VI

Al pasar por el portal de la brigada, hacia las trece horas, Adamsberg fue interceptado por un teniente desconocido.

– Teniente Maurel, comisario -se presentó el hombre-. Hay una joven que lo espera en su despacho. No ha querido tratar con nadie más que con usted. Una tal Maryse Petit. Está aquí desde hace veinte minutos. Me he permitido cerrar la puerta porque Favre quería consolarla.

Adamsberg frunció las cejas. La mujer de ayer, la historia de las pintadas. Dios santo, la había reconfortado demasiado. Si venía a desahogarse todos los días, las cosas se complicarían mucho.

– ¿He metido la pata, comisario? -preguntó Maurel.

– No, Maurel. Es culpa mía.

Maurel, alto, delgado, moreno, con acné, mandíbula prominente, sensible. Acné, mandíbula prominente, sensible, igual a Maurel.

Adamsberg entró en su despacho con algo de prudencia y se instaló en su mesa con un movimiento de cabeza.

– Comisario, lamento volver a molestarlo -comenzó Maryse.

– Un minuto -dijo Adamsberg sacando una hoja de su cajón y sumergiéndose en ella con el bolígrafo en la mano.

Sucia y gastada artimaña de policía o de empresario que incrementaba la distancia, que hacía comprender al de enfrente su insignificancia relativa. Adamsberg lamentaba utilizarla. Uno se cree a diez leguas de un teniente Noël que cierra su cazadora con un golpe seco y se encuentra haciendo algo peor. Maryse se había callado de inmediato y había bajado la cabeza. Adamsberg leyó en aquello que estaba acostumbrada a las vejaciones patronales. Era más bien guapa y, cuando se inclinaba, su camisa dejaba ver el nacimiento de los senos. Uno se cree a cien leguas de un cabo Favre y, a lo peor, chapotea en la misma piara de cerdos. En su lista, Adamsberg anotó lentamente: Acné, mandíbula prominente, sensible, Maurel.

– ¿Sí? -dijo volviendo a levantar la cabeza-. ¿Aún tiene miedo? Recuerde, Maryse, esto es el grupo de homicidios. Si se siente demasiado preocupada, un médico quizás le sea más útil que un policía.

– Sí, quizás.

– Está bien -dijo Adamsberg volviendo a levantar la cabeza-. Deje de preocuparse, las pintadas no han comido nunca a nadie.

Abrió la puerta y le sonrió para animarla a que se fuese.

– Pero -dijo Maryse- no le he contado lo de los otros edificios.

– ¿Qué otros edificios?

– Dos edificios al otro lado de París, en el distrito 18.

– ¿Y entonces?

– Unos cuatros negros. Había sobre todas las puertas y llevaban allí más de una semana, mucho más que los de mi edificio, de hecho.

Adamsberg se quedó inmóvil un instante y después volvió a cerrar la puerta suavemente y señaló la silla de la joven.

– Los grafiteros, comisario -preguntó tímidamente Maryse volviendo a sentarse-, pintan más bien en su barrio, ¿no? Quiero decir, en un territorio reducido. No pintan un edificio y después otro en el otro extremo de la ciudad, ¿no?

– Excepto si viven en un extremo y en otro de París.

– Oh, sí. Pero, en general, las pandillas son del mismo barrio, ¿no?

Adamsberg se quedó silencioso y después sacó su cuaderno.

– ¿Cómo lo ha sabido?

– Llevé a mi hijo al logopeda, es disléxico. Durante la sesión, espero siempre en el café de enfrente. Ojeaba el periódico del barrio, ya sabe, las noticias del distrito y después la política. Había una columna entera sobre el asunto, un edificio de la Rue Poulet y otro en la Rue Caulaincourt, que habían aparecido cubiertos de cuatros en todas las puertas.

Maryse dejó pasar un instante.

– Le he traído el papel -dijo deslizando el recorte sobre la mesa-. Para que viese que no le he contado historias. Quiero decir que no trataba de hacerme la interesante o algo así.

Mientras Adamsberg leía el artículo, la joven se levantó para irse. Adamsberg echó una ojeada a su papelera vacía.

– Un momento -dijo-. Vamos a volver a empezar desde el principio. Su nombre, su dirección, el dibujo de este cuatro y todo el resto.

