno de ellos puso mala cara; me ocupé de él sin pérdida de tiempo. Después, me limpió el fusil como nunca lo había limpiado nadie. El propio Leopold se quedó atónito.

– ¿Qué le hiciste? -preguntó Heide-. ¿Le atizaste?

– Desde luego. Le pegué dos o tres mamporros. Pero no era suficiente. No, le metí los hocicos en la fosa de las letrinas de los prisioneros rusos. Incluso un viejo sargento que había entre los prisioneros me dio la razón cuando supo el motivo. Hasta me propuso que le dejara ahogar dentro; pero yo soy humano. Le nombré mi ordenanza personal con derecho a ofrecerme cerveza todos los sábados.

– ¿Le quitas todo su sueldo? -preguntó Porta.

– No, de ninguna manera. Le dejo un marco para que pueda comprar productos de limpieza.

– Un día te atraparán, Hermanito -le profeticé.

– Es posible, pero saldré adelante, en tanto que el que me denuncie irá a parar al hospital.

– Hay que tener piedad de Leopold -interrumpió Heide-. Le dispararemos en plenos morros. Será el día más hermoso de mi vida.

– A propósito. ¿Sabéis que ha solicitado el traslado a las SS? -dijo Porta-. Pero le han rechazado. Sólo mide 1,67 metros. No los cogen por debajo de 1,72.

Sacó los dados de un bolsillo, los sopló, los agitó en una mano y después volvió a soplar sobre ellos.

– ¿Jugamos una partida?

Hermanito le contempló con interés. Estaba acurrucado en el suelo.

– ¿Por qué tanta comedia, Porta? Todo el mundo sabe que están cargados.

Porta meneó la cabeza con indignación.

– Te equivocas. Tengo dos juegos. Éste es el bueno.

– ¿Estás enfermo? -preguntó Heide, sorprendido.

– ¡Chitón! -replicó Porta-. Por cierto, esto me recuerda que me debes dos litros de «Slibowitz» y doce pipas de opio. Ayer era el día de pago. Por lo tanto, ahora será un ochenta por ciento más. Julius, tus deudas se te suben a la cabeza.

Sacó su cuadernito negro, se humedeció un dedo y empezó a hojearlo.

– Vamos a ver… ¡Ah! Aquí estás, cerdo: «Julius Marius Heide. Unteroffizier, nacido en Dormur, sirviendo en el 27.° Regimiento, 5.ª Compañía, 2.ª Sección, 3.er Grupo.» ¿Eres tú?

Heide asintió débilmente.

Porta se llevo al ojo su monóculo roto y pidió a Hermanito que le ilumina con la linterna:

– Cuatro de abril: nueve botellas de vodka. Siete de abril: tres botellas de «Slibowitz». El 12 era tu cumpleaños; mala suerte. Deberías maldecir a tu madre por no haberte estrangulado en el momento de nacer. Bueno, así, pues, estábamos diciendo: 712 marcos y 13 pfennigs, 21 botellas de «Slibowitz», un litro de agua de rosas, 9 pipas, aguardiente danés, media caja de Dortmunder. Después, está el día 20, el aniversario de Hitler, día siniestro entre todos. No olvides que has sido miembro del partido.

– Sí, pero eso ha terminado -protestó Heide.

– No por tu culpa, sino porque te echaron -dijo Porta brutalmente-. No querían verte más. En el aniversario del señor Hitler sólo perdiste dinero: 3.412 reichsmarks y 12 pfennigs. Puedes añadir un ochenta por ciento. No conseguirás salir de ésta, Julius.

– ¡Debe de ser maravilloso saber escribir! -dijo Hermanito con admiración-. Sí fuese yo, pronto me haría rico. Me bastaría con cargarme a uno de esos tipos que se pasean con esos talonarios de cheques en el bolsillo. Los firmaría y ya sólo tendría que ir a buscar la pasta.

Nadie contestó. Hubiese resultado demasiado largo explicarle que el truco de los talonarios de cheques no era tan sencillo como imaginaba.

– Julius -prosiguio Porta-, sabes que soy buen compañero. Me doy cuenta de que tu deuda te pesa. Quisiera saldarla.

– ¿La anulas?

A Heide le costó trabajo creerlo.

– Exactamente -afirmó Porta, sonriendo con astucia.

– ¡Vosotros sois testigos! -berreó Heide, cada más nervioso.

– Calma, calma -interrumpió Porta, secamente, para enfriar el entusiasmo de Heide-. Primero, he aquí mis condiciones. Me das tres piezas de sábanas. Las que tienes escondidas en la habitación de la Escoba. Y quiero también las dos barricas de arenques holandeses que tú y la Salchicha habéis dejado en casa del dentista, en la Hein Hoyer Strasse.

La sorpresa de Heide fue enorme. Su cerebro dejó de funcionar. Aspiraba las palabras de Porta.

– ¡Maldición! ¿Cómo lo sabes?

Los ojillos porcinos de Porta brillaban. ¡De modo que era cierto! Se sentía lo bastante seguro de sí mismo para aprovechar más su ventaja:

– Aún se más de lo que imaginas.

– ¿También las alfombras de la Paulinen Platz?

– Desde luego -respondió Porta secamente-. Me las das también. Después, anulo tu deuda y cierro los ojos respecto a lo demás.

Era un golpe arriesgado, pero tenía la suerte de cara.

– ¿No intentarás sonsacarme?

Heide permanecía en guardia.

– Palabra de honor -prometió Porta, levantando tres dedos en el aire.

– Tu palabra me la meto donde yo sé. Dame un recibo para los arenques, las sábanas y quinientas veinticinco alfombras de lana.

– He dicho todas las alfombras -insistió Porta.

– ¡Exageras un poco! -aulló Heide-. ¡Ochocientas alfombras! ¿Te das cuenta de que representan mucho más de lo que te debo?

– Olvidas mi discreción, que cuesta cara. También podría ir a buscar los artículos, en vez de perder el tiempo discutiendo contigo.

– ¿No pensarás denunciarme? -preguntó Julius Heide, indignado.

– Ya lo creo que sí, si valiera la pena. No hemos olvidado la historia del campesino [22].

– Esto es, ponte sentimental -gruñó Heide-. Pero voy a decirte una cosa. Los arenques y las alfombras queman los dedos, y yo no sé nada si te atrapan.

– No te preocupes -dijo Porta-. Ese día iremos juntos a chirona. Cogidos de la mano, como los dos buenos amigos que somos.

– ¿Por qué?

– Verdaderamente, eres obtuso -replicó Porta, riendo-. Vas a buscarme las alfombras y me las revendes. Yo sólo estoy aquí para cobrar o para controlar, si lo prefieres.

– No tienes un pelo de tonto, pero no te imagines que conseguirás un átomo de lo que queda.

– Ya veremos.

– ¡Jamás! -gritó Heide-. Yo también sé cosas tuyas. Tengo un amigo que es comandante responsable en el almacén de las SS. Me ha explicado que buscaban a un ladrón que había birlado cascos de acero. En Fuhlsbüttel hay un calabozo preparado con todo lo necesario.

– ¿Y a mí qué me importa todo eso?

Porta no se dejaba impresionar.

– ¡Es a ti a quien buscan! -chilló Heide, acusador.

– Callaos -dije-. Despertaréis a todo el mundo.

– Si sigues metiéndote en mis asuntos -amenazó Heide-, irás a partir piedras a Torgau, Herr Obergefreiter Joseph Porta.

Hermanito puso término a la discusión. Miró a su alrededor, y dijo con aire misterioso:

– Cuando Leopold haya estirado la pata, me atiborraré de salchichas. Con «Slibowitz».

Heide asintió con la cabeza.

– Leopold y sus colegas pueden sentirse orgullosos. Su trabajo es de primera clase. Han hecho de nosotros lo que han querido. Unos tipos temerarios. Acero Krupp.

– El acero Krupp es mantequilla en comparación conmigo -dijo Hermanito, pegando un puñetazo contra la pared de hormigón.

Ésta se agrietó. Era como si la hubiese golpeado con un martillo. De todos nosotros, él era el más fuerte. Podía partir un ladrillo en dos. Había desnucado a una vaca propinándole un golpe con el canto de la mano. También Porta podía romper un ladrillo, pero necesitaba dos golpes. Steiner se despellejó horriblemente la mano cuando lo intentó. Pero, después, se había ejercitado mientras la llevaba enyesada, y ahora conseguía hacerlo con bastante facilidad.

Todo el mundo era capaz de romper el mango de una pala. Por el momento, Hermanito hacía prácticas con una barra de hierro.

Fue un soldado mogol quien nos enseñó aquel golpe. De uno solo envió a Hermanito al suelo. Justo entre los ojos. Quedamos tan atónitos que le ofrecimos la libertad si quería enseñarnos el truco. Lo hizo en seis semanas. Le entregamos un uniforme alemán y nos lo llevamos con nosotros.

Nos separamos la víspera de Navidad. Le vimos cómo atravesaba las líneas corriendo. Estábamos algo tristes, porque era un buen tipo. Después, le olvidamos.

Se oyó un ruido de pasos que se acercaban. Aguzamos el oído. Parecían los de un soldado.

– ¿Quién será? -preguntó Porta-. Ve a ver, Hermanito.

Haciendo más ruido del necesario, Hermanito salió del refugio.

– ¡Alto, la contraseña! -vociferó.

Los pasos se detuvieron.

– ¡Oh, ya está bien! -dijo una voz en la oscuridad-. Deja de hacer el cretino.

– ¡La contraseña! -repitió Hermanito-. ¡O disparo!

– ¿Estás chiflado?

Habíamos reconocido la voz de Barcelona, pero Hermanito tenía el diablo en el cuerpo.

– La contraseña o te convierto en un colador.

Amartilló su fusil.

– Pero si soy yo, cretino -gritó Barcelona, nervioso, refugiándose en la cuneta.

Distinguimos la sombra de su casco.

Hermanito se mostró más amenazador.

– La contraseña, o te liquido. Esto es la guerra, y la guerra es cosa seria. Nadie entrará aquí sin haber dado la contraseña.

– Soy yo, ¡maldito! -exclamó Barcelona, con rabia, desde la cuneta-. Tu compañero Barcelona.

– No lo conozco, no tengo amigos. La contraseña, o disparo.

Se echó el fusil al hombro y apuntó.

El miedo no nos dejaba respirar. Cuando Hermanito se ponía de aquel humor, podía esperarse cualquier cosa.

– ¡Detente! -cuchicheó Heide-. Tendremos problemas.

– ¡Me importa un bledo! -berreó Hermanito-. Soy un buen soldado, obedezco las órdenes. La contraseña o le pego un tiro.

Barcelona perdió la paciencia. Le acometieron escalofríos al ver el fusil apuntando contra él.

– Matón de burdel, dispara si quieres. ¡Puedes irte al cuerno con tu contraseña!

Saltó por el aire y llegó junto a nosotros.

Hermanito se desternilló de risa.

– Has tenido miedo, ¿eh, pellejo de vino?

