PORTA Y EL SS

Un día, detuvieron al teniente Ohlsen. Hacía dos años que estaba en la Compañía, y desde 1938 servía en el Regimiento. Tenía muchos camaradas en el l.er Regimiento Blindado. Sí, algunos incluso habían sido soldados rasos con él en el 21.° Regimiento Blindado.

Se le acusaba de sostener relaciones con un grupo de oficiales rebeldes. Más tarde, supimos que le había denunciado su propia mujer.

Un oficial y dos policías militares vinieron a buscarle. Llegaron una mañana, subrepticiamente, poco antes del ejercicio Les hubiera gustado marcharse tan furtivamente como habían llegado. La experiencia les había demostrado que era lo mejor. Nada de ruido. Era mejor que esas cosas ocurrieran a la chita callando.

Pero les vimos. Avisamos al coronel Hinka. El oficial adjunto se precipitó para detener a los policías cuando éstos salían del edificio de la Compañía. Se cerraron las puertas. Nadie podía salir del cuartel.

El oficial adjunto sonrió amablemente al jefe de los policías.

– Nuestro comandante desearía hablar con usted, teniente. Acompáñeme a su despacho, por favor.

El teniente y los dos policías le siguieron, sin soltar al teniente Ohlsen.

Una fuerte discusión estalló en el despacho del coronel Hinka. Los hilos telefónicos zumbaban. Se estableció contacto con todos los servicios posibles. Primero, con la Kommandantur de Hamburgo. Sin resultado. Con la División de Hannover. Sin resultado. Con la Abwehr [25], en Berlín. Sin resultado.

En última instancia, Hinka se puso en comunicación con la Oficina de Personal del Ejército en Berlín, donde consiguió hablar con el general de Infantería, Rudolph Schmudt.

Tanta actividad en un día normal no pasó inadvertida en la Gestapo.

Un largo «Mercedes» gris, con dos SS Unterscharführer y un hombrecillo de paisano, completamente vestido de negro, se detuvo ante el Puesto de Mando del Regimiento. El paisano parecía a la vez ridículo y terrible. Se diría un empleadillo que asistiera a un entierro con un traje alquilado. Sombrero hongo, negro; abrigo negro, guantes blancos, algo grandes; bufanda blanca con varias vueltas alrededor del cuello. Y, como remate, un paraguas negro con pomo amarillo. El rostro del individuo era puntiagudo y pálido. Hacía pensar en una rata friolera.

El capitán de caballería Brockmann, jefe de la Compañía Ligera, no daba crédito a sus ojos cuando se cruzó con este sorprendente personaje en la escalera.

– ¿Quién diablos es? -preguntó al suboficial de servicio.

– Lo ignoro, mi capitán. Le he pedido la documentación, pero ha seguido subiendo la escalera, como sí le hubiese hablado a un muerto.

– Un muerto -repitió, riendo, el capitán-. Más bien diría yo un loco. Un hombre normal no se vestiría así. -Cogió el teléfono-: Paul, una especie de simio llegará dentro de un momento. Envíamelo escoltado. Se pasea por el edificio como por una tasca pública.

Dicho eso, rió alegremente y se frotó las manos, satisfecho. El capitán Brockmann era considerado como uno de los grandes bromistas del Regimiento, pero sus bromas eran de un género muy particular. Un mes antes había impulsado al suicidio al teniente Köhler.

Brockmann llamó a dos o tres de sus camaradas oficiales. Se preparaban para tributar un caluroso recibimiento al extraño paisano. Se trataba de encontrar el mejor sistema para ocuparse de él.

Brockmann consideraba que lo mejor sería meterle en el calabozo durante cierto tiempo, y acusarle de espionaje. Tal vez se le pudiera hacer desaparecer en una Compañía de reclutas. Siempre podría asegurarse, más tarde, que se trataba de un error. Un Feldwebel y dos hombres detuvieron al pequeño paisano en el pasillo y le ordenaron que les acompañara hasta el despacho del oficial de servicio.

El hombre sonrió sardónicamente, inclinó la cabeza y les siguió, sin despegar la boca hasta el puesto de Policía.

El capitán de caballería Brockmann recibió la comitiva a la prusiana, con las manos firmemente apoyadas en las caderas. Guiñó un ojo a sus camaradas, que asistían encantados al espectáculo.

– ¿Cómo diablos se atreve a merodear así por el cuartel? -empezó a decir el capitán-. Los paisanos no tienen nada que hacer aquí dentro.

Se balanceaba, elevaba progresivamente el tono de su voz.

– ¿Tiene las orejas tapadas o las mandíbulas paralizadas cretino? ¡Ni tan siquiera ha obedecido al requerimiento del oficial de servicio!

Se golpeó las botas con su fusta e hizo tintinear sus espuelas. Siempre llevaba cadenas en las espuelas, que hacían un ruido formidable. Brockmann se mordió el labio inferior. Solía hacerlo cuando meditaba un proyecto.

– Podría hacerle encerrar hasta que se pudriera. A un tipo corno usted se le puede ocurrir la idea de volar el cuartel. Tiene un aire peligroso.

Los oficiales pataleaban de risa.

El paisano permanecía serio, sin pestañear, como si aquello no fuera con él.

– ¿Tiene permiso para llevar armas? -prosiguió el capitán Brockmann, señalando el paraguas.

– Va en gran uniforme de saboteador -comentó el teniente Berni, encantado.

Estallido general de risa. Todos daban vueltas en torno al paisano y lo examinaban como si se tratara de uno de los mayores tesoros del Museo Nacional.

– Le convendría ser soldado -dijo el teniente Reichelt, que era considerado como el mayor erotómano de todos los oficiales.

Siempre tenía, por lo menos, tres amantes a la vez, y nunca conservaba la misma más de un mes. En la vida civil era negociante en vinos. Nunca había estado en el frente. Se consolaba con champaña o con coñac.

El capitán de Caballería colocó la fusta bajo la barbilla del hombrecillo.

– ¿Cómo se las arregló su padre para fabricar un individuo de su especie?

– Parece una salchicha -graznó el comisario en jefe. Schmidt, encantado.

