VII

Joss descendió apurado por la Rue de la Gaîté, a tres nudos y medio. Llevaba preguntándose desde la víspera si había oído bien al viejo letrado cuando pronunció la frase: «La habitación es suya, Le Guern». Claro que lo había oído, pero ¿acaso quería decir exactamente lo mismo que Joss pensaba que quería decir? ¿Acaso quería realmente decir que Decambrais le alquilaba la habitación? ¿Con la moqueta, con Lizbeth y la cena? ¿A él, al bruto de Guilvinec? Claro que sí, era eso lo que quería decir. ¿Qué otra cosa, si no? Pero aquello había sido ayer, ¿y si Decambrais se había levantado consternado y había decidido dar marcha atrás? ¿Y si se acercaba a él después del pregón para anunciarle que lo sentía pero que la habitación estaba alquilada y que era un asunto de prioridad?

Sí, era aquello lo que ocurriría, dentro de una hora como muy tarde. Aquel viejo pretencioso, aquel viejo cobarde se había sentido aliviado al descubrir que Joss no revelaría todo aquel asunto del encaje en la plaza pública. Y, llevado por un impulso incontrolado, le había dado la habitación. Y ahora, la recuperaba. Así era Decambrais. Un pesado y un cabrón, siempre lo había pensado.

Furioso, Joss desencadenó su urna y la vació sin precauciones sobre la mesa de Roll-Rider. Y si encontraba un nuevo mensaje contra el letrado, puede que lo leyese esta mañana. A cabrón, cabrón y medio. Recorrió los anuncios con impaciencia pero no encontró nada de aquel tipo. En cambio, el grueso sobre de color marfil estaba allí, con sus treinta francos.

La verdad es que no era un mal negocio. Últimamente, sólo con aquel tipo, ganaba cien francos al día. Joss se concentró para leer.

Videbis animalia generata ex corruptione multiplican in terra ut vermes, ranas et muscas; et si sit a causa subterranea videbis reptilia habitantia in cabernis exire ad superficiem terrae et dimitiere ova sua et aliquando mori. Et si est a causa celesti, similiter volatilia.

– Mierda -dijo Joss-. Italiano.


La primera cosa que hizo Joss al trepar sobre su estrado a las ocho y veintiocho fue asegurarse de la presencia de Decambrais contra su marco. Era, en efecto, la primera vez en dos años que estaba ansioso por verlo. Sí, estaba allí, impecable en su traje gris, repeinando con un gesto sus cabellos blancos, abriendo su libro encuadernado en cuero. Joss le echó una mirada maliciosa y lanzó con su voz estentórea el anuncio n.° 1.

Le pareció que había hecho el pregón más rápido que de costumbre, apurado como estaba por averiguar cómo iba a desdecirse de su palabra Decambrais. Casi fusiló su Página de la Historia de Francia para todos, y ello le hizo detestar aún más al letrado.

– Vapor francés -terminó con brusquedad-, 3.000 toneladas, choca contra las rocas de Penmarch y después deriva hasta la Torche donde se hunde sobre su lugar de anclaje. Tripulación perdida.

Cuando hubo concluido el pregón, Joss se esforzó por transportar la caja con indiferencia hasta la tienda de Damas, que subía la cortina metálica. Los dos hombres se estrecharon la mano. Damas tenía la mano muy fría. Claro, con aquel tiempo y todavía vestido con una chaqueta. Iba a ponerse enfermo si seguía haciendo el tonto así.

– Decambrais te espera a las ocho esta noche en El Vikingo -dijo Damas poniendo las tazas de café.

– ¿No puede dar sus mensajes él mismo?

– Tiene citas todo el día.

– Puede ser, pero no estoy a su servicio. No dicta la ley, el aristócrata.

– ¿Por qué lo llamas el «aristócrata»? -preguntó Damas, sorprendido.

– Eh, Damas, despierta. ¿Acaso Decambrais no se comporta a veces como un aristócrata?

– Ni idea. Nunca me he hecho esa pregunta. En todo caso, está siempre sin un duro.

– Los aristócratas sin un duro existen. Es lo más común incluso en materia de aristócratas.

– Ah, bueno -dijo Damas-. No lo sabía.