– ¡Soldado del cuerno! -gruñó Barcelona-. Dime cuál es la contraseña.

– Ni la menor idea -replicó Hermanito con franqueza-. ¿Tenemos una? Tú eres el Feldwebel. Tú debes conocerla.

– Entonces, ¿por qué haces el cretino de esta manera? -gritó Barcelona.

Alargó la mano hacia la botella de «Slibowitz».

– Pásamela. El Viejo me ha enviado para anunciaros que esta noche os dejarán tranquilos. En la Gestapo trabajan de firme. El Bello Paul está pasando por la criba a sus subalternos. Una gran depuración. Abajo, forman cola para ingresar en la cárcel.

– ¿Qué han hecho? -interrogó Porta, curioso.

Barcelona se frotó las manos.

– De todo. Sabotaje. Insubordinación. Negligencia en el servicio. Y, luego, otros pecadillos como corrupción y robo. -Se echó a reír-. Ni siquiera falta un pequeño asesinato. Si el Bello Paul sigue de esta manera, mañana por la mañana estará solo allá arriba. Los tipos se ensucian en sus calzones. Se les puede ahogar con un cabello.

Porta movió la cabeza.

– ¡Vaya suerte! Sería una estupidez no aprovecharla.

– ¿Quieres ayudar al Bello Paul? -preguntó Hermanito, sorprendido.

– Exactamente. Pero no como tú crees.

– Yo ya no entiendo nada -dijo Heide.

– Qui vivra, verra -dijo riendo el legionario, que casi adivinaba la idea de Porta.

Diez minutos después, nos relevaban. Procurando hacer todo el ruido posible, entramos en la sala de guardia donde Porta anunció:

– Yo me encargo de registrar a los polizontes caídos.

El legionario insinuó una sonrisa comprensiva.

– Bien, camarada. Olfateas la presa.

– ¡Atención, Porta! A esto se llama distracción de fondos.

– ¡Oh, por favor…! -empezó a decir Porta.

Llamaron a la puerta.

El Viejo fue a abrir sin demasiada prisa.

Un secretario hizo entrar brutalmente a tres hombres de la SD.

– Aquí hay unos candidatos a la jaula. Cuidad de ellos.

El Viejo echó las órdenes de detención sobre el escritorio.

Barcelona abrió el registro de inscripción y anotó sus identidades y los motivos de su detención. Aquel registro se había iniciado cuando el Imperio; después, había servido durante la República de Weimar; y seguía sirviendo, ahora, bajo la insignia volátil nazi. El Viejo extendió sobre la mesa los mandatos amarillos que llevaban en la parte superior, a la izquierda, la siguiente mención:


El detenido será presentado ante el alto tribunal SS de policía de guerra, en un plazo de cuarenta y ocho horas. Provisionalmente, bajo la guardia de una Compañía penitenciaria.


Porta se había colocado en medio de la sala. Había cogido la gorra de Heide y se la había puesto al estilo de un Feldwebel, con la visera inclinada sobre el ojo izquierdo. Sonrió con falsa benevolencia a los tres detenidos.

– Miradme. ¿Veis mi grado? No lo olvidéis nunca. Tendréis ocasión de conocerlo en las próximas horas. Vosotros mismos decidiréis sobre nuestras relaciones futuras. Puedo ser como un gatito al que se acaricia en el sentido del pelo. Y puedo ser malo como un oso siberiano hambriento. Soy Obergefreiter, la columna vertebral del Ejército. Me llamo Joseph Porta, del 27.° Regimiento. Vaciad los bolsillos en la mesa.

Curiosos objetos aparecieron a la luz del día.

El SD Unterscharführer Blank contemplaba con ansiedad los cinco cigarrillos de marihuana que acababa de sacar del forro de su guerrera.

Porta los señaló.

– ¿No te da vergüenza? Esto es contrabando. Creo que hay que desconfiar de ti.

– Me los ha dado un prisionero -dijo Blank, intentando justificarse.

– Muy bien, a mí también acaba de regalármelos un prisionero -dijo Porta, triunfalmente, guardándoselos en el bolsillo.

Se volvió hacia el SD Scharführer Leutz.

– Y tú, ¿también has recibido regalos?

Sin esperar la respuesta, separó cinco bolitas del montón.

– Ya sólo falta la pipa. ¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves, tú, un SD, protector de la patria, a poseer opio?

Leutz bajó la mirada. No sabía qué debía hacer. ¿Vociferaría, blasfemaría, pegaría puntapiés en el bajo vientre de aquel cretino de Obergefreiter? Miró hacia Hermanito. Más bien se inclinaba por un puntapié. Pero aquel grandullón tenía un aspecto demasiado peligroso. Jugueteaba con una pala de infantería muy afilada. De repente, hizo algo que dejó sin aliento a los prisioneros. Apoyando la pala en el respaldo de dos sillas, rompió el grueso mango con el canto de la mano, de un solo golpe.

– ¿Has visto, Porta? -gritó-. ¡Ya está! Pásame uno de esos tres SD y le romperé el lomo. Diremos que ha intentado atacarte.

Leutz se estremeció. Prefirió capitular.

– Es tuyo. Coge lo que quieras. Porta se mostró altivo.

– ¿Pues qué creías? -Sin esperar la respuesta del otro, cogió un reloj de pulsera y se lo llevó a la oreja -: Excelente reloj. Esto resiste toda una guerra.

Lo hizo desaparecer en su bolsillo. Leutz respiró pesadamente, pero no protestó. Los ojos de ave de rapiña de Porta se fijaron en un anillo que llevaba el SD Oberscharführer Krug. Era de oro repujado. Representaba dos serpientes, cuyas cabezas eran dos diamantes.

– Dámelo, y esta noche estarás tranquilo -prometió, alargando una mano.

Krug protestó, indignado, intentando apelar a la probidad de Porta.

– ¡Cállate, bocazas! -le interrumpió Porta-. Dame ese anillo y a toda velocidad. Tú mismo lo has robado.

El SD Oberscharführer cambió de táctica. Se mostró grosero, es lo menos que puede decirse.

– ¿Qué se ha creído usted, Obergefreiter? ¿No ve quién soy yo? ¡Basta de esto, o prepárese!

Porta rió jovialmente.

– ¿Aún no lo has entendido, eh, Oberscharführer? Oye, Anda o Revienta, ¿qué te parece este aborto?

– Estúpido -contestó secamente el legionario.

– De lo contrario, no estaría en las SD -añadió Pota, riendo.

Krug estaba furioso; olvidó dónde se encontraba. Con las manos en la cintura, hinchó el pecho a la prusiana. Nos costó horrores ocultar nuestra sorpresa.

Sólo el Viejo fingió no haber visto nada. Estaba absorto con el registro de detenidos, pero todos sabíamos que no sentía la menor compasión por aquellos verdugos caídos en desgracia.

– ¿No veis que soy Oberscharführer? -vociferó Krug.

– No estoy ciego -repuso Porta, arrogante-, pero aunque fueses general también te enviaría a la mierda.

Krug gritó. Le fallaba la voz. Tartamudeaba de excitación.

– ¡Maldita sea! ¡Exijo que se me respete! Debe de hablarme según el reglamento. Soy el SD Oberscharführer Krug, un hombre que conoce su deber. Mucho cuidado con sus palabras, Obergefreiter.

– ¡Residuo de letrina!

– ¡Haré un parte! -aulló Krug.

– Tu parte me lo paso por el trasero -respondió Porta expresivamente-. Todo el mundo se ríe de tus partes. Y hasta nueva orden, eres mi detenido.

Porta recalcó las dos últimas palabras.

– Ahora tendrás la amabilidad de regalarme todo lo que tienes, sin olvidar el anillo. Se lo ofreceré a Vera la Cachonda, de «El Huracán 11», por las atenciones que siempre me ha tenido. Si vuelves a protestar, no respondo de nada.

Luego, señalando a Hermanito, que se entretenía con un juego de naipes que había pertenecido a Blank:

– Ése se ocupará de ti. Adora a los SD. Hace todo lo que yo le pido. Pero si eres un muchacho sensato y prudente, le diré a Vera la Cachonda que el anillo es un regalo que me has hecho. Y dentro de varias semanas, cuando estés marcando el paso en la Brigada Dirlewanger, pensaremos en ti.

Krug dio un respingo al oír la palabra Dirlewanger. Pese a que la Brigada fuese muy «Gekados», Krug y sus compinches sabían muy bien lo que quería decir. Era una brigada disciplinaria SS que tenía por única misión aniquilar por todos los medios a los partisanos que había en los grandes bosques alrededor de Minsk. Su jefe, el SS Brigadenführer Dirlewanger, era un antiguo presidiario que a causa de su brutal cinismo y de sus tendencias sádicas había obtenido el mando de aquella unidad. Su crueldad era tan grande que incluso Himmler y Heydrich habían exigido que se le sometiera a un Consejo de Guerra y se le condenara a muerte. La violación de las prisioneras polacas era el menor de los cargos que pesaban contra él. Pero aquel sádico asesino estaba bajo la protección del jefe de las Escuelas de Oficiales SS, el SS Obergruppenführer Berger, quien, el 22 de noviembre de 1941, había empleado más de una hora en convencer a Heydrich y a Himmler de que era necesario tolerar al Brigadenführer Dirlewanger. Estos argumentos impresionaron sobre todo a Heide, quien tenía las mismas teorías que Berger. Había que combatir el terror mediante el terror. Hasta su muerte, Heydrich siguió convencido de que la victoria pertenecería al que mejor utilizara la violencia. Tres días antes del atentado de Praga, escribía:

No es usted más que un campesino sentimental, que no comprende nada de la guerra que libramos. Es probable que haya que exterminar al noventa por ciento del pueblo alemán. Sólo debería existir una forma de castigo: la decapitación. Resulta muy caro alimentar a los prisioneros. He ordenado a mi Einsatzkommando que fusile a las brigadas de prisioneros en cuanto terminen su trabajo. Los transportes no son de ningún modo rentables.

Los hombres de Dirlewanger estaban condenados a muerte, tanto por el enemigo como por sus compatriotas. Eran eliminados en cuanto se les sorprendía solos. Se les reconocía con facilidad por las dos granadas doradas que llevaban en sus cuellos negros de SS. Oficialmente, se les daba dos meses de vida. Cuando se celebraba alguna fiesta en el Estado Mayor de Dirlewanger, lo que ocurría a menudo, se enviaba un comando a hacer una razzia por las ciudades de Polonia o de la Rusia blanca para conseguir mujeres.

La carrera de Dirlewanger tuvo el final que merecía; pero, por desdicha, demasiado tarde. El mismo había inventado el bárbaro castigo de tostar a los prisioneros lentamente, sobre una hoguera. Encontraron a Dirlewanger colgado de un árbol, la cabeza hacia abajo, ennegrecido como un pedazo de pan demasiado tostado. Unos partisanos polacos explicaron que la operación fue realizada por ocho hombres de su brigada. Al parecer, Dirlewanger estuvo gritando cuatro horas y media, mientras que los ocho tipos formaban círculo alrededor del árbol, y cantaban:


So weit die braune Heide geht,

gëhört das alles mir.

