EL ANIVERSARIO DE BERNARD EL EMPAPADO

Un ruido enorme salía del garito «Las tres liebres», en la Davidstrasse. Se le podía oír hasta en el dispensario de Berhardt Nocht Strasse. Era una feria del más puro estilo. En la puerta de la calle colgaban guirnaldas de papel. Las bombillas centelleaban.

El dueño, Bernard el Empapado, celebraba su cumpleaños en la sala más reservada. Sólo había invitado a los amigos íntimos de la casa.

Hermanito llegó a primera hora de la tarde. Fue uno de los más madrugadores. Encontró a el Empapado en la cocina, encaramado en una escalera doble, desde donde dirigía los preparativos de la fiesta de la noche.

– He oído decir que era tu cumpleaños -dijo Hermanito.

– En efecto -gruñó el Empapado.

– Bueno, pues, entonces, muchas felicidades -masculló Hermanito, echándose el gorro hacia la nuca.

– Gracias -contestó Bernard.

Y dio instrucciones a una camarera, en relación con unas cajas de cerveza.

– ¿No haces nada para celebrarlo? -preguntó Hermanito, hurgándose en la oreja con un dedo.

– Cada año lo hago.

Bernard el Empapado se sonó ruidosamente con los dedos. Parte de los mocos cayó sobre la carne que había en un barreño.

– Es para el guisado -replicó-. No importa si hay un poco más. La semana pasada, una de las camareras derramó dentro el marro del café, pero nadie lo notó. Sólo cobro a 1,20 el plato. Lo hago por humanitarismo. Pierdo dinero.

– De vez en cuando hay que hacerlo -dijo Hermanito, mirando de reojo las botellas alineadas junto a la pared-. ¡Menuda cantidad de botellas! ¿Quién va a bebérselas?

– Mis buenos amigos – replicó Bernard, escupiendo por la ventana.

Hermanito no estaba seguro de cuál era la respuesta adecuada. Sintió deseos de gritar, pero pensó que, desde el punto de vista táctico, haría mal en enfadarse con Bernard en un día como aquél.

– Nos marchamos pronto -dijo poco después. Y se secó los labios-. Volvemos a la guerra. Nuestro Batallón está casi completo. También tenemos nuevos tanques. Eso no lo podemos decir a nadie, pero a ti no importa. Cuéntaselo sólo a quien sea preciso.

– De acuerdo -respondió Bernard brevemente.

Le costaba sujetar una guirnalda. La escalera vaciló de manera inquietante. Demasiada cerveza ya por la mañana.

– En el fondo, siempre te he apreciado -prosiguió Hermanito-. ¿Cuántos años hace que te tienes en pie?

– Cuarenta y dos. Puedes coger una botella de cerveza y beber a mi salud.

Hermanito alargó la mano y cogió una botella. Se disponía a descorcharla con los dientes, pero Bernard le detuvo.

– Habrás traído un regalo, ¿no? -preguntó alargando una mano.

– ¡Ah, mierda! -exclamó Hermanito-. Lo había olvidado.

Sacó del bolsillo un paquetito envuelto en papel de seda roja.

Bernard, interesado, abrió el paquete. Ante sus ojos apareció algo tan útil como un sacacorchos.

– ¡No tenéis la más pequeña originalidad, pandilla de cretinos! -gritó con rabia-. Es el décimo que me regalan hoy.

Hermanito sacó la cápsula de un mordisco y bebió un largo sorbo.

– Raras veces se encuentra lo que se quiere para un cumpleaños -dijo con expresión triste.

Acudieron otros a felicitar al dueño. Todos se dirigieron hacia el local preparado para la fiesta.

Poco a poco, Hermanito se había ido emborrachando. Procuraba participar en todos los brindis.

En medio del tumulto, apareció el sombrero amarillo de Porta.

– Salud, Empapado. Felicidades en tu cuarenta y dos aniversario. ¿Has recibido mi regalo?

