EJECUCIÓN

Al día siguiente, el teniente Ohlsen fue convocado por el Verraco, quien le presentó, muy risueño, el acta de acusación. Tenía que firmarla en tres lugares distintos. Le llevaron de nuevo a su celda, y dispuso de una hora para leer el documento.

El teniente Ohlsen lo desplegó solemnemente:


Policía Secreta de Estado

Servicio Hamburgo

Stadthausbrück, 8

ACTA DE ACUSACIÓN


Kommandantur de la Wehrmacht Hamburgo

División Altona

Diario núm. 14 b.

Al general Von der Oost, comandante de la guarnición, 76.° Regimiento de Infantería, Altona.


Consejo de guerra 391/X. AK contra el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, del 27° Regimiento de Tanques, nacido en Berlín/Dahlem el 12 de mayo de 1919, casado, un hijo. Condenado anteriormente, el 19 de diciembre de 1940, a cinco años de reclusión por falta cometida durante el servicio en el 13.° Regimiento de Ensayo de Tanques, París. Después de ocho semanas de detención en la fortaleza de Glatz, transferido a un Regimiento disciplinario blindado. Actualmente, en arresto preventivo por orden de la Gestapo IV. 2.ª, Hamburgo. Detenido en la guarnición de Altona, bajo la responsabilidad del comandante del 76.° Regimiento de Infantería. Hasta la fecha, sin abogado.

Acuso a Bernt Ohlsen de alta traición mediante:

1.° Reiterada incitación con palabras veladas al asesinato del Führer, Adolph Hitler.

2.° Propagación de bromas injuriosas con respecto a personalidades del Gobierno del Tercer Reich, elegidas por el pueblo alemán de acuerdo con las leyes vigentes. Dichas «bromas» van unidas a este acta en una carpeta azul, señalada con la L, y numeradas de 1 a 10, cada una con el sello de «GE. KADOS».

3.° Al difundir rumores falsos, el acusado ha ayudado a los enemigos del Tercer Reich a minar la moral del pueblo alemán.

Por tales motivos, solicito que el acusado sea condenado a muerte de acuerdo con el artículo 5.° de la «Ley sobre la Protección del Pueblo y del Estado», del 28 de febrero de 1933, y el artículo 80, apartado 2.°, el artículo 83, apartado 2.° y 3.°, así como el artículo 91 b, apartado 73.

La incitación al asesinato del Führer, según el artículo 5.° de la Ley del 28 de julio de 1933, está penada con la ejecutación por decapitación.


Pruebas de convicción:


1.° Confesión del acusado.

2.° Testimonio voluntario de tres testigos:

1) La mujer de la limpieza del cuartel, señora K.

2) El teniente P., del Departamento Militar Político.

3) El Gefreiter H., del Servicio Político de Seguridad Militar.


Los testigos no comparecerán ante el tribunal. Sus testimonios están incluidos en este acta, bajo la rúbrica «secreto de Estado». Estos testimonios serán destruidos inmediatamente después del juicio, de acuerdo con el artículo 14 de la «Ley sobre la Seguridad del Estado».

Todo el caso será considerado GEKADOS y enviado al RSHA, Prinz Albrecht Strasse, 8, Berlín.

Sumario realizado por el SD Standartenführer Kriminalrat Paul Bielert.

F. WEIERSBERG,


Auditor del Cuerpo

General de Caballería

SS Gruppenführer

Procurador General


El teniente Ohlsen miró hacia la ventana gris y entejada. Aquel acta de acusación debía de ser una broma. Sólo la Gestapo era capaz de una cosa semejante. En Torgau, ocurría a menudo que se llevaran a diez prisioneros para ser ejecutados. Después de ocho ejecuciones, se indultaba a los dos últimos. La psicosis de terror que habían experimentado durante la ejecución de sus ocho compañeros les predisponía a colaborar con la Gestapo. Toda la Gestapo se basaba en millares de confidentes, en personas de apariencia inofensiva, pero extremadamente peligrosas a causa de la situación en que las habían colocado la Gestapo.

El teniente Ohlsen lo sabía muy bien. Pero lo que ignoraba es que el mismo día, una carta de la Kommandantur de la Wehrmacht de Hamburgo había sido enviada a la Kommandantur de la plaza de Altona:


Wehrmachtkommandantur Hamburgo

Jurisdicción del Komando de Altona

X.AK 76.° Reg. Inf.

GEKADOS URGENTE


Orden transmitida por el auditor del 10° Cuerpo, zona de defensa 9.

Esta nota ha de ser destruida inmediatamente después de su lectura por dos oficiales. Se acusará recibo verbalmente por teléfono al auditor del Cuerpo.

Ref.: Ejecución a consecuencia de sentencia de muerte.

El Tribunal especial presidido por el general en jefe de la zona de defensa 9 pronunciará, probablemente mañana, la sentencia de muerte de cuatro soldados:


Oberleutnant de Infantería Karl Heinz Berger, del 12° Regimiento de Granaderos.

Teniente de Tanques, Bernt Viktor Ohlsen, del 27.° Regimiento Blindado.

Oberfeldwebel Franz Gernerstadt, del 19° Regimiento de Artillería.

Gefreiter Paul Baum, del 3.er Regimiento de Cazadores Alpinos.


Dos de los soldados arriba mencionados serán condenados a muerte por fusilamiento. El 76.° Regimiento de Infantería e Instrucción debe cuidar de la constitución de dos pelotones de ejecución, bajo el mando de un oficial. Los dos pelotones de ejecución deben estar formados por dos Feldwebel y doce hombres. Además, en cada pelotón figurarán dos hombres que tendrán la misión de atar a los condenados al poste de ejecución.

El médico de reserva de la enfermería de reserva 19, doctor W. Edgar, asistirá personalmente a las ejecuciones.

Los otros dos acusados serán condenados a la decapitación. El regimiento cuidará de llamar al verdugo Röttger, de Berlín. El alojamiento del verdugo y de sus dos ayudantes irá a cargo del Regimiento. La decapitación tendrá lugar en el patio B de la cárcel de la guarnición.

El capellán Blom puede asistir a las ejecuciones, si así lo desean los condenados.

Se requisarán cuatro ataúdes en el 76.° Regimiento de Infantería.

Los certificados de defunción serán firmados por el médico en jefe, inmediatamente después de las ejecuciones, y entregados por un ordenanza a la Administración del cementerio. Se enterrará a los cadáveres en el cementerio especial, departamento 12/31.


A. ZIMMERMANN

Oberstleutnant .


A sangre fría se habían previsto todos los requisitos para la ejecución y entierro de cuatro hombres, incluso antes que se viera el juicio y se pronunciara la sentencia.

El humanitarismo era algo desconocido en el Tercer Reich. Todo se basaba en instrucciones y reglamentos. La menor infracción de una ley provocaba una condena, sin la menor consideración hacia el ser humano. Las palabras «circunstancias atenuantes» no existían.

La sala 7 del edificio del Consejo de Guerra estaba llena a rebosar. El espacio reservado al público se hallaba ocupado totalmente por soldados. No habían acudido por su propia voluntad, sino obedeciendo órdenes. El espectáculo de aquellos procesos militares debía ser aleccionador.

En aquel momento, un Gefreiter de cazadores alpinos, pálido y tímido, esperaba la sentencia. El Tribunal se había retirado a deliberar.

El fiscal ordenaba sus papeles. Se preparaba para el caso siguiente. El Gefreiter de Cazadores alpinos ya no le interesaba.

El defensor jugaba con su lápiz, un lápiz amarillo. Pensaba en Elizabeth Peters; había prometido hacerle para cenar lomo de cerdo y col frita. Al defensor le encantaba la col frita. Desde luego, también le encantaba Elizabeth, pero una cena sin col no era una verdadera cena.

La secretaria contemplaba al Gefreiter de Cazadores alpinos y pensaba: «Un campesino triste, con granos y barros. Nunca podría acostarme con él.»

El joven cazador alpino tenía la mirada fija en el suelo. Se retorcía los dedos. Empezó a contar la tablas de madera que tenía bajo los pies: condenado a muerte, no condenado. Llegó hasta «condenado a muerte»; pero, entonces, palpó otras tres tablas debajo del banco, lo que, representaba «no condenado». Miró subrepticiamente hacia la puerta blanca que había en el rincón. De allí saldrían los tres orondos jueces y su destino quedaría decidido, sin tener en cuenta lo que indicaban las tablas.

La vista del caso contra el soldado de dieciocho años sólo había durado diez minutos. El presidente del Tribunal había hecho algunas preguntas. El acusador había hablado la mayor parte del tiempo. El defensor se había mostrado menos locuaz. Se había limitado a decir:

– Solicito la indulgencia del tribunal, pese a comprender la difícil situación en que se encuentra mi defendido. Hay que mantener la disciplina, prescindiendo de los sentimientos humanitarios.

La historia del joven cazador alpino era clara, por lo menos, desde el punto de vista de la jurisdicción militar.

El joven soldado, intranquilo, no podía permanecer quieto Tenía miedo.

El Oberfeldwebel con cara de perro dogo que estaba a su lado, le lanzó una mirada reprobadora. El muchacho se retorció las manos y experimentó un deseo irresistible de gritar, de berrear como un ciervo furioso, en una noche de octubre junto a la pared húmeda del bosque. ¿Por qué no podían ponerse de acuerdo los tres jefes tras la puerta blanca? Pero, si no estaban de acuerdo, existía una probabilidad. Por eso eran tres. Para que todo fuese justo y equitativo.

Pero en la sala 7 nadie podía adivinar lo que hacían los tres hombres de las hombreras trenzadas en la pequeña habitación, y, sin embargo, sus actos eran completamente normales. Humanos y comprensibles. Sencillamente, saboreaban el kirsh del Oberkriegsgerichtsrat Jeckstadt.

El Kriegsgerichtsrat Burgholz levantó su vaso y empezó a discursear sobre el vino.

Después de apurar dos o tres vasos, decidieron volver a la sala 7. Evidentemente, el caso en sí mismo no representaba nada. Media página en el diario de la audiencia. Un sello. Varias firmas. Nada más.

La puerta blanca se abrió.

El joven se puso pálido. Los espectadores se levantaron rápidamente, sin necesidad de que se lo ordenaran, y permanecieron firmes.

El presidente y sus dos asesores se sentaron tras el escritorio en forma de herradura. Los tres apestaban asquerosamente a alcohol.

– El Gefreiter Paul Baum, del 3.er Regimiento de Cazadores alpinos, dieciocho años, soltero -leyó el presidente con voz sorda y monótona-, es condenado a ser fusilado por deserción voluntaria.

El adolescente vaciló, más blanco que un papel.

El enorme Feldwebel le sostuvo.

El presidente prosiguió, impasible:

– Contra esta sentencia no cabe apelación. No puede recomendarse el indulto, el cual queda rechazado anticipadamente La vista ha terminado.

El Oberkriegsgerichtsrat terminó la lectura, dobló los papeles, se enjugó ligeramente la frente con un pañuelo perfumado y miró, impasible, al muchacho que tenía delante. Después, sacó otro expediente, acarició el cartón rosado, miro Oberfeldwebel que llevaba sobre el pecho su insignia de gendarme en forma creciente: el caso siguiente. El Estado contra el teniente de la reserva Bernt Ohlsen. Caso número 19.661/M.43H.