Ich bin ein freier Wildbrestchütz…


Los partisanos no tocaron a los ocho hombres. En el Museo de Guerra de Varsovia puede verse un cuadro que conmemora este acontecimiento. Se reconoce con claridad el rostro de Dirlewanger sobre las llamas. Esto ocurrió el 21 de enero de 1945.

El SD Oberscharführer no se hacía ilusiones sobre su futuro. Sabía lo que le esperaba. Había visto salir a muchos con destino a la temida brigada, pero nunca había visto regresar a nadie. Todos desaparecían sin dejar rastro, lo mismo que su documentación. Desde luego, siempre quedaba una probabilidad entre mil. Esto dependía del comandante de la prisión militar de Torgau, pero el coronel Blanco no era nada blando con los SD en desgracia. Krug se prometió portarse de manera ejemplar, maldecir a la SD, etcétera. Cuando el coronel fuese informado por sus confidentes, tal vez le hiciera el favor de enviarle a un regimiento disciplinario.

De todos modos, Krug protestó débilmente contra las pretensiones de Porta.

En dos zancadas felinas, Hermanito estuvo a su lado.

– No rechistes, SD mío. Haz lo que te dice. Vacía los bolsillos. -Le empujó hacia la puerta del calabozo-. Éstos son tus aposentos hasta que te vengan a buscar tus compinches.

Porta se echó a reír.

– Mala suerte, Krug. Estás bajando la pendiente. Ya has sido olvidado, has dejado de existir.

– ¿Cómo se siente uno cuando es un muerto viviente? -preguntó Hermanito, interesado.

– No es nada divertido -protestó Krug, secándose la frente con un pañuelo no muy limpio, en el que había bordadas unas iniciales que no eran las suyas.

– No querrás que nos pongamos a lloriquear.

Krug murmuró algo incomprensible.

Hermanito cogió el anillo, lo olfateó y lo examinó cuidadosamente.

– Podría revenderlo en casa de «Emil». Di, Porta, ¿qué lleva escrito dentro?

– «P. L.» Explícanos quién era P. L., Krug.

– Paula Landau. Murió en Neuengamme.

– ¿Te regaló el anillo porque la trataste bien? -interrogó Porta con suavidad.

Krug se acarició la nuca, mirando alternativamente a los dos amigos. Prefería no entrar en detalles sobre el caso «Paula Landau». Ella estaba ya casi moribunda cuando llegó a Neuengamme. Krug había pasado unos días muy malos, temeroso de que los hechos llegaran a saberse. El Bello Paul era muy extraño en estas cosas. No tenía inconveniente en ordenar torturas espantosas, pero, ¡ay de quien tomara tales iniciativas por su cuenta! Aunque fuera en defensa propia. Ninguno de los componentes del grupo pudo olvidar nunca el final del Unterschadführer Willy Kirsch, tostado a fuego lento empezando por los pies. Muy despacio. La operación había durado tres semanas. Y todo por cinco mujeres que, de todos modos, estaban destinadas a la horca.

Krug se estremeció. Había que desviar el interés de aquellos dos tipos por Paula Landau. En aquel momento, parecían muy tranquilos. Pero Krug comprendía que sólo se trataba de una actitud. Eran unos demonios. Con aire indiferente, desenroscó el tacón de su bota y apareció un escondrijo secreto. Krug sacó dos billetes de cincuenta dólares y una cápsula de polvo blanco.

Porta fingió sorpresa. Olfateó los polvos.

– Cocaína… Has debido de ser rico. ¿Cómo te las has arreglado para caer tan de prisa?

Krug se retorció las manos.

– No te molestes -prosiguió Porta-. Aquí no somos muy delicados.

Hermanito hizo un ademán severo y tomó la palabra.

– Si te confiara los secretos de mi vida, te caerías sentado, SD de mis pecados. Dicen que Hermanito es tonto, pero no hasta el punto de que confiese lo que no se puede demostrar. Sólo le condenan a uno en la medida de lo que confiesa. Mientras no has confesado, los jueces y demás granujas no pueden hacer nada. ¿Has confesado tú, SD de mis desdichas?

Krug indicó que sí. Cualquiera lo hubiese tomado por un cristiano en la fosa de los leones.

– ¡Idiota…! -comentó Hermanito con sequedad.

– ¿Qué has confesado? -interrogó Porta, curioso.

– Chantaje. En Friedrichsberg había una gachí. Desde hacía tiempo teníamos a su fulano. Yo lo había hecho a menudo, sin pensar en que hubiera peligro. Pero la muy ladrona fue a ver al Bello Paul.

– Hubiese podido negar -dijo Porta.

– Imposible. Me tendieron la trampa.

– Y te has metido en ella como un solo hombre…

Hermanito rió de buena gana.

– Por eso estás con nosotros.

– Y muy pronto te encontrarás camino de Dirlewanger -añadió Heide alegremente.

– Has sido demasiado ambicioso, amigo -prosiguió Hermanito-. No hay que matar la gallina de los huevos de oro. Yo, por ejemplo, si alguna vez me encuentro ante diez pipas de opio, sólo cojo ocho.

– Así es como se hace -asintió Barcelona.

– Sí, pero arrambláis con todo lo que tengo -contestó Krug sin mucha convicción.

– Contigo es distinto -exclamó Hermanito-. Porque, aunque respires aún, eres hombre muerto. En tus papeles hay una raya roja. Nadie quiere conocerte. Los partisanos del padrecito Stalin te esperan ya en los bosques de Minks. ¿Sabes lo que hacen con los secuaces de Dirlewanger que caen vivos en sus garras?

A Krug le daba vueltas la cabeza.

– ¿Qué les hacen?

Hermanito rió diabólicamente.

– Explícaselo tú, Porta.

Porta se humedeció los labios y, después, escupió en el pavimento liso y reluciente.

Krug siguió con la mirada el chorro de saliva.

– ¿Te interesa? -preguntó Porta, con una sonrisa-. Te dejo que lo limpies. Tus compañeros de Fagen me enseñaron el truco.

– No es culpa mía. Nunca he estado en Fagen.

– Eres un mierda -decidió Porta-. Si no has estado también en Fagen es por pura casualidad. Algún día, cuando se salden cuentas, nadie habrá hecho nada. Todo el mundo habrá obedecido órdenes superiores hasta llegar al que está en lo más alto de la escalera.

– No es culpa mía -repitió Krug.

– Claro -replicó Porta-. Te obligaron también a ingresar en la SD, ¿no?

– Bueno, tal vez no exactamente -confesó Krug-. Pero en el SS «Infanterieregiment Deutschland» eran unos cretinos. Aquí se está mejor.

Por primera vez el Viejo levantó la cabeza. Miró con fijeza a Krug. Iba a hablar, pero renunció y volvió a ensimismarse con el Registro.

– Evidentemente, esto es mejor -repuso Porta-. En el regimiento «Deutschland» había que dar la impresión de que se era un héroe. Un héroe con los pantalones sucios. Aquí, son los demás los que tienen los pantalones sucios. Entiendo. Pero algún día lo pagarás caro.

– Cállate, Porta, estás diciendo tonterías -interrumpió Hermanito-. Cuenta a este tipo lo que hacen los partisanos del bosque. Se orinará de miedo. He de confesarte, Krug, que, comparados con los artesanos de Stalin en Minks, vosotros, pequeños hitlerianos, carecéis por completo de imaginación. ¿Te acuerdas del tipo que encontraron en el hormiguero, Porta?

– Esta historia del hormiguero es muy vieja -interrumpió Krug-. La conocen hasta en la Policía SS.

– No lo dudo -dijo Porta-. Pero, ¿conoces esta otra? Te atan entre dos árboles, como un arco. Y los cuervos te pican lentamente los ojos. Sólo podrás escapar cuando los pajarracos se te hayan comido los tendones. Pero mucho antes habrás muerto.

– Sólo vi una persona que haya escapado con vida -dijo Hermanito-. Era la espía Nadasja de Mojilev. Pero nadie volverá a divertirse con ella. Antes de caer en manos de los partisanos, no estaba mal del todo. Era una gachí estupenda. pero cuando la encontramos, toda su belleza había desaparecido.

Barcelona Blom rió sarcásticamente.

– La dejaron bien arreglada. Ahorcaron montones de tipos por su culpa. Fue uno de nuestro grupo quien les dijo dónde estaba escondida.

– ¿Qué le hicieron? -preguntó Krug.

– Le marcaron dos grandes cruces gamadas en las nalgas -explicó Hermanito-. Minutos después de haberla bajado del árbol, se lanzó bajo un tanque. Estaba completamente chiflada. Todo le daba un miedo atroz.

– ¡Maldita sea! -añadió el legionario-. Estos partisanos son unos tíos de pelo en pecho. Los insurrectos del Rif no lo hubiesen hecho mejor.

– ¿Os acordáis del SS Hauptsturmführer Ginge, de la compañía de Guardia, en Minsk? -preguntó Porte con entusiasmo.

– ¿El que asaron como un cerdo? -preguntó Barcelona.

– Eso es -dijo Porta-, y ni siquiera era de la Dirlewanger. Un Waffen SS Offizier completamente vulgar. ¿Quieres un buen consejo, Krug?

Krug indicó que sí. Estaba muy pálido.

Porta rió suavemente.

– ¡Válgame Dios! ¡Estás metido en un buen lío, Krug! En cuanto dispongas de un minuto en Fuhlsbüttel, échate una cuerda al cuello. Si empiezas por comparecer ante el tribunal de guerra, ya no te quedará ninguna probabilidad. Te pondrán unos grilletes que ya no te quitarán hasta el momento de entregarte a Dirlewanger. No imagines que van a enviarte a una F. G. A. [23]. No querrán saber nada contigo. Un SS sólo viene con nosotros por delitos menores. No, la cuerda será lo mejor y lo más sencillo para ti. Los tipos de Dirlewanger son enviados a los peores lugares. Cada operación equivale a una ejecución colectiva. Nadie les quiere.

Krug, el SD Oberscharführer, el duro de los duros, lloraba. Nunca lo había creído de veras. A menudo, se lo habían profetizado, pero siempre había rehusado creerlo. Ahora estaba convencido. ¿Qué hacer? No quería saber nada con las dos granadas sobre el cuello negro. Oyó que Hermanito le deseaba las buenas noches desde lejos.

La gruesa puerta del calabozo se había cerrado ruidosamente. Ahora estaba aislado del mundo en el que había vivido hasta entonces. Se dejó caer en el suelo. Era el único lugar donde podía acostarse. En el calabozo no había nada. Sí le hubiesen puesto en una verdadera cárcel, habría habido una colchoneta y una manta sucia. Pero aquí no había nada. Todo estaba increíblemente limpio. El Ejército era duro a su manera. En la Policía uno podía quejarse, pero no en el Ejército. Hiciera lo que hiciese, había que decir «bien». Aquí, sólo se era un esclavo entre los esclavos. Krug estaba ya plenamente convencido de ello. En su fuero interno, todos los SS y SD temían al Ejército. La formación era dura en ambos cuerpos, pero en las SS uno era tratado como un hombre, como un ser escogido. En el Ejército era distinto. Sólo se era un esclavo.

