EL ARRESTO PREVENTIVO

En las oficinas de la Gestapo, situadas en el número 8 de Stadthausbrücke, el teniente Olhsen estaba sentado frente a Paul Bielert, consejero criminal.

El teniente Olhsen tenía un documento en la mano. El Bello Paul, pensativo, fumaba un grueso cigarro. Sonriente, seguía el humo con la mirada. Era la 123.ª detención de la semana. En Berlín, el Gruppenführer Müller no podría dejar de manifestar su satisfacción. Müller era un crápula. No era como el Obergruppenführer Heydrich, al que habían asesinado. Ése sí que era un jefe. Inteligente, sin escrúpulos, arrogante. Con un encanto diabólico. Incluso el SS Heinrich le tenía miedo. ¡Quién sabe si Himmler y el Führer no tenían algo que ver en la muerte de Heydrich! Resultaba todo tan confuso… Era un misterio que olía mal. ¿Por qué no había sobrevivido ninguno de los agresores? La orden del jefe de operaciones, el SD Gruppenführer Nebe, decía: No queremos prisioneros. Liquidadlos a todos, aunque para ello haga falta quemar la maldita iglesia en la que se esconden. El profesor que habían terminado por encontrar en el barrio viejo de Praga había levantado los brazos sin resistirse, pero lo liquidaron en el despacho de Nebe, antes de haber tenido tiempo de dar una explicación. En los diarios, se dijo que se había suicidado. Incluso los ingleses lo creyeron y dieron la noticia por radio.

Paul Bielert abrió un cajón y acarició afectuosamente su pistola azulada del 7,65. Era la que había usado para matar al profesor, el último superviviente del atentado. Después de la investigación, Nebe fue postergado. Había demostrado demasiado celo y había querido continuar las pesquisas.

El Bello Paul rió suavemente. En seguida olfateó el peligro. Había algo que no encajaba en aquel asunto. Había comprendido y pidió rápidamente un traslado. Después, habían liquidado un pueblo, junto a Praga. Lo hicieron unidades de la policía militar. Corrió el rumor de que habían sido las SS, pero, en realidad, no había más de cinco SS en todo el comando. Eran policías militares de Dresde y de Leipzig.

Paul Bielert se rió al pensar en aquello. Fue el SS Obergruppenführer Berger quien se opuso a que utilizaran a las SS para liquidar al pueblo; hubiese perjudicado el reclutamiento de voluntarios de Bohemia y de Eslovaquia. La idea de aniquilar el pueblo procedía de Himmler y de Nebe. Era excelente. Hacer algo terrible que tuviera repercusiones en el mundo entero, para que todos comprendieran cuan estúpida había sido la Resistencia checoslovaca al liquidar a Heydrich. El furor y la desesperación ante todas aquellas ejecuciones y represalias por un solo crimen, debían de volverse contra la Resistencia. Pero los ingleses habían sido más rápidos. Adivinaron el truco. Tanto el del Batallón de policías como el de las numerosas liquidaciones. Habían repetido incansablemente, hasta que todo el mundo lo tuvo bien metido en la sesera, que los culpables eran las SS y la Gestapo. Los voluntarios de Bohemia y de Eslovaquia habían empezado a desertar. Las oficinas de reclutamiento estaban vacías. La Resistencia aumentaba. La mayoría de sus miembros se habían formado en las SS. Gente peligrosa, que no luchaba por amor a la patria, sino por odio.

Bielert miró al teniente de Tanques. Pronto terminaría con él. Era un buen truco dejar que aquellos ridículos intelectuales leyeran la orden de detención. En seguida se sentían en un terreno resbaladizo y empezaban a desembuchar.

Bielert sonrió y palmoteo el brazo del sillón, con su mano izquierda, mientras contemplaba la ceniza blanca del cigarro brasileño. Sabía que el teniente estaba leyendo por tercera vez la orden de detención. Todos lo hacían. La primera vez no entendían nada. La segunda, empezaban a ver claro, y a la tercera, el terror se apoderaba de ellos. A la cuarta, perdían todo dominio sobre sí mismos.

El teniente Olhsen no constituía ninguna excepción. Leía muy lentamente. No lo entendía. Debía de tratarse de un mal sueño, de una pesadilla, de la que acabaría por despertar.


El Presidente del Tribunal Popular.

El Tribunal Popular

7.J.636/43 (52)43-693


Hamburgo, 3 de abril de 1943

8, Stadthausbrücke

Hamburgo, 2

Orden de Detención


El teniente de la reserva, Bernt Viktor Olhsen, nacido el 4 de abril de 1917 en Berlín-Dahlmen, actualmente de servicio en el 27.º Regimiento Blindado, 2.° Batallón, 5.ª compañía, debe ser internado por la policía secreta del Estado. El 27.° Regimiento Blindado está acantonado hasta nueva orden en el cuartel de Infantería de Hamburgo-Altona, 2.° Batallón, y debe servir provisionalmente como Batallón de guardia en Hamburgo.

Debe abrirse una información judicial contra Bernt Viktor Olhsen. Se sospecha que quiere perturbar el orden público mediante la difusión de opiniones derrotistas y alentar el sabotaje y la insurrección. Motivo de la sospecha en cuestión:

El 22 de enero de 1943, durante la estancia del Regimiento en el frente del Este, Bernt Viktor Olhsen declaró a un camarada oficial:

– Esta maldita guerra está perdida para el Reich milenario. Dentro de poco, los ingleses y los americanos invadido Alemania por Italia y los Balcanes. Y entonces, ese perro de Himmler y todos sus compinches se verán obligados a pasar por los hornos que han inventado.

Además, el acusado enseñó a su subteniente de segunda clase unos folletos de propaganda rusa que incitaban a los soldados alemanes a la deserción.

El delito cometido es la violación de los párrafos 5 y 91. artículo 1.° del Código Penal. El arresto e instrucción preliminar deben ser efectuados por la policía secreta, servicio de Stadthausbrücke, número 8, Hamburgo, 2. La detención obedece al hecho de que es probable que el acusado intente huir. El delito cometido es susceptible de merecer un castigo severo.

La orden de arresto y la detención están sujetas a apelación ante el presidente del Tribunal Popular.


– Dr. Mickert,

Presidente de la Corte de Apelación.


El teniente Olhsen dejó caer el documento y miró al consejero criminal Paul Bielert.

– ¿Qué debo decir?

Hizo un ademán de resignación.

Paul Bielert, indiferente, se encogió de hombros y chupó el cigarro.

– ¿Cómo quiere que sepa lo que quiere decir? No soy yo el acusado de alta traición. En cambio, puedo explicarle lo que pienso hacer en mi calidad de jefe de la investigación.

Se inclinó sobre el escritorio y señaló al teniente Ohlsen con su cigarro.

– En la Gestapo no somos idiotas. Cuando detenemos alguien, cuando le sacamos de la vida normal, es que tenernos pruebas fehacientes. En mi servicio, nunca nos equivocarnos Si niega usted, lo único que consigue es agravar su causa. De todos modos, acabará por decir lo que deseamos.

Sonrió. Sus ojos relampaguearon tras las gafas oscuras.

– No nos importan los medios. Usted mismo ha de decidir si quiere salir de aquí andando o a rastras como un saco de patatas. Pero no se marchará de este despacho sin haber hecho una confesión completa. -Se recostó en la silla y dejó tranquilo al detenido por un momento. Después, prosiguió, sonriendo amablemente. Cambiaba incesantemente de tono-. Pero si confiesa en seguida, de modo que no sea necesario perder demasiado tiempo en tonterías… -Dio un golpecito a un fajo de documentos que tenía delante-, es posible que se libre con dos o tres semanas en Torgau. Desde allí le enviarán como soldado raso a un regimiento disciplinario, o bien irá a parar a un F.G.A. [29], aunque no permanecerá allí más de tres meses.

El teniente Ohlsen se pasó una mano por el cabello y miró con atención al oficial de policía.

– El programa me parece seductor, señor consejero criminal y supongo que la mayoría de las personas le creerían. Pero he servido tres años en un regimiento disciplinario, y sé que nadie logra sobrevivir más de dos meses en un F.G.A.

Bielert se encogió de hombros.

– Resulta algo exagerado. Personalmente, conozco a varios que han salido vivos de un F.G.A. Pero, naturalmente, la condición era que esos individuos estuviesen dispuestos a colaborar con nosotros. En mi opinión, no puede usted escoger. Gracias a su torpeza, ha conseguido verse acusado de alta traición. Confiese y terminemos. Ahora, si forma parte de esas almas ingenuas que creen que gritando pueden arreglarlo todo, se equivoca por completo.

Amenazó al teniente con su estilográfica. Sus ojos brillaban malévolos.

– Soy capaz de preparar contra usted una acusación tan grave, que el señor Röttger, de Plötzensee, tendrá derecho a decapitarle. ¿Nunca ha visto cómo utiliza el hacha? Es un experto. Un golpe, y la cabeza rueda por el suelo. Y sobre todo, no crea usted que le amenazo en vano. Personalmente, soy contrario a las fanfarronadas. Lo que decimos en la Gestapo es una realidad. No hacemos nada a medias. Si iniciamos un asunto, lo terminamos cueste lo que cueste. Estamos tan bien informados que incluso sabemos lo que dice la gente mientras duerme. Mis confidentes están en todas partes. En la sacristía de la iglesia. En la sala de juegos de la escuela maternal. No me importa la clase de tipos que trabajen para mí, con tal de que trabajen. Lo mismo echo mano de un general que de prostitutas y chulos. Me encuentro con los unos en los salones y con los otros en los lavabos de las tascas de mala muerte. En el espacio de quince días, examinaré tan a fondo su vida, teniente, que hasta sabré decirle el color de su primer chupete.

El teniente Ohlsen quiso interrumpirle, pero Bielert levantó una mano para hacerle callar.

– Un instante. Ya tendrá ocasión de explicarse. Por ejemplo, sabemos ya que ha hablado con sus hombres de alta traición, de sabotaje y de deserción. Ha ultrajado usted al Führer, ha aludido a literatura prohibida, en especial al repugnante Sin novedad en el frente, del que ha citado varios párrafos. Puede incluir todo esto en el apartado 91. Su esposa hará otras declaraciones. Confiese y habremos terminado dentro de una hora. Desaparecerá usted en los calabozos de la guarnición, donde podrá tranquilizarse rápidamente. Dentro de un mes, aproximadamente, se presentará ante el Consejo de Guerra, que estimará su estupidez en seis u ocho semanas en Torgau, tras de lo cual será degradado y convertido en soldado raso. El asunto quedará zanjado y usted comprenderá que, en lo sucesivo, es conveniente que vigile sus palabras.

– ¿Me garantiza usted que no me ocurrirá nada más? He oído decir que habían ejecutado a algunas personas por delitos menos importantes que éste.

– ¡Se dicen tantas cosas…! -repuso Paul Bielert-. Pero yo no soy un juez y no puedo garantizarle nada. Aunque tengo bastante experiencia sobre lo que les ocurre a los tipos como usted. Todo juicio dictado debe sernos sometido, y podemos modificar los juicios que no nos satisfacen. Si el juez se ha mostrado exageradamente blando, tenemos lo que llamamos los campos de seguridad, donde condenamos, a la vez, al condenado y al juez. Podemos transformar una condena a muerte en liberación inmediata. -Sonrió-. Todo depende del deseo de colaboración, mi teniente. La colaboración nos interesa siempre. Tal vez le gustase trabajar con nosotros. Me interesa especialmente cierta información sobre su comandante, el coronel Hinka. También tiene en su Regimiento al capitán de Caballería Brockmann, que se las da de hombre ingenioso. Facilíteme información sobre esos dos hombres. Sobre todo, me interesa el capitán de Caballería. Me gustaría ver su cabeza en el tajo. Ha vendido artículos alimenticios del Ejército en el mercado negro. No me desagradaría conocer el nombre del comprador. Pero terminemos antes con su asunto. Confiese, cumpla su condena en Torgau y al cabo de tres semanas, iré a buscarle para reexpedirle a su Regimiento, como teniente. Todo de manera que les parezca normal a sus camaradas. Pronto podrá demostrar que lamenta su estúpida conducta. Pero nosotros no obligamos a nadie a colaborar. Usted mismo ha de decidirlo.

El teniente Ohlsen se agitaba en su silla. Miró durante mucho rato al consejero criminal, terriblemente pálido, que ocultaba los ojos tras unas grandes gafas oscuras. Ohlsen tenía la impresión de estar sentado frente al diablo. Las gafas negras convertían a Bielert en un ser anónimo. Solamente la voz era personal. Un torrente de palabras malévolas.

– Señor consejero criminal, rechazo con firmeza sus acusaciones, y por lo que respecta a la colaboración, conozco mi deber de ciudadano del Tercer Reich: comunicar inmediatamente cualquier sospecha de pensamientos o palabras dirigidos contra el Estado.

Bielert se echó a reír.

– No se embale demasiado. No soy tonto. ¿No comprende lo que busco? Usted no me interesa. A quien quiero es a un miembro de su familia. Me contentaré con uno sólo. Podría detener a toda la familia, si quisiera, pero no lo haré. Sólo precisamos un miembro de cada familia del país. Es una necesidad.

El teniente Ohlsen se puso rígido.

– No acabo de entenderle, señor Bielert. No veo qué relación tiene mi caso con mi familia.

Bielert hojeó unos papeles que tenía delante. Arrojó la colilla de su cigarro por la ventana abierta.

– ¿Qué me diría si empezáramos por disponer una orden de detención contra su padre? El 2 de abril de 1941, a las 11,19 horas, discutía de política con dos amigos. En el transcurso de la conversación dijo que había dejado de creer en una victoria nazi, que consideraba al Estado como un gigante con pies de barro. Estas palabras no parecen muy graves, mi teniente, pero cuando las hayamos arreglado un poco, quedará usted sorprendido. No será sólo el apartado 91. Su hermano Hugo que sirve en el 31.° Regimiento Blindado, en Bamberg, ha expresado una opinión a la que podríamos calificar de extraña, sobre las estadísticas del Tercer Reich. También podría enviar una invitación a su madre o a su hermana. Fijémonos por un momento en su hermana. -Se recostó en la silla y ojeó unos documentos-. Es enfermera en un hospital militar del Ejército del Aire, en Italia. Durante su servicio en un barco hospital, en Nápoles, el 14 de septiembre de 1941, afirmó que maldecía la locura que Hitler había implantado. Sólo él era responsable de los sufrimientos de los heridos. Apartado 91, señor teniente. Como ve, lo sabemos todo. Ni un ciudadano, ni un prisionero puedo hacer o decir algo sin que lo sepamos. Escuchamos de día y de noche. Nuestros ojos penetran hasta en los ataúdes de los cementerios.

Dejó caer ruidosamente una mano sobre el montón de documentos.

– Tengo aquí un caso contra un alto funcionario del Ministerio de Propaganda. El muy imbécil se ha desahogado en presencia de su amante. Cuando le haya hablado de sus escapadas a Hamburgo, estará dispuesto a colaborar. Me gustaría muchísimo poner un poco de orden en el Ministerio del doctor Goebbels. Dos de mis hombres han salido hacia Berlín para entregar a ese burócrata del Ministerio de Propaganda una invitación para que venga a conversar conmigo.

Bielert se rió de buena gana, enderezó su corbata de color gris pálido, se quitó un poco de ceniza que tenía en el traje negro.