Damas sirvió el café caliente, sin percibir en apariencia la expresión contrariada del bretón.

– Ese jersey ¿es para hoy o para mañana? -dijo Joss con cierta saña-. ¿No crees que tu hermana ya se ha preocupado bastante?

– Pronto, Joss, pronto.

– Y, no lo tomes a mal, pero ¿por qué no te lavas el pelo de paso?

Damas alzó un rostro asombrado y apartó su cabello, largo, moreno y ondulado, tras sus hombros.

– Mi madre decía que el pelo de un hombre es todo su capital -aseguró Joss-. Bueno, pues tú no se puede decir que lo hagas rentable.

– ¿Está sucio? -preguntó el joven perplejo.

– Un poco, sí. No lo tomes a mal. Es por ti, Damas. Tienes un pelo bonito, deberías ocuparte de él. ¿Nunca te lo ha dicho tu hermana?

– Seguro que sí. Pero me olvido.

Damas atrapó las puntas de su cabello y las examinó.

– Tienes razón, Joss, voy a hacerlo ahora mismo. ¿Puedes guardarme la tienda? Marie-Belle no llegará hasta las diez.


Damas se fue de un salto y Joss le vio atravesar la plaza corriendo en dirección a la farmacia. Suspiró. Pobre Damas. Demasiado amable, el tipo, y sin suficiente plomo en el cerebro. De esos a los que la gente les toma el pelo. Lo contrario que el aristócrata, todo en la cabeza y nada en el corazón. Está mal equilibrada la existencia.


El quejido del trueno de Bertin resonó a las ocho y cuarto de la noche. Los días se acortaban tremendamente, la plaza ya estaba cubierta por la sombra y las palomas se habían dormido. Joss se arrastró de mal humor hasta El Vikingo. Divisó a Decambrais en la mesa del fondo, con corbata, traje oscuro y una camisa blanca gastada en el cuello, delante de dos jarras de vino tinto. Estaba leyendo y era el único que lo hacía entre todos los presentes. Había tenido todo el día para preparar su discurso y Joss esperaba que lo tuviese bien acabado. Pero hacía falta mucho más para engatusar a un Le Guern. Los cabos, los cordajes, las sirgas, eso lo conocía bien.

Joss se sentó pesadamente sin saludar y Decambrais llenó inmediatamente los dos vasos.

– Gracias por venir, Le Guern, prefería no dejarlo para mañana.

Joss inclinó sencillamente la cabeza y dio un largo trago de su vaso.

– ¿Los tiene? -preguntó Decambrais.

– ¿El qué?

– Los anuncios del día, los anuncios especiales.

– No cargo con todo. Están en la tienda de Damas.

– ¿Se acuerda de ellos?

Joss se rascó largamente la mejilla.

– Estaba otra vez el tipo ese que cuenta su vida, sin pies ni cabeza como siempre -dijo-. Y después hubo otro en italiano como esta mañana.

– Es latín, Le Guern.

Joss guardó silencio un instante.

– Pues bien, todo esto no me gusta demasiado. Leer cosas que uno no entiende no es trabajo honesto. ¿Qué busca ese tipo? ¿Joder a la gente?

– Es muy posible. Dígame, ¿le molestaría mucho ir a buscarlos?

Joss vació su vaso y se levantó. Las cosas no tomaban el giro esperado. Estaba confuso, como aquella noche en el mar en que todo se había desarreglado a bordo y ya no conseguían sacar conclusiones. Creían que las rocas estaban a estribor y, cuando amaneció, estaban justo delante, hacia el norte. Habían rozado la catástrofe.

Fue y volvió rápidamente, preguntándose si Decambrais no estaba en babor cuando él lo creía a estribor, y dejó los tres sobres color marfil sobre la mesa. Bertin acababa de traer los platos calientes, escalope normando con patatas, y una tercera jarra. Joss se lanzó sin esperar mientras que Decambrais leía el anuncio de mediodía en voz baja.

– He ido al despacho esta mañana con mucho dolor en el índice de la mano izquierda, a causa de una torcedura que me hice ayer luchando con la mujer que mencionaba ayer (…). Mi mujer ha ido a los baños (…) para lavarse después de haber estado tanto tiempo en casa en medio del polvo. Pretende haber tomado la resolución de ser muy limpia de ahora en adelante. Adivino sin pena cuánto va a durarle.