Krug contempló su gorro, que tenía al lado. La gran calavera reía de un modo macabro. Siempre se había sentido orgulloso de aquella calavera. Le daba aplomo y seguridad en sí mismo. ¡Cuántas veces había observado cómo la gente se dejaba hipnotizar por aquella insignia! Siempre había deseado entrar en la División SS «Totenkopf», la única unidad SS que llevaba una calavera bordada sobre el cuello negro. Pero no le habían aceptado. Era demasiado alto. Sólo querían gente pequeña, que no rebasara el metro sesenta. Pequeñajos duros como el pedernal. Krug nunca olvidó al U-Schar Brinkendorf, que pasó un breve período con ellos en la sección IV/2a, y que, una noche, les había enseñado su agenda. Mientras estaba de servicio en Gross Rosen, se había cargado personalmente a 189 tipos. Aquel Brinkendorf era tan cínico que no le habían aceptado en el Rollkommando [24]. Al cabo de tres meses, el Bello Paul le puso de patitas en la calle. Había rebasado los límites al hacer una incursión privada en Teehaus Le enviaron a Dirlewanger como instructor. Nunca más se supo de él. Tal vez volviera a encontrarle allí. No le gustaría tener al U-Schar Brinkendorf como jefe de grupo. Brinkendorf era de la misma calaña que la mayor parte de los hombres de la División C, capaces de cargarse a cualquiera, amigo o enemigo, hermano o hermana, con tal de poder matar a alguien.

Krug se sumió en un sueño agitado; pero cada vez que llamaban a la puerta, lo que ocurría a menudo, se despertaba. La prisión estaba llena. Sólo quedaba sitio en los calabozos del Ejército. Oyó cómo los guardianes discutían en voz baja.

Unas botas pesadas golpearon su puerta. No entendió por qué. Inquieto, miró hacia el ventanillo, en que brillaba un ojo.

Una risa sardónica llegó hasta él. Krug reconoció la voz de Hermanito.

– ¿Qué? ¿Aún sigue con vida, SD de mis pecados? Pensé que te habrías ahorcado con tus calcetines.

La risa se alejó por el pasillo.

Decididamente, aquellos tipos del Ejército no adoraban a los SD.


Heide y Porta empezaban a discutir. Porta se había descubierto durante una partida de 421. Tenía el as de pique y no lo había sacado hasta que el bote fue lo bastante suculento.

Heide clavó furiosamente su cuchillo en mesa, a un milímetro de la mano de Porta.

– ¡Haces trampas! -aulló.

– ¿Y qué?

– Tenías el as de pique. Lo he visto.

– ¿Acaso es tuyo?

Heide palideció. Perdió todo el dominio de sí mismo. Aquello era demasiado. Agitando el cuchillo por encima de su cabeza, golpeó en dirección el rostro de Porta, decidido a darle un buen tajo.

Porta esquivó el golpe con dificultad y trató de golpear la nuez de Heide con el canto de la mano, pero éste esquivó a su vez. Ambos eran igualmente hábiles en judo.

Porta cogió una botella y la partió por la mitad; las esquirlas de vidrio volaron por la sala. Después lanzó el casco contra el rostro de Heide, pero no consiguió alcanzarle.

Heide lanzó un aullido de triunfo, al tiempo que se lanzaba a hacía Porta enarbolando el cuchillo.

– ¡Ya te tengo, cochino pelirrojo!

Entonces, lanzó un grito estridente. Porta le había golpeado el bajo vientre. El cuchillo rodó por el suelo. Las manos de Porta le oprimieron la garganta.

Heide se derrumbó como un saco. Porta se disponía a pisotearle el rostro con sus botas de hierro cuando el Viejo le detuvo.

– Ya basta, Porta.

– Su jefe de tarjeta postal me da asco -gruñó Porta-. Debería faltarle una oreja, como Hermanito, tener la nariz rota, como Sven, un ojo de cristal, como Barcelona, y la frente torcida como tú. ¿Por qué es el único que no lleva huellas de la guerra?

– Deja que Porta le pisotee el hocico una vez -suplicó Hermanito-. Si no, algún día le harán oficial.

– ¡Cállate! -gritó el Viejo-. Aquí mando yo.

Cogió una metralleta de encima de la mesa, la amartilló y apuntó sucesivamente a todos los hombres.

Acechábamos sus movimientos. Estábamos seguros de que no dispararía. El Viejo no hacía esas cosas, pero todos obedecíamos sus pequeñas órdenes.

El ambiente estaba electrizado. Ansiábamos abalanzarnos sobre Heide. Merecía una buena paliza. Su hermoso rostro nos exasperaba. Su cínica brutalidad hacia sí mismo y hacia los demás era como una espina clavada en nuestra carne.

– ¡Mil diablos! -exclamó el legionario, rompiendo así la tensión.

Heide se levantó. Apoyándose en las manos, sacudió la cabeza como un perro mojado.

– Has hecho trampas -dijo entre dientes, con sorda cólera. Se llevó la mano al cuello, rojo y tumefacto a causa de la brutal presión de Porta-. Esto que has hecho no está bien.

– Unteroffizier Julius Heide, no acuses a la gente honrada -dijo Porta con suavidad-. No puedes permitírtelo. Eres un mal sujeto, Julius. Y, además, eres demasiado guapo.

Heide se irguió cuan alto era.

– Nunca serás una persona cabal -replicó-. Te llevarás una gran sorpresa el día en que los rojos te metan una bala en el cráneo. En el cielo, no querrán saber nada de ti. Te quitarán las botas y te harán caminar descalzo sobre las piedras hasta el infierno, conducido por el Hauptfeldwebel más cretino de toda la creación.

– Es posible que tengas razón -dijo Porta, alegremente-, pero tú me acompañarás. Tal vez el buen Dios me dé el mando del grupo. No me cabe la menor duda de que confiará más en un Obergerfreiter que en un suboficial prusiano. Y te prometo que tendrás que llevar el mortero durante todo el camino hasta el horno de Lucifer.

El timbre interrumpió su discusión. Entraron dos SS con una vieja. Era la misma que Porta y yo habíamos visto ingresar a primera hora de la noche. Había envejecido en unas horas. Llevaba el sombrero torcido.

Uno de los SD alargó unos papeles a el Viejo.

– Son para ti -anunció-. Hay que llenarlos.

El Viejo protestó violentamente.

– Ni hablar. Aquí no nos importan vuestras historias. Somos militares, no polis.

– ¡Calma! -gruñó el SD.

E inclinándose hacia el Viejo, le murmuró unas palabras al oído.

El Viejo lanzó una mirada a la anciana.

– Vaya, felicidades. ¡Qué equipo!

– Tienes razón -confesó el SD-. Da asco. A mí me vinieron a buscar a la Kripo. Pronto seré viejo. -Dio la vuelta a la sala de guardia y dijo, dirigiéndose al techo-: Preferiría estar lejos de aquí.

– ¡Ah, mi trasero! -exclamó el legionario-. Nadie te obliga a ser poli. Puedes irte cuando quieras. Puedes escoger entre treinta y tres divisiones SS.

– Tienes demasiado canguelo -gritó Heide-. Conozco los de tu ralea. Se ensucian en los calzones en cuanto se acercan a un terreno batido por la artillería.

El SD se mostró grosero.

– ¿Qué os habéis creído, bocazas? ¿Y si cogiéramos a uno o dos de vosotros para tener una pequeña conversación privada, allí, bajo el techo?

– Merde, es posible -dijo sonriendo el legionario-. Pero, de todos modos, creo que estirarás la pata antes que nosotros. Nuestros calabozos están llenos a rebosar de compañeros tuyos. Ayer, eran tan orgullosos como tú ahora. Hoy, han perdido sus buenos colores.

El policía lanzó una mirada malévola al legionario, que sostenía su eterno cigarrillo entre los labios.

– Te conozco. Todo el mundo te conoce. Eres ese dichoso francés que tanto da que hablar; pero no te enorgullezcas. Tu tiempo está contado. Le hablaré de ti al Bello Paul.

En tres saltos, Porta estuvo junto al pequeño SD. Le puso una bala de nueve milímetros ante las narices.

– ¿Sabes lo qué es esto, hermano?

El SD se encogió de hombros.

– Todo el mundo lo sabe. Es una bala de «P-38».

– Muy bien, hermano. Pero mírala bien -insistió Porta, haciéndola girar frente al SD. El proyectil estaba aserrado-. ¿Has visto alguna vez el agujero que esto le hace a un individuo? Y puedo asegurarte que tengo una caja llena.

– ¿Y a mí qué me importa todo esto? -gritó el SD, nervioso.

– Quizá más de lo que crees, hermano. Esta clase de píldora está reservada para los tipos de tu especie. Eres un SD, y está muy bien que lo seas. Las pillerías que cometes, también están de perlas, forman parte de tu oficio. Tienes los bolsillos llenos de objetos robados. Todo resulta muy simpático.

– ¿Quién te ha dicho que robo? ¡Esto es el colmo!

– No hace falta que grites -le advirtió Hermanito desde el otro extremo de la sala-. Tu madre debió de explicártelo cuando eras pequeño, ¿no? En todo caso, debes saber que un policía ha de ser siempre dueño de sí mismo. Y ahora vas tú y te pones furioso como una histérica gachí de treinta y ocho años.

– Repito que tus bolsillos están llenos de objetos robados -prosiguió Porta, impasible-. Eres un pobre cretino. Pero ya que insistes en querer demostrarnos lo contrario, me permito hacerte observar que estás en territorio del Ejército, y que el Viejo, nuestro Feldwebel y comandante de la guardia, puede darme la orden de detenerte. Te registraremos, y después, te llevaremos ante el Bello Paul, en calidad de sospechoso. No saques el pecho. Es mejor que te inclines. Te conviene. Haz lo que te parezca, excepto una cosa; no te metas con ninguno de los nuestros. Tal vez consigas hacer que detengan a uno o dos, pero todo habrá terminado para ti. Conseguiremos tu piel. Somos unos hachas para los golpes en la nuca. Los comisarios de Iván nos han enseñado el truco.

– Déjate de sermones -gritó Heide-. Pegadle en seguida un buen bofetón. No arriesgamos nada. Ha cometido el suficiente número de fechorías como para que el Bello Paul nos dé las gracias.

– Esto es una amenaza -gruñó el SD, palpando la funda de su pistola.

Su colega permanecía neutral. Examinaba minuciosamente fotografías de muchachas más o menos desvestidas.

– Eres rápido de entendederas -dijo Porta, sonriendo.

– ¡No me dais miedo! -chilló el SD, histérico.

– Te estás ensuciando en los calzones -replicó Hermanito desde su rincón.

