DISCIPLINA PENITENCIARIA

El comandante Rotenhausen venía una vez al mes para conocer a los nuevos detenidos. Al mismo tiempo, se despedía de los condenados. No de los condenados a muerte. Éstos no le interesaban. Sólo de los que debían partir hacia las prisiones militares de Torgau, Glatz y Gamersheim.

Prefería acudir ya muy tarde. Nunca antes de las diez de la noche. Más bien hacia las once, cuando los prisioneros estaban dormidos. Siempre se producía una confusión total cuando se sacaba de la cama a los prisioneros, aún dormidos, para presentarlos al comandante, ligeramente ebrio.

Habían transcurrido cuatro días desde el asunto del permiso de visita. Era casi medianoche. El comandante llegaba directamente del casino. Elegante, de buen humor… Su esclavina gris pálido forrada de seda blanca flotaba al viento. Sus botas lustradas crujían. Llevaba un pantalón gris pálido con galones demasiado anchos. Sus hombreras, las hombreras trenzadas de los oficiales de Estado Mayor, eran de oro macizo. Tres años antes, el comandante Rotenhausen había hecho un matrimonio de interés.

El comandante era el oficial más elegante y mejor vestido de todo el X Ejército. Su gorra, que era de Caballería, era de seda con bordes plateados. Era evidente que los bordes amarillos de la Caballería habían sido cambiados por los blancos de la Infantería. Ocupaba un puesto que muchos le envidiaban. Primero, era presidente del casino del Estado Mayor del X Ejército que estaba a disposición de los oficiales del 76.° Regimiento de Infantería. Poco a poco, también se había permitido el acceso al mismo a los oficiales del 56.° Regimiento, aunque no gratuitamente. Era lógico. El señor Rotenhausen cobraba cada mes unos derechos no reglamentarios que, oficialmente, figuraban como contribución a las mejoras del casino. El casino de Altona del comandante Rotenhausen tenía fama en toda la región militar.

Sin embargo, una vez, las cosas estuvieron a punto de estropearse. Un coronel muy joven que había perdido un brazo al sur de Minsk, empezó a expurgar la comandancia general. Estaba allí temporalmente, entre el hospital militar y el frente. Los miembros del casino se sentían incómodos cuando comparecía aquel chiquillo. No tendría más de treinta años. Poseía todas las condecoraciones existentes, además de la Medalla de Oro de los heridos. Su uniforme era totalmente reglamentarlo Solo la túnica había sido hecha a la medida. Todo lo demás: capota, pantalón, gorra, botas e incluso el cinturón y la pistolera procedían del almacén. Ni siquiera llevaba el «Walther», la pistola de los oficiales, aquella bonita pistola que todo oficial de guarnición poseía por poco que se respetara. Aquel joven coronel llevaba el «P-38», y, según el reglamento, exactamente a cuatro dedos a la izquierda de la hebilla del cinturón. Pero lo que hacía sentir un recelo aún mayor a los miembros del casino era el cordón del silbato que se vislumbraba bajo la tapeta del bolsillo superior derecho. Se podía comprobar. Tres centímetros y medio. Ni más ni menos.

El coronel era cazador alpino. Esto fue suficiente para poner en guardia a toda la guarnición. El edelweiss brillaba orgulloso en su manga izquierda. En el cuello y en las hombreras, tenía un color verde venenoso.

Media hora después de su llegada, el coronel reunió a todos los miembros del casino, desde los soldados rasos hasta los tenientes coroneles. Con tono seco les explicó que provisionalmente, se había hecho cargo del mando del Estado Mayor. Al mismo tiempo, sustituía al comandante de la guarnición. Miro a cada uno derecho a los ojos. Era como si les arrancara el cerebro para sopesarlo.

– Soy el coronel Greif, del 9.° Regimiento alpino -se presentó, sin estrechar la mano a nadie-. Siempre he sostenido buenas relaciones con mis hombres. Sólo hay una cosa en la tierra que desprecio: Los emboscados. -Se balanceaba y daba golpecitos a la funda de su pistola-. ¿Saben ustedes, señores, que las unidades del frente necesitan hombres? En mi regimiento hay soldados que no han tenido un solo permiso en tres años.

Preguntó a cada uno cuánto tiempo llevaba en la guarnición. Manifestó, en voz alta, su sorpresa al comprobar el pequeño número de ellos que había estado en el frente.

Al día siguiente, empezó a formar compañías para el frente. Al tercer día, todos los uniformes de fantasía fueron relegados a un rincón oscuro. Había tantas gorras de Caballería que se hubiese podido proveer a todo un regimiento. De repente, todo el mundo empezó a llevar uniformes mal ajustados, procedentes del almacén. Los mandos llevaban el cordón del silbato, y la pistola reglamentaria estaba, efectivamente, a cuatro dedos a la izquierda del cinturón. Ni uno solo llevaba la gorra torcida. Los monóculos también desaparecieron. Incluso el comandante del 76.° Regimiento de Infantería, el coronel, Brandt, se había visto obligado a abandonar el suyo. Tenía que cuadrarse ante el joven coronel, que hubiese podido ser su hijo, para oír cómo le decía que estaba en una guarnición militar en tiempo de guerra y no en un baile de carnaval, en el que cada uno podía disfrazarse como le pareciera. El que tuviera la vista mala, que fuera al oculista a encargarse unas gafas.

Se le maldecía en voz baja, por supuesto. Incluso se pensaba en organizar un accidente. Un teniente tuvo la luminosa idea de enviar una denuncia anónima a la Gestapo. Luego, un día, todos recibieron una terrible sorpresa, y después, se alegraron de no haberla cursado.

El coronel recibió la visita de Heydrich en persona. Entonces todos comprendieron. ¡El adjunto de él Diablo! Todo el mundo empezaba a sentir deseos de abandonar Hamburgo. Un comandante amigo de Heydrich podía llegar muy lejos. Incluso la gata del cuartel no se sentía ya segura. Abandonó su sitio junto a la chimenea para retirarse al sótano de la 21.ª compañía, donde se ocultó tras un montón de máscaras antigás, en los dominios del Feldwebel Lüth, que era considerado un analfabeto en el aspecto político.

Una madrugada, a las tres, despertaron al comandante Rotenhausen. Había asistido a una francachela en la ciudad y aún estaba bastante ebrio, pero se serenó en un tiempo increíble cuando comprendió lo que le decía el suboficial de guardia. Debía hacerse cargo inmediatamente del mando de una compañía que al día siguiente partía hacia el frente.

Pero el comandante tuvo suerte. Dios le protegía. Dos horas antes de la marcha de la Compañía del comandante, el coronel Greif recibió un telegrama en el que se le comunicaba su traslado. Pasaba a ser comandante de grupo de combate en la 19.ª División de Infantería que estaba combatiendo al sudoeste de Stalingrado. Tres cuartos de hora más tarde, el coronel emprendió el viaje en un aparato de transporte «Ju 32». Nunca más debía volver a Alemania. Murió de frío junto a un montón de nieve, frente a la fábrica de tractores «Estrella Roja», de Stalingrado. Cuando los rusos le descubrieron, el 3 de febrero de 1943, le dieron la vuelta con sus bayonetas para ver si aún estaba vivo. Pero el coronel Greif estaba frío y muerto.

