COMPAÑÍA EN MISIÓN ESPECIAL

Alcanzamos a la Compañía en un bosque de abetos. El teniente Ohlsen estaba muy descontento por nuestra larga ausencia.

Los días siguientes participamos en varios combates desesperados con unidades rusas aisladas. En total, nos costó una docena de hombres. Nos habíamos convertido en expertos de aquella forma de guerra: la guerrilla.

A medida que transcurría el tiempo, el teniente estaba cada vez más nervioso. No teníamos la menos idea del lugar donde estaba el regimiento. Hubiésemos debido localizarlo mucho tiempo atrás.

Llevábamos con nosotros a seis prisioneros: un teniente y cinco soldados de Infantería. El teniente hablaba correctamente el alemán. Andaba delante de la Compañía, con el teniente Ohlsen. Ambos habían olvidado que eran enemigos.

Dos de los prisioneros llevaban la olla que contenía la bebida. Era de madrugada y bajábamos de la meseta. El sol nos iluminaba el rostro. Por eso no descubrimos la casita hasta llegar junto a ella. Un chalet de montaña, con una galería exterior. Dos soldados de Infantería montaban guardia ante la puerta.

Salieron dos oficiales. Uno de ellos, comandante, llevaba un monóculo que lanzaba destellos. Saludó, condescendiente, a nuestro jefe.

– Su Compañía parece algo desorganizada -gruño-. ¡Menuda pandilla! Supongo que puedo confiar en usted, teniente. Si no tengo que hacerle observar que somos especialistas del Consejo de Guerra. Me presento: teniente coronel De Vergil, comandante de este puesto. Tome posición con su Compañía en el lindero del bosque, hacia la cota 738, donde mi batallón tiene su flanco izquierdo, y establezca bien el contacto, teniente.

El teniente Ohlsen saludó, llevándose dos dedos a la gorra.

– ¿Qué mosca le ha picado? -gritó el comandante, nuevamente indignado-. ¿No sabe saludar de manera reglamentaria?

El teniente Ohlsen se cuadró.

– Bueno, ahora, un saludo y descansen, según la HDV -exigió el comandante, lleno de arrogancia.

El teniente Ohlsen unió los tacones y se llevó con presteza una mano a la gorra.

El comandante asintió con la cabeza.

– Bueno, esto es. De modo que sabía hacerlo, teniente. Aquí no queremos saludos personales ni ninguna otra forma de negligencia. Se le ha confiado un Batallón de Infantería prusiana. Métase eso en la cabeza, teniente.

Se irguió. Era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo.

– ¿Quiénes son esos monos que lleva con la Compañía?

– A sus órdenes, mi comandante. La 5.ª Compañía del 27 Regimiento Blindado trae prisioneros a un teniente enemigo y a cinco soldados de Infantería del 43 Regimiento de Montaña ruso.

– Hágales ahorcar -decidió el comandante-. A los piojos hay que aplastarlos.

– ¿Ahorcarles? -tartamudeó el teniente Ohlsen, incrédulo.

– ¿Es sordo? -preguntó el comandante.

Dio media vuelta y desapareció en el interior del chalet.

El teniente Ohlsen le siguió con la mirada, moviendo la cabeza. Conocía el género. Los maniáticos de la Cruz de Hierro. Héroes de guarnición que avanzarían sobre cadáveres para tener un pedazo de chatarra en el pecho.

El teniente ruso protestó:

– No dejará que nos ahorquen, ¿no es verdad, mi teniente?

– De ningún modo. Si hay que ahorcar a alguien, es a ese bufón.

En el primer piso, una ventana se abrió violentamente. Asomó el comandante:

– No quiero dejar de ponerle en guardia contra cualquier negligencia en la posición. Para su información, me permito repetirle que somos especialistas del Consejo de Guerra.

Rió malévolo y cerró la ventana con un golpe seco.

– ¡Vaya carnaval! -se dijo Porta en voz baja-, San Pedro, protégenos. Lo necesitamos mucho.

– Cállate, Porta -pidió el teniente Ohlsen-. No es momento para bromas.

El adjunto del comandante, un joven teniente, apareció en e umbral.

– Mi teniente, nuestro comandante ordena que se dirijan a la posición en formación reglamentaria.

– Bien -contestó, sonriendo, el teniente Ohlsen-. Estamos dispuestos a marchar directamente hasta el infierno.

El otro se encogió de hombros y contestó, indiferente:

– Como le parezca.

Hicimos nuestros agujeros un poco más lejos de la colina. El terreno era pesado, pero no demasiado duro. No tardamos mucho en terminar nuestros agujeros de tiradores.

Hermanito y Porta cantaban mientras trabajaban. Cada vez cantaban con mayor fuerza.

– Están bebiendo «schnaps» a escondidas -dijo Heide.

Los tenientes Ohlsen y Spät estaban sentados en uno de los agujeros y cuchicheaban con el teniente ruso. Ante ellos tenían un mapa que consultaban sin cesar. Barcelona soltó una risita.

– Están dando el horario de los trenes al oficial de Iván.

– ¿Qué quieres decir? -interrogó Stege-. Nuestro teniente hace bien. No desea ahorcar al primero que llega, venga la orden de donde venga.

– ¿Crees que dejará marcharse a sus colegas? -dijo Heide, incrédulo.

– ¿Qué otra cosa, si no? -repuso Barcelona-. Sí aún están aquí cuando el comandante venga, los hará ahorcar por sus propios hombres y el teniente Ohlsen comparecerá ante un Consejo de Guerra… Desobediencia. Doce fusiles. ¡Pum!

– Creo que voy a hacer limpieza -observó Heide en voz alta -. No estoy de acuerdo con eso de dejar que se marchen esos tipos. De todos modos, nunca he comprendido por qué se hacen prisioneros. Un tiro en la nuca y te quedas tranquilo. Los cadáveres no crean problemas. Y además, ya lo podéis ver; nunca he hecho prisioneros.

– Y qué dirías si un día cayeses prisionero de los Iván y uno de ellos preparara su «Nagan», ¿eh?

Furioso, Heide lanzó una paletada de tierra a gran distancia.

– Ante todo, es inconcebible por lo que a mí concierne; pero aparte de esto, si ocurriera, esperaría el tiro en la nuca. Si no lo hicieran, les despreciaría. ¿Crees que temo estirar la pata? He sido el mejor suboficial de toda la guarnición. Hace nueve años que soy soldado. Nunca he sido capturado ni lo seré jamás. -Levantó un pie-. ¿Veis cómo la suela está impecablemente limpia? -Se volvió-. La raya de mi pantalón ¿está como es debido? Si tenéis un centímetro, venid a comprobar si mi corbata es reglamentaria. – Se quitó el casco ¿Llevo la raya derecha? ¿Está o no está mi cartuchera a dieciocho centímetros de la hebilla de mi cinturón? Y los pliegues del costado de mi capote, ¿no tienen tres centímetros? En mí todo está en regla. Siempre he sido igual desde el día en que decidí que el Ejército sería mi padre y mi madre. No me importan los motivos por los que un ejército lucha. Mataría a mi abuela si me lo ordenaran. Soy soldado porque me gusta serlo.

Había que reconocerlo. Heide era siempre perfectamente reglamentario. Incluso después de los cuerpo a cuerpo más feroces, siempre parecía a punto de presentarse a una revista.

– Pero, ¿qué relación tiene esto con dar el tiro de gracia a los prisioneros? -preguntó Stege.

– ¡Qué cabeza más dura tienes! -se burló Heide-. ¿Y tú has estudiado? ¡Vamos, anda! Yo sólo he ido a la escuela primaria, pero conozco la vida mucho mejor que tú y todos los demás asnos. ¿Has aprendido, por lo menos, a utilizar la bayoneta? ¿A detener los golpes y todo eso? ¿Te imaginas que es para coger prisioneros? ¿Disparar completamente oculto o a medias, apuntar bien, con la boca del arma en el borde, el colimador? Lo has aprendido todo, Hugo. Eres miembro de la sociedad desde hace cuatro años y no has entendido nada en absoluto. ¿Por qué tan pocos estudiantes llegan a comandante? No tienes más que mirarte… Gefreiter después de cuatro años. Yo necesité seis semanas. Al cabo de cinco meses, era suboficial, y en cuanto esta guerra termine me convertiré en oficial en un tiempo récord. El secreto consiste en entender lo que hay que entender. Coleccionad cadáveres. Divertios, y buena caza.

– Sin duda tienes razón -capituló Stege.

– Claro que la tengo. Y me cargaré a nuestros seis amigos en cuanto se las piren.

– Te denunciaré al teniente Ohlsen -dijo Stege.

– Hazlo -replicó Heide, riendo-. ¿Y qué crees que me hará? ¿Crees que me ocurrirá algo?

Se inclinó sobre su pala; lo oímos murmurar desde el fondo de su agujero

– ¡Vete al cuerno, pobre estudiante cretino!

Habíamos terminado de cavar los agujeros. Un obús cayó silbando. Un recluta lanzó un grito estridente y saltó fuera de su agujero.

– ¡Socorro! ¡Estoy herido!

Dos de sus camaradas fueron en su ayuda. Empezaron a correr hacia retaguardia, lejos de la posición. Barcelona hizo una mueca.

– Camarada, querido camarada, estás herido. Te llevaremos lejos de aquí. Te acompañaremos hasta la enfermería más remota.

– Sí, vaya suerte -se burlo Heide-. Precisamente antes de que esto empiece a animarse de veras. Esos héroes de pacotilla no saben luchar, pero no pierden el tiempo en aprender los trucos buenos.

Habíamos colocado nuestra olla en el fondo de un gran agujero. La habíamos cubierto con cuidado para que nada le ocurriera al jugo.

La luna desapareció detrás de una alfombra de nubes. La noche parecía un muro de terciopelo.

– ¡Qué silencio! -murmuró el Viejo-. Casi se diría que se le puede palpar.

– Es absurdo -observó Stege-. Tanto silencio produce miedo.

Oíamos un perro que ladraba a lo lejos.

– ¿Dónde diablos se ha metido Iván? -preguntó Barcelona.

El Viejo le señaló los abetos, rígidos como centinelas.

– Están allí, en sus agujeros. Les asusta el silencio, como a nosotros.

– ¡Si por lo menos disparara alguien…! -dijo Heide-. Esta calma trastorna a cualquiera.

Una risa diabólica cortó como un cuchillo el silencio de la noche. Se la tenía que oír a varios kilómetros de distancia. Era Porta. Jugaba a los naipes con Hermanito, quien expresaba en voz alta sus dudas sóbrela honradez de su adversario.