Siempre comparaba a la gente con productos comestibles. Sólo vivía para comer. Había estado al borde de la locura cuando desaparecieron cincuenta y dos cajas de salchichas de Turingia. Amenazó y gritó de tal modo que se le oía desde fuera del cuartel, como si hubiera ocurrido un terremoto en Intendencia. Pero, bruscamente, no se oyó hablar más de las salchichas desaparecidas. Es más, Schmidt aseguró que nunca habían existido, y esto, a pesar de que ocho hombres hubiesen estado dispuestos a jurar que habían sido sustraídas de un almacén secreto, cerrado con llave, en el que nadie tenía derecho a poner los ojos, como no fuera escoltado por el comisario. Aquel almacén no tenía ventanas. Sólo paredes macizas. La puerta metálica tenía cuatro cerraduras y estaba provista de un mecanismo antirrobo que se verificaba cada día.

Pero el comisario consiguió demostrar que había habido un error, puesto que las salchichas no estaban consignadas en ninguna parte. La gente rió para sus adentros. Habían comprendido. A ladrón, ladrón y medio. Pero todo el mundo ignoraba que el ladrón era Porta. Había robado las salchichas y se las había vendido a un carnicero de Lübecker Strasse, que traficaba con todo lo que se robaba en los cuarteles.

– Creo que deberías examinar su documentación militar, Brockmann. Podríamos convertirle en un buen territorial. Estoy seguro de que le gustaría a usted -añadió dirigiéndose al paisano.

Repentinamente, un SS Unterscharführer de dos metros de estatura apareció en el umbral. En la manga de su guerrera brillaban las letras SD de plata. La gorra, con la calavera de plata también, estaba echada insolentemente hacia atrás. Levantó el brazo para saludar.

– Heil Hitler, Standartenführer! Mensaje del RSHA por la radio del automóvil. El comando de choque número 7 ha realizado detenciones.

El hombrecillo asintió con la cabeza. Sus ojos relampagueaban tras las gafas oscuras.

– Bien, Müller. Contésteles que los prisioneros deben ser incomunicados. Por completo. -Miró a los oficiales presentes-. Les agradezco este rato de diversión. Volveremos a vernos, señores. ¡Heil Hitler!

Tras las gafas negras, se adivinaban unos ojos llenos de odio.

De repente, los camaradas del capitán Brockmann dejaron de encontrar gracioso al hombrecillo.

– No entiendo nada -murmuró Brockmann-. ¡Diablo, sargento! -dijo, dirigiéndose al suboficial-. Si no quiere ser enviado a un batallón de castigo, procure averiguar quién era ese señor.

– ¿Gestapo? -preguntó el comisario en jefe Schmidt, a quien torturaba el recuerdo de las salchichas.

Al mismo tiempo, pensaba en varias latas de jamón, de judías italianas, y en otras minucias. De repente, sintió prisa por marcharse.

Con toda la rapidez que le permitían sus piernas rechonchas, se precipitó hacia su despacho, donde empujó brutalmente a sus subordinados Corriendo por los almacenes de suministros, consiguió removerlo todo en un tiempo inverosímil.

Al cabo de veinte minutos, dos camiones salían del cuartel, cargados hasta los topes de jamón y de habichuelas. Depositaron la mercancía en un escondrijo seguro, bajo la protección del comisario en jefe del Regimiento de Artillería. Esta operación le costó a Schmidt diecinueve cajas de champaña. Todo el beneficio que le dejaban los jamones. Sentía un miedo atroz.

En el cuartel, no todo el mundo se había dejado trastornar por esta visita desacostumbrada. En especial, el centinela situado ante el cuartel general, un Obergefreiter que lucía en el pecho la cinta de ocho años de servicio. Charlaba amistosamente con el chofer del «Mercedes» de un asunto cuyos detalles es mejor no repetir.

– ¡Decídete, maldita sea! -gruñó el SS-. ¿Cuánto quieres por tus doce «palitos»?

Alrededor del brazo derecho llevaba la cinta blanca con unas letras negras: RSHA.

– Son caros -afirmó el Obergefreiter-. ¿Cuánto ofreces tú?

– Mil pavos -propuso el SS.

Y se metió la mano en un bolsillo, para sacar un fajo de billetes, sujeto con una gomita.

– ¿Estás chiflado? -preguntó, riendo, el Obergefreiter-. ¿Crees que esto es una oficina de beneficencia?

Se enderezó el casco, rectificó la posición del fusil y, hundió ambas manos en el bolsillo del pantalón, de la manera menos reglamentaria posible.

– Nadie te obliga a comprar mis «palitos», ¿sabes? Te los ofrezco porque me pareces capaz de saber sacarles partido.

– Podría tenerlos gratuitamente -dijo el SS.

Y escupió sobre la lápida conmemorativa de los soldados caídos en la Primera Guerra Mundial. Todos los del 76.° Regimiento de Infantería de Hamburgo.

– Oye, no creas que me chupo el dedo -dijo el Obergefreiter.

Y se sonó con los dedos.

Un poco de suciedad cayó sobre la cruz gamada de la bandera SS de hierro que había en el guardabarros delantero del vehículo.

El SS fingió no haber visto nada. En respuesta, volvió a escupir hacia el monumento a los muertos.

El Obergefreiter se quedó tan tranquilo. Escupió otra vez y tocó la cabeza del águila imperial, exactamente en el mismo lugar que el SS.

– Se diría que no sabes quién soy yo -se ufanó el SS-, ni quién es mi jefe. Es el que ha ido a visitar a tu comandante.

– Tu jefe puede irse al cuerno.

– Me extrañará que lo digas cuando te explique quién es. Tengo el presentimiento de que me regalarás tus «pipas» para que trate de olvidar mi deber.

Adelantó un brazo y mostró el brazal blanco.

– Yo también soy una especie de policía.

– Tú no eres más que un mierdoso -replicó, con insolencia, el Obergefreiter-. Y puedes guardarte tus amenazas.

Dio por dos veces la vuelta al «Mercedes», escupiendo a cada paso sobre la bandera SS de hierro.

– Deshínchate, viejo simio. Te conozco bien, muy bien. Si alguna vez se me ocurriera hablar un poco acerca de ti ibas a pasarlo mal, mequetrefe.

El SS se echó a reír. Se sentía perfectamente seguro de su posición. Se asomó por la portezuela.