El comandante Rotenhausen fue sustituido inmediatamente en la Compañía que marchaba al frente por un teniente de Cazadores Blindados. Durante cuatro días y cuatro noches, los oficiales de la guarnición festejaron la marcha del coronel Greif. Su sustituto era un general de brigada agradablemente imbécil. Cuando los oficiales acudían de visita con sus esposas, el general de brigada se entregaba al besamanos: es decir, babeaba sobre la mano de las damas al mismo tiempo que profería ruidos extraños, semejantes a los relinchos de un caballo enfermo. Se presentaba: «General de brigada Von der Oost, de Infantería.» Lanzaba una risita ronca, resoplaba con fuerza y tiraba del cuello de su guerrera como si le estrangulara. Después, cacareaba:

– Querida señora, querida señorita, no sé quién es usted. Yo soy el comandante de la guarnición. ¿Sabe por qué soy oficial de Infantería?

Naturalmente, la dama a quien hacía la pregunta no conseguía adivinarlo. El general de brigada se reía muy satisfecho.

– Desde luego -proseguía-, porque no soy oficial de Artillería. Nunca me ha gustado la artillería. Hace tanto ruido que me produce dolor de cabeza.

Llegaba tembloroso al casino, y decía con su voz de viejo:

– Señores, hoy estoy contento. ¿Saben ustedes por qué?

Los oficiales presentes conocían la respuesta por anticipado; pero, naturalmente, fingían ignorar por qué el general de brigada estaba contento.

Se echaba a reír, y decía, encantado:

– Porque no estoy triste.

Cuando todo el mundo había reído amablemente esta broma, proseguía:

– Y ayer estuve muy triste. Porque no estuve contento

Era un comandante ideal. Firmaba cualquier papel que le pusieran delante, sin echar ni una mirada al texto, ya se tratara de la incautación ilegal de unos paquetes de margarina o de una orden de ejecución. Algunos aseguraban, con evidente mala fe, que ni siquiera sabía leer. Cada vez que firmaba algún documento, tartamudeaba:

– Bueno, ya está hecho, señores. ¡Cuánto trabajo tenemos! Aquí nada se entretiene. Todos tenemos que trabajar para la victoria.

– Ayer ejecutaron a tres soldados de Infantería, en Fuhlsbüttel -observaba el adjunto, con indiferencia.

– Cada guerra exige sus sacrificios -explicaba el general de brigada-. De lo contrario, no habría guerra.

Siempre se dormía durante el Kriegspiel, ya desde el principio. Por lo general, se despertaba bruscamente durante el ejercicio, e intentaba gritar.

– ¡Es importante, señores! Hay que destruir las Divisiones Blindadas extranjeras, pues, de lo contrario, llegarán a Alemania y provocarán embotellamientos. Lo esencial en una batalla así es conseguir que el enemigo se quede sin municiones. ¿Qué es un tanque sin proyectiles? Como un ferrocarril sin tren.

Los oficiales asentían con la cabeza y movían concienzudamente las piezas en la arena. Pero nunca se conseguía encontrar un medio susceptible de que desapareciera el aprovisionamiento de municiones del enemigo. Por lo tanto, se empezaba cada simulacro de batalla declarando:

– El enemigo está escaso de municiones, mi general.

Entonces, el viejo se frotaba las manos:

– Hemos ganado. Ya sólo nos queda bombardear sus fábricas de municiones. Después, firmaremos la paz.

Un día, la gata, que de nuevo se había atrevido a volver al Cuartel General, organizó un enredo tremendo en la mesa de ejercicios. Había decidido parir sus pequeños en medio la cota 25. Los tanques de juguete y las piezas de Artillería estaban mezclados como si les hubiera caído una bomba encima. La gata había escogido un mal momento, ya que se había invitado a los vecinos a que asistieran al ejercicio.

Furioso, el general de brigada exigió que la gata fuera sometida a un Consejo de Guerra. Había que seguir el juego. Dos Feldwebels agarraron a la gata y la sujetaron durante el juicio. Fue condenada a la pena de muerte por sabotear la instrucción de los oficiales. Pero, al día siguiente, la indultaron. No obstante, tuvo que permanecer atada a la chimenea. El ordenanza del general fue designado su guardián.

Un día anunció que la gata había desaparecido. En realidad, él mismo la había regalado a un panadero del barrio de San Jorge. El general de brigada, que la echaba mucho en falta dio la orden de comprar un nuevo gato.

La paz y la seguridad reinaban en toda la guarnición. El poder del comandante Rotenhausen aumentaba de día en día. Porque el general de brigada adoraba el coñac francés, y era el comandante quien se lo proporcionaba. La visita del coronel Greif estaba casi olvidada.

De modo que el comandante anduvo con pasos seguros hacia la cárcel de la guarnición. Llevaba una larga fusta bajo el brazo. Sin embargo, nunca montaba a caballo: los animales le asustaban. La fusta estaba destinada a los hombres. A los prisioneros de la guarnición.

Saludó altivamente a el Verraco, a quien se había avisado telefónicamente de la visita. Habían ido a buscar al Obergefreiter Stever a Reeperband, donde estaba absorto en la contemplación de una película erótica que pasaban en un cabaret clandestino de Grosse Freiheit. Apenas había tenido tiempo de abrocharse la guerrera, cuando entró el comandante.

El Verraco se cuadró, y dijo a gritos:

– Destacamento de la cárcel de la guarnición, ¡firmes!

Stever, jefe de Sección, comprobó el alineamiento.

– Gefreiter Schmdit, avance un poco. Schütze Paul, encoja la barriga. Obergefreiter Weber, adelante el pie izquierdo.

Stever volvió a situarse en el extremo derecho.

– ¡Firmes, vista a la izquierda! -aulló el Verraco. Avanzando con paso rígido hacia el comandante, hizo chocar secamente los tacones, saludó y gritó-: Mi comandante, el Hauptund Stabsfeldwebel Stahlschmidt se pone a sus órdenes con el destacamento de guardia de la prisión: quince suboficiales, veinticinco soldados, tres bajas en la enfermería, un suboficial con permiso, un Gefreiter desertor, dos soldados arrestados en el 12.º Regimiento de Caballería, en Elmstedt. La cárcel de la guarnición Hamburgo-Altona aloja quinientos prisioneros. No hay enfermos. Todo está en regla. Nada especial que señalar La cárcel ha sido limpiada y ventilada.

El comandante comprobó la formación, pasó con lentitud ante la fila de soldados bien alimentados, asintió, satisfecho con la cabeza, rectificó la posición de la pistolera de un Gefreiter y preguntó a un Obergefreiter soltero cómo estaba su esposa. Sin esperar la respuesta, se colocó frente a la formación. Saludó llevándose dos dedos a la visera, y le dijo a el Verraco:

– Estoy satisfecho, Stabsfeldwebel. Pero ya sabe usted que tengo prisa. Vayamos, pues, al grano.

Se dirigieron a la oficina donde el comandante lo encontró todo impecable. En la mesa, los objetos estaban ordenados según prescribía el reglamento. Quien lo deseara podía medir cosa que hizo el comandante. Con una regla de metal, comprobó que había exactamente diez milímetros desde el borde de la mesa hasta el montón de expedientes. Con un compás midió las cintas rojas de las carpetas y las chaquetas de dril que había en el lavabo. En los retretes, solicitó ver el tornillo de desagüe del sifón. Lo sostuvo en la mano y comprobó, ligeramente decepcionado, que estaba limpio y reluciente.