Todo iba sobre ruedas. Ningún entorpecimiento. Perfecto orden alemán.

El Obergefreiter Stever abrió la puerta del calabozo y le dijo al teniente Ohlsen, con una risitada de aliento:

– Vamos, te toca a ti. Te echan de menos.

– ¿Voy al tribunal? -preguntó suavemente Ohlsen.

Y sintió un vacío en la boca del estómago.

– ¿Creías que ibas a un burdel? Vas a la sala número 7, la de Jackstadt, un bicharraco que se las cargará en cuanto las cosas cambien. Es un puerco, un puerco cebado y gordo.

Bajaron la escalera y emprendieron la marcha por el largo pasillo.

Cerca de la puerta del Tribunal Militar, dos gendarmes se hicieron cargo del teniente Ohlsen. Firmaron el acuse de recibo en el libro negro adornado con el águila dorada.

– Hals-und Beinbruch -dijo, riendo, Stever.

Los gendarmes murmuraron unas palabras incomprensibles y pusieron las esposas al teniente Ohlsen. Dos carceleros por detenido. Era el reglamento.

El ruido de las botas claveteadas resonó en el largo túnel. Poco antes de llegar al tribunal, se cruzaron con el Gefreiter condenado. Gritaba y forcejeaba. Sólo era un chiquillo. Dieciocho años.

– A ver si te calmas de una vez -dijo uno de los gendarmes con voz amenazadora.

– No te servirá de nada. Todo terminará pronto. A mí ya ni me causa efecto. Cada día veo lo mismo. Y a todas nos ocurrirá tarde o temprano. Tal vez Jesús te espere y estarás mucho mejor allá arriba que aquí en la Tierra.

– ¡No quiero! -chilló el muchacho forcejeando con sus esposas-. Virgen María, madre de Dios, ayúdame. ¡No quieto morir!

Le brillaban los ojos. Vio al teniente Ohlsen como a través de una neblina.

– ¡Mi teniente, ayúdeme! Quieren fusilarme. Dicen que debo morir. Sólo me marché dos días de mi Regimiento. Quiero ir a un Regimiento disciplinario. Haré cualquier cosa. Estoy dispuesto a pilotar un «Stuka». ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! Haré lo que sea, pero dejadme vivir.

Intentó liberarse. Luchó desesperadamente. Consiguió derribar a un gendarme. Los tres rodaron por el suelo.

– ¡Soy un buen nacionalsocialista! ¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir! ¡He pertenecido a las juventudes hitlerianas! ¡Heil Hitler! ¡Quiero vivir!

El grito se extinguió. La última palabra que pudo pronunciar fue «mamá». Esa palabra que ha hecho vibrar tantos cadalsos y prisioneros en la historia del hombre. Después perdió el sentido. Los cazadores de hombres del Ejército habían realizado su trabajo. Arrastraron tras de ellos el cuerpo desarticulado, tirando de él por las caderas. Uno de ellos gruño entre dientes:

– Este novato nos ha podido. Merece una reprimenda ¡Tanta comedia porque le espera una bala!

El teniente Ohlsen se detuvo un momento y contempló al muchacho inconsciente.

– ¡Adelante! -gruñó uno de sus guardianes, tirando de la cadena-. ¡Vamos, en marcha!

– ¡Pobre pequeño! -murmuró el teniente Ohlsen-. No es más que un chiquillo.

– Lo bastante mayor para desertar -gruñó el gendarme, que llevaba la insignia de los cazadores de hombres-. Lo bastante mayor para comprender lo que esto cuesta. Si le indultaran, todos echarían a correr.

– ¿Tiene usted hijos, Oberfeldwebel? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Cuatro. Tres, en las juventudes hitlerianas y uno en el frente. Regimiento SS «Das Reich».

– Confiemos en que algún día no liquiden de esta manera a su hijo, el que está en el «Das Reich».

– Esto no ocurrirá, mi teniente -replicó riendo el gendarme, seguro de sí mismo-. Mi hijo es SS Untersturmführer. No será ejecutado.

El teniente Ohlsen se encogió de hombros.

– Esto depende, sobre todo, de lo que pueda suceder.

– ¿A qué se refiere usted? -preguntó el otro guardián, aguzando el oído.

– A nada -murmuró el teniente Ohlsen-. Me dan lástima estos pobres chiquillos.

– No piense en los demás -contestó el que tenía cuatro hijos-. Más vale que guarde su piedad para usted mismo

Dio una palmada a su pistolera, volvió a ponerse el casco y acarició su brillante insignia de cazador de hombres.

– Bueno, y ahora, ¡cállese!

El teniente Ohlsen entró en la sala con una expresión completamente tranquila. Se presentó ante los jueces como se le había enseñado en la 3.ª Escuela Militar de Dresden.

El presidente indinó la cabeza con benevolencia, y murmuró:

– Siéntese.

Ojeó apresuradamente sus papeles e hizo un ademán al acusador. La máquina judicial podía ponerse en marcha. El engranaje empezó a girar, reglamentariamente.

– Teniente -empezó a decir el doctor Beckmann-, supongo que no tendrá intención de declararse culpable de lo que figura en el acto de acusación del RSHA, ¿no es verdad?

El teniente Ohlsen contempló el suelo. El suelo reluciente. Miró, lentamente, a los tres jueces, que permanecían sentados con los ojos llenos de sueño. El presidente lo dominaba todo desde su elevado sillón rojo. Seguía con interés los movimientos de una mosca en la lámpara. Un tábano. No era una mosca ordinaria, sino una de esas que chupan la sangre de los animales domésticos y de los hombres. Gris y de feo aspecto, pero una hermosa mosca, desde el punto de vista del coleccionista de insectos.

El teniente Ohlsen miró al fiscal.

– Herr Oberkriegsgerichtsrat, he firmado mi confesión ante la policía secreta, y, por lo tanto, creo que su pregunta es superflua.

Los labios delgados y sin color del doctor Beckmann se crisparon en una sarcástica sonrisa. Acarició los documentos que tenía delante.

– Puede confiar en mí en cuanto a la utilidad de una pregunta. De momento, dejaremos de lado lo que se le reprocha en el acta de acusación.

El diminuto abogado se volvió hacia los jueces y prosiguió con voz sonora:

– En nombre del Führer y del pueblo alemán, añado a las acusaciones contra el teniente Bernt Ohlsen las de deserción y de cobardía durante el combate.

Sorprendidos, los tres jueces levantaron la cabeza. El presidente dejó de interesarse por la mosca.

Las venas de las sienes del teniente Ohlsen estuvieron a Punto de estallar. Se levantó de un salto.

– ¿Deserción? ¿Cobardía en el combate? ¡Es mentira!

El doctor Beckmann sonrió condescendientemente, mientras agitaba un papel. Era el prototipo del pequeño burgués que siempre lleva el color del partido que manda.

– Su respuesta no me sorprende.

Es lo que esperaba, doctor Beckmann saboreaba las palabras. Era la clase de asunto que le gustaba. Ataques sorprendentes, desconcertantes.

– En mi vida he pensado en la deserción, Herr Oberkriegsgerichtsrat.

El doctor Beckmann asintió con la cabeza. Se sentía tan firme como el peñón de Gibraltar.

– Ahora lo veremos. Precisamente estamos aquí para demostrar estas acusaciones, o para desmentirlas. Si consigue usted probar que mis acusaciones son falsas, podrá salir libre de esta sala.

– ¿Libre? -murmuró el teniente Ohlsen.

Miró hacia la puerta que había detrás de los bancos del público y pensó: «Nadie es libre en el Tercer Reich. Todo el mundo es prisionero. Desde el recién nacido hasta el viejo en su lecho de muerte.»

– En caso contrario -gruñó malévolamente el doctor Beckmann, inclinándose amenazador sobre su mesa-, ya sal lo que le espera.

El teniente Ohlsen sabía lo que le esperaba.

El presidente asintió con la cabeza.

El doctor Beckmann se volvió hacia los jueces.

– Con el permiso de este tribunal, prescindiremos del acta de acusación original, para formular nuevos cargos contra el acusado, sin instrucción preliminar. Hasta esta mañana no he recibido estos documentos, procedentes del servicio especial de la policía secreta. Estos documentos son claros, y un breve interrogatorio del acusado convencerá al tribunal de la inutilidad de una instrucción previa.

El presidente volvió a asentir.

– Permiso concedido. El tribunal prescinde de una instrucción previa.

– Teniente, el 2 de febrero de 1942 estaba usted al mando de la 5.ª Compañía del 2.° Regimiento de Tanques. ¿Es cierto?

– Sí.

El doctor Beckmann sonrió, seguro del resultado.

– ¿Quiere explicar al tribunal dónde combatía usted?

No lo recuerdo con exactitud. -El teniente Ohlsen reflexionó. Contempló la gran fotografía de Hitler, que colgaba detrás del juez. El Führer en uniforme de gala verde, diseñado por él mismo, que debía ser una imagen de su sencillez-. Supongo que era cerca del recodo del Dniéper, pero no podría asegurarlo con exactitud. He combatido en tantos sitios…

El doctor Beckmann golpeó triunfalmente su mesa.

– El recodo del Dniéper. Exacto. Su División había sido situada en la zona del Wjasma Rshew. Había recibido usted la orden de que su Compañía ocupara una posición cerca de Olenin, al oeste de Rshew. ¿Lo recuerda?

– Sí. Nuestra División estaba a punto de ser cercada. Las Divisiones 19.ª y 26.ª de Caballería rusas nos habían desbordado por el Sur. Por el Norte, atacaba la 822.ª División Especial Blindada Rusa.

– Gracias, gracias -terció el doctor Beckmann-. No nos interesa saber lo que hacían los rusos. Su División Blindada existe aún. Y, por lo tanto, todas sus explicaciones no son más que habladurías. -Dirigió una mirada hacia los bancos del público, llenos a rebosar de oficiales en potencia-: Una División Blindada alemana no puede ser cercada por los soviéticos, que son una raza inferior. Esto no puede ocurrir.

Se escucharon murmullos en el auditorio.

– ¡Silencio! -rugió el presidente, golpeando su pupitre.

– ¿Recuerda usted bien la región de Olenin, teniente?

– Sí -contestó son sequedad el teniente Ohlsen.

– Usted había recibido orden verbal de un comandante, el coronel Von Lindenau, de ocupar las posiciones cerca de Olenin, porque en dicha región se había producido una brecha. La brecha estaba exactamente a lo largo de la vía férrea, a dos kilómetros de Olenin.

– ¿Qué vía férrea? -preguntó uno de los jueces.

No era que aquello le interesara ni que tuviese la menor importancia, pero consideró que debía hacer una pregunta.

– ¿Qué vía férrea? -repitió el doctor Beckmann, sorprendido. Rebuscó entre sus papeles, furioso, y murmuró de nuevo-: ¿Qué vía férrea?

El teniente Ohlsen contemplaba tranquilamente su búsqueda.

– Era la línea Rshew-Nelidowo.

– ¡Responda cuando se le interrogue! -gritó el doctor Beckmann, irritado-. Aquí lo sabemos todo perfectamente. El señor juez me ha preguntado a mí, no a usted. Se volvió hacia los jueces y se inclinó servilmente. -Se trata de la vía férrea Rshew-Nelidowo. Una línea secundaria.