– Es ridículo. La gente se queja siempre de que nunca sale. Pero cuando les envío una invitación para sostener una conversación íntima, no les gusta en absoluto. Y, sin embargo, tenemos la mesa dispuesta las veinticuatro horas del día. Todos son bien venidos. Y sabemos escuchar. Esto es muy apreciable en sociedad.

– Tiene usted un curioso sentido del humor -no pudo dejar de comentar el teniente Olhsen.

Paul Bielert le miró con sus ojos, fríos como el hielo en una noche de invierno.

– El humor no me interesa. Soy el jefe de la sección ejecutiva de la policía secreta. No nos gustan las bromas. Cumplimos nuestro deber. Nuestra vida es el servicio. La seguridad del país descansa en nosotros. Liquidamos a cualquier persona que no sepa vivir en nuestra sociedad. Firme la declaración y dejaré tranquilo al resto de su impertinente familia. Era la idea de Reinhard Heydrich. Espere a que hayamos ganado la guerra y verá cómo toda la población de Europa saludan a los oficiales SS con una profunda reverencia. Hace unos meses, estuve en el Japón, donde vi a holandeses e ingleses inclinarse humildemente ante un teniente de Infantería.

Se arrellanó en el butacón acolchado y apoyó la cabeza en sus manos afiladas. En el brazo del sillón estaba esculpido el emblema de las SS, la calavera.

El teniente, Olhsen se estremeció. Sólo faltaban unos cuervos para que pareciera el trono del diablo o el de una bruja. Miró por la ventana. La sirena de un barco silbaba en el Elba. Dos palomas se arrullaban amorosamente en la cornisa, y la bandera roja con la cruz gamada ondeaba sobre el puesto. Un emblema que había nacido con sangre.

Dos gaviotas gritaban, disputándose un pedazo de carne. A Ohlsen habían dejado de gustarle las gaviotas el día en que, después de ser torpedeado en el Mediterráneo, había visto cómo reventaban los ojos del comandante, que estaba medio muerto. Los cuervos y los buitres, e incluso las ratas y las hienas, esperaban a que la víctima hubiese muerto. Pero las gaviotas no tenían paciencia. Picoteaban los ojos, los extraían en cuanto la víctima ya no podía defenderse. Las gaviotas representaban a sus ojos, la Gestapo de los pájaros.

Miró a el Bello Paul, con su cuidado traje negro, y, de repente, comprendió que la Gestapo de los pájaros era caritativa en comparación con la de los hombres.

Cogió la declaración y la firmó, apático. Ya todo le era igual. ¡Había dicho tantas cosas sobre el Führer…! Cosas peores que las que estaban anotadas en aquel papel. El que le había denunciado no tenía una memoria infalible. ¡Si por lo menos pudiera averiguar quién era el soplón y enviar un mensaje al legionario y a Porta…! Se regocijó al pensar en lo que le ocurriría a aquel tipo. Ni siquiera un general de Brigada podría escapar. Porta se había cargado a muchos tipos. Siempre llevaba un bolsillo lleno de cartuchos con entalladuras. Era con uno de éstos que mató al capitán Meyer y a Brandt, miembro de la Gestapo, destinado un día a la Compañía, bajo el disfraz de cabo. Pero el legionario había descubierto la insignia ovalada de la Policía. Al regresar del próximo reconocimiento, el cabo Brandt fue declarado desaparecido. Cuando la patrulla hubo roto filas, Porta dijo lo suficientemente fuerte para que todo el mundo le oyera: «Dios es bueno. Me ha dado un ojo seguro y un dedo acostumbrado a apretar el gatillo. Coloca frente a mí unos blancos interesantes. Sabe dónde se oculta el diablo.»

Después, se había vuelto hacia Hermanito, y había añadido:

– Será mejor que vayamos a ver al capellán, a confesarnos. Ahora, el viejo jefe de Batallón, Stuber, pasaría a ser, sin duda, jefe de la 51.ª. Le faltaba estatura para mandar a aquellos muchachos; ni sospechaba lo que eran. Pero estaba obligado a aceptar un mando en el frente. Necesitaba el suplemento de paga para satisfacer a su esposa, llena de ambiciones. Quería muebles bonitos, alfombras caras. No podía ser menos que la mujer del comandante. Quería una criada como la mujer del comandante de la guarnición. Y le gustaba mucho recibir.

El jefe del Batallón, Stuber, había suplicado al coronel Hinka que le concediese un mando en el frente. El coronel había contestado con evasivas. Sabía que Stuber no era apto para el servicio en el frente. Pero, por último, exasperado, lo había prometido. Y ahora la 51.ª Compañía era libre. La compañía más dura de todo el Ejército alemán. La llamaban «la Compañía del diablo». Todo el Cuerpo de oficiales conocía a los tiradores escogidos de la Compañía: Porta, el legionario, Barcelona y Hermanito. También conocía a los lanzadores de granadas, Steiner, Julius Heide y Sven, que alcanzaban el blanco a ochenta metros de distancia. A aquellos hombres les era muy fácil liquidar a un indeseable. Había ocurrido ya muchas veces, sin que nadie hubiese podido demostrarlo. Asesinato, decían algunos. Defensa propia, aseguraban otros. El legionario había dicho una vez:

– Participamos en una guerra en la que sólo luchamos por nuestra propia vida. Matamos y maltratamos a hombres de otras naciones contra los que no tenemos nada, camaradas como los nuestros. El enemigo está entre los nuestros.

Nadie había contestado. Lo que había dicho era tan cierto, tan absurdo…

El consejero criminal Paul Bielert cogió el documento firmado, ofreció uno de sus cigarros brasileños al teniente Ohlsen, y dijo secamente:

– Bueno, ya está hecho.

El teniente Ohlsen no contestó. Ya no había gran cosa que decir. Hubiese podido retrasar el asunto, negar; pero el resultado final hubiese sido el mismo. Para la Gestapo, lo único que contaba era la confesión y el juicio.

Diez minutos más tarde, dos SD Unterscharführer entraron en el despacho. Uno de ellos apoyó pesadamente una mano en el hombro del teniente Ohlsen, y dijo con voz alegre:

– Vamos a dar un paseíto en automóvil, mi teniente, y os gustaría que nos acompañara.

Se reían. Aquel SD Unterscharführer siempre decía: «No hay que ser brutal si se puede ser amable.» Tiempo atrás cuando su Sección había sido designada como pelotón de ejecución, había dicho a una mujer doctora mientras le anudaba una venda sobre los ojos:

– Sólo le pongo una cortina delante de los faros, querida señora, porque no todo es agradable de ver. Imagine que jugamos a la gallina ciega.

Todo el pelotón se retorció de risa. Desde aquel día, llamaban a las ejecuciones «la gallina ciega».

El Unterscharführer Bock era así. Ahora estaba sentado junto al chofer, y explicaba, como un guía, todo lo que veía. Pasaban por la Mönckebergstrasse, atravesaban la plaza Adolph Hitler. A causa de los bombardeos se veían obligados a dar un rodeo y pasar por el Alster, donde cruzaron ante el hotel «Vier Jahreszeiten». Allí, Bock sintió la necesidad de decir:

– Todos esos hijos de papá se lo están pasando bomba, en espera de que perdamos la guerra; pero pronto iremos a desenmascararlos.

Después atravesaron Gansemarkat, cogieron por la Zeughausallee y bordearon la Reeperbahn. Estaba lleno de gente alegre que iba de una tasca a la otra.

– Si no tuviéramos tanta prisa -dijo Bock- habríamos podido soplarnos una botella de cerveza.

En la Kleine Maria Strasse había una larga cola.

– Acabamos de instalar veinte putas nuevas -explicó Bock-. Parece que esta pandilla de toros quiere probarlas. Y aún hay quien dice que en el Tercer Reich no hay servicios organizados. Mi teniente, ¿ha reflexionado alguna vez en lo que representa exactamente el nacionalsocialismo?

Como el teniente Ohlsen no respondiera a esta pregunta de máxima actualidad, el otro prosiguió:

– La mejor forma de comunismo.

– ¿Cómo se las arregla para llegar a esta conclusión? -preguntó el teniente Ohlsen, sorprendido.

Bock se rió, halagado.

– Somos nacionalcomunistas que quieren convertir a todas las demás naciones en países alemanes, a condición, desde luego, de que sus habitantes tengan la nariz recta. En Rusia, evidentemente, también son comunistas, pero no se interesan en convertir en rusos a los demás. Te pegan un coscorrón y después te dicen: «Ahora eres bolchevique, y lo que yo pienso lo pensarás tú también.» Nosotros dejamos tranquilos a los hombres con sotana, no les obligamos a llevar la cruz gamada. En Rusia, les ahorcan. En el fondo, hay ciertas cosas que me gustan en los tipos de Moscú. Nosotros somos demasiado blandos. Esa pandilla del Papa amenaza con vencernos Son más fuertes de lo que pensamos, y si no vigilamos, aún lo serán más A la gente le gusta el confesionario y todas esas zarandajas. Personalmente, sabré mantenerme apartado.

– ¿Tantas cosas tiene sobre la conciencia? -preguntó el teniente Ohlsen con suavidad.

Bock miraba hacia la Königin Allee; la gran iglesia estaba en ruinas.

– No me asusta nada. Solamente he obedecido, y seguiré haciéndolo. Y me importa un bledo quién me da las órdenes.

– Hablas demasiado -gruñó el chofer-. Lo que has dicho sobre el comunismo no está bien.

– ¿Acaso no es cierto? -protestó Bock.

– No lo sé. Solamente soy un Unterscharführer, y esto me basta.

Se detuvieron ante el edificio del Estado Mayor, y entraron lentamente, en primera, después de atravesar la cancela. La puerta chirrió. Hacía mucho tiempo que no la habían engrasado.

– ¿De dónde y adonde? -preguntó el centinela, asomando la cabeza por la portezuela.

– Gestapo IV-2-a, Stadthausbrücke, 8 -ladró el chofer-. Transporte a la cárcel de la guarnición.

– La orden de ruta -pidió el centinela.

Verificó las tres personas, examinó un momento al teniente Ohlsen. «Estás listo -pensó-. Es tu último paseo sobre almohadones blandos. La próxima vez, irás en carreta, con doce hombres.» Se colocó ante el vehículo, para controlar la matrícula. Saludó resueltamente al oficial prisionero.

El gran «Mercedes» siguió adelante por el cuartel. Un letrero indicaba la velocidad: tope máximo, 20 kilómetros por hora.

El teniente Ohlsen se fijó en un grupo de oficiales con guerreras blancas que ascendían por la ancha escalinata que llevaba al casino. Conocía el casino de los oficiales del cuartel de Caballería, el mejor de toda la región militar.

El automóvil avanzaba lentamente por la gran plaza de armas, donde millares de reclutas, dragones y ulanos habían levantado ingentes cantidades de polvo desde que el emperador había inaugurado el cuartel, en 1896. Bordearon las cuadras, que servían de garajes y almacenes. Hacía tiempo que los fogosos caballos habían desaparecido.

Después, se detuvieron bruscamente ante la cárcel de la guarnición.

– Ya hemos llegado -dijo Bock, riendo satisfecho-. Un baño refrescante y una cama calentita esperan en cada habitación individual. Aquí la divisa es: todo para el cliente. Todas las puertas están cerradas para que no se cuele ningún fantasma.

– ¡Cuántas tonterías dices! -gruñó el chofer.

– Pero yo no soy ladrón -replicó Bock, riendo.

– ¿Qué quieres decir -preguntó el chofer, entornando sus astutos ojillos.

– Prueba de adivinarlo por tres veces -repuso Bock, con una expresiva sonrisa.

El chofer murmuró unas frases incomprensibles.

Dentro de la cárcel, sonó una campana. Se oyó el ruido de unas botas claveteadas. Unas llaves tintinearon siniestramente.

Un Obergefreiter de Caballería abrió la portezuela de hierro.

– Entrega de un detenido preventivo del 27.° Regimiento Blindado, por la Gestapo IV-2-a, Hamburgo -ladró el Unterscharführer Bock.

El Obergefreiter movió la cabeza sin decir palabra y firmó e! recibo del teniente Ohlsen, como si se tratara de un objeto cualquiera.

– ¿Es un candidato al hacha? -preguntó cuando devolvió los recibos firmados.

– Nunca se sabe -replicó Bock, riendo.

Tres brazos se levantaron para saludar. Después, Bock y el Obergefreiter se estrecharon la mano mientras decían «¡mierda!»

El teniente Ohlsen quedaba completamente aparte. Estaba vivo y, sin embargo, había muerto ya.

– ¡De frente, marchen! -ordenó el cabo primero-. Segundo a la izquierda. ¡Al paso! Uno, dos, uno, dos. ¿Nunca ha hecho la instrucción? Dos a la izquierda, adelante. ¡Alto! ¡Derecha!

Abrió una puerta y ordenó al teniente Ohlsen que entrara en una oficina, donde un Stabsfeldwebel de Artillería estaba instalado tras un escritorio de madera de pino. Era un tipo musculoso, calvo, de aspecto malévolo. En su pecho colgaban las Cruces de Hierro de primera y de segunda clase.

El Stabsfeldwebel se lo tomó con calma. Examinó con lentitud los papeles del teniente Ohlsen. Como un gorila cansado, se puso en pie frente a él. Entornaba sus ojillos amarillentos. Las cejas, de color castaño claro, le hacían parecerse a un cerdo. En el cuartel le llamaban el Verraco.

Enarcó una ceja, se lamió los labios, eliminó un pedacito de carne de entre los dientes y se balanceó para hacer crujir sus altas botas de Artillería.

– Criminal de Estado -dijo-. Criminal de Estado. Mostraba un tono despectivo-. No ha birlado nada. Lamentable, muy lamentable. Los verdaderos criminales son preferibles a vosotros, los del apartado 91. Se puede confiar en los verdes, pero no en vosotros, los rojos. Incluso prefiero a los amarillos. Se pasan el día pegados a la Biblia, es cierto, pero acaban por capitular. No son idiotas como vosotros, los rojos. Vosotros lucháis contra molinos de viento. Tratad de meteros esto en vuestras cabezotas. Escuche bien, prisionero: vacíe los bolsillos y no se olvide de los escondrijos secretos. Abra el agujero del culo y ponga todas sus cosas aquí, sobre mi mesa. De derecha a izquierda, y en línea recta, señor. Utilice el borde de la mesa como regla. Dos dedos entre cada objeto. El encendedor y las cerillas, a la derecha. El dinero, en el extremo izquierdo. Y a toda prisa, que estamos en guerra y no tenemos tiempo que perder con los criminales de Estado.

El teniente Ohlsen contemplaba todos sus bienes sobre la mesa del Stabsfeldwebel encendedor, estilográfica, reloj, pipa, agenda y todo lo que un hombre suele llevar en los bolsillos. Completamente a la izquierda, 32 marcos y 67 pfennigs. Lamentaba no haber enviado este dinero a su hijo, en el campo.

Todos los objetos fueron anotados concienzudamente en e! inventario. Ataron una etiqueta a cada artículo, lo que para ciertos objetos, como la lima de las uñas y el encendedor, ofrecía bastantes dificultades.

– ¿A quién se le ocurre ir por el mundo con esas cosas? -rezongó el Verraco, mientras trataba de atarlas.

Por último, vio la estrella roja sobre la cartera del teniente Ohlsen. La escarapela de un comisario ruso: un recuerdo de Kharkov.

– No puede conservar esas cosas -decidió el Verraco.

Y arrancó la estrella roja, la echó al suelo y la pisoteó.