Después, pasó al depósito; pero también estaba limpio. Ni el menor rastro de pintura saltada ni de óxido. Con la ayuda de un cortaplumas, intentó sacar un poco de suciedad del borde del retrete. Su decepción era evidente. Todo estaba limpio.

El Verraco rió triunfalmente a espaldas del comandante y le guiñó un ojo a Stever, como diciendo: «Este viejo es un ingenuo. Hay que ser mucho más listo para pescarnos.»

Después, regresaron a la oficina. El Verraco pensaba para sí: «¡Y pensar que un idiota semejante ha llegado a oficial…! Si yo hubiese estado en su sitio, hace ya rato que hubiese encontrado un pretexto para gritar. El muy cretino ni siquiera conoce el truco de la cerilla escondida que uno encuentra después.»

El comandante solicitó ver las listas de prisioneros. El Verraco hizo chocar por tres veces los tacones y entregó las listas al comandante. Éste se puso el monóculo, que a cada momento se le estaba cayendo.

– Stabsfeld, ¿cuántos nuevos? ¿Cuántos que trasladar? -preguntó, sonriente.

– Siete nuevos, mi comandante -gritó el Verraco-. Un teniente coronel, un capitán de Caballería, dos tenientes, un Feldwebel, dos soldados rasos. Catorce que trasladar, todos Torgau: un general de brigada, un coronel, dos comandantes, un capitán de Caballería, un Haupt-mann, dos tenientes, un Feldwebel, tres suboficiales, un marinero, un soldado raso. En la prisión hay, además, cuatro condenados a muerte que esperan ser fusilados. El indulto ha sido denegado. El servicio del cementerio ha sido informado. Los ataúdes están encargados en la carpintería del Batallón.

– Bien, Stabsfeld. Me alegro sinceramente de encontrarlo todo en orden. Conoce usted el trabajo. Es un suboficial en quien se puede confiar. Aquí no hay dejadez como en la prisión de Lübeck. ¡Aquí, todo funciona, Stabsfeld! Todo está bien engrasado. Pero, ¡ojo con los accidentes! Me refiero a los accidentes mortales. No me importa que esos tipos se rompan una o dos piernas, pero cuando mueren, hay demasiados problemas. En el Stadthausbrücke está el consejero criminal Bielert, un tipo desagradable que empieza a interesarse mucho por nuestra prisión. Esto no me gusta. Se le encuentra en todas partes. El otro día, compareció en el casino a las dos de la madrugada. Nunca se hubiera tolerado una cosa así en tiempos del emperador; se le hubiera expulsado de un modo fulminante. Un teniente que no le conocía le confundió con un cura. ¡Menudo cura! -Suspiró el comandante-. Al día siguiente, nos vimos obligados a enviar a un teniente al frente. Todo se arregló por teléfono. Ese Bielert fue uno de los preferidos de Heydrich. Tenga cuidado, Stabsfeld. No le dé ocasión de olfatear algo anormal. Porque, entonces, no tardaríamos en encontrarnos los dos en los bosques de Minsk. Cuando meta en cintura a los prisioneros, puede pegarles sin temor, Stabsfeld. Hay muchos lugares del cuerpo en los que se puede golpear sin que se note después. Y, entonces, no existe ningún riesgo. Ya se lo enseñaré luego, cuando empecemos las presentaciones. Ahora que me acuerdo: sin duda tendrá usted a uno o dos hombres a quienes no aprecie demasiado, a los que podemos enviar al frente. Sólo por principio. Si hacemos esto de vez en cuando, tal vez tengamos contento a todo el mundo. Bueno, empecemos. Tenemos prisa.

En el pasillo estaban reunidos todos los que debían ser presentados. Primero, los nuevos. Un teniente de cincuenta y un anos, que había sido arrestado por negarse a obedecer; resistió exactamente tres minutos y cuatro segundos. Después, salió vacilante, sostenido por dos Gefreiters. No se veía ni una huella de sangre.

Stever se rió triunfalmente y pegó una palmada en el vientre del oficial.

– Estás hecho una mujerzuela. Sólo tres minutos. Hubieses que ver un Feldwebel que tuvimos aquí. Resistía durante dos horas. El comandante se vio obligado a parar porque estaba cansado.

Se llevaron al teniente desvanecido, con un gran desgarrón en la frente.

El teniente Ohlsen estaba en el pasillo, con los que esperaban a ser presentados. Estaban de cara a la pared. Las puntas de los pies y la nariz, pegadas al muro pintado de verde; las manos, unidas detrás de la nuca.

Dos guardianes armados recorrían el pasillo. Llevaban sus metralletas en posición, a punto de disparar. Alguna vez, un prisionero había perdido el dominio de sí mismo y había intentado saltar al cuello del comandante. Ninguno de ellos podía explicar los motivos de su fracaso: habían salido muertos de la oficina, y habían sido arrojados a la celda de castigo, en el subsuelo, con una etiqueta atada al pie.

– ¡El detenido Bernt Ohlsen, teniente de la reserva! -vociferó Stever-. Preséntese, y a toda mecha. El comandante tiene prisa.

El teniente Ohlsen pegó un salto, hizo chocar los tacones en cuanto hubo traspuesto la puerta y mantuvo la mirada fija frente a sí. «Ahora, hay que tener cuidado -pensó-. Un solo movimiento en falso, y se desencadenará.» Pegó los dedos a la costura del pantalón, adelantó los codos y se mantuvo erguido como un huso.

El comandante se hallaba instalado tras el escritorio. Frente a él estaba la larga fusta. El Verraco permanecía en pie detrás de él, con una cachiporra de caucho manchada de sangre en la mano.

Stever se situó detrás del teniente Ohlsen.

– ¡Heil Hitler! -dijo el comandante.

– ¡Heil Hitler!, mi comandante -gritó el teniente Ohlsen.

El comandante sonrió, ojeó los papeles del teniente.

– Su caso se presenta mal. Creo que puedo predecirle exactamente lo que le ocurrirá. Será condenado a muerte. Si tiene mala suerte, será decapitado. Y en mi opinión, la tendrá. Si es afortunado, le fusilarán. La decapitación es deshonrosa y antiestética. Nunca he podido soportar el espectáculo de las cabezas que caen en el cesto. Y, además, hay demasiada sangre. ¿Tiene que formular alguna queja? ¿Tiene que solicitar algo?

– No, mi comandante.

El comandante levantó lentamente la cabeza; miró con fijeza al teniente Ohlsen.

– Prisionero, su cabeza no está bien erguida.

El Verraco levantó la mano derecha.

Stever propinó un golpe con la culata de su metralleta.

– Prisionero, cuando se le ordena firmes, ha de mantenerse erguido -dijo el comandante con una amable sonrisa.

Un dolor lacerante atravesó el cuerpo del teniente Ohlsen. Le costó un gran esfuerzo mantenerse en pie.

– Prisionero, se ha movido usted -declaró con sequedad el comandante.

