IV

– Me pregunto -dijo el comisario Adamsberg- si, a fuerza de ser policía, no me estoy volviendo policía.

– Ya lo ha dicho -observó Danglard, que preparaba la futura organización de su armario metálico.

Danglard tenía la intención de arrancar de unas bases impecables, tal y como había explicado. Adamsberg, que no tenía ningún tipo de intención, había desplegado sus carpetas sobre las sillas vecinas a la mesa.

– ¿Qué piensa?

– Que tras veinticinco años de carrera, quizás fuese una buena cosa.


Adamsberg hundió sus manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared recién pintada, considerando con una mirada vaga el nuevo emplazamiento en el que llevaba menos de un mes. Nuevos locales, nuevo destino. Brigada criminal de la jefatura de policía de París, grupo de homicidios, sucursal del distrito 13. Terminados los atracos, los tirones, golpes y lesiones, tipos armados, tipos desarmados, exasperados, no exasperados, y kilos de papeles aferentes. «Aferentes», se había oído a sí mismo decir dos veces en los últimos tiempos. A fuerza de ser policía…

Y no es que los kilos de papeles aferentes no lo siguiesen aquí como a cualquier otro lugar. Aquí, como en cualquier otro lado, encontraría tipos a los que les gustaba el papel. Cuando, siendo muy joven, dejó los Pirineos, había descubierto que esos tipos existían e incluso había concebido por ellos un gran respeto, un poco de tristeza y una formidable gratitud. A él le gustaba esencialmente caminar, soñar y hacer, y sabía que numerosos colegas lo habían considerado con un poco de respeto y mucha tristeza. «El papel -le había explicado un día un chaval voluble-, la redacción, el proceso verbal están en el nacimiento de toda Idea. Sin papel no hay idea. El verbo realza la idea como el humus realza el garbanzo. Un acta sin papel es un garbanzo más que muere en el mundo».

Bien, probablemente había conducido a la muerte a camiones de garbanzos desde que era policía. Pero a menudo había sentido emerger pensamientos intrigantes como resultado de sus deambulaciones. Pensamientos que se parecían más a montones de algas que a garbanzos, sin duda, pero el vegetal sigue siendo vegetal y una idea sigue siendo una idea, y nadie os pregunta una vez que la habéis enunciado si la habéis recogido en un campo de labor o en un lodazal. Dicho esto, era indudable que su adjunto Danglard, que amaba el papel en todas sus formas, desde las más altivas hasta las más humildes -en fajos, en libros, en rollos, en folletos, del incunable al papel de cocina-, era un hombre capaz de suministrar garbanzo de calidad. Danglard era un tipo de hombre reconcentrado que pensaba sin caminar, un ansioso con el cuerpo blando que escribía bebiendo y que, con la única ayuda de la inercia, de su cerveza, de su lápiz mordisqueado y de su curiosidad un poco fatigada, producía ideas en formación de un tipo muy diferente a las suyas.

Se enfrentaban a menudo sobre este punto. Danglard consideraba que la única idea estimable era aquella fruto del pensamiento reflexivo y desconfiaba de toda forma de intuición informe. Adamsberg, en cambio, no consideraba nada y no trataba de separar una idea de otra. Sin embargo, cuando lo trasladaron a la brigada criminal, Adamsberg se peleó para traerse al espíritu tenaz y preciso del teniente Danglard, tras ascenderlo a capitán.

En este nuevo lugar, las reflexiones de Danglard así como las deambulaciones de Adamsberg ya no brincaban de una rotura de escaparate a un robo de bolso. Se concentraban sobre un solo objetivo: los crímenes de sangre. Ya no tenían ni un mísero escaparate que los distrajese de la pesadilla de la humanidad asesina. Ni un mísero bolso con unas llaves, con una agenda y una carta de amor que les permitiera respirar el aire vivificante del delito menor y volver a acompañar a la mujer joven a la puerta con un pañuelo limpio.

No. Crímenes de sangre. Grupo de homicidios.

Esta definición cortante de su nueva línea de intervención hería como una hoja de afeitar. Muy bien, él lo había querido, al remolcar tras de sí unos treinta asuntos criminales desentrañados con gran ayuda de ensoñaciones, paseos y subidas de algas. Aquello lo había situado allí, en la línea de los asesinos, en el camino de horror en el que se había revelado, contra toda sospecha, diabólicamente bueno -«diabólicamente» era un término escogido por Danglard para dar cuenta de la impracticabilidad de los senderos mentales de Adamsberg.

