Aquel sábado, se pidió a todos los agentes de la brigada capaces de hacer horas extra que trabajasen. A excepción de tres hombres con responsabilidades familiares, el equipo de Adamsberg estaba al completo, engordado por doce oficiales de refuerzo. Adamsberg había llegado a las siete y tras escuchar, sin ilusión alguna, los resultados del laboratorio, había atacado la pila de periódicos depositada sobre la mesa. En la medida de lo posible, trataba de reemplazar la palabra «despacho» por «mesa» que, sin encantarle, le pesaba menos sobre la espalda. La palabra «despacho» no le sonaba más que a barrotes, a cuadrados, a garrotes. En «mesa» oía murmurar la arena, las curvas y las fábulas. Mesa flotaba, despacho se hundía.
En aquella mesa, apiló los últimos avances técnicos que no indicaban nada. Marianne Bardou no había sido violada, su jefe aseguró que se había cambiado en la trastienda para salir pero que no había precisado adónde iba, el jefe tenía una buena coartada, igual que los dos amantes de Marianne. Había muerto estrangulada alrededor de las diez de la noche y la habían rociado de gas lacrimógeno como a Viard y a Clerc. Búsqueda del bacilo negativa. No había ninguna picadura de pulga sobre su cuerpo, como tampoco sobre el cuerpo de François Clerc. Pero habían encontrado en ella nueve Nosopsyllus fasciatus, búsqueda del bacilo negativa. Carbón de leña empleado: manzano. Ninguna traza de ungüento, de grasa o de otra sustancia sobre ninguna de las puertas.
Eran las siete y media y los cuarenta y tres teléfonos de la brigada comenzaban a sonar, llamaban de todas partes. Adamsberg había hecho que desviasen su línea y no conservaba más que su móvil. Acercó la pila de los periódicos y la portada del primero no le dijo nada nuevo. Había prevenido al comisario de división Brézillon, la víspera por la noche, después de que el anuncio de la nueva «muerte negra» apareciese en el telediario de las veinte horas. Si el sembrador decidía dirigir sus buenos consejos «preservativos y curativos» a la prensa, ya no podrían proteger a las víctimas potenciales.
– ¿Y los sobres? -había respondido Brézillon-. No hemos prestado atención a ese punto.
– Puede cambiar de sobre. Por no hablar de los bromistas o de los revanchistas que los deslizarán bajo un montón de puertas.
– ¿Y las pulgas? -había sugerido el comisario de división-. ¿Que toda persona picada se ponga bajo la protección de la policía?
– No pican siempre -había respondido Adamsberg. A Clerc y a Bardou no les habían picado-. También nos arriesgamos a ver cómo desembarcan millares de personas angustiadas, atacadas simplemente por pulgas humanas, de gato o de perro, y a pasar por alto los verdaderos blancos.
– Y a desencadenar el pánico general -había añadido Brézillon apesadumbrado.
– La prensa está en ello -había dicho Adamsberg-. No podremos cortarlo.
– Córtelo -había respondido Brézillon.
Adamsberg había colgado, consciente de que su reciente nombramiento en la criminal se hallaba en equilibrio inestable, entre las manos expertas del sembrador de peste. Perder su puesto, irse a otro sitio, le traía más o menos sin cuidado. Pero perder el hilo, ahora que había vuelto a encontrar el punto de embrollo, le preocupaba sobremanera.
Extendió los periódicos y tuvo que cerrar su puerta para aislarse de las estridencias entrecruzadas de los teléfonos que sonaban uno tras otro en la gran sala, movilizando a todos los agentes de la brigada.
El Pequeño tratado del sembrador se desplegaba en portada, acompañado de fotos de la última víctima, cuadros sobre la peste negra, títulos subrayados propicios a avivar los miedos: ¿Peste negra o serial killer? ¿Asesinatos o contagios? Cuarto asesinato sospechoso en París.
Todos igual.
Menos prudentes que la víspera, algunos artículos comenzaban a quebrantar «la tesis oficial del estrangulamiento». En casi todas las ediciones se citaban las pruebas que habían sido exhibidas la víspera en la rueda de prensa, para inmediatamente ponerlas en duda y rebatirlas. Aquel color negro de los cadáveres decididamente hacía descarrilar a las plumas más prudentes y despertaba las antiguas alarmas, como si fuesen bellas durmientes tras un sueño de casi tres siglos. Aquel negro que no era más que una enorme metedura de pata. Una enorme metedura de pata que podía precipitar a la ciudad en los abismos de la locura.
