XXI

Al mediodía, los dos cuerpos habían sido levantados y conducidos a la morgue y se había reanudado la circulación en los emplazamientos. Debido a su exposición espectacular, ya no quedaba ninguna esperanza de que aquellos cadáveres negros escapasen al conocimiento público. A partir de aquella noche, los telediarios se ocuparían de ellos; a partir del día siguiente, todo estaría en la prensa. Era imposible disimular la identidad de las víctimas y enseguida establecerían la relación con sus domicilios respectivos de la Rue Poulet y de la Avenue de Tourville. Dos edificios marcados con el cuatro, a excepción de dos puertas, las suyas. Dos hombres, de treinta y uno y treinta y seis años de edad, uno padre de familia, el otro viviendo con su pareja. Las tres cuartas partes de los agentes de la brigada se habían dispersado por la capital, unos buscando testigos en el lugar donde habían sido depositados los cuerpos, los otros visitando de nuevo los dos edificios señalados, interrogando a la gente de la zona, en busca de todo dato susceptible de revelar alguna relación entre esos muertos y René Laurion. La cuarta parte restante trabajaba frente a los teclados, registrando toda información nueva.

Con la cabeza inclinada, apoyado contra el muro de su despacho, no muy lejos de la ventana a través de cuyos barrotes nuevos podía percibir el movimiento continuo de la vida que discurría sobre las aceras, Adamsberg trataba de reunir la masa -ya bastante pesada- de datos relativos a los asesinatos y otros detalles aferentes. Le parecía que aquella masa era ahora demasiado voluminosa para un único cerebro humano, al menos para el suyo, sentía que ya no podía rodear su contorno, que aquella mole lo aplastaba. Entre el contenido de los «especiales», los pequeños asuntos de la Place Edgar-Quinet, los ficheros judiciales de Le Guern y de Ducouëdic, la disposición de los edificios marcados, las identidades de las víctimas, sus vecinos, sus parientes, entre el carbón, las pulgas, los sobres, los análisis del laboratorio, las llamadas del médico, las características del asesino, ya no conseguía abrazar la totalidad de vías abiertas, y se perdía. Por primera vez, tenía la impresión de que Danglard llegaría a conseguirlo con su ordenador y no él, con la nariz al viento en medio de la tormenta.

Dos nuevas víctimas en una noche, dos hombres de golpe. Como la policía custodiaba sus puertas, el asesino no había hecho otra cosa que sacarlos fuera para ejecutarlos, rodeando el obstáculo de manera tan elemental como cuando los alemanes traspasaron la infranqueable línea Maginot en avión puesto que los franceses bloqueaban las carreteras. Los dos cabos que hacían guardia ante el piso del muerto de la Rue de Rottembourg, Jean Viard, lo habían visto salir a las veinte horas y treinta minutos. «No podemos impedir que un tipo acuda a una cita, ¿no cree?» Sobre todo que el tal Viard no parecía impresionado ni un ápice por «ese jodido follón del cuatro», como le había explicado al agente de guardia. El otro hombre, François Clerc, había dejado su domicilio a las diez horas, para dar un paseo, dijo. Se sentía ahogado con aquellos policías ante su puerta, hacía bueno, quería beber un trago. «No podemos impedir que un tipo vaya a echar un trago, ¿no cree?» Los dos hombres habían sido asesinados por estrangulamiento, como Laurion, uno aproximadamente una hora antes que el otro. Una ejecución en serie. Después los cadáveres habían sido transportados, sin lugar a duda, juntos, en un coche en el cual los habían desnudado y tiznado de carbón. Finalmente, el asesino los había soltado en plena calle, en el distrito 12, en los límites de París, con todas sus pertenencias. El sembrador no había corrido el riesgo de exponerse a las miradas porque, esta vez, los cuerpos no estaban dispuestos crísticamente de espaldas con los brazos en cruz. Estaban tal y como los habían soltado, a toda prisa. Adamsberg suponía que esta obligación de concluir apuradamente la última etapa había debido de contrariar al asesino. En el corazón de la noche, nadie había notado nada. Con sus dos millones de habitantes, la capital puede estar tan desierta como un pueblo de montaña, entre semana y a las cuatro de la mañana. Viva o no en la capital, la gente duerme, tanto en el Boulevard Soult como en los Pirineos.

