REACCIÓN EN CADENA

Los gritos hicieron temblar la cantina. El choque de los vasos. Las camareras rezongaban. Olía a salchichas asadas y a cerveza. El conjunto en un ambiente lleno de humo de tabaco de mala calidad.

Un Feldwebel medio borracho miró con ojos pitañosos a un SS holandés.

– No eres guapo -aseguró-. Tienes las orejas despegadas. No me gustas.

Gritaba mucho y empleaba ese idioma elemental que la gente cándida utiliza con los extranjeros.

Los camareros trajeron jarras de cerveza.

Porta se inclinó por encima de la mesa hacia un joven soldado que llevaba la insignia plateada SD [17] sobre el cuello negro, y se echó a reír, seguro de sí mismo, como un borracho.

– Amigo, eres el trasero de un grande hombre. Un trasero asqueroso. Sobre todo, no imagines que tenemos miedo de ti. -Se sonó con los dedos-. Tengo un cuchillo. Todos lo tenemos. ¿Sabes para qué sirve?

El SD miró a Porta sin entenderle. Prudentemente, no contestó.

– ¡No tiene ni idea, maldito cretino! -Porta expresó todo su desprecio en esta última palabra-. Sirve para cortarle la lengua a los cretinos.

– Y después la metemos en una botella.

Era Hermanito el que intervenía en la conversación.

– ¡Lárgate! -exclamó Porta, obstinado-. No queremos que estés en nuestra mesa.

– ¡Yo estaba antes que vosotros! -protestó el SD.

– Lo sé -asintió Porta-. Pero ya basta por ahora. ¡Vamos, lárgate!

– De ningún modo. Tú no eres quién para darme órdenes.

Porta se levantó, cogió del suelo su sombrero amarillo y se lo colocó en la cabeza. Después, con arrogancia de oficial:

– Vamos, insignificante SD. No sé lo que se imaginará este bastardo. Y, además, le ruego que hable en tercera persona cuando se dirija a un Stabsgefreiter, sucio bastardo.

Reflexionó un momento sobre las palabras «sucio bastardo», y después, creyó oportuno utilizar otras más adecuadas.

– ¡Maldito cornudo! -exclamó.

Bebió un sorbo de cerveza, miró a Hermanito.

– Perderemos la guerra. ¿Quieres una prueba? Mira a este tipo. Ya no hay disciplina.

– Ah, bueno, así lo espero -confesó Hermanito.

– Serás ahorcado, Hermanito -dijo Porta, lacónico. Y, dirigiéndose al SD-: ¿Tienes las orejas tapadas? Te he dicho que te levantes cuando te hable. -Le puso una manga ante las narices, y prosiguió con tono amistoso-: ¿No conoces las insignias de un Stabsgefreiter de nuestro glorioso Ejército? Dos galones y un pedazo de alambre. ¡En pie, maldita sea!

– ¡No me da la gana! ¡Vete al cuerno! -vociferó el SD, completamente fuera de sus casillas.

Se levantó, apoyó las manos en la mesa y miró ferozmente a Porta.

– ¿Insubordinación? ¡Ah! -exclamó Porta, muy sorprendido-. Hermanito, por favor, redacta un parte.

– Ya sabes que no sé escribir -protestó Hermanito-. Pero utilizaré mis dos puños.

– Adelante -ordenó Porta.

Hermanito terminó de beber la cerveza, sacó del bolsillo un cigarro gigantesco y se lo metió en la boca. Barcelona le ofreció fuego.

Hermanito se levantó, se rascó el pecho, se subió los pantalones y señaló al SD con el cigarro

– Ven, pequeño. Voy a darte una azotaina.

– ¿Qué quiere usted de mí? ¡No le he hecho nada! -gritó el SD mirando, nervioso, a Hermanito.

Éste le cogió por un hombro y lo empujó suave, pero firmemente hacia la puerta.

Unos minutos más tarde, Hermanito regresó sin el SD. Cogió el vaso de Heide y lo vació.

– Lo he dejado K.O. Se ha desmayado al segundo mamporro. Me he divertido -nos confesó-. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos, Anda o Revienta?

– Entonces recibiste tú -dijo Barcelona, riendo.

– ¿Cómo? -protestó Hermanito-. Fue Anda o Revienta quien se dejó caer con el truco de la mano torcida.

– Tienes razón, camarade, pero nunca más volverá a ocurrir -añadió el legionario.

– Pero aquel día, sí -insistió Hermanito, con orgullo.

– De acuerdo.

Porta dejó ruidosamente su jarro de un litro en la mesa, y aulló con toda la fuerza de sus pulmones para hacerse oír en medio del ruido infernal de la cantina.

– ¡Eh, malas pécoras, maldita sea! Cinco dobles, la mitad de «Slibowitz», pero a toda marcha, ¡diantre!

La Gruesa Helga acudió. Formaba una masa ante Porta, con sus piernas bien separadas y sus puños firmemente apoyados en sus anchas caderas. Tenía el aire de un sargento de la peor calaña.

– ¿Dónde crees que estás? No intentes insultar a mis chicas, porque te pongo de patitas en la calle. Somos honradas camareras y estamos inscritas en el Partido. Métete esto en la cabeza. El amigo de Gertrude es SD. Se ocupará de ti de tal manera que ni siquiera tú podrás reconocerte.

Porta hizo un ademán de indiferencia.

Helga iba a echarse a gritar, pero de un empujón, Hermanito la envió al otro lado de la sala.

– Déjate de prédicas, apóstol de Adolph. Hemos pedido cerveza y no esa porquería.

– Hermanito está embalado -dijo Steiner.

Hermanito batió las palmas.

– ¡Aprisa, aprisa, malas pécoras! ¡Cuánto tiempo hay que esperar aquí? ¿Estamos o no estamos en una cervecería?

La Gruesa Helga echaba lumbre. Inició una furiosa discusión con la alta y delgada Gerda, apodada la Escoba. Ésta hacía ademanes enérgicos, sin entender nada del torrente de palabras que profería Helga. Se rascó un muslo, tocó su delantal, mezcló cinco jarras de «Slibowitz» y de cerveza.

– Ahora eres razonable -dijo Porta, con una ancha sonrisa, cuando la Escoba trajo la cerveza.

– No careces de posibilidades -prosiguió Hermanito-. Pero estás demasiado delgada. Eres el vivo testimonio del estado de guerra en el Tercer Reich. Pero no importa, si me das tres pedazos de tocino, acepto ocuparme de ti.

La Escoba lanzó una blasfemia y golpeó con una bandeja la cabeza de Hermanito.

– ¡Cerdo; -fue el único comentario de la Escoba.

Blom, que nos había abandonado un momento antes, reapareció procedente de la oficina del Estado Mayor. Estaba rebajado de servicio al aire libre. Una enorme venda le rodeaba el cuello; le había alcanzado una granada cuando intentaba salvar la olla de la bebida. Ocurrió el último día, en las montañas. La venda le obligaba a mantener la cabeza en una posición muy rígida. Hubiera podido quedarse en la enfermería, pero prefirió largarse. Había estado a punto de ser sometido a un Consejo de Guerra, pero el coronel Hinka había conseguido librarle. Los tipos de la Gestapo que creían tenerle ya en su poder, quedaron muy decepcionados cuando tuvieron que marcharse sin él.

Porta había escupido en su dirección, y había dicho entre dientes:

– Cuando nuestros amigos hayan ganado la guerra, estrangularemos a todos esos cerdos.

Los gendarmes militares se habían detenido un momento, no porque oyeran lo que Porta decía, sino porque había escupido.

– ¡Has escupido! -gritó el Feldwebel, disponiéndose a bajar del vehículo.

– ¿Está prohibido?

– No, pero todo depende de cómo y sobre qué se escupa.

– El reglamento no habla de escupir. Se puede escupir donde se quiera. Y yo siempre lo hago así.

Y escupió junto a los pies del Feldwebel.

– Y cuando me sueno, lo hago así…

Se sonó, arreglándoselas para que los mocos cayeran sobre las botas del otro.

El Feldwebel se precipitó sobre él, enarbolando una pesada cachiporra.

– Me parece que deseas hacernos una visita, ¿eh?

Porta se encogió de hombros. Hermanito había sacado a medias su enorme cigarro del bolsillo.

No se sabe qué hubiera podido ocurrir si no llegan a comparecer el teniente Ohlsen y el ayudante, quienes, en un santiamén, despidieron a los gendarmes militares.