Incluso las pesadas espuelas de sus botas parecían tintinear llenas de ardor mientras procedía a la destrucción.

– Se lucha contra ellos y sé les aniquila.

Al Artilleriestabsfelwebel Stahlschmidt le gustaba su trabajo. Sabía que le llamaban el Verraco, pero nadie se había atrevido a decírselo cara a cara. ¡Qué Dios y el diablo protegieran a quien lo hiciese! Llevaba casi quince años en la cárcel de la guarnición de Altona. Varias cintitas de colores colgaban de su pecho: la Medalla al Mérito y recompensas por servicios prestados en la prisión. Durante la Primera Guerra Mundial había sido herido ligeramente en la batalla del Sorna Un granadero británico le había clavado un pedacito de bayoneta en el muslo izquierdo. El grito que lanzó el Verraco se había oído a kilómetros de distancia. Durante la convalecencia había conseguido obtener el cargo de ayudante de la prisión de campaña de la 31.ª División de Infantería, en Mons. Más tarde, se las había arreglado para permanecer en el servicio de las prisiones militares. Después de haber servido varios meses como soldado a las órdenes del Freikorpsgeneral Von Lüttwitz, en 1920 había pasado a ser ayudante en la prisión civil de Hannover. Esta vida civil sólo había durado nueve meses. Luego, había entrado en la Reichswehr. Se había encontrado como pez en el agua en medio de aquel ejército de cien mil hombres, donde se llevaron a cabo las maquinaciones susceptibles de dar paso a Hitler. Sin aquel ejército, a los nazis les hubiera sido imposible crear la Wehrmacht.

La Reichwehr ha hecho todo lo posible para demostrar su inocencia. Nunca lo consiguió. Nombraron a el Verraco jefe de la cárcel de la guarnición de Celle, una cárcel pequeña y simpática. Allí asesinó a su primer prisionero. Fue algo torpe y, el asunto estuvo a punto de terminar mal. La manera como había conseguido salvar la piel seguía siendo un enigma. Un teniente se había interesado de manera especial en aquel caso. Pero, hecho curioso, aquel mismo teniente murió accidentalmente en el camino que conducía al cuartel de Bergen, frente al lugar donde, años más tarde, se instaló un campo de concentración.

Tres años después, el Verraco había sido ascendido a Oberfeldwebel y se había instalado en la cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona. La Wehrmacht de Hitler le había sacado de allí. Representaba para ella una preciosa herencia, extremadamente útil, de la arrogante Reichswehr, que podía enorgullecerse de otros personajes, tales como los mariscales Paulus y Keitel, sin olvidar al SS Obergruppenführer Berger, comandante de la Sección SS de trabajadores civiles, compuesta de prisioneros Kz [30]. El Verraco se había convertido en Hauptfeldwebel y se sentía todopoderoso.

En 1940, la Wehrmacht le había ascendido a Stabsfeldwebel, el grado mas alto a que podía llegar. El Verraco permanecía sentado al fondo de su cárcel, como una araña que acecha a sus presas. Apenas salía. Algunos aseguraban que temía encontrarse con antiguos prisioneros. Otros, que si veía el sol se moría. Sentía un odio feroz hacia todos los oficiales. Ese odio provenía de que un día del mes de agosto de 1940, al asomar de su escondrijo, había tropezado con un teniente de diecinueve años que no había quedado satisfecho de su saludo. El joven había hecho pasar al Stabsfeldwebel de cincuenta y dos años por todos los obstáculos del terreno de entrenamientos, hasta perder ocho kilos y medio.

ElVerraco había jurado vengarse con todos los oficiales eme cayeran en sus garras, y cumplía su promesa.

Ahora, el teniente Ohlsen permanecía erguido ante el Verraco, a su merced. Todas sus pertenencias habían sido registradas y colocadas dentro de la bolsita blanca que se colgaría de un clavo, en la parte exterior de la puerta de su celda.

Se pasó a la indumentaria. Era el momento que el Verraco prefería. Hizo chasquear la lengua, gruñó de satisfacción, se secó las manos húmedas en sus pantalones de montar. Con los ojillos entornados observaba fijamente al teniente Ohlsen y decidió que era un flojo que no se atrevería a protestar. Mas, por otra parte, nunca se sabía. Había que tener habilidad para provocar los incidentes. Lo esencial era conseguir que el prisionero empezara a gritar; después, era sencillo hacerle perder la calma hasta el punto de que empezara a golpear. Entonces, el Verraco podía pasar a la contraofensiva. El Obergefreiter Stever era un testigo complaciente. Permanecía en pie ante la puerta, como una roca humana capaz de impedir cualquier tentativa de fuga. El Verraco se golpeó las botas con una fusta larga y delgada; estaba pensativo. Tiempo atrás se las había visto con un coronel idiota del 123.° Regimiento de Infantería, acusado de sabotaje en el mando, que se había vuelto completamente histérico al tener que separarse de sus cosas. Aullaba y gritaba, amenazaba y blasfemaba, como le corresponde a un coronel.

El Verraco se le había reído en las narices, y había dicho:

– Usted es coronel y comandante de Regimiento. Está lleno de medallas y de quincallería. Tiene un nombre distinguido, procede de la antigua nobleza. Lo sabemos. Pero también es un pedazo de mierda que está fuera de la ley. Si vive lo suficiente, mi coronel, será ejecutado, fusilado por doce tiradores escogidos, y esto, aunque su sangre sea tan azul como el Mediterráneo. Pero tengo el presentimiento de que no vivirá hasta entonces. Estoy seguro de que le recogerán como un montón de basura en uno de nuestros calabozos, para arrojarlo después el estercolero, desde donde le esparcirán como abono en un campo de patatas. Si algún día supiera qué parte del campo ha abonado usted, compraría las patatas y me las comería.

Entonces, el coronel estalló.

El Obergefreiter Stever lo empujó por la espalda de modo que el coronel cayó sobre el Verraco, quien inmediatamente le largó un puñetazo en el estómago, al tiempo que gritaba:

– ¡Maldita sea! ¿Se atreve a atacar a un funcionario en servicio?

El coronel brincó por los aires como una granada de 75 milímetros. Consiguió huir al pasillo, galopando con la camisa flotante sobre sus delgadas piernas. No pudo pasar de la reja, a la que se encaramó. Colgaba de ella como un mono, junto al techo, y pedía socorro. Invocaba alternativamente a la Policía y al buen Dios, pero nadie acudió. En cambio, llegaron el Verraco y Stever. Le hicieron bajar y lo arreglaron tan bien que consiguieron preferible cerrarle definitivamente la boca. Le mataron de un pistoletazo y lo dispusieron todo para que pareciera un suicidio. Sin embargo, el coronel había suplicado que se le perdonara la vida.

El Buitre (el suboficial Greinert) lo sujetaba mientras el Obergefreiter Stever le obligaba a coger la pistola y a apretar el gatillo. El coronel no había dejado de llorar. Daba su palabra de honor de que no diría nada sobre lo ocurrido si le dejaban con vida. Les ofrecía dinero, mucho dinero. El Verraco aún se reía al recordarlo.

¡Poco había faltado para que les ofreciera, además, su mujer y sus hijas!

Después de haberle matado, enviaron un parte al comisario auditor del X Ejército. A Stever estuvo a punto de atragantársele la cerveza, cuando leyó el informe de el Verraco:


INFORME


La Cárcel le Guarnición X/76 ID/233.

Hamburgo-Altona.

28 de agosto de 1941.


Al Comandante General del X Ejército. Hamburgo-Altona.


El detenido, coronel Herbert von Hakenau, se ha apoderado hoy, durante el paseo cotidiano, de la pistola del Obergefreiter de servicio, Egon Stever. Obergefreiter del 3.er Regimiento de Caballería. Pese a una intervención inmediata, el detenido ha conseguido apuntar la pístala contra su sien derecha y pegarse un balazo morid. El cuerpo ha sido retirado inmediatamente y depositado en su celda, iras de lo cual se ha llamado al médico.


M. STAHLSCHMIDT.

Haupt-un Stabsfeldwebel.


Habían enviado a buscar un médico para obtener un certificado de defunción. Acudió un médico aspirante, un idiota que no entendía nada. Empujó con la bota izquierda el delgado cuerpo del coronel y le pidió a Stever que le tomara el pulso.

– Está muerto, mi teniente -anunció Stever.

– Eso parece -contestó el aspirante, mientras cogía la estilográfica que el Verraco le alargaba.

Con gran alivio de todo el mundo, firmó el certificado de defunción. Como causa de la muerte indicaba suicidio por disparo en la sien derecha. Cráneo roto. Muerte inmediata.

Enterraron al coronel en el cementerio de los criminales. La Gestapo cuidó de ello. Se dio un número a su tumba. Se escribió la palabra «secreto» en todos sus documentos, y se les hizo desaparecer en el gran expediente llamado «gekados». Nadie sería ya capaz de localizar su tumba.

El Verraco descartó estos divertidos pensamiento, se volvió hacia el teniente Ohlsen, y ordenó:

– Quítese la ropa, prisionero. Póngala en dos sillas: la exterior, a la derecha; la interior, a la izquierda. Las botas entre las dos sillas. Orden, por favor.

Acechó un momento al teniente Ohlsen. Con gran decepción por su parte, éste no reaccionó. Aquel teniente de Tanques era un imbécil. No serviría como diversión. Asunto rutinario. Mortalmente aburrido. Permanecería en su celda, sería interrogado, se ceñiría al reglamento. Los tipos del tribunal vendrían a verle y ensuciarían diez páginas con sus tonterías. Una pérdida de tiempo. Lo mismo ocurriría con la sentencia. Con o sin proceso. Con mucha probabilidad, la pena de muerte. Vendrían a buscarle una mañana, hacia las siete. Doce hombres de la guardia. Tipos apuestos, con botas bien lustradas y equipos relucientes. Bromearían para disimular su nerviosismo. Todos querían dárselas de duros, pero se ensuciaban en los calzones de puro miedo. Le cargarían en la carreta de Bremen. Al llegar allí, le sujetarían a un poste, le colgarían un cartón blanco en el pecho. Y un nuevo prisionero ocuparía inmediatamente su calabozo.

El teniente Ohlsen se desvistió con la paciencia de un ángel. El Verraco pensó que sería mejor que dijera algo para hacerle ir más de prisa.

– No crea que está en su casa, donde puede emplear varias horas en desnudarse. ¡Vamos, un poco más de rapidez!

Ni siquiera esto consiguió excitar al teniente. El Verraco mostró sus dientes amarillos en una sonrisa maligna y pensó para sí: «Espera que te presente al comandante, y ya verás si estás en forma.» Nadie había salido nunca del despacho del comandante sin haber recibido varios porrazos. Miró al prisionero desnudo que tenía delante y, sonriendo, realizó otra tentativa de provocación.

– Prisionero, es usted un montón de mierda. Si pudiera verse en un espejo, se tendría asco. Sin uniforme ni medallas es un cero a la izquierda. Un mico con las rodillas huesudas y los pies vueltos hacia dentro. El más miserable de los reclutas es un valeroso guerrero comparado con usted.

Después de guiñarle un ojo al Obergefreiter Stever, dio varias vueltas alrededor del teniente Ohlsen. Parecía un tanque moviéndose sobre el pavimento. El Verraco estaba orgulloso de su manera de andar.

– Prisionero, diez flexiones de las piernas, los brazos extendidos. Hemos de asegurarnos de que no ha ocultado nada en algún escondrijo indecente. Las palmas de las manos en el suelo, las rodillas extendidas, inclinase hacia delante. Stever, compruebe el agujero del culo.

El Obergefreiter Stever se echó a reír y fingió que lo hacía; después, dio un puntapié al teniente Ohlsen. El oficial cayó hacia delante, pero sin ni siquiera rozarle, con gran pesar de el Verraco. Si hubiera ocurrido esto, el Verraco hubiese podido darle un buen puntapié en la cara, so pretexto de que el prisionero le había atacado.

Aproximadamente un mes antes, Stever pegó tal patada a un Feldwebel que, al caer, derribó también a el Verraco. Le habían roto tres costillas entre los dos. A continuación, se lo habían entregado a el Buitre, quien, después de dejarlo en el suelo del calabozo, había saltado sobre su vientre desde encima de la mesa. El Feldwebel había gritado durante un cuarto de hora largo. Había gritado tanto que despertó a toda la prisión. En aquel momento, había dos locos en el calabozo número 7. Eran dos Gefreiter del 9.° Regimiento de Artillería. No se sabía con exactitud cómo se habían vuelto locos. Se decía que dos suboficiales habían rebasado un poco los límites de las sanciones disciplinarias. A los dos suboficiales les cambiaron simplemente de Regimiento. Pusieron al maltrecho Feldwebel en el mismo calabozo que los dos locos, entregaron una tabla de la cama a cada uno de ellos y les ordenaron que le pegaran. Los locos se habían echado a reír y habían empezado a golpear al pobre diablo. También él acabó volviéndose loco. Tiempo después, tuvo derecho a una inyección, en calidad de enfermo incurable. También los dos Gefreiter de Artillería, pero aquello no concernía a la cárcel. Era la Sección del doctor Werner Heyde.

El Verraco sonrió, satisfecho. Sabía lo que hacía. En la cárcel, era él quien lo decidía todo. El comandante acudía de vez en cuando a realizar una inspección, pero aquello carecía de importancia. El comandante Rottenhaussen callaría. Una investigación a fondo sólo serviría para crearle problemas, con la consecuencia inmediata de su envío al frente del Este. Un nombre en su sano juicio no corta la rama en que está sentado.

– Debe colocar los tirantes y el cinturón en la bolsa -gruñó, indicando el saquito blanco-. Aquí no queremos suicidios. Le encantaría burlar al Tribunal Militar, ¿eh? Dejar sin trabajo a todos nuestros jueces y procuradores militares. ¡Ah, no, prisionero! Procuramos que nuestros clientes no se pierdan nada. Instrucción previa, espera y juicio y, para terminar, lo mejor: las penitenciarías de Torgau o de Glatz Espero que vaya a Glatz. Allí está el coronel Remlinger. Sabe cómo tratar a un tipo como usted. Allí hay una disciplina que haría palidecer incluso al viejo Fritz [31]. Miden con un centímetro si hay la distancia reglamentaria entre las puntas de los pies, cuando están firmes, cada milímetro de diferencia cuesta veinte bastonazos en la espalda. Allí quebrantan a los héroes más duros. Allí hacen bajar las escaleras, desde el cuarto piso, apoyados sólo con las manos. He oído decir que tres prisioneros libertados, uno de los cuales estaba paralítico cuando fue a Glatz, han encontrado trabajo como acróbatas en un circo de fama mundial. Pero, al fin y al cabo, ni siquiera es seguro que vaya usted allí, mi teniente. Tal vez le decapiten. ¿Quién sabe? Quizás el Bello Paul desee verle bajo el gran cuchillo. Resulta desagradable. Yo prefiero el poste en los terrenos de Luneburgo.

El Verraco se acarició la nuca pensativamente.

– Sólo lo vi una vez y tuve bastante. Pero, apresúrese, prisionero, vístase a toda prisa. Aquí no toleramos a los perezosos. Recuérdelo, teniente. Parece usted a punto de dormirse. ¿Piensa, tal vez, que el Obergefreiter Stever le explicará un cuento de Andersen? ¿El patito feo, por ejemplo?

Stever contuvo una risotada.

El teniente Ohlsen se vistió a toda prisa. Ahora que le habían quitado el cinturón, se veía obligado a sostener el pantalón con las manos.