El Verraco levantó la mano izquierda. Stever golpeó dos veces. Pero esta vez con el cañón de la metralleta. Golpeó con todas sus fuerzas, a la altura de los riñones.

El teniente Ohlsen tuvo la impresión de que agujas enrojecidas le atravesaban la espalda. Cayó de rodillas. Las lágrimas le brotaron de los ojos.

El comandante movió la cabeza apesadumbrado.

– Prisionero, esto es desobediencia. ¿Rehúsa mantenerse en pie? ¿Se arrodilla como una mujer?

El comandante hizo un ademán a el Verraco, quien levantó dos veces la mano izquierda.

Stever golpeaba con la culata. Golpeaba con el cañón. Pegaba puntapiés al teniente tendido en el suelo. Dio cuatro golpes apuntando con precisión al ombligo. El teniente Ohlsen gritaba. Un hilillo de sangre le brotaba de la boca. No mucho. Sólo unas gotitas.

El comandante golpeó la mesa con su fusta.

– ¡Obergefreiter! ¡Levante a ese prisionero!

Stever golpeó con el cañón, cuyo punto de mira produjo una amplia herida en la mejilla izquierda del prisionero.

El teniente Ohlsen gemía de un modo desgarrador. Pensaba en Gerd, su hijito. Murmuraba algo incomprensible. Los otros creían que protestaba, pero, en realidad, le hablaba a su hijo.

E/ Verraco levantó una vez más la mano, Stever hundió el cañón de su metralleta en la columna vertebral del teniente Ohlsen.

El prisionero fue transportado a su celda, sin sentido.

Después, se pasó a los que deberían partir hacia Torgau. Cada uno de ellos debía firmar una declaración en la que afirmaba haber sido tratado correctamente y que no tenía ninguna queja que formular. Cada declaración estaba avalada por otros dos prisioneros, que actuaban de testigos.

Un general de brigada rehusó firmar.

– Mi comandante -dijo, frío y tranquilo-, como máximo, permaneceré dos años en Torgau. Pero si redacto un informe sobre usted y sus hombres, serán condenados a veinticinco años. En esta cárcel se han cometido, por lo menos, dos homicidios con premeditación. Cuando haya terminado mi sentencia en Torgau, pasaré seis semanas en un campo de reeducación. Después, me devolverán mi grado y, probablemente tendré un mando de una División disciplinaria de Infantería Y le doy mi palabra de honor de que removeré cielo y tierra para tenerle en mi División. Donde puedo prometerle que será tratado correctamente, según lo determina el Reglamento de los regimientos disciplinarios.

En la oficina se produjo un silencio de muerte. Stever miró a el Varraco, pero éste no levantó la mano. Nunca había ocurrido nada semejante. Un prisionero que amenazaba. Un prisionero que acusaba.

El comandante se recostó tranquilamente en su butaca, encendió un cigarro, cogió la fusta y la dobló pensativamente. Miró al general de brigada, que permanecía cuadrado ante él.

– Prisionero, ¿imagina de veras que un hombre de su edad resistirá seis semanas en un batallón disciplinario? Al cabo de tres días, nos añorará. -Dejó su pistola en el borde del escritorio, frente al general-. Escuche, voy a hacerle un ofrecimiento. Coja esta pistola y suicídese.

Agitó su fusta ante el rostro del general de brigada.

El Verraco contenía el aliento, y pensaba: «Válgame Dios, si llega a pegarle y ese tipo se presenta en Torgau con huellas de fustazos en el rostro, estamos listos. Jamás podremos justificarnos.»

El comandante rió malévolamente.

– Desea usted que le pegue, ¿no? Así podría explicar al coronel Vogel, en Torgau, lo que ocurre aquí. Pero no somos tan estúpidos. No tardará en saberlo. Aquí respetamos el reglamento. No necesitamos en absoluto utilizar la violencia cuando queremos meter en cintura a un prisionero rebelde.

Se volvió hacia Stever.

– Obergefreiter, dentro de diez minutos el detenido deberá estar preparado en el patio, con uniforme de campaña, cincuenta kilos de arena húmeda en la mochila y las botas más viejas y rígidas que pueda encontrar. Meta una piedrecita redonda en cada bota. Empezaremos con dos horas de paso ligero.

El Verraco se echó a reír. Stever le imitó. El comandante sonrió.

El rostro del general de brigada permaneció impasible. La orden del comandante era correcta, totalmente correcta según el reglamento militar prusiano. Con aquel reglamento se podía matar a un hombre. Todo consistía en saber si el corazón resistiría.

– Prisionero, ¡media vuelta! -ordenó Stever-. ¡Adelante a la carrera!

El comandante se puso la esclavina, se ajustó el ancho cinturón amarillo, restituyó a su sitio la funda de la pistola e inclinó la gorra hacia un lado, sobre el ojo derecho. Aquello le daba un aire audaz. Cogió la fusta, se golpeó ligeramente una pierna y dijo, volviéndose hacia el Verraco:

– Venga, Stabsfeld. Voy a enseñarle qué hay que hacer cuando quieren evitarse las complicaciones.

El Verraco asintió con la cabeza y se puso el capote. Estuvo a punto de colocar su gorra del mismo modo que el comandante, pero se contuvo y la colocó correctamente, derecha, con la visera sobre la frente. Tenía un aspecto estúpido, pero más valía aquello que un disgusto serio. De un comandante tan distinguido, podía esperarse cualquier cosa.

Las hombreras de oro macizo del comandante brillaban. Sujetó la cadena de oro de su esclavina. Se echó los dobleces blancos sobre los hombros. Parecía un oficial de opereta dispuesto a asistir a un baile de máscaras.

El general de brigada corrió con estrépito por el corredor, estimulado por los gritos de mando de Stever.

Ya en el patio, Rotenhausen tomó el mando. Comprobó la indumentaria, se cercioró de que todo era correcto. Cambió una de las piedrecitas por otra más pequeña. Después, se situó en lo alto de la escalera. Stever se apostó en el fondo del patio, con la metralleta a punto de disparar. Hasta un viejo general podía perder el dominio de sus nervios. El Verraco permanecía en pie, a la izquierda del comandante.

– Fíjese bien, Stabsfeld -dijo el comandante, sonriente-. Si le ocurre algo durante el ejercicio, no podrán reprocharnos nada.

Rió suavemente.

– Si alguien soporta esta prueba dos veces al día durante una semana, puede vanagloriarse de ser el soldado de Infantería más duro del mundo. -El comandante se ajustó el cinturón, separó las piernas a la prusiana, se balanceó ligeramente, y ordenó con tono hosco-: ¡Derecha! ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡Paso ligero, sin moverse! ¡Adelante a paso ligero! ¡Más de prisa, prisionero, más de prisa! ¡Levante los pies, levántelos! ¡Muévase, viejo, por favor! ¡Al suelo! ¡Veinte vueltas al patio a rastras!

El general de brigada sudaba. Sus ojos se desorbitaban bajo el casco. Sabía que el menor desfallecimiento sería considerad como una desobediencia y daría a sus enemigos ocasión de utilizar las armas de fuego. El general de brigada había servido cuarenta y tres años en el Ejército prusiano. A los quince había entrado en la escuela de aspirantes de Gross Lichterfelde. Lo conocía todo y sabía hasta dónde podía llegar. El desvanecimiento era lo único que podía eximir a alguien de ejecutar una orden.

