VI

– Ya sé quién es -dijo Antonio de la Maza.

Abrió la puerta del automóvil y, siempre con el fusil de caño recortado en la mano, salió a la carretera. Ninguno de sus compañeros -Tony, Estrella Sadhalá y Amadito- lo siguió; desde el interior del vehículo, observaron su silueta robusta, perfilada contra las sombras que el tenue resplandor de la luna apenas aclaraba, mientras se dirigía hacia el pequeño Volkswagen que, con las luces apagadas, había venido a estacionarse junto a ellos.

– No me digas que el Jefe cambió de idea -exclamó Antonio a modo de saludo, metiendo la cabeza por la ventanilla y acercando mucho la cara a su conductor y único pasajero, un hombre acezante, de traje y corbata, tan gordo que parecía imposible que hubiera podido entrar en el vehículo, donde parecía enjaulado.

– Al contrario, Antonio -lo calmó Miguel Angel Báez Díaz, las manos aferradas al timón-. Va a San Cristóbal de todos modos. Se ha atrasado porque, después del paseo por el Malecón, se llevó a Pupo Román a la Base de San Isidro. Vine a tranquilizarte, me imaginaba tu impaciencia. Aparecerá en cualquier momento. Estense listos.

– No fallaremos, Miguel Angel. Espero que ustedes tampoco.

Conversaron un momento, las caras muy juntas, el gordo siempre prendido del volante y De la Maza echando miradas hacia la pista que venía de Ciudad Trujillo, temeroso de que el vehículo se materializara de pronto y no le diera tiempo de regresar a su auto.

– Adiós, y que todo salga bien -se despidió Miguel Angel Báez Díaz.

Partió, de regreso a Ciudad Trujillo, siempre con las luces apagadas. De pie en el sitio, sintiendo el aire fresco y oyendo las olas que rompían a pocos metros -sentía salpicaduras en la cara y en la cabeza, donde sus cabellos comenzaban a ralear-, Antonio vio alejarse al vehículo, y lo vio confundirse con la noche allá lejos, donde titilaban las lucecitas de la ciudad y sus restaurantes, seguramente llenos de gente. Miguel Angel parecía seguro. No había duda, pues: vendría y este martes 30 de mayo de 1961 él cumpliría, por fin, el juramento hecho en la finca familiar de Moca, ante su padre y hermanos, cuñadas y cuñados, hacía cuatro años y cuatro meses, el 7 de enero de 1957, el día que enterraron a Tavito.

Pensó en lo cerca que estaba el Pony, y lo bien que le sentaría tomarse un trago de ron con mucho hielo, en una de las altas banquetas de paja del barcito, como tantas veces este último tiempo, y sentir que el alcohol ascendía a su cerebro, lo distraía y apartaba de Tavito, y de la amargura, la exasperación y la fiebre que era su vida desde el cobarde asesinato de su hermano menor, el más pegado a él, el más querido. «Sobre todo, desde la infame calumnia que le inventaron, para matarlo otra vez», pensó. Regresó despacio hacia el Chevrolet. Era un automóvil flamante, que Antonio había importado de Estados Unidos y hecho reforzar y afinar, explicando en el garaje que, como por su trabajo de hacendado y administrador de un aserradero en Restauración, en la frontera con Haití, pasaba buena parte del año viajando, necesitaba un carro más veloz y resistente. Había llegado el momento de poner a prueba ese Chevrolet último modelo, capaz, gracias a los ajustes en los cilindros y el motor, de alcanzar 200 kilómetros por hora en pocos minutos, algo que el auto del Generalísimo no estaba en condiciones de hacer. Volvió a sentarse junto a Antonio Imbert.

– ¿Quién era la visita? -dijo Amadito, desde el asiento de atrás.

– Esas cosas no se preguntan -musitó Tony Imbert, sin volverse a mirar al teniente García Guerrero.

– No es ningún secreto, ahora -dijo Antonio de la Maza -. Era Miguel Angel Báez. Tenías razón, Amadito. Va a San Cristóbal esta noche, de todas maneras. Se ha atrasado, pero no nos dejará plantados.