La única novedad que se podía añadir era que se trataba de tres hombres, y que todos habían superado la treintena. No es que fuese un denominador común muy preciso. El resto de los retratos no coincidía en absoluto. Jean Viard no las había pasado canutas en un barrio de la periferia ni había hecho formación profesional como la primera víctima. Era un producto de los mejores barrios, había estudiado ingeniería informática y estaba casado con una abogada. François Clerc era de origen más modesto, un hombre pesado, de anchos hombros, repartidor empleado por un comerciante de vinos.

Sin moverse de su pared, Adamsberg telefoneó al forense, que estaba en plena faena sobre el cuerpo de Viard. Mientras iban a buscarlo, consultó su cuaderno en busca del nombre de pila del médico. Romain.

– Romain, aquí Adamsberg. Siento molestarlo. ¿Confirma la estrangulación?

– Sin duda alguna. El asesino utiliza un cordón sólido, sin duda un hilo grueso de plástico. Hay un punto de impacto bastante nítido en la nuca. Podría tratarse de una especie de lazo corredizo. El asesino no ha tenido más que apretar hacia la derecha, eso no exige mucha fuerza. Por otro lado ha mejorado su técnica al lanzarse en el asesinato al por mayor: los dos cadáveres han recibido una descarga de gas lacrimógeno en dosis alta. Antes de que reaccionasen, el asesino ya había pasado el lazo. Es rápido y seguro.

– ¿Tenía Laurion picaduras en el cuerpo, picaduras de insectos?

– Dios santo, no lo he señalado en el informe. En aquel momento, me pareció insignificante. Tenía picaduras de pulgas bastante recientes en el ano. Viard también las presenta en el interior del muslo derecho y en el cuello, éstas ya más antiguas. No he tenido aún tiempo de examinar al último.

– ¿Pueden picar las pulgas a un muerto?

– No, Adamsberg, de ninguna manera. Lo abandonan a los primeros signos de enfriamiento.

– Gracias, Romain. Controle la ausencia del bacilo, como con Laurion. Nunca se sabe.

Adamsberg volvió a meterse en el bolsillo el móvil, se presionó los ojos con los dedos. Entonces se había equivocado. El asesino no había entregado el sobre con las pulgas en el momento mismo del crimen. Había transcurrido un lapso de tiempo entre la introducción de las pulgas y el asesinato, puesto que los insectos habían tenido tiempo de picar. Un lapso que era incluso bastante largo en el caso de Viard, ya que el forense había decretado que las picaduras eran antiguas.

Dio vueltas por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. El sembrador seguía pues un protocolo bastante complicado deslizando primero su sobre desgarrado bajo las puertas de sus futuras víctimas, volviendo un tiempo después, forzando esta vez la cerradura y estrangulando a su presa, con carbón de leña en el bolsillo. Trabajaba en dos tiempos. Uno las pulgas, dos el asesinato. Sin hablar del infernal ajuste de los cuatros y de los anuncios preparatorios. Adamsberg sintió crecer en él una especie de impotencia. Las pistas se mezclaban, ignoraba qué senda tendría que tomar, ese asesino ceremonioso se le antojaba extraño, incomprensible. Marcó, llevado por un impulso, el número de Camille y, una media hora después, se estiraba sobre su cama, desnudo bajo la ropa, y después desnudo sin la ropa. Camille se puso sobre él y él cerró los ojos. En sólo un minuto había olvidado que veintisiete hombres de su brigada patrullaban por las calles o sobre los teclados.

Dos horas y media más tarde, se dirigía a la Place Edgar-Quinet, reconciliado consigo mismo, envuelto y casi protegido por ese ligero arqueamiento de los muslos.

– Iba a llamarlo, comisario -dijo Decambrais viniendo hacia él desde el umbral de su casa-. Ayer no hubo pero hoy ha habido uno.

– No hemos visto a nadie depositarlo en la urna -dijo Adamsberg.

– Llegó por correo. Ha cambiado de método. Ya no corre el riesgo de venir él mismo. Lo envía por carta.

– ¿A qué dirección?

– A Joss Le Guern, aquí mismo.

– ¿Conocía el nombre del pregonero?

– Mucha gente lo conoce.