Adamsberg encontró las tijeras y empezó a recortar un artículo que le preocupaba aún más que el resto. Un agente, probablemente Justin, llamó y abrió la puerta.
– Comisario -dijo como jadeante-, se multiplican las cantidades de cuatros en el perímetro de la Place Edgar-Quinet. Se extienden desde Montparnasse hasta la Avenue du Maine y suben a lo largo de todo el Boulevard Raspail. Parece que se cuentan ya entre doscientos y trescientos edificios afectados, alrededor de mil puertas. Fravre y Estalère están de reconocimiento. Estalère no quiere formar equipo con Favre, dice que le toca los cojones, ¿qué hacemos?
– Cámbiese por él. Forme equipo con Favre.
– Me toca los cojones.
– Cabo… -empezó Adamsberg.
– Teniente Voisenet -rectificó el oficial.
– Voisenet, no tenemos tiempo ahora de ocuparnos de los cojones de Favre ni de los de Estalère ni de los suyos.
– Soy consciente de ello, comisario. Veremos eso más tarde.
– Exactamente.
– ¿Seguimos patrullando?
– Es como vaciar el mar con una cuchara. La ola llega. Mire -dijo tendiéndole los periódicos-. Los consejos del sembrador son publicados en todas las portadas: haga usted mismo sus cuatros para evitar la infección.
– Lo he visto, comisario. Es una catástrofe. No podremos arreglárnoslas. Aparte de los veintinueve del principio, ya no vamos a saber a quién hay que proteger.
– Ya no quedan más que veinticinco, Voisenet. ¿Tenemos llamadas acerca de los sobres?
– Más de un centenar, sólo aquí. No conseguimos seguirlos.
Adamsberg suspiró.
– Diga a la gente que los traiga a la brigada. Y haga verificar esos malditos sobres. Quizás haya alguno auténtico entre el montón.
– ¿Seguimos con las patrullas?
– Sí. Trate de estimar la amplitud del fenómeno. Proceda por muestras.
– Al menos, no ha habido asesinato esta noche, comisario. Los veinticinco estaban todos sanos y salvos esta mañana.
– Lo sé, Voisenet.
Adamsberg terminó de recortar a toda prisa aquel artículo que, entre todos, se distinguía por su contenido tranquilo y documentado. Era el último elemento que faltaba para que ardiese la pólvora, el chorro de gasolina arrojado al fuego incipiente. Se titulaba enigmáticamente: La enfermedad n.° 9.
La enfermedad n.0 9
La jefatura de policía, por boca del comisario de división Pierre Brézillon, nos ha asegurado que las cuatro misteriosas muertes ocurridas esta semana en París eran la obra de un asesino en serie. Las víctimas habrían encontrado la muerte por estrangulamiento y el comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg, encargado de la investigación, ha mostrado a la prensa las fotos más convincentes de esas marcas de asfixia. Pero nadie ignora hoy en día que esas muertes son paralelamente atribuidas, por un informador anónimo, a una epidemia incipiente de peste negra, esa terrible plaga que asoló antaño el mundo.
Frente a tal alternativa, permítannos arrojar la duda sobre la impecable demostración de nuestros servicios de policía retrocediendo ochenta años en el tiempo. París ha borrado de su memoria la historia de la última peste. Sin embargo, la última epidemia que golpeó la capital no se remonta más que a 1920. La tercera pandemia de la peste salió de China en 1894, causando la muerte de doce millones de personas, y afectó a Europa occidental a través de todos sus puertos, Lisboa, Oporto, Hamburgo, Barcelona… y París, por medio de una chalana proveniente de El Havre que vació sus bodegas sobre los muelles de Levallois. Como en el resto de Europa, la enfermedad duró afortunadamente poco tiempo y se extinguió en pocos años. Afectó sin embargo a noventa y seis personas, principalmente en los barrios norte y este, de entre los traperos que vivían en barracas insalubres. El contagio se deslizó incluso intramuros, causando una veintena de víctimas en el corazón de la ciudad.
Durante el tiempo que duró esta epidemia, el gobierno francés la mantuvo en secreto. Las poblaciones expuestas fueron vacunadas sin que se informase a la prensa del verdadero objeto de estas medidas excepcionales. El servicio de epidemias de la jefatura de policía, en una serie de notas internas, insistió en la necesidad de ocultar la enfermedad a la población, nombrándola púdicamente «la enfermedad n.° 9». Así leemos de la pluma del secretario general en 1920: «Un cierto número de casos de la enfermedad n.° 9 ha sido señalado en Saint-Ouen, en Clichy, en Levallois-Perret y en los distritos 19 y 20 (…). Llamo la atención sobre el carácter estrictamente confidencial de esta nota y sobre la necesidad de no sembrar la alarma en la población». Una filtración permitió al diario L’Humanité revelar la verdad en su edición del 3 de diciembre de 1920: «El senado ha consagrado su sesión de ayer a la enfermedad n.° 9. ¿Qué es la enfermedad n.° 9? A las tres y media, sabíamos, por M. Gaudin de Villaine, que se trata de la peste…».
