III

Hervé Decambrais se presentó en el umbral de su puerta unos minutos antes del comienzo del pregón de las ocho y media. Se pegó al marco y esperó la llegada del bretón. Sus relaciones con el pescador estaban cargadas de silencio y hostilidad. Decambrais no llegaba a determinar el origen y las causas de aquello. Tenía tendencia a desviar la responsabilidad hacia aquel tipo rústico, tallado en granito, posiblemente violento, que había venido a perturbar el orden sutil de su existencia hacía dos años, con su caja, su urna grotesca y sus pregones que derramaban tres veces al día una tonelada de mierda indigente sobre la plaza pública. Al principio, no le había concedido importancia, convencido de que aquel tipo no aguantaría ni una semana. Pero todo aquel asunto de los pregones había funcionado de manera notable y el bretón se había hecho una clientela, llenando la sala día tras día, como quien dice; un verdadero fastidio.

Por nada en el mundo Decambrais hubiese dejado de asistir a aquel fastidio, aunque por nada en el mundo lo hubiera reconocido. Ocupaba, pues, su sitio cada mañana con un libro en la mano y escuchaba el pregón con los ojos bajos, pasando las páginas pero sin avanzar una sola línea en su lectura. Entre dos rúbricas, Joss Le Guern le lanzaba a veces una breve mirada. A Decambrais no le gustaba esa ojeada azul. Le parecía que el pregonero quería asegurarse de su presencia y que se figuraba que había terminado picando, como un vulgar pez. Porque el bretón no había hecho más que aplicar a la ciudad sus reflejos brutales de pescador, arrastrando en sus redes las oleadas de viandantes como si fuesen bancos de bacalao, igual que un verdadero profesional de la captura. Viandantes y peces eran la misma cosa en su cabeza de chorlito, prueba de esto es que los vaciaba para comerciar con sus entrañas.

Pero Decambrais estaba atrapado y era demasiado buen conocedor del alma humana para ignorarlo. Sólo aquel libro que llevaba en la mano lo distinguía aún de los otros espectadores de la plaza. ¿Acaso no sería más digno dejar aquel maldito libro y afrontar tres veces al día su condición de pescado? ¿Es decir, de ser vencido, de hombre de letras arrastrado por el grito inepto de la calle?


Joss Le Guern iba con algo de retraso aquella mañana, algo muy poco habitual en él y, a través del ángulo exterior de sus ojos bajos, Decambrais lo vio llegar apurado y colgar sólidamente la urna vacía al tronco del plátano, aquella urna de color azul chillón bautizada pretenciosamente Viento de Norois II. Decambrais se preguntaba si el marinero tenía la cabeza en su sitio. Le hubiese gustado saber si había bautizado de aquella manera todos sus bienes, si sus sillas y sus mesas también tenían nombre. Después miró cómo Joss manipulaba la pesada tarima con sus manos de estibador, la calaba sobre la acera con tanta facilidad como si hubiese manipulado un pájaro, saltaba encima con una zancada enérgica como si se subiese a bordo de un barco y extraía las hojas de su chaqueta marinera. Una treintena de personas esperaban, dóciles, entre las cuales sobresalía Lizbeth, fiel en su puesto, con las manos en las caderas.

Lizbeth ocupaba la habitación número 3 de su casa y, a guisa de alquiler, ayudaba al buen funcionamiento de su pequeña pensión clandestina. Era una ayuda decisiva, luminosa, irreemplazable. Decambrais vivía con la aprensión de que un día un tipo le arrebatase a su magnífica Lizbeth. Aquello terminaría por llegar, inevitablemente. Grande, gorda y negra, Lizbeth resultaba visible desde lejos. No tenía ninguna esperanza, pues, de poder esconderla de los ojos del mundo. Además, Lizbeth no tenía un temperamento discreto, hablaba alto y distribuía generosamente su opinión sobre todas las cosas. Lo más grave era que la sonrisa de Lizbeth, felizmente poco frecuente, provocaba en el otro un deseo irreprimible de arrojarse entre sus brazos, de apretarse contra su gran pecho y quedarse a vivir allí toda la vida. Tenía treinta y dos años, y un día él la perdería. Por el momento, Lizbeth arengaba al pregonero.

– Arrancas con retraso, Joss -decía con el cuerpo arqueado y la cabeza alzada hacia él.