– ¿Miguel Angel Báez Díaz? -silbó Salvador Estrella Sadhalá-. ¿Él también metido en esto? No se puede pedir más. Ése es un trujillista ontológico. ¿No ha sido vicepresidente del Partido Dominicano? Es de los que caminan todos los días con el Chivo por el Malecón, lamiéndole el culo, y lo acompaña todos los domingos al Hipódromo.

– Hoy también hizo el paseo con él -asintió De la Maza -. Por eso sabe que va a venir.

Hubo un largo silencio.

– Ya sé que hay que ser prácticos, que los necesitamos -suspiró el Turco-. Pero, la verdad, siento asco de que alguien como Miguel Angel sea ahora nuestro aliado.

– Ya sacó la cabeza el beatito, el puritano, el angelito de las manos limpias -se esforzó por bromear Imbert-. ¿Ya ves, Amadito, por qué es mejor no preguntar, no saber quiénes están en esto?

– Hablas como si todos nosotros no hubiéramos sido también trujillistas, Salvador -gruñó Antonio de la Maza -. ¿No fue Tony gobernador de Puerto Plata? ¿No es Amadito ayudante militar? ¿No administro yo desde hace veinte años los aserraderos del Chivo en Restauración? ¿Y la compañía constructora en que tú trabajas no es también de Trujillo?

– Retiro lo dicho -Salvador le dio unas palmaditas en el brazo a De la Maza -. Se me suelta la lengua y digo tonterías. Tienes razón. Cualquiera podría decir de nosotros lo que acabo de decir de Miguel Angel. No he dicho nada y ustedes no han oído nada.

Pero lo había dicho, porque, pese a ese aire sereno y razonable que caía tan bien a todos, Salvador Estrella Sadhalá era capaz de decir las cosas más crueles, empujado por ese espíritu de justicia que de pronto lo poseía. Se las había dicho a él, su amigo de toda la vida, en una discusión en la que Antonio de la Maza hubiera podido pegarle un tiro. «Yo no vendería a mi hermano por cuatro cheles.» La frase, que los tuvo alejados, sin verse ni hablarse más de seis meses, le volvía de cuando en cuando, como una pesadilla recurrente. En esos momentos necesitaba tomarse, uno tras otro, muchos tragos de ron. Aunque con la borrachera le vinieran esas rabias ciegas que lo volvían pendenciero y lo llevaban a provocar y a pegar patadas y puñetazos al que estaba mas cerca.

Era, con sus cuarenta y siete años cumplidos hacía pocos días, uno de los más viejos del grupo de siete hombres apostados en la carretera a San Cristóbal, esperando a Trujillo. Porque, además de los cuatro que aguardaban en el Chevrolet, dos kilómetros más adelante se hallaban, en un auto prestado por Estrella Sadhalá, Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel, y, un kilómetro más adelante, solo en su propio carro, Roberto Pastoriza Neret. De este modo, le cerrarían el paso y lo acribillarían con un fuego cerrado por delante y por atrás, sin dejarle escapatoria. Pedro Livio y Huáscar estarían tan en zozobra como ellos cuatro. Y todavía peor Roberto, sin tener con quien hablar y darse ánimos. ¿Vendría? Sí, vendría. Y cesaría el largo calvario que había sido la vida de Antonio desde la muerte de Tavito.

La luna, redonda como una moneda, destellaba escoltada por un manto de estrellas y plateaba los penachos de los cocoteros vecinos que Antonio veía mecerse al compás de la brisa. Éste era un bello país después de todo, coño. Lo sería más después de muerto ese maldito que lo había violentado y envenenado en estos treinta y un años más que en todo el siglo que llevaba de República la ocupación haitiana, las invasiones españolas y norteamericanas, las guerras civiles y las luchas de facciones y caudillos, más que todas las desgracias -terremotos, ciclones- que se habían abatido contra los dominicanos desde el cielo, el mar o el fondo de la tierra. Lo que él no podía perdonarle era, sobre todo, que, así como había emputecido y encanallado a este país, el Chivo también había emputecido y encanallado a Antonio de la Maza.