El teniente Ohlsen consideró que debía rectificar al doctor Beckmann. Se levantó.

– Me permito hacerle observar que no se trata de una línea secundaria, sino de la línea de vía doble Moscú-Riga.

Un ligero rubor coloreó el rostro del doctor Beckmann, Excitado, vociferó:

– ¡Conteste cuando se le interrogue! ¡Ya se lo he advertido una vez!

– El juez ha hecho una pregunta -se defendió el teniente Ohlsen.

– El señor juez me ha hecho una pregunta a mí y no a usted -gritó el doctor Beckmann-. Y a nuestros ojos es una línea secundaria.

– Entonces es una gran línea secundaria, de unos mil kilómetros de longitud -contestó vagamente el teniente Ohlsen.

– Esto no nos interesa -replicó el doctor Beckmann, dando un golpe sobre sus documentos-. Cuando digo que es una línea secundaria, lo es. Estamos en Alemania, y no en los pantanos soviéticos. Aquí tenemos conceptos distintos. Pero prescindamos de este maldito ferrocarril. Así, pues, usted había recibido orden de su comandante de ocupar una posición al este de Olenin, y la orden decía que nada, nada en absoluto, ni Dios, ni el diablo, ni el Ejército rojo en masa, debía hacerle abandonar aquella posición. Debía usted permanecer cerca de Olenin y asegurar sus líneas por ambos lados y por la vanguardia. ¿Se trataba de eso? -gritó, señalando al teniente Ohlsen con un cuidado dedo acusador.

El teniente Ohlsen murmuró algo incomprensible.

– ¿Sí o no? -gritó el Oberkriegsgerichtsrat doctor Beckmann.

– Sí.

El doctor Beckmann estaba radiante.

– Por lo tanto, estamos de acuerdo respecto a la orden que le dio su coronel, y podemos proseguir para que el tribunal pueda darse cuenta de su tremenda cobardía. Su compañía luchaba como Infantería. Usted no mandaba una Compañía ordinaria, sino una muy reforzada. Puede usted corregirme si esto no es exacto. De acuerdo con la orden escrita, se le concedió adicionalmente una Sección de Cazadores de Tanques armada con cañones anticarros de 75 milímetros y una Sección de Zapadores Lanzallamas con material pesado. Pero usted mismo no puede explicar al tribunal cuáles eran los efectivos de su Compañía al ocupar aquella posición cerca de Olenin.

– Sí -repuso el teniente Ohlsen, mientras se ponía en pie-. Mi Compañía constaba de doscientos cincuenta hombres, de veinticuatro cazadores de carros y de veinte lanzallamas.

– Una Compañía de aproximadamente trescientos hombres -prosiguió el doctor Beckmann-. Creo que muy bien se la puede considerar reforzada. Pero, háblenos de su armamento.

El teniente Ohlsen inspiró profundamente. Comprendía ya lo que deseaba el cazador de hombres. Miró al presidente, que jugueteaba con su lápiz y se aburría. Dibujaba monstruos prehistóricos en su secante.

– Mí Compañía estaba armada con dos cañones antitanques de 75 milímetros, dos lanzallamas de ochenta milímetros, tres lanzagranadas de cincuenta milímetros, de origen ruso, dos ametralladoras pesadas, seis ametralladoras ligeras, cuatro lanzallamas pesados y cuatro ligeros. Todos los jefes de grupo y de sección tenían pistolas ametralladoras. Además, teníamos las armas ordinarias de las Zapadores, como minas y cosas por el estilo.

El doctor Beckmann asintió con la cabeza.

– Su memoria es notable. Este era exactamente el armamento de su compañía reforzada. Sólo me queda añadir que su provisión de pistolas automáticas era excepcional. Tenía usted ciento veinte piezas, y pese a este enorme armamento, dio usted pruebas de cobardía.

– Esto no es cierto -murmuró el teniente Ohlsen con tono apenas audible.

El doctor Beckmann sonrió.

– El único que miente aquí es usted. ¿Quién dio a la Compañía la orden de retirarse? ¿Uno de sus suboficiales? ¿Uno de sus hombres? No, usted, el jefe de la Compañía.

– Mi Compañía estaba ya aniquilada -gritó, con desesperación, el teniente Ohlsen.

– ¿Aniquilada? -replicó el doctor Beckmann-. Tiene usted un extraño concepto de lo que es el aniquilamiento. Incluso un niño sabe que significa que todo está destruido. Pero su presencia aquí demuestra lo contrario. Fijémonos de nuevo en la orden que recibió usted: la posición debía ser mantenida a toda costa.

– ¿Puedo solicitar al señor presidente permiso para explicar lo que ocurrió en aquella posición?

El Oberkriegsgerichtsrat doctor Jeckstadt tenía hambre, Todos aquellos legalismos le aburrían. Había demasiados casos. ¡Y todos tan triviales…! Eran asuntos que hubiesen debido solucionarse por vía administrativa. Consultó su reloj de oro. Era la una. Tampoco aquel día llegaría a su casa antes de las tres. Además, aquella noche tenía bridge. ¡Al diablo con aquel teniente! Y Beckmann, el muy estúpido, también hubiera podido expresarse más brevemente. De sobra sabía cómo terminaría el caso. Entonces, ¿a qué tanta comedia?

– Explíquese -rezongó-. Pero sea breve.

– Después de cuatro días y cuatro noches de combates ininterrumpidos con Secciones rusas de Cazadores y Caballería -empezó el teniente Ohlsen-, mi Compañía reforzada de unos trescientos hombres, quedó reducida a diecisiete. Todas mis armas pesadas fueron destruidas. Casi no quedaban municiones. Sólo funcionaban dos ametralladoras ligeras. Todos los cartuchos que quedaban debían ser reservados para esas ametralladoras. Hubiésemos sido aplastados. Luchábamos en una proporción de uno contra quinientos. Delante y detrás de nosotros había fuego intenso de granadas. En todo el territorio, fuego graneado de armas automáticas. Toda prosecución del combate debía ser considerada como obra de un loco.

– Su hipótesis es interesante -interrumpió el doctor Beckmann-. Estudiémosla con calma. El orden del día del Führer Adolph Hitler para las tropas de las zonas de Djasma era luchar hasta el último hombre y el último cartucho para impedir el avance de los soviéticos. Y usted, un sencillo teniente, ¿llama a eso la obra de un loco? ¿Usted que, con engaños, se introdujo en la Escuela Militar para llenar de oprobio a la oficialidad alemana? -Su voz se convirtió en un grito furioso-. ¿Se atreve usted a insinuar que nuestro Führer, que goza de la protección de Dios, está loco? En otras palabras, ¿que es un imbécil, un alienado?

El teniente Ohlsen contempló con calma al fiscal que gritaba, que se excitaba hasta un grado insospechado, con fanatismo. Así le habían conocido los jóvenes estudiantes, antes de la guerra, cuando enseñaba en la Universidad de Bonn. Se quitó las gafas con montura de oro, y las limpió.

– Herr Oberkriegsgerichtsrat -dijo tranquilamente el teniente Ohlsen-, al hablar de la obra de un loco, no pensaba en el Führer, sino en mí mismo. Hubiese sido una locura proseguir la lucha. Nuestra situación había cambiado por completo desde el momento en que había recibido la orden de ocupar aquella posición. Las columnas de tanques rusos estaban muy a retaguardia nuestra.

– ¡Esto no nos interesa! -gritó el doctor Beckmann-. No queremos oír hablar de las columnas de tanques ruso. Usted tenía orden de combatir hasta el último hombre. Y no lo hizo ¿Por qué no estableció contacto con su Regimiento?

– No encontramos el Regimiento hasta tres días después haber abandonado nuestra posición.

– Gracias -interrumpió el presidente-. Creo que ya hemos escuchado lo suficiente. El acusado confiesa haber dado la orden de abandonar las posiciones cerca de Olenin. El Führer ha dicho claramente: «El soldado alemán permanece allí donde está» La acusación de cobardía y de deserción está clara. -Miró al teniente Ohlsen con aire inquisidor y goleó la mesa con su lápiz-. ¿Tiene algo que añadir?

– Herr Oberkriegsgerichtsrat, por mi documentación verá que he obtenido varias condecoraciones por actos de valor. Esto debe constituir una prueba de que no soy cobarde. En aquella posición cerca de Olenin, no me preocupé de mí mismo, pero alrededor, en la nieve, había doscientos setenta camaradas muertos. Varios se habían suicidado por temor a caer heridos en manos de los rusos. Sólo diecinueve vivían aún, y todos ellos estaban heridos. Nuestros suministros se habían agotado. Comimos nieve para engañar el hambre. La mitad de los hombres debía apoyarse en un camarada para andar. Un tercio sufría congelaciones graves a causa del intenso frío. Ya mismo estaba herido en tres lugares distintos. En consideración a mis hombres supervivientes, di la orden de repliegue. Destruimos todas las armas abandonadas. Nada utilizable cayó en manos de los rusos. Hicimos volar la vía férrea en varios lugares. Plantamos campos de minas para retrasar el avance del enemigo.

– Es un verdadero cuento -dijo el doctor Beckmann con sonrisa sarcástica-. Pero esto no justifica su crimen: sabotaje del mando, deserción y cobardía.

El teniente Ohlsen miró desesperadamente a su alrededor. Era como si pidiera auxilio a las paredes de aquel local, frío y sin piedad. Entonces, abandonó la partida. Se dejó caer pesadamente en el banquillo. Le faltaba valor para proseguir. Comprendía perfectamente que todo había terminado. En el ultima banco de los auditores acababa de descubrir a un hombrecillo delgado, vestido de negro, con un clavel rojo en el ojal. El Bello Paul, el Kriminalrat Paul Bielert, había acudido para asegurarse de que el tribunal realizaba correctamente su trabajo.

El presidente, el doctor Jeckstadt, también se había fijado en aquel hombrecillo vestido como si tuviera que asistir a un entierro. Tras las gafas oscuras, los helados ojos azules barrían el local como los haces de un radar. Estaba sentado y fumaba, indiferente a todos los letreros en los que se prohibía fumar. El doctor Jeckstadt estuvo a punto de echarse a gritar Aquel fumador insolente le llenaba de rabia. Pero uno de sus asesores le indicó quién era aquel sujeto. Por lo tanto, decidió callarse.

El acusador había descubierto también a Paul Bielert. Un nerviosismo evidente se apoderó de él. La aparición del jefe del IV-2a, era siempre presagio de conflictos. ¿Habrían descubierto algo? Aquel Bielert era peligroso. Nunca se sabía dónde asestaría el golpe siguiente.

Hacía cuatro años, había habido aquella historia de la incautación. Pero no podían descubrir nada al respecto. Hacía mucho tiempo que los otros tres habían muerto, y la señora Rosen había sido ahorcada. El doctor Beckmann se estremeció. ¡Menuda lata haberse visto complicado en aquella maldita historia! Paul Bielert no era más que un insignificante Kriminalsekretär. Nunca se hubiera podido suponer que aquel siniestro personaje llegaría tan arriba. El descubrimiento de que era amigo de Heydrich causó gran impresión.