Bernard no recordaba haber recibido un regalo de Porta,

– ¿No te ha entregado Hermanito un sacacorchos de hierro en forma de mujer?

– Sí, esa mierda sí la he recibido -gruñó Bernard, malhumorado.

– Bueno, en tal caso, todo marcha. En realidad, era un regalo común de Hermanito y mío. Trae el bebercio, estoy más seco que el desierto.

Bernard dio unas palmadas.

– Sentémonos a la mesa, chicos. Ya estamos todos.

Hubo gritos, empujones… Pero, por último, todo el mundo encontró asiento.

Diez camareras, vestidas tan sólo con ropa interior negra, a la francesa, y unos delantales del tamaño de un sello de Correos, trajeron la comida. Porta se mostró en seguida muy emprendedor.

Helga depositó ante él un gran plato de col.

Porta relinchaba como un caballo cuando huele la cerveza,

Durante la comida, el ambiente se caldeó prodigiosamente. Se decidió dedicarle una canción a Bernard. Una canción larga y obscena.

Se chilló tanto que los vasos acabaron por tintinear peligrosamente en el bufet. También se lanzó a Bernard por los aires.

Porta se encaramó a la mesa e hizo volar su sombrero amarillo. Heide golpeó con fuerza dos botellas.

– ¡Chitón! ¡Joseph Porta quiere hablar!

Por fin, se hizo oír.

– Bernard el Empapado -empezó Porta-. Ahora tienes cuarenta y dos años y eres conocido en Hamburgo. Los periódicos han hablado de ti. Te publicaron un bonito anuncio cuando cumpliste los sesenta días. Quiero, pues, desearte que todo vaya bien, que tu tren de aterrizaje no se deteriore con los años, que las mujerzuelas sigan frecuentando tus locales y atraigan a los libertinos de la burguesía. Esto representa parné, Bernard. Eres un cretino en muchos aspectos; pero, de todos modos, se te aprecia. Ya sabes que los amigos han de ser sinceros. Pero te doy las gracias en mi nombre y en el de mis compañeros. Y ahora, una canción. -Marcó el ritmo con el pie-: Uno, dos, tres:


Ib schwarzen Keller zu Askalott

da kneipt ein Mann drei Tag,

bis dass er ivie ein Besenstiel

am Marmortiscbe lag.


Empujaron a Porta hasta el pie de la mesa.

Fragmentos de rosas y de claveles volaron en todas direcciones.

Julius Heide hablaba. Hablaba de héroes y de águilas orgullosas.

Su historia no interesó al auditorio, que rápidamente le envió a paseo.

Barcelona aprovechó la ocasión para presentar sus respetos a Bernard el Empapado. La mitad del líquido se derramó en su pecho. Barcelona hipó.

– ¿Cómo se llamaba tu última chica? -preguntó Porta.

Barcelona hipó de nuevo y señaló a Porta con un dedo. El Viejo tuvo que sostenerle para que no se cayera.

– Obergefreiter Joseph Porta, por enésima vez he de recordarte que tienes que hablarme con respeto. Porque soy Feldwbel, la espina dorsal del Ejército.

– Tú no eres más que un trasero borracho -respondió Porta.

Se arrimó al bar y empezó a beber champaña directamente de la botella.

– Yo soy un amante de las Artes -manifestó Barcelona, en medio del tumulto-, y mi amigo Bernard también. -Besó en la frente al viejo Bernard para subrayar su amistad, y estuvo a punto de caerse de la mesa. Recuperó su equilibrio, y prosiguió-: ¡Las Bellas Artes! ¿Quién, en toda esta banda de cernícalos, ha ido alguna vez a un museo y ha gozado con la belleza?

– ¡Yo! -gritó Hermanito, entre el tumulto un dedo en el aire.

Barcelona calló, completamente atónito

– Palabra de honor -dijo Hermanito, levantan un dedo-. Tuve, que hacerme cuatro veces el Museo Militar en plan de centinela. Hace mucho tiempo, cuando era recluta en el 5.° Regimiento Blindado, en Berlín.

