XXV

Adamsberg contaba con el domingo y con su prensa reducida al mínimo para calmar las llamas. La última estimación de la víspera por la noche lo había contrariado sin llegar a sorprenderlo: de cuatro a cinco mil edificios marcados con un cuatro en París. Por un lado, el domingo dejaba tiempo libre a los parisinos para que se ocupasen de su puerta y la cifra podía verse dramáticamente incrementada. Todo dependía del tiempo, a fin de cuentas. Si este 22 de septiembre hacía bueno, se irían de la ciudad y dejarían un poco de lado esta historia. Si el día estaba gris, los estados de ánimo se debilitarían y las puertas acabarían encajando el golpe.

En cuanto se despertó y sin moverse de la cama, su primera mirada fue para la ventana. Llovía. Adamsberg replegó sus brazos sobre los ojos y se regodeó en su intención de no poner un pie en la brigada. El equipo de guardia sabría encontrarlo si el sembrador daba señales de vida, a pesar de una vigilancia reforzada junto a los veinticinco edificios originales.

Tras la ducha, se estiró completamente vestido sobre la cama y esperó, con los ojos clavados en el techo y el pensamiento vagabundo. A las nueve y treinta minutos se levantó y estimó que la jornada estaba al menos ganada por un frente. El sembrador no había matado a nadie.

Se encontró como había convenido la víspera con el psiquiatra Ferez que lo esperaba en los muelles de la Île Saint-Louis. A Adamsberg no le gustaba la idea de encerrarse en su consulta, encajado en una silla, y había conseguido que pudiesen hablar fuera contemplando el agua. Ferez no tenía la costumbre de doblegarse a todos los deseos de sus pacientes pero Adamsberg no era un paciente y la emoción colectiva nacida del hombre de los cuatros lo intrigaba desde sus comienzos.

Adamsberg percibió a Ferez de lejos, un hombre muy alto algo inclinado bajo un gran paraguas gris, con el rostro cuadrado, la frente alta, el cráneo coronado por un redondel de cabellos blancos que brillaban bajo la lluvia. Lo había conocido hacía dos años con ocasión de una cena cuyos anfitriones había olvidado. Este hombre que cultivaba una flema delicada, una alegría sobria, un discreto alejamiento de los otros que podía transformarse en atención verdadera, si se lo pedían, había modificado las ideas fijas que Adamsberg tenía de la profesión. Se había acostumbrado a consultar a Ferez cuando su intuición del funcionamiento ajeno chocaba con los límites de sus competencias médicas.

Adamsberg, que no tenía paraguas, llegó empapado a la cita. Ferez no conocía del asesino y de sus manías obsesivas más que lo que había descubierto a través de los medios de comunicación y escuchó cómo el comisario le revelaba los detalles complementarios clavándole los ojos. La máscara inexpresiva que usaba el médico por automatismo profesional estaba traspasada por una mirada fija y clara que no se separaba de los labios de su interlocutor.

– Lo que creo -dijo Adamsberg después de tres largos cuartos de hora de narración que el médico no había interrumpido- es que ese recurso de la peste debe ser elucidado. No es como si el sembrador emplease una idea banal, a la orden del día en todos los espíritus, como por ejemplo…

Adamsberg se detuvo para buscar sus palabras.

– Como por ejemplo un tema de moda que no sorprenda a nadie…

Se interrumpió de nuevo. Precisar verbalmente las cosas con términos agudos le causaba a veces dificultades. Ferez no intentaba en modo alguno echarle una mano.

– Como por ejemplo el apocalipsis del bimilenario, o la heroic fantasy.

– Sí -confirmó Ferez.

– O bien las cantinelas vampíricas, crísticas, solares. Todo esto, Ferez, podría servir de embalaje legible a un asesino para irresponsabilizarse de sus actos. Legible, es decir comprensible para todos, contemporáneo. El hombre se presentaría como el Señor de los Pantanos, el Enviado del Sol o del Gran Todo, y todos comprenderían enseguida que un majara ha perdido la cabeza o se ha hecho captar por una secta. ¿Se me entiende?

– Prosiga, Adamsberg. ¿No quiere aprovechar mi paraguas?

– Gracias, va a escampar. Pero con esta peste, el propagador está fuera de su siglo. Es anacrónico, es «grotesco» como dijo mi adjunto. Es grotesco porque está fuera de órbita, porque esta peste llega a nuestra época como un dinosaurio a un juego de bolos. El sembrador no está dentro de su tiempo, se sale de madre. ¿Todavía se me entiende?

– Prosiga -repitió Ferez.

– Aunque, por muy pasada de moda que esté, su peste consigue despertar terrores históricos mucho menos amorfos de lo que uno hubiera podido creer, pero eso es otro asunto. Mi asunto es la descoordinación de este tipo con su tiempo, su elección incomprensible de un tema sobre el que nadie, absolutamente nadie, tiene ni idea. Y es esta incomprensibilidad lo que hay que entender. No digo que no existan algunos tipos que trabajen la cuestión, desde un punto de vista histórico, se entiende. Conozco a uno. Pero dígame si me equivoco, Ferez, por muy unido que esté un tipo a su tema de estudio, este tema no podrá nunca penetrar en él hasta el punto de convertirse en el motor de una serie de asesinatos.

– Verdadero. El objeto de estudio queda fuera de la personalidad instintiva, sobre todo si ha sobrevenido tardíamente. Es una actividad, no una pulsión.

– ¿Incluso si esta actividad toma un cariz frenético?

– Incluso.