Sin querer acusar a los representantes de la policía de falsificar los hechos para enmascarar la realidad, hoy como ayer, esta pequeña nota de historia recuerda útilmente a los ciudadanos que el Estado tiene sus verdades que la verdad no conoce y que desde siempre ha sabido manejar el arte de la disimulación.
Pensativo, Adamsberg dejó caer su brazo, con el artículo destructor entre los dedos. La peste en 1920, en París. Era la primera vez que oía hablar de ese asunto. Marcó el número de Vandoosler.
– Acabo de leer los periódicos -dijo Marc Vandoosler sin dejarle tiempo de hablar-. Nos dirigimos hacia la catástrofe.
– Sí, allá vamos -confirmó Adamsberg-. Esta peste de 1920, ¿es verdad o es una chorrada?
– Es absolutamente cierta. Noventa y seis casos de entre los cuales treinta y cuatro fueron mortales. Traperos del extrarradio y algunas personas de la ciudad. Fue especialmente violento en Clichy, familias enteras. Los niños recogían las ratas muertas en las descargas.
– ¿Por qué no se extendió?
– Vacunación y profilaxis. Pero las ratas parecían, sobre todo, inmunizadas. Fue la agonía de la última peste de Europa. Andaba todavía por Ajaccio en 1945.
– El silencio de la policía ¿es verdad? La «enfermedad n.° 9» ¿es verdad?
– Verdad, comisario, lo siento. Imposible desmentirlo.
Adamsberg colgó y dio vueltas por la habitación. Esta epidemia de 1920 chasqueaba en su cabeza, como un discreto mecanismo libera una puerta escondida. No sólo había vuelto a encontrar su punto, sino que le parecía poder aventurarse a través de la puerta entreabierta, hacia una escalera oscura algo enmohecida, la escalera de la historia en suma. El móvil resonó en su chaqueta y oyó a un Brézillon que emergía fuera de sí de la lectura de los periódicos de la mañana.
– ¿Qué es este follón sobre los engaños de la policía? -gritó el comisario de división-. ¿Qué es este follón sobre una peste en 1920? ¡La gripe española, más bien! Va a desmentírmelo al trote.
– Imposible, señor comisario. Es verdad.
– ¿Me toma el pelo, Adamsberg? ¿O quiere regresar a su pradera de montaña?
– No es ésa la cuestión, señor comisario. Era una peste, fue en 1920, hubo noventa y seis casos, de los cuales treinta y cuatro fueron mortales y tanto la policía como el gobierno trataron de ocultar el hecho a la población.
– ¡Póngase en su sitio, Adamsberg!
– Lo estoy, señor comisario.
Se hizo un silencio y Brézillon colgó violentamente.
Justin, o Voisenet, uno u otro, empujó la puerta del despacho. Voisenet.
– Esto se dispara, comisario. Llamadas de todas partes. Toda la ciudad está enterada, la gente está asustada, las puertas se cubren de cuatros. Uno ya no sabe por dónde tirar.
– No trate de tirar para ningún lado. Déjese llevar.
– Ah, bien, comisario.
El móvil resonó de nuevo y Adamsberg retomó su posición contra el muro. ¿El ministro? ¿El juez? A medida que la tensión de los otros aumentaba, él se sentía más relajado. Desde que había encontrado el punto, todo parecía calmarse.
Era Decambrais. Fue la primera persona aquella mañana en no decirle que iban directamente a la catástrofe. Decambrais estaba siempre concentrado en los «especiales» que recibía en primicia, antes de que llegasen a la agencia France-Presse. El sembrador dejaba decididamente un ligero plazo de ventaja al pregonero, como si quisiera que conservase el privilegio del cual se había beneficiado desde el principio, o si no, agradecerle que le hubiese servido como trampolín sin rezongar.
– El especial de la mañana -dijo Decambrais-. Merece reflexión. Es largo, tome con qué anotar.
– Ya estoy.
– Llevaban en efecto setenta años -comenzó Decambrais- sin encajar los rigores de esa terrible plaga, y haciendo su comercio con entera libertad, cuando puntos suspensivos, vieron llegar, puntos suspensivos, un navío cargado de algodón y de otras mercancías. Puntos suspensivos. Le señalo estos puntos, comisario, porque figuran en el texto.