– ¡Idiota! -replicó Barcelona-. Esto no tiene ver con el interés que Bernard y yo sentimos por las Bellas Artes. ¿Quién de vosotros ha contemplado alguna hermosa estatua de mujer hecha de mármol? ¿Quién de vosotros a Thorvaldsen? ¿Creéis acaso que es un macarrón de Reeperbahn? ¡Es mi dios! -vociferó-. Un tipo estupendo que ha muerto.

A continuación, utilizó varias veces la palabra «héroe» y derivó hacia «cretinos» y «traseros sucios», pasando por «libertad» y «bosques en primavera, perfumados».

Entonces, todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Grito algo sobre el canto de las liebres y los cagajones de pájaros, golpeó teatralmente su hilera de condecoración multicolores, insistiendo en el hecho de que no les concedía ninguna importancia, y luego, señalando alternativamente dedo su frente y su corazón, gritó:

– Aquí, camaradas, santos y a toda prueba, hermanos de armas hoy reunidos en el tugurio de el Empapado, esto cuenta…

No pudo seguir, porque le barrieron de la mesa.

Bernard se encaramó entonces a la mesa, ayudado por Porta y el legionario. De manera inexplicable, consiguió conservar el equilibrio.

– Espero que ninguno de vosotros tenga sed, amigos míos, porque en tal caso os atiborraría hasta que el líquido os saliera por el trasero y los ojales.

Bebió unos sorbos de la botella que el legionario con amistosa comprensión.

– Espero que mi café haya sido para vosotros una casa, un verdadero hogar. Os haré una confidencia: ser cabaretero no es sólo un trabajo para ganarse el sustento. Es una misión. Sobre mi puerta de Dionisios, un dios. Es la prueba de que nosotros, los cabareteros, estamos entre los que los dioses han escogido. Amigos, ¿adónde vais cuando estáis tristes? ¿Al cuartel? ¡Maldita sea, no! ¿A casa de vuestra mujercita, con sus bigudíes en el pelo? En tal caso, seríais idiotas. Venís a casa de Bernard el Empapado. ¿Y cómo salís de aquí? ¿Deprimidos? De ningún modo: liberados de toda preocupación.

– Y la pasta ¿qué? -pregunto una voz desde el fondo,

Bernard prefirió hacerse el sordo.

– En mi casa, los soldados, suboficiales y demás son siempre bien venidos. -Su voz se hizo amenazadora, agitó un puño por encima de su cabeza-. Pero los oficiales y la canalla de ese género son indeseables. A mis ojos son asociables, pues todo el mundo tiene derecho a decir lo que le gusta o le disgusta.

Su voz fue apagada por los vítores. Bernard levantó ambas manos por encima de la cabeza, como un boxeador victorioso. Volvió a beber.

– Somos hamburgueses -prosiguió, emocionado.

Hummel, hummel - aulló el coro.

Mors, mors -finalizó Bernard, lanzando el clásico saludo hamburgués-. Y no lo olvidemos nunca. Hay mequetrefes que se imaginan que existe un mundo fuera de Hamburgo. Es falso. A ver, ¿en qué otro sitio hay un «Zillertal»? ¿Dónde hay chicas mejores? ¿Dónde hay ojos más viciosos que en la Mönckebergstrasse? Sólo existe un «Huracán», y está en la Hansa Platz, en Hamburgo. Quien ha respirado el aire de Hamburgo acaba siempre por volver. Hamburgo es el último bastión de Europa.

Calló de repente y se quedó mirando a una camarera.