– A veces, falla el sextante.

Decambrais volvió a llenar los vasos y pasó al anuncio siguiente:

– Terrae putrefactae signa sunt animalium ex putredine nascentium multiplicatio, ut sunt mures, ranae terrestres (…), serpentes ac vermes, (…) praesertim si minime in illis locis nasci consuevere. ¿Puedo guardarlos? -preguntó.

– Si le sirven para algo.

– Para nada, por el momento. Pero lo encontraré, Le Guern, lo encontraré. Ese tipo juega al ratón y al gato pero, un día, una palabra de más me pondrá sobre la pista, estoy convencido.

– ¿Para ir adónde?

– Para saber qué es lo que quiere.

Joss se encogió de hombros.

– Con ese temperamento, nunca hubiese podido ser pregonero. Porque si uno se detiene en todo lo que lee, es el acabóse. Uno ya no puede pregonar, se atasca. Un pregonero debe estar por encima de las cosas. Porque fíjese que he visto tarados desfilar por mi urna. Pero, eso sí, nunca he visto a ninguno que pagase más de la tarifa reglamentaria. Ni que pegase la hebra en latín, o con esas viejas eses en forma de efe. Me pregunto para qué sirve eso.

– Para avanzar enmascarado. Por un lado, no es él el que habla puesto que cita textos. ¿Ve la astucia? No se moja.

– No confío en los tipos que no se mojan.

– Por otro lado escoge textos antiguos que no tienen sentido más que para él. Se atrinchera.

– Fíjese -dijo Joss agitando su cuchillo-, no tengo nada contra lo antiguo. Hago incluso una página de historia de Francia en el pregón, ¿lo ha notado? Se remonta a la escuela. Me gustaba la historia. No es que escuchase pero me gustaba.

Joss terminó su plato y Decambrais pidió una cuarta jarra. Joss le echó una ojeada. Tenía un buen buche el aristócrata, sin contar todo lo que se había bebido esperándole. Él mismo seguía el ritmo pero notaba cómo se le escapaba el control furtivamente. Contempló atentamente a Decambrais, que no tenía un aspecto tan estable, a fin de cuentas. Seguro que había bebido para decidirse a hablar de la habitación. Joss se dio cuenta de que él también daba marcha atrás. Mientras hablasen de chismes y chorradas, no hablaban del hotel, y eso ya era algo.

– Era el profesor el que me gustaba, en el fondo -añadió Joss-. Si hubiese hablado en chino, también me habría gustado. Cuando me echaron del internado fue el único al que eché de menos. No eran muy simpáticos en Tréguier.

– ¿Qué demonios pintaba usted en Tréguier? Creí que era de Guilvinec.

– No pintaba nada, justamente. Estaba interno para que me reformasen el carácter. Me trajeron al redopelo para nada. Dos años más tarde me enviaron de vuelta a Guilvinec, a causa de la mala influencia que ejercía sobre mis compañeros.

– Conozco Tréguier -dijo negligentemente Decambrais rellenando su vaso.

Joss le miró con aire escéptico.

– ¿Conoce la Rue de la Liberté?

– Sí.

– Pues bien, allí estaba el internado de chicos.

– Sí.

– Justo después de la iglesia de Saint-Roch.

– Sí.

– ¿Va a decir «sí» a todo lo que digo?

Decambrais se encogió de hombros con los párpados pesados. Joss sacudió la cabeza.

– Está borracho, Decambrais -dijo-. Ya no puede sostenerse.

– Estoy borracho pero conozco Tréguier. Una cosa no quita la otra.

Decambrais vació su vaso e hizo un signo a Joss para que le sirviese de nuevo.

– Son bromas -dijo Joss aplicándose-. Bromas para embaucarme. Si cree que soy tan tonto como para que me ablande el que un tipo haya atravesado la Bretaña, está completamente confundido. Yo no soy un patriota, soy un marino. Conozco a bretones que son tan cretinos como cualquiera.

– Yo también.

– ¿Lo dice por mí?