– ¡Prisionero, alto! ¡De cuclillas! ¡Avance a saltos!

Cada salto en la arena blanda del patio era un suplicio Las piedrecitas de las botas empezaban también a producir efecto.

El Verraco se divertía abiertamente. El comandante reía muy satisfecho.

– Vamos, prisionero. Un poco de ánimo. El ejercicio es bueno para la salud. Hay que saltar más alto y más lejos. ¡Más de prisa! ¡Sostenga el fusil con los brazos extendidos! -Las órdenes se sucedían rápidamente-. ¡Al suelo! ¡Adelante a rastras! ¡Salte con los pies juntos! ¡Adelante, paso ligero! ¡Saltos individuales! ¡Media vuelta! ¡Adelante, paso ligero! ¡Armen bayoneta! ¡Ataque de Caballería por la derecha! ¡Defensa con la bayoneta!

Al cabo de veinte minutos, el general se desmayó por primera vez. Stever sólo necesitó dos minutos y medio para reanimarle.

Cuando el comandante se hubo fumado tres cigarros, el general empezó a gritar. Al principio, sólo se oía un gemido, un débil murmullo. Una hora después del primer grito, toda la prisión estaba despierta. En las celdas, los hombres escuchaban, asustados. Los que llevaban allí cierto tiempo sabían lo que ocurría. Entrenamiento especial de Infantería en el patio.

El viejo gritaba ahora casi sin cesar. Cada grito terminaba con un estertor ahogado.

Stever hundía su metralleta en el vientre del prisionero, un centímetro y medio por encima del ombligo, cada vez en el mismo lugar. Aquello no dejaba huellas. En el peor de los casos, se perforaba el estómago. Pero aquello podía ocurrir también durante un ejercicio riguroso. ¿Y en qué Ejército está prohibido el ejercicio?

El comandante ya no reía. Sus ojos brillaban. Sus labios formaban una delgada línea.

– ¡Prisionero! -aulló-. ¡En pie! ¡Obergefreiter, ayúdele!

Stever golpeaba como un autómata.

El general de brigada consiguió ponerse en pie. Vacilaba como un hombre ebrio. Se arrastraba por el patio.

El comandante gritó:

– ¡Alto! ¡Cinco minutos de descanso! ¡Siéntese! ¿Tiene algo que decir antes de reanudar el ejercicio?

El viejo miró hacia el cielo. Sus ojos estaban vidriosos. Parecía un muerto en una envoltura viva. Consiguió decir, con voz apenas audible:

– No, mi comandante.

Stever, que permanecía en pie tras el prisionero, con la metralleta al hombro, pensó: «Pronto caerá. Dentro de media hora, como máximo, estaremos ya en cama, después de desembarazarnos de ese tipo. Tiene que estar loco para haberse atrevido a amenazar al comandante. Mañana por la mañana será eliminado de la lista de Torgau.»

– Prisionero, preparado -gruñó el comandante.

El general dio otras dos vueltas al patio. Después cayó de bruces, como un tronco.

Stever le golpeó con la culata de su arma.

– ¡Levántese! -ordenó el comandante.

El prisionero se puso en pie, vacilante.

Stever estaba frente a él, con la metralleta en la mano, a punto de disparar.

«Hay que liquidarlo -pensaba-. ¿Por qué no se morirá este imbécil? Es lo mejor que podía ocurrirle. Tendría que comprenderlo. Si aún aguanta mucho rato, esta noche no podré dormir. Sólo faltan tres horas para el toque de diana. Voy a pegarle un buen golpe, a ver si termino.»

El prisionero se mantenía erguido, con las manos pegadas a las costuras del pantalón. Su casco estaba torcido. Las lágrimas le brotaron de los ojos. El blanco cabello se le pegaba a la frente. Las correas de la mochila le cortaban los hombros como cuchillos. Era como si cada hueso estuviera descoyuntado. Se lamió los labios y notó gusto a sangre.

– Mi comandante, le anuncio que no tengo ninguna queja que formular. -Se produjo un breve silencio. El general respiro profundamente-. Siempre he sido tratado con corrección. Solicito firmar la declaración.

– Concedido -dijo el comandante-. Es lo que esperaba desde el principio.

Todo el mundo firmó. El comandante se balanceó, encendió un nuevo cigarro, lanzó una bocanada de humo y miró, con atención, la ceniza blanca.

– Espero que se dé cuenta de que el ejercicio no perseguía la finalidad de obtener su firma a la fuerza. Hacemos esto de vez en cuando, sólo para que los prisioneros se mantengan en forma y puedan resistir mejor el campo disciplinario ¿Tiene usted sed, prisionero?

– Sí, mi comandante.

– La sed no perjudica a nadie. En Rusia tendrá ocasión, a menudo, de hacer largas marchas sin poder beber.

El viejo tuvo que correr durante otra media hora. Caía sin cesar, pero Stever era un guardián concienzudo que cada vez volvía a ponerle en pie.

En los diez últimos minutos, el general vomitaba sangre.

Por fin, el comandante ordenó:

– ¡A la celda, paso ligero!

Al llegar al pasillo, el general cayó. Stever necesitó varios minutos para reanimarlo. El viejo se puso en pie, lentamente.

El comandante le observaba con atención.

– Prisionero, desnúdese. Preparado para el baño.

Le metieron bajo una ducha fría. Y le tuvieron allí diez minutos. Después, le arrastraron hasta el despacho, donde le sostuvieron la mano para hacerle firmar. El comandante agitó el papel para que se secara la tinta, y preguntó amablemente:

– ¿Por qué no en seguida?

Era como si el general no le hubiese oído. Miraba fijamente ante sí con ojos casi moribundos.

– Prisionero, ¿no me oye? -gritó el comandante.

En aquel momento ocurrió algo horrible. El general se ensució en el suelo, frente al comandante, y salpicó su pantalón gris claro. Furioso, dio un salto hacia atrás.

El Verraco se enfureció mucho. Olvidó por completo la presencia de su superior.

– ¡Cerdo viejo! ¡Mearse en mi despacho! Obergefreiter Stever, adminístrele una buena corrección.

Stever agitaba perezosamente la cachiporra, mientras reía con malignidad. ¡Aquella sí que era buena! Utilizar la oficina de el Verraco como urinario. Golpeó al general en el vientre y en muchos lugares distintos, pero teniendo cuidado de no pegar en los sitios donde pudieran quedar huellas Cogiéndole por el cabello, le obligó a tenderse y le restregó la cara contra el charco.

El comandante movió la cabeza:

– Es lamentable que pueda ocurriría una cosa así a un antiguo oficial como usted. Haga de él lo que quiera, Stabsfeld. Este tipo ya no me interesa, pero recuerde lo que le he dicho: ni una huella.

ElVerraco hizo chocar los tacones, y gritó, lleno de celo:

– ¡A la orden, mi comandante!

Éste cogió el registro de inspección y lo firmó, después de haber escrito con letra grande y de fácil lectura:


Realizada inspección de la cárcel de la guarnición. Todo comprobado.

Interrogados los detenidos sobre si hay alguna queja. Nada que señalar.


P. ROTEN HAUSEN.

Comandante de la prisión.