Barcelona fue destinado al servicio interior. En la lista figuraba como ordenanza de oficina, pero donde más se le veía era en la cantina o en la armería. Se alegraba de estar de nuevo en la Compañía. En el hospital nunca se estaba seguro. Podían hacerle a uno lo que les pareciera. Y tampoco se sabía nunca adonde se le destinaría una vez dado de alta.

Recién llegado a un grupo al que no se conoce significa prácticamente la muerte. Los trabajos más peligrosos correspondían siempre al nuevo: las minas y los alambres eléctricos. En la Compañía se estaba entre amigos. Uno se sentía seguro.

– Esta noche estamos de guardia -explicó Barcelona-. Inspección en el cuartel a las 19 horas.

– ¿A quién guardaremos? -preguntó Porta-. Si por lo menos fuese un burdel.

– No te hagas ilusiones -contestó riendo Barcelona-. Es en la plaza Karl Muck.

– ¡Diantre! ¡Custodiar a la Gestapo! -exclamó, extrañado, Steiner.

Barcelona dejó la orden ante el Viejo, quien la leyó con indiferencia:


-Segunda sección, 5.ª Compañía, se presentará como guardia en la SHA [18], plaza Karl Muck, Hamburgo; comandante de la guardia: Feldwebel Willie Meter. Segundo: Feldwebel Peter Blom.


– Si esto sigue así, pronto nos convertirán en SS -comentó Heide.

– No es exactamente la clase de trabajo que me gusta -dijo Stege-. No podían darnos nada peor.

– ¿Tú crees? -preguntó Barcelona-. La 4.ª Sección aún ha salido peor librada. Será el comando de ejecución para la Wehrmatch en Fuhlsbüttel.

– Tal vez podamos ganar algunas perras. -El rostro de Hermanito se iluminó-. Cuando se libera a alguien suelta la pasta con más facilidad.

– Supongo que no serás capaz de sacar dinero a la gente en apuros -le reprochó Stege.

– ¿Por qué no? En esos casos, se puede agradecer los servicios de un buen camarada -dijo Hermanito.

– Es evidente -dijo Porta, convencido-. Pero es arriesgado.

– Hemos bebido demasiada cerveza -dijo Heide, sin transición.

Y contó los cartoncillos.

– Y tú lo pagas todo -decidió Hermanito con un tono que no admitía réplica-. Sé que tienes dinero en el reverso de tus botas.

– ¿Cómo lo sabes? -confesó Heide, atónito.

– Te lo explicaré, Julius. El otro día necesitaba pasta. Y buscando, miré también entre tus botas. Tu armario está mal cerrado.

Heide se quitó nerviosamente una de sus botas, sacó un fajo de billetes que había entre el cuero y el forro; contó el dinero.

– ¡Me has robado! Faltan cien marcos.

– ¿Sí? ¡Eso no está bien!

– Tú los has robado -acusó Heide.

– ¿Quién dice eso?

– No puedes negarlo -vociferó Heide, fuera de sí.

– ¿Quién va a impedírmelo? La ley es bien clara; no basta con creer y pensar, se necesitan pruebas.

– Te denunciaré -amenazó Heide-. Robo en perjuicio de un suboficial. Puede costarte caro, Hermanito. Irás directamente a Torgau. ¡Menuda risa!

– No harás nada -dijo Hermanito, categóricamente-. Si me hechas en brazos de la GFP, tal vez se me ocurra la excelente idea de colaborar. Cuando hubiera terminado, tu caso llenaría varias carpetas.

– ¡Soplón! -exclamó Heide, asqueado.

Hermanito, riendo, replicó:

– En tal caso, somos colegas.

– ¿Y si compráramos y nos llevásemos una o dos botellas de cerveza? -propuso Porta-. La Escoba prepararía la mezcla. Las pondríamos en el refugio abandonado. Los cazadores han estado de guardia los dos últimos meses. Parece que es un escondrijo formidable. Ni un solo jefe baja a la cueva donde está el Cuerpo de Guardia.

– ¿A la cueva? -preguntó Steiner-. Pero también están los calabozos.

– Sí, pero sólo calabozos de paso -explicó Porta-. Sacan a los prisioneros al día siguiente de ingresar. Los que aún no han terminado con la Gestapo son llevados a la parte alta del edificio, al desván.

Heide, que había renunciado a recuperar sus cien marcos, intervino en la conversación.

– Podríamos esconder las botellas en la pata hueca del caballo del emperador.

– Esta idea es mía -aseguró triunfalmente Hermanito-. Siempre descubro escondrijos imposibles.

– Sí, ya lo hemos notado -dijo Heide con sequedad, pasándose una mano por la bota.

– Compremos seis botellas -propuso Hermanito-. Es lo que cabe en la pata del caballo. -Vociferó en dirección a la Escoba-: ¡«Dortmunder», así! -Indicaba la cantidad con los dedos-. El resto, «Slibowitz».

– Oui, camarade -dijo el legionario.

– No hay que sacudirla, cretina -exclamó Hermanito irritado, arrancando la botella de las manos de la Escoba.

– Con calma -aconsejó la Escoba.

– Cállate, desgraciada, o te pegaré un mamporro. Sacudir nuestra cerveza… Hay que verterla muy suavemente. Así.

– ¿Por qué? -preguntó tontamente la Escoba.

– No lo sé -repuso Hermanito-, pero así es.

La Escoba trajo otras dos botellas y cogió silenciosamente el dinero. Comprobó con cuidado cada billete, para asegurarse de que no eran falsos.

Los hizo desaparecer en el monedero que llevaba sujeto a la cintura, bajo el delantal. Sin una palabra, se volvió y se encaminó hacia el bufete. A medio camino, una blasfemia de Porta la inmovilizó.

– ¡Que las llamas del infierno te devoren! ¿Qué has hecho con el jengibre?

Y levantó las botellas.

– Lo he olvidado -murmuró la Escoba.

– ¿Olvidado? Y te atreves a confesarlo. Puedes olvidar todo lo que quieras, incluso tu pesario, pero el jengibre…

– Ya está bien -gruñó de nuevo la Escoba echando en la mesa una bolsa de jengibre.

– ¿Crees que esto es un autoservicio? -preguntó Porta, devolviéndole la bolsa.

– ¡Oh, vete al cuerno! -gritó ella. Pero, a pesar de todo, empezó a llenar las botellas-. ¡Ojalá hubiese sido arsénico! -exclamó antes de retirarse.

Steiner salió de los lavabos.

– ¡Qué bueno es cuando se tiene ganas! Creía que estaba en el noveno mes y que iba a parir un barril de cerveza.

Cogió su jarra semillena y la vació de varios sorbos. Su nuez se movía como un huevo que baila en el agua hirviente. Eructó vigorosamente y, dejando con estrépito la jarra, se limpio groseramente los labios con una manga. Después, lamió lo que quedaba.

– Estaba bueno -dijo.

– ¿Qué estaba bueno? -preguntó Porta, repentinamente belicoso. Provocativo, se había instalado de modo que ocupaba todo el espacio libre-. Cuéntanos eso que encuentras tan bueno.

– Orinar.

– ¿Por qué?

Steiner se quedó’ boquiabierto. Buscaba las palabras. Se rascó la punta de la nariz.

– Pues, es evidente. Es bueno porque se tienen ganas. -Sonrió con orgullo-. Eso es.

– Eso no está bien. ¿Tienes telarañas en la sesera? -preguntó Porta-. ¿Acaso lo haces cuando no tienes ganas?

Heide se inclinó sobre la mesa, sonriendo malévolo.

– Explícanos cómo resulta cuando no se tiene ganas.

Todos lanzamos una carcajada.

– ¡Qué cretino! -vociferó Porta, señalando a Steiner-. Quiere hacernos creer que va al urinario sin tener ganas.

Steiner se puso nervioso. Enseñó su puño a Porta.

– ¡Maldito pelirrojo! ¿Quieres que te dé en el hocico?

– Oh, como te plazca -replicó Porta, riendo.

Furioso, Steiner le lanzó un puñetazo. Porta se agachó rápidamente.

– Señor, hubieses podido tocarme. La violencia es cosa muy grave.

Steiner estaba fuera de sí. Agitaba sus brazos como aspas de molino, pero Porta evitaba los terribles golpes.