– Lo sé. Continúe, lentamente.
– Pero la libertad que se había dado a los pasajeros para que entrasen en la Ciudad con sus maletas, y el trato que mantuvieron con los habitantes produjeron enseguida funestos efectos: porque desde el puntos suspensivos, los señores, puntos suspensivos, Médicos, vinieron al Ayuntamiento a prevenir a los Regidores, que habían sido convocados por la mañana puntos suspensivos, para visitar a un joven enfermo llamado Eissalene, marinero, que les había parecido afectado por el Contagio.
– ¿Es el final?
– No, hay un epílogo interesante sobre la mentalidad de los gobernantes de la ciudad, que es posible que agrade a sus superiores.
– Escucho.
– Tal advertencia hizo temblar a los Regidores; que como si ya hubiesen previsto las desgracias y los peligros que iban a sufrir, cayeron de golpe en un abatimiento que reflejó el dolor extremo que los atenazaba. Y en efecto, no debe sorprendemos que el miedo y la proximidad de la Peste llenasen de un pánico semejante sus espíritus, puesto que los libros sagrados nos dicen que de las tres plagas con las cuales Dios amenazó antaño a su Pueblo, la de la Peste es la más severa, y la más rigurosa…
– No sé si mi comisario de división está sumido en un extremo abatimiento -comentó Adamsberg-. Tiene más bien tendencia a abatir a los otros.
– Me lo figuro. Ya he conocido eso, de otra manera. Alguien tiene que caer. ¿Teme por su puesto?
– Me las arreglaré. ¿Qué le dice este pregón del día?
– Que es largo. Es largo porque tiene dos objetivos: legitimar el miedo de la población justificando el de los propios gobernantes, y anunciar otros muertos por venir. Anunciar con precisión. Tengo una vaga idea sobre el asunto, Adamsberg, pero no estoy seguro de mí mismo, tengo que verificarlo. No soy especialista.
– ¿Mucha gente en torno a Le Guern?
– Más que ayer por la noche. El espacio empieza a escasear a la hora del pregón.
– Le Guern tendría que vender entradas. Al menos, alguien saldría ganando.
– Cuidado, comisario. Más vale que evite ese tipo de bromas si se encuentra con el bretón. Porque los Le Guern quizás sean unos brutos pero no son unos bandidos.
– ¿Seguro?
– En todo caso, es lo que pretende su antepasado difunto. Viene a visitarlo de vez en cuando. No es familia cercana pero, aun así, es bastante cumplidor.
– Decambrais, ¿ha pintado un cuatro sobre su puerta esta mañana?
– ¿Trata de ofenderme? Si ha de quedar una persona que plante cara a las oleadas mortales de la superstición, ése seré yo. Ducouëdic, palabra de bretón. Yo y Le Guern. Y Lizbeth. Si quiere unirse a nosotros, será bienvenido en nuestro grupúsculo.
– Lo pensaré.
– El que dice superstición dice credulidad -continuó Decambrais, lanzado-. El que dice credulidad dice manipulación, y el que dice manipulación dice desastre. Ésa es la plaga que azota a la humanidad, ha producido más muertos que todas las pestes juntas. Trate de atrapar a su sembrador antes de que lo echen, comisario. No sé si es consciente de sus actos, pero comete un error considerable igualando al pueblo de París con lo más bajo de sí mismo.
Adamsberg colgó, pensativo y sonriente. «Consciente de sus actos.» Decambrais había puesto el dedo sobre el hilo que lo tenía preocupado desde la víspera y que comenzaba a recorrer muy suavemente. Con el texto del «especial» bajo los ojos, volvió a llamar a Vandoosler mientras que Justin/Voisenet abría su puerta y, con un gesto mudo de los dedos, le indicaba que acababan de alcanzar la cifra de setecientos edificios afectados por los cuatros. Adamsberg asintió con un movimiento de párpados y estimó que, a ese ritmo, alcanzarían los millares antes de la noche.
– ¿Vandoosler? Otra vez Adamsberg. Le leo el especial de esta mañana, ¿tiene tiempo? Lleva un rato.
– Adelante.
Marc escuchó atentamente cómo la voz de Adamsberg describía con suavidad el desastre inminente que se abatía sobre la ciudad, en la persona del joven Eissalene.
– ¿Qué dice? -dijo Adamsberg terminando su lectura, como si consultase un diccionario-. Le parecía imposible que el vagón-cisterna de Marc Vandoosler contuviese el enigma de este nuevo mensaje.