Una ametralladora empezó a tabletear en el lado opuesto. Una de las nuestras contestó con dos salvas melancólicas. A lo lejos, se oyeron silbidos y gruñidos. Un océano de llamas subía y bajaba en detonaciones gigantescas. Se hubiera dicho que las montañas temblaban de miedo.

– Baterías de cohetes -observó el Viejo-. Afortunadamente no disparan contra nosotros.

Dos ametralladoras ladraron en la noche, como perros de guardia. Varios proyectiles luminosos extendieron silenciosamente sus rastros lejos, hacia el Norte.

Un agente de enlace que llegaba corriendo gritó como un loco:

– ¡Mensaje para el jefe de la 5.ª Compañía! ¡Mensaje para el jefe de la 5.ª Compañía!

– ¡Cállese de una vez! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estás loco de atar. Agitarás todo el frente, si vociferas de esta manera.

– ¡Mi teniente! -gritó el agente de enlace-. Tiene que presentarse inmediatamente ante el comandante, para recibir órdenes importantes.

– ¡Lárguese en seguida! -gruñó el teniente Ohlsen, furioso.

– ¿De dónde habéis salido, soldados de pacotilla? -preguntó Porta, mirando al mensajero, muy pulcro, muy aseado.

– Mi Stabsgefreiter, hemos salido de Breslau, 49.° Regimiento de Infantería, Compañía de Estado Mayor.

– Lo sospechaba -se burló Porta-. Rompe filas, héroe, y ve a buscar tu Cruz de Hierro. Está en aquel estercolero.

El agente de enlace se retiró bruscamente.

Las montañas temblaron de nuevo, como si padecieran un dolor lancinante. Un fuego azul y rojizo atravesó el cielo. Todo el terreno estaba bañado por aquel océano de fuego. Entornábamos los ojos ante aquel infierno fulgurante. Nos acurrucábamos en nuestros agujeros. La angustia se apoderaba de nosotros. Era el límite de lo que un hombre puede resistir.

La selva de cohetes cayó a lo lejos, entre los rusos, enviando por el aire, tierra, piedras y cuerpos mutilados.

– En nombre del cielo -gimió Heide, secándose la frente-, estas baterías de «Do» [15] atemorizan al más pintado.

– Atención -aconsejó Steiner-. A los agujeros. Acurrucaos bien. Ahí llegan los Ivanes con sus órganos.

– ¡Qué malos ratos me hacen pasar con sus «Do» de mierda! Siempre tienen que estarlos utilizando -dijo Heide.

Antes de que hubiera terminado la frase, al otro lado, se produjo un temblor de tierra.

Saltábamos a los agujeros como perros llenos de frío y escondíamos la cabeza entre las manos.

Como un huracán, los cohetes de doce centímetros cruzaron el cielo y levantaron un muro de llamas inmediatamente detrás de nosotros.

Después, reinó el silencio.

Algunos reclutas se incorporaron. Ignoraban las costumbres de los rusos. El teniente Spät gritó para avisarles:

– ¡A los agujeros, pandilla de cretinos!

Luego, resonaron las detonaciones. Esta vez, los cohetes habían estallado delante de los agujeros.

– La próxima ráfaga nos caerá encima -nos predijo Barcelona.

– Sus puestos de observación están en los abetos -dijo Steiner-. Porta -gritó, asomando la cabeza-. Cárgate a ese fisgón, para que nos dejen en paz.

Porta se echó a reír.

– Con mucho gusto. Pero antes, tengo que verlo.

Estaba tendido de bruces sobre su agujero, y registraba las cimas de los abetos con sus gafas infrarrojas. Una invención diabólica que convertían la noche en día.

– Podría ir a buscarlo -propuso Hermanito, haciendo chasquear su lazo-. Se ensuciará en los calzones, si le hago cosquillas en la nuca.

– Quédese aquí -ordenó el teniente Spät.

La salva siguiente cayó entre los agujeros. Se oían gritos espantosos.

– De esta manera, nos dejan tranquilos un momento -dijo Barcelona.

– Sí, hasta que esos cretinos de la «Do» vuelvan a las andadas -replicó el Viejo.

– Abre los ojos, Porta -cuchicheó el legionario-. Allí baja.

– Allí, a la derecha del abeto grande -exclamó jubiloso Hermanito.

Porta se echó al hombro el fusil con teleobjetivo y buscó desesperadamente el blanco que le indicaban.

– ¿Dónde, maldita sea?

Hermanito le indicó el individuo.

– Tres dedos a la izquierda del árbol torcido. ¿Lo tienes?

– Sí.

– Apresúrate. Casi ha Llegado al suelo. Allí, un poco más hacia atrás.

– ¡Válgame Dios, ahí está! -exclamó Porta-. Es un pez gordo. Tiene la orden de Stalin y lleva barba. Voy a darle le mayor sorpresa de su vida. Y la última también.

– Pégale el pildorazo cuando esté a punto de desaparecer y se crea a salvo.

– Entendido -dijo Porta, al tiempo que disparaba.

La metralleta resonó con un ruido seco y maligno.

Porta se echó a reír.

– ¡Qué voltereta! Le he volado la mitad de la cabeza; sin duda no valía gran cosa.

– Bien, muchacho, pásame tu libreta. Voy a anotar el golpe -dijo el legionario.

Porta le alargó la libretita amarilla que poseían todos los buenos tiradores.

– Tienes muchos -exclamó el legionario, pasando las hojas.

– Yo he hecho otros tantos con mi lazo -intervino Hermanito-. Y es mucho más valeroso. Con el fusil infrarrojo permaneces a distancia. Con un lazo, tienes que ir a respirar ante las narices del individuo. ¿Has observado si tenía dientes de oro?

Porta meneó la cabeza.

– Ese cerdo no ha sonreído ni una sola vez -se lamentó-. Pero démonos una vuelta por allí: nos repartiremos las coronas, si es que las tiene. Era un pez gordo, de modo que tal vez tenga chismes de oro.

– Spät, le entrego la Compañía -gritó el teniente Ohlsen-. Voy a ver al comandante del grupo de asalto.

Saludó, salió de un salto de su agujero y corrió a refugiarse entre un grupo de casas, en la ladera de la colina.

Una ametralladora empezó a escupir proyectiles luminosos en dirección al teniente. Pero no la manejaba un especialista. Las salvas eran demasiado largas y el tiro demasiado corto.

Conocíamos al teniente Ohlsen y sabíamos que, en su fuero interno, debía estar furioso contra el tirador.

Sin aliento, llegó al chalet donde el comandante recibió su informe con indiferencia. Los siete presentes se sentaban alrededor de una mesa lujosamente dispuesta.

El teniente Ohlsen no podía dar crédito a lo que sus ojos veían. Mantel blanco. Flores en jarrones de cristal. Candelabro de siete brazos. Porcelana azul, garrafas de vino y ordenanzas que prestaban servicio con chaquetas blancas y las insignias del regimiento en las hombreras.

«Me he vuelto loco -se dijo Ohlsen-. O bien estoy soñando.»

El comandante se aseguró el monóculo y miró a aquel teniente del frente que tenía delante. Las botas llenas de barro. El uniforme negro estaba desgarrado y griseaba a causa de la suciedad de varios meses. Faltaba la mitad de las hojas de roble. La calavera de los húsares se veía, manchada y gris. Hacía mucho tiempo que no se la había pulido reglamentariamente. El rostro marchito del teniente estaba cubierto de suciedad. La cinta roja de su Cruz de Hierro estaba deshilachada. En el lugar de la medalla había un agujero. La medalla se había fundido cuando su tanque se incendió. La manga izquierda de su capote se sostenía sólo de un hilo. Su mano derecha estaba negra de sangre coagulada. El cierre de su pistolera había desaparecido. Su cinturón de oficial había sido sustituido por el de un soldado raso.

El comandante hizo una muesca de asco. Lo que estaba viendo no hacía más que confirmar su opinión. En realidad, había tenido el propósito de ofrecer un vaso de vino a aquel teniente de las trincheras. Buen vino generoso, traído de las bodegas de Breslau, el 49.º Regimiento de Infantería era un regimiento rico. Hasta entonces, había tenido dos batallones en Francia y uno en Dinamarca. Se iba al lugar donde desbordaba la leche y la miel. Fue una vida de opulencia para todos los del 49.º. En aquel Regimiento, nadie había estado en el frente, exceptuada la ocupación de Dinamarca, y Francia dos días antes del armisticio.

Después, llegó el día fatal para el Regimiento. Un cretino de la oficina de personal del Ejército, en la calle Bendler, tropezó con el nombre del comandante del Regimiento, el coronel Von der Graz. Fue nombrado general de Brigada y puesto al mando de una División de Infantería en los Balcanes. Se había esperado que su sucesor como comandante sería uno de los jefes de Batallón. Se disponía incluso de dos tenientes coroneles que iban a ser nombrados coroneles. El más viejo, cuyos antecesores llegaban hasta el 1.er Regimiento del rey de Prusia, ya empezaba a anunciar los cambios que iban a ocurrir cuando mandase el 49.º Regimiento de Infantería. Durante dos meses, actuó de segundo sustituto. Fueron los dos meses más hermosos que recuerda el Cuerpo de oficiales.

Un viernes por la mañana, a las diez menos veinte, cuando unas nubes negras se concentraban sobre el cuartel de color gris, un coronel desconocido se presentó para tomar el mando. Un coronel al que nadie conocía. Llegaba directamente de Demjamsk, donde había dirigido un grupo de asalto. Era un coronel con un ojo tapado por un parche negro. Alto, huesudo y gruñón. Se paseó todo el viernes por el cuartel, olfateando como un perro de caza, sin decir nada. Todos se sentían muy inquietos. Un obsequioso intendente de Estado Mayor tuvo la brillante idea de enseñar la bodega de los vinos a aquel espectro. Éste carraspeó, cogió una o dos botellas polvorientas, miró de pies a cabeza al intendente y se marchó sin abrir la boca. Su único ojo relampagueaba siniestramente. Una hora más tarde, el intendente de Estado Mayor estaba haciendo sus maletas. Su instinto le decía que muy pronto iba a abandonar el 49.º Regimiento. ¡Menuda pinta era aquel coronel!

Era tarde cuando por fin, el nuevo comandante se instaló en el sillón de su predecesor, tras el gran escritorio de caoba. El grueso de la oficialidad estaba desde hacía mucho rato en el casino, pero por primera vez en varios años, no había ambiente. El champaña tenía un gusto extraño.

Después, ocurrió la catástrofe. El espectro reunió a los oficiales. Hizo una ligera mueca al comprobar que la mitad de aquellos caballeros ya se habían marchado el jueves por la tarde para pasar el fin de semana. Desde luego, aquello era ilegal, pero, ¡hacía tanto tiempo que solía hacerse! Y, por lo demás, nadie volvía al cuartel antes del lunes.

