IX

– ¿Qué has sabido de Segundo? -preguntó Antonio de la Maza.

Apoyado en el volante, Antonio Imbert respondió, sin volverse:

– Lo vi ayer. Ahora me permiten visitarlo todas las semanas. Una visita corta, media hora. A veces, al hijo de puta del director de La Victoria se le antoja cortar las visitas a quince minutos. Por joder.

– ¿Cómo está?

¿Cómo podía estar alguien que, confiado en una promesa de amnistía, dejó Puerto Rico, donde tenía una buena situación trabajando para la familia Ferré, en Ponce, y volvía a su tierra a descubrir que lo esperaban para juzgarlo por el supuesto crimen de un sindicalista cometido en Puerto Plata hacía siglos, y condenarlo a treinta años de cárcel? ¿Cómo podía sentirse un hombre que si mató lo hizo por el régimen y al que, en premio, Trujillo tenía ya cinco años pudriéndose en una mazmorra?

Pero no le respondió así, pues Imbert sabía que Antonio de la Maza no le había hecho esa pregunta porque se interesara por su hermano Segundo, sino para romper la interminable espera. Se encogió de hombros:

– Segundo tiene huevos. Si la pasa mal, no lo demuestra. A veces, se da el lujo de levantarme el ánimo.

– No le habrás dicho nada de esto.

– Por supuesto que no. Por prudencia y para que no se haga ilusiones. ¿Y si falla?

– No va a fallar -intervino, desde el asiento de atrás, el teniente García Guerrero-. El Chivo viene.

¿Iba a venir? Tony Imbert consultó su reloj. Todavía podía venir, no había que desesperarse. Él no se impacientaba nunca, desde hacía muchos años. De joven, si, Por desgracia, y eso lo llevó a hacer cosas de las que se arrepentía con todas las células de su cuerpo. Como aquel telegrama de 1949 que envió, loco de rabia, cuando el desembarco de antitrujillistas encabezado por Horacio Julio Ornes en la playa de Luperón, dentro de la provincia de Puerto Plata, de la que era gobernador. «Usted ordene y yo quemo Puerto Plata, Jefe.» La frase que más lamentaba en su vida. La vio reproducida en todos los periódicos, pues el Generalísimo quiso que todos los dominicanos supieran hasta qué punto era un trujillista convencido y fanático el joven gobernador.

¿Por qué Horacio Julio Ornes, Félix Córdoba Boniche, Tulio Hostilio Arvelo, Gugú Henríquez, Miguelucho Feliú, Salvador Reyes Valdez, Federico Horacio y los otros eligieron Puerto Plata, aquel lejano 19 de junio de 1949? La expedición fue un rotundo fracaso. Uno de los dos aviones invasores ni siquiera pudo llegar y se regresó a la isla de Cozumel. El Catalina con Horacio Julio Ornes y sus compañeros llegó a acuatizar en la orilla fangosa de Luperón, pero, antes de que terminaran de desembarcar los expedicionarios, un guardacostas lo cañoneó e hizo trizas. Las patrullas del Ejército capturaron en pocas horas a los invasores. Aquello sirvió para una de esas fantochadas que le gustaban a Trujillo. Amnistió a los capturados, incluido Horacio julio Ornes, y, en demostración de poderío y magnanimidad, permitió que de nuevo se exiliaran. Pero, mientras hacía este gesto generoso para el exterior, a Antonio Imbert, el gobernador de Puerto Plata, y a su hermano, el mayor Segundo Imbert, comandante militar de la plaza, los destituyó, encarceló y hostigó, mientras se llevaba a cabo una represión inmisericorde de supuestos cómplices, que fueron arrestados, torturados y muchos fusilados en secreto. «Cómplices que no eran cómplices», piensa. «Creían que todos se levantarían al verlos desembarcar. No tenían a nadie, en realidad.» Cuántos inocentes pagaron por aquella fantasía.

¿Cuántos inocentes pagarían si fallaba lo de esta noche? Antonio Imbert no era tan optimista como Amadito o Salvador Estrella Sadhalá, quienes, desde que supieron por Antonio de la Maza que el general José René Román, jefe de las Fuerzas Armadas, estaba comprometido en la conjura, se hallaban convencidos de que muerto Trujillo todo iría sobre ruedas, pues los militares, obedeciendo órdenes de Román, detendrían a los hermanísimos del Chivo, matarían a Johnny Abbes y a los trujillistas acérrimos e instalarían una junta cívico-militar. El pueblo se echaría a las calles a matar caliés, dichoso de haber alcanzado la libertad. ¿Saldrían así las cosas? Las decepciones, desde la estúpida emboscada en que cayó Segundo, habían vuelto a Antonio Imbert alérgico a los entusiasmos apresurados. Él quería ver el cadáver de Trujillo a sus pies; lo demás, le importaba menos. Librar a este país de ese hombre, eso era lo principal. Removido ese obstáculo, aun cuando las cosas no salieran tan bien de inmediato, se abriría una puerta. Eso justificaba lo de esta noche, aunque ellos no salieran vivos.