– Marsella -dijo Marc con un tono firme-. La peste llega a Marsella.
Adamsberg se había esperado un desvío del sembrador, puesto que su texto describía una eclosión nueva, pero no una salida de París.
– ¿Está seguro, Vandoosler?
– Seguro. Es la llegada del Grand Saint-Antoine, el 25 de mayo de 1720, a las islas del castillo de If, navío proveniente de Siria y de Chipre, cargado de fardos de seda infectada y llevando a bordo una tripulación ya diezmada por la enfermedad. Los nombres de los médicos que faltan son Peissonel padre e hijo, que dieron la alarma. El texto es célebre y la epidemia también, un desastre que se llevó a casi la mitad de la ciudad.
– Ese chico, ese Eissalene al que los médicos van a ver, ¿sabe dónde lo visitaron?
– En la Place Linche, hoy Place de Lenche, tras el muelle norte del Vieux Port. El foco original de la epidemia arrasó la Rue de l’Escale. La calle ya no existe hoy en día.
– ¿No hay error posible?
– Ninguno. Es Marsella. Puedo enviarle una copia del texto original, si desea una confirmación.
– No se moleste, Vandoosler. Gracias.
Adamsberg dejó su despacho, vacilante. Se reunió con Danglard que, como los otros treinta agentes, trataba de dominar las llamadas telefónicas y medir el movimiento ascendente del tornado supersticioso. La gran sala olía a cerveza y sobre todo a sudor.
– Enseguida -le dijo Danglard colgando el aparato y anotando una cifra- no quedará ni un bote de pintura en toda la ciudad.
Alzó la cabeza hacia Adamsberg, con la frente húmeda.
– Marsella -dijo Adamsberg dejando el texto del especial bajo sus ojos-. El sembrador despega. Vamos a viajar, Danglard.
– Dios santo -dijo Danglard recorriendo el texto rápidamente-. La llegada del Grand Saint-Antoine.
– ¿Conocía este episodio?
– Lo reconozco ahora que me lo dice. No sé si lo habría relacionado de inmediato.
– ¿Es más conocido que los otros?
– Por supuesto. Fue la última epidemia de Francia, pero fue atroz.
– La última no -dijo Adamsberg tendiéndole el artículo sobre la «enfermedad n.° 9»-. Lea esto y comprenderá por qué esta noche ya no quedará un solo parisino que crea en la palabra de un policía.
Danglard leyó y asintió con la cabeza.
– Es una catástrofe -dijo.
– No emplee de nuevo esa palabra, Danglard, se lo ruego. Póngame en contacto con el colega de Marsella, sector del Vieux Port.
– El del sector del Vieux Port es Masséna -murmuró Danglard que conocía a los comisarios de división y a los principales de todo el país así como a los jefes de distrito-. Un tipo de valía, no un animal como su predecesor, que terminó siendo degradado por golpes y lesiones con intención de desgraciar a los árabes. Masséna lo reemplaza y es correcto.
– Mejor así -dijo Adamsberg-, porque vamos a tener que trabajar juntos.
Adamsberg se instaló a las seis y cinco en la Place Edgar-Quinet para escuchar el pregón de la tarde, que no trajo nada nuevo. Desde que el sembrador se había visto forzado a utilizar el correo para echar sus mensajes en la urna, su libertad de horarios se encontraba limitada. Adamsberg lo sabía y sólo había venido para examinar los rostros de aquellos que se agrupaban en torno a Le Guern. La muchedumbre era mucho más densa que los días anteriores y muchos estiraban el cuello para ver el aspecto de aquel «pregonero» a través del cual había llegado el anuncio del contagio. Los dos agentes que vigilaban la plaza permanentemente tenían por misión suplementaria velar por la seguridad de Joss Le Guern, en caso de que un movimiento hostil se desencadenase durante el pregón.
Adamsberg se había situado contra un árbol, bastante cerca del estrado, y Decambrais le comentaba cuáles eran los rostros familiares. Ya había consignado en la lista unas cuarenta personas que había separado en tres columnas, los asiduos, los fieles y los inconstantes, con las descripciones físicas aferentes, como decía Le Guern. Había señalado en rojo los nombres de aquellos que aprovechaban la Página de la Historia de Francia para lanzar apuestas sobre las consecuencias de los naufragios de Finisterre, en azul los rápidos que se marchaban a trabajar en cuanto concluía el pregón, en amarillo los remolones que se quedaban discutiendo en la plaza o en El Vikingo, en violeta los habituales sometidos a las horas de mercado. Era un trabajo limpio y claro. Con el papel en la mano, Decambrais le señaló discretamente al comisario con el dedo los rostros correspondientes para que los memorizase.