– Lo sé, Lizbeth -contestó el pregonero, jadeante-. Fueron los posos de café.

Lizbeth tenía tan sólo doce años cuando la arrancaron de un gueto negro de Detroit, para arrojarla después en un burdel de la capital francesa. Durante catorce años había aprendido la lengua sobre las aceras de la Rue de la Gaîté. Hasta que la echaron, a causa de su corpulencia, de todos los peep-show del barrio. Llevaba diez días durmiendo sobre un banco de la plaza cuando Decambrais se decidió a ir a buscarla, en una noche de lluvia fría. De las cuatro habitaciones que alquilaba en el primer piso de su vieja casa había una libre. Se la ofreció. Lizbeth había aceptado, se había desnudado en cuanto entró y se había acostado sobre la alfombra, con las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, esperando que el viejo actuase. «Hay un malentendido», había mascullado Decambrais tendiéndole su ropa. «No tengo otra cosa con que pagarle», había contestado Lizbeth volviendo a levantarse, con las piernas cruzadas. «Aquí», había continuado Decambrais con los ojos clavados en la alfombra, «no doy abasto, con la limpieza, la cena de los pensionistas, las compras, el servicio. Écheme una mano y le dejo la habitación». Lizbeth había sonreído y Decambrais casi se arroja contra su pecho. Pero se encontraba viejo y estimaba que aquella mujer tenía derecho al reposo. Lizbeth había tenido su reposo: llevaba seis años allí y él no le había conocido ningún amor. Lizbeth empezaba a recuperarse y él rezaba para que aquello durase aún un poco más.

El pregón había empezado y los anuncios se sucedían. Decambrais se dio cuenta de que se había perdido el principio, el bretón estaba ya en el anuncio n.° 5. Era el sistema. Uno retenía el número que le interesaba y se dirigía al pregonero «para los detalles complementarios aferentes». Decambrais se preguntaba dónde habría pillado Le Guern esta expresión de gendarme.

– Cinco -pregonaba Joss-: Vendo gatitos blancos y pelirrojos, tres machos, dos hembras. Seis: A los que tocan el tambor toda la noche con su música de salvajes frente al número 36, se les ruega que paren. Hay gente que duerme. Siete: Se hacen trabajos de ebanistería, restauración de muebles antiguos, resultado esmerado, recogida y depósito a domicilio. Ocho: Que la Electricidad y el Gas de Francia se vayan a tomar por el culo. Nueve: Son un timo los de la desinsectación. Sigue habiendo cucarachas y te roban seiscientos francos. Diez: Te quiero, Hélène. Te espero en el Gato que baila. Firmado, Bernard. Once: Hemos tenido otro verano de mierda y ahora ya estamos en septiembre. Doce: Al carnicero de la plaza: la carne de ayer era una suela y ya es la tercera vez esta semana. Trece: Jean-Christophe, vuelve. Catorce: Policías igual a tarados, igual a cabrones. Quince: Vendo manzanas y peras de jardín, sabrosas y jugosas.

Decambrais dirigió una ojeada a Lizbeth que escribía la cifra quince en su cuaderno. Desde que el pregonero pregonaba, uno encontraba excelentes productos por poco dinero y eso se revelaba ventajoso para la cena de los pensionistas. Había deslizado una hoja blanca entre las páginas de su libro y esperaba con el lápiz en la mano. Desde hacía varias semanas, tres quizás, el pregonero declamaba textos insólitos que no parecían intrigarle más que la venta de manzanas y de coches. Esos mensajes fuera de lo común, refinados, absurdos o amenazantes, aparecían ahora regularmente en la entrega de la mañana. Desde anteayer, Decambrais se había decidido a transcribirlos discretamente. Su lápiz, de cuatro centímetros de largo, cabía enteramente en la palma de su mano.

El pregonero abordaba el parte meteorológico. Anunciaba sus previsiones, estudiando el estado del cielo desde su estrado, con la nariz alzada, y completaba a continuación con un estado de la mar completamente inútil para todos aquellos que estaban agrupados en torno a él. Pero nadie, ni siquiera Lizbeth, se había atrevido a decirle que podía guardarse su sección. Escuchaban como en la iglesia.