Adamsberg siguió a Decambrais a su antro y abrió el gran sobre.


El rumor corrió repentino, rápidamente confirmado, de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles al mismo tiempo. Decían que los dos (…) habían sido hallados con todos los signos más evidentes del mal.


– ¿Le Guern lo ha pregonado?

– Sí, a mediodía. Usted le dijo que continuase.

– Los textos son más explícitos ahora que el tipo ha entrado en acción. ¿Qué efecto surte sobre el público?

– Remolinos, preguntas y muchas discusiones en El Vikingo. Creo que había un periodista. Hizo una gran cantidad de preguntas a Joss y a los otros. Ignoro de dónde salió.

– De los rumores, Decambrais. Era inevitable. Con los especiales de los últimos días, con el comunicado del martes por la noche y el asesinato del día siguiente, era obligado que se atasen cabos. Tenía que ocurrir. La prensa quizás haya recibido una declaración del propio sembrador, a fin de propulsar el tornado.

– Es muy posible.

– Puesta en el correo ayer -dijo Adamsberg volviendo el sobre-, en el distrito 1.

– Dos muertes anunciadas -dijo Decambrais.

– Ya está hecho -dijo Adamsberg mirándolo-. Lo oirá esta noche en la televisión. Dos hombres tirados sobre la acera como bolsas, desnudos y tiznados de negro.

– Dos de una vez -dijo Decambrais con una voz sorda.

Su boca se había contraído, dispersando una lluvia de arrugas sobre su piel blanca.

– En su opinión, Decambrais, ¿los cuerpos de los apestados son negros?

El letrado frunció las cejas.

– No soy un especialista en el asunto, comisario, y menos de la historia de la medicina. Por eso he tardado tanto en identificar estos «especiales». Pero puedo asegurarle que los médicos de la época no mencionan jamás ese aspecto, ese color. Carbuncos, manchas, bubones, bultos, sí, pero no ese color negro. Se ancló en la imaginación colectiva más tarde, por deslizamiento semántico, ¿sabe?

– Ah.

– Carece de importancia porque el error permaneció y llamamos a la peste la Muerte negra. Y esas palabras son, sin duda alguna, capitales para el asesino, porque son términos que siembran el horror. Quiere impresionar, golpear los espíritus con ideas fuertes, sean verdaderas o sean falsas. Y la Muerte negra golpea como un cañón.


Adamsberg se instaló en El Vikingo, bastante calmado en aquel atardecer, y pidió un café al gran Bertin. Por la ventana tenía una amplia vista de toda la plaza. Danglard lo llamó un cuarto de hora más tarde.

– Estoy en El Vikingo -dijo Adamsberg.

– Cuidado con el calvados -dijo Danglard-. Es muy singular. Te deja sin ideas en un abrir y cerrar de ojos.

– Ya no tengo ideas, Danglard. Estoy perdido. Creo que me ha emborrachado, que me ha extraviado. Creo que me ha vencido.

– ¿El calvados?

– El sembrador de peste. CLT. Por cierto, Danglard, olvídese de esas iniciales.

– ¿De mi Christian Laurent Taveniot?

– Déjelo en paz -dijo Adamsberg, que había abierto su cuaderno por la página escrita por Vandoosler-. Es el electuario de los tres adverbios.

Adamsberg esperó una reacción de su adjunto que no llegó. También Danglard estaba desbordado. Su espíritu clarividente se ahogaba.

Cito, longe, tarde -leyó Adamsberg-. Lárgate a toda velocidad y por una buena temporada.

– Mierda -dijo Danglard después de un momento-. Cito, longe fugeas et tarde redeas. Tenía que haberlo pensado.

– Ya nadie piensa, ni siquiera usted. Nos abruma.

– ¿Quién le informó?

– Marc Vandoosler.

– Tengo la información que nos pidió sobre Vandoosler.

– Olvídelo también. Está fuera de sospecha.

– ¿Sabía que su tío ha sido policía y fue expulsado justo al final de su carrera?

– Sí. He comido pulpo con ese tipo.

– Ah, bueno. ¿Sabía que el sobrino, Marc, ha participado en varios casos?

– ¿Criminales?

– Sí, pero del lado de la investigación. Nada tonto el tipo.

– Lo había notado.