El comandante se llevó dos dedos a la visera de la gorra y abandonó la oficinal muy satisfecho de sí mismo. Se marchó a casa de su amante, la esposa de un teniente que vivía en Blankenese. Mientras que, a solas con ella, saboreaba un guisado de ciervo suculentamente preparado, el detenido Von Peter, general de brigada, falleció en la prisión.

El Obergefreiter Stever dio aún unos cuantos golpes al cadáver. Después, se detuvo, sin aliento.

El Verraco se inclinó, curioso, sobre el cuerpo.

– ¡Tal vez ahora nos deje tranquilos! ¡Vaya cretino! ¡Mearse en mi oficina! ¡Y pensar que un tipo así ha podido llegar a oficial…! ¿A usted qué le parece, Stever? ¿Se le ocurriría nunca orinarse en mi oficina?

– ¡Nunca, Stabsfeldwebel!

– Así lo espero, por su bien -contestó el Verraco secamente.

Y señaló los restos del general.

– Lléveselo de aquí. No quiero fiambres en mi oficina. Y menos mal que no le hemos dado demasiada comida. Si no, aún hubiera hecho una porquería mayor. Mande al teniente oficial del 9 que limpie esto. Es un trabajo que corresponde a un oficial.

– ¿Cómo hay que comunicar su muerte? -preguntó Stever.

– ¿Tiene alguna huella? -rezongó el Verraco, mientras sé rascaba el pecho.

Stever examinó minuciosamente el cadáver. Aparte unos cuantos cardenales, no se veía ninguna huella.

– Realiza bien su trabajo, a fe mía, Obergefreiter - le felicitó el Verraco-. Terminará su carrera como guardián en jefe. ¿Le gustaría remplazarme aquí cuando me nombren suboficial en jefe en la cárcel de la guarnición de Potsdam?

Se rascó un muslo. Sus largas botas de Artillería chirriaban. Hizo unas cuantas genuflexiones, con los brazos extendidos.

– Porque llegaré a serlo.

Satisfecho, empezó a pasear por la oficina. Frotó la KVI [34] que brillaba en su manga.

– ¿Qué le parecería, Stever? También usted se podría coser una cintila como ésta en la manga. No hace ninguna falta ir a ver a los rusos para obtenerla.

– Es mi mayor deseo, Stabsfeld. Pero no me seduce la idea de tirarme dos años en la escuela de suboficiales de Caballería, en Hannover.

– ¿Es que no tiene imaginación, Stever? Las personas inteligentes no necesitan ir a la escuela. Basta convertirse en un intelectual como yo. Nunca estuve en ninguna escuela. Ni siquiera en el pelotón de los Hauptfeldwebel.

– ¿De veras es posible?

Stever se había quedado boquiabierto.

El Verraco lanzó una fuerte risotada y se irguió con orgullo.

– Todo es posible, Obergefreiter. Apréndase de memoria cincuenta citas sacadas de la basura de Goethe y de Schiller. Mencione a boleo algunos títulos de obras de antiguos escritores, y será un intelectual, tanto si sabe leer como si no. En la vida hay que saber espabilarse, Stever. Grité con fuerza y los demás callarán. Pero no lo intente conmigo. No le daría resultado. Fíjese cómo arreglo este asunto del general. Es mejor que se vaya acostumbrando, a fin de que pueda tomar el mando cuando me marche a Potsdam. Haremos lo que nos plazca con ese comandante de la esclavina. Cuando nos canse, nos bastará con enviar un informe anónimo a el Bello Paul para librarnos de él. Ninguno de esos oficiales tiene cerebro. Fíjese cuántos hay encerrados en nuestra jaula. Carecen de nuestra astucia, Stever.

Stever asintió pensativamente. En parte, estaba de acuerdo con el Verraco.

– Obergefreiter, vaya a buscar al Gefreiter Hölzer -prosiguió el Verraco -, y haga una cuerda con las mantas de este viejo cretino. Coloque el taburete debajo de la ventana. Y haga un nudo alrededor del cuello del cadáver. Pero, cuidado: el nudo detrás, no cometa la misma estupidez que mi colega de Innsbruck, que puso el nudo delante. El muy idiota se gano una cuerda para él. En fin, arregle un suicidio reglamentario. Entretanto, despertaré al médico para que firme un acta de defunción que nos exima de toda responsabilidad. Despierte a dos suboficiales y a dos soldados del personal: han de servirnos de testigos.

Antes de poner manos a la obra, tomaron un vaso del coñac que el Verraco tenía guardado. Después, Stever y Hölzer llevaron el cadáver a la celda e hicieron lo que el Verraco había ordenado. Desde la puerta contemplaron al general ahorcado. Stever se frotó las manos.

– ¡Hermoso cadáver! ¿Sabes, Hölzer? Cuando veo a uno balanceándose, no puedo contener la risa. Y pensar que los hay que creen que ahora se pasea por el cielo… Mírale ahí, ahorcado. ¿Te lo imaginas como un ángel, sentado encima de una nube? ¡Ah, no, francamente, yo no!

– No me gusta que hables así -murmuró Holzer-. Además, no me gusta pensar en Dios. Cuando veo un cura por la calle, tomo otro camino. Tengo la intuición de que algún día nos tocará el turno a nosotros. Hay demasiados tipos que no han salido vivos de nuestras celdas. Ahora, hay en Hamburgo un Regimiento disciplinario blindado. El otro día, estuve en «El Huracán», en la Hansa Platz. Me encontré con tres tipos del Regimiento. Para divertirse, me rodearon el cuello con una cuerda y me hundieron una pistola en el vientre. En pleno estómago, te lo aseguro. Y después se echaron a reír, y dijeron: «Hoy no ha sido más que un ensayo.»

Stever se llevó una mano al cuello y dejó de sonreír.

– ¿Era uno de ellos un pequeñajo con una enorme cicatriz en el rostro? ¿Fumaba continuamente cigarrillos?

– Sí, exactamente. ¿Le conoces? -preguntó Holzer, estupefacto.

– Sí, vino de visita a la prisión. ¿Cantaba algo, Holzer?

– Sí, algo sobre la muerte que iba a llegar. Estuve a punto de denunciarles a la Gestapo. Siempre se encuentra algo que decir. Pero, por fortuna, no lo hice: hubiese sido yo quien hubiera dado con mis huesos en la cárcel. La dueña de aquel bar está siempre rodeada de esbirros de Paul, y no es difícil adivinar lo que les dice. ¡Diablo! Se ha metido en el bolsillo al Müller de la Gestapo de Berlín. La Gestapo no se atreve a tocarla. Stever, te lo aseguro, tengo un miedo terrible. Anoche le dije algo sin reflexionar, inocentemente. ¿Sabes quién me puso de patitas en la calle? Dos SD que trabajan para Dora. Y con tanta suavidad que estuve a punto de romperme el cuelo al aterrizar.

– Estás completamente chiflado, Hölzer -murmuró Stever-. ¿Qué te ocurre? ¿No te juergueas lo bastante?

– ¡Oh, sí! Todas las noches desde hace tres semanas. He probado todas las furcias de Reeperband. Tanto las profesionales como las aficionadas, y estoy tan derrengado que casi no puedo sostenerme en pie. Pero adonde quiera que vaya veo a los hombres del 27.° Regimiento. Cada vez que puedo, me emborracho hasta perder el sentido. Stever, no me gusta esto. Quiero marcharme. No quiero continuar aquí.