Steiner echaba fuego. Cogió una jarra y se la arrojó a Porta. El recipiente se hizo añicos contra la pared.

La Escoba acudió con una cachiporra en la mano.

– ¿Quién ha tirado la jarra? -vociferó, histérica.

Diez hombres señalaron con entusiasmo a Steiner.

La Escoba le propinó un golpe violento en los hombros. Él aulló como un salvaje, pero antes de que hubiera podido reaccionar, la Escoba le golpeó en el rostro.

Steiner se olvidó de Porta. Saltó en pos de la Escoba, que había emprendido la huida, chillando. Steiner la alcanzó junto a la puerta. La sujetó y empezó a golpearle la cabeza contra el marco de la misma. Ella lanzaba unos gemidos capaces de destrozar el alma, y forcejeaba como una leona.

La Gruesa Helga se precipitó como un tanque, con una botella de champaña llena en cada mano.

Steiner no vio acercarse aquel peligroso ataque de flanco. Helga apuntó con cuidado. Un segundo después, la primera botella se hizo añicos contra la nuca de Steiner. La sangre y el champaña fluyeron a oleadas.

– ¡Asesino! -chilló Helga, al tiempo que le propinaba un puntapié en el bajo vientre.

Al mismo tiempo, la segunda botella de champaña aterrizó en la nuca de Steiner.

Éste se derrumbó.

La Escoba estaba lanzada. Cogió los restos de la botella rota y se disponía a lanzarlos contra el rostro del inconsciente Steiner, pero la Gruesa Helga reaccionó y la desarmó con una rapidez sorprendente en una mujer tan voluminosa.

– ¡Mataré a este puerco! -aulló la Escoba-. Gertrude hablará de él a su amigo SD. Quiero verlo ahorcado.

Gertrude se acercó con una caja de cerveza. Gertrude siempre olía a cerveza. Tenía el cabello lacio y un grano perenne en la nariz.

– Gertrude, encuentra algo para tu Jules SD -gritó la Escoba -. Alguna granujada respecto a este tipo.

Y dio unos furiosos puntapiés a Steiner que seguía inconsciente y ensangrentado.

– A la bonne heure -contestó Gertrude en francés.

No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquellas palabras, pero le gustaba su sonido. Había aprendido esta expresión de un marino francés, de quien fue novia durante ocho días que el barco de éste permaneció en Hamburgo. Si se quería obtener algo de Gertrude, bastaba con preguntarle admirablemente: «¿Hablas francés?» Entonces, Gertrude se abandonaba y contaba una larga historia, sobre una familia rica que se había arruinado, y sobre una larga estancia en un pensionado francés. La situación geográfica de dicho pensionado no estaba muy clara, pero bastaba con escuchar con interés y admiración para obtener cuanto se quisiera de la chica.

Porta y Hermanito habían hecho la experiencia. Habían bebido y comido toda una velada a expensas de ella. Es cierto que la cosa le había costado un buen chichón a Hermanito. Al regresar al cuartel, había querido enseñar a Porta cómo hay que echarse de bruces reglamentariamente en la Infantería, y, en especial, en el 14.° Regimiento, en el que Hermanito empezó su carrera militar, mucho tiempo atrás. Se había dejado caer con estrépito y golpeado la cabeza contra una voluminosa piedra. La sangre manaba de una herida en medio de la frente.

Entonces, cogidos del brazo y cantando a voz en grito:


Soldaten sind keine Akrobaten


se habían dirigido a la enfermería, donde Hermanito fue hospitalizado.

Hermanito se levantó y le gritó a la Escoba:

– Si me pagas dos o tres cervezas, pegaré unos puntapiés en el trasero a Steiner, y después, le aplastaré los hocicos a patadas.

El pequeño legionario se interpuso rápidamente.

– No, no, mon ami. Ya basta. ¿No querrás matarle?

– No me disgustaría demasiado -dijo Hermanito-. ¡Lástima que sea tan difícil deshacerse de un cadáver! Aquí, en Hamburgo, sólo se tiene la gran bañera.

– Antes de llegar al puerto con un cadáver bajo el brazo, la Kripo [19] te habrá echado el guante -observó Blom.

– Es lástima que esta noche estemos de guardia. Preferiría irme a dar una vuelta por el «Matou» para ver a la chica del vestido verde -nos confesó Heide sin transición-. El sábado pasado le ofrecí cinco billetes para que se viniera conmigo, pero no quiso.

– ¿Tan cara es? -preguntó Barcelona-. ¿Cuánto te pidió?

– Bernhard el Empapado afirma que por cinco mil fue a casa de «la verde» toda la noche y buena parte del día siguiente -dijo Porta.

– Yo también lo he oído decir -gritó Steiner, incorporándose ensangrentado-. Bernhard el Empapado estaba hecho migas.

– Le vi regresar vacilante a «Las tres liebres» -dijo Barcelona-. Se bebió cuatro ginebras una tras de otra, y después echó a dos rameras que estaban en la barra. Como alguien protestara, el Empapado declaró que durante tres meses no soportaría la vista de una gachí. Andaba como si «la verde» le hubiera dado un baño de vinagre.

– Es fantástico lo que se puede conseguir con dinero en estos tiempos -dijo Porta-. Esto me recuerda mi experiencia como prostituto.

Absorto en sus recuerdos, rompió un huevo de gaviota dentro de su «Slibowitz» y removió enérgicamente el líquido con su bayoneta.

– ¿Es bueno? -preguntó Julius Heide.

– Repugnante -replicó Porta.

Y lamió la bayoneta.

– Cuéntanos la historia de la chica a quien le ofreciste casarte con ella -pidió el Viejo, fumando su pipa. Consultó su reloj-. Todavía tenemos tiempo de ir a la inspección.

Se sentó cómodamente, con los pies encima de la mesa.

Todo el mundo siguió su ejemplo, riéndose por anticipado las historias de Porta. Una mezcla maravillosa de mentiras y de verdad.

– Fue poco antes de empezar nuestra guerra -empezó a decir Porta-. Por aquel entonces, yo estaba en el 11.° Regimiento de Blindados, en Pederborn, pequeña ciudad aburrida y puritana. Si uno quería divertirse, tenía que ir de conquista a la catedral, el domingo por la mañana. A mí no me entusiasmaba demasiado esta guerra. Me gustaba la vida tranquila de la guarnición. Me veía emprendiendo la marcha hacia los obuses, las balas, la abstinencia, el hambre, la sed, y las victorias amargas. Esto no es para ti, Joseph Porta, me decía. E inmediatamente caí enfermo de gravedad

El Viejo se rió en silencio.

– Nunca lo olvidaré. Por lo menos habías intentado treinta trucos distintos para provocar una enfermedad, pero sin resultado. Al contrario, cada vez estaba mejor.

»-Sí, me enfurecí tanto que después ni siquiera los obuses han podido afectarme -explicó Porta. Se lamía los dedos para limpiárselos de los últimos restos del huevo de gaviota-. Pero de todos modos conseguí ingresar en la enfermería de la guarnición.

– Sí, estaba en el claustro, detrás de la catedral -rebuznó Hermanito-. Yo también fui cuando se me hinchó un dedo del pie. Recorrí a pie los dos kilómetros que había desde el cuartel, con una sola bota. Después, me encontré con el Feldwebel Meyer. ¡Que el diablo se me lleve! Me hizo trepar cuatro veces por la pared contigua a la panadería, y a tal velocidad que casi me olvidaba de lo que me dolía el pie.

– Pero, ¿por qué lo hizo? -preguntó Stege.

– No conseguí explicar lo bastante aprisa qué me ocurría. Empezó a mugir desde el otro lado de la calle, donde estaba con Gerda, la hija del carnicero.

»El Feldwebel Meyer estaba furioso.

»-¡Creutzfeldt! -vociferó-. ¿Ha inventado un nuevo uniforme del Ejército, puesto que lleva una bota en la mano? Y tampoco me ha saludado. ¿Ha olvidado que hay que meter la zarpa en la parte superior del cuerpo cada vez que se tiene la menor sospecha de que un Feldwebel está dentro de un radio de cien metros?

»-Mi Feldwebel -le dije-, no puedo saludar porque tengo una caña en una mano y una bota en la otra.

»Meyer estalló.

