XVII

A las cinco de la tarde, veintitrés agentes de la brigada estaban reunidos en torno a Adamsberg, instalados en sillas alineadas entre los cascotes. Sólo faltaban Noël y Froissy, que vigilaban la Place Edgar-Quinet, y los dos oficiales de servicio en la calle Jean-Jacques-Rousseau.

Adamsberg, de pie, clavaba con chinchetas un gran plano de París sobre la pared recién pintada. En silencio, consultando la lista que tenía en la mano, señaló con gruesos alfileres de cabeza roja los catorce edificios de la lista, los que ya habían sido marcados con el cuatro, y en verde el quincuagésimo, en el cual había tenido lugar el asesinato.

– El 17 de agosto -dijo Adamsberg- un tipo apareció sobre la tierra con la intención de destruir el mundo. Llamémosle CLT. CLT no se lanza desenfrenado a la garganta del primero que pasa. Atraviesa primero por una fase preparatoria que le lleva casi un mes, sin duda ella misma preparada con antelación durante largo tiempo. Se lanza simultáneamente sobre dos frentes. Frente 1: selecciona edificios en París en cuyas puertas de los descansillos va a pintar cifras negras por la noche.

Adamsberg encendió un proyector y la imagen del gran cuatro invertido apareció sobre la pared blanca.

– Es un cuatro muy particular, invertido por reflejo lateral, con una base ancha y tachado con dos barras en la vuelta. Todas estas particularidades se encuentran en cada uno de los dibujos. Abajo a la derecha, añade tres letras mayúsculas: CLT. Contrariamente a los cuatros, estas letras son simples, sin fiorituras. Representa este motivo sobre todas las puertas del edificio, excepto una. La elección de esta puerta que deja en blanco es aleatoria. Los criterios de selección de los edificios parecen igualmente azarosos. Están situados en once distritos diferentes, en grandes avenidas o en calles discretas. Los números de los edificios varían, pares o impares, los edificios mismos son de todos los estilos y de todas las épocas, coquetos o miserables. Uno podría creer que CLT ha introducido a propósito una diversidad máxima en su muestrario. Como si quisiera indicar con eso que puede tocar a todo el mundo, que nadie se le escapa.

– ¿Y los ocupantes? -preguntó un teniente.

– Más tarde -dijo Adamsberg-. El significado de ese cuatro invertido ha sido descodificado de manera segura: se trata de una cifra utilizada en el pasado como talismán para protegerse del alcance de la peste.

– ¿Qué peste? -preguntó una voz.

Adamsberg reconoció fácilmente las cejas del cabo.

– La peste, Favre, no hay treinta y seis distintas. Danglard, por favor, un recordatorio en tres palabras.

– La peste desembarcó en Occidente en 1347 -dijo Danglard-. En cinco años devastó Europa de Nápoles a Moscú y causó treinta millones de muertos. Este episodio espantoso de la historia de la humanidad ha sido conocido como la Muerte negra. Es importante conocer esta designación en este caso. Proveniente de…

– En tres palabras, Danglard -cortó Adamsberg.

– Reaparece después periódicamente, casi siempre cada diez años, arrasando regiones enteras, y no flaquea finalmente hasta el siglo XVIII. No he evocado la Alta Edad Media ni los tiempos contemporáneos ni Oriente.

– Perfecto, no evoque nada más. Es suficiente para comprender de qué estamos hablando. De la peste histórica, la que mata a un hombre en cinco o diez días.

Un murmullo general siguió a este anuncio. Adamsberg, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada hacia el suelo, esperó que la reacción languideciese.

– ¿El hombre de la Rue Jean-Jacques-Rousseau murió de peste? -preguntó una voz insegura.

– Ahora llego a eso. Frente 2: el 17 de agosto igualmente, CLT lanza su primer mensaje en la plaza pública. Arroja su cargamento en el cruce Edgar-Quinet-Delambre donde un tipo ha reinventado la profesión de pregonero público, con cierto éxito.

Un brazo se alzó a la derecha.

– ¿En qué consiste eso?

– El tipo deja una urna suspendida en un árbol día y noche y la gente deposita en ella mensajes para que sean leídos a cambio, supongo, de una pequeña remuneración. Tres veces al día, el pregonero vacía la caja y pregona.