No, Tony no había dicho una palabra sobre esta conspiración a su hermano Segundo en las visitas semanales que le hacía a La Victoria. Hablaban de la familia, de la pelota, el boxeo, Segundo tenía ánimos para contarle anécdotas de la rutina carcelaria, pero el único tema importante lo evitaban. En la última visita, al despedirse, Antonio le susurró: «Las cosas van a cambiar, Segundo». A buen entendedor, pocas palabras. ¿Habría adivinado? Como Tony, Segundo que, a costa de revolcones, de trujillista entusiasta pasó a ser un desafecto y, luego, un conspirador, había llegado hacía tiempo a la conclusión de que la única manera de poner punto final a la tiranía era acabando con el tirano; todo lo demás, inútil. Había que liquidar a la persona en la que convergían todos los hilos de esa tenebrosa telaraña.

– ¿Qué hubiera pasado si aquella bomba estalla en la Máximo Gómez, a la hora del paseo del Chivo? -fantaseó Amadito.

– Fuegos artificiales de trujillistas en el cielo -respondió Imbert.

– Yo hubiera podido ser uno de los que volaban, si estaba de guardia -se rió el teniente.

– Hubiera encargado una gran corona de rosas para tu sepelio -dijo Tony.

– Vaya plan -comentó Estrella Sadhalá-. Hacer volar al Chivo con todos los acompañantes. ¡Desalmado!

– Bueno, sabía que tú no estarías ahí, en el besamanos -dijo Imbert-. Por lo demás, cuando aquello, a ti casi no te conocía, Amadito. Ahora, lo hubiera pensado dos veces. -Qué alivio -le agradeció el teniente.

A lo largo de la hora y pico que llevaban de espera en la carretera a San Cristóbal, varias veces habían intentado conversar, o bromear como ahora, pero esos amagos se eclipsaban y cada cual volvía a encerrarse en sus angustias, esperanzas o recuerdos. En un momento, Antonio de la Maza encendió la radio, pero apenas compareció la voz acaramelada del locutor de La Voz del Trópico anunciando un programa dedicado al espiritismo, la apagó.

Sí, en aquel fracasado plan para matar al Chivo, dos años y medio atrás, Antonio Imbert estuvo dispuesto a pulverizar, con Trujillo, a buen número de los adulones que lo escoltaban cada tarde en su caminata desde la casa de doña Julia, la Excelsa Matrona, a lo largo de la Máximo Gómez y la Avenida, hasta el obelisco. ¿No eran, acaso, quienes caminaban junto a él los que más se habían manchado de sangre y de mugre? Buen servicio al país, liquidar a un puñado de esbirros al mismo tiempo que al tirano.

Aquel atentado lo preparó él solo, sin comunicárselo ni a su mejor amigo, Salvador Estrella Sadhalá, porque, aunque el Turco era antitrujillista, Tony temía que, por su catolicismo, lo desaprobara. Lo planeó y calculó todo, en su propia cabeza, poniendo al servicio del plan todos los recursos a su alcance, convencido de que mientras menos personas participaran más posibilidades de éxito tendría. Sólo en la última etapa, incorporó a su proyecto a dos muchachos de lo que sería llamado, más tarde, el Movimiento 14 de Junio; entonces, era un grupo clandestino de profesionales y estudiantes jóvenes, tratando de organizarse para actuar contra la tiranía, aunque sin saber cómo.

El plan era sencillo y práctico. Aprovechar esa disciplina maniática con la que Trujillo cumplía sus rutinas, en este caso la caminata vespertina por la Máximo Gómez y la Avenida. Estudió cuidadosamente el terreno, recorriendo al revés y al derecho aquella avenida donde se codeaban las casas de los prohombres del régimen, pasados y presentes. La ostentosa casa de Héctor Trujillo, Negro, ex Presidente fantoche de su hermano en dos períodos. La rosada mansión de mamá Julia, la Excelsa Matrona, a la que el Jefe visitaba todas las tardes antes de iniciar su paseo. La de Luis Rafael Trujillo Molina, apodado el Nene, loco de las galleras. La del general Arturo Espaillat, Navajita. La de Joaquín Balaguer, el actual Presidente fantoche, vecina de la nunciatura. El antiguo palacete de Anselmo Paulino, ahora una de las casas de Ramfis Trujillo. La casona de la hija del Chivo, la bella Angelita y su marido, Pechito, el coronel Luis José León Estévez- La de los Cáceres Troncoso y una mansión de potentados: los Vicini. Con la Máximo Gómez colindaba un play de pelota que construyó Trujillo para sus hijos frente a la Estancia Radhamés y el solar donde estuvo la casa del general Ludovino Fernández, a quien el Chivo mandó matar. Entre mansión y mansión había descampados con yerbas salvajes y lotes desiertos, protegidos por vallas de alambre pintado de verde, levantadas al filo de la calzada. Y, en la vereda de la derecha, por la que siempre andaba la comitiva, unos baldíos cercados por aquellas alambradas que Antonio Imbert había estudiado muchas horas.