– Aquí debe abrocharse el cuello -ordenó el Verraco-. La corbata está prohibida. No hacemos las cosas a medias.

El teniente Ohlsen dobló silenciosamente las anchas solapas sobre su pecho, abrochó la de encima en el botón de la hombrera y sujetó el cuello de la guerrera.

El Verraco asintió con la cabeza.

– Ya verá, acabaremos por conseguir algo de usted. Muchos oficiales han vuelto a ser verdaderos soldados gracias a nosotros. ¡Levante los brazos! ¡Salte con los pies! ¡Uno, dos, tres!

El teniente Ohlsen saltaba, impasible, y parecía completamente indiferente.

El Verraco se turbó. «Debe de estar loco», pensó. Nunca había visto a un oficial que soportara todo aquello. La mayor parte de ellos estallaban en el momento del registro. Los más curtidos resistían hasta los saltos. También Stever estaba sorprendido. No lo comprendía. Aquel teniente debía de ser de madera.

– Boca abajo -ordenó el Verraco-. Treinta vueltas sobre el ombligo.

El teniente Ohlsen obedeció. El teniente Ohlsen dio treinta vueltas sobre sí mismo.

El Verraco le pisó los dedos. Ohlsen gimió, pero no mucho, ni siquiera cuando le arrancaron una uña. Le dieron un fusil, una pesada arma belga, y en el pasillo, Stever y el Buitre le hicieron maniobrar bajo la vigilancia de el Verraco.

– De rodillas, preparado -ordenó Stever.

El Buitre dio la vuelta alrededor del prisionero arrodillado para comprobar si su posición era correcta; pero quedaron decepcionados. El teniente Ohlsen sabía hacer el ejercicio.

– ¡En pie! -ordenó Stever.

Apenas el teniente Ohlsen se había levantado, con el fusil en posición, la culata pegada al hombro, el codo en ángulo recto, cuando Stever volvió a gritar:

– ¡De bruces! -Y casi en el acto-: ¡De rodillas! ¡Apunten! ¡Alineamiento a la derecha! ¡De bruces! ¡Firmes! ¡Descansen! ¡Firmes! ¡Media vuelta! ¡Saltos sin moverse del sitio! ¡Hop! ¡Hop!

Finalmente, el Buitre consiguió atrapar al teniente Ohlsen.

– ¡Esta sí que es buena! ¡Un oficial que no sabe manejar las armas!. ¡Y pretende enseñar a los reclutas! ¡A la derecha y firmes, montón de mierda!

El teniente Ohlsen se tambaleó, pero tan poco que hacía falta un elemento de la calaña de el Buitre para notarlo.

– ¡Se mueve! -aulló el Buitre-. ¡Se mueve en posición de firmes!

El Verraco y Stever se retiraron discretamente a un rincón. No habían visto nada. No sabían nada.

El Buitre se acaloró.

– ¡Maldita sea! El miserable tiembla como un perro mojado… ¡en posición de firmes! ¡Una cosa así me saca de quicio! Un oficial que no sabe obedecer. Montón de basura, ¿es que nunca has leído lo que hay escrito en la puerta de la escuela de reclutas? «Obedece primero, ordena después.» ¡Mantente erguido, simio! Cuando ordeno «!firmes!», te conviertes en una estatua, en una piedra, en un poste, en una montaña.

El teniente Ohlsen vaciló por segunda vez. El Buitre entornó los ojos, se reajustó la funda de la pistola, tiró de su guerrera, se caló bien la gorra. La gorra de artillero, con los cordones de color sangre.

– ¡Maldita sea! -jadeó-. Un sencillo suboficial debe enseñar la disciplina a un oficial.

Mordiéndose los labios, apuntó la figura del teniente Ohlsen. Después, su puño avanzó rápidamente para alcanzar con un ruido sordo el rostro del prisionero.

El teniente Ohlsen retrocedió unos pasos, pero en seguida recuperó el equilibrio. Volvió a pegar el fusil a su pierna. Se mantenía erguido, derecho como un poste, pese a la sangre que le manaba por la nariz.

El Buitre chilló, despectivamente:

– ¿El señor teniente se ha partido el pico? Son cosas que ocurren durante los ejercicios militares. ¡Descansen, viejo chivo! ¡Firmes, pato salvaje!

El Buitre era un diccionario zoológico ambulante. Conocía los más extraños animales fabulosos. Dio lentamente la vuelta al prisionero, que se mantenía erguido, examinó si el extremo de la culata estaba exactamente en la vertical del dedo del pie izquierdo, si el pulgar estaba apoyado en el último anillo.

– ¡Vista a la derecha, cretino! ¡Vista al frente!

El Buitre pasó, después, a la guerra de nervios, tal como se practica en todos los Ejércitos del mundo. No hay soldado que no la haya sufrido. Pero el Buitre proseguía mucho más allá de los límites admisibles.

Empezó a situarse a unos centímetros del teniente Ohlsen y por mirarlo cara a cara. Después de haberse divertido así unos instantes, se le acercó e intentó hacerle bajar los ojos con su mirada. Al no conseguirlo, empezó a dar vueltas alrededor de Ohlsen. Lentamente y sin hacer ruido. Como un gato que juega con el ratón. Algunos resistían cinco minutos. Los soldados muy adiestrados, diez. Muy pocos, un cuarto de hora.

El teniente Ohlsen aguantó trece minutos Parpadeaba. Le temblaban las rodillas. Se le engarabitaron los dedos.

Era lo que esperaba el experto verdugo. Se había situado detrás del teniente Ohlsen y esperaba, inmóvil. De repente alargó una mano y tocó el fusil, que cayó, produciendo un ruido terrible al chocar contra el suelo.

Fingiendo indignación, el Buitre empezó a gritar:

– ¡Es lo que faltaba por ver! Este simio se ha vuelto completamente loco. ¡Tirar su fusil al suelo…! Un buen «Máuser» alemán, modelo 08,15. ¡De bruces, rata sarnosa! ¡Adelante a rastras, hombre serpiente! Coge el fusil y lámelo, pero sigue arrastrándote, perro, o te parto los hocicos y te hundo el fusil en el vientre. ¡Arrástrate y lame, aborto del infierno, arrástrate y lame!

Cada vez que el desdichado pasaba ante el Verraco y Stever, éstos le pisaban y lo llenaban de improperios. Palabras degradantes, horribles.

A Ohlsen le sangraban las manos. La nariz. Y de su boca manaba un delgado hilo de sangre.

Le dieron unas patadas. Se relevaban para pegarle. Le miraban y se reían. Después, se enfadaban porque, con su sangre ensuciaba el pulido suelo. Chillaron todos a la vez. Sus ojos relampagueaban bajo la visera de la gorra.

Por último, Ohlsen se derrumbó. Como un globo que se deshincha. Ni siquiera los golpes consiguieron nada. Ni siquiera cuando el Buitre le manipuló entre las piernas, lo que ocurrió mientras Ohlsen lamía el suelo.

– La sangre es preciosa -había dicho el Verraco-. No hay que perderla. Metedle en el número 9 -rezongó por fin.

Y se fue con paso sonoro y firme.

Aquél había sido un buen día. El teniente de Tanques era el cuarto a quien sometían al tratamiento de llegada. Se frotaba las manos de placer. Si algún día pudiera echarle la mano al teniente de Artillería Hans Graf von Breckendorf… Aquel crío infame que le había hecho recorrer el campo de maniobras, a él, el Haupt-un Stabsfeldwebel Stahlschmidt, como si fuera un simple recluta. Sentía vértigos al pensar en lo que haría sufrir a aquel reyuezuelo del cañón. Aunque viviera cien años, no lo olvidaría nunca.

Era un sábado por la tarde de un cálido día del mes de julio. El Verraco se dirigía a la cantina para tomar una cerveza fresca. La boca se le hacía agua al pensar en ella. Se había desabrochado el cuello y se había echado la gorra hacia atrás.

El teniente de Artillería Graf von Breckendorf, que había sido nombrado teniente la víspera de cumplir diecinueve años, le había detenido ante la cantina. Paseaba montado en un caballo tordo cuando descubrió a el Verraco. Galopó hacia el Stabsfeldwebel que nada sospechaba, y se detuvo tan cerca de él que la espuma del caballo le manchó el uniforme. Con su larga fusta, señaló el cuello desabrochado, y dijo con tono hiriente:

– Como Stabsfeldwebel debiera saber que está prohibido andar con esa indumentaria. -Al mismo tiempo, había dado un golpecito con la fusta en la nariz de el Verraco-. Pero tal vez haya olvidado el reglamento debido al tiempo que lleva oculto en nuestra prisión. También ha engordado demasiado, Stabsfeldwebel. Necesita ejercicio. ¡Al campo de maniobras! ¡Paso ligero!

El Verraco había corrido junto al caballo, que avanzaba al trote. Desde aquel día, había detestado el olor del cuero impregnado de sudor.

El joven teniente le había hecho franquear todos los obstáculos del campo de maniobras.

El uniforme de el Verraco estaba hecho trizas después del paso por las alambradas. Cuando el teniente se hubo cansado del campo de maniobras, había proseguido el ejercicio en el picadero, donde el Verraco había sido obligado a avanzar a saltos. Pero esto aún no era bastante para el teniente Von Breckendorf. Había ordenado a el Verraco que se presentara al cabo de diez minutos con equipo de campaña y máscara de gas, y después le había obligado a dar treinta y seis vueltas a la pista del picadero, corriendo junto al caballo. Todo el tiempo el Verraco había sentido la punta de la bota del teniente junto a su hombro. Estaba a punto de desmayarse, cuando, por fin, se pudo retirar.

El teniente había dicho, sonriendo:

– Volveremos a vernos, Stabsfeldwebel.

El Verraco lo esperaba con todo su corazón. Cada mañana, examinaba febrilmente la documentación de la noche, para ver si había un prisionero llamado Hans Graf von Breckendorf. Apenas podía soportar la decepción cuando no lo encontraba. Formulaba votos para que su deseo se realizara. Ignoraba que Von Breckendorf había muerto, hacía más de un año, en Sebastopol, al frente de su batería.

Ocurrió una mañana, temprano. La batería recibió la orden de cambiar de posición. Debía seguir el avance de la Infantería. El teniente Von Breckendorf montaba aún el mismo caballo tordo. Sacó el sable de la funda, lo agitó sobre su cabeza y, en pie sobre los estribos, gritó a sus hombres, corpulentos y forzudos campesinos de las llanuras sajonas:

– ¡Batería, adelante, al galope!

Los conductores fustigaban los caballos, mientras que los artilleros se aferraban al avantrén.

El teniente estaba radiante. Le encantaba aquello. Ya sólo le faltaba aplastar a unos cuantos rusos. Con preferencia, rusos desarmados.

Cayó exactamente como su padre, que había sido capitán de Caballería en el 2.° Regimiento de Húsares y había muerto en septiembre de 1918, en el curso de una acción de Caballería, en Signy-l’Abbaye. También él montaba un caballo tordo, a la cabeza de su escuadrón. Todos los varones de la familia Von Breckendorf eran oficiales de Caballería. Naturalmente, húsares en tiempos del emperador. Pero, desdichadamente, el teniente Ulrich Graf von Breckendorf había sido adscrito a la Artillería, en el 22.° Regimiento. Allí consiguió una fama halagadora gracias a sus hazañas ecuestres. Pero la tradición militar quería que muriese a lomos de un caballo tordo. Aún vivió dos horas y media después de haber sido herido, y comprobó, sorprendido, que morir era infinitamente desagradable. Dejaba un hijo de tres años, a quien se educaba según las tradiciones familiares. Le estaba prohibido llorar a su padre. Cada domingo le llevaban a la iglesia, vestido con el uniforme azul de los húsares, y era saludado respetuosamente por todos los habitantes del poblado, que consideraban a la familia del conde como la representante de Dios en el pueblo. Llamaban al niño «señor conde». El pobre pequeño sudaba como un cerdo asado bajo el casquete de pelo y el uniforme bordeado de pieles, el uniforme de gala de los húsares.


Durante los días que siguieron, el personal de la prisión estuvo muy ocupado. Tanto, que algunos nuevos prisioneros escaparon a la ceremonia de la matriculación. Se había iniciado un asunto de gran envergadura. Se había decidido asustar a los oficiales. Algunos de ellos se estaban mostrando demasiado liberales en sus relaciones con la población de los territorios ocupados. Un Hauptmann del 16.° Regimiento de Infantería, de Holdenburgo, fue detenido porque decía, a quien quería oírle, que encontraba a Wiston Churchill mucho más simpático que según quién. En la puerta de su celda habla un letrero con la mención: Apartado 91 b.

En el casino, un teniente de la 10.ª Escuela de Caballería de Soltau había levantado el brazo para saludar. Por desgracia para él, en el mismo momento se le ocurrió separar los dedos para formar la V inglesa. Cinco días después, estaba en la oficina de el Bello Paul, acusado de infracción del apartado 91. La Policía secreta había remitido un informe de cuatro líneas sobre la cuestión de la V a la Gestapo. Ésta convirtió rápidamente las cuatro líneas en cuarenta páginas bien llenas. Arriba, a la derecha, habían puesto un sello con el «gekados» en rojo. El acusado desapareció sin dejar rastro, como polvo barrido por el viento.

La mayoría de los acusados confesaban al cabo de una hora y después facilitaban los nombres de los camaradas, inocentes o no.

También para el teniente Ohlsen llegaron largas y desagradables horas de interrogatorios «psicológicos» en el despacho sobriamente amueblado de el Bello Paul. El único adorno era un jarrón con claveles rojos. Cada mañana, el Bello Paul cogía un clavel y se lo ponía en el ojal.

El teniente Ohlsen estaba tendido en el suelo del calabozo número 9. Refrescaba su frente ardorosa apoyándose en el frío cemento. Añoraba las trincheras. Era un dechado de comodidades en comparación con lo que estaba pasando. No entendía por qué ningún miembro de la Compañía se ponía en contacto con él. Tal vez le creyesen ya muerto. Cabía la posibilidad de que la Gestapo hubiera anunciado su ejecución.

Estaba totalmente incomunicado. Sólo veía a los demás prisioneros durante el paseo, pero le era imposible hablarles: el Verraco y el Buitre les vigilaban. Stever y otros dos guardianes estaban sentados en lo alto del muro y fingían dormir, pero no se les escapaba nada.

El paseo cotidiano era un infierno: los prisioneros debían correr durante media hora por el patio. Había que correr con las piernas rígidas y las manos detrás de la nuca. Resultaba cómico para quienes lo veían. Pero bastaba con probarlo durante cinco minutos para dejar de reír. Cada vez que los talones golpeaban el suelo, el dolor llegaba hasta la nuca. Aquella forma de paseo era una invención personal de el Verraco En su limitado terreno, el Verraco era un genio.

Cuando los SD fueron a buscar al teniente Ohlsen para interrogarle, se divirtieron como unos locos al ver su rostro magullado.

– ¿Se ha caído por la escalera? -le habían preguntado, riendo.

El Verraco aseguró, entre la hilaridad general, que el teniente se había caído de la cama. Había tenido una origina pesadilla.

– Tus clientes se caen a menudo mientras duermen -había observado un SD Untersharführer-. ¿No crees que deberías ponerles chichoneras?

La broma era tan buena que hubo que regarla inmediatamente en el despacho de el Verraco. Poco después, toda la prisión les oía cantar.