– Agárrate bien a tu juguete, si no quieres caer de espaldas. Mi jefe es el SD Standartenführer Paul Bielert, el Bello Paul

Triunfaba. Decía el Bello Paul con la misma devoción de un misionero que hablara de Jesús a una pandilla de beodos, en una taberna.

– Te has quedado sin habla, ¿eh? -gritó.

– ¡Narices! Tu Bello Paul puede irse al cuerno.

– ¡Estás chiflado! -gritó el SS, mirando al Obergefreiter con fingido asombro-. El Bello Paul es el puerco más grande de todo el país. Incluso el SS Heinrich se ensucia en los calzones cuando oye su nombre. Sólo hay un hombre que no ha temido nunca al Bello Paul. Es el Diablo de Praga, el SS Gruppenführer Heydrich.

– Entonces, también tú debes de tenerle miedo.

– Todo el mundo se lo tiene, y tú no serás distinto de los demás cuando le conozcas. Por lo demás, no lo olvides: cuando hables de mi jefe, hay que decir Standartenführer.

– Prefiero decir carroña. O urinario.

– Puedes desahogarte, camarada, pero espera a que te denuncie por posesión de drogas. Te morirás de miedo.

Levantó un dedo profetice ante las narices del Obergefreiter y susurró confidencialmente:

– Tengo motivos para creer que incluso el propio diablo le teme.

– Oye, ¿estaba borracho tu padre cuando te fabricó, para que sufras este complejo de persecución?

– ¡Cállate! Cuando le hayas visto, serás igual que yo Mira a un tipo que pasa, se detiene un momento, enciende un cigarrillo… Sonríe, y dice con tono despreocupado, como si hablara del tiempo: «¡Ejecuta a ese hombre!» Y después, regresa tranquilamente a su despacho y sigue trabajando.

»Hace unos días, nueve hombres estiraron la pata. Nueve SD acusados de chantaje. No habían tenido tiempo de decir ni pío, cuando ya estaban secándose a pleno aire. A mi jefe le encanta ejecutar a la gente. Le resulta tan agradable como a nosotros bebemos una copa.

– Esto no es nada en comparación con un comandante que tuve tiempo atrás -se vanaglorió el Obergefreiter-. Se llamaba Lindenau. Le llamábamos papá Lindenau. Le asaron en Kiev Pavlo.

Rió sonoramente, como si encontrara muy divertido que hubieran tostado a su comandante en Kiev Pavlo.

– Cuando papá Lindenau recibía la orden de atacar, siempre nos dirigía un discursito. No tiene ninguna gracia decir, como tu jefe: «Ejecutad a ese hombre» Cualquier idiota puede decirlo con tal de que tenga algo de poder. Tu jefe es un chapucero. Había oído hablar de él mucho antes de que tú te sacudieras de las botas el polvo de la División «Totenkopf». Incluso es posible, que nos conozcamos.

– ¿Quieres decir que conoces personalmente a el Bello Paul?

El Obergefreiter rió con aire misterioso, dio unos pasos junto al automóvil, resopló y escupió con fuerza sobre la bandera.

– No escupas en mi bandera.

– ¿Quién lo dice?

– ¿No me has oído?

– Lo mismo me da.

Para subrayar sus palabras, el Obergefreiter volvió a escupir.

El SS prefirió fingir que no lo advertía.

– Decías que conocías a el Bello Paul.

– ¡Tonterías! Nunca he dicho tal cosa. He dicho que tal vez nos conozcamos. Pero haz tu marranada con las «pipas» y verás si le conozco. Puedo asegurarte que te ofrecerán un billete de ida hasta mi Regimiento, vía Torgau, y entonces aprenderás a conocerme. Sé que seré tu jefe instructor. Porque Dios es grande y bueno. Y muy justo. Aprenderás a maldecir el día en que conociste a Joseph Porta, Obergefreiter por la gracia de Dios.

– Estás desbarrando. Me contabas cosas de tu comandante, y nadie ha hablado de denunciarte.

– Tú mismo lo has dicho.

– ¡Tonterías! Se dicen tantas cosas… He pensado que tal vez tuvieras un grano. Al fin y al cabo, no podía adivinar que eres un camarada, un elegido de Dios. Vamos, dime el precio de tus «pipas». Me las quedo sin rechistar. Además, te daré la dirección de una casa donde van los burgueses para conocer a mujeres de verdad.

Porta fingió que no oía nada.

– Bueno, estábamos hablando de mi comandante. Cuando nos hablaba con amabilidad, siempre empezaba con estas palabras: «Puercos, tendréis que apretar el trasero. Hemos recibido orden de lanzar un ataque psicológico. Nuestro Regimiento es el único que Iván juzga digno de citar en sus comunicados. No lo olvidéis, y mostraros dignos de él. ¡Granujas y puercos, calad la bayoneta! ¡A paso de carga! ¡Seguidme, elegidos de la muerte!» Mientras corríamos, miraba hacia atrás y gritaba: «¡Cuidado con el cerdo que se retrase medio metro! ¡Me encargaré personalmente de cortarle el pescuezo!» Se lanzaba adelante, en cabeza del Regimiento, con la metralleta baja y el sable brillando al sol. Se oían sus blasfemias a kilómetros de distancia.

– Oye, no querrás hacerme creer que atacabais al arma blanca.

– Siempre atacamos con el cuchillo o la bayoneta -explicó Porta. E hizo un amplio ademán con la mano-. Somos especialistas del cortacoles. Ven a echar una ojeada a nuestro terreno de entrenamiento, allí, detrás de los garajes. Verás los sacos de arena con los que nos entrenamos cada día durante dos horas, en el uso de la bayoneta.

Y Porta acarició su bayoneta, que brillaba malévolamente en el extremo del cañón de la carabina.

– Antes de que tuvieras tiempo de decir «¡ay!», SS, el último de nosotros enviaría tu fusil por los aires.

– Me haces estremecer -dijo el SS.

– Papá Lindenau aullaba con más fuerza que todos nosotros, cuando atacábamos.

– ¿Qué gritabais? ¿Hurra?

– ¿Hurra? ¡Idiota…! -se mofó Porta-. Esto sólo lo grita la Infantería de segundo orden. Y los Cazadores. Y también, naturalmente, tu birria de Compañía.