Eligió el pedazo de valla que arrancaba de la casa de Nene Trujillo. Con el pretexto de renovar parte de la alambrada de la planta de agregados Mezcla Lista, de la que era gerente (pertenecía a Paco Martínez, hermano de la Prestante Dama), compró unas decenas de varas de aquel alambre con las respectivas estacas de tubo que, cada quince metros, mantenían tensada la valla. Él mismo verificó que los tubos fueran huecos y que su interior pudiera taponearse con cartuchos de dinamita. Como Mezcla Lista poseía, en las afueras de Ciudad Trujillo, dos canteras de las que extraía materia prima, le resultó fácil, en sus periódicas visitas, ir sustrayendo cartuchos de dinamita, que escondió en su propia oficina, a la que llegaba siempre antes que nadie y de la que salía después del último empleado.

Cuando todo estuvo dispuesto, habló de su plan a Luis Gómez Pérez e Iván Tavárez Castellanos. Eran más jóvenes que él, estudiantes universitarios, de abogacía el primero e ingeniería el segundo. Integraban su misma célula en los grupos clandestinos antitrujillistas; después de observarlos muchas semanas, decidió que eran serios, contables, ansiosos por pasar a la acción. Ambos aceptaron con entusiasmo. Estuvieron de acuerdo en no decir palabra a los compañeros con los que, en lugares diferentes cada vez, se reunían en asambleas de ocho o diez personas, para discutir la mejor manera de movilizar al pueblo contra la tiranía.

Con Luis e Iván, que resultaron aún mejores de lo que esperaba, taponearon los tubos con cartuchos de dinamita y colocaron los fulminantes, después de probarlos con el mando a distancia. Para tener la certeza de que el horario se cumpliría, ensayaron en el descampado de la fábrica, luego de la salida de obreros y empleados, el tiempo que les tomaba derribar un pedazo de la valla existente y colocar la nueva, cambiando los tubos antiguos con los trufados de dinamita. Menos de cinco horas. Todo quedó armado el 12 de junio. Proyectaban actuar el 15, al regresar Trujillo de un recorrido por el Cibao. Disponían ya del volquete para derribar la alambrada al amanecer, a fin de tener el pretexto -embutidos en los overoles azules de los Servicios Municipales- de reemplazarlos con los minados. Marcaron los dos puntos, cada uno a menos de cincuenta pasos de la explosión, desde donde, Imbert a la derecha, Luis e Iván a la izquierda, accionarían los mandos, a breve intervalo uno de otro, el primero para matar a Trujillo en el instante que pasara frente a los tubos, y el segundo para rematarlo.

Y, entonces, la víspera del día indicado, el 14 de junio de 1959, ocurrió en las montañas de Constanza aquel sorprendente aterrizaje de un avión venido de Cuba, pintado con los colores e insignias de la Aviación Dominicana, con guerrilleros antitrujillistas, invasión a la que siguieron los desembarcos en las playas de Maimón y Estero Hondo una semana después. La llegada de aquel pequeño destacamento, en el que venía el barbudo comandante cubano Delio Gómez Ochoa, hizo correr un escalofrío por la espina dorsal del régimen. Tentativa descabellada, descoordinada. Los grupos clandestinos no tuvieron la menor informaci'ón sobre lo que se preparaba en Cuba. El apoyo de Fidel Castro a la revolución contra Trujillo era, desde la caída de Batista, seis meses atrás, tema obsesivo de las reuniones. Se contaba con esa ayuda en todos los planes que se tejían y destejían, para los que se coleccionaban escopetas de caza, revólveres, algún viejo fusil. Pero, nadie que Imbert conociera, estaba en contacto con Cuba ni tenía la menor idea de que el 14 de junio se produciría la llegada de esas decenas de revolucionarios, que, luego de poner fuera de combate a la mínima guardia del aeropuerto de Constanza, se desparramaron por las montañas del contorno, solo para ser cazados como conejos en los días siguientes, y matados a mansalva, o llevados a Ciudad Trujillo, donde, bajo las órdenes de Ramfis, fueron asesinados casi todos (pero no el cubano Gómez Ochoa y su hijo adoptivo, Pedrito Mirabal, a quienes el régimen, en otro desplante teatral, devolvió tiempo después a Fidel Castro).

Nadie pudo sospechar, tampoco, la magnitud de la represión que desencadenó el gobierno, a raíz del desembarco. Las semanas y meses siguientes, en vez de amainar, se agravó. Los caliés echaban mano de cualquier sospechoso y lo llevaban al SIM, donde se le sometía a torturas -castrarlo, reventarle los oídos y los ojos, sentarlo en el Trono para que diera nombres. La Victoria, La Cuarenta y El Nueve estuvieron atiborrados de jóvenes de ambos sexos, estudiantes, profesionales y empleados, muchos de los cuales eran hijos o parientes de hombres del gobierno. Trujillo se llevaría la gran sorpresa: ¿era posible que complotaran contra él, los hijos, nietos y sobrinos de gentes que se habían beneficiado más que nadie con el régimen? No tuvieron consideración con ellos, pese a sus apellidos, caras blancas y atuendos de clase media.