En un rincón, junto a la cama del teniente Ohlsen, alguien había escrito esta estrofa en la pared:


Hijo querido, ¡oh, mi felicidad!,

he de dejarte huérfano.

Pero aunque yo te abandone,

el mundo entero por padre tendrás.


ERICH BERNERT.

(Coronel)

15-4-40.


Ohlsen la releía sin cesar. Pensaba en su hijo Gerd, a quien su madre y la familia de ésta habían llevado al campo de educación nacionalsocialista, cerca de Oranienburgo. Allí, los jefes de las Juventudes Hitlerianas explicarían a Gerd qué miserable tenía por padre. Un enemigo del pueblo. Un individuo que había traicionado a su patria. Su familia política, los distinguidos Länder, se regocijarían en su justicia farisaica. Su suegra se sentiría como pez en el agua. Le clasificaría entre los desequilibrados sexuales y los asesinos. A Ohlsen casi le parecía oírla cómo explicaba a sus amigos, mientras tomaban el té, qué desgracia había caído sobre la familia… Al mismo tiempo, en el fondo de sí misma, le estaría agradecida por facilitarle semejantes temas de conversación.

El teniente Ohlsen había caído en el olvido.

Una profunda desesperación se había apoderado de él durante las largas horas pasadas en la celda.

Y luego, un día, el Viejo y el legionario fueron a visitarle. A partir de aquel momento, recuperó el valor. Era como si se hubiese entreabierto una puerta hacia el mundo exterior. Evidentemente, no podían liberarle ni podían hacer algo para mejorar su destino. Pero le vengarían. Resultaba más fácil resistir cuando se sabía que el que te maltrataba se encontraría algún día en presencia de un brazo vengador.

El pequeño legionario había fotografiado con la mirada Verraco, a Stever y a el Buitre.

Stever, que estaba presente en la visita, se sintió extrañamente turbado. Intentó participar en la conversación, pero el legionario le mantuvo a distancia. Luego, bruscamente, Stever ofreció cigarrillos, pese a que estaba prohibido fumar. Rehusaron, pero habían fumado los cigarrillos del legionario.

Al término de la visita, el legionario salió el último y, ya en el umbral, se volvió hacia Stever y le dijo:

– Tú eres Stever, ¿verdad? Y el gordo del despacho, el que lleva las tres estrellas en las hombreras, es Stahlschmidt. Y tu camarada, el suboficial que tiene la nariz torcida es ése al que llaman el Buitre, ¿verdad?

Stever había asentido con la cabeza, algo desconcertado.

– Bueno, no lo olvidaré -contestó el legionario-. Algún día nos encontraremos los cuatro. Tal vez alrededor de un vaso de cerveza. ¿Has oído hablar del té amargo del general chino Thes Sof Feng?

– No, nunca -murmuró Stever-. ¿De qué se trata?

– Siempre tomaba el té con sus enemigos. Pero té del general era dulce.

Después, el legionario había canturreado:

– Ven, ven, oh, muerte, ven.

Más tarde, Stever había entrado en la celda del teniente Ohlsen. Primero, había hablado de la lluvia y del sol. Luego, se había sentado antirreglamentariamente en el borde de la cama, y había declarado:

– Ese pequeño suboficial con el rostro desfigurado y la mirada de serpiente que decía tantas burradas es el tipo más asqueroso que he visto nunca. ¿Cómo es posible que un oficial como tú alterne con semejante bruto? Estoy helado hasta la medula de los huesos. Tiene aspecto de loco.

El teniente Ohlsen se encogió de hombros.

– Nadie alterna con él. Su única amiga es la muerte.

– ¿La muerte? No lo entiendo. ¿Es un asesino?

– En un sentido, sí y en otro, no. Es, a la vez, verdugo y juez. Su jefe esquelético, el hombre de la guadaña, le susurra al oído a quién debe enviar al reino de los muertos, y cuando está decidido, silba la tonadilla de su amo.

– ¿La invitación a la muerte? -murmuró Stever, mientras se secaba la frente húmeda con el dorso de la mano-. No quiero volver a ver a ese tipo. -Dio unos pasos por la celda-. He conocido a muchos tipos extraños en el RSHA. Tipos que te erizaban el cabello. Pero ese que ha venido a verte es peor que todos los demás. Se sienten escalofríos con sólo mirarlo. -Stever se volvió a sentar en la cama. Luego, súbitamente, no pudo contenerse más y preguntó-: ¿Crees que tiene algo contra mí?

– Lo ignoro -repuso el teniente Ohlsen, cansado-. Nunca se sabe si tiene o no algo contra alguien. Sólo se sabe cuando ocurre y entonces, suele ser demasiado tarde. Tal vez haya observado Stever, que anda sin hacer el menor ruido. Es el único soldado de todo el Ejército alemán que lleva gruesas suelas de goma. Tiene cuatro pares de botas así. Creo que son americanas. Si tiene algo contra usted, Stever, no tardará en advertirlo.

– Pero, nunca le he hecho nada, que yo sepa. Nunca le había visto, ni quiero volver a verle.

Al final, Stever casi gritaba. Tuvo miedo de sí mismo, y se tapó la boca con una mano, movió la cabeza, se quitó la gorra, se frotó el rostro y tocó los galones que llevaba en la manga.

– No soy más que un pequeño Obergefreiter que se limita a obedecer.

Se inclinó confidencialmente hacia el teniente Ohlsen, que estaba de pie junto a la pared, debajo de la ventana, según prescribía el reglamento.

– Voy a decirle algo. Aquí, el hombre peligroso es el Verraco, ese miserable. Es Stabsfeldwebel. Si el amigo del hombre de la guadaña quiere divertirse con alguno de nosotros por tu causa, sé bueno y explícale a ese diablo que se equivoca si persigue a un camarada. Es al Haupt-un Stabsfeldwebel Stahlschmidt a quien debe echarle el guante. Marius Alois Joseph Stahlschmidt. Con franqueza, ese pequeñajo no me gusta. Solicitaré el traslado en seguida. No quiero seguir aquí.

»Noto que ya no puedo más. Todos los que han salido de aquí volverán algún día. Y entonces, prefiero encontrarme a mil kilómetros de distancia. Explícale que yo no estoy aquí por los mismos motivos que el Verraco y el Buitre. A mí me trasladaron.

Sacó su cartilla militar y la enseñó al teniente Ohlsen para que pudiera comprobarlo.

– Mira. Pertenezco al 12.° Regimiento de Caballería, que está en París. Aquellos cretinos me echaron y me enviaron aquí. Nunca solicité el traslado. Incluso he pedido varias veces que me envíen a otra unidad, pero el Verraco no quiere separarse de mí. Él me aprecia, pero yo a él, no. Dile a ese tipo lleno de cicatrices, que de buena gana le ayudaré a echar el guante a el Verraco y a el Buitre, y que si necesita una coartada cuando se los haya cargado, ¡maldita sea!, juraré por todos los diablos en favor suyo.

– ¿No cree usted en Dios, Stever?

– No, en realidad, no.

– ¿Nunca ha rezado, Stever?

– Sólo una o dos veces, cuando he estado muy apurado Ahora me ocuparé de ti, teniente, y te buscaré algo para leer. Pero, cuidado: que no lo encuentre el Verraco. No hay que temer a el Buitre. No tiene nada que hacer en mis calabozos. Y aquí tienes cigarrillos. Cógelos, muchacho. Somos camaradas, ¿no?

Stever escondió un paquete entero debajo del colchón.

– Fúmatelos junto a la boca de ventilación, teniente. Así no se notará el humo. -Iba a salir de la celda, pero cuando se disponía a cerrar la puerta, se volvió y dijo-: Esta noche, recibiremos nuestra ración de chocolate. Te daré la mía. La dejaré encima del depósito para que puedas cogerla cuando vayas al retrete. Pero, por favor, explícale a tu compañero que soy un buen sujeto. Piensa en los riesgos que corro por tu causa. Desde que te vi, te encontré simpático. ¿No observaste cómo te guiñé un ojo cuando llegaste? Y, sobre todo, no creas que tengo miedo. No le temo a nada en el mundo. Todos los que me conocen podrían explicártelo. Gané mis dos Cruces de Hierro en Polonia, y aquello fue duro. Fui el único de la Compañía que las recibió. Explícaselo a tu amigo. Yo también soy del frente. En Westa Plata, liquidé toda una Sección. Eso me valió la E. K. [32]. En Varsovia, destruí cuatro refugios antiaéreos con ayuda de lanzallamas. No escapó ni un polaco. Todos quedaron asados antes de haber tenido tiempo de abrir la boca. Por eso me concedieron la E. K. I. Ya ves, pues, que no soy ningún miedoso. Te aseguro que estuve a punto de llorar de decepción por no haber estado en Stalingrado. Pero tu amigo me hace temblar. ¿Utiliza un cuchillo? Quiero decir, ¿un puñal?

El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.

Stever se estremeció y cerró de golpe la puerta del calabozo. Fue al lavabo, metió la cabeza bajo el chorro del agua fría y dejó que ésta manara durante cinco minutos. No se encontraba muy bien.

El teniente Ohlsen respiraba con fuerza. Limpió la cama en la que se había sentado Stever. Después, se sentó a su vez, con la cabeza entre las manos. Se sentía mejor. Tenía aliados.

Cuando el Obergefreiter Stever hubo terminado de refrescarse, se dirigió tan aprisa como se lo permitían sus piernas, hacia el despacho de el Verraco. Estuvo a punto de olvidarse de llamar a la puerta. Las palabras brotaban de su boca a borbotones.

– ¿Ha visto los visitantes del número 9, Stabsfeld? ¿Se ha fijado en el pequeño? Era el diablo en persona.

El Verraco examinó a Stever. Sus astutos ojillos se entornaron hasta convertirse en dos rendijas.

– No te pongas nervioso, Stever. Sólo eran dos soldados. El pequeño debía de estar borracho. Tarareaba algo extraño, sobre la muerte, cuando se han marchado. Y si no estaba borracho, quizá haya recibido un cascote de granada. Iba encorvado bajo el peso de sus condecoraciones. Es una especie de idiota del frente que cree poder exhibir entre nosotros su escaparate de quincallería.

Stever se sentó en una silla y se enjugó la frente.

– ¡Menuda jeta! Avergonzaría hasta a un caníbal. ¿Se ha fijado en la larga cicatriz que le cruza el rostro y que cambia constantemente de color? ¿Y los ojos? Nunca los olvidaré. ¿Y las manos? Eran unas manos hechas para estrangular.

El Verraco cogió el permiso de visita que estaba ante él, encima de la mesa, y murmuró a media voz:

– Feldwebel Willie Beier y suboficial Alfred Kalb.

– ¡Ese es! -gritó Stever-. Alfred Kalb. Me acordaré.

Examinaron el permiso de visita. De repente, el Verraco dio un respingo.

– ¡Por todos los diablos del cielo y de la tierra! ¡Fíjese en esta firma!

– ¿Qué tiene? -preguntó Stever, sorprendido.

– Le consideraba una persona inteligente, Obergefreiter Stever. De lo contrario, hace mucho tiempo que le habría enviado a un batallón del frente. Sólo trato con personas inteligentes. Las otras me embrutecen. ¿Cree que habría llegado adonde estoy si no hubiera utilizado el cerebro? ¡Mire bien esta firma, Stever, diantre!

Stever la estudió con atención y tuvo que confesarse que no veía nada extraño en ella. Pero se abstuvo de manifestarlo. Contestó prudentemente, para dejarse una puerta abierta:

– Sí, ahora que lo dice, mi Stabsfeldwebel, en esta firma hay algo anormal.

– ¡Es evidente! -gritó el Verraco-. Por fin lo ha captado. Se ha levantado el telón de acero. Pero ha necesitado tiempo, Stever. Tiene que acostarse más temprano, Obergefreiter.

Sacó una botella de whisky de un cajón del escritorio y llenó dos vasos.

– Tiene razón, Stever. Esta firma está falsificada. Por suerte, lo ha descubierto usted.

Stever estuvo a punto de protestar. Examinó de nuevo la firma y no comprendió por qué había de ser falsa.

– Fíjese, Stever -prosiguió el Verraco-. Hemos visto un buen número de permisos de visita en esta jaula, pero, ¿puede decirme cuándo hemos visto uno firmado por el SD Standartenführer Paul Bielert, en persona? No con una estampilla, sino con una verdadera firma, con estilográfica y tinta Esto es sencillamente imposible. Sería una prueba de degradación humana. Un hombre normal utiliza una estampilla siempre que puede. Usted mismo puede haber utilizado la mía.

– Jamás lo he hecho, Stabsfeld -protestó Stever, indignado.

El Verraco rió pérfidamente.

– Tal vez lo haya hecho sin darse cuenta, Stever. Esas cosas no aparecen hasta la gran revisión, y entonces, si ha utilizado mi estampilla sin yo saberlo, está listo, Stever.

– ¿Por qué había de hacerlo, Stabsfeld’?

– Por muchísimos motivos, Stever. -El Verraco se recostó en su sillón, para ponerse más cómodo y gozar con la excitación de Stever-. Tal vez la falta de dinero. Quizá la requisa de un producto para venderlo en el mercado negro Una estampilla como ésta sirve para muchas cosas, Stever. Lo sabe usted tan bien como yo. Forma parte de las personas inteligentes y éstas son unos truhanes más o menos importantes.

– Pero usted forma parte de las personas inteligentes, Stabsfeldwebel.

El Verraco se disparó.

– ¡Mucho cuidado con lo que dice, Stever! No olvide que no es más que Obergefreiter. Sólo acaba de ser clasificado entre las personas inteligentes. Pero al diablo todo eso. Examinemos con mayor cuidado este permiso falso. Algo me dice que pronto tendremos aquí a esos dos tipos.

– Entonces, que Dios me perdone mis pecados -exclamó Stever-. Si de veras esto ocurre iré a la iglesia por lo menos una vez al mes, y presenciaré la misa mayor durante dos horas. Y juro que cada Navidad llevaré flores a la imagen de la Virgen. No olvide que las flores son caras en esa época del año. ¡Ver a ese pequeño diablo encadenado aquí, con nosotros! Le arrancaré los ojos. ¡Por todos los diablos que lo haré!

El Verraco se frotó las manos, y preguntó, riendo:

– ¿Como el Buitre con el comandante de Estado Mayor?

– ¡Exactamente! -gritó Stever, entusiasmado-. Con el pulgar. Un trapo en la boca, y la cosa ocurrirá sin ningún ruido.

– ¿Se cree capaz de hacerlo, Stever?

Stever se sonó.

– Con ese Alfred Kalb, sí. ¡Oh! Ya me siento mejor, Stabsfeld. Me parece verle entrar escoltado por dos tipos de la Gestapo.

El Verraco asintió con la cabeza, muy seguro de sí mismo.

Se sentía fuerte. Solicitó hablar con el primer secretario del comisario auditor, el Feldwebel Rinken.