– ¿Llamas a los SS una birria de Compañía?

– ¿Tienes las orejas tapadas? ¿O qué te ocurre? ¿No gritáis «¡hurra!» al atacar?

– Sí, desde luego. -El SS vacilaba.

– Nosotros gritamos injurias ante las narices de Iván. Job Tvja mad, siskajebo monova! Iván se ensucia en los calzones sólo con oírnos: «¡Adelante, favoritos de la muerte! ¡Apretad, chacales sarnosos!» Corríamos cuanto podíamos, mientras buscábamos el modo de enviar una píldora contra la espalda del maldito coronel. Pero nunca lo conseguíamos. Siempre desconfiaba. Tenía mil ojos repartidos por todo el cuerpo. Incluso en el agujero del culo tenía uno que se iluminaba en el momento en que apoyaba el dedo en el gatillo. Una vez, me encontraba en un agujero, a cinco metros de él. Tenía una bala envuelta en un trapo, una bala cortada especialmente para la ocasión. Pero en el momento en que acababa de meterla en el cargador, en el momento en que levantaba el fusil para enviar a mi querido papá Lindenau en brazos de Satanás, le oí chillar: «¡Perro sarnoso! ¿No ves que estás apuntando a tu coronel?» ¡Válgame Dios! ¡Menudo miedo pasé! Solté el juguete tan de prisa como si me hubiera quemado los dedos.

»-Obergefreiter Porta…

»-Mi coronel -le contesté-. Se trata de un error. He creído que el comandante era un oficial ruso.

»El muy cerdo se rió y rogó al buen Dios que enviara un diluvio de mierda, de rayos y truenos sobre mi pobre cabeza

»De regreso al cuartel tuve que hacer ocho horas de ejercicio a las órdenes del propio comandante, para que aprendiera a no equivocarme. Más tarde, llegué a formar parte de su escolta personal.

– ¿De veras liquidáis a vuestros oficiales? -preguntó el SS, estremeciéndose.

– A veces. Por ejemplo, la 2.ª Compañía, con su pandilla de hijos de perra, todos tiradores escogidos. Salieron de expedición por el mar de Hielo, cuando estuvimos en Finlandia para enseñar a hacer la guerra a tus camaradas de allí. Cuando regresaron, once días más tarde, ya no tenía oficiales ni Feldwebels. Tres tenientes, un Stabsfeldwebel, dos Oberfeldwebels y cuatro Feldwebels habían desaparecido. Un viejo suboficial mandaba la compañía. No tenía nariz. La había perdido en Varsovia. Se la cortó una muchacha, con el sable de un ulano polaco, de un solo golpe como cuando el carnicero corta una raja de salchichón. Un gato rubio se llevó el pedazo. Desde entonces, la 2.ª Compañía ha tenido siempre oficiales amables.

– Esos de la segunda deben de ser tipos duros. ¿Qué tal es una compañía disciplinaria?

El SS se mostraba singularmente interesado. Pensaba para sus adentros: «Es mejor informarse por anticipado. Nunca se sabe lo que nos reserva el porvenir.»

Porta se echó a reír, entornó taimadamente sus ojillos de cerdo, se sonó de nuevo con los dedos y alcanzó una vez más la bandera.

– ¡Oh, depende…! Depende, sobre todo, de los oficiales. Si son unos bastardos que quieren que los compañeros dejen la piel en los obstáculos del campo de tiro por los que sólo los más delgados consiguen pasar a rastras, entonces se pasa mal. Con esa clase de oficiales, los suboficiales se convierten a la fuerza en lobos hambrientos. Tal superior, tal subordinado. Una vez tuvimos un Hauptmann, Meyer, cuya manía consistía en ordenar: «¡Bajo los tanques, sobre los tanques!» A veces, las máquinas se hundían en la tierra blanda y aplastaban a los que encontraba debajo. El Hauptmann Meyer se divertía de lo lindo.

– ¿Qué hicisteis con ese tipo?

– Tuvo derecho a varios cigarros de pólvora en el trasero y todo se acabó para él -contestó Porta, conciso-. También un Hauptfeldwebel al que llamábamos Gran Cerdo. Mientras dormía, le atamos varias granadas alrededor del cuello y pusimos una bomba debajo de la cama. La mecha estaba unida a sus botas. Ya puedes imaginar las consecuencias. En cuanto movió las patas, salió disparado por los aires sin problemas de despegue. Gran Cerdo era duro de veras puedes creerme. Una vez, obligó a Hermanito a atravesar un río veinte veces seguidas. Hermanito acabó por echarse a ladrar: creía que era una foca. Nosotros contemplábamos estúpidamente el espectáculo. Las botas de Hermanito desaparecían bajo el agua en una orilla. Después, esperábamos hasta que el casco aparecía en la otra orilla, donde Hermanito lanzaba chorros de agua como una ballena que sale a la superficie del mar. Gran Cerdo no conseguía ocultar su decepción cada vez que el casco reaparecía.

»-¡Media vuelta! -ordenaba-. ¡Adelante, a rastras!

»Y las botas de Hermanito volvían a hacernos un signo de despedida.

»Después, le obligó a hacer una marcha. Él le seguía en motocicleta. Veinticinco kilómetros con el equipo completo a una temperatura de veintidós grados; y, fíjate bien, con el capote y las cartucheras y la mochila llenas de arena húmeda.

– ¿Y la máscara de gas? -preguntó el SS.

– Desde luego -replicó Porta, riendo-. ¿Crees que somos unos afeminados? Hermanito se divirtió mucho, pero a la noche siguiente Gran Cerdo fue a dar un paseo por las estrellas. Desapareció por los aires impulsado por un paquete de granadas. ¡Descanse en paz su alma! [26].

