XXVI

Adamsberg remontó el Boulevard Saint-Michel por la acera donde el sol comenzaba de nuevo a calentar. Llevaba la chaqueta en el brazo, para que se secase. No trataba de combatir el punto de vista de Ferez, sabía que el médico tenía razón. Aquello ponía al sembrador fuera de su alcance. Y eso que creyó estar tocándolo con la mano. Le quedaba la Place Edgar-Quinet, adonde se dirigía. El nieto de los traperos de 1920 se encontraría en la plaza, siempre acababa volviendo. Se encontraba allí o pasaba por allí incesantemente a pesar del peligro. Después de todo, ¿qué podía temer? Se sentía el amo y lo había probado en el momento de su vida en que resultó necesario. No serían veintiocho policías los que le molestarían a él, que dirigía la plaga de Dios y que podía bloquearla de un manotazo. O sea que esos veintiocho policías no valían a sus ojos una mierda.

Todo daba la razón al orgullo del sembrador. Los parisinos lo obedecían y pintaban concienzudamente el talismán sobre sus puertas. Y los veintiocho policías dejaban que los cadáveres se acumulasen. Cuatro muertos ya, y él no tenía la más mínima idea para impedir que hubiese otro. Excepto, quizás, plantarse en aquel cruce y contemplar algo, ni siquiera sabía qué, mientras dejaba que su chaqueta y las perneras de su pantalón se secasen al aire.

Puso un pie sobre la plaza en el momento en que resonaba el golpe de trueno del normando. Ahora ya había comprendido el sistema y se apuró para disfrutar el plato caliente, uniéndose a la mesa formada por Decambrais, Lizbeth, Le Guern, la melancólica Éva y gente que no conocía. Como si obedecieran visiblemente una consigna de Decambrais, trataron de hablar de todo excepto del sembrador. En cambio, en las mesas vecinas, Adamsberg oyó las conversaciones girando en torno a este episodio, y algunos apoyaban vigorosamente el punto de vista del periodista acusador: los policías mentían. Las fotos de los estrangulamientos estaban trucadas, ¿por quiénes los tomaban? ¿Por imbéciles? Sí, respondía otro, pero si esos muertos han muerto de peste, ¿cómo es posible que tuviesen el tiempo de desvestirse antes de palmarla y de hacer un montoncito bien ordenado con sus pertenencias? O de ir a meterse bajo un camión. ¿Qué quiere decir eso, quieres explicarme? ¿Se parece a una peste eso o a un asesinato? Exactamente, pensó Adamsberg, que se volvió para examinar el rostro inteligente y tranquilo de una mujer muy gorda apretada en una blusa floreada. No digo -respondió su interlocutor alterado-, no digo que sea simple. No es eso -intervino otro, un hombre seco con la voz aflautada-. Son las dos cosas a la vez. Son personas que se mueren de peste, pero como el desconocido quiere que se sepa, los saca de su casa y los desviste para que se vea bien lo que hay y que la población esté al loro. Él no es un tramposo. Trata de ayudar. Sí -continuó la mujer-, y entonces ¿por qué no habla más claramente? Los tipos que se ocultan nunca me han inspirado confianza. Se oculta porque no puede mostrarse -retomó la voz aflautada, elaborando penosamente su teoría a medida que hablaba-. Es un tipo de un laboratorio y este tipo sabe que han dejado escapar la peste jodiendo un tubo de cristal o algo así. No puede decirlo porque el laboratorio tiene orden de callarse a causa de la población. Al gobierno no le gusta que la población se alborote. Entonces a callar. El tipo trata de hacer que la gente comprenda sin darse a conocer. ¿Por qué? -continuó la mujer-. ¿Tiene miedo de perder su empleo? Si es por eso por lo que no quiere hablar tu protector, déjame que te diga, André, que es un miserable.


Adamsberg se alejó un momento del café para contestar una llamada del teniente Mordent. Se estimaba en alrededor de diez mil el número de los edificios afectados hasta el momento. Ninguna nueva víctima que señalar, no, por ese lado, respiraban un poco. Pero por el otro estaban desbordados. ¿Podían dejar ya de responder a los aterrorizados? Porque además hoy no eran más que seis en la brigada. Evidentemente -dijo Adamsberg-. Bueno -dijo Mordent-, mejor así. Al menos lo que le consolaba era que el asunto arrancaba a toda velocidad también en Marsella, se harían compañía. Masséna le había pedido que lo llamase.

Adamsberg se encerró en el baño para llamar a Masséna y se sentó sobre la tapa bajada.

– Está empezando, colega -dijo Masséna-, desde que la radio ha difundido el mensaje de su desquiciado por las ondas y los periodistas se han puesto a comentarlo de manera constante.