Inconscientemente, el doctor Beckmann se tocó la garganta. Como hipnotizado, observó el clavel rojo que adornaba la solapa de Paul Bielert. Su mirada ascendió hasta los penetrantes ojos del jefe de la Gestapo. De repente, sintió frío. ¿Qué hacía allí aquel diabólico personaje? No podía tratarse de aquella vieja cuestión, relegada al olvido desde hacía ya, mucho tiempo.

Hizo un esfuerzo supremo para recobrar la serenidad. Estaba en una sala de justicia prusiana y no en una cloaca de la Gestapo; y él, Beckmann, era doctor en Derecho, abogado general, antiguo profesor de Universidad. No temía a la Gestapo. Y, además, ¿por qué había de temerla? Se estremeció de nuevo. ¡GESTAPO! Aquel hombre sentado allí arriba no era más que un bandido sin educación, un producto del arroyo, un piojoso Kriminalrat. Desde el punto de vista jerárquico, estaba muy por debajo del Oberkriegsgerichtsrat Hans Beckmann, doctor en Derecho.

Decidió coger el toro por los cuernos. Con sonrisa arrogante, dirigió su mirada hacia Paul Bielert. Vio un rostro pálido, los ojos grises y helados, la boca pequeña. Lentamente, su sonrisa desapareció. Volvió la espalda a Paul Bielert, pero siguió sintiendo en su espalda los ojos del Kriminalrat. Experimentó un gran deseo de precipitarse fuera de la sala, de saltar a una barca y de remar como un loco hacia Inglaterra; el único lugar donde casi estaría fuera del alcance de las garras de Paul Bielert.

De pronto, se dio cuenta de que el tribunal esperaba sus conclusiones antes de retirarse a deliberar. Dio un gritó, como desesperado, para subrayar su irreprochable patriotismo.

– Solicito al tribunal que el acusado sea decapitado acuerdo con el artículo 197 b y el artículo 91 b penal Militar.

El doctor Beckmann se dejó caer pesadamente en un sillón. Leyó con minuciosidad varios documentos, aunque no sabía lo que buscaba.

El presidente meneó la cabeza. El tribunal se retiro a deliberar a la habitación azul, en la que siempre había flores frescas sobre la mesa. Un funcionario del tribunal había llevado un jarro de vino tinto.

El doctor Jeckstadt apartó a un lado el jarro y pidió cerveza. Cada uno encargo un litro en la cantina de oficiales. Cerveza fresca, espumosa, bebieron a grandes sorbos, se limpiaron la espuma de los labios y lanzaron una exclamación satisfecha. Después, pidieron salchichas. Se las trajeron. Pequeñas salchichas grises y anchas, que los tres introdujeron en el mismo tarro de mostaza.

– Opino que debemos aceptar la demanda de la acusación -dijo el doctor Jeckstadt con la boca llena de salchicha y de cerveza.

– Yo iba a decir lo mismo -murmuró el Kriegsgerichtsrat Plenge entre dos sorbos de cerveza-. Excelente cerveza -prosiguió-. No hay en todo el mundo una cerveza mejor que la alemana.

– Este es otro de los motivos por los que hacemos la guerra -explicó el doctor Jeckstadt-. El mundo entero aprenderá a beber la buena cerveza alemana.

El más joven de los jueces, el Kriegsgerichtsrat Ring, trató, débilmente, de aplacar a sus dos colegas.

– Creo que deberíamos condenarle a ser fusilado, de acuerdo con el artículo 19c. La decapitación no es estética. Siempre duermo mal después de haber presenciado una, y el acusado nunca había dado motivos de queja hasta ahora. Ahorrémosle la decapitación, a causa de sus condecoraciones.

– Esa chatarra no cuenta -replico el presidente con hosquedad-. El acusado es un individuo turbio. Ha fomentado la alta traición, y ha rebajado la reputación del Führer a los ojos de la opinión pública al propalar bromas injuriosas.

– Por cierto, ¿de qué bromas se trataba? -preguntó con curiosidad el Kriegsgerichtsrat Plenge, mientras jugueteaba con la empuñadura de su jarra.

El doctor Jeckstadt miró prudentemente hacía la puerta que comunicaba con la sala de audiencias. Con prudencia, como si se tratara de un poderoso explosivo, alargó los documentos a sus asesores.

Ring fue el primero en reírse. Después, Plenge. La risa es contagiosa. Se rieron los tres. Se doblaron sobre la mesa, sacudidos por las carcajadas. Ring se golpeaba los muslos. Plenge volcó su cerveza. De repente, recuperaron la serenidad. Sus risotadas cesaron bruscamente, y el doctor Jeckstadt exclamó, escandalizado:

– Señores, nos ha hecho mucha gracia que el señor Plenge derribara su cerveza. Una risa sana es buena. -Tocó el documento explosivo-. Pero bajo ningún pretexto podemos tolerar esa clase de bromas insultantes. Es la propaganda de un enemigo al que tenemos el deber de combatir. Aceptamos las conclusiones del fiscal, solicitando la sanción más severa. Hay que hacer un escarmiento. Tenemos el deber de mostrarnos duros. La tolerancia embrutece al pueblo.

Con grandes letras y muchos arabescos, escribió: «Decapitación.» Debajo, trazó su elegante firma. Alargó el documento por encima de la mesa.

– Queridos colegas, sírvanse firmar a la derecha de mi rúbrica.

Sin reflexionar ni un momento, el doctor Plenge firmó. El doctor Ring vaciló un instante. Firmó muy lentamente, como si lamentara hacerlo.

El doctor Jeckstadt se prometió hacer trasladar a Ring a un tribuna! de excepción, en algún punto del Este, tan pronto como se presentara una oportunidad. Allí aprendería aquel lechuguino cómo funcionaba la máquina judicial. De lo contrario pronto serviría para adornar la rama de un árbol.

Los tres jueces bebieron más cerveza. También consumieron dos o tres salchichas de Turingia. El Kriegsgerichtsrat Plenge eructó débilmente. Prefirió fingir que no había ocurrido nada.

El doctor Jeckstadt llamó al ujier y le dictó el veredicto con la requerida solemnidad.

Los tres jueces entraron al paso de la oca en la sala 7, seguidos por el ujier, que trotaba.

Los soldados que ocupaban los bancos se levantaron de un salto. Sólo Paul Bielert permaneció sentado tranquilamente, sin dejar de fumar. Sus ojillos contemplaron, despectivamente, a los jueces que llevaban sus ceremoniosos tocados.

El Oberkriegsgerichtsrat doctor Jeckstadt miró, de reojo, al pálido jefe de la Gestapo. «¡Cretino insolente…! -pensó-. Permanecer sentado cuando nosotros, los jueces, entramos; pero esos gerifaltes de la Gestapo no tardarán en caer. Los rusos y los americanos parecen más fuertes de lo que se había creído. Pronto llegarán nuevos tiempos, y los tipos del partido y de la Gestapo se encontrarán sentados ahí.» Aquella idea le hizo sonreír. Sería maravilloso condenarlos a muerte. Evidentemente, nunca se podrá reprochar nada a los jueces. Siempre han juzgado de acuerdo con los artículos aprobados por el Parlamento. Gracias a Dios, él era juez. Siempre estaría por encima de todo aquello. Volvió a mirar a Paul Bielert , movió la cabeza, pensativo. «Estás ahí y te sientes todopoderoso, imaginando que lo sabes todo.»

De repente, observó que los labios de Paul Bielert se entreabrían en una sonrisa sarcástica. ¿Sabría algo, al fin y al cabo? Entonces, el hombre del hacha tendría trabajo. Experimentó una apremiante necesidad de actividad. Un torrente de palabras surgió de sus labios.

– En nombre del Führer, Adolph Hitler, y del pueblo alemán, pronuncio el veredicto del caso contra el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, del 27° Regimiento de Tanques.

Respiró profundamente. Experimentaba una extraña sensación de miedo en la boca del estómago, como si estuviera pronunciando su propia sentencia.

– Después de haber deliberado, el tribunal reconoce que el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, durante la guerra total que el pueblo alemán libra por su vida y su existencia, ha propalado los rumores más infames sobre el Führer, ha escarnecido el nacionalsocialismo, ha minado la moral de sus subordinados. Expuso su División a los más graves peligros cuando, pese a las órdenes recibidas, abandonó su posición cerca de Olenin. Queda deshonrado para siempre y será castigado con la muerte. La sentencia será ejecutada por un verdugo, con un hacha. Su fortuna será incautada. Todos los gastos de este proceso van a su cargo. Su nombre será eliminado de los registros. Su cadáver, enterrado anónimamente. ¡Heil Hitler!

Volvió la mirada hacia el teniente Ohlsen, que estaba en posición de firmes.

– ¿Tiene algo que añadir?

Tuvo que repetir la pregunta tres veces, sin obtener respuesta. Se encogió de hombros, despreocupadamente, y terminó con el acostumbrado:

– No se puede apelar contra esta decisión. El indulto no será recomendado. La sentencia se ejecutará antes de diez veces veinticuatro horas. La ejecución no podrá tener lugar antes de tres horas. Es decir, a las dieciocho horas y cuatro minutos. ¡Heil Hitler!

Hizo un ademán al Feldwebel que permanecía detrás del teniente Ohlsen.

– Llévense al condenado. -Cogió un nuevo montón de documentos y trompeteó-: ¡El caso siguiente!

Los dos guardianes devolvieron al teniente Ohlsen a la cárcel. En el subterráneo se cruzaron con el siguiente, a quien llevaban a la sala 7.

Su juicio sólo duró veintitrés minutos. El doctor Jeckstadt pronunció así su cuarta sentencia de muerte del día. Después se quitó la toga de juez, se puso el capote gris claro del uniforme y se marchó a su casa, a comer su sopa de tomate y su bacalao hervido. Un jueves completamente normal, con un tiempo típico de Hamburgo: una llovizna fina y penetrante.

El Obergefreiter Stever recibió al teniente Ohlsen. La puerta del subterráneo se cerró ruidosamente. Fueron corridos dos enormes cerrojos.

– ¿Afeitado? -preguntó, riendo, Stever-. Eres el tercero de hoy, y el que te sigue no saldrá mejor librado. Pero cuatro no es nada. Hace dos meses tuvimos dieciséis aspirantes al cielo en un solo día. Y nueve en su mismo caso. Pero Jeckstadt liquidó la cosa en hora y media. Así consiguió una Cruz al Mérito. ¡Diantre! No son tan generosos con quien realiza todo el trabajo en este agujero. Pero no te preocupes, teniente. Tarde o temprano, todos haremos este viaje. Dos cosas son seguras: se viene al mundo solo, y se marcha solo. Lo único que cambia es la manera de hacerlo. Los hay que estiran la pata en la cama. Otros encuentran su billete en las alambradas de la tierra de nadie. También hay los estúpidos, que prefieren hacerlo por sí mismos. Pero no te preocupes, teniente. Si hay que creer al pastor, y ¿por qué no hacerlo?, Jesús está junto a la puerta para recibir a toda la pandilla, con o sin cabeza sobre los hombros.

– ¿Cree en Dios? -preguntó el teniente Ohlsen, con la mirada fija ante sí.

– ¿Por qué piensas en eso?

– Acaba de decir que Dios nos espera a todos.