– Tiempo feo de septiembre -explicaba el pregonero, con el rostro vuelto hacia el cielo-, no despejará hasta las seis de la tarde, un poco mejor al atardecer, si desean salir pueden hacerlo, sin embargo cojan una chaqueta, viento fresco atenuándose con el rocío. Estado de la mar, Atlántico, situación general del día de hoy y evolución: anticiclón 1.030 al sudoeste de Irlanda con dorsal reforzándose sobre la Mancha. Sector cabo Finisterre, este a noroeste 5-6 al norte, de 6 a 7 al sur. Mar localmente agitada fuerte por marejada del oeste al noroeste.

Decambrais sabía que la situación del mar llevaba su tiempo. Volvió la hoja para releer los dos anuncios que tenía anotados de los días precedentes:


A pie con mi pajecillo (que no me atrevo a dejar en casa porque con mi mujer siempre está holgazaneando) para excusarme por no haber acudido a cenar a casa de Mme. (…), que, ya lo sé, está enfadada porque no le he procurado los medios de hacer sus compras a buen precio para su gran festín en honor a la nominación de su marido en el puesto de lector; pero eso me da igual.


Decambrais frunció las cejas, rebuscando de nuevo en su memoria. Estaba convencido de que este texto era una cita y que la había leído en algún lugar, un día, alguna vez, a lo largo de su vida. ¿Dónde? ¿Cuándo? Pasó al mensaje siguiente, fechado la víspera:


Tales signos son la abundancia extraordinaria de pequeños animales, que se engendran en la podredumbre, como las pulgas, las moscas, las ranas, los sapos, los gusanos, las ratas y similares que prueban tanto una gran corrupción en el aire como humiditat en la tierra.


El marino había tropezado al final de la frase, pronunciando «humedtat». Decambrais había atribuido el fragmento a un texto del siglo XVII, sin mucha seguridad.

Citas de un loco, de un maniaco, eso era lo más probable. O bien de un sabihondo. O, si no, de un impotente que trataba de instaurar su poder destilando lo incomprensible, alzándose gozosamente por encima de la vulgaridad, hundiendo al hombre de la calle en su inmunda incultura. Sin duda estaba ahora en la plaza, mezclado entre el gentío, para alimentarse de las expresiones de estupefacción que provocaban los cultos mensajes que el pregonero leía con dificultad.

Decambrais golpeó la hoja con su lápiz. Incluso presentados desde este ángulo, los designios y la personalidad del autor permanecían oscuros. Así como el anuncio n.° 14 de la víspera, Iros a tomar por culo, pandilla de gilipollas, escuchado mil veces de maneras aproximativas, tenía el mérito de la claridad con su rabia breve y sumaria, de igual manera los mensajes alambicados del sabihondo se resistían al desciframiento. Para comprender necesitaba que creciese su colección, necesitaba escucharlo mañana tras mañana. Era quizás aquello, simplemente, lo que deseaba el autor: que se quedasen suspendidos de sus labios, cada día.

El estado de la mar había llegado a su fin, obtuso, y el pregonero retomó su letanía, con la hermosa voz que alcanzaba más allá del cruce. Acababa de concluir su sección Siete días en el mundo, en la cual arremolinaba a su manera las noticias internacionales del día. Decambrais atrapó las últimas frases: En China, nadie se ríe, pero como si nada, siguen a bastonazos. En África, nada va demasiado bien, hoy como ayer. Y no parece que vaya a arreglarse mañana en vista de que nadie mueve el culo por ellos. Retomaba ahora el anuncio n.° 16, concerniente a la venta de un flipper eléctrico fechado en 1965 con ornamento de una mujer de senos desnudos en estado impecable. Decambrais esperaba casi tenso, con el lápiz apretado. Y el anuncio llegó, bien identificable, en el medio de los Te quiero, vendo, que os den por el culo y compro. Decambrais creyó ver cómo el pescador titubeaba medio segundo antes de lanzarse. Se preguntó si el bretón no había localizado al intruso.

– Diecinueve -anunció Joss-. Y entonces, cuando las serpientes, murciélagos, tejones y todos los animales que viven en la profundidad de las galerías subterráneas salen en masa a los campos

Decambrais garabateó rápidamente en su hoja. Todavía esas historias de bichos, esas viejas historias de la suciedad de los bichos. Releyó la totalidad del texto, pensativo, mientras el marino concluía su pregón con la tradicional Página de la Historia de Francia para todos, que se reducía sistemáticamente al relato de un naufragio antiguo. Era probable que este Le Guern hubiese naufragado alguna vez. Y probablemente su barco se había llamado Viento de Norois. Fue seguramente entonces cuando la cabeza del bretón hizo agua, como el barquichuelo. Este hombre con aspecto sano y decidido estaba loco, en el fondo, agarrándose a sus obsesiones como a boyas a la deriva. Igual que él, sólo que él no tenía aspecto sano ni decidido.