Luis Gómez Pérez e Iván Tavárez Castellanos cayeron en manos de los caliés del SIM la mañana del día previsto para el atentado. Con su realismo habitual, Antonio Imbert comprendió que no tenía la menor posibilidad de asilarse: todas las embajadas estaban cercadas por barreras de policías en uniforme, soldados y caliés. Calculó que, en las torturas, Luis e Iván, o cualquiera de los grupos clandestinos, mencionaría su nombre y vendrían a buscarlo. Entonces, como esta noche, supo perfectamente qué hacer: recibir con plomo a los caliés. Procuraría llevarse a más de uno al otro mundo, antes de que lo acribillaran. Él no iba a dejar que le arrancaran las uñas con alicates, le cortaran la lengua o lo sentaran en la silla eléctrica. Matarlo, sí; vejarlo, jamás.

Con pretextos, despachó a Guarina, su mujer, y a su hija Leslie, que no estaban al tanto de nada, a la finca de unos parientes en La Romana, y, con un vaso de ron en la mano, se sentó a esperar. Tenía el revólver cargado y sin seguro en el bolsillo. Pero, ni ese día, ni el siguiente, ni el subsiguiente, aparecieron los caliés por su casa ni por su oficina de Mezcla Lista, donde siguió yendo puntualmente con toda la sangre fría de que era capaz. Luis e Iván no lo habían delatado, ni las personas que frecuentó en los grupos clandestinos. Milagrosamente, se libró de una represión que golpeaba a culpables e inocentes, iba repletando las cárceles y, por primera vez en los veintinueve años del régimen, aterrando a las familias de clase media, tradicionales pilares de Trujillo, de donde salió la mayor parte de prisioneros de lo que se. llamó, en razón de aquella invasión frustrada, el Movimiento 14 de Junio. Un primo de Tony, Ramón Imbert Rainieri -Moncho-, era uno de sus dirigentes.

¿Por qué se libró? Por el coraje de Luis e Iván, sin duda -dos años después, seguían en los calabozos de La Victoria – y, sin duda, de otras muchachas y muchachos del 14 de Junio que se olvidaron de nombrarlo. Tal vez lo consideraban un mero curioso, no un activista. Porque, con su timidez, Tony Imbert rara vez abría la boca en esas reuniones a las que lo llevó por primera vez Moncho; se limitaba a escuchar y opinar con monosílabos. Además, era improbable que estuviera fichado en el SIM, salvo como hermano del mayor Segundo Imbert. Su hoja de servicios estaba limpia. Se había pasado la vida trabajando para el régimen -como inspector general de Ferrocarriles, gobernador de Puerto Plata, supervisor general de la Lotería Nacional, director de la oficina que expedía la cédula personal de identidad- y ahora era gerente de Mezcla Lista, fábrica de un cuñado de Trujillo. ¿Por qué sospecharían de él?

Con prudencia, los días siguientes al 14 de junio, quedándose en las noches en la fábrica, desmontó los cartuchos y devolvió la dinamita a las canteras, a la vez que cavilaba sobre cómo y con quién llevaría a cabo el próximo plan para acabar con Trujillo. Le confesó todo lo que había ocurrido (y dejado de ocurrir) a su amigo del alma, el Turco Salvador Estrella Sadhalá.Éste lo riñó por no haberlo incorporado al complot de la Máximo Gómez. Salvador había llegado, por su cuenta, a la misma conclusión: nada cambiaría mientras Trujillo siguiera vivo. Comenzaron a barajar posibles atentados, pero sin abrir la boca frente a Amadito, el tercero del trío: parecía difícil que un ayudante militar quisiera matar al Benefactor.

No mucho después ocurrió aquel traumático episodio en la carrera de Amadito, cuando, para lograr su ascenso, tuvo que matar a un prisionero (el hermano de su ex novia, creía), lo que lo volvió de la partida. Pronto se cumplirían dos años de aquel desembarco en Constanza, Maimón y Estero Hondo. Un año, once meses y catorce días, para ser exactos. Antonio Imbert miró su reloj. Ya no vendría.