– ¡Oh, sí, tal vez sea cierto! No puedo decir que sí ni que no. Nunca he pensado en eso, pero el pastor siempre les dice a los individuos, antes de que la diñen: «Roguemos y Jesús te recibirá.» Y él debe de saberlo. Es un viejo guardián del cielo con línea directa con el Paraíso. Le llamamos Hum-Müller, porque siempre está diciendo «¡Hum!» Su rostro brilla cuando uno se arrodilla en el suelo a su lado. Parece como si cobrara alguna recompensa cada vez que hace rezar a alguien. Quiero decir, que consigue un sitio mejor en el cielo.

– Rezaré con el pastor -dijo el teniente Ohlsen.

– Es formidable -comentó Stever, riendo-, y resulta divertidísimo vigilar por la mirilla. Yo he de hacerlo. Lo exige el reglamento -explicó mientras boxeaba con su sombra. Golpeaba a un imaginario contrincante. Sus botas claveteadas resonaban al compás de sus piernas-. Miro para intervenir si al condenado le acomete el «mal de la jaula» y empieza a golpear al guardián de Jesús. ¿Qué eres tú? ¿Católico?

– Protestante.

– ¡Estupendo! Entonces, vendrá el viejo. Cuando se trata de un católico, resulta menos divertido.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Te lo explicaré. Los capellanes protestantes son unos fantoches. Todo es comedia. Con los curas ocurre una cosa muy diferente. Uno se cuadra y no se atreve a armar jaleo. Incluso el Verraco, ese criminal, les tiene miedo. Esos padres no llevan condecoraciones. Sólo un crucifijo y una pechera. Te miran y uno se encoge. Tienes la impresión de que la Santa Virgen está a su lado. Se te ocurren extraños pensamientos y te preguntas, en serio, si no convendría frecuentar la iglesia de vez en cuando. El Verraco, por ejemplo, se pone imposible cuando hay católicos en la jaula. Nunca mira el calabozo cuando nuestro padre católico acompaña a alguien que debe hacer el último viaje. Cuando el padre se marcha, siempre dice: «Que Dios os bendiga.» Como si al buen Dios se le pudiera ocurrir bendecir a el Verraco. Además, los protestantes lo solucionan todo más de prisa. Una oración relámpago, un poco de lectura del libro negro y un pequeño salmo para terminar. Pero si te quieres divertir con el viejo, el Verraco estará contento. Le encanta verlo.

– Pero para mí es una cosa seria -replicó el teniente Ohlsen.

Stever se detuvo a mitad de una finta contra el enemigo imaginario, frente al calabozo 19.

– ¡Ah, mierda! También lo he oído decir. ¿Eres un santo?

– Depende… -contestó el teniente Ohlsen, encogiéndose de hombros.

– No es tan extraño -dijo Stever, reanudando su boxeo contra las sombras.

Lanzó un traidor golpe bajo, dobló las rodillas y envió un directo con la izquierda, que alcanzó violentamente una mandíbula imaginaria.

– Te comprendo, camarada teniente: no quieres correr riesgos. Muy listo. -Interrumpió un momento su desenfrenado boxeo y levantó un dedo sentenciosamente-: Siempre lo digo, hay que reservarse una puerta de salida. He viste salir a muchos de aquí, pero nunca he visto a uno que regresara. Así, pues, no puede saberse con seguridad si hay o no un consejo de revisión en la antecámara de san Pedro. De modo que, si no se ha creído en Dios está uno listo. Nadie habla de ser fanático. No hace mucho, encontré una Biblia en el subterráneo. Faltan bastantes páginas que el antiguo propietario utilizó para liar cigarrillos. Nadie ha dicho nunca que había que leerla toda. Pero yo tengo cuidado. Una o dos veces al mes, le echo una ojeada. Nadie podrá reprocharme el no haber tenido nunca una Biblia en las manos, y os doy mi palabra, a Jesús y a ti, de que nunca he insultado a un cura. Ni siquiera al que estaba aquí y a quien pescaron. Era un cura de una parroquia cerca de Lübeck, con una jeta así de grande. Si hubiese estado un poco más cerca de Hitler que de Dios, habría salvado la piel y no habría dado con sus huesos aquí. Si por lo menos estuviese seguro de que Dios existe… No puedes imaginarte lo que haría por ti, teniente, si cuando estés en el otro lado quieres hacerme una ligera señal. Si llegas con la cabeza bajo el brazo, seguramente te recibirán bien. Sobre todo, si te arrodillas seriamente con el pastor y rezas.

– Pero, entonces, ¿por qué no lo haces tú también? I

Stever reanudó su boxeo, y contestó en medio de un ataque furioso:

– Lo he intentado varias veces. Incluso me postré de rodillas ante el pastor y él me dio un sorbito y un pedazo de pan. Pero, en medio de todo esto, me dije: «Obergefreiter Stever, esto es trampa.» Estoy seguro de que si Dios existe, debe de poner muy mala cara al leer mis pensamientos. Tendría que ensayarme en ahuyentar esta especie de duda, en vista de que la historia del infierno no resulta muy atractiva y, claro es, uno remueve cielo y tierra para ser destinado adonde mejor se está. No me sorprendería que tuvieses razón, y si es así, puedes enviar al cuerno a todos los que te rebanan el cuello. El buen Dios te recompondrá en cuanto llegues arriba.

»!Te felicito por tu previsión! En todas esas historias con Dios, más vale estar en regla. Yo nunca he disparado contra un crucifijo, y eso que muchos sí lo han hecho. Tampoco he birlado nunca nada en una iglesia. Una vez, incluso, lleve una monja en mi moto. Se había roto una pierna. Fue cuando hicimos la guerra en Francia. Cosas así han de estar escritas en el lado bueno del libro de cuentas del buen Dios, supongo yo. A menudo me digo: «Cuidado, Stever, todos estamos en el primer peldaño de la escalera.» A menudo ocurre que protestantes que esperan su turno ponen al bendito pastor a la puerta de su celda. Hace un tiempo tuvimos a un zapador. Le pegó tal mamporro al pastor que éste tardó dos horas en recobrar el sentido. No era el viejo, sino otro, joven. Más tarde, el Verraco y yo fuimos a ver a aquel cretino. Porque, después de todo, no se le puede atizar a un pastor. Chillarle sí, de acuerdo; pero atizarle, no, ¡mierda! Le pegué unos porrazos tremendos a aquel cretino de zapador. Después lo atamos al radiador y lo pusimos en marcha. Fue idea mía. Me sentía como si fuese el azote de Dios. El zapador acabó loco. Desde aquel día, todo le hacía reír. En una ocasión, el Verraco le pegó un puntapié en las partes. Hasta eso le hizo reír, y cuando le echaron la cuerda al cuello, por poco se desternilla. El SS que le empujó desde la plataforma se volvió muy extraño y acabó por abandonar su puesto. Ahora está en el 38.°, esperando una bala. ¿Te das cuenta? Todo ocurrió porque aquel cretino de zapador le atizó un sopapo al pastor.

Antes de cerrar la puerta del calabozo, Stever añadió para consolarle:

– No temas, hoy no ocurrirá nada. Aún no han montado el tajo. El operador en jefe todavía no ha llegado. Primero, tiene que verte para calcular el golpe que ha de dar con el hacha. Es algo que ha de pensarse cuidadosamente. El pastor pasará por aquí, y el comandante te visitará. Todo esto requiere tiempo. Ahora, te darán mantas y un colchón. Tienes derecho a ellos como candidato al cielo. También recibirás mejor comida. Ahora que me acuerdo teniente, y antes de que me marche, ¿te molestará que le diga a el Verraco que quieres arrodillarte y rezar con el Hombre de Jesús? Le encanta. y en este agujero no abundan las diversiones. Hazte cargo. Y además, el Verraco le tiene un miedo atroz a el Bello Paul. Creyó que la autorización de visita de tus era falsa, y armó un jaleo de los gordos.

– No hay inconveniente -contestó el teniente Ohlsen, cansado.

– ¡Magnífico! -exclamó Stever, riendo-. De todos modos, lo hubiese hecho igual, pero es estupendo que estés acuerdo.

El teniente Ohlsen empezó a andar ininterrumpidamente. Cinco pasos en un sentido y cinco en el otro. Hora tras hora. Oyó la campana del reloj del cuartel. Contó las campanadas. Seis, resonantes. Al cabo de cuatro minutos podría empezar a esperar al verdugo. Moralmente, estaba ya aniquilado. Podrían rematarle cuando quisieran.

Oyó las campanadas del reloj durante toda la noche. ¡Qué larga puede ser una noche, si se espera la eternidad mientras que fuera suena un reloj! La media, la hora, la media, la hora… Escuchaba los pasos del centinela ante la cárcel. Contempló la bombilla eléctrica que lucía las veinticuatro horas del día.

A la mañana siguiente, dio un paseo. Todo seguía igual. Todo se reanudaba. El mismo ritmo. Una y otra vez. Una Compañía de reclutas pasó cantando. Unas voces juveniles. ¡Joven…! ¿Lo había sido alguna vez? Lo había olvidado en los últimos cinco días. Oyó el chirrido de un tranvía al pasar por un desvío.

Caminaba en círculo, con otros catorce detenidos. Todos llevaban la insignia roja en el pecho. La insignia que significaba «condenado a muerte». Los que llevaban una raya blanca, serían fusilados, y los había que llevaban un círculo verde sobre el rojo, debían ser ahorcados. Los de la raya negro en el centro: estaban condenados a la decapitación. Sólo había dos que tuvieran el círculo negro: él y un Oberleutnant.

Stever estaba junto al umbral y silbada una tonadilla, con aire despreocupado. Destrozaba una melodía de baile que había oído en «Zillertal». Con el dedo, llevaba el compás sobre la culata de su fusil ametrallador:


Du hast Glück bel den Frauen, bel ami…


Después, cambió de ritmo y empezó a tararear:


Liebe Kameraden, heute sind wir rot,

morgen sind wir tot.


Los prisioneros trotaban en fila india. A tres pasos de distancia entre sí. Las manos unidas en la nuca. Les estaba tajantemente prohibida cualquier clase de comunicación entre ellos.

De repente, Stever empezó a desplegar una gran actividad. Se irguió, apretó el fusil ametrallador contra el hombro y gritó, con voz ronca:

– ¡Moveos, pandilla de sacos mojados! Un poco más de energía. -Golpeó, con su bastón, al primer prisionero que paso a su alcance-. ¡Aprisa, aprisa, pandilla de gandules!

Los prisioneros empezaron a correr. Dos o tres se aproximaron en exceso.

– ¡Guardad las distancias, malditos! -gritó Stever-. Esto no es una reunión íntima. -Golpeó las cabezas de dos prisioneros con la empuñadura de plomo de su bastón-. ¡Tres metros de distancia si no queréis que os parta los huesos!

Los prisioneros corrían a toda velocidad, pero conservaban su distancia. Nadie quería recibir en la nuca el golpe del pesado puño de plomo.

– ¡Con ritmo, señores, con ritmo! Aún queda mucho camino que recorrer. Siento que mi deber es prepararlos para el regreso. ¡Quién sabe! Tal vez seáis indultados y enviados a un Regimiento disciplinario.