Allí estaban los dos, situados en esta línea, con veintiséis adjuntos.


– Me pregunto -retomó Adamsberg pasando lentamente la mano sobre el yeso húmedo- si nos puede ocurrir lo mismo que a las rocas al borde del mar.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Danglard con una pizca de impaciencia.

Adamsberg hablaba siempre lentamente, tomándose todo el tiempo del mundo para enunciar lo importante y lo irrisorio, perdiendo a veces el objetivo a medio camino, y Danglard soportaba con dificultad aquella manera suya de actuar.

– Pues bien, esas rocas, digamos que no son uniformes. Digamos que tienen caliza dura y caliza blanda.

– La caliza blanda no existe en geología.

– Qué más da, Danglard. Hay trozos blandos y trozos duros, como en toda forma de vida, como en mí mismo o en usted. En esas rocas, a fuerza de que las golpee la mar, de que las atice, las partes blandas empiezan a fundirse.

– «Fundirse» no es la palabra.

– Qué más da, Danglard. Esos trozos desaparecen. Y las partes duras empiezan a sobresalir. Y a medida que pasa el tiempo, y a medida que el mar golpea, la debilidad parte en añicos arrastrada por el viento. Al final de su vida, la roca no es más que protuberancias, dientes, mandíbula de roca caliza dispuesta a morder. En vez de blandura hay huecos, vacíos, ausencias.

– ¿Y entonces? -dijo Danglard.

– Entonces me pregunto si los policías, y montones de otros seres humanos expuestos a los golpes de la vida, no sufren la misma erosión. Desaparición de partes blandas, resistencia de las partes resistentes, insensibilización, endurecimiento. En el fondo, una verdadera decadencia.

– ¿Se pregunta si lleva el mismo camino que esa mandíbula de caliza?

– Sí. Si no me estoy volviendo un policía.

Danglard consideró la cuestión durante un breve instante.

– En lo que concierne a su roca personal, creo que la erosión no se comporta normalmente. Digamos que en su caso lo duro es blando y lo blando es duro. El resultado, forzosamente, no tiene nada que ver.

– ¿Qué es lo que cambia?

– Todo. Resistencia de las partes blandas, el mundo al revés.

Danglard examinó su propio caso, deslizando un fajo de hojas en una de las carpetas suspendidas.

– ¿Y qué sucedería -retomó- si una roca estuviese enteramente constituida de caliza blanda, y fuese policía?

– Terminaría convirtiéndose en una canica y después desaparecería en cuerpo y alma.

– Es reconfortante.

– Pero no creo que rocas semejantes puedan existir en libertad en medio de la naturaleza. Y policías mucho menos.

– Esperémoslo -dijo Danglard.

La joven titubeaba ante la puerta de la comisaría. Bueno, no estaba escrito «Comisaría» sino «Jefatura de policía-brigada criminal», en letras brillantes sobre una placa resplandeciente suspendida del batiente de la puerta. Era la única cosa limpia del lugar. El edificio era viejo y negro y los cristales estaban sucios. Cuatro obreros se ocupaban de las ventanas, taladrando la piedra con un follón de mil demonios para dotarlas de barrotes. Maryse concluyó que, fuese una comisaría o una brigada, seguía siendo la policía, y que éstos estaban más cerca que los de la avenida. Dio un paso hacia la puerta y después se detuvo de nuevo. Paul la había prevenido: los policías se te reirán en las narices. Pero ella no estaba tranquila con los niños. ¿Qué le costaba entrar? ¿Cinco minutos? ¿El tiempo de decirlo y de largarse?

– Los policías se te reirán en las narices, mi pobre Maryse. Si es eso lo que quieres, adelante.

Un tipo salió por la puerta del portal, pasó ante ella y después volvió sobre sus pasos. Ella retorcía la correa de su bolso.

– ¿Le pasa algo? -preguntó él.

Era un hombre bajo y moreno vestido a la buena de Dios, sin peinar siquiera, con las mangas de su chaqueta negra remangadas sobre sus antebrazos desnudos. Seguramente era alguien como ella que venía a contar sus problemas. Pero él ya había terminado.

– ¿Son agradables, ahí dentro? -le preguntó Maryse.

El tipo moreno se encogió de hombros.

– Depende de quién.

– ¿Le escuchan a uno? -precisó Maryse.