Cuántas cosas habían pasado en la República Dominicana, en el mundo y en su vida personal. Muchas. Las redadas masivas de enero de 1960, en que cayeron tantos muchachos y muchachas del Movimiento 14 de Junio, entre ellas las hermanas Mirabal y sus esposos. La ruptura de Trujillo con su antigua cómplice, la Iglesia católica, a partir de la Carta Pastoral de los obispos denunciando a la dictadura, de enero de 1960. El atentado contra el Presidente Betancourt de Venezuela, en junio de 1960, que movilizó contra Trujillo a tantos países, incluido su gran aliado de siempre, los Estados Unidos, que, el 6 de agosto de 1960, en la Conferencia de Costa Rica, votaron a favor de las sanciones. Y, el 25 de noviembre de 1960 -Imbert sintió aquel aguijón en el pecho, inevitable cada vez que recordaba el lúgubre día-, el asesinato de las tres hermanas, Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, y del chofer que las conducía, en La Cumbre, en lo alto de la cordillera septentrional, cuando regresaban de visitar a los maridos de Minerva y María Teresa, encarcelados en la Fortaleza de Puerto Plata.

Toda la República Dominicana se enteró de aquella matanza de la manera veloz y misteriosa en que las noticias circulaban de boca en boca y de casa en casa y en pocas horas llegaban a las extremidades más remotas, aunque no apareciera una línea en la prensa y muchas veces aquellas noticias transmitidas por el tam tam humano se colorearan, enanizaran o agigantaran en el recorrido hasta volverse mitos, leyendas, ficciones, casi sin relación con lo acaecido'. Recordaba aquella noche, en el Malecón, no muy lejos de donde ahora, seis meses más tarde, esperaba al Chivo -para vengarlas a ellas también-. Estaban sentados en la baranda de piedra, como lo hacían cada noche -él, Salvador y Amadito, y, aquella vez, también Antonio de la Maza – para tomar el fresco y conversar a salvo de oídos indiscretos. A los cuatro, lo ocurrido a las Mirabal les hacía chirriar los dientes y les daba arcadas, mientras comentaban la muerte, allá en las alturas de la cordillera, en un supuesto accidente automovilístico, de esas tres increíbles hermanas.

– Nos matan a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros amigos. Ahora también a nuestras mujeres. Y, nosOtros, resignados, esperando nuestro turno -se oyó decir.

– Nada de resignados, Tony -respingó Antonio de la Maza. Había llegado de Restauración; él les trajo la noticia de la muerte de las Mirabal, recogida en el camino, Trujillo las va a pagar. Todo está en marcha. Pero, hay que hacerlo bien.

En esa época, el atentado se preparaba en Moca, durante una visita de Trujillo a la tierra de los De la Maza en el curso de los recorridos que, desde la condena de la OEA y las sanciones económicas, venía haciendo por el país. Una bomba estallaría en la principal iglesia, consagrada al Sagrado Corazón de jesús, y una lluvia de fusilería caeria desde los balcones, terrazas y la torre del reloj sobre Trujillo, mientras hablaba en la tribuna levantada en el atrio, ante la gente aglomerada alrededor de la estatua de San Juan Bosco medio cubierta por las trinitarias. El propio Imbert inspeccionó la iglesia y se ofreció a emboscarse en la torre del reloj, el lugar más arriesgado.

– Tony conocía a las Mirabal -explicó el Turco a Antonio-. Por eso se ha puesto así.

Las conocía, aunque no pudiera decir que fueran sus amigas. A las tres, y a los maridos de Minerva y Patria, Manolo Tavares Justo y Leandro Guzmán, los había encontrado ocasionalmente, en las reuniones de esos grupos en que, tomando como modelo la histórica Trinitaria de Duarte, se organizó el Movimiento 14 de Junio. Las tres eran dirigentes de esa organización rala y entusiasta, pero desordenada e ineficaz, a la que la represión iba deshaciendo. Las hermanas lo habían impresionado por su convicción y el arrojo con que se entregaban a esa lucha tan desigual e incierta; sobre todo, Minerva Mirabal. Les ocurría a todos los que coincidían con ella y la escuchaban opinar, discutir, hacer propuestas o tomar decisiones. Aunque no había pensado en ello, Tony Imbert se dijo después del asesinato, que, hasta conocer a Minerva Mirabal, nunca le pasó por la cabeza que una mujer pudiera entregarse a cosas tan viriles como preparar una revolución, conseguir y ocultar armas, dinamita, cocteles molotov, cuchillos, bayonetas, hablar de atentados, estrategia y táctica, y discutir con frialdad si, en caso de caer en manos del SIM, los militantes debían tragarse un veneno para no correr el riesgo de delatar a los compañeros bajo la tortura.

Minerva hablaba de esas cosas y de la mejor manera de hacer propaganda clandestina, o de reclutar estudiantes en la universidad, y todos la escuchaban. Por lo inteligente que era y la claridad con que exponía. Sus convicciones, tan firmes, y su elocuencia daban a sus palabras una fuerza contagiosa. Era, además, bellísima, con esos cabellos y ojos tan negros, esas facciones finas, esa nariz y boca tan bien delineadas y la blanquísima dentadura que contrastaba con lo azulado de su tez. Bellísima, SI Había en ella algo poderosamente femenino, una delicadeza, una coquetería natural en los movimientos de su cuerpo y en sus sonrisas, pese a la sobriedad con que aparecía vestida en aquellas reuniones. Tony no recordaba haberla visto pintada ni maquillada. Sí, bellísima, pero jamás -pensó- alguno de los asistentes se hubiera atrevido a decirle uno de esos piropos, a hacerle una de las gracias o juegos que eran normales, naturales -obligatorios- entre dominicanos, más todavía si eran jóvenes y unidos por la intensa fraternidad que daban los ideales, las ilusiones y los riesgos compartidos. Algo, en la figura gallarda de Minerva Mirabal impedía que los hombres se tomaran con ella las confianzas y libertades que se permitían con las demás mujeres.