– Ciudad de Cambrais -enunció Joss-, 15 de septiembre de 1883. Vapor francés, 1.400 toneladas. Viento de Dunkerque hacia Lorient, cargado de raíles de ferrocarril. Encalla en Basse Gouac'h. Explosión de la caldera, un pasajero muerto. Tripulación: 21 hombres, salvados.


Joss Le Guern no tenía necesidad de hacer signo alguno para que los fieles se dispersasen. Todos sabían que con la narración del naufragio llegaba a su fin el pregón. Relato tan esperado que algunos habían tomado la costumbre de apostar sobre la conclusión del drama. Las cuentas se hacían en el café de enfrente o en la oficina, según si uno había apostado «todos salvados», «todos perdidos» o mitad y mitad. A Joss no le gustaba ese comercio basado en la tragedia pero sabía también que así era como la vida empezaba a crecer sobre los naufragios y que aquello estaba bien.

Descendió de un salto del estrado y cruzó la mirada con Decambrais que guardaba su libro. Como si Joss no supiese que venía a escuchar el pregón. Viejo hipócrita, viejo pesado incapaz de admitir que un pobre pescador bretón lo distraía de su aburrimiento. Si Decambrais supiese lo que había encontrado en su entrega de la mañana… Hervé Decambrais fabrica él mismo sus manteles de encaje, Hervé Decambrais es un marica. Joss, tras sentir una ligera tentación, había archivado el mensaje entre los desechos. Ya eran dos ahora, quizás tres contando a Lizbeth, los que sabían que Decambrais practicaba a escondidas la profesión de encajera. En cierto modo, aquella noticia hacía a aquel hombre menos antipático. Quizás porque había visto durante tantos años a su padre remendando las redes de noche, durante largas horas.

Joss recogió los desechos, cargó la caja sobre su hombro y Damas lo ayudó a volver a meterla en la trastienda. El café estaba caliente, las dos tazas listas, como cada mañana tras el pregón.

– No he entendido nada del 19 -dijo Damas sentándose en un taburete alto-. La historia esa de las serpientes. Ni siquiera se terminaba la frase.

Damas era un tipo joven, fuerte, más bien guapo, con el corazón en la mano pero no muy listo. En sus ojos tenía siempre una especie de torpeza que le vaciaba la mirada. Demasiada ternura o demasiada tontería. Joss no conseguía decidirse. La mirada de Damas no se instalaba nunca en un punto preciso, ni siquiera cuando se ponía a hablar con alguien. Flotaba, discreta, acolchada, como una bruma, imposible de atrapar.

– Un tarado -comentó Joss-. No le des vueltas.

– No le doy vueltas -dijo Damas.

– Dime, ¿has oído el tiempo?

– Sí.

– ¿Has oído que el verano ha terminado? ¿No crees que vas a enfriarte así?

Damas vestía un pantalón corto y un chaleco de tela directamente sobre el torso desnudo.

– Bah -dijo contemplándose-. Aguanto.

– ¿De qué te sirve mostrar tus músculos?

Damas se bebió el café de un solo trago.

– Esto no es una tienda de encajes -respondió-. Es Roll-Rider. Vendo planchas, tablas, patines, tablas de surf y todoterrenos. Es buena publicidad para la tienda -añadió posando el dedo sobre su torso.

– ¿Por qué hablas de encajes? -preguntó Joss, repentinamente desafiante.

– Porque Decambrais los vende. Y está todo viejo y escuálido.

– ¿Sabes de dónde saca sus manteles?

– Sí. De un mayorista de Rouen. Decambrais no es ningún zopenco. Me ha dado una consulta gratuita.

– ¿Eres tú el que ha recurrido a él?

– Sí, ¿por qué? «Consejero en cosas de la vida.» Es eso lo que está escrito en su cartel, ¿no? No hay que avergonzarse de hablar de las cosas, Joss.

– También está escrito: «40 francos la media hora. Todo cuarto de hora comenzado ha de pagarse». Es pagar caro por un cuento, Damas. ¿Qué sabe el viejo de las cosas de la vida? Ni siquiera ha navegado nunca.