El espectro pidió la lista de efectivos. Según el reglamento, debía ser llevada al día por los jefes de Compañía. Pero nadie se había preocupado de hacerlo desde hacía mucho tiempo. Se creía que lo hacían los Hauptfeldwebels.

El ayudante telefoneó a las Compañías. Conocía anticipadamente el resultado, pero sentía curiosidad por saber lo que ocurriría después. A él le importaba un bledo. Ya se las arreglaría. Su tío era segundo jefe del Estado Mayor de la parte de ejército que permanecía en territorio nacional. Dondequiera que se le destinara, estaría seguro. Y, además, Breslau empezaba a resultar aburrido.

Colgó el aparato; con astuta risita, comunicó al espectro el resultado de sus diversas llamadas.

– Mi comandante, se desconocen los efectivos. Todos los Hauptfeldwebel se han marchado, con permiso, a pasar el fin de semana. El grado más elevado que queda es el suboficial de guardia. Las oficinas están cerradas con llave.

El espectro se pasó pensativamente una mano por el parche negro.

– ¡Oficial de ordenanza! -gritó.

El teniente más joven acudió, y dijo con voz temblorosa:

– Teniente Hanns, barón Von Krupp, a sus órdenes, mi comandante.

El espectro murmuró:

– ¡Ah! De modo que también existe aquí. Teniente -prosiguió con voz estridente; se sentía acercarse la tormenta-, compruebe si por lo menos las puertas están vigiladas. Supongo que también los centinelas se habrán marchado a pasar el fin de semana.

Antes de que el teniente pudiera salir del despacho, lo llamó de nuevo.

– Dentro de un cuarto de hora le quiero otra vez aquí con la cifra exacta de efectivos existentes en el cuartel.

El barón Von Krupp, apodado espiritualmente el niño cañón, salió.

El ayudante estaba dispuesto a apostar que los efectivos serían aproximadamente de un treinta por ciento de lo que hubiesen debido ser. Hasta entonces, nadie se había interesado por aquellos detalles. Breslau quedaba lejos de Berlín. Nunca venía nadie por allí.

El espectro manifestó su sorpresa ante el hecho de que ni uno solo de los oficiales presentes tuviera una condecoración del frente.

– Nunca hemos estado en el frente -reveló el capitán Dose, el más estúpido de todo el Regimiento.

Por primera vez, el espectro sonrió; pero no era una sonrisa amable, no lo era más que la expresión que adoptó para decir:

– Ya irán. La guerra no ha terminado aún. No ha hecho más que empezar. En el futuro, necesitarán ustedes todos sus conocimientos militares. Confío en recibir durante la tarde una solicitud de cada uno de ustedes para ser destinados a una unidad del frente. -Luego, dirigiéndose al ayudante-: Envíe usted a los cuatro puntos cardinales telegramas con ese texto: Permiso anulado. Preséntese inmediatamente en el Regimiento. Estado de alarma 3. Firmado: Coronel Bahnwitz, comandante del Regimiento. Supongo que sabrá dónde están esos caballeros, ¿no?

El ayudante se encogió imperceptiblemente de hombros, y no contestó. En realidad, lo ignoraba por completo. Decidió enviar hombres a todos los bares y burdeles de la región, con el encargo de traer al mayor número posible; hecho esto, se despreocuparía del asunto. Miró al capitán Dose y decidió pasarle la papeleta. Le tocó en un hombro:

– Dose, tú eres oficial de permanencia.

El capitán Dose quedó tan sorprendido que se olvidó de protestar.

– Por lo tanto -prosiguió el otro-, a ti te corresponde en caso de alarma, reunir a todo el Regimiento.

Y alargó los telegramas al capitán, incapaz de hablar.

– Envía un telegrama a todos los que se han marchado con permiso. Como oficial de permanencia, debes de tener todas las direcciones.

El capitán Dose salió con pasos vacilantes.

El espectro observó con mirada impasible a su segundo y decidió conservarlo. Un hombre como aquél siempre resultaba útil. Si surgiera la necesidad, ya sabría librarse de él con ayuda de la Gestapo.

Con la muerte en el alma, el capitán Dose rebuscaba en el fichero de direcciones, bastante incompleto, deseando que un ataque aéreo destruyera de un modo fulminante los malditos papeles.

Pese a todos sus esfuerzos, sólo consiguió echarles el guante a nueve hombres, de los mil ochocientos que se habían marchado con permiso.

El lunes, regresaron todos, pensando con satisfacción en la alegría de explicar sus aventurillas más o menos picantes; pero encontraron el cuartel en plena efervescencia. En todos los escritorios de los oficiales, había un papelito con tres palabras escritas, tres palabras siniestras: «Vea al comandante.»

Los menos veteranos se precipitaron hacia allí. Los otros hicieron primero varias llamadas telefónicas para informarse. Los más listos cayeron bruscamente enfermos y llamaron al médico del Regimiento. Una hora más tarde, se marchaban del cuartel en una ambulancia.

Entre los primeros, figuraba el capitán, barón De Vergil, jefe de la Compañía de Estado Mayor. Tres horas más tarde, estaba en un batallón del frente. Es cierto que le habían nombrado comandante; pero esto no le causaba la menor alegría, porque, al mismo tiempo, había recibido la orden de salir hacia el frente del Este. Pese a que no poseía una gran imaginación, tenía cierto presentimiento de lo que le reservaba el destino.

Piojos, pensaba, estremeciéndose. Soldados sucios, gente que huele mal. Tenía ganas de llorar, pero se contenía. Un comandante que llora en el momento de partir hacia el frente ruso hubiese causado mala impresión.

Al cabo de ocho días, el 49.º Regimiento de Infantería había desaparecido. También la bodega de los vinos. Cada oficial se llevó una provisión. Nadie salió con menos de dos camiones llenos. El barón cogió tres.

Ahora, estaba en las montañas, era comandante de un grupo de asalto. En un tiempo inverosímil había conseguido dejarse cercar por los rusos. Había pedido socorro en todas direcciones, y, por fin, le habían tranquilizado prometiéndole ayuda. Pero, ¡válgame el cielo!, qué ayuda. El barón sufría un ataque cuando la vio. Una Compañía de Tanques sin tanques, una pandilla de vagabundos andrajosos. El barón espumeaba de rabia y estaba decidido a mostrarse duro, duro como el acero de Krupp. No había comprendido en absoluto que la ayuda que se le enviaba era una Compañía de combatientes experimentados, al mando de dos excelentes oficiales del frente. Aquella Compañía valía por todo un Regimiento de guarnición y hubiese llenado de dicha a cualquier comandante del frente, pero causaba escalofríos a un oficial de guarnición. A sus ojos producía el efecto de un toro en una cacharrería.

El comandante, barón De Vergil, fijó la mirada en la cinta blanca de la manga del teniente Ohlsen, en la que podía leerse las palabras «Regimiento Penitenciario», rodeadas de dos calaveras mutiladas.

– Teniente, en la posición de firmes reglamentaria, los pies deben formar un ángulo de 45 grados. Los suyos no lo están.

El teniente Ohlsen corrigió la posición de sus pies.

El comandante balanceaba las piernas.

– Lo siento, pero he de llamarle la atención sobre el hecho de que en esa posición las manos deben estar sobre las costuras del pantalón y los codos formar una línea recta con la hebilla del cinturón. Los suyos no la forma.

El teniente Ohlsen corrigió la colocación de sus manos.

Los siete oficiales presentes dejaron de comer y, algo incómodos, miraron por la ventana. El comandante se golpeó con una fusta las relucientes botas.

– Teniente, su nariz no está exactamente encima del botón del cuello. Tiene la cabeza torcida. Supongo que un oficial como usted estará enterado de la obligación de mantener la cabeza bien derecha en la posición de firmes.

El teniente Ohlsen corrigió la posición de la cabeza. El comandante sacó un encendedor de oro y encendió con calma un cigarrillo, que primero había colocado en una larga boquilla de plata. Su anillo, con las armas de sus antepasados, relucía. Con una sonrisa condescendientes en los labios, prosiguió:

– Según el reglamento, cada soldado -el comandante acentuó la palabra «soldado»- debe cuidar de la limpieza de su equipo y de su ropa inmediatamente después del combate. Todo debe de estar en las mismas condiciones que cuando lo recibió del almacén. Teniente, un ojeada a su persona basta para convencerme de su negligencia. Su presentación inadecuada es un sabotaje. Según las instrucciones destinadas al ejército de frente, aquél que se entrega a actos de sabotaje, o que sospecha que se entrega a ellos, comparecerá ante un Tribunal de Guerra que, en casos de necesidad, puede estar compuesto tan sólo por dos oficiales. Aquí tiene siete, y, por lo tanto, podría formar uno rápidamente. Pero supongo que lo que le ha destrozado los nervios es una mezcla de miedo y de cobardía, y que éste es el motivo de su negligencia.

El teniente enrojeció hasta las orejas. Le costaba lo indecible contenerse, pero sabía por experiencia que sería fatal dejarse llevar por la ira. Una palabra de aquel payaso bastaría para convertirle en un cadáver.

– Teniente Ohlsen, del 27.° Regimiento, 5.ª Compañía. Mis respetos, mi comandante. Me permito decirle que aún no hemos tenido ocasión de limpiar nuestro equipo y nuestros vestidos. La 5.ª Compañía ha desempeñado una misión especial y ha combatido sin tregua durante tres meses y medio. La compañía ha regresado hace siete días con doce supervivientes.

El comandante agitó su servilleta blanca.

– Esto no me interesa, pero he de hacerle observar que tiene que callarse hasta que se le interrogue. Si no, según el reglamento ha de pedir autorización para hablar.

– Teniente Ohlsen, jefe de Compañía, 27.° Regimiento Blindado, 5.ª Compañía, solicita autorización para hablar, mi comandante.

– No -replicó el comandante-. Lo que tenga que decir no nos interesa en absoluto. Puede regresar con su Compañía y dedicarse a poner orden de acuerdo con el reglamento.

Hizo una breve pausa y, después, lanzó lo que creía era su triunfo máximo:

– Mañana, a las diez, pasaré revista. Y cuidado, teniente, si su Compañía no se presenta de manera adecuada. A propósito, ahora que recuerdo: ¿ha liquidado ya a los rusos que trajo?

El teniente tragó saliva. Miró directamente a los ojos del comandante.

«Cuidado -se dijo-. Éste es peligroso.»

– La liquidación no ha sido efectuada, mi comandante.