Los prisioneros levantaron la cabeza para escuchar. La esperanza iluminó sus ojos mortecinos. ¿Habría oído decir algo Stever? ¿Indultados? ¿Regimiento disciplinario? El infierno del Regimiento disciplinario era un paraíso para aquellos condenados. La falta de soldados era tan grande que tal vez no pudieran permitirse más ejecuciones. Se hubieran podido formar dos o tres Divisiones con los soldados ajusticiados.

– ¡Qué más quisierais vosotros! ¡Aterrizar en un Regimentó disciplinario…! Pero no os hagáis ilusiones. No participaréis en la fiesta de la victoria. Puedo aseguraros que están comprando vuestros últimos óleos en la droguería de la Davidstrasse. Ni siquiera tienen ganas de desperdiciar en nosotros el óleo bendito. -Se volvió hacia el centinela que había en lo alto de la pared-. ¿No es cierto, Braum?

– La pura verdad -gruñó el Gefreiter Braum.

– ¡No tendréis más aceite que el de los fusiles! -añadió Stever con una risotada.

Compareció el Verraco y se situó junto a Stever.

– ¡Apretad el paso! -rugió. Hizo voltear su bastón de mando, que alcanzó a uno de los prisioneros en la nuca-. ¡Angelito! -gritó-. Tú el que has abierto el hocico, tráeme el bastón.

El prisionero, un Oberstleutnant con una raya blanca en su insignia roja, salió de la fila, recogió el bastón y corrió hacia el Verraco.

Éste le dio otros cuantos golpes en la nuca.

– Eres una basura -dijo.

Stever se echó a reír.

– ¡Vamos, vamos, pandilla de angelitos! -gritó-. ¡Más de prisa! Dais vueltas como un burdel jubilado.

El Verraco movió la cabeza con resignación.

– No, no, Obergefreiter, no es así. Fíjese bien en mí y aprenderá algo.

Se adelantó hasta el centro del patio, hizo girar su largo bastón de mando por encima de la cabeza, abrió y cerró la boca como si ensayara su mecanismo. Después, un mugido salió de su garganta:

– ¡Prisioneros, derecha, de dos en dos!

Los prisioneros obedecieron.

El Verraco dobló las rodillas, mientras observaba si alguien se atrevía a moverse. Se sentía a gusto. Era algo maravilloso para un prusiano. No existía mejor grado que el de Stabsfeldwebel. No lo cambiaría ni por el de general. Había asistido a ejecuciones de militares de todas las graduaciones. Excepto de la de Stabsfeldwebels. Jamás había oído decir que hubiesen ejecutado a ninguno. De repente, se acordó de las autorizaciones de visita y un escalofrío le recorrió la espalda. Bueno, aquel asunto estaría olvidado ya. El Bello Paul tendría cosas más importantes en qué ocuparse. Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellas ideas desagradables, y utilizó toda su energía para enseñarle a Stever cómo actuaba un Stabsfeldwebel.

– Comando de prisioneros, columna de marcha, ¡de frente, marchen! ¡Atención, vista a la izquierda!

Stever rió. El centinela, en lo alto de la pared, rió. ElVerraco se esponjó orgullosamente. No había nada que él no fuera capaz de hacer. Ordenó un paso de desfile. Ni siquiera un temblor de tierra debía alterar el orden de esa marcha.

Uno de los prisioneros se desmayó. El Verraco no se dignó hacerle caso. Dejó que los catorce hombres pisotearan al prisionero tendido. Repitió la broma cuatro veces. Después, pasó el mando al Obergefreiter Stever.

Ya en la puerta, se volvió a medias.

Obergefreiter, si ese tipo no ha despertado antes de que finalice el paseo, péguele una buena tunda.


Stever hizo chocar por tres veces sus tacones.

– A la orden, Herr Stabsfeldwebel.

Con gran desilusión por parte de Stever, el prisionero se despertó antes del final del paseo. Vomitaba sangre.

– ¡Gallina mojada…! -dijo Stever, burlón.

Al mismo tiempo pensaba:

«Esto es una mierda. Puede armar jaleo. Esta vez, el Verraco se ha pasado de rosca.»

Se trataba de un prisionero de la Gestapo, y el incidente podía dar pie a investigaciones desagradables, si el prisionero moría antes de la ejecución. El Bello Paul era muy meticuloso en aquellas cuestiones. Stever había oído contar que Paul había enviado al frente a todo el personal de la cárcel de la guarnición de Lübeck, por una fruslería semejante, y el Verraco había cometido ya una estupidez con aquella maldita autorización de visita. Se rascó pensativamente la cabeza. Tal vez fuera una buena idea visitar a el Bello Paul y explicarle las maniobras de el Verraco. Era difícil adivinar el resultado que se obtendría. Alguna vez había ocurrido que un Obergefreiter alcanzara alturas insospechadas entre os prusianos. En aquella sociedad, todo era posible.

Stever se sintió muy animado con este pensamiento. Tanto, que para consolarle pegó una palmada en el hombro de un prisionero y le dio un cigarrillo a escondidas. Haría cuanto fuera preciso para no conocer más de cerca el frente del Este. Los grandes viajes no le atraían. Él era de los que permanecen «atados a su campanario».

Al domingo siguiente, el teniente Ohlsen oyó ruido de martillazos en el patio.

Dos o tres horas más tarde, el Obergefreiter Stever entró en su calabozo. Con su bastón, golpeó concienzudamente las rejas de las ventanas.

– Prefiero comprobar que no estás limándolas. Para nosotros sería una broma pesada sí, a ultima hora. te las piraras.

– ¿Lo ha conseguido alguien? -preguntó el teniente Ohlsen

– Aún no, pero puede ocurrir algún día. A mí, mientras no ocurra en mi sección, lo mismo me da. Ni siquiera te impediría que saltaras si estuvieses en otro pasillo. Sólo una vez me encontré con uno que lo intentó. Había jugado al fútbol en el equipo del Ejército antes de terminar aquí. Atravesó el campo en zigzag, pero de poco le sirvió. Le metí dos píldoras de mi 0,8 en la columna vertebral. Quedó paralizado, y eso que al muy idiota sólo le quedaban seis semanas de jaula. Había obtenido permiso para ir a cortar leña con uno o dos más. Nadie hubiera podido imaginar que quería fugarse. Sin embargo, era mejor cortar leña con nosotros que arrastrarse en un Batallón de castigo. Pero, de repente sintió deseos de tomar las de Villadiego. Y mientras yo estaba explicando una historia verde…

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó el teniente Ohlsen.

– Por añoranza -respondió Stever, con la convicción de un sabio-. Llega como un rayo en un cielo azul. Desde entonces, pienso que todo el mundo quiere saltar. Ni siquiera estoy seguro de mí mismo. A menudo, he de decirme: «Stever, nada de tonterías…»

– Sin embargo, usted no tiene ningún motivo para querer marcharse -dijo el teniente Ohlsen.

– ¡Quién sabe! Es una idea que se le puede ocurrir a cualquier hombre que lleve uniforme. La verdad es que, en el Ejército, se pasan demasiadas horas de aburrimiento. Cuando uno no sabe qué hacer, se le ocurren ideas muy extrañas. Nadie quiere largarse cuando el trabajo es duro. Siempre piensas en apearte del tren cuando el viaje es más monótono, y este agujero es la monotonía personificada.

– Pues, entonces, busque otra cosa -le aconsejó el teniente Ohlsen.

– ¿Crees que tengo un grillo en la azotea? Sé lo que me espera si intento salir de esta jaula. Me presento en el Regimiento y al cabo de dos días estoy camino del frente. Y en un abrir y cerrar los ojos, me encuentro en una trinchera, en el Este. No me interesa arriesgar la piel por Adolph. Me importa un bledo que cuando acabe la guerra no me traten como un héroe. Y quiero regresar a casa sin haber visto jamás a un solo Iván armado. Tal vez llegue a jefe, aquí. Soy el más antiguo, después de el Verraco. Sé muchas cosas sobre las prisiones. Lo sé todo. Enséñame a alguien que sea capaz de abrir más de prisa que yo la puerta de una prisión. Con mis botas claveteadas de Infantería, soy tan silencioso como un gato que se hubiese puesto almohadillas de terciopelo bajo las patas. Con mi bastón, puedo romper una pierna a cualquier prisionero. Manejo mi 0,8 mejor que un vaquero de Texas. Le pongo las esposas al más pintado en un santiamén. Por las mañanas, antes de abrir un ojo, ya sé si hay algo escondido en uno de mis calabozos. Es lo que se llama instinto. -Encendió un cigarrillo y se lo alargó al teniente Ohlsen-. Mantenlo escondido en la mano para que no te lo vean. El Obergefreiter Stever es un buen hombre que no teme arriesgarse por alguien que se dispone a emprender el gran viaje. -Señaló el patio con su pulgar, por encima de la espalda-. ¿Oyes cómo golpean? Apuesto lo que quieras a que no adivinas lo que hacen.

Miró al teniente Ohlsen, quien fatigado, se había recostado en una pared.

– ¿Sabes lo que hacen? -repitió Stever, riendo. Y, sin esperar la respuesta del teniente, hizo un ademán significativo alrededor de su cuello-. Están montando la carnicería para ti y otros diez. Hacen el trabajo unos tipos de la Compañía del Regimiento de Zapadores. También hemos recibido las cajas de expedición. No están mal, aunque sin pintar, También han llegado las cestas para vuestras cabezas. Saldréis todos a la vez, para ahorrar tiempo. Siempre se hace así. El operador en jefe viene de Berlín y es una lástima que realice viajes inútiles. Las ruedas giran hacia la victoria.

La sangre desapareció del rostro del teniente Ohlsen.

– ¿Están montando el cadalso? Entonces, todo terminara pronto.

– No, no, no es seguro. Nunca se puede confiar en eso. Una vez, tuvimos preparado durante dos meses el banco de la carnicería. La SD y el Consejo de Guerra no se ponían de acuerdo. El Consejo de Guerra quería indultar al acusado, y la SD, no. El asunto llegó hasta el general-Feldmarschall Keitel. Pero, entonces, el Bello Paul cogió un berrinche de miedo e incluso metió en el jaleo al SD Heydrich. Keitel se asustó mucho y el general perdió la cabeza. Por cierto que estaba en tu calabozo. Lo reservamos siempre para los que tienen un puesto seguro en el expreso.

– Pero, entonces, ¿saben ustedes lo que va a ocurrir incluso antes de que se celebre el juicio?

– Lo que voy a decirte es «Gekados». Algo que no deberías saber. Apostaría cualquier cosa a que ya no asistirás a la mesa del domingo próximo. Cuando un tipo llega a nosotros con VG y SG en sus papeles, ya se sabe lo que le ocurrirá al cabo de una hora. Es una marquita que hay abajo, a la izquierda, en el documento de detención. Por ejemplo, una pequeña K quiere decir Kz. El juez tiene un duplicado y seria muy peligroso para él no juzgar como desea la Gestapo. Nuestros tribunales no conocen la palabra «absuelto». La Gestapo nunca se equivoca. Si meten a un tipo en arresto preventivo, es culpable.