– Eh, Rinken, ¿eres tú? -empezó a decir con insolencia-. ¿Por qué diablos no te presentas para que pueda saber quién diablos hay al otro extremo de la línea? Aquí Stahlschmidt, el Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt, de la cárcel de la guarnición. Acaban de visitarnos dos granujas. ¿Tienes un lápiz rojo, piojo? ¿Qué a quién llamo piojo? A ti, desde luego. ¿A quién, si no? Nunca formarás parte de las personas inteligentes, Rinken. Te has tragado demasiadas ordenanzas. Bueno, empieza a anotar los nombres, pero date prisa. ¡Diantre! No tengo mucho tiempo que perder con esos asuntos. Ya sabes lo ocupados que estamos, con todo el trabajo que nos traspasáis. Os lo tenemos que hacer todo. Sólo falta que un día vengas a pedirme que os envíe a mis hombres para que os limpien el trasero. ¿Que soy insolente? Contigo lo seré siempre que me plazca. No olvides que soy Stabsfeldwebel. Apunta, Rinken. Feldwebel Willie Beier. Suboficial Alfred Kalb. Es sobre todo este último el que me interesa. Es un diablo que ha sufrido un shock nervioso y que ahora constituye una amenaza pública. ¿Qué clase de amenaza? Esto a ti no te importa; cuídate de tus cosas y haz lo que te digo. Los dos pertenecen al Batallón de Guardia Blindados 27/1/5. Han forzado la entrada para visitar a un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso falso.

El Verraco calló un momento.

– Ocúpate tú mismo del resto, Rinken. Yo voy a preparar un calabozo para Kalb. Dile a la Policía que me lo traiga encadenado.

El Feldwebel Rinken rió suavemente en el otro extreme de la línea.

– Oye, Stahlschmidt, ¿te has caído de cabeza? ¿Hay algo que te comprime? ¿Has ido al retrete esta mañana? A mí no me importa en absoluto tu asunto. Según el Heeresarmeevorschrift [33] 979 del 27 de abril de 1940, apartado 12, artículo 8, debes dar parte cuando una cosa así ocurre en tu sector. Por tu bien, espero que sólo se trate de una pesadilla. ¿Permiso falso de visita? ¿Contacto ilegal con un prisionero incomunicado? ¡Maldición! Supongo que habrás detenido a los dos tipos antes de que hayan salido de la cárcel.

Stever, que escuchaba por el otro auricular, lo soltó como si se hubiera quemado.

El Verraco, nervioso, tragó saliva.

– ¿Te has vuelto loco, Rinken? -consiguió balbucear por fin-. Sólo te estoy diciendo que me parece que el permiso de visita es falso.

– Sí, esto lo dices ahora, Stahlschmidt. Hace un rato me has explicado que esos dos granujas habían forzado la entrada del calabozo de un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso de visita falso, y tengo testigos de esta horrible afirmación. Tenemos escuchas, Stahlschmidt.

– No te excites, Rinken. Me importan un bledo tus testigos. Nunca he afirmado que ese permiso fuera falso. Sólo he dicho que lo creía.

Rinken se echó y reír.

– ¡Estás de broma, Stahlschmidt! Pero, escúchame bien. Esta historia ha ocurrido en tu territorio, en tu sector. Y nos has repetido infinidad de veces que eras el único responsable de las decisiones que tomabas en tu cárcel. Supongo, pues, que, si no te has vuelto completamente loco, hará ya mucho rato que tengas a esos dos tipos entre rejas. Ahora que he oído hablar del asunto, iré a ver al comisario auditor de guardia, el teniente coronel Segen, para anunciarle que tienes a dos tipos. Después, vendremos a buscarles para proceder al interrogatorio.

El Verraco se enfureció terriblemente. Pegó una patada a un casco que había en el suelo, imaginándose que era Rinken.

– ¡Cállate, Rinken! No harás nada en absoluto. -Rió forzadamente.- Era una broma, Rinken. Sólo he querido engañarte.

Se produjo un breve silencio.

– No lo creo, Stahlschmidt. ¿Y quién ha firmado el permiso?

El Bello Paul.

Se le había escapado el nombre. Sintió deseos de morderse la lengua. Ahora, había metido la pata hasta el cuello. Imposible retroceder.

Rinken se echó a reír.

– No eres muy listo, Stahlschmidt. Estoy impaciente por ver ese permiso de visita, y aún más, a tus dos prisioneros. Pero ahora voy al despacho del teniente coronel para comunicarle la sorpresa. Lo demás, es asunto tuyo, Stahlschmidt. Por cierto, ¿sabes que están formando un batallón de castigo en el Regimiento de Infantería? Andan como locos buscando suboficiales cualificados.

– ¡Cállate, Rinken, maldita sea! -empezó a decir el Verraco con humildad-. Deja tranquilo a tu teniente coronel. Nosotros, los suboficiales, hemos de apoyarnos mutuamente. De lo contrario, sería el fin del mundo. Ignoro en absoluto si ese permiso de visita es falso. Es sólo una idea que se me ha ocurrido, y no he detenido a nadie. Los dos tipos se han marchado.

– ¿Que se han marchado? -repitió Rinken, sorprendido, ocultando con dificultad una satánica satisfacción-. ¿Es que la gente entra y sale de esa cárcel como si se tratara de una taberna? Alguien les habrá ayudado a salir. ¿Quién les abre la puerta, Stahlschmidt? Tengo la impresión de que en tu cárcel ocurren cosas muy extrañas.

– Sabes muy bien, Rinken, quién es el que deja salir a la gente de aquí. Yo, y sólo yo. No seas cretino. Más vale que me aconsejes. Siempre has sido muy espabilado, Rinken. Te he considerado siempre como un amigo.

– Por cierto, ahora que te tengo al otro extremo de la línea -prosiguió Rinken, con frialdad-, espero que no hayas olvidado los cien marcos que me debes, más un interés del ochenta por ciento.

– Sabes muy bien que estoy seco, Rinken, Mis asuntos no marchan estos días. He comprado dos uniformes negros y he tenido que pagar cuatro veces su precio por un par de botas de oficial. Como Stabsfeldwebel no puedo andar por ahí hecho un andrajoso. Por otra parte, los cien marcos eran sin interés.

– No sé en qué pueden interesarme tus uniformes, Stahlschmidt. Me pediste prestados cien marcos con un interés del ochenta por ciento, y ahora lo niegas. Como quieras. Ahora mismo voy a ver al teniente coronel.

Se oyó un clic. Rinken había colgado.

El Verraco, aturdido, contempló unos instantes el teléfono.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Stever, quien, para no comprometerse con el teléfono, se había retirado a un rincón.

– ¡Cállate! -aulló el Verraco.

Y pegó un puntapié a una papelera, cuyo contenido se esparció por el suelo. El Verraco dio dos o tres vueltas al despacho, escupió con furia sobre la foto de Himmler, que colgaba de la pared, y empezó a lanzarle invectivas.

– ¡Todo esto es culpa tuya, cretino! ¿Por qué diablos no te quedaste en Baviera?

Cogió el teléfono y volvió a llamar al Feldwebel Rinken.

– Paul -empezó a decir con voz melosa-, aquí, Alois. Oye, discúlpame por esa historia del préstamo. Sé muy bien que era con un interés del ochenta por ciento. Pero, ya sabes, uno protesta siempre, por costumbre. Es algo superior a mis fuerzas.

– Está bien -repuso Rinken con bastante frialdad-. Espero, pues, que me los devuelvas, incluidos intereses, antes de mañana al mediodía.

– Te juro, Paul, que tendrás hasta el último céntimo. Los meteré en un sobre cerrado y se lo daré a Stever. -Fingió que no veía a Stever, quien protestaba violentamente con la cabeza-. Dame alguna solución, Paul.

– Puedes hacer dos cosas, Stahlschmidt. Telefonear a tu comandante y explicarle el caso. Si es lo bastante estúpido, te avalará y quedarás tranquilo; pero si tiene un solo gramo de cerebro se burlará de ti y se lavará las manos. Y entonces te verás metido en un buen atolladero. También podrías hacer otra cosa. No hables con tu comandante y telefonea directamente a la Gestapo. Pero entonces te aconsejo que tengas mucho cuidado y medites bien cada palabra. Es mejor que hagas un ensayo general antes de llamar. Si el permiso de visita es bueno, el Bello Paul se te echará encima y pronto terminarás tus días de jefe de prisión. Pero si es falso, querrán ver inmediatamente a los dos tipos. Hasta un recién nacido podría decirte lo que ocurrirá cuando se enteren de que les has dejado marchar. Ni por un millón querría estar en tu sitio en estos momentos.

El Verraco chupaba un lápiz y reflexionaba. Casi se oía el funcionamiento de su cerebro. Luego, sus taimados ojillos se iluminaron. Habló con entusiasmo.

– Paul, se me acaba de ocurrir una idea formidable. ¿Quieres olvidar nuestra conversación? ¿Quieres pensar que sólo ha sido un sueño? Y te invito a que esta noche vengas a beber unas copas en mi despacho. Ya sabes que no me gusta salir de la cárcel. También invitaré a uno o dos buenos amigos. El feldwebel Gehl nos encontrará una colección de gachís.

– ¿Olvidar? -preguntó Rinken, sorprendido-. Es muy difícil, Stahlschmidt. Ocupo un puesto de mucha responsabilidad, pero agradable, y no deseo que me destinen al Batallón de castigo. Pero, por otra parte, tu idea no es mala del todo. Prefiero no saber nada de tu permiso de visita. Por lo tanto, he olvidado nuestra pequeña conversación matinal. Sólo recuerdo que me has invitado para esta noche. ¿A qué hora debo ir?

– Hacía las ocho, mi querido Paul -gritó el Verraco, contento y aliviado-. Eres un verdadero amigo, Paul. El honor del Cuerpo de suboficiales. Siempre lo he dicho. Ahora, haré desaparecer ese maldito permiso. Yo no sé nada. Me voy a beber una copa y olvidar este lío.

– Sería estupendo, Stahlschmidt… Pero no puede ser. Ya conoces el reglamento. Antes de veinticuatro horas tienes que enviar todos los permisos de visita debidamente visados, y como en ése hay una firma bastante especial, te reprocharán que no hayas telefoneado para confirmarlo. En la oficina del comisario auditor no sabemos nada de nada.

– Telefonearé al comandante -contestó el Verraco-. No me será difícil dársela con queso a ese pedazo de bruto.

– Inténtalo -propuso Rinken-. Nosotros no tenemos nada que ver con este asunto. Yo, en tu lugar, preferiría siempre el comandante a los hombres de el Bello Paul. ¡Mierda!, Stahlschmidt. Tal vez la francachela de esta noche se convierta en una fiesta de despedida y mañana estés ya camino del frente. Puede que todo vaya muy de prisa. El escribiente sólo tiene que llenar cuatro líneas. Una vez, lo cronometré. Exactamente dos minutos y cuarenta y un segundos.

– Tienes una extraña manera de bromear -rezongó el Verraco-. De todos modos, nunca se les ocurriría ponerme aquí con los que he tenido prisioneros.

– Oh, bien mirado, siempre resulta agradable encontrar a antiguos amigos y hablar de los viejos tiempos -le consoló Rinken, a manera de despedida.

Por un momento, el Verraco contempló el teléfono. Se encontraba extraño, como si tuviera vértigo. Era como un hombre que se encuentra en pleno desierto sin agua ni brújula. «¡Quizás esté enfermo! -pensó-. Hay tantas enfermedades raras en tiempos de guerra…» Se tomó el pulso. Miró a Stever.

– Tal vez convendría que me presentara en la enfermería. No me siento muy bien, Stever. Podría ocuparse usted de mi trabajo mientras yo estoy allí.

Stever palideció.

– No creo que resultara, Herr Stabsfeldwebel. El Buitre sería el más indicado para sustituirle. Es más antiguo en el servicio.

– El Buitre es un cretino -decidió el Verraco.

Después, tomó una súbita resolución, descolgó el teléfono y solicitó hablar con el comandante Rotenhausen, jefe de la prisión. Se irguió inconscientemente en su sillón en cuanto oyó la voz quisquillosa de su superior.

– ¡Mi comandante -gritó. Y endureció su voz-. El Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt anuncia que el Feldwebel Willie Beier y el suboficial Alfred Kalb, del 27.° Regimiento Blindado, actualmente en el Batallón de guardia, en Hamburgo, se han presentado en la cárcel de la guarnición con un permiso de visita falso. Incomprensiblemente no se ha descubierto la falsificación hasta que los dos hombres ya se habían marchado.

Hubo un largo silencio. Después, el comandante preguntó secamente:

– ¿A quién han visitado?

– Al teniente de la reserva Bernt Ohlsen -bramó el Verraco.

– ¡Idiota! ¿A quién pertenece ese prisionero, quiero decir?

El Verraco parpadeó, respiró con fuerza. Sentía que el comandante se le escurría de entre los dedos. «¡Maldito! -pensó-. ¡Maldito cretino! Espera a ser mi prisionero, un día.» Se encogió en su sillón y cuchicheó con voz apenas audible:

– Gestapo IV/2a, mi comandante.

– ¿Qué firma lleva el permiso de visita?

El Verraco respiraba ruidosamente. Nada podía salvarle ya.

– SD Standartenführer Paul Bielert -declaró a media voz.

El Verraco contempló, una vez más, el teléfono silencioso. Cogió el permiso, lo miró al trasluz. Era un papel vulgar y barato. Lo palpó coma un comerciante que valora un pedazo de seda especial. Miró a Stever, cuyo rostro bronceado había palidecido.

– Stever -dijo confidencialmente-, estamos en un buen aprieto, ¿qué diablos podemos hacer? Ese gallina de Rinken se lava las manos, pero no pierde nada por esperar. Está lleno de pretensiones porque cada día ayuda a su maldito comisario a ponerse el capote. Pero ese mierdoso ha olvidado que antes de ser llamado a filas era repartidor de leche. Volverá a sus botellas, lo juro. Y me las arreglaré para que sea él quien deje la leche ante mi puerta. Todos los días me quejaré de él. Y el comandante, ¿qué es? ¡Una basura! También él aprenderá a conocerme. Haga funcionar el cerebro, Stever. ¿Qué podemos hacer?

Stever, a quien la perspectiva de verse mezclado en aquel asunto no regocijaba en lo más mínimo, contestó prudentemente:

– Herr Stabsfeldwebel, estoy seguro de que encontrará usted, por sí mismo, algún medio de salir del atolladero.

El Verraco meneó la cabeza. Miró fijamente a Stever. «Te imaginas que eres listo, amigo mío -pensó-, pero no te engañes a mi respecto. Si me rompo el cuello en este asunto, tú te romperás el lomo. Si he de marchar a un batallón de castigo, tú me acompañarás. Nos iremos cogidos de la mano.»

Se levantó bruscamente, volcando su sillón, y empezó a caminar de un lado al otro del despacho, pensativo. Distraídamente, cogió una cerilla del cenicero y la escondió debajo de la alfombra, de modo que asomara un pedacito. Así tendría un pretexto para castigar al encargado de la limpieza, un capitán de Caballería que iba a ser trasladado a Torgau. El idiota nunca descubriría la cerilla. Para eso hacía falta ser, a la vez, suboficial e inteligente.

Al cabo de un cuarto de hora, levantó el sillón y se dejó caer en él, pesadamente. Removió los papeles que tenía en su escritorio.

– ¡Vaya montón de mierda! -gritó.

Cogió la lista de números telefónicos y empezó a pasar un índice por encima de los nombres.

Stever, que le miraba desde un rincón, pensó que debía ayudarle.

– Es el 10001, Stabsfeld.

– Lo sé de sobra -replicó el Verraco al tiempo que, furioso, tiraba la lista por el suelo.

En el despacho reinó un pesado silencio.

Stever puso agua en los radiadores mientras el Verraco le observaba, interesado.

– El aire se reseca demasiado, Stever, cuando no hay agua en esos cuencos. ¿Dónde están los calzones que los prisioneros de derecho común debían remendar? ¿Están listos?

– No -contestó Stever-. He reprendido al Gefreiter Weil. Pero él y los dos que tiene consigo no sirven para nada. Son demasiado blandos con los de «derecho común».