Para entonces, era ya una leyenda en el pequeño mundo de la lucha clandestina contra Trujillo. ¿Cuáles de las cosas que se decían eran ciertas, cuáles exageradas, cuáles inventadas? Nadie se hubiera atrevido a preguntárselo, para no recibir esa mirada profunda, despectiva, y una de esas réplicas cortantes con que, a veces, enmudecía a un oponente. Se decía que de adolescente se atrevió a desairar a Trujillo en persona, negándose a bailar con él, y que, por eso, su padre fue despojado de la alcaldía de Ojo de Agua y enviado a la cárcel. Otros insinuaban que no sólo fue un desaire, que lo abofeteó porque bailando con ella la manoseó o le dijo algo grosero, una posibilidad que muchos descartaban («No estaría viva, la hubiera matado o hecho matar ahí mismo»), pero no Antonio Imbert. Desde la primera vez que la vio y escuchó, no dudó un segundo en creer que, si aquella bofetada no fue cierta, pudo serlo. Bastaba ver y oír unos minutos a Minerva Mirabal (por ejemplo, hablando con una naturalidad glacial sobre la necesidad de preparar psicológicamente a los militantes a resistir la tortura) para saber que era capaz de abofetear al mismísimo Trujillo si le faltaba el respeto. Había estado presa un par de veces y se contaban anécdotas de su temeridad en La Cuarenta, primero, y, luego, en La Victoria, donde hizo huelga de hambre, resistió el confinamiento a pan y agua agusanado, y donde, se decía, la maltrataron bárbaramente. Ella jamás hablaba de su paso por la cárcel, ni de las torturas, ni del calvario en que, desde que se supo que era antitrujillista, había vivido su familia, acosada, expropiada de sus escasos bienes y con orden de arraigo en su propia casa. La dictadura permitió a Minerva estudiar abogacía, solo para, al terminar la carrera -venganza bien planeada-, negarle la licencia profesional, es decir, condenarla a no trabajar, a no ganarse la vida, a sentirse frustrada en plena juventud, con cinco años de estudios desperdiciados. Pero nada de eso la amargó; allí seguía, incansable, dando ánimos a todo el mundo, un motor en marcha, preludio -se dijo muchas veces Imbert- de ese país joven, bello, entusiasta, idealista, que sería algún día la República Dominicana.

Sintió, avergonzado, que se le llenaban los ojos de lágrimas. Encendió un cigarrillo y dio varias chupadas, arrojando el humo hacia un mar en el que la luz de la luna cabrillaba, jugueteando. No había brisa, ahora. Muy de rato en rato, los faros de algún coche aparecían a lo lejos, procedentes de Ciudad Trujillo. Los cuatro se enderezaban en el asiento, alargaban los cuellos, escrutaban la oscuridad, tensos, pero, cada vez, a unos veinte o treinta metros, descubrían que no era el Chevrolet y volvían a distenderse en sus asientos, desilusionados.

El que sabía contener mejor sus emociones era Imbert. Siempre había sido callado, pero, en los últimos años, desde que la idea de matar a Trujillo se apoderó de él, Y5 como una solitaria, fue nutriéndose de toda su energía, su laconismo se acentuó. Nunca tuvo muchos amigos; en los últimos meses, su vida no había tenido otros términos que su oficina en Mezcla Lista, su hogar y las reuniones diarias con Estrella Sadhalá y el teniente García Guerrero. Luego de la muerte de las hermanas Mirabal, prácticamente las asambleas clandestinas cesaron. La represión arrasó al Movimiento 14 de Junio. Los que escaparon, se replegaron en la vida familiar, tratando de pasar inadvertidos. Cada cierto tiempo, una pregunta lo angustiaba: «¿Por qué no fui detenido?». La incertidumbre lo hacía sentirse mal, como si tuviera alguna culpa, como si fuera responsable de lo mucho que sufrían los que estaban en manos de Johnny Abbes mientras él continuaba gozando de libertad.