Disimuló ante sus compañeros el desasosiego encendiendo otro cigarrillo. Fumaba sin sacarse el pitillo de los labios, echando humo por la boca y la nariz, y acariciaba el fusil de cañón recortado, pensando en los proyectiles reforzados de acero que fabricó especialmente para lo de esta noche su amigo español Balsié, a quien conoció gracias a otro conspirador, Manuel Ovin, experto en armas y magnífico tirador. Casi tan bueno como el propio Antonio de la Maza, que, desde niño, en la tierra familiar de Moca, admiró siempre a padres, hermanos, parientes y amigos con su puntería. Por eso tenía este asiento privilegiado, a la derecha de Imbert: para disparar primero. El grupo, que discutió tanto sobre todo, se puso de acuerdo de inmediato sobre eso: Antonio de la Maza y el teniente Amado García Guerrero, los mejores tiradores, debían llevar los fusiles entregados a los conspiradores por la CIA y ocupar los asientos de la derecha, para acertar desde el primer disparo.

Uno de los orgullos de Moca, su tierra, y de su familia, era que, desde el primer momento -1930- los De la Maza habían sido antitrujillistas. Por supuesto. En Moca, desde el más encumbrado hasta el más miserable peón, todos eran horacistas, porque el Presidente Horacio Vázquez era de Moca y hermano de la madre de Antonio. Desde el primer día, los De la Maza vieron con recelo y antipatía las intrigas de que se valió el entonces brigadier en jefe de la Policía Nacional -creada por el ocupante norteamericano, y que, a su partida, se convertiría en el Ejército dominicano-, Rafael Leonidas Trujillo, para derrocar a don Horacio Vázquez y, en 1930, en las primeras elecciones amañadas de su larga historia de fraudes electorales, hacerse elegir Presidente de la República. Cuando esto sucedió, los De la Maza hicieron lo que tradicionalmente hacían las familias patricias y los caudillos regionales cuando no les gustaban los gobiernos: echarse al monte con hombres armados y financiados de su bolsillo.

Durante cerca de tres años, con intermitencias, entre sus diecisiete y veinte años de edad -atleta, jinete incansable, cazador apasionado, alegre, temerario y gozador de la vida-, Antonio de la Maza, con su padre, tíos y hermanos, combatió a tiros a las fuerzas de Trujillo, aunque sin hacerles mella. Poco a poco, éstas fueron desintegrando a sus bandas armadas, infligiéndoles algunas derrotas, pero, sobre todo, comprando a sus lugartenientes y partidarios, hasta que, cansados y a punto de arruinarse, los De la Maza acabaron aceptando las ofertas de paz del gobierno y regresando a Moca, a trabajar sus tierras semiabandonadas. Salvo el indomable y terco Antonio. Sonrió, recordando esa testarudez suya, a finales de 1932 y comienzos de 1933, cuando, con menos de veinte hombres, entre los cuales estaban sus hermanos Ernesto y Tavito (éste todavía un niño) asaltaba puestos de policía y emboscaba a las patrullas del gobierno. Los tiempos eran tan especiales que, a pesar del trajín militar, los tres hermanos casi siempre podían hacer un alto para dormir en la casa familiar de Moca varios días al mes. Hasta aquella emboscada, en los alrededores de Tamboril, en que los soldados mataron a dos de sus hombres e hirieron a Ernesto y al propio Antonio.

Desde el Hospital Militar de Santiago, escribió a su padre, don Vicente, que no se arrepentía de nada, y que por favor la familia no se humillara pidiendo clemencia a Trujillo. Dos días después de entregar esta carta al cabo enfermero, con una buena propina para que la hiciera llegar a Moca, una camioneta del Ejército vino a llevárselo, esposado y con escolta, a Santo Domingo. (El Congreso de la República sólo cambiaría el nombre a la antiquísima ciudad tres años después.) Para sorpresa del joven Antonio de la Maza, el vehículo militar, en lugar de trasladarlo a la cárcel, lo llevó a la Casa de Gobierno, entonces próxima a la añosa catedral. Allí, le quitaron las esposas y lo metieron a un cuarto alfombrado, donde, en uniforme, impecablemente afeitado y peinado, estaba el general Trujillo.

Era la primera vez que lo veía.

– Se necesitan cojones para escribir esta carta -el jefe del Estado la hacía bailotear en su mano-. Has demostrado que los tienes, haciéndome la guerra casi tres años. Por eso, quería verte la cara. ¿Es verdad lo de tu buena puntería? Tendríamos que medirnos alguna vez, a ver si es mejor que la mía.