»En caso de ocupación enemiga, nadie podría encontrar nuestras órdenes. Todo nuestro «Gekados» desaparece convertido en humo. Nuestros adversarios no se enterarán de nada. Si me echan el guante, cosa que podría ocurrir, sé de memoria lo que les diré. He hecho varios ensayos generales con el Buitre. No soy más que Obergefreiter. No sé nada. Me he limitado a cumplir órdenes. Y ya verás, teniente, me admitirán como Obergefreiter entre ellos, entre los enemigos. Yo pertenezco al tipo razonable. Me importa un bledo saber quien debo pegarle una patada en el trasero. Mientras me paguen cada diez días para que pueda correrme una buena juerga, soy daltoniano y no advierto si los diversos colores políticos me van o no. Esta noche, salgo con una gachí. Su hombre está en Rusia.

»Date una vuelta por una calle elegante teniente. ¿Qué verás? ¿Tiendas en las que se vende azúcar, coles, sacos de patatas? Nada de eso. Bragas de todos los colores y medias elegantes. Tú aprietas de lo lindo en tu tanque. Te cuelgan del pecho una hermosa Cruz de Hierro. Tendrías mujeres, y en cantidad. A esa Cruz de Hierro habría que llamarla un imán de mujeres. Hay dos cosas que cuentan: la pasta, mucha pasta; o bien condecoraciones difíciles de obtener. Condecoraciones tan importantes que causen miedo a los cazadores de hombres. Daría mucho por tener una Cruz de Caballero, teniente. Cítame un solo rey que sea guapo. No podrás. Y, sin embargo, tiene cuanto desea. ¿Porque es rey? El secreto reside en la quincalla que lleva en el pecho. Todos corren tras eso. Es un imán. Vale más que una tarjeta de entrada para un burdel. Bueno, me largo.

Cerró la puerta de golpe, y se alejó por el pasillo.

El lunes por la mañana, el comandante Von Rotenhausen leyó la sentencia. Se agitó nerviosamente durante la lectura, como si tuviera necesidad de ir al retrete y le costara trabajo contenerse. Le acompañaban Stever y el Buitre, con el fusil ametrallador sobre el hombro. El comandante Rotenhausen no quería correr riesgos.

Poco antes de mediodía, un ojo atisbo durante mucho rato y con insistencia a través de la mirilla. Un ojo oscuro, parpadeante… Por espacio de unos diez minutos, el ojo permaneció pegado a la mirilla. Era la mirada hambrienta de un vampiro.

Una hora más tarde. Stever hizo su ronda.

– El carnicero en jefe te ha visto. Sus tres hachas acaban de llegar ¿Quieres verlas? Son impresionantes, relucientes y cortantes. A su lado, una navaja carece de filo. Están en la celda de paso, en unas magníficas fundas de cuero amarillo, con el águila dorada en la empuñadura. El Buitre ha intentado levantarla. Le gustaría cortarle la cabeza a alguien. Yo no pido nada. Estos asuntos traen desgracia. ¿Cómo dice el libro de Dios? «Quien golpee la cabeza a otro recibirá los mismos golpes.» Y no veo motivos para poner en duda lo que es sagrado.

– El pastor aún no ha venido -murmuró el teniente Ohlsen-. No puede ocurrir nada antes de que me visite.

– No temas. Ya vendrá. Con los prusianos, el orden está asegurado. No somos tan inhumanos como para enviar a alguien al cielo sin haberle preparado antes el camino. Pero aún no se ha presentado. Siempre telefonea antes, y después hay que esperar unas dos horas. Por el momento, presta servicio en una Compañía de Comunicaciones. Durante la guerra, los pastores y los cirujanos tienen siempre mucho trabajo. En tiempos de paz, no son tan importantes.

Por la noche, se oyó un grito. Un grito largo y profundo que despertó a toda la guarnición. Los centinelas blasfemaron y gritaron.

No tardó en llegar el Verraco. Se oyó ruido de voces. El grito cesó y la horrible tranquilidad esperada volvió a reinar en la cárcel.

El pastor compareció el martes, a las diez y media de la mañana. Era un hombrecillo abatido, con grandes ojos azules y boca temblorosa. Su nariz goteaba sin cesar, y se la secaba con la manga de su sotana. Trajo un altar plegable que montó con ayuda del teniente Ohlsen. De un maletín estropeado sacó una figurita de Jesús, hecha de cartón pintado. La corona de espinas se había roto, pero el pastor reparó el desperfecto con un poco de saliva. Había también dos ramos de flores artificiales, envueltas en papel de seda. Se había olvidado su Biblia, y tuvo que pedir prestada la del teniente Ohlsen, que estaba en la celda.

Cuando todo estuvo colocado, presentaba un aspecto amable. El Verraco pegó el rostro a la mirilla. En voz baja, iba comunicándole a Stever cuanto ocurría en el interior.

– Ahora le da las galletas y la bebida -informó el Verraco-. No entiendo cómo lo autorizan. En el reglamento 4 la prisión, página 216, apartado 3.°, está escrito que el consumo de bebidas alcohólicas queda prohibido, y ahí se están atizando un buen trago. ¡Lo que hay que ver! Oye, Stever, ya empieza. El viejo le bendice. Levanta las zarpas tan hacia arriba que casi toca el techo.

Oyeron, tenuemente, cómo el pastor murmuraba algo, ElVerraco se echó a reír.

– ¡Diantre! No me sorprendería que un ángel atravesara las paredes. -Pegó una palma en su voluminosa pistolera-, Si ocurriera, vive Dios que sabría recibirle. Yo, el Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt, no toleraré ningún atentado a mi prisión. El ángel de Dios aprendería a conocerme.

– Es comprensible, Herr Stabsfeldwebel -creyó oportuno decir Stever.

El Verraco se excitó hasta lo indecible.

– Dios, ángel o lo que sea, si sigue un camino que no sea reglamentario, si no lleva un permiso firmado por el juez, tendrá que vérselas conmigo. En mis dominios reinan la disciplina y el orden. Esto no tiene nada que ver con el caos del paraíso. Obergefreiter, ahora se arrodillan. ¡Válgame Dios, esto sí que es un espectáculo!

Durante tres segundos, cedió a Stever su puesto en la mirilla. Éste suspiraba de placer. Era una maravillosa administración del sacramento, de las que no se ven todos los días.

El Verraco le empujó lentamente, y recuperó su localidad de primera fila.

– Bueno, ya ha terminado. Ahora están sentados en la cama cogidos de la mano. El viejo lloriquea. Extraños héroes…

– ¿Por qué llora el guerrero del cielo? -preguntó Stever-. No es a él a quien van a afeitar.

El Verraco se encogió de hombros. No sabía muy bien lo que debía contestar; pero después de reflexionar un poco llegó a la evidente conclusión de que había que demostrar pena cuando se era pastor y se consolaba a alguien que iba a ser ejecutado.

El Verraco dio unos pasos por el corredor. Después, señaló con el pulgar la puerta cerrada de la celda.

– Esto nunca nos ocurrirá a nosotros dos, puedes estar tranquilo -aseguró.

Stever guardó silencio. La idea de ponerse en contacto con la Gestapo seguía dándole vueltas al cerebro. Miró pensativamente el cuello de el Verraco y estuvo de acuerdo consigo mismo en que, verdaderamente, haría falta un buen golpe para separar aquella cabeza de aquel cuello de toro. Jamás había visto un cuello tan grueso. ¡Resultaba increíble que la prisión pudiera convertir a alguien en un ser tan repugnante y gordo!

– ¿Qué mira con esos ojos? -preguntó el Verraco.

– El cuello de Herr Stabsfeldwebel -repuso Stever.

El Verraco se tocó el cuello.

– ¿Mi cuello? -murmuró, pensativo-. ¿Qué le ocurre a mi cuello?

– Es grueso, Herr Stabsfeldwebel.

– En efecto, Stever. Es un cuello de suboficial. No resulta fácil cortarlo.

– El hacha está muy afilada, Herr Stabsfeld.

– ¡Diantre! ¿Qué le ocurre a usted, Stever? ¿Tiene miedo? ¡Menudas ideítas se le ocurren! ¿No convendría que fuera a ver al psiquiatra? -Estuvo a punto de hacerse un nudo en la lengua al pronunciar la «p»-. Pensaba que algún día sería usted Unteroffizier, pero con esos pensamientos enfermizos, no es posible. ¿No estará borracho, Stever? En tal caso, le perdono. Debiera saber que jamás se ejecuta a un Stabsfeldwebel. Constituyen la columna vertebral de la sociedad, ¡diantre! Si los Stabsfeldwebel nos declaráramos en huelga, menudo lío se organizaría. Todo se derrumbaría como un castillo de naipes: Adolph, Hermann, Heinrich, Joseph, podrían echarse al suelo y golpearse la cabeza contra el pavimento. No lo olvide nunca. -El Verraco pegó una fuerte patada con el pie derecho, y miró a Stever-. ¿Entendido, Obergefreiter?

– Entendido, Herr Stabsfeldwebel -respondió Stever, al tiempo que pensaba: «Todavía no lo sabes todo, maldito cerdo. Seré más que Unteroffizier. No tardará en llegar el día en que sea yo quien mande, mientras tú saltas para perder la grasa.»

El Verraco regresó ruidosamente a su cubil, muy satisfecho de sí mismo.

Durante el paseo de la tarde, Stever y Braum registraron los calabozos. Braum se ocupó de los del lado derecho del pasillo, y Stever de los de la izquierda. Hicieron varios descubrimientos.

En el calabozo 21, el de un coronel condenado a muerte, Braum encontró una rebanada de pan negro oculta bajo el colchón. En la celda 34, Stever confiscó una colilla de dos centímetros. En la de al lado, un pedazo de lápiz. Lo colocaron todo en un gran sobre azul. Stever estaba encantado. Era su trabajo preferido. Una especie de juego del escondite. Luego, los prisioneros serían castigados de acuerdo con el rito especial de el Verraco.

Stever terminaba de registrar el último calabozo cuando un silbido anunció la vuelta de los presos.

El teniente Ohlsen se detuvo un momento, sorprendido ante la puerta de su calabozo, y contempló el espantoso desorden que había ocasionado Stever. Después, se precipitó hacia el colchón y buscó febrilmente. Sollozaba.

La puerta se abrió sin ruido y Stever entró. Sostenía entre dos dedos una pequeña píldora amarilla.

– ¿No estarás buscando esto, por casualidad? -preguntó sonriendo con los dientes apretados.

El teniente Ohlsen avanzó unos pasos. El bastón de Stever silbó en el aire y le alcanzó en una rodilla. Ohlsen profirió un grito de dolor.