– Es completamente imbécil -dijo una voz.

– Puede que lo sea pero funciona -dijo Adamsberg-. No es más imbécil vender palabras que vender flores.

– O ser policía -dijo una voz a su izquierda.

Adamsberg identificó al oficial que acababa de hablar, un hombre bajo con pelo gris, calvo en tres cuartas partes y muy sonriente.

– O ser policía -confirmó Adamsberg-. Los mensajes de CLT son incomprensibles para el gran público y para el público en general. Se trata de breves extractos de libros antiguos, redactados en francés e incluso en latín y depositados en la urna dentro de gruesos sobres de color marfil. Los textos están escritos con una impresora. En este lugar, un tipo versado en viejos libros se ha inquietado lo suficiente para darse cuenta.

– ¿Su nombre? ¿Profesión? -preguntó un teniente con el bloc de notas abierto sobre sus rodillas.

Adamsberg titubeó un segundo.

– Decambrais -dijo-. Retirado y consejero en cosas de la vida.

– ¿Están todos pirados en esta plaza? -preguntó otro.

– Es posible -dijo Adamsberg-. Pero es un efecto de óptica. Si uno mira de lejos, todo parece limpio y ordenado. Pero, en cuanto uno se aproxima y se toma tiempo para observar los detalles, cae en la cuenta de que todo el mundo está más o menos pirado, sea en esta plaza o en otra, en cualquier lado, hasta en esta brigada.

– No estoy de acuerdo -protestó Favre alzando el tono-. Hay que estar verdaderamente enfermo para ir a gritar chorradas en una plaza. Que vaya a echar un buen polvo ese tipo, eso le limpiará las meninges. En la Rue de la Gaîté, si pagas trescientos francos, se te abre solo.

Hubo risas. Adamsberg barrió el grupo con una mirada tranquila, haciendo que se apagasen las risas a su paso y se detuvo en el cabo.

– Dije, Favre, que hay pirados en esta brigada.

– Sí, diga, comisario -comenzó Favre levantándose de golpe con las mejillas rojas.

– Cállese -le dijo bruscamente Adamsberg.

Favre se volvió a sentar de golpe, sobrecogido, conmocionado por el impacto. Adamsberg esperó varios minutos en silencio con los brazos cruzados.

– La primera vez le pedí que reflexionase, Favre -dijo con más suavidad-. Se lo pido una segunda vez. Tiene que tener un cerebro obligatoriamente, búsquelo. Si no lo encuentra, irá a meter la pata lejos de mi vista y fuera de esta brigada.

Adamsberg se desinteresó enseguida de Favre, consideró el gran plano de París y continuó:

– El tal Decambrais ha conseguido identificar el sentido de los mensajes depositados por CLT. Todos han sido extraídos de antiguos tratados de la peste o de un diario que la relata. Durante un mes, CLT se ha limitado a describir los signos anunciadores del mal. Después se ha dado prisa y ha declarado la entrada de la peste en la ciudad, el pasado sábado, en el «barrio Rousseau». Tres días más tarde, es decir hoy, descubrimos este primer cuerpo en un edificio marcado con un cuatro. La víctima es un joven empleado de garaje, soltero, ordenado, sin antecedentes. El cuerpo está desnudo y la piel del cadáver cubierta de placas negras.

– La Muerte negra -dijo una voz, la que se había inquietado hacía un momento por las causas del fallecimiento.

Adamsberg distinguió a un hombre tímido con rasgos todavía redondos, con ojos verdes, muy grandes. Una mujer se levantó a su lado con un rostro pesado y descontento.

– Comisario -dijo-, la peste es una enfermedad terriblemente contagiosa. Nada prueba que ese hombre no haya muerto de peste. Pero usted ha conducido a cuatro agentes al lugar del crimen sin escuchar siquiera el informe del forense.

Adamsberg apoyó su mentón sobre el puño, pensativo. Esta reunión informativa excepcional estaba tomando aspecto de contacto iniciático con sus argumentaciones y provocaciones experimentales.