– No os peleéis, hijos míos. Esto no está bien. Ya hay demasiada discordia en la Tierra.

Sorprendidos, miramos a la viejecita, que se nos acercaba con un dedo levantado.

– Son los nervios, la guerra -prosiguió ella con voz temblorosa-. Tenéis que ser tan amables como vuestro jefe, Herr Bielert. Él es muy bueno, ni siquiera ha querido que vuelva a pie a mi casa a esta hora de la noche. Quería prestarme su auto. Qué amable, ¿verdad?

Hermanito se disponía a decir algo, pero Heide le pegó una patada en el tobillo.

El SD se había achantado. La disputa quedó relegada en el olvido. El hombre señaló los papeles que había ante el Viejo.

– ¿Comprendes ahora por qué quería que los llenaras tú?

El Viejo asintió con la cabeza.

– Bueno, lárgate.

La viejecita estrechó las manos de ambos.

– Gracias por todo, soldados. Si pasáis por Friederichsberg, no dejéis de venir a verme. Siempre tengo caramelos y revistas ilustradas. Os gustarán. Gustan a todos los jóvenes.

– Gracias -contestaron los otros, incómodos-. Pasaremos a verla.

En la escalera, uno de los dos se volvió. Su calavera brillaba siniestramente.

– Hasta la vista, señora Dreyer.

Ella le saludó con la mano. Luego, la puerta se cerró de golpe.

El legionario dio tres vueltas a la llave y corrió el cerrojo. Al otro lado de la puerta, la Gestapo. Aquí, el Ejército. Dos mundos que no tenían nada en común.

La viejecita hurgó en su bolso para encontrar un paquete de caramelos. Dio la vuelta a la sala para ofrecernos uno a cada uno. Toda la Compañía de Guardia chupaba caramelos.

Hermanito tuvo derecho a dos.

– No tema, señora Dreyer -dijo. Con gran sorpresa por nuestra parte, se mostraba hasta cortés-. Todo se arreglará. Nosotros nos encargamos de esa Gestapo. Una vez me cargué…

Lanzó un grito de dolor, al tiempo que se frotaba un tobillo.

Heide sonrió delicadamente.

– ¿No crees que podrías callarte?

Hermanito guardó silencio, enfurruñado.

– No hay ningún mal en explicar lo que hicimos en Pinks, cuando ayudamos a aquellas tres gachís a escapar de la SD.

– ¡Cállate! -gritó Barcelona.

La señora Dreyer intentaba poner paz.

– Dejadle hablar. No es más que un muchacho incapaz de hacerle daño a una mosca.

– Está lleno de mentiras -dijo Porta, riendo-. No sabe lo que es la verdad. Nunca ha oído hablar de ella. Si hoy es lunes, 19, dirá que estamos a martes, 20.

– Vendería su alma por dos reales -aseguró Steiner.

Hermanito se disponía a protestar. Ya había levantado una silla, cuando el legionario le retuvo por un brazo, cuchicheándole unas palabras que le tranquilizaron en el acto.

Nos pusimos a jugar a los dados.

La señora Dreyer se había dormido en una silla, junto a la pared. Nuestra risa la despertó.

– Querría marcharme. ¿Creéis que el vehículo llegará pronto?

– ¡Cameron! -gritó Porta, enseñando los seis dados.

– El señor Bielert me ha prometido que podría regresar pronto a mi casa.

Rehusábamos escucharla. No era más que una vieja que no entendía nada. Estaba entre las manos de la implacable justicia de una dictadura.

Heide recogió los dados, los agitó enérgicamente y después los lanzó con elegancia sobre la mesa. Seis ases. Lanzó un aullido de alegría, volvió a recogerlos, los agitó en medio de un silencio mortal.

– Señor Feldwebel, ¿quiere probar a llamar para ver si ha llegado el automóvil? Tengo sueño y estoy cansada.

Heide lanzó los dados. Seis ases. Nadie dijo ni pío. La tensión aumentó. Porta cogió los dados para examinarlos.

Heide sonrió, al leer los pensamientos de Porta.

– Lo siento, Herr Obergerfreiter Joseph Porta, pero no están cargados. Para jugar hace falta inteligencia, y el llamado Heide la tiene. Saco otros tres ases y me lo llevo todo o tú doblas la apuesta.

– No es posible -interrumpió Barcelona.

Heide se echó a reír. Agitó violentamente el cubilete de cuero. Con los brazos por encima de la cabeza, le hizo dar vueltas y después lo depositó en la mesa, boca abajo. Permaneció así durante dos minutos, sin levantar la mano. Después, encendió un cigarrillo, muy tranquilo. Ni siquiera Porta se dio cuenta de que se trataba de un cigarrillo suyo.

– Tengo los pies hinchados. Me aprietan los zapatos -gimió la señora-. Estoy fuera de casa desde esta mañana.

Heide señaló el cubilete de cuero en medio de la mesa.

– ¡Levántalo, maldita sea! -murmuró Steiner-. ¡Levántalo!

– ¿Por qué? -preguntó Heide, riendo-. Puedo deciros lo que hay: seis ases Dadme lo que tenéis. Es mío.

– ¡Fanfarrón! -gruñó Porta.

– Te cojo la palabra -decidió Heide-. Si no hay seis ases ahí debajo, aumentamos diez veces la apuesta.

Porta se retorció. La pasión del juego se había apoderado de él. Sus ojillos porcinos miraban con recelo. Se pasó una mano por el cabello rojizo.

– Maldita sea, Julius, ¿te burlas de nosotros? No puedes saber qué hay seis ases. No es posible.

– Son las dos, Herr Feldwebel. Si el automóvil no ha venido, cogeré el tranvía a las tres.

– ¿Has dicho que aumentemos diez veces la apuesta? Tengo miedo.

– Enséñanos los dados -suplicó Barcelona-. Levanta el cubilete, Julius.

Lentamente, Heide alargó la mano hacia el cubilete de cuero. Se sentía importante, pero gotas de sudor perlaban su frente.

Hermanito se rascaba el rostro con nerviosismo. No se acordaba de que tenía un cigarrillo encendido en los labios. No sentía que se quemaba las manos y la boca.

El Viejo estaba semitendido en la mesa, y también parecía hipnotizado por el cubilete de cuero.

– ¿Estás seguro de que hay seis ases? -murmuró.

– Sí -gruñó Heide-. Ya lo he dicho: seis ases. Habéis perdido.

– Imposible -suspiró Barcelona.

Una metralleta cayó al suelo. Nadie le prestó atención.

– Ahí llega un auto. Tal vez sea el mío.

La señora Dreyer se levantó de la silla y empezó a abrocharse el viejo y raído abrigo.

Heide levantó muy lentamente el cubilete.

Había seis ases.

Hermanito pegó un salto hacia atrás. Su silla cayó.

– ¡Tiene un pacto con el diablo! -gritó.

Porta levantó la mirada.

– ¿Cómo diantre lo haces, Julius? No puedo creerlo. Tres veces seis ases. Nunca lo había visto.

– No te ocupes de esto -contestó con arrogancia-, pero dame lo que me debes. Puedes tachar mis deudas de tu libretita negra.

Porta entornó los ojos, miró con fijeza a Heide.

– ¿Y si jugaras otra vez, Heide? Veinte veces la apuesta.

Heide se estremeció. El sudor le inundaba el cuerpo. Nos miró a uno tras de otro. Ojos ávidos le acechaban por doquier. Se sintió tentado de aceptar. Después, se dominó. Tiró el cubilete al suelo.

– No quiero.

– Cobarde -gruñó Porta, sin poder ocultar su decepción.

– ¿Por qué ha ido a buscarla la Gestapo? -preguntó Heide a la señora Dreyer, no porque le interesara, sino para distraer a Porta del juego.

– La señora Anna Becker, mi vecina, escribió al señor Bielert diciéndole que yo había insultado al Führer.

Enderezamos las orejas: ¡Insultar al Führer!

– Párrafo 1.062 b, capítulo 2 del Código Penal del Reich -repitió Steiner, lanzando un suspiro.

Stege se inclinó sobre la mesa, y dijo en voz baja:

– Aquel que de palabra o por escrito insulte al Führer será reo de penas de prisión o de la pena de muerte.

Mirábamos a la señora Dreyer con ojos distintos. Resultaba interesante. No encontrábamos extraordinaria su probable condena a muerte. Habíamos visto tantas… Pero lo interesante es que ella no lo sospechara.

– ¿Qué dijo usted? -preguntó Heide.

La señora Dreyer se secó la frente con un pañuelito que olía a espliego.

– ¡Oh, sólo lo que repite todo el mundo! Fue durante el gran ataque aéreo del año pasado. Como sabéis, bombardearon Landungsbrücke y el pensionado detrás de la estatua de Bismarck. La señora Anna Becker y yo fuimos a verlo. Después, dije estas palabras que no han agradado al señor Bielert: «Todo era mejor en tiempos del emperador. Entonces, no bombardeaban así las ciudades, teníamos comida suficiente. y nuestros zapatos no estaban agujereados. Adolph Hitler no lo ha entendido bien. Él ha nacido pobre; sólo los grandes saben gobernar un país.»

– ¡Cielos! -exclamó Barcelona-. Si reconoce haber dicho todo esto está lista. Lo sé desde mi época en los Servicios Especiales, en España. La gente decía a menudo cosas sobre el general Miaja o sobre la Pasionaria. Naderías, sin darle importancia, pero una vez escrito por el Departamento de Asuntos Especiales se convertía en algo muy grave. Atentado contra la seguridad del Estado.

– Agita los dados -sugirió Porta-, y enséñanos lo que sacas.

Todos apretábamos el pulgar izquierdo contra el borde de la mesa. Heide agitó los dados.

– ¿Qué nos jugamos?

– El pajarillo en la verja del parque -repuso Porta.

– Uno -dijo Hermanito.

– Uno contra seis -dijo Porta.

– Uno contra seis -repetimos todos a coro.

Los seis dados rodaron por la alfombra.

Ocho soldados jugaban en un sótano de la Gestapo, como, en su tiempo, los soldados romanos al pie de una pequeña colina cerca de Jerusalén.

– Deteneos -murmuró el Viejo-. Estáis locos.

Se volvió hacia la señora Dreyer e inició una discusión sobre lo primero que se le ocurrió, para distraer su atención de nuestro macabro juego.

Los dados nos miraban. Cuatro ases, dos seises.

– Está lista -admitió Barcelona-. Los dados tienen siempre razón.

– ¿Todo el mundo ha dicho uno contra seis? -preguntó Heide.

Porta indicó que sí.

– Seis por la vida, uno por la muerte.

El legionario empezó a canturrear:

– Ven, dulce muerte, ven.

Mirábamos a la señora Dreyer, que explicaba a el Viejo que sus rosas necesitaban ser regadas. El calor lo había resecado todo.