– Depende de lo que les diga.

– Mi sobrino cree que se reirán en mis narices.

El tipo inclinó la cabeza hacia un lado y posó sobre ella una mirada atenta.

– ¿De qué se trata?

– De mi edificio, la otra noche. Me preocupo por los niños. Si entró un loco la otra noche, ¿quién me dice que no va a volver? ¿O no?

Maryse se mordisqueaba los labios con la frente un poco enrojecida.

– Aquí -dijo el hombre suavemente refiriéndose al edificio asqueroso- está la brigada criminal. Es para los asesinatos, ¿comprende? Cuando matan a alguien.

– Oh -dijo Maryse, alarmada.

– Vaya a la comisaría de la avenida. A mediodía, hay menos gente, tendrán tiempo para escucharla.

– Oh, no -dijo Maryse sacudiendo la cabeza-, tengo que estar en el despacho a las dos, el jefe no tolera los retrasos. ¿No pueden prevenir desde aquí a sus colegas de la avenida? Quiero decir, ¿no son un poco la misma pandilla, todos estos policías?

– No exactamente -respondió el tipo-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Robo?

– Oh, no.

– ¿Violencia?

– Oh, no.

– Cuénteme, será más fácil. Podré orientarla.

– Claro -dijo Maryse un poco asustada.

El tipo esperó pacientemente, apoyado en el capó de un coche, a que Maryse se concentrase.

– Es una pintura negra -explicó-. O más bien trece pinturas, sobre todas las puertas del edificio. Me dan miedo. Estoy siempre sola con los niños, ¿comprende?

– ¿Dibujos?

– Oh, no. Son cuatros. Números cuatro. Grandes cuatros negros, un poco antiguos. Me preguntaba si no sería una banda o algo así. Quizás los policías sepan algo y puedan entenderlo. Quizás no. Paul me ha dicho: si quieres que se rían en tus narices, adelante.

El tipo se enderezó, le puso una mano sobre el brazo.

– Venga -le dijo-. Vamos a tomar nota de todo eso y ya no tendrá nada que temer.

– Pero -dijo Maryse- ¿no sería mejor que fuésemos a buscar a un policía?

El hombre la miró un momento, un poco sorprendido.

– Yo soy policía -respondió-. Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg.

– Vaya -dijo Maryse desorientada-. Lo siento.

– No hay de qué. ¿Por quién me tomaba?

– No me atrevo a decírselo.

Adamsberg la condujo a través de los locales de la brigada criminal.

– ¿Le echo una mano, comisario? -le preguntó un teniente de paso, con los ojos ojerosos, a punto de irse a comer.

Adamsberg empujó a la joven hacia su despacho y miró al hombre esforzándose por situarlo. No conocía aún a todos los adjuntos que habían destinado a su grupo y le costaba mucho trabajo recordar sus nombres. Los miembros del equipo no habían tardado en notar aquella dificultad y se presentaban sistemáticamente a cada esbozo de conversación. Adamsberg no estaba aún muy seguro de si lo hacían por ironía o para ayudarlo sinceramente, y le daba un poco igual.

– Teniente Noël -dijo el hombre-. ¿Le echo una mano?

– Una joven nerviosa, nada más. Un chiste malo en su edificio o simplemente unas pintadas. Necesita un poco de apoyo.

– Aquí no somos asistentes sociales -dijo Noël cerrando su cazadora con un golpe seco.

– ¿Y por qué no?, teniente…

– Noël -completó el hombre.

– Noël -repitió Adamsberg, tratando de memorizar su rostro.

Cabeza cuadrada, piel blanca, cabello rubio al cepillo y orejas bien visibles igual a Noël. Orejas, brutalidad, Noël.

– Hablaremos más tarde, teniente Noël -dijo Adamsberg-. Tiene prisa.

– Si es para ayudar a la señora -intervino un cabo igual de desconocido para Adamsberg-, yo me ofrezco voluntario. Tengo mis herramientas -añadió sonriendo, con las manos colgando de la cinturilla de su pantalón.

Adamsberg se volvió lentamente.

– Cabo Favre -anunció el hombre.

– Aquí -dijo Adamsberg con voz tranquila- va a hacer algunos descubrimientos que van a sorprenderle, cabo Favre. Aquí las mujeres no son un redondel con un agujero en el medio y si esa noticia le asombra, no lo dude, trate de averiguar más. Debajo encontrará las piernas, los pies y arriba un busto y una cabeza. Trate de imaginarlo, Favre, si es capaz.