– La peste -dijo Adamsberg- no es contagiosa por contacto. Es una enfermedad de los roedores, en particular de las ratas, transmitida al hombre por la picadura de sus pulgas infectadas.

Adamsberg sacaba sus conocimientos frescos del diccionario que había consultado aquel mismo día.

– Cuando llevé a esos cuatro hombres -continuó-, ya era seguro que la víctima no había muerto de peste.

– ¿Por qué? -preguntó la mujer.

Danglard se ofreció a socorrer al comisario.

– El anuncio de la llegada de la peste ha sido lanzado el sábado por el pregonero -dijo-. Laurion murió en la noche del lunes al martes, tres días más tarde. Hay que saber que tras la inoculación del bacilo, el plazo mínimo antes de la defunción por peste es de cinco días, salvo casos rarísimos. Estaba excluido entonces que nos encontrásemos frente a un verdadero caso de peste.

– ¿Por qué? Habría podido inocularlo antes.

– No. CLT es un maniaco. Los maniacos no pueden hacer trampas. Si anuncia el sábado, inocula el sábado.

– Quizás -dijo la mujer volviéndose a sentar, calmada a medias.

– El empleado del garaje ha sido estrangulado -continuó Adamsberg-. Su cuerpo ha sido tiznado después con carbón de leña, ciertamente para evocar los síntomas y el nombre de la enfermedad. CLT no está, pues, en posesión del bacilo. No es un técnico de laboratorio iluminado que se pasea con una jeringa en su bolsillo. El hombre procede simbólicamente. Pero es evidente que cree en ello y que cree con mucha fuerza. Sobre la puerta del apartamento de la víctima no figuraba ningún cuatro. Les recuerdo que estos cuatro no son amenazas sino protecciones. Entonces, sólo aquel cuya puerta permanece virgen se encuentra expuesto. CLT selecciona su víctima por adelantado y salvaguarda a los otros ocupantes del edificio con esos dibujos. Esta preocupación por proteger a los otros demuestra que CLT está convencido de que propaga una verdadera peste contagiosa. No golpea ciegamente: mata a uno y se preocupa por preservar a los otros, a aquellos que, a sus ojos, no merecen la plaga.

– ¿Entonces cree contagiar la peste cuando estrangula? -preguntó el hombre a la derecha-. Si es capaz de engañarse a sí mismo de esta manera, estamos frente a un verdadero esquizofrénico, ¿no?

– No necesariamente -dijo Adamsberg-. CLT manipula un universo imaginario que le parece coherente. No es tan raro: cantidad de gente cree que se puede leer el futuro con las cartas o en los posos del café. Allí, en otro lugar, en la calle de enfrente o en esta brigada. ¿Dónde está la diferencia? Montones de gente cuelgan una virgen encima de su cama, convencidos de que esa estatuilla hecha por la mano del hombre y adquirida por sesenta y nueve francos va a protegerlos realmente. Hablan con la estatuilla, le cuentan historias. ¿Dónde está la diferencia? El límite, teniente, entre la idea de lo real y lo real no es más que un asunto de punto de vista, de persona, de cultura.

– Pero -cortó el oficial con pelo gris- ¿hay otras personas amenazadas? ¿Todos aquellos cuyas puertas no han sido tocadas se exponen a la misma suerte que Laurion?

– Hay que temerlo. Esta noche pondremos refuerzos para que protejan las catorce puertas vírgenes de los edificios marcados. Pero no conocemos todos los edificios implicados, sólo aquellos desde los que se ha depositado una reclamación. Sin duda alguna, debe de existir otra veintena en París, puede que más.

– ¿Por qué no lanzamos un llamamiento? -preguntó la mujer-. Para prevenir a la gente.

– Es un problema. Un llamamiento implica el riesgo de desencadenar el pánico general.

– Se trata sólo de hablar de los cuatros -sugirió el hombre de pelo gris-. No sirve para nada dar más información.