»-¡Bastardo! -vociferó-. ¡Tira ahora mismo esa caña y esa bota! Saluda al pasar…

»Me deshice de la bota y de la caña. No sentía deseos de que me enchiqueraran por insubordinación. Después, retrocedí nueve pasos y, cojeando ante mi Feldwebel, saludé de manera reglamentaria. Pero, él no estaba satisfecho. Tuve que repetir la operación otras diez veces. Me miraba con sus ojos de merluza. Le expliqué que mi dedo del pie se hinchaba y estaba ennegrecido. Lo examinó y me prohibió que lo sostuviera en el aire. Tenía que cuadrarme correctamente. Intenté hacerle comprender que me era imposible mantener en posición horizontal aquel maldito dedo del pie. Se mostró grosero y afirmó que lo que yo necesitaba era ejercicio.

»-Ataque de blindados por la izquierda -ordenó-. Protegerse tras la pared.

»Y yo entré en acción. Una orden es una orden. Apenas hube franqueado la pared de tres metros y medio y me había tendido en el otro lado, cuando Meyer empezó a echarme de menos.

»-Ataque de blindados por la derecha.

»Y yo, vuelta a saltar la pared. Para que no me aburriera, mi Feldwebel imaginaba que me atacaba una escuadrilla de aviones. Tenía que atravesar la calle, saltar por encima de la pared… De esta manera, se estuvieron burlando de mí media hora larga, él y Gerda. Durante aquel tiempo tuve que sufrir el ataque de todas las armas enemigas. ¡Lo que llegué a sudar! Luego, otra vez cuadrado ante él.

»-El dedo del pie, horizontal -ordenó.

»-Imposible, mi Feldwebel -repliqué.

»Y era verdad.

»Se me acercó mucho.

»-Por última vez, Creutzfeldt. Apoye ese dedo del pie en el asfalto.

»Yo me esforzaba, pero el dedo seguía apuntando hacia arriba. Como si se burlara de Meyer. Entonces, el Feldwebel hizo algo que no estaba bien. Plantó su tacón sobre mi dedo. Lancé un berrido espantoso. Él se hecho a reír:

»-¡Pobre diablo! Desaparece de mi vista.

»No podéis imaginar el daño que me hizo. Me dolió hasta en las raíces del cabello. Seguí hacia la enfermería y me hospitalizaron.

Volviéndose hacia Porta, Hermanito añadió:

– ¿Tú también conociste al médico jefe de la pierna de madera, el comandante médico Brettschneider? Un duro de verdad. Un día me envió ochenta y una veces debajo de la cama, porque había escondido un salchichón entre las sábanas.

– Sí, gracias -dijo Porta, riendo-. Tuve ese honor. El primer día entró en mi sala con todo su séquito. Me miró y carraspeó ante mi rostro, mientras yo permanecía muy rígido en mi cama, al estilo militar. Conseguí murmurar: «Joseph Porta, Gefreiter en el 11.° Regimiento de Húsares; a sus órdenes, señor comandante. Estoy paralizado y, por desdicha, incapaz de ir a la guerra.»

»Le di la impresión de que tenía la peste. El muy bruto se lamía ya los belfos. Yo esperaba un enorme gruñido. En cambio, el monstruo empezó a hablar en un tono tan dulce y comprensivo que me dio miedo de veras.

»-¿Es cierto? El soldado está paralizado. ¡Qué lástima!

»-Sí, señor comandante, es una lata -repuse, fingiendo que me costaba mucho hablar.

»Él se rió malignamente.

»-¡Qué pena, soldadito! Paralizado, precisamente cuando el regimiento se va a la guerra, a aplastar a los enemigos del Reich.

»-Señor comandante, es una lástima muy grande -repetía yo, más tieso que nunca.

»Apartó las sábanas, a fin de que todas las enfermeras pudieran admirar el espectáculo. Me clavó una aguja en diversos puntos. ¡Y que no se andaba con chiquitas, el muy cerdo! Pero yo resistía. No se me escapaba ni un suspiro. Era como si pinchara un pedazo de madera. Cuando estuvo harto, se volvió hacía sus admiradores.

»-Ya ven a este soldadito. Comprende que ha pescado una parálisis en un momento muy inoportuno.

»Yo miraba el techo de manera reglamentaria: las manos pegadas al cuerpo, los pies separados formando un ángulo de cuarenta grados. Con los militares, hay que tener orden. Es normal. De lo contrario, cualquier Ejército se convierte en un burdel.

– Ha sido muy amable, soldadito -dijo sonriendo- al venir a nuestra casa con su parálisis. No tema. Le curaremos. Sé lo que es. Le ha acometido de repente, ¿verdad? Exactamente al estallar la guerra. La víspera, cuando la paz reinaba aún en la tierra, saltaba usted como un conejito. ¿No es cierto, soldado?

»Se frotaba detrás de la oreja y me contemplaba con los ojos entornados.

»-En efecto, así es, señor comandante.

»-Sé bien de qué se trata, soldadito, pero de todos modos, explíquenos cómo le ha ocurrido. Este caso es muy interesante.

»”¡Ah! -me decía yo-. Es fácil engañar a este carnicero.”

»-Pues, verá, señor comandante. Me ha ocurrido cuando el Haupfeldwebel Edel ha ordenado alinearnos para la distribución de municiones. Me he quedado frío, helado, y me he dicho: Porta, maldita sea, ¿qué te ocurre? El cuartel daba vueltas como un tiovivo. Apenas he llegado a la escalera de la armería, cuando me ha acometido la parálisis. He llorado de decepción al no poder esperar ya una muerte heroica. El señor y la señora Porta, de Berlín, se hubieran sentido orgullosos. Habrían podido explicar a todos sus amigos y vecinos: «Nuestro hijo ha caído como un héroe.» Mientras que ahora tienen a un poblé paralizado, inmóvil en la cama para el resto de la guerra. -Conseguí derramar una lágrima, y proseguí con voz temblorosa:- ¡Estaba tan contento de hacer la guerra, señor comandante! Algún día, todo el mundo me señalará con el dedo porque no tendré ninguna medalla. El Gefreiter Porta se permite preguntarle humildemente si no hay algún sistema para que un paralizado pueda servir al Führer, a su pueblo y a su patria en tiempo de guerra.

»El matarife decía que sí y me apretaba ligeramente el vientre. Después, se disparó. Sin avisar, me pegó en la rodilla con un martillo; en el acto, mis pies salieron volando y le alcanzaron en el rostro, rompiéndole las gafas. Sin ningún miramiento hacia las damas presentes, vociferó:

»-Pegas patadas, cochino simulador. -Se acarició la nariz y escupió, furioso. De repente, se detuvo, me miró con ojos acusadores:- ¿No tienes apetito?

»Yo me decía: «Señor, ¿cómo lo sabrá?» Precisamente estaba pensando en los salchichones que había escondido debajo de las sábanas.

»Me puso un aparato en la oreja y examinó el interior durante mucho rato. Tal vez comprobara si estaba chiflado. Después, me estiró los párpados. «Tal vez sea daltoniano», pensé. De modo que mugí:

»-Tengo los ojos azules, señor comandante.

»-¡Cállate -gruñó-.Te he preguntado si tenías hambre.

«Ahora sí que estás bien arreglado, mi querido Porta -me dije-. Me ordena que me calle y, al mismo tiempo, me hace una pregunta.»

»¿Qué hacer? Me auscultó el corazón, me pidió que abriera la boca para examinarme las amígdalas. Tenía un pedo enorme que quería salir, pero no me atreví a soltarlo.

»-¡Hambre! -aulló-, ¿Tienes o no tienes hambre?

»-No tengo hambre, señor comandante.

»No era cierto; hubiese sido capaz de merendarme una vaca.

»-Pues nos ahorraremos comida -dijo. Sonrió satisfecho-. ¿Y sueño tampoco?

»-No, señor comandante.

»El bruto entreabrió los labios y mostró unos dientes de lobo.

»-¡Qué enfermedad más terrible tienes! Casi me asusta. Tal vez sería mejor aislarte. La prisión militar te iría muy bien. Pero esperemos unos días. Somos muy listos y conocemos muchas enfermedades curiosas. Enfermedades horribles que siempre se inician al principio de una guerra. No te preocupes, soldadito. Estamos preparados y lo único que tú deseas es curarte para portarte como un verdadero héroe.

»-Me alegraría mucho, señor comandante, si me pudiera volver valiente.

»El monstruo meneó la cabeza y frotó enérgicamente sus gafas.

