VIII

Una buena parte de los cuatros ya había sido borrada de las puertas de los apartamentos de tres edificios marcados, sobre todo aquellos del distrito 18 que ya tenían diez y ocho días respectivamente, según los testimonios de algunos ocupantes. Pero se trataba de una pintura acrílica de buena calidad y quedaban huellas negruzcas bien visibles sobre los paneles de madera. En cambio, el inmueble de Maryse presentaba todavía numerosos especímenes intactos que Adamsberg mandó fotografiar antes de su destrucción. Habían sido realizados a mano uno a uno y no en serie con una plantilla. Pero los tres presentaban las mismas particularidades: tenían una altura de setenta centímetros, el trazo presentaba una anchura de tres buenos centímetros, estaban todos invertidos, tenían patas en la base y estaban adornados con dos barras en la rama inferior.

– Bien hecho, ¿no? -le dijo a Danglard, que se había quedado mudo durante toda la expedición-. El hombre es hábil. Lo hace de una vez, sin detenerse. Como un carácter chino.

– Es indiscutible -dijo Danglard instalándose en el coche a la derecha del comisario-. El grafismo es elegante, rápido. Tiene buena mano.

El fotógrafo guardó su equipo en la parte de atrás y Adamsberg arrancó suavemente.

– ¿Son urgentes estos negativos? -preguntó Barteneau.

– En absoluto -dijo Adamsberg-. Démelos cuando pueda.

– Dentro de dos días -propuso el fotógrafo-. Esta tarde tengo que hacer una serie para el Quai.

– En cuanto al Quai, no merece la pena que les hable de esto. No ha sido más que un paseo entre nosotros.

– Si tiene buena mano -continuó Danglard-, quizás sea pintor.

– No son obras de arte, no lo creo.

– Pero el conjunto sí puede constituir una. Imagínese un tipo que ataca centenares de edificios, terminarán por hablar de él. Fenómeno de envergadura, secuestro artístico de la colectividad, lo que se llama una «intervención». Dentro de seis meses conoceremos el nombre del autor.

– Sí -dijo Adamsberg-. Quizás tenga razón.

– Seguro -intervino el fotógrafo.

Su nombre acababa de volver a la memoria de Adamsberg: Brateneau. No: Barteneau: Delgado, Pelirrojo, Fotógrafo, igual a Barteneau. Muy bien. En cuanto al nombre de pila, nada que hacer, a nadie se le pide lo imposible.

– Hubo un tipo en mi pueblo, en Nanteuil -continuó Barteneau-, que a lo largo de una semana pintó un centenar de papeleras públicas de rojo con puntos negros. Parecía como si una bandada de mariquitas gigantes se hubiese abatido sobre la ciudad, cada una colgada de un poste como si fuese una ramita gigantesca. Pues bien, un mes más tarde, el tipo consiguió un trabajo en la mayor radio local. Hoy en día es el factotum de la cultura municipal.

Adamsberg condujo silenciosamente, colándose sin ponerse nervioso entre los atascos de las seis. Llegaba lentamente a las inmediaciones de la brigada.

– Hay un detalle que no encaja -dijo deteniéndose ante un semáforo en rojo.

– Lo he visto -cortó Danglard.

– ¿Qué? -preguntó Barteneau.

– El tipo no ha pintado todas las puertas de los apartamentos -respondió Adamsberg-. Las ha pintado todas, excepto una. Y esto en los tres edificios. El emplazamiento de la puerta evitada nunca es el mismo. En el sexto izquierda del inmueble de Maryse, en el tercero derecha de la Rue Poulet, en el cuarto derecha de la Rue Caulaincourt. Esto no le pega mucho a una «intervención».

Danglard se mordisqueó los labios, de un lado y de otro.

– Es el toque de desequilibrio lo que hace que la obra sea obra y no un decorado -propuso él-. Que el artista proponga una reflexión y no un papel pintado. Es la parte que falta, el agujero de la cerradura, lo inconcluso, la introducción del azar.

– Azar falsificado -rectificó Adamsberg.

– El artista debe fabricar él mismo el azar.

– No es un artista -dijo Adamsberg en voz baja.

Aparcó delante de la brigada, metió el freno de mano.

– Muy bien -admitió Danglard-. ¿Qué es?

Adamsberg se concentró, con los brazos descansando sobre el volante y la mirada fija en lontananza.

– Si pudiese evitar responderme «No lo sé»… -sugirió Danglard.

Adamsberg sonrió.

– En estas condiciones más vale que me calle -dijo.


Adamsberg volvió a su casa con paso rápido, para estar seguro de no perderse la llegada de Camille. Se dio una ducha y se derrumbó sobre una butaca para soñar una breve media hora puesto que Camille era generalmente puntual. El único pensamiento que le asaltó fue que se sentía desnudo bajo la ropa, como le ocurría muy a menudo cuando llevaba mucho tiempo sin verla. Desnudo bajo la ropa, condición natural de cada uno. Esta suerte de constatación lógica no perturbaba a Adamsberg. El hecho persistía cuando esperaba a Camille, estaba desnudo bajo la ropa, pero eso no le ocurría en el trabajo. La diferencia era muy clara, fuese lógica o no.

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