El Verraco asintió con la cabeza, fatigado.

– Creo que ya es tiempo de enviarles a la Compañía disciplinaria. ¡Maldita sea! No necesitarán un año para arreglar estos calzones.

En aquel momento, las sirenas comenzaron a ulular. ElVerraco y Stever recobraron los ánimos.

– Ahí llegan los canadienses -comentó Stever.

– Bajemos al refugio -propuso el Verraco-. Llevémonos el whisky. Tal vez hagan volar la Gestapo.

– Y al comandante -añadió Stever, encantado.

– Y a Rinken, ese mierdoso -añadió riendo el Verraco-. A él y a todos los comisarios. Si eso ocurre, palabra que envío una carta de agradecimiento a los canadienses.

Se oyó un aullido largo y continuo, y ambos hombres corrieron a toda velocidad hacia el sótano.

El ataque duró veinte minutos, pero el objetivo era la parte sur del puerto.

Una vez más, el Verraco y Stever volvieron a encontrarse en el despacho. Entonces, el Verraco tomó una difícil decisión. «Hay que terminar», pensó mientras marcaba el número odiado, 10001. Pero estaba tan nervioso que le temblaban los dedos, por lo que marcó un número equivocado. Se puso a aullar como un loco cuando, por segunda vez, obtuvo comunicación con la remonta.

– ¡Vuestros caballos pueden irse al cuerno! Alejad vuestras zarpas del teléfono cuando no sea para vosotros. Ya os enseñaré el pie que calzo, creedme. Vaya cretinos -manifestó a Stever-. Me importan un bledo sus caballos.

A la tercera, consiguió marcar el número bueno. Quedó visiblemente aterrado cuando una voz helada le contestó:

– Policía secreta del Estado, sección Stadthausbrücke.

El Verraco tragó saliva. Con mucha dificultad, consiguió balbucear un informe.

– Un momento, Stabsfeldwebel -gritó la voz.

El Verraco veía casi la calavera plateada en la gorra. En el teléfono, sonó un ruido terrible. «Sus aparatos no son buenos -pensó el Verraco-. ¡Si yo estuviese al frente de esa jaula…! Allí carecen de personas inteligentes.» Casi pegó un salto en su silla cuando escuchó una nueva voz.

– Servicio ejecutivo IV/2a.

El Verraco empezó a explicar el caso del falso permiso de visita. Tenía la frente empapada de sudor. Se le pegaba la camisa a la piel. Se rascaba un brazo.

– ¿Quién ha firmado el permiso? -preguntó la voz arisca e impersonal.

– El señor SD Standartenführer Paul Bielert -graznó humildemente el Verraco, inclinándose ante el teléfono.

– Puede dejar eso de señor -le informó el de la Gestapo desde el otro extremo de la línea-. Aquí, hace ya mucho tiempo que hemos suprimido esas estupideces plutocráticas.

El Verraco estuvo a punto de pedir perdón. Se limitó a un breve: «Bien» e hizo chocar los tacones por dos veces.

– Voy a pasarle el Standartenführer -gruñó la voz.

Volvió a escucharse un ruido extraño en el teléfono. El Verraco sudaba abundantemente. Se sentía enfermo de veras. Sobre todo, sentía deseos de arrancar el teléfono y arrojarlo al patio.

Una voz agradable se dejó oír. Una voz que recordaba la de un sacerdote.

– Aquí, Paul Bielert. ¿Qué puedo hacer por usted?

Las palabras brotaron de la boca de el Verraco. No conseguía dominarse. Explicaba el asunto sin orden ni concierto. Tan pronto creía que el permiso era falso, como estaba seguro de que lo era. Denunció al comandante. Denunció a Rinken. Denunció a todo el cuerpo de comisarios del X Ejército. Explicó que todos sus hombres eran unos puercos; la prisión, un agujero maldito; el cuartel, un viejo barracón. Por último, tuvo que detenerse para respirar.

Entonces, Paul Bielert preguntó suavemente:

– ¿Nunca le han dicho que es usted un idiota, Stabsfelwebel?

E! Verraco se retorció en su sillón; no sabía lo que debía responder. Jamás le habían hecho semejante pregunta durante sus veintiocho años de servicio. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de encontrar una respuesta, el Standartenführer prosiguió hablando con la misma voz dulce y agradable.

– Creo que no está usted a la altura, Stabsfeldwebel. Si ese permiso es falso, es probable que los nombres de ese Feldwebel y de ese suboficial lo sean también. Pero supongo que habrá hecho registrar inmediatamente al prisionero en cuestión. Y el calabozo también.

– El dragón Obergefreiter Stever, mi ayudante, ha hecho lo necesario, Standartenführer.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Nada, Standartenführer.

El Verraco se levantó, se rascó el trasero y rió diabólicamente, mientras miraba a Stever, que permanecía boquiabierto en un rincón, sorprendido por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Debe de haber sido un registro muy superficial el que ha hecho el Obergefreiter Stever. Escúcheme bien, Stabsfeldwebel.

El Verraco se irguió automáticamente y contestó:

– Sí, Standartenführer.

Recalcando cada sílaba, Bielert prosiguió:

– Le hago responsable de todo lo relativo a este asunto. Si el prisionero se suicida mediante un veneno introducido fraudulentamente, será usted ahorcado.

A el Varraco le temblaban las rodillas. El miedo se apoderó de él y estuvo a punto de ahogarle. Por primera vez en su vida, deseó estar en el frente.

– El permiso de visita en cuestión -prosiguió Bielert con su voz monótona – debe ser entregado en mi oficina, en mis propias manos, en el plazo máximo de una hora. Olvídese de los trámites. Por cierto, ¿cuántas personas están al corriente de este asunto?

El Verraco mordió el hilo telefónico. Se le anudaron las tripas. Dio los nombres de todos aquellos a quienes había hablado del asunto, por orden cronológico.

– Es usted el rey de los cretinos -replicó Bielert-. Me sorprende que no haya puesto también un anuncio en los periódicos. ¿No ha firmado nunca una declaración sobre el secreto profesional?

El Verraco contemplaba, acoquinado, el receptor silencioso. Tenía la sensación de que su alma había salido volando y que sólo le quedaba el cuerpo. La idea de desertar pasó por su mente. ¡De modo que el permiso era falso! Dejo escapar unos sonidos extraños que llenaron de sorpresa a Stever, quien nunca había visto a el Verraco en semejante estado. Ahora, el jaleo estaba bien organizado. A Dios gracias, él no era más que Obergefreiter.

El Verraco caminaba de un lado al otro del despacho. Lanzaba miradas de odio a la foto de Himmler. De todo tenía la culpa aquel idiota de Baviera. Nunca había llegado nada bueno por aquel lado. ¡Jamás volvería a beber cerveza de Munich! ¿Tendría veneno en su poder, aquel maldito prisionero? Tal vez lo estuviera ingiriendo en aquel momento. Se detuvo bruscamente y le gritó, con rabia, a Stever.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué se queda ahí sin hacer nada, Obergefreiter? Registre el núm. 9 inmediatamente. ¡Arránquele los pelos! Tráigame en seguida todo lo que tiene en su poder. Incluso sus piojos han de estar en mi escritorio dentro de cinco minutos.

Stever pegó un salto y salió del despacho. El Buitre preguntó, sorprendido, si se había declarado un incendio en alguna parte.

– Pronto lo sabrás -respondió, enigmático, Stever-. Busca a toda prisa a dos de tus hombres y acompañadnos. Hay que pasar por el cedazo al número 9, y llevar a el Verraco todo lo que tenga.

Entraron con estrépito en la celda del teniente Ohlsen. Le arrancaron la ropa, desgarraron el colchón, rompieron prácticamente todo lo que había en el calabozo, comprobaron concienzudamente los barrotes de la ventana; sondearon el piso, las paredes, el techo; le dieron vueltas y más vueltas al orinal.

Stever consiguió hacer desaparecer los famosos cigarrillos que había dado al teniente Ohlsen. Los cuatro hombres gritaban y aullaban a la vez. Metieron sus sucios dedos en la nariz y en la boca del teniente Ohlsen, examinaren minuciosamente su cuerpo. Pero no descubrieron una muela postiza, hueca, en la que había escondida una pildorita amarilla. Una píldora con veneno suficiente para matar a diez personas. Un veneno que el legionario había traído de Indochina.

Mientras Stever procedía al registro, el Verraco andaba de un lado a otro de su despacho, reflexionando sin cesar sobre el permiso de visita. Contemplaba con ternura sus libros de Leyes colocados en una estantería. Libros que había comprado durante su servicio. Gracias a aquellos gruesos tomos se sentía casi un hombre de Leyes. A sus amantes, les explicaba siempre que era inspector de prisiones. En la tasca «El trapo rojo», adonde le gustaba acudir, le llamaba señor inspector. Y le encantaba que lo hicieran. Se había aprendido de memoria cierto número de párrafos, que sacaba a relucir en cuanto se presentaba la ocasión. Los clientes de «El trapo rojo» recurrían a él como consejero jurídico. Varios de ellos quedaron tristemente decepcionados al seguir sus consejos. Ignoraban que cada vez que el Verraco se encontraba en presencia de una disposición que desconocía, inventaba rápidamente un apartado relativo al asunto en cuestión.

Sonó el teléfono. El Verraco lo contempló, nervioso, y vaciló mucha rato antes de contestar. En el espacio de una hora había llegado a detestar aquel aparato. Todos sus males procedían de allí. Por fin, descolgó, y dijo en voz muy baja:

– La cárcel de la guarnición.

Era inaudito que se presentara anónimamente. Por lo general, vociferaba: «Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt.» Pero aquel maldito permiso de visita lo había estropeado todo.

– Pareces muy triste. -Era la voz de Rinken, desde el otro extremo de la línea-. ¿Cómo va todo? ¿Has hablado con la Gestapo?

– ¡Oh, cállate! -rezongó el Verraco-. Creo que voy a solicitar el traslado. Aquí sólo se tienen conflictos, como agradecimiento a un trabajo concienzudo.

– Pues esto tiene fácil solución, Stahldschmidt. En el Batallón de castigo siguen necesitando otros tres suboficiales. Les encantará acogerte. ¿Quieres que les telefonee?

– Ocúpate de tus asuntos -rezongó el Verraco-. Primero, dame un consejo. No sé cómo salir de este avispero. El Bello Paul no acaba de gustarme. Es un verdadero diablo. Ahora quiere que le entregue personalmente el permiso.

– ¿Te da miedo ir al número 8 de Stadthausbrücke? No comprendo por qué, ya que tienes la conciencia tranquila.

– No te hagas el inocente, Rinken. Nadie tiene la conciencia tranquila hasta ese punto. Incluso los guardianes SD de Fuhlsbüttel y Neuengamme se ensucian en los calzones cuando han de acercarse a Stadthausbrücke.

– Todo saldrá bien -dijo Rinken alegremente-. Incluso hay algunos que han vuelto de un batallón de castigo.

El Verraco no podía estar enterado de la visita del legionario a «El Huracán», en casa de tía Dora, la víspera del día en que ésta desapareció. Oficialmente, se había marchado a Westphalia, a casa de una amiga enferma, viuda de un Gauletier. Como de costumbre, se habían sentado a la mesa ovalada, en el rincón holandés. Habían corrido la cortina casi del todo Ante ellos había un cuenco lleno de castañas asadas. Escupían la piel en el suelo, mientras charlaban en voz baja.

La tía Dora olisqueó su pernod.

– ¡Ah, vaya! De modo que Paul ha atrapado a vuestro teniente. Debía de estar algo chiflado, en vista de lo que ha contado a diestro y siniestro.

El pequeño legionario se encogió de hombros y examinó con atención su bebida favorita, «el pequeño cabo». Se la bebía siempre en un vaso de agua, encontraba ridículos los vasos de licor. Había que llenarlos con demasiada frecuencia.

– Sí, tienes razón, amiga mía. A nosotros dos, esto no nos ocurrirá nunca. Sabemos cómo tratar a las ratas hambrientas. Pero hace mucho tiempo que conozco a ese imbécil. Tengo que hacer algo por él.

Tía Dora se echó a reír y escupió, asqueada, una castaña podrida.

– Esta puerca de cocinera merecería una azotaina. Ayer, empezó a pintarse mientras estaba preparando la comida. En la actualidad es un infierno tener que tratar con el personal. He hecho cuanto he podido para reunir lo mejor que se encuentra. Mi contable, por ejemplo, es un abogado que cumplió tres años de prisión por fraude, y conoce todas las combinaciones. Pero es un miserable. Todas mis chicas son rameras de pacotilla. Las protejo de la Policía y, aunque no te lo creas, me timan igual. Por ejemplo, fíjate en Lisa, la de la barra. Ya ha presentado cuatro veces la baja por enfermedad, y telefonea ella misma con voz extenuada. Envié a Gilbert, el sucesor de Ewald, para que investigara más a fondo.

Tía Dora contemplaba el techo, resignada. De repente, pegó un puñetazo en la mesa que hizo bailar los vasos.

– Esa zorra se lo pasa bomba todo el día junto al Elba, en compañía de un fulano. A ella le importa un bledo mi barra, pero nada pierde con esperar.

– Sí, Dora, es difícil. Pero ¿por qué no tomas personal extranjero?

– Ah, no, gracias. En mi casa, no. La Gestapo recluta demasiados confidentes entre los extranjeros, y antes de haber tenido tiempo de decir «mu» me arrastrarán por el cuello hasta Stadthausbrücke. Pero, volvamos a su teniente. ¿De qué le acusan? Quiero decir, ¿qué apartado le han aplicado?

– El 91 b, amiga mía -contestó el legionario, mientras cogía una castaña.

Se enjuagó la boca con el resto del contenido del vaso. La larga cicatriz que le atravesaba el rostro brillaba con un color sanguinolento.

– Me temo que perderá la brújula -prosiguió el legionario-. La Gestapo es como un perro hambriento que no suelta su hueso con facilidad. Porta me ha presentado a un tipo de la oficina del comisario auditor, un fulano que se vanagloria de su título de doctor, un canalla cuyo punto débil ha conseguido descubrir. Está más manso que un cordero y nos ha dejado examinar los documentos. Copias de los papeles de la Gestapo. Todo está muy bien arreglado. El teniente Ohlsen ha servir de escarmiento. Ya sabes, se lee la acusación ante las tropas, en el momento de ejecutarlo. Es algo que hace palidecer a los más valientes.

– ¿Qué es el valor, Alfred? Nada más que viento. Algo de que se vanaglorian ciertas personas, cuando están bien seguras. La gente valerosa no existe. La Gestapo no necesita más de diez minutos para destrozar a alguien, cuando se lo toma en serio. Contra la Gestapo sólo hay un medio de defensa. Y es saber algo comprometedor sobre ella. Sólo se tiene a aquél a quien se puede comprometer. Todo el mundo hincha desmesuradamente su propia falta.

El legionario meneó pensativamente la cabeza, inspiró una bocanada de humo de su cigarrillo, la echó por la nariz, y se inclinó sobre la mesa.

– Es cierto, Dora. Practico esta filosofía desde los diez años. Tenía un profesor, un granuja, que iba siempre tras de mí. Yo era chiquitín, el más pequeño de la clase, y no sabía utilizar bien los puños. No aprendí a hacerlo hasta que ingresé en la Legión. Pero descubrí que quería a la mujer del comisario de Policía. Desde entonces, fue siempre muy amable conmigo. Y la mujer, también.