»-Intenta levantarte de la cama, soldadito. Tal vez la parálisis haya desaparecido ya.

»-Me es imposible, señor comandante.

«Ordenó a las asistentas que me ayudaran a levantarme de la cama; pero apenas me hubieron puesto en pie cuando volvía a derrumbarme. Ellas hacían cuanto podían, pero yo resistía: estaba en juego mi vida. «Hay que aguantar, Porta -me decía-. La guerra terminará pronto.» Era evidente que el maldito bruto tenía ganas de darme patadas.

»Entre cuatro asistentas consiguieron acostarme.

»-¡Mala suerte! -comentó el doctor-. ¡Qué enfermedad más tenaz! Pero la curaremos. Hemos visto otras peores. Empezaremos con un tratamiento suave. Lavativas tres veces al día. Al mismo tiempo, se le suministrarán vomitivos. Régimen muy severo. Cada dos días, una cura de quinina, pero radical, por favor. Nuestro soldadito está muy grave y querría curarse en seguida a fin de poder luchar por su Führer, su pueblo y su patria. Verle en ese estado destroza el corazón.

»El muy hipócrita se inclinó sobre mi cara y me palmoteo una mejilla.

»-Confíe en nosotros, soldadito. Vamos a sacarle de aquí en un tiempo récord. Pronto podrá ir al frente y cubrirse de gloria.

»-¿De verdad es posible curarme? – conseguí suspirar.

»Dijo que sí con una ancha sonrisa. Le cogí una mano y se la lamí como un tigre hambriento que ha encontrado unas gotas de sangre.

»-Dios se lo pagará, señor comandante.

»Me miró un instante con expresión muy extraña, y después se marchó casi corriendo, seguido por todo su séquito.

»Me curaron en once días. ¡Que el diablo se les lleve! Estaba tan curado que regresé al cuartel marcando el paso de la oca, escoltado por tres Sanitatsfeldwebel. Gocé de la compañía de cuatro aspirantes a héroe más que eran cuidados, respectivamente, por reumatismo, nefritis, imbecilidad crónica y amnesia. Al último le curaron de un modo tan radical que recordaba tolos los detalles de la vida de su tatarabuela.

Todos convinimos en que la medicina había hecho progresos enormes.

– En el regimiento nos las hacían pasar de todos los colores -prosiguió Porta-. Hasta el punto de que el nefrítico consideró que la única manera de librarse de su enfermedad era meterse en la boca el cañón de un fusil y apretar el gatillo con el pie. La mitad de sus sesos quedó pegada en el techo.

»El suboficial Gerner intentaba hacernos recobrar la serenidad mediante una buena canción militar. En cuclillas, sosteniendo una silla con los brazos extendidos, cantábamos:


Soy un hombre libre y orgulloso de ser húsar.

Todas las mujeres me aman.

Nuestro estandarte es el símbolo de la libertad.

Ola-hi, Ola-ho.


»Gerner, en pie sobre la mesa, llevaba el compás con su bastón de mando, amenazándonos con la reclusión a perpetuidad.

»Gerner había inventado un sistema de limpiar el polvo. Ordenaba a un soldado que se encaramara a un armario sobre el que tenía que dar vueltas, apoyando en el vientre. Si después todavía quedaba polvo, los otros debían agarrar por las manos y los pies al limpiador y arrastrarlo por toda la superficie. El suelo era barrido de la misma manera. La mitad de los hombres se echaban de bruces. La otra mitad tiraba de ellos por los pies. Gerner, en pie sobre la mesa, vociferaba:

»-¡Comando de barrido! ¡De frente, marchen!

»Caminábamos al paso de la oca hasta llegar a la pared de enfrente, y, a la orden de Gerner, dábamos media vuelta.

»-¡Media vuelta a la derecha! Si un aspirador ve un gramo de polvo, que lo lama.

»-¿Os acordáis de Schnitius? -preguntó Porta, riendo-. ¿Al que le amputaron los pies? Un día, se olvidó de vaciar un cenicero. Lo descubrió un segundo antes de que Gerner inspeccionara la sala. Escondió el cenicero, lleno, a toda velocidad, debajo de una almohada; pero Gerner debía de ser un extralúcido. Tenía una manera especial de mirar al responsable de la sala. Schnitius se quedaba siempre mudo de terror. Gerner debía arrancarle el informe con sacacorchos. Pero, aquella vez, apenas hubo dicho «La sala limpia y aireada», cuando Gerner lanzó uno de sus célebres aullidos y empezó a levantar las almohadas.

»Al ver el cenicero lleno, gritó a Schnitius, cuyo rostro se había vuelto verde:

»-¿Eres tú quien ha escondido esta mierda aquí?

»-Sí, Herr Unteroffzier -tartamudeó Schnitius.

»Gener sacó su pistola y la amartilló.

»-Merecerías que te matara; pero soy bueno. Si haces desaparecer inmediatamente esta porquería, te perdono por esta vez.

»-¿Cómo, Herr Unteroffzier?

»-Trágatela – ordenó Gerner.

»Schnitius se tragó el montón y lamió el cenicero hasta que quedó brillante. Poco después, se sintió mal y tuvo ganas de vomitar. Llegaba ante la puerta de las letrinas cuando se le escapó. Gerner, sentado en el interior, le oyó.

»-¿Qué es eso? -vociferó.

»Schnitius dio un respingo y gritó, encarado hacia la puerta:

»-El Panzerschütze Schnitius comunica que ha vomitado, Herr Unteroffzier.

»-¡Lámelo! -ordenó Gerner, secamente.

«Schnitius estaba en plena actividad cuando fue interrumpido por nuestro jefe de Compañía.

– ¿Quién era vuestro jefe? -preguntó Heide.

– El teniente Henning.

– Un hombre estupendo -observó Barcelona-. Lo tuve como jefe de sección. No toleraba las marrullerías. ¿Qué le hizo a Gerner?

»-¡Válgame el cielo! -prosiguió Porta-. ¡Menudo jaleo! -Henning hizo acudir a Schnitius a su despacho y éste cometió la estupidez de explicárselo todo, por lo que al día siguiente Gerner recibió una buena reprimenda. Primero, de Henning; después, del Hauptfelwebel Edel. Edel pronunció un discurso ante los suboficiales; nosotros le oímos chillar: «Me importa un bledo que mis oficiales aplasten los morros a los reclutas. Pero no quiero quejas. No tengo tiempo para eso. Gerner, has causado molestias a toda la Compañía. Diez días al calabozo. Yo mismo he hablado con el guardián, el Stabsfeldwebel Kraus, quien me ha prometido darte tantas patadas en el trasero que tendrás almorranas hasta en las amígdalas.»

»Pero antes de terminar su discurso, Edel hizo salir a Schnitius y, dando vueltas a su alrededor, se dirigió a los suboficiales reunidos:

»-Mirad bien este montón de basura. Se ha pasado la noche contándole historias al jefe. Tenemos el deber, señores, de enseñarle a amar la verdad. Ha tenido malos padres. Hay que reeducarlo.

»-Schnitius había metido la pata hasta el corvejón -prosiguió Porta-. Hubiese debido decir a Henning que si se comía su vomitona era para bromear. Y la cosa hubiera terminado allí. Ahora, teníamos a todos los Feldwebels y a los demás suboficiales de uñas con nosotros. Yo salí bastante bien librado. Procuré que me metieran en el calabozo hasta que las aguas volvieran a su cauce.

– Ibas a hablarnos de una propuesta de matrimonio -le interrumpió el Viejo.

– ¡Caramba, es verdad! Bueno, allá va. Me había encaprichado de una de las gachís que andaban siempre tras el comandante Meyer. Cuando salí de la jaula, le envié una tarjeta. Primero, compré una en la cantina. Ya sabéis una verdadera tarjeta militar que representaba a un Feldwebel del 96 que estaba estrangulando a un dragón polaco. Encima, escrito con grandes letras, decía: «Venganza.» Nada más. Al enviarle la tarjeta me dije que a lo mejor la beldad no lo entendería. Así, pues, le envié otra ante la que no había la menor duda.

– ¿Qué dibujo había? -preguntó Steiner.

– ¡Caramba, qué hermoso era! -explicó Porta-. Representaba a un aviador y a una muchacha sentados en un banco. La mano del héroe volador reposaba en la cadera de ella, que le miraba dulcemente. Escribí unas palabras bien escogidas: «Mi graciosa y noble señorita.»