Una libertad muy relativa, por cierto. Desde que se dio cuenta en qué régimen vivía, a qué gobierno había servido desde joven y seguía sirviendo aún -¿qué hacía si no de gerente de una de las fábricas del clan?- se sentía un prisionero- Tal vez fue para librarse de la sensación de tener todos los pasos controlados, todas las trayectorias y movimientos trazados, que la idea de eliminar a Trujillo prendió con tanta fuerza en su conciencia. El desencanto del régimen, en su caso, fue gradual, largo y secreto, muy anterior a los conflictos Políticos de su hermano Segundo, alguien que había sido todavía más trujillista que él. ¿Quién no lo era a su alrededor, hacía veinte, veinticinco años? Todos creían al Chivo el salvador de la Patria, el que acabó con las guerras de caudillos, con el peligro de una nueva invasión haitiana, el que puso fin a la dependencia humillante de los Estados Unidos -que controlaba las aduanas, impedía que hubiera una moneda dominicana y daba su visto bueno al Presupuesto y que, a las buenas o a las malas, llevó al gobierno a las cabezas del país. ¿Qué importaba, frente a eso, que Trujillo se tirara a las mujeres que quería? ¿O que se hubiera llenado de fábricas, haciendas y ganados? ¿No hacía crecer la riqueza dominicana? ¿No dotó a este país de las Fuerzas Armadas más poderosas del Caribe? Tony Imbert había dicho y defendido esas cosas veinte años de su vida. Era lo que ahora le retorcía el estómago.

Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba tan bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira. Gotitas incansables que, a fuerza de caer y caer, fueron horadando su trujillismo. Cuando dejó la gobernación de Puerto Plata, en lo recóndito de su corazón ya no era trujillista, estaba convencido que el régimen era dictatorial y corrupto. A nadie se lo dijo, ni a Guarina. Cara al mundo seguía siendo un trujillista, pues, aunque su hermano Segundo se hubiera autoexiliado en Puerto Rico, el régimen, en prueba de magnanimidad, a Antonio le siguió dando puestos, e, incluso -¿qué más demostración de confianza?- en las empresas de la familia Trujillo.

Había sido ese malestar de tantos años, pensar una cosa y hacer a diario algo que la contradecía, lo que lo llevó, siempre en el secreto de su mente, a sentenciar a muerte a Trujillo, a convencerse de que, mientras viviera, él y muchísimos dominicanos estarían condenados a esa horrible desazón y desagrado de si mismos, a mentirse a cada instante y engañar a todos, a ser dos en uno, una mentira pública y una verdad privada prohibida de expresarse.

Esta decisión le hizo bien; le levantó la moral. Su vida dejó de ser ese bochorno, esa duplicación, cuando pudo compartir con alguien sus verdaderos sentimientos. La amistad con Salvador Estrella Sadhalá resultó como enviada por el cielo. Ante el Turco podía explayarse a sus anchas contra todo lo que lo rodeaba; con su integridad moral y la honestidad con que procuraba ajustar su conducta a la religión que profesaba con una entrega que Tony no había visto en nadie, se convirtió en su modelo, además de su mejor amigo.

Poco después de hacerse íntimo suyo, Imbert comenzó a frecuentar los grupos clandestinos, gracias a su primo Moncho. Aunque salía de esas reuniones con la sensación de que esas muchachas y muchachos, aunque arriesgaban la libertad, su futuro, la vida, no encontraban una manera efectiva de luchar contra Trujillo, estar una o dos horas con ellos, luego de llegar a esa casa desconocida -una distinta cada vez- dando mil rodeos, siguiendo a mensajeros a los que identificaba con diferentes claves, le dio una razón vital, le limpió la conciencia y centró su vida.

Guarina quedó estupefacta cuando, por fin, para que no la tomara de sorpresa cualquier percance, Tony fue revelándole que, aunque las apariencias dijeran lo contrario, había dejado de ser trujillista, e, incluso, trabajaba en secreto contra el gobierno. Ella no trató de disuadirle. No preguntó qué ocurriría con su hija Leslie si lo tomaban preso y lo condenaban a treinta años de cárcel como a Segundo, o peor, si lo mataban.

Ni su mujer ni su hija sabían lo de esta noche; creían que estaba jugando a las cartas en casa del Turco. ¿Qué les ocurriría si esto fallaba?

– ¿Tú tienes confianza en el general Román? -dijo, precipitadamente, para obligarse a pensar en otra cosa-. ¿Seguro es de los nuestros? ¿Pese a estar casado con una sobrina carnal de Trujillo y ser cuñado de los generales José y Virgilio García Trujillo, los sobrinos favoritos del Jefe?

– Si no estuviera con nosotros, ya estaríamos todos en La Cuarenta -dijo Antonio de la Maza -. Está con nosotros, siempre que se cumpla su condición: ver el cadáver.

– Cuesta creerlo -murmuró Tony-. ¿Qué va a ganar, en esto, el secretario de Estado de las Fuerzas Armadas? Tiene todas las de perder.

– Odia a Trujillo más que tú y que yo -repuso De la Maza -. Muchos del cogollo, también. El trujillismo es un castillo de naipes. Se desmoronará, verás. Pupo tiene comprometidos a muchos militares; sólo esperan sus órdenes.

Las dará y, mañana, éste será otro país.

– Si es que el Chivo viene -rezongó, en el asiento de atrás, Estrella Sadhalá.