– Carmella, tres mástiles, austríaco de 405 toneladas que zarpó sin carga de Burdeos con destino a Cardiff, vino a perderse alrededor de Gazck-ar-Vilers. Tripulación, catorce hombres, salvados -terminó Joss bajando de un salto de su estrado.
– Mire rápido -dijo Decambrais-. Todos los que tienen aire estupefacto, todos los que fruncen las cejas, todos lo que no entienden nada, son nuevos.
– Novatos -dijo Adamsberg.
– Exactamente. Todos los que discuten, hacen movimientos de cabeza, gestos, son los habituales.
Decambrais dejó a Adamsberg y fue a ayudar a Lizbeth a pelar las judías verdes que había adquirido a bajo precio por cajas enteras y Adamsberg entró en El Vikingo, deslizándose bajo la proa del barco pirata para ocupar la mesa que ya consideraba como suya. Los apostadores del naufragio se habían reunido en la barra y el dinero pasaba de mano en mano ruidosamente. Era Bertin quien tenía la lista de las apuestas para que nadie hiciese trampa. Debido a sus orígenes divinos, se estimaba que Bertin era un hombre seguro, inaccesible a los sobornos.
Adamsberg pidió un café y se detuvo en el perfil de Marie-Belle, que escribía una carta en la mesa vecina, con mucha aplicación. Era una chica delicada que habría resultado casi encantadora si sus labios estuviesen más marcados. Como su hermano, tenía el cabello espeso y rizado y le caía sobre los hombros, pero el suyo estaba limpio y era rubio. Le sonrió y siguió trabajando. A su lado, la joven llamada Éva se esforzaba en ayudarla en su tarea. Era menos bonita porque era menos libre, indudablemente, tenía el rostro liso y grave, con los ojos aureolados de violeta, Adamsberg se imaginaba así a cualquier heroína del siglo XIX, enclaustrada en su casa de provincias con revestimiento de madera.
– ¿Está bien así? ¿Tú crees que va a entenderlo? -preguntaba Marie-Belle.
– Está bien -dijo Éva-, pero es algo corto.
– ¿Le digo qué tiempo hace?
– Por ejemplo.
Marie-Belle continuó trabajando, con su bolígrafo muy apretado entre los dedos.
– «Coger» -dijo Éva- se escribe con ge.
– ¿Estás segura?
– Eso creo. Déjame probar.
Éva hizo varios intentos sobre un borrador y después frunció las cejas, indecisa.
– Ya no lo sé, me confundo.
Marie-Belle giró la cabeza hacia Adamsberg.
– Comisario -preguntó con un poco de timidez-. ¿«Coger» se escribe con jota o con ge?
Era la primera vez en su vida que alguien le consultaba a Adamsberg una duda ortográfica y fue incapaz de responder.
– En la frase «Pero Damas no ha cogido frío» -precisó Marie-Belle.
– La frase da igual -dijo Éva en voz baja, inclinada todavía sobre su borrador.
Adamsberg explicó que no sabía nada de ortografía y Marie-Belle pareció afectada por esta noticia.
– Pero usted es policía -objetó ella.
– Así es, Marie-Belle.
– Me largo -dijo Éva rozando el brazo de Marie-Belle-. Le he prometido a Damas que le ayudaría a hacer caja.
– Gracias -dijo Marie-Belle-, eres muy amable en reemplazarme. Porque con toda esta carta que tengo que escribir no voy a poder acercarme.
– Qué va -dijo Éva-, así me distraigo.
Desapareció sin hacer ruido y Marie-Belle se volvió enseguida hacia Adamsberg.
– Comisario, tengo que hablar con usted de esta… de esa… ¿plaga? ¿O hay que hablar lo menos posible?
Adamsberg sacudió la cabeza lentamente.
– No hay plaga.
– ¿Pero y los cuatros?, ¿y los cuerpos negros?
Adamsberg repitió su movimiento.
– Un asesino, Marie-Belle, ya es más que suficiente. Pero no hay peste, ni sombra de ella.
– ¿Debo creerle?
– Ciegamente.
Marie-Belle sonrió de nuevo y esta vez se distendió por completo.
– Tengo miedo de que Éva esté enamorada de Damas -dijo arrugando la frente, como si Adamsberg, puesto que había resuelto su problema de peste, fuese a solucionar después todas las otras complicaciones de su vida-. El consejero dijo que está bien así, que es la vida que continúa, que hay que dejarla. Pero yo, por una vez, no estoy de acuerdo con el consejero.
– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg.
– Porque Damas está enamorado de la gorda Lizbeth, por eso.
– ¿No le gusta Lizbeth?
Marie-Belle hizo una mueca y luego se repuso.
– Es buena -dijo-, pero grita mucho. Además, me da un poco de miedo. De todas formas, Lizbeth aquí es intocable. El consejero dice que es como un árbol que da abrigo a centenares de pájaros. Puede que sea verdad pero es un árbol que te rompe tremendamente los tímpanos. Y además Lizbeth dicta un poco su ley por todas partes. Todos los hombres se arrastran detrás de ella. Es automático, con su experiencia.
– ¿Está celosa? -preguntó Adamsberg sonriendo.
– El consejero dice que sí pero yo ni me doy cuenta. Lo que me molesta es que Damas está metido allí todas las noches. Hay que reconocer que, automáticamente, cuando uno escucha cantar a Lizbeth, cae bajo su encanto. Damas está verdaderamente atrapado y no ve a Éva porque ella no hace ruido. Claro que Éva es más aburrida automáticamente, con todo lo que ha vivido.
Marie-Belle le echó una mirada inquisitiva a Adamsberg para saber si sabía o no lo de Éva. Nada, visiblemente.
– Su marido le ha pegado durante años -explicó ella- sin poder resistir la tentación. Ella se escapó pero él la busca para matarla, ¿se imagina? ¿Cómo es posible que la policía no mate a su marido antes? Nadie debe saber el nombre de Éva, es una orden del consejero y cuidado con el que quiera meter la nariz. Él conoce su nombre pero tiene derecho puesto que es el consejero.
Adamsberg se dejó llevar por la conversación, mientras echaba una mirada de vez en cuando a las actividades que languidecían en la plaza. Le Guern volvía a sujetar la urna al plátano para la noche. El ruido de los teléfonos que había parecido perseguirlo hasta fuera de la brigada se diluía poco a poco. Cuanto más sencilla era la conversación, más relajado se sentía. Ya había tenido su paliza de reflexiones intensas.
– De acuerdo -dijo Marie-Belle volviéndose francamente hacia él-, es por el bien de Éva, porque ya no podía ver a los hombres ni en pintura después de eso. Esto la despierta. Con Damas descubre que existen hombres mejores que el cabrón que la apaleaba. Y eso está bien porque una vida de mujer sin hombre, yo digo automáticamente que no rima con nada. Lizbeth no lo cree, dice que el amor es un chiste para que el mundo siga girando. Dice incluso que es una chorrada, imagínese entonces.
– ¿Era prostituta? -preguntó Adamsberg.
– Claro que no -dijo Marie-Belle escandalizada-. ¿Cómo dice semejante cosa?
Adamsberg lamentó la pregunta. El candor de Marie-Belle superaba sus previsiones y era por eso mismo aún más relajante.
– Es su trabajo -constató Marie-Belle con aire apenado-. Le hace deformarlo todo.
– Eso me temo.
– Y usted, ¿usted cree en el amor? Me permito pedir opiniones a unos y a otros porque aquí el juicio de Lizbeth es intocable.
Como Adamsberg guardaba silencio, Marie-Belle asintió con la cabeza.
– Automáticamente -concluyó- con todo eso que le digo. Pero el consejero es partidario del amor, sea o no una chorrada. Dice que más vale una buena chorrada que aburrirse sentado en una silla. Eso es verdad en el caso de Éva. Está más activa desde que hace el cierre por la noche con Damas. Sólo que Damas está enamorado de Lizbeth.
– Sí -dijo Adamsberg viendo sin pena que giraban en redondo. Cuanto más girasen, menos tendría que decir, así olvidaría al sembrador y los centenares de puertas que, en aquel mismo instante, debían de cubrirse de cuatros.
– Y Lizbeth no ama a Damas. Por lo cual Éva va a llevarse un disgusto, automáticamente. Damas también va a llevarse un disgusto y Lizbeth no lo sé.
Marie-Belle pensó en otra combinación que pudiese venirle bien a todo el mundo.
– Y usted -preguntó Adamsberg-, ¿está enamorada de alguien?
– Yo -dijo Marie-Belle sonrojándose y golpeando con un dedo su carta-, con mis dos hermanos, ya tengo bastantes hombres de los que ocuparme.
– ¿Escribe a su hermano?