– Silvia, marrana huesuda, ¿qué miras de esta manera? Cierra la boca y sirve cerveza. Ahora, he perdido el hilo de mi discurso. ¡Maldita sea! ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí, ya sé! En mis tiempos, cuando estaba en la Reichswehr, en el 3.er Regimiento de Dragones. Allí sí que había dragones. ¡Maldita sea! Entonces se sabía beber cerveza. Cuando estábamos acuartelados en algún sitio, todas las gachís daban a luz nueve meses más tarde. En aquella época, sí que se vivía. Cuando alguien celebraba el cumpleaños, nunca recibía como regalo diez sacacorchos. -Su mirada se clavó en Porta-. Y no había cerdos que se repartían el precio de uno.

Levantó ambos brazos, hizo un ademán al pianista, y vociferó:

– Preparados para la canción de Hamburgo, chicos.


Das Herz van Sankt Pauli

das ist meine Heimat,

in Hamburg, da bin ich zu Haut.


La canción fue interrumpida por Steiner, que señalaba al primero que había caído borracho sin sentido, naturalmente un Feldwebel de Comunicaciones. Un grito de alegría se elevó hasta el cielo. Seis hombres cogieron al individuo, que estaba en el lavabo, lo llevaron a la calle y lo arrojaron bajo un portalón, con acompañamiento de salmos en sordina.

Porta se descoyuntó la mandíbula de tanto reír, pero Hermanito se la volvió a poner en su sitio de un buen puñetazo.

En el curso de la hora siguiente, otros siete borrachos emprendieron el camino del portalón.

El aniversario de el Empapado se ahogaba en el humo, el ruido y el olor de la cerveza.

Por todas partes, sobre las mesas, en el suelo, había hombres agotados, aniquilados por el alcohol.

Agarrados del brazo, los seis del 27.° avanzaban dando tumbos por la calle.

– ¡Tengo sed! -gritó Porta.

La pared de la Herbertstrasse devolvió su grito.

Ayudamos a un viejo a pegar un cartel en la columna próxima al «Metro». Un cartel color rojo sangre.

Con la voz insegura de los borrachos, Steiner leyó:

– Aviso…

Porta cayó y volvió a incorporarse con dificultad.

– Steiner, muchacho, ¿a quién se le ocurre publicar a una hora tan temprana?

El viejo cayó de espaldas por la escalera del «Metro» y quedó atrapado por el torniquete. Hubo que coger una barra de hierro para liberarle.

Steiner y Barcelona, apoyados el uno al otro, leían juntos en voz alta. Steiner tartamudeaba en las palabras difíciles, Barcelona le corregía cortésmente.

– Camaradas, permaneced tranquilos. Es un aviso secreto de la Gestapo -proclamó Barcelona en la calle.

– Por haber propalado falsos rumores… -deletreo Steiner.

– …en detrimento de la patria – prosiguió Barcelona.

Steiner cayó contra el cartel, pero consiguió apoyarse con ambas manos en el mismo.

– Dios es testigo, tengo sed -gimió.

– ¡Diantre!, es alguien a quien han ahorcado -gritó Barcelona-. Está escrito en negro sobre fondo rojo.

– Esto es lo que puede llamarse papel de gala -dijo Porta.

Y vomitó en la barandilla del «Metro».

– ¿A quién han ahorcado? -preguntó el Viejo, sentándose en un escalón.

Barcelona examinó el cartel.

– «Por traidor a su Führer, al pueblo y a su patria hoy a las 17,15 horas, será ejecutado Emilie Dreyer, de acuerdo con la sentencia del tribunal popular».

Proseguimos cogidos del brazo, bordeando los fortines, hacia el Palacio de Justicia.

Barcelona y el legionario cantaban al tiempo que hipaban:


Dragoner sind halb Mensch, halb Vieh.

Auf Pfer gesetzte Infanterie.


– ¿Habíamos visto a ésa que han ahorcado,. -murmuró Heide, cuando llegábamos al cuartel.

– Es posible -suspiro el legionario-, pero ahora no volveremos a verla. No iremos adonde esta.

– En estos tiempos, se muere mucha gente -comentó filosóficamente el Viejo-, y nosotros nos marcharemos pronto al frente. El Batallón ya está listo.