– Mi marido cayó en Verdún -decía-. Era jefe de guardia en el 3° de Dragones, de guarnición en el Stental. Era bonito Stental. El cuartel, algo viejo. Mi marido servía en el 3° de Dragones desde 1908, y cayó el 23 de diciembre de 1917. Había salido a buscar un árbol de Navidad. Y cayó en el camino de regreso. Cayó con el abeto encima de él. Estaba con el Hauptmann Haupt y con el Oberleutnant Jenditsch, cuando ocuparon el fuerte de Douaumont.

– No estuvieron mucho tiempo allí -comentó Heide-. Los franceses volvieron a echarlos en un santiamén.

– Ah, sí, ya me acuerdo. Nuestro maestro nos lo explicaba -exclamó triunfalmente Hermanito-. Enviaron a los prusianos al otro lado del Rin, mientras que los muchachos de París se quedaban en el fuerte y se divertían disparando contra los soldados del Kronprinz. ¡Mierda! ¿Qué te pasa? -dijo, volviéndose hacia Heide-. Deja de darme patadas. Lo que explico es correcto desde el punto de vista histórico.

– Explícalo de otra manera -replicó Heide-. El esposo de la señora cayó en Verdún.

– No tengo nada que ver en ello -dijo Hermanito, enfurruñado-. No puedo complacer a esa señora si aseguro que los prusianos se quedaron en Douaumont. Y si digo que los franceses los echaron a puntapiés, no exagero.

Porta se echó a reír.

– Es verdad, Hermanito. Los parisienses les cascaron tanto en la batalla de Douaumont que el Kronprinz recibió una buena reprimenda de su papá, el emperador.

– Estos dados son una porquería -gruñó Hermanito-. Apuesto diez contra uno a que dicen la verdad. La vieja la diñará.

– ¿Qué le ha dicho el Kriminalrat? -preguntó el Viejo, volviéndose con rapidez hacia la señora Dreyer.

Heide jugueteó con los dados.

La señora Dreyer miró con dulzura una foto de Heinrich Himmler. Bajo la fotografía había unas letras doradas:


HEINRICH HIMMLER


Reichsführer der SS

Chef der Polizei, Minister des Inneren


– Herr Kriminalrat Bielert ha sido muy amable. Me ha asegurado que todo había terminado ya. Que no pensara más en ello. No se volvería a hablar de esta pequeña historia.

– ¿Le ha dicho lo que iba a ocurrir? -preguntó Barcelona-. ¿Han escrito en un papel lo que usted les ha dicho?

– Sí; el señor Bielert ha dictado a otro señor. Ni siquiera he escuchado, porque empezaba a tener sueño. Han escrito muchas páginas. Casi un libro. El señor Bielert me ha dicho que iría a Berlín.

Barcelona siguió investigando.

– ¿Para ver al Führer?

– No, a él, no. Se trataba de otra cosa. -Miró la fotografía de Himmler-. Ya no lo recuerdo, pero había unas letras.

Barcelona lanzó un silbido y dijo con mucha lentitud:

– ¿RSHA?

– Sí, eso es, RSHA.

La señora Dreyer se mostró visiblemente aliviada.

– ¿Las conoce usted, Herr Feldwebel?

Barcelona se encogió de hombros y lanzó una mirada a Heide, que seguía jugando con los dados.

– Creo que sí. Es una gran empresa de Berlín.

– ¿A qué se dedica? -preguntó la señora Dreyer con inocencia.

– A todo un poco. Es una especie de intermediario entre el Registro Civil y la Oficina de Colocaciones.

Porta rió suavemente.

– He aquí una excelente comparación. Pero, de todos modos, no es la más adecuada para aquella casa de locos.

– Bueno, le explicaré -gritó Barcelona.

– ¡Por el amor de Dios, ahórranos tu cháchara! -interrumpió el Viejo, con sequedad.

– Me temo que mañana llegaré tarde al pedicuro -gimió la señora Dreyer-. Por esta vez, tendré que renunciar. Me sabe mal porque, de todos modos, he de pagar. Dos marcos veinticinco es mucho dinero.

– ¿Le duelen los pies? -preguntó Hermanito-. Si es grave, podríamos pedirle a nuestro médico ayudante que la examine. Hace todo lo que nosotros queremos. Nos lo hemos metido en el bolsillo. Sólo es ayudante médico mientras nos interese. Le tenemos atrapado desde que sabemos que recibía pasta de la Escoba. -Se señaló la estrecha frente con aire de complicidad-. Porque aquí dentro hay materia gris. Sabíamos que ocurría algo turbio. ¿Por qué motivo la Escoba iba a dar pasta a un médico militar? Emborrachamos a la Escoba. La cosa nos costó treinta y un marcos. Después, el matasanos nos rembolsó.

– ¿Quieres callarte de una vez? -gruñó Porta-. Tu palabrería acabará por llevarnos al cadalso.

Pero no era fácil hacer callar a Hermanito. Prosiguió:

– Cuando la Escoba estuvo algo chispa, empezó a hablar. Porta le dio a entender que podía confiar en nosotros. Fue bastante interesante y en seguida comprendimos el truco. Ella procuraba clientes al matasanos. Damas ricas que querían desembarazarse de una carga ilegal. Pedimos, cortésmente, una gratificación que nos permitiera olvidar nuestros deberes con el Führer, el pueblo y la patria. Pero la Escoba se burló de nosotros. (¡Qué buena mujer tan mal educada!) Así, pues, fuimos a ver al matasanos. Lo encontramos en su casa. Ya era tarde. No pude contener la risa cuando le vi. Llevaba un largo abrigo gris y una bufanda blanca. Vestido de aquella manera, yo no iría ni a las letrinas. Todo ocurrió como podía esperarse. Empezó por amenazarnos con la cárcel y el Tribunal de Guerra. Le pedí que bajara un poco la voz. Gesticulaba como un loco. Pero bastó con que Porta le explicara que teníamos derecho a detenerlo. Entonces, se mostró muy amable. Como no era tonto, en seguida comprendió que causaría mal efecto que un gran médico ayudante como él compareciera ante la Gestapo. Nos ofreció una buena mensualidad El mismo nos la trae regularmente.

– ¡Por Alá, no conocía esta historia! -exclamó el legionario.

– Es el hombre más estúpido de todo el Ejército -gritó Porta, furioso, mientras lanzaba una mirada asesina a Hermanito.

– Esto no es un secreto para nadie -dijo el legionario-. Pero ahora que ha descubierto vuestra combinación, sigue explicándonos lo que había hecho vuestro matasanos.

– Sigue haciéndolo -continuó Hermanito-, y hace bien en no dejarlo. Porta le hizo entender que sólo un buen porcentaje de sus ingresos podría hacer que olvidáramos nuestro deber cívico. Este tipo entorpece el progreso demográfico, y esto es algo que no gusta en el país de Adolph. Porta le dijo: «Escuche, matasanos, si esta historia llega a saberse, les destinarían a usted al 27.° Regimiento de Húsares, 2.° Batallón, 5.ª Compañía, 1.ª Sección, l.er Grupo, y en los combates de Infantería llevará usted mi lanzallamas. Y esto no es divertido. Ningún portalanzallamas consigue sobrevivir a dos o tres ataques.» Entonces, el médico capituló. No obstante, intentó discutir.

– Por una vez, procura callarte -dijo entonces el Viejo-. A la señora Dreyer no le duelen los pies como tú te figuras.

Hermanito ya no entendía nada. Para él, daño en los pies equivalía a decir tener los pies estropeados de tanto andar.

– Pero, entonces, ¿por qué quieres ver al matasanos? ¿Tener daño en los pies cuando no hay ni una ampolla? Esto no es para mí, gracias. ¿Os acordáis de cuando fui a ver al matasanos a casa de el Gordo?

– ¡Cállate, maldita sea! Y no abras la boca hasta que se te interrogue -ordenó Porta.

La señora Dreyer empezó a contar su historia. Más que a nosotros, parecía dirigirse a la fotografía de Himmler que colgaba de la pared.

– Me disponía a salir de mi casa cuando han llegado. -Cerró los ojos y se recostó en su silla-. Iba a pagar mi nota a casa del señor Berg, en Gänsemarkt. Iba adelantada. Como siempre. Me gusta sentarme en la estación y mirar a la gente. Es bonita la estación. Y, además, en esta época del año, hay flores. El jefe de estación, el señor Gelbenschneid, es muy hábil para cultivar rosas. Debe de ser el abono que le dan los campesinos. Fue mi marido quien me enseñó a ser puntual. Siempre bajaba antes que nosotros. En cuanto salí a la calle, vi el gran automóvil. Un «Mercedes» gris que llevaba esa especie de S en forma de rayos. «Irán a ver a la señora Becker, mi vecina», me dije. Porque ella tiene un hijo en las SS. Es Untersturmführer de la División «Das Reich». Antes de ser ascendido a oficial, estaba en el regimiento SS «Westland». Como mi hijo menor. Le reñí cuando se alistó en las SS. Le atraía el uniforme, estoy segura. Era un buen hijo. Ahora, ha muerto. Me enviaron su Cruz de Hierro. Se enfadó cuando le dije que a su padre no le hubiera gustado que fuese SS. Hubiera debido esperar a que le llamaran, como a sus tres hermanos. Dos de ellos están en la Infantería. El mayor, en los pioneros de asalto. También ha muerto. Lo otros dos figuran como desaparecidos. Hace unos meses que lo supe.

Al marcharse, el más joven me dijo: «Mamá, mi deber sería denunciarte por derrotismo, pero por una vez fingiré que no he oído lo que has dicho.» Ni siquiera quiso darme un beso antes de irse. Ahora, ha muerto. Sólo me queda su Cruz de Hierro. La he guardado en el cajón donde conservo sus camisitas de cuando era pequeño.

»El gran vehículo de lujo no iba a casa de la señora Becker. Avanzaba con lentitud y se ha detenido delante de mí. Un joven muy atento se ha apeado. Me ha recordado a mi hijo Paul, el pequeño. Ambos se parecían. Cerca de dos metros. Delgado como una muchacha. Hermosos dientes blancos. Bonitos ojos pardos. Muy, muy bien. Parecía muy cortés y educado. Si no hubiera llevado esa cazadora de cuero… Nunca me han gustado. Resultan frías, impresionantes.

Barcelona murmuró a el Viejo:

– Tiene mucha razón. Esas cazadoras huelen a muerte. En la antigüedad, el verdugo era un viejo alcohólico. Ahora, lo son jóvenes bien educados, con cazadoras de cuero negro.

La señora Dreyer no les prestó atención. Siguió hablando a la foto de Himmler.

Imaginábamos fácilmente la escena. Sabíamos con exactitud lo que el gran bandido de ojos pardos debió de decirle. Tendría un aspecto tan amable a los ingenuos ojos de la señora Dreyer… Mas para nosotros era otra cosa.

– ¿La señora Dreyer? -había preguntado al salir del vehículo.

Ella le había mirado, sorprendida. Después, se había presentado, sonriente:

– Emilie Dreyer.

Él se había acariciado la barbilla con una mano enguantada, y después, campechano, había hecho un guiño con sus ojos pardos.