– Entre nosotros, también a veces las cosas resultan difíciles -aseguró el SS, mientras se frotaba la calavera de su gorra-. Yo estoy en esta jaula sólo a título provisional. -Se humedeció los labios y prosiguió con orgullo mal disimulado-: Mi verdadera unidad es la División de Caballería SS «Florian Geyer». Pero tuve problemas. Me enviaron provisionalmente a la División T. También allí tuve conflictos. No quisieron saber nada más conmigo. Pegué un mamporro a un Untersturmführer. Un bruto de Dachau que nos visitó. Después, casi me hicieron picadillo. Pasé ocho semanas en la enfermería y luego me enviaron, como convaleciente, a la SD de Hamburgo. Ahora, soy el chofer de el Bello Paul. Muy poca cosa para mí. Quiero volver junto a mis camaradas. Era corneta en el l.er Escuadrón. La nostalgia me obliga a emborracharme cada noche. Pero tengo que ir con cuidado. A la primera oportunidad, me enviarán a Torgau. Nuestro Hauptscharführer me lo explica cada mañana. Es el Hauptscharführer más cretino del mundo. Fue jefe de barracón en Buchenwald. Se dice que estrangulaba a los detenidos con sus propias manos, y creo que es verdad. Siempre mira el cuello de la gente con una expresión de interés.

El SS asomó el cuerpo por la portezuela del automóvil. Bajó la voz, y cuchicheó en tono confidencial.

– Pero soy un viejo zorro y a mí no me la dan con queso. Les doy sopas con onda a todos. Pero lo que quería contarte es la vida dura que llevábamos en la «Florian Geyer». Nuestro comandante, el Standartenführer Rochner, se cargó a tres compañeros porque dijeron lo que pensaban de Adolph. Fue una noche, poco antes de la retreta. Yo estaba limpiando mi trompeta. Casi siempre era yo quien tocaba retreta.

– Yo también toco -dijo Porta. De repente, encontraba muy simpático al SS-. También toco la trompeta. ¿La tocas bien?

– ¡Oh, sí, estupendamente! Soy el mejor corneta de todo el Ejército de Adolph. He tocado dos veces en Nuremberg, cuando llegaba Adolph con los pies vueltos hacia dentro.

– ¿Es verdad que anda con los pies torcidos?

– ¿No lo sabías? Nos ha hecho reír a menudo. Su pie derecho está siempre vuelto hacia dentro.

– ¿Cómo haces el toque de retreta?

– Pues, verás: primero, un toque largo, y después, uno muy corto, para dar la impresión de que la trompeta llora una jornada maravillosa. Una trompeta es algo vivo, y hay que tratarla como a un ser vivo al que se ama. De lo contrario, no toca bien. Conocí a un corneta que tocaba diana con una trompeta sucia; no obtenía ningún resultado. La trompeta se negaba a reír y a saludar el nuevo día. Pero la mía sí sabe. Cuando se la vuelve hacia el sol naciente, está radiante. Porque has de saber que mi trompeta no está sucia, y que yo la llamo por su nombre. Está colgada encima de mi cama y le hablo. Un día, te la dejaré probar. No lo hago nunca, pero me doy cuenta de que tú también eres un verdadero corneta.

– Entonces, te dejaré probar mi flauta. Pero háblame de tu comandante.

– Entró en el dormitorio momentos antes de que yo tocara. Llamó a tres individuos y preguntó al primero si había dicho esto respecto al Führer. El tipo lo negó. Es lógico. «¡Cerdo! -gritó el Standartenführer-, ¿le mientes a tu comandante?» ¡Pum, pum! Dos disparos de su «Walter» 7,65, dos o tres patadas y todo terminó. ¡Que el diablo se lo lleve! Con sus espuelas, rayó nuestro bonito pavimento encerado. Esto nos dio mucho trabajo los días siguientes. En las SS es un vicio: siempre hay que tener los suelos inmaculados. El comandante se volvió hacia los otros dos. Ambos eran soldados rasos. Uno de ellos se había ceñido el sable porque entraba de guardia. Los dos confesaron en el acto. Cada uno recibió dos balazos en el cráneo. Uno de ellos sólo resultó herido con el primer disparo. Pegaba saltos y la sangre le resbalaba por el rostro. ¿Has visto alguna vez una gallina a la que cortan la cabeza? El comandante disparó contra él sin tocarle. El pobre diablo estaba completamente enloquecido por el miedo. Se lanzó por la ventana y echó a correr por la plaza de armas. Tres hombres saltaron por la ventana, corrieron tras de él y le alcanzaron. Le mantuvieron inmóvil mientras el comandante le hundía un piquete en el rostro. Prueba de encontrar entre los vuestros a un comandante más bestia que el mío.

– Me sería muy fácil. Pero me interesa saber si ese comandante asesino vive aún. Si aún está vivo, señal de que sois una pandilla de cobardes.

– La ha diñado. Los rusos le echaron el guante cuando atravesamos Elbruz. Lo colgaron de un álamo por los pies. En las SS no matamos a nuestros oficiales.

– Porque sois unos mierdosos. Os dejáis torturar y torturáis a los demás. Ejecutad a este hombre, dicen vuestros mandamases. Desde el año 33 os habéis acostumbrado tanto a cargaros a la gente inofensiva que ahora lo hacéis casi sin pensar. Vuestros oficiales no son tan bestias como los nuestros. Incluso tienen menos imaginación. Matar a un hombre está al alcance de cualquier idiota. Anda o Revienta, que sirvió doce años en la Legión Extranjera, y Barcelona Blom, que estuvo tres años en el Tercio, aseguran que entre nosotros resulta más duro que en el extranjero. No puedes imaginar cómo lo pasamos en el 27.° Blindado. Un botón mal cosido cuesta tres horas de carreras en la arena, con el capote, el equipo de campaña, los macutos llenos de granadas de mano y, desde luego, en el momentodel día en que hace más calor. El Oberfeldwebel Brandé a quien llamamos el Tirador, porque es capaz de tocar a cualquier tipo a cincuenta metros de distancia, no tiene inconveniente en hacerte correr hasta que te caes muerto. Es tan estricto que, durante el ejercicio con la Compañía, en plena marcha, es capaz de localizar a aquellos a quienes faltan clavos en la suela de las botas. Y cada clavo que falta cuesta tres horas en la arena. Hace quince días, Hermanito estuvo allí nueve horas. De modo que ahora sabemos que los días de el Tirador están contados. El diablo le está preparando un lecho.

– Reconozco que sois una pandilla de duros. Pero, ¿hacemos o no hacemos negocio? ¿Qué te parecen tres mil pavos, una caja de leche en polvo danesa robada en la O. T. de Dinamarca y, además, la dirección de esa casa de citas?