– Lo llamaba por las coartadas de los cuatro pestólogos. Todo en orden, cumplidores, con vidas de familia inatacables.

– No tenemos suerte.

– No. Ya no nos queda nadie.

– Y yo ya no veo nada. Ya no siento nada, amigo mío.

Danglard tenía que haberse alegrado de la agonía de las intuiciones de Adamsberg. Se sorprendió sin embargo deplorando aquel desastre y animándolo a que prosiguiese por aquella vía que él reprobaba entre todas.

– Sí -dijo firmemente-, tiene que sentir forzosamente algo, una cosa al menos.

– Sólo una cosa -convino Adamsberg lentamente tras un corto silencio-. Siempre la misma.

– Diga.

Adamsberg barrió la plaza con la mirada. Pequeños grupos comenzaban a formarse, otros salían del bar, preparándose para el pregón de Le Guern. Allá, cerca del gran plátano, se recogían las apuestas sobre la tripulación perdida o salvada en la mar.

– Sé que está ahí -dijo.

– ¿Ahí dónde?

– En esta plaza. Está ahí.


Adamsberg ya no tenía televisión y había cogido la costumbre, en caso de necesidad, de bajar a cien metros de su casa a un pub irlandés saturado de música y de olor a Guinness, donde Enid, una camarera que conocía desde hacía mucho tiempo, le dejaba mirar el pequeño aparato metido bajo la barra. Empujó pues la puerta del Negras aguas de Dublín a las ocho menos cinco y se deslizó tras el mostrador. Negras aguas, ésa era exactamente la impresión que sentía, al menos desde aquella mañana. Mientras que Enid le preparaba una enorme patata con tropezones de beicon -dónde se procuran los irlandeses esas patatas tan gigantescas, es una pregunta que uno podría hacerse si tuviese tiempo, es decir, si un sembrador de peste no le bloquease a uno toda la cabeza-, Adamsberg siguió el boletín informativo en sordina. Era más o menos tan catastrófico como se había temido.

El presentador anunciaba el deceso de tres hombres en París, ocurrido en las noches del lunes al martes y del miércoles al jueves en circunstancias alarmantes. Las víctimas vivían todas en edificios que presentaban esos cuatros pintados que habían sido objeto de un comunicado especial de la jefatura de policía en el telediario de la noche de anteayer. El sentido de esas cifras, sobre el cual la policía no había deseado explicarse aún, se conocía ahora gracias a la recepción en la agencia France-Presse de un breve mensaje de su autor. Este comunicado anónimo debía tomarse con las mayores precauciones puesto que nada aseguraba su autenticidad. Su autor afirmaba sin embargo la muerte por peste de los tres hombres y aseguraba que llevaba largo tiempo poniendo en guardia a la población contra la plaga por medio de anuncios públicos repetidos en la encrucijada Edgar-Quinet-Delambre. Una reivindicación semejante se debía probablemente a un desequilibrado. Si los cuerpos presentaban, en efecto, bastantes aspectos de la Muerte negra, la jefatura de policía certificaba que esos hombres habían sido víctimas de un asesino en serie y que habían muerto a consecuencia de estrangulamiento. Adamsberg escuchó que citaban su nombre.

Después vinieron los mapas de las puertas marcadas, con explicaciones suplementarias, testimonios de los ocupantes, una vista de la Place Edgar-Quinet y después el comisario de la división Brézillon en persona, filmado en su despacho del Quai des Orfèvres, que aseguró con la gravedad necesaria que todas las personas amenazadas por el desequilibrado estaban protegidas por las fuerzas de policía y que el rumor de peste era pura y simple invención del individuo al que se buscaba en la actualidad, puesto que las manchas negras constatadas sobre el cuerpo habían sido producidas por el frotamiento de un pedazo de carbón de madera. En vez de atenerse a esas informaciones tranquilizadoras, el telediario proseguía con un corto documental relatando el pasado de la peste negra en Francia, cargado de imágenes y de comentarios absolutamente atroces.

Adamsberg volvió a su sitio, un poco agobiado, y empezó sin verla aquella monumental patata.