– Pero ya se lo dije ayer -respondió Maryse un poco molesta.

– Prefiero volver a empezar. Por precaución, ¿me entiende?

– Bueno -dijo Maryse, volviendo a sentarse de nuevo, dócilmente.


En cuanto Maryse se hubo marchado, Adamsberg se fue a caminar. Una hora sin moverse en una silla representaba el tiempo máximo que soportaba sentado. Las cenas en restaurantes, las sesiones de cine, los conciertos, las largas veladas en sillones mullidos, que comenzaban con un placer sincero, terminaban con algo semejante al sufrimiento físico. El deseo compulsivo de salir y de caminar, o por lo menos de levantarse, le hacía descuidar la conversación, la música, la película. Esta condición lastradora tenía sus ventajas. Le permitía comprender lo que los otros llaman desasosiego, impaciencia, o incluso el sentimiento de la urgencia, estados que le eran ajenos en todas las otras actividades de la vida.

Una vez de pie o una vez en camino, esa impaciencia desaparecía como había llegado y Adamsberg recuperaba su ritmo natural, lento, calmado, constante. Volvió a la brigada sin haber reflexionado particularmente pero con la sensación de que esos cuatros no eran una pintada ni una broma de adolescente, ni siquiera una farsa vengativa. Aquella serie de cifras le producía una vaga desazón, un malestar furtivo.

Llegando a la brigada, supo también que no era conveniente hablar con Danglard. Danglard detestaba verlo derivar a través de percepciones infundadas, fuente, a sus ojos, de todos los derrapajes policiales. Lo mejor que podría decir es que aquello era una pérdida de tiempo. Por mucho que Adamsberg le explicase que perder el tiempo no es nunca perder el tiempo, Danglard seguía resueltamente refractario a aquel sistema de pensamientos ilegítimos, sin ligazón racional. El problema de Adamsberg era que él no había conocido ningún otro y que ni siquiera se trataba de un sistema sino de una convicción o incluso de una simple veleidad. Era una tendencia, la única que poseía.

Danglard estaba en su despacho, con la mirada pesada tras una comida consistente. Probaba la red de ordenadores que acababan de conectar.

– No consigo importar el fichero de huellas dactilares de la jefatura -se quejó al paso de Adamsberg-. ¿Qué demonios hacen, Dios bendito? ¿Lo retienen? ¿Somos una sucursal o no lo somos?

– Llegará -dijo Adamsberg, contemporizador, tanto más tranquilo puesto que utilizaba lo menos posible los ordenadores.

Esta ineptitud, al menos, no parecía molestar al capitán Danglard, que manipulaba con alegría las bases de datos y las series cruzadas. Grabar, clasificar, manipular los ficheros más corrientes convenía a la amplitud de su espíritu organizado.

– Hay una nota sobre su mesa -dijo sin alzar los ojos-. La hija de la reina Mathilde. Ha vuelto de viaje.

Danglard no llamaba nunca a Camille de otra manera que no fuese «la hija de la reina Mathilde», desde que, hacía mucho tiempo, esta Mathilde le hubiese causado un gran choque estético y sentimental. La admiraba como a un icono y una gran parte de esta devoción se extendía a su hija Camille. Danglard estimaba que Adamsberg no era con Camille todo lo amable y atento que debiera. Adamsberg lo percibía muy claramente en ciertas quejas o reprobaciones mudas de su adjunto, que, no obstante, se esforzaba caballerosamente por no meterse en los asuntos ajenos. En aquel mismo instante, Danglard le reprochaba sin una palabra que no se hubiese interesado por cómo iba Camille desde hacía más de dos meses. Y, además, una noche se lo había encontrado cruzado del brazo de una chica, la semana anterior sin ir más lejos. Los dos hombres se habían saludado sin decir una palabra.

Adamsberg se puso detrás de su adjunto y contempló durante un momento cómo desfilaban las líneas por la pantalla.

– Oiga, Danglard, hay un tipo que se divierte pintando de negro una especie de cuatros alambicados sobre las puertas de los apartamentos. De hecho en tres edificios. Uno en el distrito 13 y dos en el 18. Me pregunto si no debería acercarme hasta allí.

Danglard suspendió sus dedos sobre el teclado.

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Pues, ahora. En cuanto hable con el fotógrafo.

– ¿Para hacer qué?