– Vendrá, Turco, vendrá -repitió una vez más el teniente.

Antonio Imbert volvió a sumirse en sus pensamientos. ¿Amanecería mañana, esta su tierra, liberada? Lo deseaba con todas sus fuerzas, pero, aún ahora, minutos antes de que sucediera, le costaba creerlo. ¿Cuánta gente formaba parte de la conjura, además del general Román? Nunca quiso averiguarlo. Sabía de cuatro o cinco personas, pero eran muchas más. Mejor no saberlo. Siempre le pareció indispensable que los conjurados supieran lo mínimo, para no poner en riesgo la operación. Había escuchado con interés todo lo que Antonio de la Maza les reveló sobre el compromiso contraído por el jefe de las Fuerzas Armadas de asumir el poder, si ejecutaban al tirano. Así, los parientes cercanos del Chivo Y los principales trujillistas serían capturados o matados antes de que desencadenaran una acción de represalias. Menos mal que los dos hijitos, Ramfis y Radhamés, estaban en París. ¿Con cuánta gente habría hablado Antonio de la Maza? A veces, en las incesantes reuniones de los últimos meses, para rehacer el plan, a Antonio se le escapaban alusiones, referencias, medias palabras, que hacían pensar que había mucha gente implicada. Tony había llevado las precauciones hasta el extremo de taparle la boca a Salvador, un día que éste, indignado, comenzó a contar que él y Antonio de la Maza, en una reunión en casa del general Juan Tomás Díaz, tuvieron un altercado con un grupo de conspiradores que objetaron que Imbert hubiera sido aceptado en la conjura. No lo creían seguro, por su pasado trujillista; alguien recordó el famoso telegrama a Trujillo, ofreciéndole quemar a Puerto Plata. («Me perseguirá hasta la muerte y después de la muerte», pensó.) El Turco y Antonio protestaron, diciendo que ponían sus manos en el fuego por Tony, pero éste no permitió que Salvador siguiera:

– No quiero saberlo, Turco. Después de todo, los que no me conocen bien ¿por qué se fiarían de mí? Es verdad, toda mi vida he trabajado para Trujillo, directa o indirectamente.

– ¿Y qué es lo que hago? -repuso el Turco-. ¿Qué hacemos el treinta o cuarenta por ciento de los dominicanos? ¿No trabajamos también para el gobierno o sus empresas? Sólo los muy ricos pueden darse el lujo de no trabajar para Trujillo.

«Ellos, tampoco», pensó. También los ricos, si querían seguir siendo ricos, debían aliarse con el jefe, venderle parte de sus empresas o comprarle parte de las suyas y contribuir de este modo a su grandeza y poderío. Con los ojos semicerrados, arrullado por el rumor quedo del mar, pensó en lo endiablado del sistema que Trujillo había sido capaz de crear, en el que todos los dominicanos tarde o temprano participaban como cómplices, un sistema del que sólo podían ponerse a salvo los exiliados (no siempre) y los muertos. En el país, de una manera u otra, todos habían sido, eran o serían parte del régimen. «Lo peor que puede pasarle a un dominicano es ser inteligente o capaz», había oído decir una vez a Alvaro Cabral («Un dominicano muy inteligente y capaz», se dijo) y la frase se le grabó: «Porque, entonces, tarde o temprano, Trujillo lo llamará a servir al régimen, o a su persona, y cuando llama, no está permitido decir no». Él era una prueba de esa verdad. Nunca se le pasó por la cabeza poner la menor resistencia a esos nombramientos. Como decía Estrella Sadhalá, el Chivo había quitado a los hombres el atributo sagrado que les concedió Dios: el libre albedrío.

A diferencia del Turco, la religión no ocupó nunca un lugar central en la vida de Antonio Imbert. Era católico a la manera dominicana, había pasado por todas las ceremonias religiosas que marcaban la vida de la gente -bautizo, confirmación, primera comunión, colegio católico, matrimonio por la Iglesia – y sin duda tendría un entierro con sermón y bendición de cura. Pero nunca había sido un creyente demasiado consciente, ni preocupado con las implicaciones de su fe en la vida de todos los días, ni se había ocupado de verificar si su conducta se ajustaba a los mandamientos, como hacía Salvador de una manera que a él le parecía enfermiza.

Pero, aquello del libre albedrío lo afectó. Tal vez por eso decidió que Trujillo debía morir. Para recuperar, él y los dominicanos, la facultad de aceptar o rechazar por lo menos el trabajo con el que uno se ganaba la vida. Tony no sabía lo que era eso. De niño tal vez lo supo, pero lo había olvidado. Debía de ser una cosa linda. La taza de café o el trago de ron debían saber mejor, el humo del tabaco, el baño de mar un día caluroso, la película de los sábados o el Merengue de la radio, debían dejar en el cuerpo y el espíritu una sensación más grata, cuando se disponía de eso que Trujillo les arrebató a los dominicanos hacía ya treinta y un años: el libre albedrío.

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