– ¿Estás mal de la cabeza, Hölzer? No tienes nada que temer. Aquí, en la prisión, no pueden tocarte. Pero si vas al Este, donde montones de psicópatas andan sueltos con granadas y otros inventos diabólicos en el bolsillo, entonces estás listo. No sobrevivirás ni tres días. Pero aquí estás seguro. Sólo que hay que tener piedad. No consideres a los prisioneros como camaradas. Son unos piojos a los que hay que aplastar. No querrás llorar con todos los que atamos al poste de ejecución… Haz lo que se te dice y no te ocupes de los demás.

– Sé que tienes razón. Lo he intentado todo, pero no sirve de nada. Me paso el día con retortijones en la barriga, de tanto miedo que tengo. Mañana hemos de cargarnos a otro, al del calabozo 20. Cada vez que entro en su celda, se pone a lloriquear. Cuando su costilla vino a verle el otro día en visita de despedida, gimieron interminablemente. Me pidieron que les ayudara. Como si fuera posible hacerlo. ¡Diantre! Para eso hay que dirigirse a Adolph o a Heinrich. Como ves, es inútil que beba, que me llene de alcohol. Resulta igualmente espantoso Al sexto vaso empiezo a no ver claro. Entonces, bebo de la botella. Paso las noches bebiendo y fornicando, pero por la mañana vuelvo a estar aquí, con la boca pastosa, el ajetreo y todo lo demás. La noche es corta y el día muy largo.

– Hay algo que no funciona bien en tu sesera -replicó Stever-. En el fondo, ¿qué te ocurre aquí? Nada extraordinario. Como promedio, liquidamos a cinco o seis tipos por semana. A veces más, a veces menos. Y hay semanas en las que no fusilamos a nadie. Pero en el frente liquidan a todo un batallón en menos de una hora. ¿Crees que esto preocupa a los jefes de batería? ¿Crees que al comandante de un tanque se le crispan los nervios porque ha aplastado a toda una sección con sus orugas? Date una vuelta por el hospital militar de San Jorge y verás cosas buenas. Y aquéllos son todos inocentes. Su único crimen consiste en haber nacido alemanes y hombres, lo que les obliga a ponerse el uniforme verde y a defender la patria. Pero los que tenemos aquí, y a quienes cortamos la cabeza, han hecho algo, y están encarcelados por su culpa.

– Stever, no me gusta ver al hombre del hacha. Apenas tiene tiempo de secar la sangre cuando cae la cabeza siguiente. Y los condenados, al fin y al cabo, no son tan criminales como eso.

– Ahí es donde te equivocas, Hölzer. Si violas la ley, eres un criminal, y eso aunque no hayas hecho más que ignorar un semáforo rojo. En este país, está prohibido decir lo que se piensa. Al que lo hace, le cuesta la cabeza.

Stever agitó un dedo ante las narices de Hölzer, mientras se recostaba en el cuerpo del general ahorcado.

– ¿Es que tú y yo decimos tal vez lo que pensamos?

Hölzer se rascó debajo del casco. Después, respondió con firmeza:

– ¡No, diantre! ¡No estamos tan locos!

– Ya lo ves -dijo, riendo Stever-. Somos unos buenos ciudadanos. No cambiaremos de color hasta que cambie la bandera. Personalmente, lo mismo me da tener que levantar la pata derecha y gritar: «¡Viva el Moro Muza!», en lugar de: «¡Heil Hitler!»

– No quiero quedarme aquí, Stever. Quiero marcharme. Cuando vuelvan del frente se cargarán a el Verraco, y entonces los tipos como tú y como yo recibiremos también. Si eres sensato, Stever, vente conmigo. Pronto sonará la hora. La derrota no tardará en mostrarse. Ya es tiempo de esconder las camisas pardas.

– Quédate, Hölzer. No cometas estupideces. Es mejor que ayudemos a dos o tres prisioneros aquí, en los calabozos. Birlaremos unos papeles y, si es posible, un sello. Prepararemos una evasión y luego, cuando se arme el jaleo gordo, seremos dos héroes y todo lo demás quedará olvidado. De nada te servirá ir a detener las balas de los rusos. Date un paseo mañana por la mañana. Llégate al cuartel del 76.° Regimiento. Van a enviar una Compañía al frente. Acompáñales a la estación. Hazles gestos de despedida y grita: «¡Heil Hitler!» hasta que te quedes ronco. Estoy dispuesto a pagarte una botella por cada rostro alemán que veas. Pero no verás ninguno. Te parecerá que todos van a un entierro. Sé que tienes una gachí estupenda de veras, perfumada y todo. ¿Crees que encontrarás a igual en las trincheras? Escucha el consejo de un hombre sensato. Quédate aquí. Dale coba a el Verraco. Asiente a todo le diga. Haz lo que te ordene. Diviértete y bebe tanto puedas. ¿Tienes tú la culpa de que esta cárcel sea como es? No, señor. ¿Te invitaron el día que redactaron sus leyes? ¿Acaso no te han amenazado con la muerte si no venías? ¿Te harías confeccionar por tu sastre un traje tan birria como el que llevas, si tuvieras que pagarlo de tu bolsillo?

– ¡Mierda, Stever! No puedo ver el gris ni el verde. Tampoco el caqui me satisface. Lo que me gusta es el azul marino, con rayitas blancas, con un pantalón tan estrecho que necesites un calzador para ponértelo. Válgame Dios, Stever, Obergefreiter de Caballería, eso sí que sería estupendo. ¿Cuándo cambiaremos de piel?

Stever se echó a reír.

– Haz como yo. Acostúmbrate desde ahora a decir: «Yes, Sir. No, Sir.»

Contemplaron pensativamente al general ahorcado.

– Ése ha cambiado ya de piel -murmuró Stever-. Si el capellán no miente, ahora está en una nube, riéndose de nosotros. Sin reglamento ni preocupaciones. En el fondo, me da lástima. Hubiera podido ser nuestro abuelo. ¡Dios, si he llegado a atizarle! Era uno de los tipos más duros que he visto. No puedes tener idea de la gente que a la que he golpeado, Hölzer. Soy un experto en eso, y siempre harán falta tipos como yo. En la vida, lo importante es ser especialista en algo. Fíjate, hace media hora el Verraco me ha propuesto un montón de cosas. He dicho que sí a todas sus cretinadas, pero no tengo ni la más ligera intención de seguir la vía que me ha indicado. Tengo un camarada de Regimiento que había pertenecido a las SS. Cuando nos enteramos en el escuadrón, yo servia entonces en el l.er Regimiento de Caballería, en Stettin. Te aseguro que le hicimos la vida difícil. Cada noche le atizábamos. Tiene una gran cicatriz en el labio inferior, que procede de entonces. Le dimos unas buenas duchas bajo todos los grifos de agua fría. Dio parte, pero el coronel, lo mismo que el capitán, se quedó tan tranquilo. ¿Y sabes qué, Holzer? Hoy es SS Haupsturmführer y trabaja a las órdenes de el Bello Paul. ¿Sabes cuál es su especialidad, Holzer?