– No es mi desquiciado, Masséna -dijo Adamsberg en un tono un poco agudo-. Ahora también es el suyo. Compartámoslo.

Masséna dejó pasar un silencio, el tiempo de calibrar a su colega.

– Compartamos -admitió-. Nuestro majara ha puesto el dedo en un punto caliente porque aquí la peste es una vieja herida pero no hace falta gran cosa para volver a abrirla. Cada mes de junio, el arzobispo celebra la misa de la rogativa para conjurar la epidemia. Todavía tenemos monumentos y calles a la gloria del caballero Roze o del obispo Belsunce. No son sólo nombres enterrados, los marselleses no tienen la memoria en el culo.

– ¿Quiénes son esos tipos? -preguntó Adamsberg con voz tranquila.

Masséna era un tipo colérico, acalorado probablemente por un antiparisinismo instintivo. Aquello a Adamsberg le traía sin cuidado porque no era parisino pero igualmente le hubiese traído sin cuidado en caso de serlo. Para Adamsberg ser de aquí o de allá carecía de importancia. Pero Masséna no era combativo más que en fachada y no le llevaría más de un cuarto de hora derrumbar aquel revestimiento.

– Esos tipos, colega, fueron individuos que se mataron día y noche para ayudar a la gente durante el gran contagio de 1720, mientras montones de oficiales municipales, notables, médicos y curas se largaban como alma que lleva el diablo. Fueron héroes, como quien dice.

– Es normal tener miedo de la muerte, Masséna. Usted no estaba allí.

– Oiga, no estamos aquí para reescribir la historia. Le explico únicamente que en Marsella, la plaga del Grand Saint-Antoine se vuelve a abrir a una velocidad acelerada.

– No me diga que todos los marselleses saben quiénes son esos Roze y Belsain.

– Belsunce, colega.

– Belsunce.

– No -reconoció Masséna-, no lo saben todos. Pero la historia de la peste, la destrucción de la ciudad, el muro de Provenza, eso lo conocen. La peste está en algún lugar en el fondo de sus cabezas.

– Parece que aquí también, Masséna. Alcanzamos los diez mil edificios marcados hoy. No nos queda más que rezar para que se agote la pintura.

– Pues bien, aquí, en una sola mañana, cuento aproximadamente doscientos en el barrio del Vieux Port. Haga la cuenta a la escala de la ciudad. Pero joder de mierda, colega, ¿están pirados o qué?

– Lo hacen para protegerse, Masséna. Si contásemos el número de gente que posee una pulsera de cobre, una pata de conejo, un san Cristóbal, agua de Lourdes, o que tocan madera, y no hablo ya de las cruces, alcanzaríamos fácilmente los cuarenta millones.

Masséna suspiró.

– Mientras lo hagan ellos mismos -dijo Adamsberg-, no es grave. ¿Hay algo que pueda indicarnos una firma auténtica? ¿Un cuatro dibujado por el sembrador mismo?

– Es difícil, colega. La gente copia. Hay muchos que se olvidan de ampliar la base, ¿sabes?, o que ponen una barrita en vez de dos en la vuelta. Pero el cincuenta por ciento es concienzudo. Se parecen endiabladamente al original. ¿Cómo quiere que me aclare?

– ¿Se han notificado sobres?

– No.

– ¿Ha anotado los edificios donde todas las puertas están marcadas excepto una?

– Los hay, colega. Pero también hay un montón de gente que conserva la cabeza fría y se niega a pintar esa chorrada en su casa. También los hay vergonzosos, que trazan un cuatro minúsculo en la parte de abajo de su puerta. Así, lo hacen sin hacerlo o no lo hacen haciéndolo, como quiera. No puedo mirar todas las puertas con lupa. ¿Lo hace usted?

– Estamos desbordados, Masséna, ha sido la ocupación principal del fin de semana. Ya no controlamos.

– ¿Nada más?

– Casi nada. Controlo cien metros cuadrados de los ciento cinco millones de la ciudad. Es el espacio por donde espero ver pasar al sembrador que quizás esté rondando por el Vieux Port en el minuto en que le hablo.

– ¿Tiene su descripción? ¿Una idea vaga?

– Nada. Nadie lo ha visto. Ni siquiera sé si es un hombre.

– ¿Qué busca en su pequeño espacio, colega? ¿Un ectoplasma?

– Una impresión. Le llamaré de nuevo esta noche, Masséna. Aguante.

Llevaban ya un buen rato sacudiendo con rabia el pomo de la puerta de los baños y cuando Adamsberg salió, plácido, pasó ante un tipo tremendamente impaciente, con ganas de mear sus cuatro cervezas.