El comandante enarcó las cejas, hizo caer la ceniza del cigarrillo con la punta del dedo meñique, observó con atención la brasa y comentó en voz baja:

– Sabotaje, insubordinación. -Levantó la mirada hacia el teniente Ohlsen, y prosiguió secamente-: Pero somos humanos, teniente. Supondremos que no hemos expresado con claridad suficiente la orden de liquidación, lo que hacemos ahora de la manera más categórica. Teniente, le ordeno que ahorque a sus prisioneros. Espero recibir el informe sobre la ejecución mañana a las diez, cuando pase revista.

– Pero, mi comandante, no se puede ejecutar a los prisioneros de esta manera.

– ¿De veras? -gritó el comandante, sonriendo-. Ya lo verá. Me permito llamar su atención sobre el hecho de que si no ejecutan mis órdenes, recurriremos a medidas de excepción.

Agitó su servilleta para indicar que la conversación había terminado, volvió a sentarse a la mesa y sonrió a los atildados oficiales que le rodeaban.

– A su salud, caballeros.

Se saboreó el vino. Era aterciopelado y tenía un delicioso perfume.

El teniente avanzó en la oscuridad hasta encontrar la posición de la Compañía.

«Querido Iván -rogaba-, envía unos cuantos cohetes a esa banda de cretinos. Sólo tres o cuatro, aunque no sean muy grandes.»

Pero nada se movió. Iván guardaba silencio. La piadosa oración del teniente Ohlsen no fue escuchada.

El teniente saltó al interior del agujero del grupo de mando.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el Viejo, mientras apretaba el tabaco de su pipa.

– Ese comandante es un puerco -dijo el teniente Ohlsen, con los dientes apretados-. Está loco de atar. Ha ordenado que mañana, a las diez, reúna a la Compañía para pasar revista.

– ¿Qué? -gritó Porta, sin dar crédito a lo que oía.-¿Se ha vuelto sordo, Porta? Revista. Revista reglamentaria.

Porta se echó a reír.

– Es lo más gracioso que he oído en mucho tiempo. Por lo menos, necesitamos un año para limpiarnos.

Salió del agujero y empezó a canturrear.

– Hermanito, tienes que barrer tu agujero. Vamos a pasar revista.

– ¿Qué agujero? -preguntó la voz de Hermanito desde la oscuridad-. ¿El del trasero?

La risa debió de oírse en varios kilómetros.

– Callaros -gruñó el teniente Ohlsen-. Tenemos a Iván ahí delante.

– ¡Oh, válgame Dios! -cuchicheó Porta, fingiendo temor-. Esto debe de ser peligroso.

Las tinieblas rodearon aún más las montañas. Desapareció la luna. No se oía ni un solo rumor. Todo estaba tranquilo.

El teniente Ohlsen se instaló en el agujero, entre el teniente Spät y el Viejo.

– Tienen que ayudarme -dijo-. El comandante quiere que ejecutemos a los prisioneros antes de mañana a las diez. ¿Cómo hacerles desaparecer sin ponernos en peligro?

El Viejo mordisqueaba su pipa.

– No es fácil. Hay que esconderlos y procurarse seis cadáveres.

– ¿Y si nos limitáramos a dejarles escapar? -propuso el teniente Spät-. Me parece que Boris exagera. No puedo creer lo que afirma: que serán liquidados si vuelven a sus líneas, después de haber sido hechos prisioneros.

– Hazle venir, Spät -dijo el teniente Ohlsen-. Es preciso que nos eche una mano; entre otras cosas, está en juego su cabeza.

Poco después, el joven teniente ruso saltó dentro del agujero.

– Nuestro comandante exige que le ahorquemos a usted y a sus hombres antes de mañana a las diez -empezó a decir el teniente Ohlsen -. De lo contrario, me ahorcarán a mí. Si tiene alguna idea, expóngala. Es urgente.

El ruso mostró sus blancos dientes.

– Tengo varias, pero no valen nada, querido colega. Como ya le he dicho, si escapamos, moriremos también. En todo caso, es muy probable. Hay una ley que nos prohíbe formalmente dejarse hacer prisionero. Un soldado debe luchar hasta el último cartucho y hasta el último aliento. Si nos ven regresar tan tranquilos, lo considerarán, pura y sencillamente, como una insubordinación. El padrecito Stalin en persona ha hecho la ley.

– ¿Y los partisanos que hay por el sector? -propuso el Viejo.

– Es una posibilidad, pero no me parece buena -le contestó el ruso-. Todos los grupos de partisanos están en contacto con una unidad superior mandada por un comisario. Éste no tardará en saber que nuestro sitio no está en este sector del frente. Nuestra unidad está a centenares de kilómetros de aquí. Y, además, no hay que olvidar que nos veremos obligados a ocultar que hemos sido prisioneros. Sólo nos queda una posibilidad; asegurar que hemos quedado aislados durante un ataque y que hemos permanecido ocultos tras el frente enemigo. Pero lo mismo que les ocurre a ustedes, tampoco nosotros podemos hacerlo durante mucho tiempo. Los partisanos tienen los nervios a flor de piel. Primero disparan y después preguntan. Si nuestra explicación presenta el menor fallo, nos eliminarán por miedo a que seamos espías. No sería la primera vez que ocurre. En esta guerra, se han visto todas las formas de traición.

El teniente Spät encendió un cigarrillo, ocultando la llama con la mano.

– Tal vez sea un juego del escondite perfecto, pero va en ello sus vidas y sólo podemos pensar en el presente. Deben ponerse uniformes alemanes, ocultarse entre los soldados y esperar a que llegue el día en que puedan marcharse.

– ¿Y dejarnos capturar con uniformes alemanes? -contestó el ruso, sarcástico-. Nadie creerá la verdad. Nos tomarían por Hiwis y nos ahorcarían. Incluso nuestros compañeros lo harían sin vacilar.

– Entonces, ¿qué propone usted? -dijo el teniente Ohlsen, impaciente.

– No se me ocurre nada -murmuró el ruso-. No hay más que dejarnos ahorcar. Aquí o allí, ¿qué diferencia hay?

– Hablemos con Porta -propuso el Viejo.

– ¡Esta sí que es buena! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estamos tres oficiales y un Feldwebel y vamos a pedir consejo a un indisciplinado Obergefreiter. Está bien, llámenle. No me sorprendería que se le ocurriera alguna idea.

Porta se deslizó dentro del agujero.

– ¿Me invita alguien a fumar? -pregunto irrespetuosamente.

El teniente Spät le ofreció un cigarrillo.

– Al pelo. De este modo, me ahorro los míos.

– Porta -empezó a decir el teniente Ohlsen-, tenemos un problema. Deberemos separarnos de nuestros seis colegas.

– Toda la Compañía lo sabe. Cuando le ha visitado usted hace un rato, el comandante ha cuchicheado: Cuelgue a los seis prisioneros rusos si no quiere que le cuelguen a usted Y esto no le hace gracia, ¿verdad? Heide no quiere saber nada. Ha decidido cargarse a los prisioneros cuando traten de atravesar la línea. Y usted no podrá hacer nada contra él, mi teniente. Al contrario, habrá que darle las gracias, si explica que usted le ha ordenado que dispare, ya que, de esta manera, le salvará la cabeza.

– Cállate, Porta -intervino el Viejo-. Te hemos, llamado para que nos ayudes. Veo que ya estás al corriente. Ya sabes, también, que ellos no pueden atravesar las líneas sin más.

– Sí, mi tocayo de Moscú hace bien las cosas. Con su ley, ha conseguido interrumpir completamente las deserciones desde 1941. Ni a mí se me hubiese ocurrido nada mejor. Aquel viejo granuja me gusta. Tiene imaginación.

– Guárdese sus simpatías para usted -rezongó el teniente Ohlsen.

– ¿Tal vez prefiere al señor jefe del Partido, en Berlín, mi teniente?

– No prefiero a ninguno de los dos.

– En la actualidad, no se tiene derecho a decir esto, mi teniente. En pro o en contra, de lo contrario se te cargan. ¿Qué le resulta más fácil decir: Frente Rojo o Heil Hitler?

– Entre los nuestros, a un tipo como éste le habrían liquidado hace ya mucho tiempo -interrumpió el teniente ruso.

Porta le lanzó una mirada de reojo.

– Es una suerte que aquí no ocurra lo mismo, mi oficial russki. De lo contrario, mañana, le pondrían un bonito collar.

– ¡Vamos! ¡Ideas, Porta! -exclamó el teniente Ohlsen, exasperado.

– Paciencia, mi teniente, paciencia.

– ¡Cretino! – gruñó el teniente Spät,

Porta le miró.

– ¡Ah! ¿Conque sí, mi teniente? Bien, voy a retirarme al agujerito personal de Hermanito y mío.

Sacó a medias el cuerpo del agujero.

– Vamos, no te sulfures, Porta. Es una manera de hablar -se disculpó el teniente Spät.

– Por esta vez, pase, mi teniente, pero que no vuelva a ocurrir. Soy bastante sensible sobre este punto. Cuando uno frecuenta estúpidos, tiene especial interés en que no le confundan.

Rió con insolencia.

– Por lo que se refiere a salvar a esos seis pequeños Stalin, no es tan difícil como parece. Basta con hacerles aterrizar allí como unos héroes.

– Explíquese -rogó el teniente Ohlsen.

– Necesitamos seis cadáveres, mi teniente. Ya tenemos tres. Hermanito y yo nos hemos cargado antes a un ruso cada uno. Observadores -añadió-. Después, está el partisano estrangulado por Hermanito en el bosque. Los otros tres ya los encontraremos, y todavía más. Esto no es problema. Hermanito, Anda o Revienta y yo vamos a ver a Iván de cerca. Nos las arreglaremos para armar un buen jaleo. Estoy seguro de que unas ráfagas de ametralladora a lo largo de las trincheras les harán moverse. En cinco minutos es necesario que tengan la presión de que todo un Batallón se lanza al asalto. Mi sombrero de copa les hará orinarse de miedo. Después, nos larga y nos ocultamos en las trincheras de observación.

Dibujó un plano con ayuda de la bayoneta; los tres oficiales y el Viejo asentían. Empezaban a adivinarle el pensamiento.

– Y luego -prosiguió-, la cosa empieza de veras. Barcelona Blom estará preparado con el lanzallamas. En cuando envíe una bengala roja, afeitará la barba de los puestos avanzados bolcheviques. Treinta segundos después, empiecen a disparar morteros a toda mecha. Estoy seguro de que, en retaguardia los tipos de los «Do», se ensuciaran encima cuando escuchen el jaleo. Empezarán a disparar salvas. Los rusos quedarán convencidos de que todo el ejército ataca. Despertaremos el Batallón de héroes de nuestro comandante, y o mucho me engaño, o empezarán a largarse. Y eso es contagioso. Llegarán adonde está el comandante y sus soldados de pacotilla. También ellos se largarán sin hacer las maletas. Cuando esto empieza, los minutos cuentan, mi teniente. El asunto evoluciona más de prisa de lo que se puede explicar. Entonces, deberemos hacer funcionar todas nuestras armas automáticas: fusiles de asalto, ametralladoras y el resto del arsenal.