En El Vikingo, habían subido el volumen del aparato, y Bertin retrasó la hora del plato caliente y del lanzamiento del trueno. Joss era el centro de interés general y se las arreglaba como podía ante el asalto de preguntas, apoyado impecablemente por Decambrais, que conservaba una perfecta sangre fría, y por Damas que, aunque ignoraba en qué podía resultar útil, sentía que una situación tensa y compleja acababa de nacer y no abandonaba el flanco derecho de Joss. Marie-Belle había roto en lágrimas, desencadenando el pánico de Damas.

– ¿Hay peste? -había gritado durante el boletín, resumiendo la alarma general que nadie se atrevía a expresar tan ingenuamente.

– ¿No has oído? -dijo Lizbeth con su voz dominante-. Esos tipos no han muerto de peste, los han estrangulado. ¿No has oído? Hay que escuchar, Marie-Belle.

– ¿Y quién nos dice que no nos está tomando el pelo el gordo de la jefatura? -dijo un hombre en el bar-. ¿Crees que si hay peste en la ciudad, van a decírnoslo tal cual y por las buenas en las noticias, Lizbeth? ¿Crees que nos sueltan todo lo que saben? Es como lo que meten dentro del maíz y de las vacas, ¿crees que nos lo cuentan tal cual?

– Y nosotros, ¿qué hacemos mientras tanto? -dijo otro-. Nos comemos su maíz.

– Yo ya no lo como -dijo una mujer.

– Nunca lo has comido -dijo su marido-, no te gusta.

– Con todos sus experimentos imbéciles -continuó una voz en el bar- es muy posible que hayan metido la pata otra vez y que hayan soltado por ahí la enfermedad. Mira las algas verdes, ¿sabes de dónde vienen las algas verdes?

– Sí -respondió el tipo-. Y ahora ya no se puede hacer nada con ellas. Es como el maíz y las vacas.

– Tres muertos, ¿te das cuenta? ¿Y cómo van a parar eso? No lo saben ni ellos, te lo garantizo.

– Ya te digo -dijo un tipo en el fondo del bar.

– Pero ¡Dios santo! -gritó Lizbeth tratando de cubrir el ruido de la discusión-, ¡esos tipos fueron estrangulados!

– Porque no tenían los cuatros -dijo un hombre levantando el índice-. No estaban protegidos. Eso lo han explicado en la tele, ¿sí o no? Lo hemos soñado, ¿sí o no?

– Bueno, si es así, no es algo que se haya escapado, es un tipo el que lo envía.

– Es algo que se ha escapado -continuó el hombre firmemente- y hay un tipo que trata de proteger a las personas y de prevenirlas. El tipo hace lo que puede.

– Y ¿por qué ha olvidado a gente, entonces? ¿Y por qué ha pintado un puñado de edificios?

– Venga, ese tipo no es Dios. No tiene cuatro manos. No tienes más que hacer tú mismo tus cuatros, si estás cagado.

– ¡Pero Dios santo! -gritó de nuevo Lizbeth.

– ¿Qué pasa? -preguntó tímidamente Damas, sin que nadie le hiciese caso.

– Déjalo, Lizbeth -dijo Decambrais tomándola del brazo-. Se están volviendo locos. Hay que esperar que la noche los calme. Vamos a servir la cena, llama a los inquilinos.

Mientras Lizbeth reunía a sus ovejas, Decambrais telefoneó a Adamsberg, alejándose de la barra.

– Comisario, el ambiente aquí empieza a caldearse -dijo-. La gente pierde la cabeza.

– Aquí también -dijo Adamsberg desde su mesa del bar irlandés-. El que desorienta al auditorio, recolecta el pánico.

– ¿Qué va a hacer?

– Repetir y repetir que los tres hombres han sido asesinados. ¿Qué dicen a su alrededor?

– Lizbeth ya se ha visto en otras y mantiene la cabeza fría. A Le Guern se la trae un poco sin cuidado, trata de defender su pan y hacen falta más tempestades que ésta para conmoverlo. Bertin me parece bastante afectado, Damas no entiende nada y Marie-Belle está de los nervios. El resto adopta la actitud esperada, nos ocultan todo, no nos dicen nada y las estaciones están revueltas. Como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido y así la primavera y el otoño.

– Va a tener trabajo para rato, consejero.

– Usted también, comisario.

– Yo ya no distingo un burro a tres pasos.

– ¿Qué piensa hacer?

– Pienso irme a dormir, Decambrais.

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