– Emilie Dreyer, Hindenburgstrasse, número 9. ¿No es eso?

La viejecita había asentido. No había percibido el peligro tras la cortesía. Él había palpado el bolsillo en que llevaba su «Walter» 7,65. También llevaba un revólver de reglamento, en una funda, junto a la mano izquierda.

– Tenemos que hablar con usted. Acompáñenos.

Ella había explicado que le era totalmente imposible. Que tenía que ir a pagar sus facturas a la ciudad. Y que, además, tenía una cita con el doctor Jöhr.

El SS se había reído en voz alta. Jamás había oído una disculpa tan mala para no ir a la Gestapo.

– ¿El pedicuro? -había preguntado, riendo-. Ya irá a casa del pedicuro, señora Dreyer.

Después, le había acometido otro ataque de risa. La señora Dreyer no comprendía por qué se reía. Explicó que era indispensable que fuese al pedicuro. El doctor tenía mucha clientela, y si no se estaba a la hora perdía el turno, y había que pagar la visita.

El SS se inclinó cortésmente. Tenía sentido del humor y no conseguía contener su risa. Aquella viejecilla era, sin duda, la más chiflada que jamás hubiera visto. Explicó que se pondrían en contacto con el pedicuro y que no tendría que garle.

Pero la señora Dreyer siguió protestando. Él la sujetó por un hombro.

Entonces, ella notó que sólo tenía un brazo. La manga izquierda colgaba, vacía.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Tan joven y tan guapo y manco…!

El SS murmuró que el otro brazo había quedado en Stalingrado.

Ella enseño su anillo SS.

– También mi hijo estaba en la División «Das Reich», señor oficial.

Pero aquello no le interesaba al manco. Era como si no la hubiese oído.

La instalaron en el asiento posterior del automóvil gris. Avanzaron aprisa. Los hombres con cazadora negra siempre tienen prisa.

El chofer era muy diferente del manco. Era tuerto. Su ojo de vidrio estaba mal hecho. Era imposible apartar la mirada de él.

– Nada de historias, abuela -amenazó cuando la señora Dreyer hubo ocupado su asiento.

Por un momento, ella había sentido miedo al ver el verdadero rostro de la Gestapo, pero el manco hizo callar inmediatamente al chofer.

– Silencio, Scharführer. Limítese a conducir.

Habían llegado, en silencio, a la plaza Karl Muck.

El manco era uno de esos funcionarios incorruptibles, desprovistos del menor sentimiento humano. Un lobo sanguinario bajo una piel de cordero. Uno de esos hombres de la Gestapo que, ante todo, comprobaba si el documento era auténtico, incluso antes de leer el texto; y capaz, una vez hecha la comprobación, de hacer ejecutar a su propia madre. Era cortés incluso con un cadáver. A menos de conocer muy bien la Gestapo, era imposible figurarse hasta qué punto era peligroso aquel hombre. La cortesía caracteriza a las personas inteligentes. Sólo los idiotas son brutales y groseros. La señora Dreyer inspiró y abrió los ojos.

– No ha estado bien que el chofer me haya llamado abuela en ese tono. Nadie me habla así. Soy una persona respetable.

– Pues, a veces, a mí se me escapan cosas peores -reconoció Hermanito.

– ¡Oh, ése…! -intervino Porta-. Contesta sólo sí o no y así no correrás ningún riesgo.

– ¡No me vengas con monsergas! -gritó Hermanito, gesticulante-. La primera vez que contesté que sí ante un tribunal me costó dos meses de cárcel. Por lo tanto, decidí que en lo sucesivo siempre diría que no. Por otra parte, esto por poco me cuesta la vida en Minsk.

– Entonces, cállate -propuso Heide.

– Tampoco es solución. Traté de hacerme el mudo cuando el asunto del robo en Bielefeldt, cuando estábamos en el 11.º de Húsares. Ya os acordaréis de la historia del «Skoda» blindado y de la locomotora de Goering. Y yo me lo cargué todo porque permanecí más mudo que una carpa. ¡Cómo me recibieron en Fagen!

El legionario le tocó una mano. Era un ademán que testimoniaba una muda admiración.

– Bien, camarada, pero no pudieron contigo.

– Les resultó totalmente imposible -dijo Hermanito, riendo-. Me echaron del campo. Decían que perjudicaba la disciplina. No se atrevieron a liquidarme abiertamente, porque procedía del Ejército. Por el contrario, debían procurar que no me ocurriera nada. Se las dieron de listos al proponerme que me largara. Uno de los veteranos me puso en guardia.

»El tipo estaba en Fagen por sexta vez. Nos hicimos amigos, aunque él pertenecía a Zapadores, a los que yo nunca he podido tragar. Era un buen hombre. Los SS me prometieron montones de cosas si me evadía. Era el único medio de hacerle doblar la rodilla a un esclavo del Ejército. Siempre se las arreglaba para tener a infelices sin ninguna relación con el partido, como testigos de una evasión. La primera vez, me dejaron en una piedra y me dijeron que me largara. Pero fui más listo que ellos. Habían apostado a unos individuos tras los arbustos, con el fusil amartillado.

»La vez siguiente, aquellos superhombres escogieron su propio campo de tiro. Era una hermosa tarde. Yo me distraía con varios colegas, eliminando la mala hierba. El SS Sturmmann, que debía vigilarnos, se había sentado en una piedra. Se llamaba Greis. Era el peor canalla que jamás haya llevado la gorra con la calavera. Fumaba tranquilamente una pipa de marihuana, pero como una gachí. Con una bolita en medio del cigarrillo.

»Otros dos SS llegaron a visitar a Greis. Unos verdaderos carniceros. Habían organizado cosas entre los tres. Y después se echaron a reír de una manera que no engañaba a nadie. «Tienen el gatillo muy suelto», murmuró uno de mis compañeros. ¡Ya podemos ir con cuidado! Un verdadero ballet con la punta de los pies, íbamos con mucho ojo para no rebasar ni un milímetro la zona permitida. Después, el Oberscharführer Breit me hizo llamar. Era tan amable que daba ganas de vomitar. Me dio una palmadita con sus guantes y, después, dijo con una sonrisa:

»-Apuesto a que te gustaría marcharte de aquí.

»-Sí, Herr Oberscharführer.

»Los tres se echaron a reír y me aseguraron que saldría muy pronto.

»-Muy pronto -repitió Breit por su cuenta.

«Regresamos al campo. Íbamos en columna de a uno, a paso de desfile, con los tobillos rígidos. De modo que, una vez de regreso, volví a salir con los tres SS. Hablamos muy amablemente de varias cosas. Aludí a mi infancia en el correccional «Sonnenheim». El director era un maldito hipócrita.

»-¿Te gustaría pegarle una paliza a un cura? -me preguntó Greis.

»-No diría que no

»Pero el Oberscharführer interrumpió en seco nuestra conversación.

»-No le pegará a ningún cura. Se marchará de aquí.

«Tuvieron otro ataque de risa. Greis empezaba a hipar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Yo no le veía la gracia a sus palabras. Me señalaban con el dedo y hablaban de mi cabeza. Y después, se echaban a reír.

»Al llegar al campo de tiro, el Oberscharführer me señaló tres pequeños abedules.

»-¿Ves aquellos abedules, Creutzfeld?

»Claro que los veía: saltaban a la vista

»-Ya me lo figuraba -comentó, risueño-. Eres soldado desde hace años, Creutzfeld, y sabes lo que significa una orden. Ahora, yo, tu Oberscharführer, te doy una orden. Correrás cuanto puedas hasta aquellos árboles. Si llegas en menos de dos minutos, serás hombre libre y podrás regresar a tu Regimiento de Blindados.

»-¿Y si tardo más?

»Hice la pregunta por pura fórmula.

»Se tronchaban. Se pegaban palmadas en los muslos, relinchaban.

»-¡Ah! Pues si no llegas, no llegas, Hermanito -dijo uno de ellos-. Pero, de todos modos, haz lo que te dicen. Inténtalo. Quizá lo consigas.

»-Querría saber qué harán ustedes si no lo logro.

»Se echaron a reír.

»-Te compraremos una flor -replicó Greis-. Una flor roja. Y te la pondremos en el vientre, ve. Y a toda marcha.

»Pero yo lo había comprendido. No sentía ningún deseo de correr. Greis llevaba un fusil con teleobjetivo. Sabía qué querían jugar: a la liebre y los cazadores. Uno no ha nacido ayer, ¿verdad? Yo ya me había informado. Era uno de los deportes favoritos en Fagen: la liebre y los cazadores. ¡La de mamporros que me atizaron! Empezaron con un culatazo en la nuca y terminaron con un paso de desfile con una piedrecita redonda en cada bota.

»Yo no cesaba de decirme: «Hay que contenerse, hay que contenerse, Hermanito» Había observado que uno de ellos había apoyado el dedo en el gatillo.

»Me golpearon el cráneo con un pedrusco. Pero tuve suerte. Habían escogido una piedra redonda. Perdí el sentido Pero me despertaron con un puntapié en el bajo vientre. Salté por el aire como un obús en un campo de minas.

– Bueno, ya basta -intervino el Viejo-. Otro día nos contarás el resto. -Y, dirigiéndose a la señora Dreyer, le preguntó-: ¿Qué ha ocurrido después?

– Íbamos en el automóvil. Hemos estado a punto de matar a unas personas varias veces. Cada vez, el chofer tuerto reía en voz alta. En Havesterhude se han detenido para buscar a una muchacha que ha llorado mucho. Le han golpeado la cabeza y le han dicho que iban a afeitarla con el gran cuchillo ¿Qué quiere decir esto, Herr Feldwebel?

– ¡Oh! Es una manera de hablar -dijo el Viejo, encogiéndose de hombros.

Hermanito iba a explicar lo que quería decir pero el legionario se apresuró a hacerle callar.

Barcelona y Heide jugaban a los dados en silencio. Porta estaba recostado en una silla, ordenando uno de sus juegos de cartas trucados. Los envolvía cuidadosamente, con precinto y todo. Los ingenuos se dejaban cazar cada vez que Porta abría uno de esos juegos, vírgenes en apariencia. Y si alguien insinuaba lo que fuera, Porta no corría ningún riesgo, porque siempre dejaba que el otro rompiera el precinto.

– Cuando hemos llegado aquí, en Jefatura -prosiguió la señora Dreyer -, me han puesto en una habitación del tercer piso, con muchas otras personas. Después, han venido a buscarme y hemos vuelto a Friedrichsberg. Allí, lo han registrado todo y han recogido una cantidad de cartas viejas. Después, me han hecho esperar de nuevo en el tercer piso. Por cierto, que no me gustan. Las paredes son feas. Nos acompañaba un viejo SS. Era extraño. Ya no sabía hablar como un hombre. Estaba prohibido hablar, y cuando algunos lo hacían, el SS les pegaba. Un caballero distinguido le ha dicho qué se quejaría de él. El SS se ha limitado a reír y, escupiendo al caballero distinguido, le ha dicho: «Cuando vayas a quejarte, no olvides que también te he escupido.»