– ¿Era noble? -preguntó Heide, sorprendido.

– ¡Qué va! -replicó Porta, riendo-. Pero siempre es conveniente hacerles creer que se las considera nobles. Después, decía: «Perdóneme la libertad que me tomo al enviarle estas palabritas desde este cuartel mierdoso.» Sin embargo, «mierdoso» no me pareció demasiado adecuado. Lo cambié por «prusiano». Terminé solicitando una entrevista, con preferencia en un diván con iluminación sonrosada.

– ¿Te la cargaste? -preguntó Hermanito.

Le brillaban los ojos con una expresión obscena.

– ¡Guárdate tus vulgaridades! En esos ambiente no se habla así. Después de un intercambio de cartas, como se dice en el Ministerio de Justicia cuando rehúsan un recurso de indulto, se decidió a verme. Incluso me envió un mensajero, un suboficial que sólo había tratado con ganado. Tuvo la desvergüenza de reclamarme dos marcos para una cerveza y un «Slibowitz», después de haberme entregado el mensaje. «¡Mis dos puños en tu hocico!», le ofrecí, mientras me alejaba.

»Pero él se quedó plantado, gritando obscenidades. En aquel momento pasó un viejo compañero mío, el Feldwebel Skoday, que aquel día era UvD [20]. Le rogué respetuosamente que enseñara a aquel tipo los principios del respeto a que tiene derecho un Gefreiter de mi categoría. El Feldwebel Skoday era el mayor cerdo de toda la Wehrmacht. Todo el mundo lo sabía. Se veía de lejos. Tenía una manera de situarse ante la Compañía, con las manos en las caderas, las piernas bien separadas y la gorra ladeada, echada hacia un ojo, ¿entendéis? Miraba un poco a cada hombre. Después, saludaba cortésmente:

»-Buenos días, pandilla de cretinos.

»-La Compañía contestaba a coro:

»-Buenos días, Herr Feldwebel.

»Luego, Skoday pasaba de soldado en soldado:

»-¿Estarás vivo esta noche?

»-Usted lo decidirá, Herr Feldwebel -contestaban los reclutas.

»-¡Firmes! ¡Armas al hombro! -ordenaba después.

»Pero antes de ordenar media vuelta a la izquierda, pronunciaba este amable discursito.

»-No os imaginéis que estáis aquí para divertiros, pandilla de gandules. Esta noche, en la cantina, os pagaré toda la cerveza que podáis beber. Pero con una condición: que la compañía esté completa cuando regresemos del terreno de ejercicios. Nada de muertos. Nada de enfermos.

»Skoday sabía que esto era imposible.

»Nada le es tan fácil a un suboficial como Skoday, como hacer que uno de sus subordinados se rompa el tobillo; y los reclutas lo sabían. Era algo que nunca fallaba. Al cabo de una hora, caían ya los primeros. Después, pasaban por las manos de Gerner y de Richardt. Mientras los individuos no caían en estado de coma, los accidentes no contaban para Skoday. No necesitaba ni un cuarto de hora para obtener este resultado. Aunque conmigo no le era tan fácil.

– ¿Por qué? -preguntó Hermanito, sorprendido.

Porta guiñó un ojo.

– La única manera de defenderse de tipos como Skoday es hurgar en su pasado. Un día que estábamos juntos ante una jarra de cerveza, le di a entender que sabía bastantes cosas acerca de él, desde el amanecer de su existencia. Naturalmente, Skoday empezó a chillar que no era cierto y que no podía demostrar nada.

»-Bueno, mejor -contesté-. En este caso, no te importa. En el próximo ejercicio intenta hacerme pasar un mal rato. Ya veremos lo que ocurrirá. Entendido, ¿eh? Cuando quieras que empiece el jaleo, dímelo.

Pues bien, imaginaos que Skoday nunca me lo dijo.

«Volviendo a mi historia con el portador del mensaje amoroso, me senté en una piedra para admirar cómo Skoday le hacía meter en todos los fosos. El tipo recibió tal corrección que cuando, por fin, regresó al cuartel, creyeron que estaba borracho. Lo metieron en el calabozo por embriaguez. Pero este episodio demuestra que una insignificancia puede tener consecuencias insospechadas. Trasladaron a aquel tipo a un batallón, en Heuberg, donde le mató un obús de mortero. Y todo, porque se había ofrecido a mi gachí para ser su mensajero y me había reclamado dos marcos. Si se hubiera cuidado de sus cosas, habría seguido en el 929.° Batallón, en Sennelager. Tal vez le hubiesen enviado a Rusia, donde habría caído bajo las balas de los partisanos y hubiera recibido póstumamente la Cruz de Hierro. Un lapidario hubiese grabado su nombre en una piedra, junto con los de los demás héroes, a la entrada de Sennelager, y los supervivientes del Batallón se habrían reunido cada año para depositar flores en su tumba, pronunciando hermosos discursos sobre los valerosos defensores de la patria, antes de marcharse al burdel. Todo ocurrió de manera distinta. La muerte dio lugar a una investigación y el jefe de su Compañía tuvo muchos problemas por no haber tomado las precauciones necesarias durante el tiro. ¡Menudo jaleo hubo en el Batallón! ¡Qué cantidad de cartas llegaron a cruzarse entre Compañía, Batallón, Regimiento y Sección! Su esposa estuvo a punto de dar con sus huesos en un campo de concentración. Había solicitado una indemnización por la pérdida de su esposo. Nunca lo hiciera. Primero, se presentó mientras el Hauptfeldwebel estaba comiendo. Éste tuvo tanto miedo que se tragó un rollmops al revés. Le tendieron sobre el escritorio para poder golpearle en la espalda. El rollmops salió y fue a aterrizar en vuelo planeado sobre un hermoso documento que les había costado horrores preparar. El Hauptfeldwebel estuvo a punto de ahogarse de rabia.

»Su furor aumentó aún cuando supo quién era ella y lo que quería. Le lanzó un salchichón a la cara, mientras vociferaba:

»-¿Una indemnización, cretina? Es exactamente lo contrario. Eres tú quien nos debes una indemnización a causa de los jaleos en que nos ha metido ese a quien llamas tu esposo. ¡Y tienes la desvergüenza de presentarte aquí y armarnos aún más líos! ¡Mira! -aulló, mostrando el documento manchado-. Además, has intentado estrangularme. Eso tiene un nombre. Sabotaje. ¡Sabotaje! Te doy diez segundos para que desaparezcas de mi vista, o de lo contrario, llamo a la gendarmería.

»La pobre comprendió que se había metido en algo que rebasaba sus fuerzas. Se marchó con el espíritu por los suelos. Lentamente, se dio cuenta de que, gracias a su difunto marido, en lo sucesivo pertenecería a los parias de la sociedad. En la estación, decidió echarse debajo del tren. Era muy ingenua, y esperaba caer de manera que el tren no la alcanzase.

– ¿Quería meterse entre los rieles, como cuando nos sorprendió aquel tren en el túnel? -exclamó de repente Hermanito.

– Exactamente. Pero de todos los trenes, escogió el 914, el expreso de Colonia. Antes hubiera debido de consultar los horarios.

»Hela en el andén, con un sombrero de plumas amarillas en la cabeza, esperando el tren. Lo vio asomar por la curva. Los dos faros, mirándola de frente, parpadearon una vez, como diciendo: «¡Valor!» Oyó silbar tres veces el tren, como en una invocación a la Santísima Trinidad. Consideró que aquello era un buen presagio. Pero la mala suerte la esperaba. El expreso la partió en dos pedazos. El golpe fue seco cuando las ruedas pasaron sobre su cuerpo. Y tuvo suerte de diñarla en el acto, porque, de lo contrario, habría tenido conflictos. El expreso sufrió un retraso de tres horas a causa de esta historia. Estuvo a punto de chocar con un tren de mercancías. Hubo que desviarlo, lo que era grave ya que se trataba de un tren de municiones. Pero lo peor fue que un general, que viajaba en el expreso no llegó a tiempo para un desfile de despedida del 47.° Regimiento de Infantería, y no pudo clavar su insignia en el estandarte. Y el Regimiento tuvo que ir al frente sin estandarte. Los hombres quedaron tan deprimidos que se pasaron a los griegos durante los combates del valle del Struma. Más adelante, los nuestros les liberaron del campo de prisioneros y les llevaron directamente al campo de concentración de los Cárpatos, donde ahorcaron o fusilaron a toda la pandilla. Aquello se le llamaba: «Motín y contacto ilegal con el enemigo.» Fue creado un nuevo 47.°, pero esta cifra debía de traer la mala suerte, porque los nuevos desertaron en Kiev y se pasaron a los rusos. Les liberamos en Karkov. Después de haberles ahorcado y fusilado, se creó otro 47.° Lo enviaron a Stalino, donde…

– Cállate, Porta -intervino el Viejo-. No nos cuentes que también ellos desertaron y que después fueron liberados por los nuestros…

– No -aseguró Porta-. Aún fue peor. Pero esta es otra historia; ya volveremos a ella. Reconstituyeron nueve veces el 47.° Después se hartaron. En la actualidad, en el Reich el número 47 es sinónimo de alta traición. Pero volvamos a mi gachí. La esperaba frente al hospital. Al cabo de una hora larga, me envió recado de que se había retrasado por culpa de una apendicitis. Esperé otra hora. La paciencia es una virtud. Entretanto, me entretuve con una asistenta que pasaba por allí.