– ¿Diez años? -dijo riendo tía Dora-. Estabas muy adelantado para tu edad. Yo estuve en el limbo hasta los diecisiete.

El legionario sonrió levemente.

– Bueno, y después, compraste este establecimiento. Pero, ¿no puedes conseguirme un permiso de visita? Tú sabes cosas de el Bello Paul, ¿verdad? Pero ¿tal vez no las suficientes para lograr que liberen al teniente Ohlsen?

– Creo que podría arreglármelas para el permiso de visita, Alfred. Pero que le pongan en libertad es mucho más difícil. Hasta un perro manso muerde si le quitas un hueso. Tú mismo lo has dicho hace un rato. El Bello Paul es una serpiente venenosa medio domesticada. Uno consigue hacer realizar las cosas más extraordinarias a esa clase de bichos, en tanto tienen miedo de ti, pero si se rebasan los límites y exiges cosas demasiado difíciles, se olvidan del miedo y te muerden. El teniente Ohlsen es un estúpido. No es lo bastante importante para que yo sienta deseos de arreglarlo todo por él. Si se tratara de ti, Alfred, sería distinto. Resulta peligroso tocar a los detenidos de el Bello Paul.

– Lo sé -murmuró el legionario-. Colecciona prisioneros orno otros coleccionan sellos.

– Prisioneros y ejecuciones -añadió la tía Dora, mientras cogía una castaña, que mojó pensativamente en la mantequilla derretida-. Es muy peligroso. Creo que voy a esconderme. Daré la llave del café a Britta, y no volveré hasta que pueda dar la bienvenida a los Tommies.

El legionario se rió y se frotó la cicatriz.

– ¿Te buscan, Dora? ¿No será que has ido demasiado lejos?

– No estoy muy segura -contestó tía Dora con los ojos entornados y rascándose el cuero cabelludo con un tenedor-. Pero oigo una voz lejana que me dice: «Recógete las faldas, Dora, y sal corriendo.» Desde hace diez días, hemos recibido demasiadas visitas de extraños tipos con el ala del sombrero caída.

– ¿De esos que tosen después de un pernod? -preguntó el legionario.

– Exactamente. Tipos que huelen a cerveza desde cien metros. Vienen aquí para acostumbrarse al pernod. Pero no lo consiguen. Esto les traiciona.

– El pernod es bueno para eso -asintió el legionario-. Desenmascara la hipocresía. ¿Te acuerdas del SD a quien rebanamos el pescuezo?

Tía Dora se rascó el pecho.

– Cállate, Alfred. Se me pone la carne de gallina al recordarlo. Ensuciasteis el garaje. Ewald tuvo que levantar todo el pavimento para que desaparecieran las manchas de sangre.

Una sirena empezó a aullar.

– Alarma -gruñó tía Dora-. Vamonos al sótano con una o dos botellas.

El personal llegó corriendo. Abrieron una trampa que había debajo de la mesa, y por una escalera estrecha descendieron al sótano. Alguien bajó unas botellas. Todos se acomodaron. Sólo Gilbert, el portero, se quedó arriba. Pese a los severos castigos previstos, se producían robos durante las alarmas.

– Bueno, los aristócratas de la bomba se vuelven a sus casas a tomar el té.

La alarma había durado una hora. Subieron a la superficie. Tía Dora se estiraba el vestido y se rascaba un muslo.

Merde! -exclamó el legionario-. Consuélate. Pasan tanto miedo como nosotros en el sótano.

– Alfred, voy a telefonear a el Bello Paul. Si mañana consigues salir del cuartel, ven a verme. Trataré de obtener un permiso de visita. Si no lo consigo, Paul y yo volveremos a vernos en el agujero, cogidos de la mano.

El legionario se levantó, se puso la gorra, se estiró su corta guerrera de húsar.

– Ni tú ni Paul iréis al agujero. Estaré aquí a las once de la mañana.

Salió a la calle.

Una mujer le sonrió alentadoramente y le pidió un cigarrillo, pero el legionario la rechazó con brusquedad.

– Largo de aquí, granuja.

Ella le gritó una procacidad. El legionario se volvió a medias. La mujer huyó precipitadamente hacia la Hansa Platz. Durante dos días no se atrevió a salir de su casa.

Al cabo de dos horas, tía Dora se encontró con el consejero criminal Paul Bielert en la esquina de Neuer Pferdemarkt y Neuerkamp Feldstrasse, junto al matadero. Atravesaron Neuer Pferdemarkt y entraron en el hotel «Jöhnke», donde se sentaron en una mesa aislada.

Tía Dora fue directamente al grano.

– Necesito en seguida un permiso de visita. Tengo prisa. El personal se alborota. Tengo muchas preocupaciones.

Bielert sonrió de labios afuera.

– Si quieres, te encontraré extranjeras.

– Muchas gracias -contestó riendo tía Dora-. Mantén a tus granujas lejos de mi casa. Pero necesito ese permiso.

Paul Bielert pensativo, colocó un cigarrillo en su boquilla de plata.

– Eres muy exigente, Dora. Un permiso de visita es difícil de obtener. Es una mercancía muy solicitada.

– Déjate de palabrerías. Pídeme un vaso de ron, pero que esté bien caliente.

– Empleas un lenguaje vulgar, Dora. No te sienta bien.

– Me importa un bledo como me sienta. Tengo mi negocio que me ocupa todo el tiempo. Pero estamos apartándonos de mi permiso de visita. ¡Mierda! Este ron no está caliente.

– Primero he de saber para quién es el permiso.

Tía Dora le alargó un pedazo de papel.

– Aquí están los nombres.

– ¿El teniente Bernt Ohlsen? -preguntó Bielert con lentitud, mientras estudiaba el pedazo de papel-. Un criminal de Estado. ¿Y quieres que le permita recibir visitas? Sólo siento desprecio por esos individuos. Hay que eliminar a esos representantes de la plutocracia. Si tuviera las manos libres ¡Destruiría a familias enteras!

Tenía el rostro deformado por un odio enfermizo.

Tía Dora le observaba, indiferente. En el otro extremo de la sala; unos clientes se alejaron, inquietos. Habían presentido quién era aquel hombre. De pronto, tuvieron prisa, echaron el dinero sobre la mesa y abandonaron el restaurante.

– Tengo una lista de nombres tan larga -prosiguió- que el Gruppenführer Müller se quedaría boquiabierto. No se trata únicamente de la guerra. Vivimos una revolución y yo me considero uno de sus jefes. Tengo un trabajo desagradable. Pero me gusta.

– Tienes razón -asintió tía Dora, que le observaba por el rabillo del ojo-. No hay que ser blando con los traidores y los desertores. A mí los remordimientos me atormentan, a veces. Con frecuencia, siento deseos de devolver todo lo que tengo en mis diversos escondrijos. Objetos que he olvidado desde hace mucho tiempo y que luego, de repente, me encuentro con unas fotografías y unos documentos en la mano, y sé que mi deber estriba en enviarlos a Berlín. El otro día, vi a Müller. Se presentó inesperadamente en el café. Hacía años que no nos veíamos. Nos satisfizo tanto el encuentro que nos emborrachamos.

– ¿Qué Müller? -preguntó Paul Bielert, con expresión inquieta.

– El adjunto de Heydrich, tu difunto jefe. El Brigadenführer Heinrich Muller. Regamos el acontecimiento. No nos habíamos visto desde que había ascendido a Untersturmführer.

– ¡No sabía que conocieses a Heinrich Müller! -murmuró Bielert, sin conseguir ocultar su sorpresa-. Sin embargo, nunca has estado en Berlín. Esto lo sé con seguridad.

– No me digas que has hecho espiar a tu vieja amiga, Paul.

– ¿Quién habla de espionaje? Sólo pienso en tu seguridad -dijo sonriente, suave corno un gato-. En estos tiempos agitados pueden ocurrir tantas cosas…

– Eres muy amable, Paul -contestó ella, sarcástica-. Pero cuando hablas de seguridad, ¿no piensas más en la tuya que en la mía? Sería una lástima para ti que me ocurriera algo.

Bielert se encogió de hombros, encendió otro cigarrillo y bebió otro sorbito de coñac.

– ¿De qué habéis hablado Muller y tú?

– De criminales de Estado -suspiró tía Dora-. Estuvimos tan acordes en todo que resultaba conmovedor. Dijo que sabía que yo conocía a muchos antiguos comunistas. Estaba especialmente interesado en los que habían dejado el hábito rojo para ponerse el pardo oscuro. Tipos que sirven en la Gestapo. Estuve a punto de confesarle unos cuantos secretillos, pero como sabes, mi bondadoso corazón me hace olvidar a menudo mi deber hacia el Führer y la patria. -Se levantó despreocupadamente la falda y sacó una carta que llevaba oculta en la bragas. Unas bragas de lana gruesa, color azul pálido, con elástica-. ¡Mira qué encontré el otro día al ordenar un cajón! Una carta muy interesante sobre la célula 31. Y figúrate que, en varias ocasiones habla de un tal Paul Bielert como jefe de esa célula 31. Podrían pensar que eres tú.

Tía Dora alargó la carta a el Bello Paul.

Éste la leyó, impasible.

– ¡Vaya! En efecto, es muy interesante. -Dobló el papel y se lo guardó en un bolsillo-. Me permites, ¿verdad?

Tía Dora sonrió almibaradamente.

– Como te parezca. Tengo otras por el estilo. Quizás un día abra un museo.

Bielert abrió mucho los ojos.

– ¿Cómo has conseguido echarle el guante a esta correspondencia de antes del año 33?

Tía Dora tenía la mirada perdida en el vacío.

– Paul, mientras tú aún ordeñabas vacas en el correccional, y pensabas en la revancha, yo permanecí tranquila en espera de que el viento soplara del lado opuesto. Me decía: Es mejor asegurarse por anticipado, de modo que cuando saliste de la sombra y enviaste a tus mensajeros de la célula 31, éstos se detuvieron en mi casa para echar un trago. Mis chicas se encargaron de vaciarles los bolsillos. El resto no es difícil de comprender, ¿verdad, Paul? -Sonrió alentadoramente-. Pero, ¿por qué remover todo esto? En el fondo, sólo te pido un permiso de visita.

– Ven a buscarlo a mi despacho.

– Ah, no, gracias, Paul. Me parece que el aire que allí se respira no es bueno para mi corazón. Envíame el permiso con uno de tus hombres.

– Me estoy preguntando si no sería una buena idea enviar a varios de mis muchachos a registrar tu establecimiento. Después, podrían llevarte a mis oficinas. Allí haríamos todo lo posible por ti. Estoy seguro de que al cabo de unos días, podrías contarnos cosas muy interesantes. Después, podríamos dar un paseíto en automóvil, y prepararíamos una simpática tentativa de evasión. Tengo un Unterscharführer con tan buena puntería que toca a un fugitivo incluso con los ojos vendados.

– Evidentemente, es una idea -confesó Dora, asintiendo con la cabeza para demostrar que había comprendido-. Sin duda la has tenido ya más de una vez, pero creo que eres lo bastante inteligente para saber que encierra ciertos riesgos. En el mismo instante en que me encontrara en una de tus celdas, tú estarías en otra.

– ¡Cuidado, Dora! Un día acabarás por traicionarte, y entonces caerá el martillo. Tendrás tu permiso de visita a las tres. Grei te lo traerá.

– Muy bien. Grei y yo nos entendemos. Está muy satisfecho de ser Oberscharführer y prefiere el uniforme gris al traje rayado. De hecho, debiste conocer a Hans Grei antes del 33. Cuando cantaba la Internacional, se le oía desde toda la ciudad. Ahora prefiere el Horst Wessel. Sólo los idiotas intentan nadar contra la corriente.

Paul Bielert se levantó.

– Ten cuidado, Dora. Tienes muchos enemigos.

– Tú también, Paul. Nosotros dos nos entendemos.

El SD Standartenführer Paul Bielert rebullía en su ceñido abrigo negro. Se limpió las gafas oscuras. Después, desapareció entre la lluvia. Un lobo. Un lobo peligroso con ropa de enterrador.

Se detuvo en el matadero. Con lentitud, entró en la gran nave y contempló a los carniceros que despanzurraban hábilmente las vacas. Olfateó el olor de la sangre.

Alguien le habló. Bielert no contestó y siguió indiferente su camino.

Se presentó un celoso inspector.

– ¡Eh, usted! -gritó-. ¿Cree que esto es un espectáculo de variedades? Está prohibida la entrada. Márchese inmediatamente, por favor.

Bielert prosiguió, impasible, su paseo.

El inspector le cogió de un brazo.

Bielert sacó del bolsillo su plaquita ovalada y la colocó ante las narices del inspector.

Este le soltó inmediatamente, como si se hubiera quemado. Hizo una reverencia servil.

– ¿Puedo servirle en algo?

– ¡Lárguese! -siseó Paul Bielert.


Stever era un buen soldado. Ya hacía cinco años que había ingresado en el Ejército. Se podía ser buen soldado aunque sólo se hubiera servido cinco meses. El tiempo nada tenía que ver en ello. El Verraco hacía cerca de treinta años que servía, pero no era un buen soldado. También hacía tiempo que el comandante director de la prisión llevaba el uniforme. Pero no era un soldado, no lo sería jamás. No es que le faltara voluntad, es que no era «apto», sencillamente.

Tanto el Verraco como el comandante eran malos y estaban sedientos de poder. Eran buenos guardianes, instrumentos muy útiles en el Estado nazi.

Al Obergefreiter Stever, de los dragones, no le importaba el poder. No era ni muy malo, ni muy bueno. Estaba satisfecho. Tenía dos uniformes de paseo, dos uniformes de servicio y tres trajes ligeros de dril. Todos los uniformes de Stever estaban hechos a la medida. Se los había confeccionado un sastre que vivía en «Grosser Burstha», y cuyo hijo había estado prisionero con Stever. Desde entonces, el sastre Bille hacía siempre los uniformes de Stever.

El Obergefreiter Stever clasificaba a los seres humanos en cuatro categorías: los soldados activos y los paisanos; las mujeres casadas y las solteras. Él prefería las casadas. Desde los quince años, había descubierto que la mayor parte de las mujeres casadas estaban sexualmente subalimentadas. Desde entonces, Stever había tenido numerosas e interesantes aventuras eróticas.

– Con las mujeres existe una lucha que no carece de riesgos. También puede atacarte los nervios. Hay que ser amable con ellas -le explicó al Obergefreiter Braun, que raramente realizaba una conquista, pese a que era mucho más guapo que Stever.

– Empieza por decirles palabras amables, como esas que les hacen llorar en las novelas, acarícialas un poco, hazles cosquillas en el cuello; un dedo a lo largo de la espalda tampoco está mal. Hay que esperar a que respondan a tu amor. No es muy difícil. Nunca te muestres demasiado ardiente, aunque estés hirviendo por dentro. Las mujeres detestan a los libertinos. Lasmujeres casadas son las mejores con gran ventaja.

Cuando Stever salía de la cárcel para ir a ver a sus mujeres casadas, nadie hubiese creído que aquel soldado elegante y de sonrisa satisfecha era el mismo que, con una indiferencia total, maltrataba a los soldados presos. Desde luego, sólo lo hacía obedeciendo órdenes, y hubiera quedado muy sorprendido si alguien se lo hubiese reprochado. Nunca había matado a nadie. El dragón Obergefreiter Stever, guardián de la cárcel de la guarnición de Hamburgo, lo consideraba una cuestión de honor.

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