Veintiocho años después, Antonio recordaba aquella vocecita chillona, esa inesperada cordialidad, atenuada por un matiz de ironía. Y la penetración de aquellos ojos cuya mirada -él, tan soberbio- no pudo resistir.

– La guerra ha terminado. He acabado con todos los caudillismos regionales, incluido el de los De la Maza. Basta de balas. Hay que reconstruir el país, que se cae a pedazos. Necesito a mi lado a los mejores. Eres impulsivo y sabes pelear ¿no? Bien. Ven a trabajar a mi lado. Tendrás ocasión de pegar tiros. Te ofrezco un puesto de confianza, entre los ayudantes militares encargados de mi custodia. Así, si un día te decepciono, podrás pegarme un tiro.

– Pero, yo no soy militar -balbuceó el joven De la Maza.

– LO eres, desde este instante -dijo Trujillo-. Teniente Antonio de la Maza.

Fue su primera concesión, su primera derrota, en manos de ese maestro manipulador de ingenuos, bobos y pendejos, de ese astuto aprovechador de la vanidad, la codicia y la estupidez de los hombres. ¿Cuántos años tuvo a Trujillo a menos de un metro de distancia? Como lo había tenido Amadito también, estos últimos dos años. De cuánta tragedia hubieras librado a este país, a la familia De la Maza, si hubieras hecho entonces lo que ibas a hacer ahora. Tavito estaría vivo, seguramente.

Oía, a sus espaldas, a Amadito y al Turco, en pleno diálogo; de tanto en tanto, Imbert se metía en la conversación. No debía sorprenderles que Antonio permaneciera callado; siempre fue de pocas palabras, aunque su laconismo se había acentuado hasta llegar a la mudez desde la muerte de Tavito, cataclismo que lo afectó de manera que él sabía irreversible, convirtiéndolo en el hombre de una idea fija: matar al Chivo.

– Juan Tomás debe estar con los nervios peor que nosotros -oyó decir al Turco-. Nada más espantoso que esperar. Pero ¿viene o no viene?

– En cualquier momento -imploró el teniente García Guerrero-. Créeme, coño.

Sí, el general Juan Tomás Díaz debía de estar en estos momentos en su casa de Gazcue comiéndose las uñas, preguntándose si por fin había ocurrido aquello que Antonio y él habían soñado, acariciado, fraguado, mantenido vivo y en se creto desde hacía, precisamente, cuatro años y cuatro meses. Es decir, desde el día en que, luego de esa maldita entrevista con Trujillo, con el cadáver recién enterrado de Tavito, Antonio saltó a su automóvil y, a 120 kilómetros por hora, fue a buscar a Juan Tomás a su finca de La Vega.

– Por los veinte años de amistad que nos unen, ayúdame. ¡Tengo que matarlo! ¡Tengo que vengar a Tavito, Juan Tomás!

El general le tapó la boca con la mano. Echó una mirada alrededor, indicándole con un gesto que podía oírlos la servidumbre. Lo llevó detrás de los establos, donde solían hacer tiro al blanco.

– Lo haremos juntos, Antonio. Para vengar a Tavito y a tantos dominicanos de la vergüenza que llevamos dentro.

Antonio y Juan Tomás eran íntimos desde la época en que De la Maza era ayudante militar del Benefactor. Lo único bueno que recordaba de esos dos años en que, como teniente, como capitán, convivió con el Generalísimo, acompañándolo en sus giras por el interior, en sus salidas de la Casa de Gobierno, al Congreso, al Hipódromo, a recepciones y espectáculos, a mítines políticos y aventuras galantes, a visitas y conciliábulos con socios, aliados y compinches, a reuniones públicas, privadas o ultrasecretas. Sin llegar a volverse un trujillista acérrimo, como lo era entonces Juan Tomás Díaz, Antonio, aquellos años, pese a guardar secretamente algo del rencor de todos los horacistas hacia quien había acabado con la carrera política del Presidente Horacio Vázquez, no pudo sustraerse al magnetismo que irradiaba ese hombre incansable, que podía trabajar veinte horas seguidas, y, luego de dos o tres horas de sueño, comenzar el nuevo día al amanecer, fresco como un adolescente. Ese hombre que, según la mitología popular, no sudaba, no dormía, nunca tenía una arruga en el uniforme, el chaqué o el traje de calle, y que, en esos años en que Antonio formaba parte de su guardia de hierro, había, en efecto, transformado este país. Por las carreteras, puentes e industrias que construyó, sí, pero, también, porque fue acumulando en todos los dominios -político, militar, institucional, social, económico- un poder tan desmedido que todos los dictadores que la República Dominicana había padecido en su historia republicana, incluido Ulises Heureaux, Lilis, que antes parecía tan despiadado, resultaban unos pigmeos comparados con él.