– ¿Era bonita? -preguntó Hermanito.

– No, no era una mujer bonita. Se caía de sueño. Tenía dos empleos. A partir de las diez de la noche, buscaba planes en la acera de la plaza general Goering. Procuraba que no lo supieran en el hospital. Nadie tiene nada contra las rameras, pero a nadie le interesa conocerlas. Sin embargo, en este mundo nada puede ocultarse. Una noche, la pequeña se encontró con el comisario Zital, de la Brigada de Buenas Costumbres.

»-¿Vienes a casa? -le propuso.

»Como era campesina, no conocía los peligros de la ciudad, ni sospechaba hasta qué punto él era un cerdo. Pidió diez marcos.

– Ya está bien -dijo riendo el comisario de la «Mundana»-. Enséñame tu tarjeta.

Porta dejó caer los brazos y una gran decepción se pintó en su rostro.

– ¿He de entrar en detalles? Gurli no tenía tarjeta. Trabajaba independientemente, fuera del control de las autoridades. Estas cosas no pueden admitirse. Las autoridades se quedarían sin trabajo, lo que sería horrible, pues ya no habría nadie a quien pagar los impuestos. Así, pues, Gurli fue a la jaula.

»El miércoles siguiente, la familia de mi novia me invitó. Vivía en una vieja villa situada en la calle Bismarck. Me limpié los pies en un felpudo que había conocido días mejores. La criada me abrió la puerta. Me dejó solo en el vestíbulo, mientras iba a anunciar mi Visita.

»-¿Tiene una tarjeta? -me preguntó.

»-No la necesito. Soy muy conocido en Paderbom.

«Mientras esperaba, empecé a limpiarme las botas con un almohadón de terciopelo que había en un sofá. El terciopelo es estupendo para limpiar las botas, y unos zapatos relucientes son el distintivo de un caballero. También me peiné un poco.

– ¿Tenían un sofá en el pasillo? – preguntó Hermanito, sorprendido.

– Esa gente, Hermanito, le llaman vestíbulo al pasillo, aunque sea más pequeño que un sello. Si quieres frecuentar el gran mundo, debes de saber esas cosas.

– Me importa un bledo -replicó Hermanito, groseramente-. De modo que te limpiaste las botas con el almohadón de terciopelo que había en el sofá, que estaba en el vestíbulo. ¿Y qué?

– Paciencia, paciencia -prosiguió Porta-. Siempre procuro no olvidar nada. Como les decía, el comisario Rauen, de la Jefatura de Policía de Alex [21], a sus subordinados, en relación con los interrogatorios: «No olvidéis nada, cada detalle cuenta. Una coma mal situada puede cambiar un acta de millares de páginas.» Y tenía razón.

«Mientras esperaba en el vestíbulo, examinaba las pinturas y dibujos que había en las paredes. Cada cuadro representaba a heroicos cadáveres y otros criminales de guerra que habían participado en el tormentoso pasado de nuestra patria.

»La criada abrió la puerta y me hizo pasar.

»Habían reunido una auténtica asamblea en mi honor.

»-Grüss’ Cott -dije.

«Desgraciadamente, se me escapó un pequeño eructo. Pero seguí dominando la situación y expliqué que era culpa de la col y la patata.

»«Joseph Porta, Gefreiter por la gracia de Dios.»

«Después, me volví hacia su padre. Con el estilo que requería la situación, según había leído en un libro, le pedí la mano de su hija. Entre otras cosas, le dije:

»-Suegro, danos tu bendición para que podamos compartir debidamente la misma cama.

«Los asistentes se quedaron patidifusos. Por lo tanto, me dije: «Hay que hacer algo para animarles.» Me incliné cortésmente ante la madre, una buena mujer obesa, con unos quevedos colgados de un hilo encima de sus tetas.

»-Querida señora, parece usted preocupada. Me recuerda usted los siete padecimientos. No esté triste. Vaya a la iglesia y ruegue a Dios que llene su corazón de amor por el Tercer Reich.

»El suegro empezó a armar jaleo. No se podía decir que lanzara gritos. Era más bien como si el dolor, la rabia y el pesar le hubiesen sumergido en un charco tremendo. Después, siguió un silencio deprimente.

»Algo me decía: «Hay que hacer cualquier cosa, o de lo contrario corremos el riesgo de un harakiri colectivo.» Propuse «una partidita de póquer. Mis palabras despertaron a la madre y a las tres tías. Formaron frente común y empezaron a cacarear como gallinas semiparalíticas en medio del corral.

»-Nos ha ofendido usted -cacareó uno de los vejestorios.

»-Querida señora, se equivoca usted por completo. No podrá demostrar esta afirmación. Por lo demás, resulta muy difícil aportar pruebas en cuestiones de difamación.

»En aquel momento recibí un violento golpe en la nuca, propinado por un tal Busch, de Bremen, representante de frivolidades.

»-No tiene por qué decirme que me calle -vociferé-. Esto es una casa pública.

»Y empezó a llamarme por todos los nombres Aquel señor de Bremen se confundía totalmente al imaginar que le había confundido.

»-Ya ve usted, querida señora, adonde pueden llevar esas cosas. Pero aquella noche, en «El seno dorado», todavía fue peor. El nerviosismo se propagaba como un reguero de pólvora. Tuve que echar a aquel individuo. Cayó con tan mala pata que se cogió la cabeza contra la rampa de la escalera y dio una voltereta como un automóvil cuando golpea una pared No sé si alguno de ustedes conocerá «El seno dorado». A la entrada hay una rampa con unos barrotes en espiral. Los intervalos entre los barrotes son tan grandes que entre ellos pueden pasar la cabeza de un cerdo adulto. Así, pues, el señor Busch metió su cabeza de cerdo entre los barrotes, y según he explicado ya, dio una voltereta hacia atrás, retenido por la cabeza. Consecuencia: se rompió el cuello. Los polis se lo llevaron en un furgón, y el comisario de Policía, Joseph Schneider, declaró:

»-El muy cretino debía de estar completamente borracho, o de lo contrario, no hubiera caído de esta manera.

»Y, dirigiéndose a tres periodistas, prosiguió:

»-Señores, escriban que fue un pellejo lleno de vino, pero no os peleéis con esas mujerzuelas porque se lo harían pagar caro la próxima vez. Así, pues, no citen el nombre de esta casa. Es repugnante ver a tipos que, como él, tratan de menoscabar la buena reputación de «El seno dorado». Puede considerarse satisfecho de haber muerto. La difamación es un delito muy grave en el Tercer Reich.

»Pero su firma de Bremen se encontró en una difícil situación. Según parece, mi hombre estaba muy dotado para las frivolidades. Durante dos años buscaron desesperadamente un sustituto, poniendo anuncios en las secciones de «Ofertas». Habían escogido este texto: «Buscamos caballero buena presencia para frivolidades.»

»El primero que contestó era un granuja peinado a lo César. Quería probar la ropa interior de las vendedoras. Cuando ellas protestaron, se mostró grosero.

»El segundo que se presentó era un vendedor formidable. Tenía el cabello relamido, peinado hacia atrás, y un ojo azul y el otro marrón, que no guardaban ninguna simetría. También tenía un defectillo que no se veía a simple vista: se olvidaba de llevar las cuentas.