»Será preciso que le trabajemos un poco a usted, mi teniente -prosiguió dirigiéndose al oficial ruso-, a fin de j que dé la impresión de que ha sido torturado; pero esto lo hará Hermanito en un santiamén. Diga que ha escapado a la G. E. P. cuando le conducían al poste de ejecución. Añada después que con sus cinco mujiks han atacado a los cazadores de cabezas, precisamente detrás de este sector. Añada aún que les han detenido al mismo tiempo que a varios partisanos que habían encontrado en su propio sector, y que éstos les han acompañado hasta la granja en la que nosotros hemos hecho una incursión. (Es verdad que uno de ellos ha escapado, pero no creo que haya podido atravesar las líneas. Era demasiado estúpido.) Bien. Para terminar, explique que después de haber escapado de los cazadores de cabezas han llegado a nuestra posición, que han conquistado las trincheras y rechazado a todo el Batallón. Pero hay que actuar aprisa, mi teniente. Los colegas de enfrente querrán atacar inmediatamente y ocuparán las posiciones ocupadas por nuestros héroes de guarnición.

– Pero, ¿qué hará su Compañía si les atacan? -pregunto inquieto el teniente ruso.

Porta se echó a reír.

– No hay cuidado. Esos de enfrente son soldaditos de pacotilla. Lo mismo los de al lado. De lo contrario, Hermanito y yo no podríamos divertirnos de esta manera. Deben de creer que están paseando por Moscú.

– Está completamente loco -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. ¿Cuándo piensa empezar la representación?

– A las tres en punto. Hermanito, yo y Anda o Revienta nos marcharemos hacia las dos y media. Pero tiene que ser a las tres en punto. Porque, en ese momento, nos lanzaremos a fondo. Y, además, no creo que ahí enfrente sólo haya estúpidos.

– Gracias de todos modos -sonrió el teniente ruso.

– ¿Por qué a las tres? -preguntó el teniente Spät.

– Es una hora en la que nadie espera ser atacado. El terreno está demasiado húmedo. Hay niebla en la montaña. La menor brisa hará que se levante. Dos horas más tarde, vuelve y se aferra; por lo tanto, entonces será posible ocultarse en ella. Toda la pandilla de enfrente está roncando y también nuestros héroes de al lado. Cuando nos vean, se quedarán patitiesos. Pero lo aconsejo, mi teniente, que, en cuanto haya lanzado sus granadas y tome el camino que voy a indicarle, corra como si se le quemara el trasero. Será mejor que venga conmigo, así lo verá. Si se desvía usted hacia el lazo de Hermanito, entonces, mala suerte. Estos días tiene ganas de estrangular.

El ruso asintió con la cabeza.

– Julius Heide tiene una lente infrarroja y es un asesino -prosiguió Porta-. Yo me cuidaré de Hermanito, pero no garantizo nada por lo que respecta a Heide. Es un puerco. A los nuevos no les conozco. Bueno, venga, mi teniente, le enseñaré el camino. Pero sea prudente: sus camaradas rojos han puesto centinelas por todas partes.

Atravesaron las trincheras a gatas, y llegaron a la tierra de nadie. Ni un solo ruido. Ambos desaparecieron en la oscuridad. Transcurrió un cuarto de hora antes de que regresaran.

– ¿De acuerdo? -preguntó Porta.

El teniente Chisen afirmó con la cabeza. Comprobaron sus relojes. Eran las 20,05.

– Salud -dijo Porta.

Y desapareció en su agujero.

Se le oyó decir a Hermanito:

– La guerra es condenadamente peligrosa, Hermanito. Tendrías que hacer testamento, como los ricos.

El resto de sus palabras quedó ahogado en un murmullo incomprensible.

Hermanito río, despreocupado. El legionario rezongó. Una bala perdida silbó sobre sus cabezas. Luego, el silencio se aposentó en el sector.

Poco después de medianoche, los dos oficiales salieron para inspeccionar la posición.

– ¡Este silencio siniestro…! -murmuró el teniente Spät.

Y levantó la mirada hacia el cielo, donde flotaban unos densos nubarrones.

Un ruido les hizo detenerse. Sólo era un débil rumor, un leve movimiento en las hojas. Pero para los dos oficiales aquello era un alboroto enorme, como una calavera riéndose detrás de ellos. Permanecieron quietos un momento, con las metralletas a punto. Luego, el teniente Ohlsen rió entre dientes.

– Es una zorra que sale de caza. También la naturaleza hace la guerra.

Siguieron ascendiendo la colina. Andaban sin hacer ruido. Donde era posible, utilizaban los arbustos y los matorrales como protección. Aprovechaban cada sombra.

Algo más lejos, se detuvieron para escuchar. Un ruido indefinible había llegado hasta sus oídos. La sangre acudió a sus rostros. Alguien roncaba ante ellos, y con fuerza.

– ¡Vaya! -cuchicheó el teniente Spät.

Avanzaron hacia aquel ruido inaudito. La verde hierba formaba una blanda alfombra bajo sus pies y sofocaba cualquier ruido.

Se detuvieron en el borde del agujero. Era un agujero profundo y bien hecho. En lo más hondo, un suboficial yacía de lado y roncaba con un estrépito capaz de despertar a un muerto. Su metralleta estaba abandonada a su lado.

El teniente Spät se inclinó silenciosamente para coger el arma. Después, apoyó la punta del cañón en el pecho del suboficial dormido. Acto seguido, le despertó pegándole un golpe en la cabeza. El suboficial saltó en el aire, pero se sintió rechizado brutalmente. Murmuró cosas incomprensibles, abrió mucho los ojos, y preguntó, trastornado:

– ¿Qué sucede?

– ¡Cretino! -gruñó el teniente Ohlsen-. ¿Qué habría ocurrido si le hubiesen despertado los rusos? Ya estaría muerto, ¿no?

– He distribuido las horas de guardia -dijo el suboficial, intentando defenderse.

– Claro -replicó burlonamente el teniente Ohlsen-, y sus centinelas duermen porque saben que el jefe duerme. Si Iván hubiese atacado, le habrían rebanado la garganta antes de poderse despertar. Merecería que le matara aquí mismo, por negligencia.

Los dos oficiales prosiguieron su camino. Varios proyectiles perdidos silbaron amenazadoramente. Se oyó una risotada.

Hermanito -comentaron.

Después, esperaron la réplica de Porta, que, desde luego, no se hizo esperar. Entre el verdor distinguieron el sombrero de copa amarillo, semejante a una chimenea colocada allí por un simple espíritu.

Mamma mía, Cameron -le oyeron exclamar.

– Me gustaría saber cómo consigue ver los dados en la oscuridad -dijo el teniente Spät, sorprendido.

– Con la menor ascua de cigarrillo tienen bastante -repuso el teniente Ohlsen.

Ambos oficiales regresaron a su puesto de mando. En aquel momento, sonó, el teléfono de campaña.

– «Emil 27» -anunció el suboficial Heide en voz baja. Escuchó un momento, y pasó el auricular al teniente Ohlsen-. Es el comandante del Batallón.

El teniente hizo una mueca y se presentó según prescribían las ordenanzas.

– Aquí, el jefe de «Emil».

En cuatro ocasiones contestó secamente: «Bien, mi comandante.» Después, colgó y se volvió hacia el Viejo:

– Orden a los jefes de pelotón: la Compañía se presentará por pelotones a pasar revista en las cercanías del Listado Mayor. El primer pelotón, a las diez; el segundo, a las once, y así sucesivamente.

– Ese comandante es de miedo -murmuró el teniente Spät.

– Y, además, feroz -añadió el teniente Ohlsen-. Mañana quiere ver ahorcados a los seis rusos.

Los oficiales se envolvieron en sus mantas para descansar un poco.

Llegó Porta.

– Me han dicho que el comandante ha ordenado una revista. Así, pues, me permito anunciar que Hermanito y yo estamos preparados. He lavado mi sombrero y mis pies, y me he puesto cintas rojas en los pelos del trasero

– Lárguese de aquí -gruñó el teniente Ohlsen.

– Bien, mi teniente. Ya me voy.

Se quitó el sombrero amarillo, lo frotó enérgicamente con una manga, lo sopló y volvió a frotarlo.

– ¡Maldita sea! ¡Qué magnífica tapadera! Estoy seguro de que mi comandante de Breslau quedará encantado cuando vea las cintas rojas en el trasero de Hermanito y en el mío. Si el jefe pide explicaciones le diremos que es el uniforme de gala.

– Hará ejecutar a toda la Compañía, eso es todo, camarada -observó el pequeño legionario.

– Porta, por última vez, no quiero ver este sombrero en las proximidades del Estado Mayor -amenazó el teniente Ohlsen.

– Pero si es lo más hermoso que hay, mi teniente.

Y Porta volvió a soplar sobre la prenda, a fin de eliminar una mota de polvo imaginaria.

– También podría ponerme el traje que le gané al barón en Rumania, ya sabe [16].

– El cretino del comandante no daría crédito a sus ojos -dijo Heide.

– Bueno, pero ahora Joseph Porta, Stabsgefreiter por la gracia de Dios, se siente impaciente. Vamos a visitar a nuestro hermano Iván. No os durmáis; de lo contrario, os chamuscaremos la piel.

Nadie sentía deseos de dormir. Distinguimos, vagamente, a Porta, Hermanito y el legionario que salían arrastrándose de sus agujeros. Desaparecieron en la primera alambrada, tragados por la oscuridad.

– Con tal de que salga bien -dijo, en voz alta, el teniente Spät.

Transcurrían los minutos. Barcelona Blom y el Viejo tenían a sus hombres en estado de alerta desde hacía mucho rato. Los tres grupos de morteros estaban dispuestos, con los proyectiles en la mano.

Barcelona apretó contra sí el pesado lanzallamas y comprobó, por enésima vez, su funcionamiento.

– ¡Si por lo menos pudiera cambiar la válvula! -murmuró-. No es muy segura. La he reparado con un pedazo de goma de mascar.

– No hay tiempo -replicó el teniente Ohlsen-. Sólo nos quedan cuatro minutos.

Heide se volvió, amenazador. Estaba acurrucado tras la ametralladora pesada. Miró a los reclutas.

– Al que no vaya pegado a mi trasero cuando avance, me lo cargaré personalmente. Panjemajo?

Un recluta de diecisiete años se echó a llorar.

Heide rodó sobre sí mismo y le abofeteó brutalmente tres o cuatro veces.