– Se filtrará de una manera u otra -dijo Adamsberg-. Y si no se filtra, CLT se encargará de abrir las compuertas del miedo. Es eso lo que está haciendo desde el principio. Si ha escogido al pregonero es porque no podía permitirse nada mejor. Sus mensajes alambicados habrían ido a parar a la papelera en cuanto hubiesen llegado a los periódicos. Ha empezado modestamente. Si hablamos de él esta noche en los medios de comunicación, le abrimos un camino real. Pero no es, de todas formas, más que una cuestión de días. Se lo abrirá él mismo. Si continúa, si mata de nuevo, si propaga su muerte negra, no podremos evitar la psicosis general.

– ¿Qué decide, comisario? -preguntó Favre con voz baja.

– Salvar vidas. Vamos a pasar un comunicado pidiendo a los ocupantes de los edificios marcados que se den a conocer en las comisarías.

Un zumbido general significó el acuerdo unánime de los miembros de la brigada. Adamsberg se sentía fatigado porque se había comportado de manera muy policial aquella noche. Habría querido decir simplemente: «A trabajar y que cada uno se las arregle como pueda». En vez de eso, había tenido que exponer los hechos, ordenar las preguntas, definir la investigación, orientar las tareas. En un cierto orden y con una cierta autoridad. Se vio de nuevo fugazmente, corriendo de niño por los senderos de montaña, desnudo bajo el sol, y se preguntó qué demonios estaba haciendo allí, aleccionando a veintitrés adultos que le seguían con los ojos como a un péndulo.

Sí, recordaba qué demonios estaba haciendo allí. Había un tipo que estrangulaba a otros y él lo buscaba. Era su trabajo impedir que la gente destruyese el mundo.

– Primeros objetivos -resumió Adamsberg enderezándose-: uno, protección de las víctimas potenciales. Dos, definir los perfiles de las víctimas y buscar cualquier tipo de relación entre ellas: familia, abanico de edad, categoría socio-profesional y toda la rutina. Tres, vigilancia de la Place Edgar-Quinet. Cuatro, y no hay ni que decirlo, búsqueda del asesino.

Adamsberg dio un par de vueltas con bastante lentitud a través de la sala antes de continuar.

– ¿Qué sabemos de él? Quizás sea una mujer, no podemos descartar esa posibilidad. Me inclino por un hombre. Esta exhibición literaria, esta puesta en escena evocan orgullo masculino, deseo de aparentar, necesidad de una demostración de fuerza. Si la estrangulación se confirma, habrá que contar, casi sin error, con un hombre. Un hombre muy cultivado, o incluso extremadamente culto, un hombre de letras. Bastante acomodado puesto que posee un ordenador y una impresora. Gustos lujosos, quizás. Los sobres que utiliza no son ordinarios y son caros. Tiene dotes para el dibujo, es limpio, es meticuloso. Obsesivo con seguridad, por lo cual temeroso y supersticioso. En fin, quizás sea un ex presidiario. Si el laboratorio confirma que la cerradura ha sido forzada, habrá que profundizar en ese sentido. Pasar revista a los ex presidiarios cuyas iniciales sean CLT, en el caso de que se trate de su firma. En resumen, no sabemos nada.

– ¿Y la peste? ¿Por qué la peste?

– Cuando entendamos eso, lo tendremos.

El grupo se dispersó con un arrastrar de sillas.

– Distribuya las tareas, Danglard, voy a caminar veinte minutos.

– ¿Preparo el comunicado?

– Por favor. Lo hará mejor que yo.


Pasaron el anuncio en el telediario de las veinte horas en todas las cadenas. Sobriamente redactado por Adrien Danglard, el anuncio pedía que todos los habitantes de edificios o casas cuyas puertas estuviesen marcadas con la cifra cuatro se diesen a conocer con la mayor rapidez posible ante la comisaría más próxima. Motivo alegado: búsqueda de una banda organizada.

Los teléfonos sonaron sin interrupción en la brigada a partir de las veinte horas y treinta minutos. Un tercio del equipo permanecía allí, Danglard y Kernorkian habían salido a buscar provisiones y vino y lo habían depositado en el banco de los electricistas. A las nueve y media ya se habían registrado catorce edificios implicados, es decir veintiuno en total, que Adamsberg localizaba con nuevos puntos rojos sobre el plano de la ciudad. Se confeccionó una lista, numerada por orden de aparición de los cuatros. Los ocupantes de los veintiocho apartamentos con puertas vírgenes estaban ahora inventariados y a primera vista parecían heterogéneos: familias numerosas, solteros, mujeres, hombres, jóvenes, de mediana edad, viejos, todas las franjas de edad, todos los sexos, todas las profesiones y categorías sociales confundidas. A las once pasadas, Danglard fue a informar a Adamsberg de que dos policías hacían guardia en cada uno de los descansillos amenazados, en todos los edificios implicados.