Porta hizo como que reflexionaba. Volvió a sonarse, se rascó el trasero y un sobaco, y después se echó el casco hacia la frente.

Se mordió los labios, pensativo.

– Ahora que recuerdo -prosiguió el otro-. También tengo un fajo de fotografías pornográficas. Te las daré de propina. Están estupendas, nunca has visto nada semejante. No creas que se trata de material viejo, sino del género que nos gusta a ti y a mí.

– Enséñame la mercancía -pidió Porta, adelantando una mano.

El SS se estremeció, lleno de desprecio.

– ¿Crees que soy un primo? Esto sería como si una ramera no reclamara su dinero hasta después de haber actuado. Seguro que se moría de hambre.

– Entonces, no habrá acuerdo.

Porta se dispuso a marcharse.

– ¡Eh, un momento! Sostendré las fotos en el aire, para que puedas mirarlas.

– ¿Sabes que te vendo las «pipas» muy baratas? Sólo lo hago porque te encuentro simpático. Eres tan caradura como yo. Algo me dice que pronto estarás con nosotros. Presiento que te están preparando una jaula en Torgau.

– En eso te equivocas, pequeño. Si me sacan de las SS para enviarme a Torgau, no iré a parar a vuestro apolillado Regimiento, sino al disciplinario de la Caballería.

– Ya cambiarás de opinión. Hablas del 37.° de Ulanos. Ya no existe. Nos lo hemos merendado. La 49.ª Kalmykritterdivisión lo ha hecho picadillo en la cuenca del Don. Como máximo, habrán escapado diez con vida. Han renunciado a formar otra vez el Regimiento.

– ¿Crees de veras que iré a parar con vosotros si me echan de aquí? ¿Tenéis corneta?

Porta mostró una expresión triunfal.

– No te hace ninguna gracia, ¿eh? Tu seguridad ha desaparecido.

– Nunca se puede estar seguro de nada -contestó el SS, con convicción. Se echó la gorra con la calavera hacia la nuca-. Con el Bello Paul uno nunca envejece. Imagina que vaya a parar con vosotros. ¿Tendrás la influencia suficiente para que me nombren corneta? -El SS se metió en el automóvil y sacó una trompeta plateada. Una trompeta con la cinta dorada de la Caballería. Enseñó cuatro trofeos sujetos a la misma-. Los recibí porque era el mejor. Toqué con motivo de un discurso en casa de Adolph. Toqué para el rey Carol. En 1938, fui yo quien toqué para Chamberlain cuando se dejó timar por Adolph. Aparecí en los diarios ingleses, con el nombre y todo. La gente me prestaba más atención que a Chamberlain y a Adolph. Si llego a ser corneta de vuestra Compañía, se hablará de vosotros.

– Ya somos demasiado conocidos -replicó Porta con sequedad-. Pero si un día te presentas en nuestro Regimiento, y sé que lo harás, ya me las arreglaré. Tengo amistades de primer orden. En realidad, soy el jefe de la Compañía. Ven a casa de Bernhard el Empapado y enséñales lo que sabes hacer. Bueno, ¿quieres o no quieres las «pipas»?

– Claro que las quiero, pero el precio me quita un poco las ganas. No encontrarás fotos tan estupendas como las mías. Son las mejores del mercado. Por sí solas valen diez «pipas» -Sacó una y la puso ante las narices de Porta-. Fíjate en ésta.

Porta adoptó un aire impasible. Sólo sus ojillos porcinos brillaban y traicionaban su deseo.

Esto no escapó a la atención del SS, quien sonrió de través y sacó otra fotografía.

– Está bien, ¿eh?

– ¡Pse…!

– Estoy seguro de que eres uno de esos hombres capaces de hacer cualquier cosa por la pasta -replicó, riendo, el SS-. Si pudieses, le venderías el Paraíso al mismo diablo.

– No hables tanto. Enséñame tu catálogo de porquerías. Ya una vez me engañaron con esto. Uno que me vendió treinta y cinco fotografías. Cuatro eran pornográficas, pero las otras representaban los cuentos de Grímm. Durante ocho días, no paré de buscar al muy cerdo. Incluso prometí dos botellas de vodka a Hermanito, si lo encontraba. Pero parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

– ¿Qué le hubieses hecho si llegas a encontrarle?

Porta rió malévolamente y sacó un largo cuchillo que llevaba en una bota. Pasó un dedo por el filo. Asomó la punta de la lengua entre los labios.

El SS inclinó la cabeza. Había comprendido.

– No me creerás tan puerco como para timar a un camarada, ¿eh?

Porta le observaba solapadamente.

– No importa dónde ni cuándo. Porque eres igual que yo, y yo engaño a los otros cada vez que puedo. De lo contrario, en la tierra no habría gente lista y gente tonta.

El SS se pasó una mano por los labios y se rascó una oreja con la llave de contacto.

– Si quieres, te dejaré mirar la mercancía. Pero, entretanto, quiero tener una «pipa» en la mano.

– De acuerdo.

Porta cogió las fotografías. Las ojeó con avidez, mientras se relamía los labios.

– ¡Válgame Dios, qué gachís! Si uno encontrara una como éstas, ya podría morir feliz. De acuerdo, amigo mío. Me rindo. He encontrado un truco formidable. Cuando esté cansado de mirarlas, las alquilaré. Hermanito me pagará el sueldo de todo un año a cambio del derecho de poderlas mirar durante una hora.

Tres grandes fajos de billetes cambiaron de mano.

Porta los comprobó.

El SS olfateó los cigarrillos. Asintió con la cabeza, satisfecho. Eran las mejores «pipas» que había visto en mucho tiempo. Decidió emborrachar a Porta algún día para saber dónde las conseguía.

– Faltan cien marcos -declaró Porta.

– No es posible -protestó el SS-. Había mil pavos en cada fajo. -Los contó por tres veces. Meneó la cabeza para demostrar que no lo entendía-. Vaya, esto sí que es extraño.

Sacó otro billete de cien marcos, y se lo entregó a Porta.

Éste sujetó cada fajo con una banda de goma.

– Esto es la pasta. Pero me habías hablado también de la dirección de la casa de citas, no lo olvides.

El SS escribió unas líneas en un pedazo de papel.