– Déjate de lloriqueos. Lo único que arriesgas es que te rebanen el gaznate. No demuestres que tienes miedo. Si no, será tu primer y último ataque.

El recluta empezó a chillar; Heide se lanzó sobre él y le abofeteó una y otra vez con el dorso de la mano.

– ¡Cállate, cerdo, o te liquido!

El teniente Ohlsen y el ruso contemplaban la escena en silencio. Lo que hacía Heide era cínico y brutal, pero necesario. El miedo del joven recluta podía comunicarse a toda la compañía como un reguero de pólvora. No hay presa más fácil para el enemigo que un destacamento que huye atemorizado. En lo sucesivo, el grupo de ametralladoras pesadas temería más a Heide que a los propios rusos.

– Ha hecho usted bien, sargento -observó el ruso.

– Sí, mientras estemos en guerra -añadió inmediatamente Ohlsen.

Apenas había terminado de hablar, cuando el terreno pareció volar hecho añicos ante nosotros. Una prolongada explosión sacudió nuestra posición. Después, se escuchó un grito infernal. Vimos surgir el cuerpo gigantesco de Hermanito; llevaba el sombrero hongo en la cabeza. Estaba cerca de las trincheras enemigas. La metralleta que sostenía empezó a escupir balas trazadoras. Unos siluetas huyeron, presas de pánico. La sorpresa había sido total.

– ¡Qué tipos! -exclamó el teniente ruso, admirado.

– ¡Barcelona! -exclamó el teniente Ohlsen.

Barcelona se levantó y se lanzó hacia delante.

El lanzallamas iluminó el terreno. Unos hombres corrían transformados en antorchas vivientes.

El teniente Ohlsen bajó el brazo. Nuestras armas automáticas empezaron a escupir fuego.

Heide reía como un fanático, disparando salva tras salva.

– ¡Morteros! ¡Fuego! -aulló el teniente Spät.

Los obuses trazaron sus trayectorias parabólicas en el cielo y cayeron tras las trincheras rusas.

Cada hombre de la Compañía actuaba febrilmente. La angustia había desaparecido.

Doblé el pie de mi ametralladora ligera, avancé y me instalé en un cráter de obús, en plena tierra cíe nadie. Un grupo salió precipitadamente de la trinchera situada frente a mí; soldados acometidos por el pánico. Inspiré profundamente y apoyé con firmeza la culata contra mi hombro, como si estuviera en un ejercicio de tiro. Apunté con cuidado y vacié el cargador que mi ayudante, un hombre ya maduro, sacaba en el acto para sustituirlo por otro lleno. Cargué, disparé.

Sobre nuestras cabezas, un océano de llamas resplandeciente convertía el cielo en una gigantesca pantalla luminosa que iluminaba el terreno como en pleno día. Las montañas se dislocaron y resquebrajaron.

Porta tenía razón. Los «Do» habían despertado. Disparaban a tontas y a locas. Salva tras salva. Sus temibles cohetes caían detrás de nosotros.

Retrocedí y me dejé caer junio al teniente Ohlsen. Aquellos cohetes asustaban de verdad.

El teniente ruso huyó a toda velocidad, seguido por sus hombres.

– Desvedanja! -gritó antes de desaparecer.

El Batallón del comandante hizo exactamente lo que Porta había predicho. Emprendió la fuga. Pero, con gran sorpresa nuestra, los rusos no atacaron. Más tarde, averiguamos que también ellos habían huido.

Hasta pasadas siete horas, el sector no recobró la calma.

Los rusos rociaban constantemente nuestras posiciones con un nutrido fuego artillero.

A última hora de la tarde, se restableció el enlace con el Batallón. Se anuló la revista. Volvimos a nuestras posiciones. Se instalaron de nuevo los alambres telefónicos. Nadie sabía con exactitud lo que había ocurrido.

El teniente Ohlsen pudo dar parte de un ataque sorpresa de la Infantería enemiga. Un destacamento había intentado conquistar nuestras trincheras. La Compañía vecina dio la misma explicación. La historia fue considerada cierta.

Habíamos recogido seis soldados rusos muertos y los colgamos de los árboles. El teniente Ohlsen redactó un parte escrito en el que manifestaba que se había efectuado la ejecución.

Al día siguiente, el comandante nos envió a su adjunto para comprobarla. El ayudante acudió, pero no deseaba ver los cadáveres. Se dirigió al teniente Ohlsen:

– Los he visto. ¿De acuerdo?

Cuando el ayudante se hubo marchado, el teniente Ohlsen movió la cabeza:

– Hubiéramos podido ahorrarnos esta comedia.

A la noche siguiente se nos ordenó que enviáramos una patrulla de reconocimiento tras las líneas rusas. Querían averiguar su potencia artillera y si tenían tanques.

Desde luego, designaron a nuestro grupo. Hubiese sido una locura utilizar a los reclutas para esta misión.

Uno por uno salimos de la trinchera y nos dirigimos a paso de lobo hacia las trincheras rusas.

Hermanito avanzaba con el lazo en la mano.

– Nos repartiremos el oro -le había dicho Porta un momento antes de salir.

Sabíamos muy bien a qué oro se refería. Nunca pasaba ante un cadáver sin examinarlo y arrancarle las muelas de oro que pudiera tener.

– Esta manía de coleccionista os costara la cabeza algún día -profetizó el Viejo-. Con ella cometéis dos crímenes a la vez, primero, desvalijáis un cadáver. Esto está reconocido por todos los países. El segundo, reconocido sólo por nuestro Gobierno, precisa que todas las muelas de oro pertenecen al Estado y que, por lo tanto, deben de ser depositadas en la oficina de las SS más próxima. Infracción castigada con la pena de muerte.

– Pesimista -dijo Porta, riendo.

– Yo no depositaré las muelas -añadió Hermanito-. Con el dinero que saque de éstas, tengo la intención de comprarme una charcutería y un burdel cuando acabe la guerra. En los campos de concentración arrancan las muelas de oro a los vivos. Nosotros somos humanos: esperamos a que se hayan enfriado.

– ¡Asqueroso! -rezongó Stege.

– ¡Tú no te metas en eso, intelectual del diantre! -amenazó Porta-. Ocúpate de tus libros, y nosotros seguiremos con nuestros negocios. Veremos quién llegará más lejos.

Estábamos muy a retaguardia de las líneas rusas, cuando el Viejo se detuvo, de repente, ante una hondonada.

– Hay alguien ahí abajo -cuchicheó.

Hermanito y el legionario avanzaron silenciosamente por entre los arbustos, para examinar el terreno desde más cerca.

– ¡Venid! -llamó el legionario-. Son conocidos.

Descendimos a la hondonada.

– ¿Conocidos? -preguntó el Viejo, mirando los cinco cadáveres.

– Ejecutados -afirmó Porta-. Un disparo de «Nagan» en la nuca.

Hermanito preguntó:

– ¿Qué hay escrito en esos papeles que llevan colgados del pecho?

Porta recogió uno de los mensajes y tradujo el texto ruso:

– «Traidores al pueblo.»

– ¡Cuánto trabajo perdido! -murmuró Barcelona, pegando una patada a uno de los cadáveres.

Habíamos reconocido a nuestros ex prisioneros. La comedia no había tenido éxito.

– Quisiera saber lo que ha ocurrido -reflexionó el Viejo-. ¿Dónde debe de estar el teniente?

– No irá a llorar por esos puercos -rezongó Heide-. Si llego a saber que se largaban, me los cargo.

– Uno de estos días te romperás el cuello, Julius -le profetizó Barcelona-. He conocido a tipos como tú.

Heide se echó a reír.

– De los dos, tú te irás el primero.

– Bueno, adelante -intervino el Viejo-. Y los labios cosidos, ¿eh? Si no, tendremos complicaciones.

– ¿Qué son complicaciones? -preguntó Hermanito-. ¿Hemorroides?

– ¡Cretino! -dijo Porta.

Y echó, por encima del hombro, el cartelito, que salió volando como un pájaro en el cielo.

Amanecía cuando regresábamos. Pasábamos el tiempo mejorando nuestras posiciones. El comandante había conseguido superar sus temores. Determinó que, al día siguiente, realizaría la revista.

Nos habíamos instalado cómodamente en las trincheras; de vez en cuando, echábamos una ojeada al puesto de ametralladoras. Conocíamos bien a los rusos. Podían adelantarse en cualquier momento y conquistar por sorpresa toda la trinchera.

En cierto modo, era su especialidad.

– Cuéntanos algo, Porta -le pidió el teniente Ohlsen.

– Sí, una historia en las que ocurra algo -propuso Julius Heide.

Porta escupió unas semillas de girasol.

– De acuerdo. Pero, ¿qué clase de historia? No se va al cine para pedir: Enseñadme una película. Desde aquí puedo oír a las gachís de las taquillas gritando: «Diga qué clase de historia desea.» Tened en cuenta que he recorrido medio mundo con las fuerzas armadas de Adolph.

– Una historia de faldas -reclamó Hermanito, relamiéndose los labios.

– Sólo pensáis en eso -dijo Stege, asqueado.

– No tienes más que meterte una granada donde yo sé y hacerla estallar -gritó Hermanito, enojado-. Si nuestra compañía te molesta…

Se volvió hacia Porta.

– Una historia de gachís, Porta. Ya sabes que lo que más me gusta es que hablen de chicas que tienen fuego en el cuerpo.

– Sí, ya lo sé – dijo Porta con una ancha sonrisa -. Historias bien puercas y nada católicas. No, hoy os hablaré de moralidad. Veamos.

Fingió que reflexionaba.

– Por ejemplo, la historia del propietario que engañó a su pocero. No, creo que no os gustaría. Hay que buscar otra cosa. Para un día en que pasemos revista, en medio de esta guerra peligrosa. El noble barón de Breslau, al que un destino aciago ha puesto en nuestro camino, exige disciplina y orden, y tiene razón. Sin orden, no se puede participar en una guerra como ésta. La guerra hay que tomarla en serio, como todo lo militar. ¿Habéis visto alguna vez a un oficial que se ría al desenvainar su sable? No, no, seriedad, señores. Aquí estás tú, Hermanito, lleno de mugre en medio de la guerra, sin casco. ¿Dónde está tu máscara antigás? Ni la menor idea, ¿eh? Fíjate en tu uniforme. ¡Maldita sea, Hermanito! Un poco de carácter. Si sigues así, corremos el riesgo de ganar la guerra. ¿Te imaginas cuántas preocupaciones tendríamos?

– ¡Yo no quiero ganar la guerra! -protestó Hermanito-. Dime dónde puedo entregar mi tarjeta y me largo de esta sociedad en un santiamén.