– Es el más pequeño. Vive en Romorantin y le gusta que le cuente las novedades. Le escribo todas las semanas y lo llamo por teléfono. Querría que viniese a París pero París le da miedo. Ni Damas ni él son muy espabilados. El pequeño aún menos. Tengo que decirle todo lo que tiene que hacer, incluso con las mujeres. Y eso que es un chico guapo, muy rubio. Pero no, espera a que yo lo empuje, si no no se mueve. Así que tengo que ocuparme de ellos hasta que se casen, automáticamente. Eso me dará que hacer, sobre todo si Damas persigue durante años a Lizbeth para nada. Después de todo, ¿quién va a secar sus lágrimas? El consejero me dice que no tengo por qué ocuparme de eso.
– Es verdad.
– Pues él bien que se ocupa de la gente. Entran y salen durante todo el día de su despacho y se gana muy bien su dinero. No son consejos de pacotilla. Y además, a mis hermanos no puedo abandonarlos.
– Eso no le impide enamorarse de alguien.
– Sí, me lo impide -dijo firmemente Marie-Belle-. Y con el trabajo, la tienda, no conozco a mucha gente, automáticamente. No hay nadie que me guste en la plaza. El consejero me dijo que buscase en otras partes.
El reloj del café dio las siete y media y Marie-Belle se sobresaltó. Dobló su carta con rapidez, pegó un sello en el sobre y lo metió en su bolso.
– Perdóneme, comisario, pero tengo que irme. Damas me espera.
Se fue corriendo y Bertin vino a buscar los vasos.
– Es una charlatana -explicó el normando, como para excusar a Marie-Belle-. No hay que escuchar todo lo que dice sobre Lizbeth. Marie-Belle está celosa, tiene miedo de que le arrebate a su hermano. Es humano. Lizbeth es una mujer por encima de la norma, todo el mundo no puede entenderlo. ¿Se queda a cenar?
– No -dijo Adamsberg levantándose-. Tengo que hacer.
– Diga, comisario -preguntó Bertin siguiéndolo hasta la puerta-, ¿hay que pintar o no hay que pintar ese cuatro?
– Parece ser que es usted hijo del trueno -dijo Adamsberg volviéndose-. ¿O son cuentos que he oído en la plaza?
– Lo soy -dijo Bertin alzando el mentón-. Por el lado de Toutin, el de mi madre.
– Pues bien, no pinte ese cuatro, Bertin, si no quiere que su gloriosa ascendencia reniegue de usted y le dé una patada en el culo.
Bertin cerró la puerta, con el mentón todavía alzado, preso de una repentina determinación. Mientras él viviese, ni un solo cuatro aparecería sobre la puerta de El Vikingo.
Una media hora después, Lizbeth había reunido a los inquilinos para la cena. Decambrais pidió silencio haciendo tintinear su vaso con un cuchillo, gesto que él juzgaba un poco vulgar pero a veces necesario. Castillon comprendía muy bien esta llamada al orden y reaccionaba de inmediato.
– No tengo costumbre de dictar la conducta de mis huéspedes -Decambrais prefería este término a aquel más concreto de inquilinos-, que son reyes en sus habitaciones -empezó-. Sin embargo, considerando las circunstancias muy especiales del momento, pido encarecidamente a todos que no cedan a la intoxicación colectiva y se abstengan de pintar el tal talismán sobre sus puertas. Ese dibujo deshonraría a la casa. No obstante, respetuoso de las libertades individuales, si alguno de ustedes desea situarse bajo la protección de ese cuatro, no me opondré. Sin embargo le agradeceré que se mude a otro lugar, mientras dure la locura en la que trata de sumirnos el sembrador de peste. Quiero creer que ninguno de ustedes suscribirá tal proyecto.
Su mirada pasó de uno a otro sobre la mesa silenciosa. Decambrais notó que Éva vacilaba, titubeante, que Castillon sonreía con un aire bravucón, sin estar perfectamente tranquilo por otro lado, que Joss pasaba de todo y que Lizbeth explotaba ante la sola idea de que a alguien se le ocurriese dibujar un cuatro en sus parajes.
– Vale -dijo Joss, que tenía hambre-. Ya está votado.
– No es por nada -le dijo Éva-, pero si no hubiese leído usted todos esos mensajes del diablo…
– El diablo no me da miedo, pequeña Éva -respondió Joss-. Las olas, sí, hábleme de ellas, las olas sí que son aterradoras. Pero el diablo, los cuatros y todo ese rollo, puede metérselos en el bolsillo donde lleva su pañuelo. Palabra de bretón.
– Decidido -dijo Castillon, animado por el discurso de Joss.
– Decidido -repitió Éva en voz baja.
Lizbeth no añadió nada y vertió la sopa abundantemente.