– Es cerca del Alster, Una casa blanca, con techo negro. Antes vivían en ella unos chinos.

– ¿Hay también alguna chinita? Me vendría de gusto. He oído decir que en estas cuestiones son fantásticas.

– Nunca he visto ninguna, pero la casa está llena de mujeres. Sólo tienes que decir que vienes de parte de Kebler. Rudolph Kebler. Soy yo. Aparte de esto, si algún día quieres hablarme, estoy en el cuartel de Longhorn. Vivo allí.

En el mismo momento, lanzó un pequeño silbido y se sentó muy tieso detrás del volante. En un segundo, se había transformado en un disciplinado autómata.

Porta se echó el fusil al hombro. Con el pulgar a lo largo de la correa, según prescribía el Reglamento. Cuarenta y cinco grados de separación entre ambos pies. El brazo izquierdo pegado a la costura del pantalón. El codo a la altura de la hebilla del cinturón. Siguió con la mirada a los tres hombres que salían de la oficina del comandante. Paul Bielert, de paisano, el SD Unterscharfürer, con la mano apoyada en la funda de la pistola, y, entre ambos, el teniente Olhsen. El gran «Mercedes» salió del cuartel. Porta reanudó la guardia. Por un instante, se preguntó qué ocurría con el teniente Olhsen. Se dirigió hacia los garajes. Oculto tras unas tablas, cerca del lugar donde se lavaban los vehículos, se puso a estudiar las fotografías pornográficas. Ordenó los tres fajos de billetes. Del bolsillito que tenía en la parte baja de la guerrera, sacó un billete de cien marcos. Rió satisfecho. El truco de hacer desaparecer el billete mientras contaba no había llegado, por lo visto, a oídos de Kleber. Riendo por lo bajo, siguió andando hasta las cajas de municiones, donde le esperaba Heide, que estaba allí de guardia.

– ¿Qué diablos haces? -le preguntó-. Hermanito ha venido ya dos veces.

– Cállate, tengo otras preocupaciones que la de montar la guardia.

– Por lo menos, podrías tenerme alguna consideración -gruñó Heide, ofendido-. Al fin y al cabo, soy tu superior. Te protejo sin cesar. ¿Sabes que la Gestapo merodea por el cuartel? Buscan a alguien y me parece que es a ti. Todo me dice que terminarás con una cuerda al cuello.

– Atrasas, Julius. Ya se han marchado, llevándose la presa. Pero puesto que hablas de proteger, te aconsejo que sigas haciéndolo. Sería muy molesto para ti que olvidara mi deber de ser discreto. ¿Sabes? Conozco exactamente cómo será tu vida, Julius. Si aún no has muerto cuando hayas perdido la guerra, seguirás en el Ejército, a menos que caigas más bajo y te conviertas en un poli. Te veo ya con una estrella roja en la gorra. Has nacido para esta clase de trabajo, Julius.

– ¿Por qué diablos no habría de seguir en el Ejército? -preguntó Heide, cándidamente-. Cobraré cada diez días, tendré una buena cama y estaré libre desde el viernes por la noche hasta el domingo por la noche. Dejaré que los reclutas me agradezcan los favores que les haga. Y someteré a un tratamiento especial a los que no quieran pagarme. Y en cuanto se haya olvidado la guerra, lo que no tardará en ocurrir, sacaré brillo a todas mis medallas y cruces. Y entonces verás cómo todas las mujeres caerán rendidas en mis brazos. Seré un héroe con el que todos desearán alternar.

– Lo sabía -exclamó Porta, triunfalmente-. Seguirás en la jaula. Yo prefiero el comercio, la libre competencia. Cuando pases con uno de esos cacharros viejos del Ejército, me verás en un «Mercedes» descapotable, con una gachí cubierta de pieles a mi lado. Un verdadero bombón, con la falda bien ceñida. Mientras tú vociferarás a los reclutas el lunes por la mañana, bajo la lluvia, yo lo pasaré cañón tras un escritorio grande como un camión de diez toneladas, contando mi pasta.

Como por casualidad, Porta sacó las fotografías y las pasó rápidamente ante los ojos de Heide.

– ¡Válgame Dios, déjame verlas!

– Encantado -replicó Porta-. Te las dejaré una hora.

– ¡Dámelas, aprisa!

Heide se relamió ávidamente los labios, y dos manchas rojizas aparecían en sus mejillas.

Porta se echó a reír. Barajó las fotografías con la lentitud suficiente para que Heide pudiera ver cuan interesantes eran.

– Te dejo que las mires, Julius. Incluso te dejo que vayas a las letrinas con ellas, para que puedas mirarlas tranquilamente.

– ¿Por cuánto las vendes?

– No las vendo. Las alquilo. A cien marcos la hora toda la serie, o a cinco marcos la pieza.

– ¿Estás loco? ¿Crees que te daré cien marcos para mirar tus fotos de segunda clase?

Heide fingió estar escandalizado.

Se irguió como un verdadero suboficial, pero Porta no se dejó impresionar.

– Nadie le obliga a ello, señor suboficial Julius Heide. Es usted quien me ha pedido que le dejara echar una mirada a las mismas.

Hizo desaparecer las fotografías pornográficas en el estuche de la máscara antigás, pegó una patada a la cerradura de una caja de municiones y comprobó satisfecho que la misma se había roto.

– Tendrá usted problemas, señor suboficial, si viene el comandante y encuentra la caja abierta.

– ¿Te has vuelto loco? ¡Romper la cerradura! Daré parte.

– ¡Ah, sí! -exclamó Porta, riendo.

Y se marchó tranquilamente hacia los garajes, donde había escondido una botella de cerveza.

Durante un momento, Heide contempló furioso la cerradura.

Por fin, consiguió sujetarla de modo que no se notara fácilmente que estaba rota. Para él lo importante era que el hecho pasara inadvertido hasta el final de la guardia. Agitó la cabeza, satisfecho, y salió corriendo en pos de Porta.

– Dame esas fotografías. Aquí tienes los cien marcos. Pero supongo que sabrás que esto es usura.

– ¿Crees que soy una institución filantrópica?

En cuanto hubo terminado su guardia, Heide se presentó en el puesto de control. Y después, desapareció hacia las letrinas, donde permaneció una hora mirando las fotografías.