– Ya lo supongo -replicó Porta-, pero es ahí donde te equivocas. No se abandona tan fácilmente la hermosa vida militar. Esto no es el Ejército de Salvación. Pero ya vendrá. Tenemos suerte. El Führer nos envía un comandante, un noble, con el trasero azul y la sangre ardiente. Hará cuanto pueda para que perdamos la guerra. Pero ni él mismo lo sabe. Quiere pasar revista, una hermosa revista militar y disciplinada, como hacía en los buenos viejos tiempos de la guarnición, los lunes por la mañana.

Y, colocando una granada de mano ante las narices de Hermanito, preguntó:

– ¿Sabes lo qué es este chisme?

– Una granada de mano.

Hermanito no se atrevía a apartar la mirada del peligroso proyectil.

– Bien, muchacho. Una granada de mano. Exactamente. Modelo 1908. Nacida en la clínica de material del Ejército Bamberg. Envuelta por manitas de prostituta y enviada a nosotros, los héroes. ¿Sabes también para qué sirve?

Porta hizo girar la granada por encima de su cabeza: vimos cómo se movía el anillo.

– ¡Cuidado! -aconsejó Steiner-. Puede estallar y matarnos a todos.

– Es su misión -explicó Porta-. Resulta muy útil. Con esto se puede matar a un Iván o limpiar un refugio. Se la puede utilizar para abrir una bodega o para enviar un comandante al otro mundo.

– Y también sirve para pescar -intervino Hermanito.

– ¡Bravo! -dijo Porta-. Ya veo que no eres completamente obtuso. El comandante de Breslau se alegraría al ver cuánto has aprendido. Imagino que gruñiría algo por el estilo. «¡Obergefreiter! ¡Becerro! Ya me ocuparé de usted. Merece usted una muerte honrada, con pólvora y acero. Honrará al pelotón de ejecución.»

– ¿Por qué había de ejecutarme? -preguntó Hermanito, sorprendido.

– ¡Pse! En una guerra, hay que ejecutar a alguien de vez en cuando. Es indispensable, si se quiere que la gente la tome en serio. El pueblo debe percibir y comprender que la muerte acecha en todas partes. Y además, los generales y los comandantes también quieren ver gente que cae. Es el objetivo de su carrera. Como no pueden ir al frente, porque sus matasanos pretenden que tienen úlceras en el estómago, encuentran tipos a los que ejecutar, para poder hablar de muertos cuando termine la guerra. Pero a ti no creo que te ejecuten, Hermanito. Tú eres un soldado extraordinario. Y, además, no hace bastante calor para ti en el infierno. Todo eso requiere tiempo.

Hermanito se mostró visiblemente halagado y afirmó con la cabeza.

– Sí, ¿verdad que soy formidable?

Porta asintió, y prosiguió:

– Desde luego. Lo mismo que un tanque cuando se le pone un motor en marcha. Con soldados como tú, los ejércitos alemanes conquistarían el mundo entero e incluso llegarían a plantar la cruz gamada en el trasero de Stalin.

– Porta, Porta -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. Su lengua le llevará algún día al cadalso.

– Italia nos atacará por la espalda -empezó a decir Hermanito, cambiando de tema sin transición y olvidándose de la historia de Porta que, como de costumbre, no era una historia.

– ¿Y por qué Italia había de atacarnos por la espalda a nosotros dos? -preguntó ingenuamente Porta.

No le cabía semejante idea en la cabeza.

– No a nosotros dos, pero sí a nosotros – gruñó Hermanito.

El Viejo se quitó la pipa de los labios y movió la cabeza.

– Hay algo de cierto en lo que dice.

– Lo peor que podría ocurrimos -prosiguió Porta- sería que olvidáramos por qué hacemos la guerra.

Sacó una galleta del bolsillo.

– La conseguí cuando nos marchamos de Viena hace tres años y medio. Me la ofreció una gran ramera del Partido. Un recuerdo precioso. Cuando empiezo a olvidar por qué hacemos la guerra, leo su inscripción.

Levantó la galleta reseca para que todo el mundo pudiera leer las letras de azúcar color de rosa: «Victoria y venganza.»

– No lo olvidéis nunca, muchachos: «Victoria y venganza.» Dejadme echarle la zarpa al SS Heinrich, así que nuestros amigos hayan ganado.

El teniente Ohlsen movió la cabeza. Echó una ojeada a lo largo de las líneas; los hombres estaban eliminando de su equipo y uniformes el barro de muchas semanas.

– ¡Que se vaya al cuerno el comandante! -gruñó.

Sorprendido, se calló.

Incluso Porta quedó silencioso. El teniente Ohlsen, que solía hablar tan correctamente, acababa de dejarnos atónitos.

Ohlsen se volvió hacia el Viejo y el teniente Spät, que fumaban sus pipas en el fondo de la trinchera.

– Me saca de quicio -se disculpó.

– Es natural -respondió el teniente Spät-. Somos unos coolíes y hacen lo que quieren con nosotros.

La revista tuvo lugar, como podía esperarse. Después de haber examinado el destacamento durante varios minutos, el comandante tuvo un ataque de rabia.

Para un oficial del frente, los hombres estaban limpios. Sorprendentemente limpios. Toda la vieja porquería había desaparecido. Nos habíamos lavado en el agua glacial del arroyo. Estábamos empapados, pero limpios. Por supuesto, sería imposible satisfacer a un viejo oficial de guarnición como el comandante Von Vergil. Según él, éramos sucios por definición.

Despotricó contra los correajes sin brillo. No le interesaba saber cómo podíamos conseguir pulimento.

Cuando nos dejó, cada hombre de la Compañía parecía un montón de estiércol. Ordenó una nueva revista para la mañana siguiente. Y continuó así durante tres días. El comandante distribuyó generosamente penas de prisión, penas que había que cumplir cuando nos relevaran. A otro destacamento le condenaron a avanzar a rastras durante cinco kilómetros, con máscara de gas y todo el equipo.

Aquello costó la vida a un recluta. Hemoptisis.

El teniente Ohlsen intentó desesperadamente ponerse en contacto con nuestro Regimiento, pero la confusión era total por doquier.

Cosa curiosa: los rusos nos dejaban tranquilos. El único testimonio de su presencia era un fuego de infantería disperso. Pero se combatía más hacia el Norte. Día y noche, podíamos oír detonaciones de todas clases.

El comandante se comportaba como un loco. Parecía que quisiera que nos aniquilaran. Nos hacía emprender las exploraciones más estúpidas.

Una mañana, a primera hora, nos envió a que localizáramos las fogatas en pleno campo de minas. La exploración nos costó tres hombres. Mandaba llamar constantemente al teniente Ohlsen, quien, con peligro de su vida, debía recorrer tres kilómetros para presentarse en el Estado Mayor y contestar unas cuantas preguntas estúpidas.

– Es peor que el comandante Meyer -gruñó Porta -. Pero, esperad. Cuando ataquen los rusos, me encargo de enviarle un pepino a la sesera.

Pasaron los días. En nuestro sector todo siguió en calma. Si el comandante nos hubiese dejado en paz, habríamos estado muy bien. Desde luego, tanto enfrente como en nuestras filas, había tiradores escogidos. Así, pues, de vez en cuando, los imprudentes recibían un balazo; pero ya estábamos acostumbrados a eso. No le dábamos importancia.

Hermanito estaba convencido de que la guerra terminaría pronto y de que podríamos volver a nuestras casas.

– Celebraré una juerga de seis meses seguidos -decidió Heide con convicción.

– No, por el Profeta. Desgraciadamente dista mucho de haber terminado -dijo el pequeño legionario.

En aquel momento llegó Barcelona.

– Menudo alboroto hay en el Estado Mayor -jadeó-. Iván ha debido de romper toda el ala izquierda.

El Viejo se levantó sin prisas, se guardó la pipa en un bolsillo, amartilló la ametralladora.

Lo temía. Aquel silencio era demasiado hermoso para ser cierto. Ahora empezaban las preocupaciones. Teníamos a Iván en la espalda.

– Avisad a los destacamentos -vociferó el teniente Ohlsen-. A toda prisa, señores.

A nuestras espaldas oímos disparos confusos, mezclados con explosiones de granadas de mano y de minas.

Adormilados, los destacamentos acudían a formar ante el grupo de mando.

– Teniente Spät, quédate aquí con el primer destacamento para cubrir el camino -ordenó el teniente Ohlsen-. Coloca bien tus fusiles y cúbrenos cuando regresemos. El resto de la Compañía, en columna de a uno detrás de mí.

Hermanito se puso un cigarro enorme en los labios. Siempre hacía lo mismo cuando íbamos a atacar con arma blanca. Se sujetó bien la correa de su metralleta sobre el pecho. La larga bayoneta triangular relampagueaba de una manera siniestra en el extremo del fusil. Hermanito se echó el sombrero hongo hacia la nuca y gruñó, satisfecho:

– Vamos.

Ascendimos la colina a paso de carga. Porta rezongó:

– ¡Menudas carreras hay que dar en esta puerca guerra! Con lo poco que a mí me gusta.

Encontramos a dos reclutas, tras una piedra. Estaban medio locos de terror.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el teniente Ohlsen, empujándoles un poco con el cañón de su fusil ametrallador.

– Todo ha terminado -jadeó uno de ellos- Los rusos se han presentado de repente. No sabemos de dónde.

– Merde! -exclamó el legionario.

Y observó el senderito que conducía al chalet.

– No lo entiendo. Nosotros dos montábamos la guardia. Los otros se habían acostado. El comandante no quería creer a los viejos soldados del frente que intentaban ponerle en guardia. Despotricaba contra ellos y decía que estaban nerviosos. Que los rusos eran unos cobardes y que nunca se atreverían a atacar. Ayer dijo al Estado Mayor que no había más peligro en la guarnición durante un ataque aéreo, que aquí, en el frente.

– Y entonces se ha presentado Iván -dijo Barcelona.

El joven recluta asintió.

– No les hemos oído hasta que han estado ahí. Todo ha sido increíblemente rápido. No han hecho ni un disparo; sólo han empleado los cuchillos y las culatas. El teniente Khal ha sido el único que ha conseguido lanzar una granada. Nosotros hemos huido, y así hemos conseguido salvar la vida.

– ¿Y el comandante? -preguntó con indiferencia el teniente Ohlsen.

– No sabemos. Estábamos fuera cuando ellos han llegado.

– Espero, ¡por el amor del cielo!, que le hayan cortado el trasero y se lo hayan metido en los hocicos -dijo Porta con una risotada-. Si lo han hecho, les enviaré un hermoso regalo de Navidad.