– Elimino entonces del perfil del sembrador toda motivación de orden intelectual y elimino todo azar. No es entonces un hombre que se haya dicho, venga, adoptemos la plaga de Dios, va a tener un efecto de mil demonios. No es un camelista ni un mistificador. Es imposible. El sembrador no tiene esta distancia. Cree violentamente. Dibuja sus cuatros con verdadero amor, está inmerso en su asunto hasta arriba. Utiliza la peste instintivamente, en ausencia de todo contexto cultural adecuado. Le trae sin cuidado ser entendido o no. Él se entiende. Lo utiliza porque tiene que hacerlo. Llego entonces hasta ese punto.

– Bien -dijo Ferez pacientemente.

– Si el sembrador está en ese punto, es que la peste está en él, es fundamental. Es entonces un asunto de…

– Familia -completó Ferez.

– Exactamente. ¿Está de acuerdo?

– No hay duda, Adamsberg. Porque no hay otra solución.

– Bien -dijo Adamsberg, reconfortado y sintiendo que había superado en materia de vocabulario lo más arduo-. En un principio -continuó- pensé que el tipo quizás hubiese atrapado la enfermedad cuando era joven en un país lejano, un golpe de mala suerte, un traumatismo, no sé. Eso no me satisfizo.

– ¿Entonces? -animó Ferez.

– Entonces me rompí la cabeza, pensando cómo la infancia de un hombre podía quedar marcada por un drama que había concluido a principios del siglo XVIII. Llegué a la única solución de que el sembrador tenía ciento sesenta años de edad. No me satisfizo.

– No está mal. Un paciente interesante.

– Después descubrí que la peste había golpeado París en 1920. En nuestro siglo y cuando ya estaba bastante empezado. ¿Lo sabía usted?

– No -reconoció Ferez-. Honestamente, no.

– Noventa y seis casos, treinta y cuatro muertos, en las barriadas pobres mayoritariamente. Y yo pienso, Ferez, que la familia de este tipo ha conocido ese tormento, que muchos murieron por su causa, los bisabuelos quizás. Que el drama se fijó en la saga familiar.

– A eso se le llama un drama familiar -cortó el médico.

– Muy bien. Se fijó y es así como la peste se infiltró en la cabeza del niño, por el diezmo de parientes próximos, infatigablemente relatado. Un chico, a mi parecer. Para él, es una parte natural de su vida, de su…

– Entorno psíquico.

– Es eso. Un elemento y no una figura histórica pasada de moda, como a nuestros ojos. Yo buscaría el nombre de la familia del sembrador entre las treinta y cuatro víctimas de la peste de 1920.

Adamsberg dejó de caminar, cruzó los brazos y contempló al médico.

– Es usted bastante bueno, Adamsberg -dijo Ferez sonriendo-. Y sigue el camino correcto. Añada sin embargo a ese fantasma familiar perturbaciones violentas que le han permitido instalarse. Los fantasmas construyen su nido en las fracturas.

– Entendido.

– Pero voy a frustrarlo, me temo. Yo no buscaría a su sembrador en el seno de una familia diezmada por la peste, sino en el seno de una familia que se haya salvado. Eso nos da millares de personas posibles y no sólo treinta y cuatro.

– ¿Por qué que se haya salvado?

– Porque su sembrador se sirve de la peste como instrumento de poder.

– ¿Y qué?

– Que ése no sería el caso si la peste hubiese vencido a su familia. Abominaría de ella.

– Sabía que cometía un error en algún sitio -dijo Adamsberg mientras volvía a caminar, con los brazos cruzados a la espalda.

– No es un error, Adamsberg, es una simple pieza que no estaba en la buena dirección. Porque si el sembrador usa la peste como instrumento de poder, es que ella en su momento ha dado poder a su familia. Su hogar ha debido de resultar indemne, como de milagro, en el seno de un barrio en el que todos los otros morían. Y la familia ha podido pagar un alto precio por ese milagro. Hay poca distancia entre odiar a los que salen ilesos y sospechar que se benefician de una fuerza secreta, y finalmente acusarlos de propagar la plaga. Ya conoce la sempiterna historia. No me asombraría que su familia hubiera sido señalada con el dedo y después amenazada, humillada, y que haya tenido que huir del lugar del drama ante el riesgo de ser despedazada por los vecinos.

– Dios santo -dijo Adamsberg golpeando un montículo de hierba al pie de un árbol-. Tiene razón.

– Es una posibilidad.

– Es la buena. La saga de su familia es ese milagro de supervivencia y después esa venganza y su aislamiento. La saga es haber escapado de la peste y, aún más, haberla dominado. Han podido enorgullecerse de lo que les habían reprochado.

– Es lo que se hace generalmente. Dígale a alguien que es imbécil, le responderá que está orgulloso de ello. Reflejo de defensa ordinario, sea cual sea la acusación.

– El fantasma es su diferencia, es su poder sobre la plaga de Dios, enseñada incansablemente.

– No lo olvide, Adamsberg, en cuanto a su sembrador: familia desgarrada, pérdida del padre o de la madre, sentimiento de abandono, debilidad inmensa pues. Es la explicación más probable para que el chico se haya agarrado a la violencia de la gloria familiar, su única fuente de poder, sin duda reiterada por un abuelo. La transmisión de los dramas se hace saltando una generación.

– Con esto no voy a encontrarlo en el registro civil -dijo Adamsberg maltratando todavía el mismo montículo de hierba-. Centenares de millares de personas han escapado de la peste.

– Lo siento.

– Da igual, Ferez. Me ha ayudado.

Загрузка...