– No es un cuento, Joss. ¿Quieres que te lo pruebe? «No es por la tienda por lo que enseñas tu cuerpo, Damas, es por ti mismo», me dijo. «Ponte un traje y trata de tener confianza en ti mismo, es un consejo de amigo. Estarás igual de guapo pero parecerás menos tonto.» ¿Qué dices de eso, Joss?

– Hay que admitir que es inteligente -reconoció Joss-. ¿Y por qué no te vistes?

– Porque hago lo que me da la gana. Sólo que Lizbeth tiene miedo de que me muera y Marie-Belle también. Dentro de cinco días, hago un esfuerzo y me visto.

– Bueno -dijo Joss-. Porque empieza a estropearse malamente por el oeste.

– ¿Decambrais?

– ¿Qué, Decambrais?

– ¿No puedes tragarlo?

– Un matiz, Damas. Es Decambrais el que no me puede ver.

– Es una pena -dijo Damas recogiendo las tazas. Porque parece que una de las habitaciones se ha quedado libre. Hubiese podido venirte bien. A dos pasos de tu trabajo, abrigado, con la ropa limpia y comida caliente todas las noches.

– Mierda -dijo Joss.

– Como te digo. Pero no puedes coger el cuchitril. Como no puedes tragarlo…

– No -dijo Joss-. No puedo cogerlo.

– Qué jodido.

– Muy jodido.

– Y además está Lizbeth. Es una ventaja añadida tremenda.

– Una enorme ventaja.

– Como te digo. Pero no puedes alquilarlo. Como no puedes tragarlo…

– Matiza, Damas. Es él quien no puede verme delante.

– Es lo mismo al fin y al cabo para lo de la habitación. No puedes.

– No puedo.

– A veces las cosas salen mal. ¿Estás seguro de que no puedes?

Joss endureció la mandíbula.

– Seguro, Damas. Ni siquiera merece la pena hablar de ello.


Joss salió de la tienda y se dirigió al café de enfrente, El Vikingo. No es que los normandos y los bretones se hayan llevado nunca bien, entrechocando sus navíos en los mares del medio, pero Joss sabía también que sólo le había faltado una minucia para nacer en el lado de las tierras del Norte. El patrón, Bertin, un hombre alto con cabello rubio rojizo, de pómulos prominentes y ojos claros, servía un calvados único en el mundo, porque se suponía que daba la eterna juventud azotándote correctamente por dentro en vez de lanzarte directamente a la tumba. Las manzanas venían de su campo, como quien dice, y allí los toros morían centenarios y todavía rozagantes. O sea, las manzanas, ni te digo.

– ¿Algo va mal esta mañana? -se inquietó Bertin sirviéndole un calvados.

– No es nada. Es sólo que a veces, las cosas salen mal -dijo Joss-. ¿A ti te parece que Decambrais no puede verme delante?

– No -dijo Bertin, protegido por su prudencia muy normanda-. Diría que te toma por un bruto.

– ¿Y qué diferencia hay?

– Digamos que puede arreglarse con el tiempo.

– Tiempo, vosotros los normandos no sabéis hablar de otra cosa. Una palabra cada cinco años, con suerte. Si todo el mundo hiciese como vosotros, la civilización no avanzaría muy rápido.

– Avanzaría tal vez mejor.

– ¡Tiempo! Pero ¿cuánto tiempo, Bertin? Ésa es la cuestión.

– No mucho. Diez años.

– Entonces, está jodido.

– ¿Era urgente? ¿Querías pedirle consejo?

– Un pimiento. Quería su cuchitril.

– Pues deberías darte prisa, creo que hay una oferta. Él se resiste porque el tipo está loco por Lizbeth.

– ¿Por qué quieres que me dé prisa, Bertin? El viejo pretencioso me toma por un bruto.

– Hay que entenderlo, Joss. Nunca ha navegado. Además, ¿acaso no eres un bruto?

– Nunca he pretendido lo contrario.

– Ya veo. Decambrais es un conocedor. Dime, Joss, ¿tú has entendido ese anuncio tuyo, el 19?

– No.

– Me ha parecido especial, tan especial como los de los últimos tres días.

– Muy especial. No me gustan esos anuncios.

– Entonces, ¿por qué los lees?

– Los pagan, y muy bien. Y los Le Guern quizá seamos unos brutos pero no somos bandidos.

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