– Pues para fotografiarlos, antes de que la gente los borre. Si no lo han hecho ya.

– Pero ¿para qué?

– No me gustan esos cuatros. En absoluto.

Bueno. Lo peor estaba dicho. A Danglard le horrorizaban las frases que empezaban por «No me gusta esto» o «No me gusta aquello». A un policía no tiene que gustarle o no gustarle algo. Tiene que currar y reflexionar cuando curra. Adamsberg entró en su despacho y recogió el mensaje dejado por Camille. Si estaba libre, podían verse aquella noche. Si no lo estaba, ¿podría avisarla? Adamsberg asintió con la cabeza. Sí, claro que estaba libre.

Bruscamente satisfecho, descolgó el teléfono y preguntó por el fotógrafo. Danglard había hecho irrupción en la habitación, intrigado y malhumorado.

– Danglard, ¿qué aspecto tiene el fotógrafo? -preguntó Adamsberg-. ¿Y cómo se llama?

– Le presentaron a todo el equipo hace tres semanas -dijo Danglard-, y estrechó la mano de cada uno de los hombres y de las mujeres presentes. Hasta habló con el fotógrafo.

– Es posible, Danglard, casi seguro. Pero eso no contesta mi pregunta. ¿Qué aspecto tiene y cómo se llama?

– Daniel Barteneau.

– Barteneau, Barteneau, eso no facilita mucho la cosa. ¿Aspecto?

– Más bien delgado, con aspecto vivo, sonriente, agitado.

– ¿Algún detalle distintivo?

– Pecas muy apretadas, pelo casi rojo.

– Estupendo, muy bien -dijo Adamsberg sacando la lista de su cajón.

Se inclinó sobre la mesa y anotó: Delgado, pelirrojo, fotógrafo…

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Barteneau -martilleó Danglard-. Daniel Barteneau.

– Gracias -dijo Adamsberg completando sus anotaciones-. ¿Ha notado que hay un completo gilipollas en el grupo? Digo que hay uno, pero quizás haya varios.

– Favre, Jean-Louis.

– Ése. ¿Qué vamos a hacer con él?

Danglard separó los brazos.

– Es un asunto que se plantea a un nivel mundial -dijo-. ¿Vamos a mejorarlo?

– Nos llevará cincuenta años, compañero.

– ¿Qué demonios va a hacer con esos cuatros?

– Ah -respondió Adamsberg.

Abrió su libreta en la página del dibujo de Maryse.

– Se parece a esto.

Danglard echó una ojeada y se lo devolvió.

– ¿Ha habido delito? ¿Violencia?

– Sólo unas pinceladas. ¿Qué nos cuesta ir a ver? Mientras no tengamos barrotes, todos los casos van a parar al Quai des Orfèvres.

– Ésa no es una razón para hacer tonterías. Hay que trabajar para poner las cosas en funcionamiento.

– No es una tontería, Danglard, se lo aseguro.

– Pintadas.

– ¿Desde cuándo los grafiteros pintan las puertas de los descansillos? ¿En tres lugares distintos de París?

– ¿Bromistas? ¿Artistas?

Adamsberg sacudió lentamente la cabeza.

– No, Danglard. No tiene nada de artístico. Más bien tiene toda la pinta de algo jodido.

Danglard se encogió de hombros.

– Ya sé, compañero -dijo Adamsberg saliendo del despacho-. Ya sé.

El fotógrafo estaba en el vestíbulo y caminaba a través de la gravilla. Adamsberg le estrechó la mano. El nombre que le había repetido Danglard se le había olvidado por completo. Lo mejor sería remitirse al apunte de su libreta, al alcance inmediato de su mano. Se ocuparía a partir de mañana porque aquella noche tenía lo de Camille, y Camille pasaba antes de Bretonneau o como quiera que se llamase. Danglard llegó rápidamente detrás de él.

– Buenos días, Barteneau -dijo.

– Buenos días, Barteneau -repitió Adamsberg dirigiendo una seña de gratitud a su adjunto-. Nos vamos. A la Avenue d’Italie. Algo limpio, fotos artísticas.

De reojo, Adamsberg vio cómo Danglard se ponía su chaqueta y alisaba cuidadosamente la parte de atrás para que cayese correctamente sobre sus hombros.

– Los acompaño -masculló.

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