Adamsberg liberó a los agentes que se habían quedado haciendo horas extra, instaló a los del tumo de noche y tomó un coche de servicio para acercarse hasta la Place Edgar-Quinet. Dos oficiales habían relevado a la pareja precedente, el hombre calvo y la mujer enorme, aquella que casi lo había agredido en medio de la reunión. Los avistó en un banco, descuidados, le pareció que discutían, sin dejar de vigilar la urna a quince metros de ellos. Fue a saludarlos discretamente.

– Concéntrense en el formato del sobre -les dijo-. Con suerte, y gracias a este farol, quizás sea visible.

– ¿No interrogamos a nadie? -preguntó la mujer.

– Conténtense con observar. Si algún tipo les parece adecuado, síganlo discretamente. Dos fotógrafos se han situado en línea, se encuentran en el hueco de la escalera de este edificio. Van a fotografiar a todos aquellos que se acerquen a la urna.

– ¿A qué hora nos relevan? -preguntó la mujer bostezando.

– A las tres de la mañana.

Adamsberg entró en El Vikingo y divisó a Decambrais instalado en su mesa del fondo, rodeado por el pregonero y otras cinco personas. Su llegada hizo que todas las conversaciones decayesen, como una orquesta que pierde la armonía. Comprendió que todo el mundo en la mesa sabía que era policía. Decambrais optó por una aproximación directa.

– El comisario Jean-Baptiste Adamsberg -dijo-. Comisario, le presento a Lizbeth Glaston, cantante, Damas Viguier, del Roll-Rider, su hermana, Marie-Belle, Castillon, herrero retirado, y Éva, nuestra madona. Ya conoce a Joss Le Guern. ¿Tomará un calvados con nosotros?

Adamsberg declinó la invitación.

– ¿Puedo hablar con usted dos palabras, Decambrais?

Lizbeth agarró sin maneras al comisario por la manga, sacudiéndola un poco. Adamsberg reconoció esa familiaridad tan particular, cómplice, de quien ha compartido los mismos bancos de la comisaría, la familiaridad cansada de las prostitutas con los policías, curtidas por las innumerables redadas de control.

– Cuénteme, comisario -dijo examinando su vestimenta-. ¿Va de tapadillo esta noche? ¿Es éste su disfraz nocturno?

– No, es mi ropa de todos los días.

– Me está tomando el pelo. Qué informal la policía.

– El hábito no hace al monje, Lizbeth -dijo Decambrais.

– A veces sí -dijo Lizbeth-. Este hombre es un tipo relajado, que no presume. ¿Verdad, comisario?

– ¿Presumir delante de quién?

– Delante de las mujeres -propuso Damas sonriendo-. Hay que poder presumir con las mujeres, ¿no?

– No eres muy espabilado, Damas -dijo Lizbeth volviéndose hacia él y el joven enrojeció hasta la frente-. A las mujeres les trae sin cuidado que los tipos presuman.

– Ah, bueno -dijo Damas frunciendo las cejas-. ¿Qué es lo que no les trae sin cuidado, Lizbeth?

– Nada -dijo Lizbeth abatiendo su gorda mano negra sobre la mesa-. Todo les trae sin cuidado. ¿No es verdad, Éva? El amor, la ternura y hasta una caja de judías verdes. Entonces, ya ves. Calcula.

Éva no respondió nada y Damas se apesadumbró, girando su vaso entre las manos.

– No eres justa -dijo Marie-Belle con una voz que temblaba-. El amor a nadie le trae sin cuidado, así automáticamente. ¿Qué otra cosa nos queda?

– Las judías verdes, ya te he dicho.