Pidió permiso a Bertin para poner a secar su chaqueta sobre el respaldo de una de sus sillas mientras se iba a vagar por la plaza. Desde que Adamsberg había enderezado in extremis el coraje reblandecido del normando, salvándolo quizás de la hilaridad general y de una pérdida irreversible de toda autoridad divina entre la clientela, Bertin se consideraba como su deudor de por vida. Lo autorizó diez veces a abandonar en sus manos la chaqueta, que vigilaría como una madre, e insistió en que se pusiese un anorak verde antes de salir a afrontar el viento y los chubascos que Joss había anunciado en el pregón del mediodía. Adamsberg obedeció para no ofender al orgulloso descendiente de Thor.

Vagó toda la tarde por la encrucijada, entrecortando sus ambulaciones con algunos cafés en El Vikingo y algunas llamadas telefónicas. Alcanzarían los quince mil edificios de aquí a la noche en París y los cuatro mil en Marsella donde, en efecto, se operaba un despegue fulgurante. Adamsberg estaba hastiado, aumentando sus vastas capacidades de indiferencia para luchar contra la marea creciente. Si le hubiesen anunciado dos millones de cuatros, no por ello se habría sobresaltado. Todo en él se había relajado, se abandonaba. Todo excepto su mirada, única parte de su cuerpo que permanecía viva.

Se instaló contra el plátano para el pregón de la noche, con los brazos colgando a lo largo de su cuerpo, perdido en el anorak demasiado grande del normando. Le Guern espaciaba los horarios el domingo y ya eran casi las siete cuando depositó la caja sobre la acera. Adamsberg no esperaba nada de este pregón puesto que el cartero no repartía el domingo. Pero empezaba a reconocer rostros en los grupos que se constituían en torno al estrado. Había sacado la lista elaborada por Decambrais y controlaba sus nuevos conocidos a medida que iban llegando. A las siete menos dos minutos, Decambrais apareció en el umbral de su puerta, Lizbeth se abrió camino con los codos entre el gentío para situarse en su lugar habitual y Damas apareció ante su tienda con un jersey y se apoyó en la persiana de hierro bajada.

Joss empezó su pregón con determinación, lanzando su voz potente de un extremo a otro de la plaza. Adamsberg escuchó fluir con placer los anuncios anodinos, bajo un sol débil. Aquella tarde entera sin dar golpe, dejando que su cuerpo y sus pensamientos se derrumbasen totalmente, lo había relajado después de la espesa conversación de la mañana con Ferez. Había alcanzado el estado de energía de una esponja batida por el oleaje, el estado exacto que buscaba a veces. Y al final del pregón, cuando Joss abordaba su naufragada conclusión, se sobresaltó, como si una piedra aguda hubiese golpeado duramente la esponja. Ese choque casi le hizo daño y lo dejó asustado y al acecho. Era incapaz de definir su proveniencia. Era una imagen que lo había golpeado, forzosamente, mientras casi dormía contra el tronco del plátano. Un trozo de imagen, en algún lugar de la plaza, que había venido a cruzarse con él en una décima de segundo.

Adamsberg se enderezó, buscando por todas partes la imagen desconocida para reanudar el choque. Después se apoyó contra el árbol, reconstituyendo exactamente la posición en la cual se encontraba en el momento del impacto. Desde allí, su campo de visión iba desde la casa de Decambrais hasta la tienda de Damas, franqueando la Rue de Montparnasse y englobando alrededor de una cuarta parte del público del pregonero, visto de frente. Adamsberg apretó los labios. Aquello era bastante espacio y bastante gente y la muchedumbre ya se dispersaba en todas direcciones. Cinco minutos más tarde, Joss volvía a llevarse la caja y la plaza se vaciaba. Todo se escapaba. Adamsberg cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el vacío del cielo, esperando que la imagen volviese por sí misma, aérea. Pero la imagen había caído al fondo de su pozo, como una piedra anónima y malencarada. Quizás estuviese ofendida de que no le hubiese dedicado más atención en el breve instante en que se había dignado pasar cual estrella fugaz. Quizás transcurriesen meses antes de que se decidiese a reaparecer.

Triste, Adamsberg dejó la plaza en silencio, convencido de que acababa de dejar escapar su única oportunidad.

Sólo cuando llego a casa, al desvestirse, se dio cuenta de que había conservado el anorak verde del normando y había dejado su vieja chaqueta negra a secar bajo la proa del barco pirata. Señal de que también él confiaba en la protección divina de Bertin. O señal, más probablemente, de que abandonaba todas las cosas a la buena de Dios.

Загрузка...