– Han venido a buscar al teniente Ohlsen -dijo Barcelona, cuando Porta regresó al puesto.

– ¡Que se apañe! -replicó Porta-. ¿De qué se le acusa?

– No lo sabe nadie, pero todo el Estado Mayor está alborotado. Hinka grita de tal modo que se le oye desde lejos. El ayudante ha vomitado tres veces, de miedo. Parece que vamos a tener un nuevo jefe de Compañía. Me lo ha dicho el Feldwebel Grün.

– Merde -suspiró el legionario-. Crimen de Estado. Les he visto cuando se marchaban. Un «Mercedes» SS 333300. La sección IV-2-a, de el Bello Paul. Sólo se ocupa de los asuntos importantes.

Porta se encogió de hombros, indiferente.

– ¡Estos oficiales están tan ocupados, discutiendo! Se olvidan de prestar atención a lo que dicen, cuando se entusiasman demasiado. Por eso hay tantos que se encuentran sin cerebro, que, por otra parte, nunca han tenido. Creen que están seguros gracias a la quincalla de sus condecoraciones. Y además, tienen su amor propio.

Porta escupió en el suelo.

– ¡Tonterías! Apuesto diez contra uno a que no volveremos a ver al teniente Ohlsen.

Hermanito entró impetuosamente. Echó el fusil sobre la mesa.

Lanzó el casco a los pies de Barcelona.

Y escupió en la taza de Heide.

Evidentemente, buscaba camorra.

– ¿A alguien le apetece un coscorrón? -preguntó, furioso-. Durante la guardia, me he divertido con una gachí, junto a la cerca electrizada. Y después, todo se ha ido al agua porque me han venido ganas de orinar.

Porta sonrió solapadamente y se rascó una oreja con la baqueta de un fusil.

– En otras palabras, cinturón, Hermanito. Sé lo que es eso. Aunque no a causa de una cerca electrificada A propósito, he conseguido unas cuantas fotografías estupendas. Te las alquilaré por una hora. Cien marcos. ¿Qué te parece? Son como a ti te gustan. Mejor que una película.

La noticia hizo que Hermanito se olvidara por completo de la gachí y de la cerca.

– De acuerdo. ¿No darás crédito, por casualidad?

Porta se echó a reír.

– Bueno, está bien. Le pediré cien marcos a un tipo que acaba de recibir pasta de su casa. Un buen montón. Si no me los da, le atizaré en los morros.

– Esto es un robo -dijo Stege.

– En absoluto -protestó Hermanito-. Es comercio. Le explicaré el truco de limpiar el cañón del fusil con papel higiénico. Un soplo como éste bien vale cien marcos.

– Conforme -dijo Porta-. El dinero no tiene color.

Sacó los tres fajos de billetes y los contó con avidez.

– Tal vez tendría que sacar fotocopias. De esta manera, podría alquilar varias series a la vez.

– ¿Es que nunca cambiarás? -preguntó el Viejo-. Sólo piensas en el dinero.

– Te diré cuando cambiaré. Tres años después de que Adolph haya hecho las maletas y yo haya devuelto mi uniforme al almacén Entonces, mi letrero de neón brillará en tojo, verde y amarillo: «Joseph Porta, importación y exportación. Compra todo. Vende todo»

– ¿Por qué rojo, verde y amarillo? -preguntó Barcelona.

– Rojo por el amor, verde por la esperanza y amarillo por la canallería -explicó Porta-. Después, no vengas a decirme que los clientes no están avisados.


Tenia diecinueve años cuando asistí por primera vez a una ejecución -explicó el legionario-. Fue en Casablanca, cuando servía en el 1.er Regimiento de la Legión Extranjera. Fusilamos a un tipo que llevaba doce años en el Ejército. Un desertor. Desde entonces, he visto muchas. No se olvida nunca

-Yo sólo tenía dieciocho años -dijo Barcelona-. Fue en Madrid. Serví en la 1.ª Sección del Batallón Thälmann [27]. Ejecutamos a uno detrás del matadero, al hijo de un tipo rico. Le matamos porque su padre era rico. Disparamos muy mal: la falta de entrenamiento. Le estalló la cabeza. Después, vomitamos, apoyados en nuestros fusiles, como si estuviéramos mareados

El legionario desplegó su alfombrilla de oraciones y se inclino, recitando a media voz Rogaba a Alá que le absolviera por todas las ejecuciones en las que había intervenido.

Heide se encogió de hombros.

Yo nunca pienso en eso. Al fin y al cabo, lo misma da matar a un tipo atado a un poste que a un soldado asustado que huye por el campo.

-¿Os acordáis cuando ejecutamos a la Blitzmädel [28]de la Marina de Guerra? -preguntó Hermanito-.¡Qué espectáculo! Fue culpa de Stege y de Sven. Querían mostrarse galantes y no hacerla sufrir. La chica se escapó, corrió por pasillo y bajó la escalera. Gustavo el Duro nos prohibió disparar. Tenía que morir en el poste, según prescribe el reglamentó. De lo contrario, habría desorden en la documentación -dijo-. Sólo la dominamos cuando le aticé. Los enfermeros tuvieron que llevarla hasta el poste. El médico no quiso ponerle una inyección.

– Era una asesina -dijo Heide-. Había envenenado su amiga. Vi los papeles en el despacho del Hauptfeldwebd Dorn. Lo que hizo fue una canallada.

– Fue a causa de un tío -añadió Porta.

– La próxima semana estaremos de guardia en Fuhlsbüttel -murmuró Steiner-. Diré que estoy enfermo. Ya estoy de acuerdo con el Feldwebel de la enfermería. Me ha costado dos cartones de cigarrillos. Sé que hay que liquidar allí a cinco.

– Esto no me incumbe -dijo Porta-. A mí me han largado un trabajo que me durará por lo menos una semana. Engrasar las ametralladoras.

– En Fuhlsbüttel recibimos un suplemento de paga -observó Hermanito, siempre práctico-. Necesito pasta. Si no nos cargamos a los cinco tipos, otros lo harán en nuestro lugar. Y cobrarán la prima.

– Me importa un comino lo que debo hacer -comentó Heide-. Se está bien en Fuhlsbüttel como Compañía de guardia.

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