Ese respeto y hechizo, en el caso de Antonio, no se trocó nunca en admiración, ni en el amor servil, abyecto, que profesaban a su líder otros trujillistas. Incluso Juan Tomás, quien desde 1957 había explorado con él todas las formas posibles de librar a la República Dominicana de esa figura que la succionaba y aplastaba, fue en los años cuarenta seguidor fanático del Benefactor, capaz de cometer cualquier crimen por el hombre al que creía el salvador de la Patria, el estadista que devolvió a manos dominicanas las aduanas antes administradas por los yanquis, que resolvió el problema de la deuda externa con Estados Unidos, ganándose el nombramiento, por el Congreso, de Restaurador de la Independencia Financiera, que creó unas Fuerzas Armadas modernas y profesionales, las mejor equipadas en todo el Caribe. En esos años, Antonio no se hubiera atrevido a hablar mal de Trujillo a Juan Tomás Díaz. Éste escaló posiciones en el Ejército hasta convertirse en un general de tres estrellas y obtener la comandancia de la Región Militar de La Vega, donde lo sorprendió la invasión del 14 de junio de 1959, el principio de su caída en desgracia. Cuando esto ocurrió, Juan Tomás ya no se hacía ilusiones sobre el régimen. En la intimidad, cuando estaba seguro de que nadie lo oía, durante las cacerías por los cerros, en Moca o La Vega, en los almuerzos familiares de los domingos, confesaba a Antonio que todo lo avergonzaba, los asesinatos, las desapariciones, las torturas, la precariedad de la vida, la corrupción y la entrega de cuerpos, almas y conciencias de millones de dominicanos a un solo hombre.

Antonio de la Maza no había sido nunca un trujillista de corazón. Ni cuando era ayudante militar, ni desPues, cuando, luego de pedir a éste autorización para dejar la carrera, trabajó para él en lo civil, administrando los aserraderos de la familia Trujillo en Restauración. Apretó los dientes, asqueado: nunca había podido dejar de trabajar para el Jefe. Como militar o como civil, hacía veintitantos años que contribuía a la fortuna y el poderío del Benefactor y Padre de la Patria Nueva. Era el gran fracaso de su vida. Nunca supo librarse de las trampas que Trujillo le tendió. Odiándolo con todas sus fuerzas, había seguido sirviéndolo, aun después de la muerte de Tavito. Por eso, el insulto del Turco: «Yo no vendería a mi hermano por cuatro cheles». Él no había vendido a Tavito. Disimuló, tragándose la bilis. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarse matar por los caliés de Johnny Abbes, para morir con la conciencia tranquila? No era una conciencia tranquila lo que Antonio quería. Sino vengarse y vengar a Tavito. Para conseguirlo, tragó toda la mierda del mundo estos cuatro años, hasta el extremo de oírle decir a uno de sus amigos más queridos esa frase que, estaba seguro, muchísimas personas repetían a sus espaldas.