Adamsberg se dirigió hacia su despacho esforzándose por grabar el rostro del cabo. Mejillas llenas, nariz gruesa, cejas hirsutas, cara de gilipollas, igual a Favre. Nariz, cejas, mujeres. Favre.

– Cuénteme -dijo, apoyándose en el muro de su despacho, frente a la joven que se había instalado a medias sobre una silla-. ¿Tiene niños?, ¿está sola?, ¿dónde vive?

Adamsberg garabateó las respuestas en un cuaderno, el nombre, la dirección, para tranquilizar a Maryse.

– Esos cuatros han sido pintados sobre las puertas, ¿verdad? ¿En una sola noche?

– Sí. Estaban sobre todas las puertas ayer por la mañana. Unos cuatros así de grandes -añadió separando las manos unos sesenta centímetros.

– ¿Sin firma? ¿Sin iniciales?

– Sí. Hay tres letras debajo, pintadas en más pequeño. CTL. No. CLT.

– ¿También negras?

– También.

– ¿Nada más? ¿Nada sobre la fachada? ¿En el hueco de la escalera?

– Sólo sobre las puertas. En negro.

– Esa cifra ¿no está un poco deformada? ¿Como una sigla?

– Ah, sí. Puedo dibujarla, se me da bien.

Adamsberg le tendió su libreta y Maryse se aplicó en representar un gran cuatro cerrado, con tipografía de imprenta, de rasgos gruesos, con patas en la base como una cruz de Malta y con dos barras sobre la vuelta.

– Ya está -dijo Maryse.

– Lo ha hecho al revés -dijo suavemente Adamsberg cogiendo el cuaderno.

– Porque está al revés. Está al revés, con el pie ancho y con estas dos pequeñas barras en un extremo. ¿Lo conoce? ¿Es la marca de unos ladrones? ¿CLT? ¿O qué?

– Los ladrones marcan las puertas tan discretamente como pueden. ¿Qué la asusta?

– La historia de Alí Babá, creo. El asesino que marcaba las puertas con una gran cruz.

– En esa historia, sólo marcaba una. La mujer de Alí Babá marcaba las otras para despistarlo, si no me equivoco.

– Es verdad -dijo Maryse tranquilizada.

– Es una pintada -dijo Adamsberg acompañándola a la puerta. Chavales del barrio, probablemente.

– Nunca he visto este cuatro en el barrio -dijo Maryse en voz baja-. Nunca he visto pintadas en las puertas de los pisos. Porque las pintadas son para que las vea todo el mundo, ¿no?

– No hay regla fija. Lave su puerta y no lo piense más.


Después de la partida de Maryse, Adamsberg arrancó las hojas de su cuaderno y las arrojó a la papelera hechas una bola. Después volvió a ponerse en la misma posición de pie, apoyado en el muro, meditando sobre la manera de limpiar la cabeza de los tipos como Favre. No era fácil, había un vicio de forma muy profundo, el sujeto apenas era consciente. Sólo esperaba que todo el grupo de homicidios no fuese idéntico. Sobre todo porque contaba con cuatro mujeres.

Como cada vez que se ponía a meditar, a Adamsberg se le iba la cabeza rápidamente y alcanzaba un vacío próximo a la somnolencia. Emergió con un ligero sobresalto después de diez minutos, buscó en sus cajones la lista de los veintisiete adjuntos, exceptuando a Danglard, y se esforzó en memorizar los nombres, recitándolos en voz baja. Después, al margen, anotó: Orejas, Brutalidad, Noël, y Nariz, Cejas, Mujeres, Favre.


Volvió a salir para tomar ese café que el encuentro con Maryse le había hecho posponer. Aún no tenían máquina de café ni expendedor de comida, los hombres se peleaban para encontrar tres sillas y papel, los electricistas estaban instalando los enchufes para las baterías de los ordenadores. Acababan de empezar a colocar los barrotes en las ventanas. Sin barrotes no había crimen. Los asesinos se retendrían hasta la finalización de las obras. Más valía soñar fuera y socorrer a las jóvenes nerviosas en las aceras. O irse a pensar en Camille, a la que llevaba dos meses sin ver. Si no se equivocaba, su vuelta estaba prevista para mañana o para pasado mañana, ya no recordaba bien la fecha.

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