– Sin duda, habían oído hablar de ese puerco -dijo Hermanito-. Esperemos aquí hasta que se los hayan cargado a todos, mi teniente. Esto complacerá al buen Dios y podremos ir al cielo.

– Seguidme -ordenó secamente Ohlsen.

– Porta, vamos a darnos otra carrera -dijo riendo Hermanito.

Se pasó el enorme cigarro de un extremo al otro de los labios.

Cuando traspusimos la cumbre, vimos el chalet del comandante. El lugar hormigueaba de rusos que chillaban y cantaban.

– Apuesto a que han encontrado el bebercio del comandante -dijo Barcelona, sonriendo.

– Vamos antes de que se lo beban todo -propuso Hermanito, nervioso.

Papeles, cartones, pedazos de uniforme salían volando del primer piso. El saqueo había empezado ya.

– No se aburren -comentó Porta-. Cuando nos vean, se llevarán una sorpresa.

– Sobre todo, cuando se den cuenta de que somos muy diferentes de ésos que acaban de triturar -añadió Heide, acariciando su carabina.

La canción del cosaco que ha encontrado a dos muchachos llegaba hasta nosotros.

– Montad las bayonetas -ordenó el teniente Ohlsen fríamente-. Dirección, el chalet.

Hermanito se quitó el cigarro de los labios y se volvió hacia Porta.

– Bueno, una carrera más.

– Me duelen los riñones -respiró Porta, jadeante-. Estoy harto. Siempre corriendo.

Desplegados en guerrillas, los hombres asaltaron el chalet.

El Viejo, el legionario y yo corríamos junto al teniente Ohlsen.

Como paralizados, los rusos contemplaban a aquellos hombres que se precipitaban hacia ellos aullando como salvajes.

Nuestras armas automáticas crepitaron contra los rusos, atónitos. Los primeros caían ya. El ataque sólo había durado unos minutos. Después, llegamos junto a ellos.

Fue un combate sangriento y salvaje, en el que cada uno luchaba por su vida. Las bayonetas penetraron en la carne viva, perforaron los pechos.

Yo tenía frente a mí a un enorme teniente ruso, que utilizaba su metralleta como si fuese una cachiporra. Me eché a un lado para evitar el golpe homicida. Automáticamente, di una estocada vertical con mi bayoneta. Percibí una breve resistencia y, luego, el acero se clavó en la ingle del oficial, que cayó hacia atrás profiriendo gritos atroces. En su caída, casi me arrancó el fusil de las manos. Apoyé un pie en el vientre del ruso para recuperar mi arma, que se rompió. Con un pedazo de la misma en la mano, me precipité de nuevo hacia delante. Yo no era un hombre, sino una máquina de matar. Por miedo. Por placer. Por necesidad.

Porta estaba junto a mí. Reinaba una confusión total. Golpeábamos, atravesábamos, vociferábamos.

Hermanito estaba en medio del patio, con el cigarro en la boca. El humo le salía de todas partes. Llevaba el sombrero echado sobre los ojos y había perdido su fusil ametrallador.

Dos rusos se precipitaron hacia él. Lanzó un aullido horrísono; pero, más rápido que el rayo, Hermanito los cogió a ambos por la garganta y golpeó sus cabezas una contra otra. Los soltó y ambos cayeron inertes a sus pies. Hermanito se inclinó, recogió una metralleta y empezó a disparar salvajemente contra un grupo enemigo. Si con tal motivo caía uno de los nuestros, mala suerte.

¿Cuántos murieron? ¿Quién? ¿Diez? ¿Veinte? Ni la menor idea. Un ruso había caído de rodillas detrás de una carretilla. A corta distancia, le disparé una ráfaga a la cabeza. Su rostro estalló como un huevo que se arroja entra la pared. Durante mucho tiempo, aquel rostro no se borró de mi mente.

Porta clavó su bayoneta en la espalda de un muchacho que quería huir.

Heide pisoteó salvajemente la cara de un joven soldado ruso que, incluso muerto, apretaba la metralleta.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Un día? ¿Una hora? ¿Unos segundos? Nadie lo sabía. Nos encontramos detrás del chalet, donde nos dejamos caer, jadeantes y salpicados de sangre. Tiramos las armas descuidadamente a un lado. Nos desabrochamos los uniformes y arrojamos los cascos al suelo. Algunos empezaron a llorar. Con los ojos inyectados en sangre, buscaban a los compañeros. ¿Seguirían allí? Se temía lo peor. Luego, caían el uno en brazos del otro, aliviados, satisfechos.

He aquí a Barcelona, tendido de bruces, con el uniforme desgarrado. Allí, el Viejo, sentado al pie de un árbol, fumando en pipa. Hermanito y Julius Heide descansaban recostados en una pared. Hermanito parecía haber sumergido la cabeza en un charco de sangre. De sus labios, colgaba el cigarro destrozado y sin lumbre. Tendido boca arriba, Stege contemplaba las nubes. Estaba como paralizado. Nunca sería un buen soldado. El pequeño legionario estaba sentado en un peldaño de la escalera, con su perpetuo cigarrillo en la boca y su metralleta en sus rodillas a punto de disparar. Estaba limpiándola, como siempre. Después de haber guerreado durante quince años, sabía que un arma ha de ser cuidada. Steiner se había sentado sobre una pared ruinosa del establo. Al alcance de la mano, tenía una botella de alcohol medio vacía. Ya estaba borracho.

Sí, estaban todos allí. Todos los veteranos. Pero faltaba más de un tercio de los nuevos; estaban tendidos y parecían islotes esparcidos en medio de aquel verdor.

Alguien propuso enterrarles. Todos lo oímos, pero nadie contestó. ¿Para qué enterrarles? Nosotros estábamos cansados y ellos estaban muertos. Ya no sentían nada. Y también los pajarracos tenían que vivir. Un ataque como aquél suele costar caro. Los que hablan del combate individual tendrían que probarlo.

El teniente Ohlsen salió del chalet. Había perdido la gorra. Un profundo arañazo corría a lo largo de su rostro.

– Los han liquidado -murmuró, dejándose caer en el suelo.

Porta le alargó un cigarrillo.

– ¿Y el comandante, mi teniente?

– Muerto como un cerdo. Le han cogido por el cabello y le han cortado el cuello de oreja a oreja.

El teniente Ohlsen se volvió hacia Heide.

– Coge a dos o tres hombres y ve a recoger las cartillas militares de todos los muertos.

– ¿También las de los rusos? -preguntó Heide.

– ¡Claro! No hagas preguntas estúpidas.

Más tarde, abandonamos el lugar, no sin haber antes lanzado varias botellas de gasolina y unas granadas al interior del chalet, que inmediatamente empezó a arder.

Obuses de mortero cayeron entre nosotros.

– ¡Adelante, a paso de carga! -ordenó el teniente Ohlsen.

– Iván quiere vengarse -comentó el Viejo.

Llegamos al camino donde nos esperaban el teniente Spät y sus hombres.

– Los fusiles en posición, para cubrir nuestro regreso -ordenó el teniente Ohlsen.

– ¡Santa María! -exclamó Porta-. Cuando las cosas van mal, siempre nos toca a nosotros.

Hermanito y el legionario ya habían colocado en posición la ametralladora pesada, que tableteaba contra los rusos en el lindero del bosque. A nuestras espaldas, en la colina, los obuses de mortero estallaban con ruidos sordos.

– ¡Paso ligero! -gritó el teniente Ohlsen-. ¡Más de prisa!

Furioso, empujó a unos reclutas que no avanzaban con la velocidad suficiente.

Uno de ellos, que andaba por el camino, lanzó de repente un grito atroz y empezó a correr en círculo mientras se sujetaba el vientre con ambas manos.

El Sanitätsgefreiter Berg se precipitó hacia él. Le tendió en el suelo y le cortó el uniforme; pero el muchacho, dieciséis años, había muerto ya.

Berg reemprendió la marcha, arrastrando su bolsa de la Cruz Roja. Perdió su casco de acero. Unos obuses de mortero cayeron muy cerca de él. Como por milagro, nada le sucedió. Nos alegramos; queríamos al Sanitätsgefreiter Berg. Había arriesgado su vida en numerosas ocasiones para salvar la de los demás. ¡A cuántos hombres había transportado a través de los campos de minas y de las alambradas! Cuando combatíamos en las fortificaciones de Sebastopol, le habíamos visto precipitarse en el refugio «Boris Stepanovich» para rescatar al teniente Hinka, gravemente herido. Después, tuvo que emprender una carrera de tres kilómetros, con el teniente Hinka a hombros y bajo una infernal lluvia de obuses.

Cuando el teniente Barring le preguntó si quería la Cruz de Guerra por esta hazaña, Berg contestó sencillamente que no coleccionaba chatarra. Y ahora, dos años más tarde, Berg no tenía la menor condecoración. Sólo la muy apreciada medalla de la Cruz Roja.

La Compañía se puso a salvo detrás de las colinas. Nos instalamos allí donde el bosque formaba una especie de fiordo. Estábamos solos. El batallón de Breslau había desaparecido.

Como de costumbre, empezamos a jugar a los dados en un agujero. Nos jugamos el resto del vino del difunto comandante.


Haría varios días que viajábamos; con numerosas paradas en las estaciones. Nuestro tren había esperado horas enteras en las vías muertas, con las demás mercancías. Porque también nosotros éramos mercancías. Soldados en guerra. En las listas administrativas, nuestro tren estaba inscrito como tren de mercancías núm. 149.

El decimosexto día después de nuestra salida del frente, el largo tren se detuvo con una violenta sacudida, recorrió otro corto trecho, volvió a detenerse… Las ruedas chirriaron. La locomotora silbó y desapareció.

Porta se levantó de la paja, en el fondo del vagón de ganado núm. 9, miró por las puertas corredizas, y declaró con tono seco’

– Estamos en Hamburgo.

El pequeño legionario se desperezó.

– Por Alá, esta noche estaremos en «El Huracán», en casa de tía Dora.

– Es Pentecostés - dijo el Viejo sin transición.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Heide-. ¿Qué puede importarnos si es Pentecostés u otra fecha?

– Sí, lo sé -contestó el Viejo, encogiéndose de hombros.

– El año pasado, para Pentecostés, estábamos en Demjanks -dijo Porta.

– Y el año anterior en Brest-Litovsk -dijo Hermanito, recordando el robo audaz de cuatro tanques «SS».

– No nos recuerdes dónde hemos estado -dijo, nervioso, el legionario-. Es desagradable. Hay que mirar hacia el futuro.

– Esta noche me voy al burdel -decidió Porta, frotándose las manos.

– Bernard el Empapado me espera en «Las tres liebres» -dijo Heide-. En «Las tres liebres» hay más gachís de las que treinta tíos de pelo en pecho puedan utilizar en un mes.

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