»-No hay dos sin tres, dijeron en la oficina de personal al contratar a un caballero de la célebre familia Adams, de Francfort, que parecía irreprochable desde todos los puntos de vista. Se llamaba Rudolph Adams. Pertenecía a la rama de los Adams, comerciantes de pájaros. Estaban especializados en loros. Pero Rudolph era un mal sujeto. Había dejado los pájaros. El muy puerco robaba. No hay que hacer un drama por el hecho de que alguien birle algo por aquí o por allí. ¿Quién no lo hace? Quien no se organiza es un cretino. Pero Rudolph, el muy bandido, birlaba cosas a las señoras. Si no hay más remedio, se puede hacer. Pero Rudolph lo hacía en la cama, mientras la señora estaba ocupada en otras cosas que vigilar sus joyas. Cuando la firma de Bremen se enteró de las deficiencias morales de Rudolph, le comunicaron por escrito que consideraban indeseable su colaboración.

»Después, tropezaron con un tal Brandt, de Munich, que hasta entonces había vendido mermelada de naranja, pero que deseaba hacer carrera con las frivolidades. Aquel individuo había oído decir que era costumbre llevar pantalón rayado y corbata gris claro. Terminó muy mal. Estaba un día en «El chivo cojo», en la Lützhatier Strasse, en Karlsrube, hablando de uno de sus antiguos jefes, Adoph Müller, con otros dos representantes. El uno, Uwe Nehrkorn, vendía botellas de diversas clases. El otro, Kohl, vendía marcos de madera. Ambos conocían a Adolph Müller. A medida que bebían, hablaban cada vez con más vehemencia.

»-Adolph es el imbécil más grande que se ha visto en la tierra. Yo mismo cuidaré personalmente de ponerle en su sitio. La Asociación de Representantes me lo agradecerá -gritó Brandt.

»En aquel momento se abrió la puerta bruscamente y entró el SS Oberscharfürer Gelbo seguido por cinco colegas. Brandt y sus amigos desaparecieron como por arte de magia. Les llevaron a la Wieland Strasse, número 6, el edificio más repugnante de Karlsrube desde todos los puntos de vista. El Obersekretär Höst residía allí. Dirigió a los tres hombres su pálida sonrisa habitual.

»-Nosotros, los alemanes, somos un pueblo honrado.

»Le gustaba mucho la expresión «nosotros, los alemanes». Era de origen húngaro.

»-Confesad, compatriotas. Las cartas boca arriba. Señor Brandt, usted ha dicho que Adolph es un cretino.

»El señor Brandt le corrigió:

»-No, no, he dicho que es un imbécil, y mis amigos pueden corroborarlo.

»Höst, con dulce sonrisa, inclinó la cabeza comprensivamente, y todo el mundo tuvo la impresión de que estaba de acuerdo Los tres detenidos hablaban a la vez para hacer comprender a Höst qué condenado estúpido era Adolph.

»La denuncia fue extremadamente breve. Cuando Höst la leyó, se frotó las manos entusiasmado. Decía:


DENUNCIA

Geheime Statspolizel.

Abt. 4/II a.

Karlsrube.


Los representantes Joachim Brandt, Alfred Kohl y Uwe Nehrkorn han sido sorprendidos hoy, en «El chivo cojo», manifestando su descontento hacia el Führer. Han gritado sucesivamente: «Adolph es un…», y luego han dicho palabras que no se pueden citar, pero que constituyen la mayor ofensa contra nuestro Führer, elegido de Dios.

En esta oficina los tres han repetido varias veces y con pasión que mantenían la citada expresión.

Los detenidos han sido confiados a la SD para ser sometidos al oportuno expediente judicial.

Höst.

(Kriminalobersekretä.)


»Los tres cretinos fueron llevados a Dachau donde se les tributó un caluroso recibimiento. Esto demuestra hasta qué punto hay que ser prudente cuando se recrimina a alguien. Si hubiesen reflexionado un poco, habrían gritado Adolph Müller. Después, nadie quería creer que se refería a Adoph Müller y no a Adolph Hitler. Pero las consecuencias llegaron más lejos aún: es decir, hasta Bremen, porque entre la ropa de Brandt, entre todas las frivolidades, se encontró oculto un papel en el que había escrito un nombre: «Hermann». En seguida, informaron a Goering. Brandt negó haber visto nunca el papel en cuestión, y afirmó mendazmente que su patrono tenía varios. Una llamada telefónica a Bremen, y una hora después un «Mercedes» salía del número 9 de la Adolph Hitler Strasse llevando una invitación al fabricante. Este murió en Neuengamme. El jefe de personal que había contratado a Brandt también fue interrogado. Le soltaron, pero había recibido tal impresión que, de regreso a su casa, se echó de cabeza al río. Lo encontraron dos días más tarde; ya estaba muerto. Después de esto, la firma renunció a encontrar representantes. Lo que demuestra, señores y caballeros, que hay que ser muy prudente y abstenerse de ofender a quien sea. Por ejemplo, puedo explicaros que una panadera, la cual…

– Ya está bien, Porta -interrumpió el Viejo-. Otro día nos explicarás lo de tu panadera. Estamos de guardia. Apenas sí te queda tiempo para explicar el final de tu compromiso de matrimonio.

– ¡Oh!, la cosa terminó como siempre termina. De repente, me encontré detrás de un sillón en el que el papá de mi hermosa había apoyado las nalgas. Su tío hablaba de llamar a la Policía Militar; y lo hizo. La broma me costó tres días de calabozo. A eso le llaman desorden en la vía pública, como si un salón fuese una vía pública.

En aquel momento, en el altavoz resonó el silbato del UvD:

– 5.ª Compañía, un hombre de cada sección, formen fila para la distribución de municiones.

Nos levantamos lentamente para ir al edificio. La Escoba siseó:

– Querría veros muertos a todos.


– Yo no le temo a nada -afirmó el joven, sentado en el fregadero y devorando pepinillos-. Que se vayan todos al cuerno.

Por todas partes, en el suelo, en la cocina, en las habitaciones, incluso en el cuarto de baño, estaban sentados o tendidos Toda una pandilla de jóvenes y de muchachas que afirmaban al unísono que no temían a nada.

– Nuestros padres están locos -dijo el que estaba sentado en el fregadero-. Todos dejarán la piel en esta guerra.

– Revientan en los calabozos de la Gestapo -dijo una joven mientras besaba a un muchacho que nunca se había acostado con una mujer-. Esta noche te seduciré.

La muchacha distaba de ser tan joven como parecía.

– Cuando me llamen a filas – dijo un joven neurótico, que ceceaba ligeramente al hablar-, haré lo que se me antoje.

– Naturalmente -contestaron los demás-. No podrán con nosotros

– Ya puede venir la Gestapo -añadió una pareja.

Estaban tendidos detrás de la cocina

– La nación es nuestra -dijo un jovenzuelo con gafas, que tenía la manía de declamar poemas patrióticos

Cinco meses más tarde, un sábado por la noche, sus interesantes reuniones fueron interrumpidas por la visita de tres hombres Tres hombres con el sombrero bien encasquetado y una pistola bajo el brazo izquierdo.

El joven recibió un bofetón y ya no tuvo nada más que decir.

Una muchacha de cabello muy largo, que rehusaba levantarse de su sitio detrás de la cocina, recibió un puntapié. Después, se puso en pie y se cuadró.

El jovenzuelo de los poemas patrióticos estaba tumbado junto a una muchacha morena, en un estante de la despensa.

Una oleada de obscenidades cayó sobre ellos. Después, se pusieron en pie junto a la pared.

La pelirroja que pensaba que sus padres estaban locos, se orinó en las bragas

Formando una larga fila, anduvieron basta dos grandes autobuses verdes Cincuenta y dos jóvenes que no temían a nada en el mundo.

Durante tres días, permanecieron en número 8 de Stadthausbrücke. No les trataron con excesiva dureza. Sólo estaban allí aprendiendo a conocer el miedo y las lágrimas Se convirtieron en verdaderos hombres y mujeres, que se daban cuenta de que el valor no era más que una palabra vacía. Sólo tiene valor el que está del lado bueno de la metralleta.

Los uniformaron a todos. Algunos murieron durante la instrucción. Otros escogieron la muerte voluntariamente. Los demás lloraban. Se habían olvidado de reír.

No querían luchar. La guerra no les concernía. Pero ahora tenían que luchar por algo que no les concernía.

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