Decambrais sacudió la cabeza blandamente y se hizo un silencio bastante largo.

– Pero ¿es verdad que conoce Tréguier? -continuó Joss con la cabezonería de quien ha bebido demasiado.

Decambrais asintió y vació su vaso.

– Pues yo no lo conozco demasiado bien -dijo Joss, bruscamente triste-. El carcelero del internado, el padre Kermarec, se las arreglaba para castigarme todos los domingos. La ciudad, creo que no la he visto más que a través de las ventanas y de lo que contaban los amigos. Es ingrata la memoria, porque me acuerdo del nombre de aquel cabrón pero no del nombre del profesor de historia, que era el único que me defendía.

– Ducouëdic.

Joss levantó lentamente la cabeza.

– ¿Cómo? -dijo.

– Ducouëdic -repitió Decambrais-. El nombre de su profesor de historia.

Joss frunció los ojos y se inclinó por encima de la mesa.

– Ducouëdic -confirmó-. Yann Ducouëdic. Diga, Decambrais, ¿me espía? ¿Qué quiere de mí? ¿Es usted policía? Es eso, Decambrais, ¿es usted policía? ¡Los mensajes son bromas, la habitación es una broma! ¡Todo lo que quiere es meterme en su embrollo de policía!

– ¿Tiene miedo de la policía, Le Guern?

– ¿Es asunto suyo?

– No, es su problema. Pero no soy policía.

– Claro que sí. ¿Cómo conoce a mi Ducouëdic?

– Era mi padre.

Joss se quedó petrificado con los codos sobre la mesa y la mandíbula adelantada, borracho e indeciso.

– Son bromas -murmuró tras un largo minuto.

Decambrais separó el lado izquierdo de su chaqueta y, con gestos un poco imprecisos, encontró su bolsillo interior. Sacó su cartera y cogió el carné de identidad y se lo tendió al bretón. Joss lo examinó largamente, siguiendo con el dedo el nombre, la foto, el lugar de nacimiento. Hervé Ducouëdic, nacido en Tréguier, setenta primaveras.

Cuando volvió a levantar la cabeza, Decambrais había puesto un índice sobre sus labios. Silencio. Joss inclinó la cabeza varias veces. Líos. Eso podía entenderlo incluso borracho. Reinaba mientras tanto un follón tal en El Vikingo que se podía hablar en voz baja sin correr riesgo alguno.

– ¿Entonces… «Decambrais»? -murmuró.

– Chorradas.

Ante aquello había que descubrirse. Había que descubrirse ante el aristócrata. Había que reconocérselo. Joss se tomó todo su tiempo para reflexionar una vez más.

– Y entonces -continuó-, ¿es usted aristócrata o no lo es?

– ¿Aristócrata? -dijo Decambrais volviendo a guardarse su cartera-. Oiga, Le Guern, si fuese aristócrata no me estropearía los ojos haciendo encaje.

– ¿Y aristócrata arruinado? -insistió Le Guern.

– Ni siquiera. Arruinado simplemente. Bretón simplemente.

Joss se apoyó en su silla, desconcertado como cuando una quimera o un sueño nos abandona sin avisar.

– Atención, Le Guern -dijo Decambrais-. Ni una palabra a nadie.

– ¿Y Lizbeth?

– Ni siquiera lo sabe Lizbeth. Nadie debe saberlo.

– Entonces ¿por qué me lo ha dicho?

– Hoy por ti y mañana por mí -explicó Decambrais vaciando su vaso-. A hombre honesto, hombre honesto y medio. Si eso le hace cambiar de opinión por la habitación, dígalo claramente. Puedo entenderlo.

Joss se levantó de golpe.

– ¿Aún la quiere? -preguntó Decambrais-. Porque tengo otras demandas.

– La quiero -dijo Joss precipitadamente.

– Entonces, hasta mañana -dijo Decambrais levantándose-, y gracias por los anuncios.

Joss lo retuvo cogiéndolo por la manga.

– Decambrais, ¿qué tienen esos anuncios?

– Son subterráneos, pútridos. Estoy seguro de que también son peligrosos. En cuanto vea una luz, se lo diré.

– El faro -dijo Joss un poco soñador-, cuando vea el faro.

– Exactamente.

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