– Un prisionero ha de cuadrarse cuando un guardián entre su celda -le recordó Stever, siempre sonriente-. Si no lo hace, tenemos derecho a utilizar el bastón. Para eso lo llevamos. He de reconocer que lo habías calculado bien. Tragarte esta porquería un momento antes de la operación. ¿Cómo tienes tupé para hacer una cosa así? ¡Con las molestias que nos tomamos, y querer engañarnos! Pero te has equivocado en lo que a mí respecta, teniente. Hacía mucho que sospechaba que tenías algún truco. Estabas demasiado tranquilo. Tengo mucha experiencia en esas cosas. ¿Te das cuenta de los problemas que hubiera tenido si llegas a tragarte esta píldora? Hay quien cree que Stever no ve nada, pero tengo un radar hasta en trasero. Evito las complicaciones. Me sé de memoria el reglamento. Me sé de memoria todos los HDV. Para eso me enseñaron a leer en la escuela. Podrían utilizarme como HDV viviente en las bibliotecas. Siempre pido una orden escrita cuando ocurre algo que se aparta de lo corriente. Si un día vienen a decirme; «Stever, ha cometido usted un asesinato», me reiré en sus narices, y les enseñaré la orden escrita, y les diré: «Os equivocáis. A quien debéis ahorcar es a quien ha firmado este papel. Yo no soy más que un esclavo que se ciñe al reglamento. Y este reglamento no lo he hecho yo.» Ahora, tengo tu píldora, teniente, y me veo obligado a guardarla; de lo contrario, me espera el Consejo de Guerra. Quieren ver sangre, sea como sea, pero te aseguro que no será la mía. De modo que haremos como si nunca hubieses tenido la píldora. Causaría demasiadas complicaciones. Se la daré al gato gris. Anoche, cuando quise acariciarle, me arañó. Siento curiosidad por saber cómo funciona.

El teniente Ohlsen lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. La píldora era su último triunfo. Le había dado valor. Sólo la idea de que sería él mismo quien decidiría el momento. Ahora, lamentaba amargamente no habérsela tomado mucho antes. Era un error creer en la posibilidad de ser indultado en el último momento.

– Démela -balbució-. Démela, Stever.

– De ningún modo -rehusó Stever, moviendo la cabeza-. Has de seguir el reglamento. Pero puedo proporcionarte un consuelo: todo va muy de prisa. En cuanto estás en el tajo, todo irá tan rápido que no te darás cuenta de nada -Rebuscó en sus bolsillos y sacó una carta-. Mira, aquí hay algo para ti. Pero no olvides que ya puedes estarme agradecido.

– Una carta no puede ser peligrosa -dijo el teniente Ohlsen, desalentado.

– ¿No? Pues el comandante y el Verraco opinan lo contrario. La tinta puede estar envenenada. En Munich, hubo un asunto así. Fue aquel caso de los estudiantes. Uno de los tipos estuvo a punto de estirar la pata. «Veneno», dijo el matasanos. Se estrujaron el cerebro para averiguar cómo lo había conseguido. Y luego, uno de los sabios de la Kripo pensó en las cartas que el prisionero había recibido. Enviaron toda la mierda al laboratorio, y descubrieron veneno en la tinta. Entonces, empezaron a funcionar los engranajes. Y detuvieron al que había escrito las cartas. Fue a parar al cadalso, con los demás. Desde entonces, cuando en la puerta de la celda hay un círculo rojo, las cartas están prohibidas. Pero el Obergefreiter Stever tiene buen corazón. Todos somos seres humanos. Lee la carta en mi presencia. Pero te lo advierto: si te la llevas a la boca, te pego un mamporro.

El teniente Ohlsen leyó con rapidez las pocas líneas de la carta.

Procedía de el Viejo.

Stever recuperó la carta y empezó a leerla tranquilamente.

– El Alfred de que habla tu camarada, ¿es el de la cicatriz?

El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.

– No puedo ver a ese tipo. Ni siquiera querría tenerle aquí. Algo me dice que tiene algún agravio contra mí, y, sin embargo, yo me limito a cumplir lo que se me ordena. Podrías hacerme un favor, teniente: escribe unas palabras de recomendación detrás de esta carta. Por ejemplo: «El Obergefreiter Stever es un buen sujeto que me ha cuidado bien. Hace lo que se le ordena.» Y podrías terminar, añadiendo, por ejemplo: «P. S. Es un amigo de los prisioneros.» Firma, nombre y graduación. Esto le da un tono oficial.

Stever coloco la carta ante el teniente Ohlsen y le entregó un bolígrafo.

– Demuestre primero que es amigo de los prisioneros, Stever, y escribiré.

– De acuerdo -replicó Stever, sonriendo-. ¿Qué deseas?

– La píldora.

– Estás chiflado, teniente. Si la diñas, me ponen junto a la pared.

– Usted es quien decide, Stever. Pero nunca podrá escapar de aquellos tipos. Yo, en su lugar, me pondría un cuello de acero.

Stever se estremeció.

– No me atrevo a darte la píldora, teniente. Pero que no seria mala idea largarse de aquí.


Fueron a buscar al teniente Ohlsen inmediatamente después de la cena. Recorrieron el pasillo y salieron al patio. El pastor les precedía, rezando una oración. Entraron en un tercer patio, rodeado de edificios penitenciarios. Allí se estaba al abrigo de las miradas extrañas. El cadalso era de madera burda.

Vestidos con levitas, sombreros de seda y guantes blancos, el verdugo y sus dos ayudantes esperaban en la plataforma.

El otro condenado a morir decapitado había llegado un poco antes que el teniente Ohlsen. Al pie del entarimado, estaban alineados los miembros del Consejo de Guerra y los oficiales. Un miembro del Consejo de Guerra leyó la sentencia. Nadie podía entender su murmullo. Era un hombre que sabía dominarse. Había aprendido este arte durante cinco años. Tiempo atrás, había sido un hombre culto.

El comandante de la prisión comprobó la identidad de los condenados.

El primer ayudante del verdugo se adelantó y degradó a los dos hombres, cortándoles las hombreras.

El teniente Ohlsen era el último. Su compañero de dolor ascendió la escalera. El pastor rezó por la salvación de su alma. Los dos ayudantes ataron al condenado. La tabla adquirió una posición horizontal.

El verdugo levantó el hacha. La hoja, en forma semicircular, brilló bajo el sol poniente. Con voz sonora, gritó:

– ¡Por el Führer, el Reich y la existencia del pueblo alemán!

El hacha bajó y atravesó el tendido cuello del hombre con un ruido sordo. Un breve estertor que parecía salir del cuerpo sin cabeza resonó contra los muros de la prisión. La cabeza cortada cayó en el cesto. El cuerpo se estremecía aun. Dos chorros de sangre manaban del cuello.

Los dos ayudantes del verdugo echaron hábilmente el cuerpo en uno de los ataúdes de madera de pino y colocaron la cabeza entre las piernas.

El Oberkriegsgerichtsrat, doctor Teckstadt, encendió lentamente un cigarrillo y se volvió hacia su colega, el doctor Beckmann:

– Dígase lo que se quiera de las decapitaciones, hay que reconocer que son eficaces rápidas y sencillas.

– A mí no me hacen gracia -dijo un Rittmeister, que casualmente oyó lo que se había dicho.

– Estar atado a esa tabla debe de causar una extraña sensación -dijo el doctor Beckmann.

– ¿Por qué preocuparse por eso? -preguntó sonriendo el doctor Jeckstadt-. Es algo que nunca nos ocurrirá. Nosotros somos juristas, sólo cumplimos con nuestro deber. Es justo castigar a los individuos que no quieren someterse. Todo descansa en los juristas. Sin nosotros, el mundo sería un caos.

– Tiene usted razón, querido colega -asintió el doctor Beckmann-. Las ejecuciones son necesarias, y las alemanas resultan las más humanitarias.

Antes de que el teniente Ohlsen pudiera darse perfecta cuenta de lo que le ocurría, estaba atado a la tabla. Sintió que se inclinaba hacia delante. Después, ya no sintió nada.

El verdugo se volvió hacia el grupo que hablaba en voz baja al pie del cadalso, y gritó con voz vigorosa:

– Ejecuciones realizadas de acuerdo con las sentencias de los jueces. ¡Heil Hitler!

Dos horas más tarde, el Kriminalrat Paul Bielert tenía en sus manos este documento:


Tribunal de División 56/X. Lugar del suplicio:

Guarnición Hamburgo. Prisión de la guarnición.

Prisión de la guarnición Altona.


Ejecución de la sentencia de muerte

dictada contra:

Teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen.


Presentes:

Como presidente de la ejecución: Oberkriegsgerichtsrat doctor Jackstadt. Como jefe de la oficina de castigo: SS Sturmbannführer Von Verkler.

A las 19,05 horas, han sacado al condenado de su celda, y le han atado las manos a la espalda. Dos soldados de la guardia le han conducido hasta el cadalso.

El verdugo Röttger estaba preparado con sus dos ayudantes.

También estaba presente:

El comandante de la prisión de la guarnición, comandante Von Rotenhausen.

Después de haber comprobado la identidad del reo, el presidente ha dado la orden de ejecución al verdugo. El condenado, que estaba tranquilo, se ha dejado colocar en el tajo sin ofrecer resistencia. Tras de lo cual, el verdugo ha llevado a cabo la decapitación con un hacha de mano, y ha comunicado que se había cumplido la sentencia.


El Bello Paul sonrió y estampó su sello en el documento macabro. Para él, el caso había terminado. Había vuelto a vencer. Otra sentencia de muerte que enriquecería su informe mensual al RSHA de Berlín.


En el estómago de Porta, catorce cervezas, nueve vodkas y siete absentas se disputaban el derecho de permanencia. Porta avanzó hacia la orquesta, vaciló y cayó varias veces. Se dirigió hacia el piano con muchas dificultades. Cayó tres veces al suelo y se levantó con ayuda de un músico. Con un gorgoteo, vomitó en el interior del piano.

– ¡Cerdo! -gritó el pianista-. ¡Estáis ensuciando mi piano!

– ¡Cállate, cretino! -replicó Porta, entre dos hipos, mientras vaciaba una jarra de cerveza en el piano-. La bebida barata no es buena -explicó-, pero ahora el juguete tiene buena cerveza fresca. -Se sentó en el taburete y sus dedos empezaron a acariciar las teclas. Constituía un hermoso cuadro de soldado borracho-. Cantad, pandilla de traseros rosados -gritó.

Bernard el Empapado se subió de un salto a una mesa y golpeó el techo con dos botellas de champaña:


Vor des Kaserne

vor dem grossen Tot

stand eine Laterne,

und steht sie noch davor,

so woll’n wir uns da wiedersehn

bei der Laterne woll’n wir stehn

wie eins, Lili Marleen.


Hermanito no cantaba. Permanecía sentado en un rincón, con una mujer a la que sostenía mientras desnudaba. Era como un marmitón desplumando un pollo. La mujer gritaba con una mezcla de miedo y de regocijo.

– Alá rehúsa escucharla -dijo el pequeño legionario.

El pianista seguía rezongando. Porta le abrazó, sonriendo cariñosamente.

– ¿Estás enfadado, viejo aporreador de notas?

Al instante, el atónito pianista fue enviado a tierra y rodó como un barril hacia la cocina, donde le detuvieron las piernas de dos camareros. Heide y Barcelona le levantaron, le llevaron en vilo hasta la calle, le lanzaron como si fuera un saco y lo lanzaron sobre los otros sacos de cerveza

En el mismo momento, una pequeña procesión compuesta por seis soleados SD, un pastor, un medico, varios funcionarios del tribunal y del Servicio de Seguridad, que rodeaban a una vieja, entro en el pasadizo de la prisión de Fuhlsbüttel, situada detrás del aeropuerto. No caminaban con pasos decididos. Era como si quisieran ganar tiempo antes de llegar a la puerta verde que había en el extremo del corredor.

Al cabo de un cuarto de hora, la pequeña procesión volvíaa salir. Pero la vieja ya no les acompañaba.

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