– ¡Soy un héroe! -afirmó Hermanito con toda la fuerza de sus pulmones.

Porta se dejó caer en el césped, ante el edificio del Estado Mayor.

No sin dificultad, consiguió sentarse de nuevo.

– Gritemos por los mierdosos que tienen miedo -propuso-. Sé que el coronel Hinka tiene una mujer en su catre. La conozco, pero la muy granuja apunta muy alto y no quiere saber nada con los Obergefreiters.

La voz de Porta resonó como un órgano:


Im schwarzen Keller zu Askalon

da kneipt ein Mann drei Tag.

bis dass er wie ein Besenstiel

am Marmortische lag.


– !Por todos los profetas! -blasfemó el legionario, lanzando su equipo a un rincón-. ¡Nombrarme maestro a mi edad!

Le habían nombrado instructor de combate individual de los quintos que llegaban regularmente de las cárceles, de los cuarteles y de los campos. Se hacía cargo de ellos en cuanto habían recibido la cinta zbV.

– ¿Por qué has aceptado, si no te gusta? -preguntó Hermanito, mientras mordía un pedazo de tocino que había robado al furriel de la 8.ª Compañía.

El pequeño legionario se encogió de hombros, encendió uno de sus perpetuos cigarrillos, echó el humo por la nariz y apoyó pensativamente el extremo encendido sobre una abeja medio muerta que se arrastraba por la mesa.

– Y tú, ¿por qué te has hecho soldado?

– Es fácil responder -replicó Hermanito con la boca llena de tocino-. Podía escoger entre ser esclavo de un campesino hipócrita, o entrar en las fuerzas armadas. A los dieciséis años, me alisté en la Caballería. No me aceptaron. Dijeron que era demasiado corpulento. Me enviaron a la Infantería, después de darme varios puñetazos en los hocicos, de propina. Allí, destrocé a todos los oficiales con mis marchas. Sólo colocando sin cesar un pie delante del otro. En pocas horas quedaban listos. Se imaginaban que podrían vencer a un chaval del orfanato. Me obligaban a comer tierra del campo de maniobras. Luego, durante ocho días, cagaba como un gusano. Pero, de todos modos, era mejor que trabajar para un maldito campesino. Y ahora, estoy aquí.

El legionario asintió,

– Naturalmente, cantarada. No conozco ni el orfanato ni el reformatorio, sino sólo el hambre y el paro forzoso. Bueno, escapé del avispero alemán una noche lluviosa de 1932. Fui a París, donde esperaba encontrar el sol. Pero resultaba tan triste como Berlín. Me hice adoptar por una puta que encontré en el Boulevard Saint-Michel, esperando el autobús que iba a Luxemburgo. Me enseñó a hablar el francés. Me convertí en su matón. De repente, tuve a la poli tras de mí. De toda las puertas malditas, escogí la peor, la que conduce a la oficina de alistamiento de la Legión Extranjera. Me recibió un sargento, que me enseñó un papel, mientras reía ruidosamente. Fuera, me esperaban los polis.

– ¿Qué prefieres? -me preguntó el sargento-. ¿La libertad con nosotros o una estancia prolongada en el fuerte de Saint-Martin-de-Rá?

En aquel momento, uno de los polis asomó la cabeza por la puerta, y aquello decidió el resto de mi vida. Alá había escogido. Cuatro semanas más tarde, estaba comiendo arena cerca de Casablanca. Olvidé a]eannette y encontré a otra llamaba Aischa. El mismo temperamento. Ésta vivía en el barrio negro.

El legionario se echó en su litera, junto a la ventara y le gritó a un recluta:

– ¡Vamos, vamos, cerdo! Límpiame el equipo a toda marcha. ¡Y procura que cuando hayas terminado brille todo como la plata!

Tiró una bota al aterrado recluta, un viejo de sesenta y tres años que había de morir como un héroe a orilles del Dnieper, al norte de Kiev.

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