– No dices más que tonterías, Lizbeth -dijo Marie-Belle cruzando los brazos al borde de las lágrimas-. Sólo porque tengas experiencia, no tienes derecho a desanimar a los otros.

– Experimenta, corderito -dijo Lizbeth-. No te lo impido.

De repente, Lizbeth estalló en carcajadas, besó la frente de Damas y frotó la cabeza de Marie-Belle.

– Sonríe, corderito -dijo-. Y no creas todo lo que dice la gorda Lizbeth. Está amargada la gorda Lizbeth. Fastidia a todo el mundo la gorda Lizbeth con su experiencia de regimiento. Tienes razón defendiéndote. Está bien. Pero no experimentes demasiado, si quieres un consejo profesional.

Adamsberg se llevó aparte a Decambrais.

– Perdóneme -dijo Decambrais-, pero tengo que seguir las conversaciones. Al día siguiente tengo que repartir consejos, compréndame. Tengo que estar al corriente.

– ¿Está enamorado, no? -preguntó Adamsberg con el tono vagamente interesado del tipo que juega a la lotería y apuesta poco.

– ¿Damas?

– Sí. ¿De la cantante?

– Correcto. ¿Qué quiere de mí, comisario?

– Ha ocurrido, Decambrais -dijo Adamsberg bajando la voz-. Un cuerpo completamente negro, en la Rue Jean-Jacques-Rousseau. Lo hemos descubierto esta mañana.

– ¿Negro?

– Estrangulado, desnudo, tiznado de carbón.

Decambrais apretó la mandíbula.

– Lo sabía -dijo.

– Sí.

– ¿Era una puerta no marcada?

– Sí.

– ¿Ha hecho que vigilen las otras?

– Las otras veintiocho.

– Perdón. No dudo de que sabe hacer su trabajo.

– Necesito esos «especiales», Decambrais, todos los que estén en su posesión, con sus sobres, si aún los tiene.

– Sígame.

Los dos hombres atravesaron la plaza y Decambrais condujo a Adamsberg hasta su despacho sobrecargado. Apartó una pila de libros para que se sentase.

– Eso es -dijo Decambrais tendiéndole un fajo de hojas y de sobres-. Para las huellas dactilares, ya se imaginará que no sirve. Le Guern los ha manipulado varias veces y yo después. No merece la pena que le dé las mías, tiene mis diez dedos en el fichero central.

– Necesitaría las de Le Guern.

– También están en el fichero. Le Guern estuvo en chirona hace catorce años, una fuerte pelea en Guilvinec, por lo que sé. Ya ve, somos hombres complacientes, le damos el trabajo masticado. Antes de que pregunte ya estamos en su ordenador.

– Dígame, Decambrais, ¿todo el mundo ha estado en chirona en esta plazuela?

– Hay sitios como éste, donde sopla el espíritu. Voy a leerle el especial del domingo. No ha habido más que uno: Esta noche, volviendo para cenar, descubro que la peste va a hacer su aparición en la Ciudad. Puntos suspensivos. En el despacho para terminar mis cartas, preocupado por poner mis asuntos y mi fortuna en orden, por si acaso pluguiese a Dios llamarme junto a Él. ¡Que su voluntad se cumpla!

– La continuación del Diario del inglés -propuso Adamsberg.

– Exactamente.

– Sepys.

– Pepys.

– ¿Y ayer?

– Ayer, nada.

– Vaya -dijo Adamsberg-. Ralentiza.

– No lo creo. Mire el de esta mañana: Esta plaga está siempre dispuesta a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place. Este texto parece indicar más bien que no abandona las armas. Fíjese en este «siempre lista» y este «cuando le place». Vocea. Provoca.

– Sufre de exceso de poder.

– Es decir de infantilismo.

– No sacaremos nada en limpio -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No es idiota. Con tantos policías siguiéndole la pista, no nos dará ninguna indicación de lugar. Le hace falta tener libertad de movimiento. Ha nombrado el barrio Rousseau para estar seguro de que se establecería una relación entre el primer crimen y su peste anunciada. Es probable que, a partir de ahora, se haga más evasivo. Manténgame al corriente, Decambrais, anuncio por anuncio.

Adamsberg se fue con el montón de mensajes bajo el brazo.

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