»Unas horas más tarde, el amable Oberscharführer ha venido a buscarme. Me ha conducido a un despachito donde había dos hombres vestidos de paisano. Uno de ellos me ha preguntado si yo había dicho que el Führer no entendía nacía.

»-Yo nunca he dicho eso.

»Después, me ha acariciado una mejilla, y han sonreído con amabilidad.

»-Pero usted ha dicho que el Führer es estúpido.

»También lo he negado.

»El otro se ha levantado de su escritorio y se nos ha acercado.

»-Escuche, señora. Usted no nos facilita el trabajo. Sólo queríamos escribir unas palabras sobre esta historia. Ya es antigua, pero no podremos archivarla antes de haber escrito el final. Confiese lo que ha dicho, fírmelo, archivaremos el expediente y nos olvidaremos de todo. Usted dijo a su vecina, la señora Becker, que el Führer había sido un tonto al iniciar esta guerra.

»-Es cierto. Lo dije y lo sigo pensando

»Los tres se han echado a reír y el Oberscharführer manco ha movido la cabeza mientras miraba hacia el techo.

»-¿Lo ve, señora? ¿Ve como dijo que el Führer es tonto?

»-Les he explicado que, en realidad, no lo pensaba. Que mucha gente lo decía.

»-¿Quién, por ejemplo? -me ha preguntado el secretario.

»-Herr Held, el jefe de estación, lo dice muy a menudo -he contestado-. Y también la señora Dietrich, la ayudante de mi pedicuro. Ella también lo dice.

»Y he citado a varios que dicen esas cosas.

»Uno de los hombres lo ha anotado todo en un papel y lo ha entregado al manco. Me han preguntado si había estado alguna vez en un manicomio.

– Yo también me lo pregunto -murmuró Porta.

– Han llenado varias páginas a causa de esas dos palabritas. He dicho que estaba dispuesta a pedir perdón. Temía que me pusieran una multa, porque no tengo mucho dinero. Sólo mi pequeña pensión de viuda. Me he echado a llorar. Temía que me castigaran con una multa que no podría pagar. Me han consolado muy amablemente. Todo se arreglará. Después, me han hecho preguntas sobre mis chicos y sus compañeros, sobre lo que pensaban del Führer. Les he hablado de Bent, un camarada de Kurt, que era SS Obersturmführer en el regimiento «Das Reich». Tenía muchas condecoraciones, pero a menudo no estaba de acuerdo con lo que había hecho el Führer y a menudo se mostraba furioso contra Himmler Un día, dijo que lo que hacían esos dos no estaba bien. Me han preguntado cuándo dijo esto. No ha sido difícil recordarlo porque fue para el cumpleaños de Kurt, poco antes de que el Batallón marchara al frente.

– No habrá dicho esto -exclamó el Viejo.

– Claro que sí, no hay nada de malo en ello. Me han dicho que ese Obersturmführer no podría seguir en el frente, que era demasiado inteligente. Y piensan trasladarlo a Hamburgo. He contestado que Bent se alegrará, porque siempre ha deseado servir en una guarnición. Se han reído mucho y me han dado una palmada en la espalda. Después, han hablado de mi sobrino Paul, estudiante de Teología. Pensaban que, sin duda, habría hablado muy mal del Führer. Les he contestado que nunca le había oído decir nada. Entonces, se han enfadado y me han amenazado. Tenía que decir lo que Paul había dicho. A él no le ocurriría nada. El señor manco, que estaba sentado detrás de ellos, me ha hecho una señal y movía la cabeza cada vez que me miraba, pero no he entendido lo que quería decirme. Me disponía a pedirle que se explicara, cuando ha sonado el teléfono. Han enfundado sus revólveres y se han precipitado fuera.

«Momentos después ha venido otro SS y me ha llevado a una habitación pequeña. Esto se ha repetido dos o tres veces. Al final, parecían muy cansados.

»La última vez, el secretario tenía sangre en el rostro y ya no eran nada amables. Me han reñido y han tomado nota de todo cuanto he dicho. Casi han llenado un libro.

»Después, he firmado. El secretario me ha prestado su estilográfica. He escrito: Emile Dreyer, sus labores.» Otra vez se han mostrado amables. Me han dado café y pastas.

»En esto, ha llegado un hombre bajito. Llevaba gafas negras e iba vestido de negro. No me ha gustado. Me ha estrechado la mano y se ha presentado: Krimmalrat Paul Bielert. Los otros han cambiado por completo en cuanto ha entrado. Creo que le tenían miedo: Me ha enseñado cuanto se había escrito sobre mí.

»-¡Cuántas cosas nos ha contado! -me ha dicho-. ¿Está segura de que son verdad?

»Le he contestado que nunca miento.

»Mi respuesta parece haberle divertido. Después, ha dicho algo extraño que no he comprendido.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Barcelona, furioso, mientras encendía un cigarrillo.

– Ha dicho que la verdad es, a menudo, estúpida. Esto es todo. Y se ha ido tan silenciosamente como había llegado. Como si flotara. Los otros me han dicho que llevaba suelas de goma. El manco ha dicho: «¡El cerdo…!» No hay derecho a decir esto de su jefe, ¿no es verdad? ¿Cree usted que el automóvil llegará pronto, Feldwebel?

El Viejo dijo que sí con la cabeza, mientras lanzaba una mirada al legionario, quien movió la suya, al tiempo que exhalaba un suspiro.

– Es lástima…

– Un día, cuando tengan tiempo, vengan a verme, soldados. Les haré un pastel. Con pasas. A mis hijos les gustaba mucho el pastel de pasas.

– Tendría que probar de hacerlo con enebro -propuso el legionario-. También es bueno.

Ella tomó nota del consejo y, después, se durmió. Roncaba ligeramente.

Porta había terminado de ordenar sus naipes. Propuso una partida, en lo que estuvimos de acuerdo, a condición de que fuese con la baraja de Barcelona.

Jugamos en silencio durante algún tiempo. Después, sonó el teléfono. Nadie le hizo caso.

La señora Dreyer dormía.

Todo el mundo estaba absorto en el juego. Tanto, que orinábamos en el lavabo, para no perder tiempo en ir hasta el retrete. De repente, llamaron a la puerta.

Barcelona fue a abrir.

En el umbral estaban dos SD con la metralleta sobre el pecho.

– ¡Heil Hitler, compañero! ¿Tenéis aquí a una señora llamada Emilie Dreyer?

– Soy yo.

La viejecilla se había despertado y se levantó vacilante.

– Bien -dijo el SD-. En marcha hacia Fuhlsbüttel. Coja sus cosas.

– Yo no voy a Fuhlsbüttel -protestó ella-. Yo vuelvo a casa.

– Todo el mundo se va a casa -dijo riendo el SD-. Pero, primero, daremos una vueltecita.

La señora Dreyer se agitó. Empezaba a asustarse. Nos fue mirando sucesivamente. Nosotros rehuíamos sus ojos. Cogió a tientas la mano de el Viejo.

– ¡Que Dios la proteja! -murmuró éste.

Y se precipitó hacia los lavabos.

Empezaba a comprender. Hablando suavemente consigo misma, siguió al SD. Se le había soltado el lazo de uno de sus zapatos. Sus medias de lana estaban torcidas.

La pesada puerta se cerró de golpe.

Abajo, en el patio, oímos voces. Allí esperaban los coches celulares.

Otras puertas se cerraron con estrépito. Se oyeron voces de mando. El ruido de los motores que se calentaban. Los fatídicos vehículos de color verde oscuro abandonaron la Jefatura.

En uno de ellos, la señora Emilie Dreyer, sus labores, encerrada en una caja hermética que apestaba a sudor.

Guardamos silencio. Cada uno se entretenía en sus cosas. Sentíamos vergüenza. Vergüenza de nuestro uniforme.

Poco después, Hermanito se levantó, salió al pasillo, seguido de Porta. Oímos una puerta que se abría. Gritos. Hermanito entró como una exhalación.

– Blank ha cogido el tren del infierno. Su cuerpo está allí, colgado de los tirantes.

Gran conmoción. Todos nos apretujábamos para ver.

En el suelo estaba la gorra con la calavera. Blank se había ahorcado de los barrotes de su celda. Tenía el rostro tumefacto y azulado. El cuello era demasiado largo. Los ojos, sobresalientes y sin brillo.

– No tiene buen aspecto -cuchicheó Barcelona.

– Le ha hecho una jugarreta a Dirlewanger -dijo el legionario.

– Esto ahorrará trabajo al tribunal -comentó Heide.

– Ahora, ya sólo pueden firmar el acta de defunción -añadió Porta, riendo malévolamente.

Hermanito se sonó con los dedos.

– Nadie le llorará. Tenía muy mala reputación.

– Estoy seguro de que alguien se sentirá aliviado -meditó Stege.

El Viejo se instaló en su escritorio, para preparar el informe.

– Con tal de que esta historia no nos cause quebraderos de cabeza…

– Pensándolo bien, no ha sido muy delicado -comentó Steiner-. Hubiera podido esperar a encontrarse en Fuhlsbüttel.


Tenían el mismo grado. Ambos eran grandes ladrones, pese a la diferencia de uniforme. Jefazos del mercado negro que vendían cualquier cosa. Desde mujeres hasta cartuchos de pistola vacíos. Eran soldados hasta la medula de sus huesos, pero jamás lo admitirían, ni en su fuero interno.

El chofer SS sopesó el cigarrillo liado a mano, lo olfateó.

– Creo que eres un maldito embustero -murmuró-. No huelo nada. Ábrelo para que vea las bolas.

– ¡Te digo que hay una en cada cigarrillo, es la pura verdad! -protestó Porta.

Escupió hacia la banderita SS que adornaba el guardabarros delante del «Mercedes» gris.

El SS devolvió inmediatamente la fineza, escupiendo hacia el monumento a los soldados muertos en la otra guerra,

– Tengo varios neumáticos de automóvil -ofreció el SS-, pero queman los dedos.

– También tu trasero quemará si algún día te pescan -le profetizó Porta-. Te enviarán con nosotros.

Y, sin transición, prosiguió:

– Fui chofer como tú, con un coronel. Pero me liquidó.

– ¿Por qué? -preguntó el SS.

– Lavé nuestro estandarte y me tragaba su comida. Cuando le enseñé el estandarte bien limpio y planchado, estuvo vociferando cuatro horas seguidas Aseguró que la mierda que había quitado era la pátina de Austerlitz.

– Tengo una dirección donde las gachís suben semidesnudas a un cuadrilátero y la emprenden a mamporros.

Porta aguzó el oído, mientras sus mejillas se sonrojaban. Se sonó.

– ¿Es verdad?

– Sólo con algunos trapos. Zapatos, medias y portaligas. Todo negro, con encajes.

– ¿Y es posible ir con esas gachís?

– Sí, si te apetece, puedes coger una docena.

Se sentaron en el estribo del automóvil. Cerraron la ope,-¡,- clón rápidamente.

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