– No -murmuró Holzer, vacilante, mientras por el rabillo del ojo contemplaba al general que yacía bajo la ventana-. ¿Cómo diablos quieres que sepa cuál es la especialidad de tu camarada de Regimiento? De lo único que me alegro es de no conocerle. Cuando cambie la cosa, sólo esto será motivo suficiente para que te busquen las cosquillas.

– Tienes toda la razón, Hölzer. No eres tan tonto como eso. Pero por el momento, hablemos de mi camarada Regimiento, y cuando todo cambie le detendremos y nos presentaremos con él como rehén. Nunca adivinarás cuál es su especialidad. Mi camarada de Regimiento consigue que todo el mundo diga exactamente lo que quieren sus jefes. Pero solo recurren a él cuando se encuentran con un tipo especialmente tozudo. Tiene sus dominios en el fondo de un subterráneo. Allí vive.

– ¡Cállate, Stever! -protestó Holzer-. No quiero saber nada más de eso. -Luego, dominado por la curiosidad, siguió hablando-: Por otra parte, sí me interesa saber cómo se las arregla tu camarada.

Stever se echó a reír.

– Es de lo más sencillo. Con electricidad de doscientos veinte voltios. Unos delgados hilos eléctricos y agua. De vez en cuando, un brazo roto. Cuando han sufrido el tratamiento de mi camarada durante una media hora, siempre tienen prisa por confesar. Él es un tío listo que lo tiene todo preparado para poder apearse del tren en un abrir y cerrar de ojos y cambiar de camisa. En cuanto a nosotros dos, Hölzer, sólo se trata de hacer lo que se nos ordena. En resumen: donde hay patrón no manda marinero. -Stever lanzó una risotada y añadió secamente-: No tenemos ninguna responsabilidad.

Esta interesante conversación fue interrumpida por el médico aspirante, que llegó en tromba, con su blusa blanca flotando a sus espaldas.

Stever dio el parte. El médico aspirante miró al ahorcado, se encogió de hombros, sacó unos papeles de su cartera, se sentó ante la burda mesa… Llenaron y sellaron rápidamente el acta de defunción. Al entregársela a Stever, el médico no pudo dejar de manifestar:

– Si todos los fallecimientos fuesen tan claros, la cosa resultaría fácil. Retire a este tipo. Obergefreiter, y enciérrelo.

Tras de lo cual desapareció como una nube blanca arrastrada por el viento.

Stever y Hölzer levantaron el taburete caído y empezaron a bajar al general.

– Confiesa que es estúpido -rezongó Hölzer-. Primero, lo ahorcamos y sudamos como animales para hacerle un buen nudo, y ahora, vuelta a sudar para descolgarle. Estoy hasta la coronilla.

– ¡Maldita sea, deja de decir estupideces! -rezongó Stever-. En el fondo, aquí no se está tan mal. Podemos quedarnos detrás de las rejas de hierro y reírnos de los cretinos que hacen el ejercicio. ¿Te acuerdas aún de manejar las armas? Yo he olvidado hasta la fecha de mi último ejercicio.

Rezongando y echando pestes, consiguieron llevar al general hasta el subsuelo. El cadáver se les cayó por la escalera y se acusaron recíprocamente de haberle soltado. Lo arrastraron por los pies a lo largo del pasillo del sótano. Se oyó un ruido sordo cuando la cabeza golpeó contra el marco de la puerta de la celda de castigo.

– ¡Maldita sea! No somos más que unos enterradores -gruñó Holzer, exasperado-. No quiero quedarme más Stever, hoy mismo dimito.

– ¡Por todos los diablos, cállate de una vez! -gritó Stever-, si no quieres que te pegue un par de bofetones Si alguna vez acudes a el Verraco para decirle que quieres marcharte, empezará a imaginar cosas. Ya has visto a alguno que ha muerto de un disparo accidental, ¿no?

– ¡Mierda! -murmuró Holzer-. ¡Maldita sea! ¡Qué harto estoy!


El Obergefreiter Stever se inclinó sobre la barra del «Matou». Señaló con un dedo al dueño, Emil Corazón de Piedra.

– Tú no entiendes nada, Corazón de Piedra. La mayoría se dejan cortar el cuello sin decir ni pío. Lo peor es cuando les atan y cuando caen.

– No quiero oír hablar de tu máquina mortífera -gruñó Emil-. Mi trabajo consiste en vender alcohol, y lo demás no me interesa.

– En este momento, tenemos preparado a un teniente de Tanques. Un buen chico. Lo acepta todo sin rechistar. También él va a emprender el gran viaje. Un buen sujeto. No lloriquea.

– No me gustas, Stever. Eres un tipo repugnante - dijo Emil, quien fingió abstraerse en la limpieza del vaso que tenía en las manos.

Stever vació su copa y la hizo llenar de nuevo.

– ¿Por qué soy un tipo repugnante, Corazón de Piedra?

– Porque has asimilado las prisiones y la guerra. Ya no eres un hombre. Te gusta hacer daño.

– ¿Estás chiflado, Emil? Claro que no me gusta. Ni yo mismo me gusto.

– Ya lo ves -dijo triunfalmente Corazón de Piedra, mientras dejaba el vaso en una estantería, encima del espejo-. Incluso tú confiesas que eres un tipo asqueroso. Nadie te quiere. El día menos pensado, te balancearás en el extremo de una cuerda. A los tipos como tú, se les ahorca.

Stever sacudió la cabeza, se volvió hacia una mujer que esperaba a los clientes en un rincón. Aún era demasiado temprano. La gente no acudía al «Matou» hasta después de las diez.

– Erika, ¿es cierto que soy repugnante?

– Eres una basura. Una cloaca. Emil tiene razón. Un día te ahorcarán. Hueles a calabozo y a cadalso.

Stever meneó la cabeza.

– No entendéis nada. Los tipos que nos traen me dan lástima. Sí, válgame Dios. Pero, ¿por qué habría de ir a la guerra cuando puedo estar seguro en mi cubil? En una oficina han decidido que el Obergefreiter de dragones Stever ha de ser carcelero; y nunca hay que rebelarse contra el destino. Si un día vienen a ponerme un papel en la mano y a decirme: Obergefreiter Stever, vete a mirar a los rusos, me marcharé sin rechistas, porque no tendré más remedio. Ahora, estoy en mi prisión, y no por mi culpa. ¿Acaso soy yo quien dicta las leyes? ¿Y tengo yo la culpa de que haya guerra? Hago lo que los jefazos me ordenan. Ni más ni menos. Y el día que termine la guerra y que dé la vuelta la tortilla, lo que ocurrirá, entonces, descolgaré mi uniforme de paseo, el del pantalón gris claro y los galones amarillos, e iré al «Huracán 11», a casa de tía Dora, para celebrar la paz y los nuevos tiempos. Y después, dejaré salir de la jaula a todos los cautivos, y me dispondré a recibir los nuevos. Y tú, Emil -Stever señaló a Corazón de Piedra con un dedo acusador-, tú que has fiado alcohol a todos los adoradores de la gallina, marcharás al paso de la oca con todos tus semejantes, en dirección a chirona. Entonces, os tocará a vosotros recibir puntapiés en el culo. Esto es lo que los sabios llaman Némesis.

Echó dos marcos sobre el mostrador y se marchó, sonriendo.

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