Él no había vendido a Tavito. Ese hermano menor era un entrañable amigo. Con su ingenuidad, con su inocencia de muchachón, Tavito, a diferencia de Antonio, sí fue un trujillista convencido, uno de ésos que pensaba en el jefe como en un ser superior. Discutieron muchas veces, porque a Antonio le irritaba que su hermano menor repitiera, como un estribillo, que Trujillo era un don del cielo para la República. Bueno, verdad, a Tavito el Generalísimo le hizo favores. Gracias a una orden suya fue admitido en la Aviación y aprendió a volar -su sueño desde niño-, y, luego, lo contrataron como piloto de Dominicana de Aviación, lo que le permitía viajar con frecuencia a Miami, algo que a su hermano menor le encantaba, pues allí se tiraba rubias. Antes, Tavito estuvo en Londres, de agregado militar. Allí, en una pelea de tragos, mató de un balazo al cónsul dominicano, Luis Bernardino. Trujillo lo salvó de la cárcel, reclamando para él la inmunidad diplomática y ordenando al tribunal de Ciudad Trujillo que lo juzgó que lo absolviera. Sí, Tavito tenía sus razones para sentirse agradecido a Trujillo y, como se lo dijo a Antonio, estar «dispuesto a dar mi vida por el jefe y a hacer cualquier cosa que me ordene». Frase profética, coño.

«Sí, diste la vida por él», pensó Antonio, chupando el cigarrillo. Aquel asunto en que Tavito se vio implicado en 1956, a él desde el primer momento le olió mal. Su hermano vino a contárselo, porque Tavito le contaba todo. Incluso esto, que tenía el aire de una de esas operaciones turbias de que estaba repleta la historia dominicana desde la subida de Trujillo al poder. Pero, el comemierda de Tavito, en vez de inquietarse, de parar las orejas, de asustarse con la misión que le encomendaron -recoger en Montecristi, en un pequeño Cessna sin matrícula, a un individuo embozado y dopado, que desembarcaron de un avión venido de Estados Unidos, y llevarlo a la Hacienda Fundación, en San Cristóbal-, tomó aquello encantado, como signo de la confianza que le tenía el Generalísimo. Ni siquiera cuando la prensa de Estados Unidos se conmocionó y la Casa Blanca comenzó a presionar para que el gobierno dominicano facilitara la investigación sobre el secuestro, en New York, del profesor vasco español Jesús de Galíndez, Tavito mostró la menor preocupación.

– Esto de Galíndez parece muy serio -lo previno Antonio-. Él fue el tipo que llevaste de Montecristi a la hacienda de Trujillo, quién otro iba a ser. Lo secuestraron en New York y lo trajeron aquí. Cállate la boca. Olvídate de todo. Te juegas la vida, hermano.

Ahora, Antonio de la Maza ya tenía una idea de lo que debió de ocurrir con jesús de Galíndez, uno de los republicanos españoles a los que, en una de esas contradictorias operaciones políticas que eran su especialidad, Trujillo dio asilo en la República Dominicana, al terminar la guerra civil. No conoció a ese profesor, pero muchos amigos suyos sí, y por ellos supo que había trabajado para el gobierno, en la Secretaría de Estado de Trabajo y en la Escuela Diplomática, adscrita a Relaciones Exteriores. En 1946 dejó Ciudad Trujillo, se instaló en New York y desde allí empezó a ayudar al exilio dominicano, y a escribir contra el régimen de Trujillo, que él conocía de adentro.

En marzo de 1956, jesús de Galíndez, que se había nacionalizado norteamericano, desapareció, después de ser visto, por última vez, saliendo de una estación del metro en Broadway, en el corazón de Manhattan. Hacía unas semanas, se anunciaba la publicación de un libro suyo sobre Trujillo, que había presentado en la Columbia University, donde ya enseñaba, como tesis doctoral. La desaparición de un oscuro exiliado español, en una ciudad y un país donde desaparecía tanta gente, hubiera pasado desapercibida, y nadie hubiera hecho caso del alboroto que armaron con motivo de la desaparición los exiliados dominicanos, si Galíndez no hubiera sido ciudadano norteamericano, y, sobre todo, colaborador de la CIA, según se reveló al estallar el escándalo. La poderosa maquinaria de periodistas, congresistas, cabilderos, abogados y empresarios que Trujillo tenía en Estados Unidos no pudo contener la batahola que armó la prensa, empezando por The New York Times, y muchos congresistas, ante la posibilidad de que un dictadorzuelo caribeño se hubiera permitido secuestrar y asesinar a un ciudadano norteamericano en territorio de Estados Unidos.

En las semanas y meses siguientes a la desaparición de Galíndez -el cadáver jamás fue hallado- la investigación de la prensa y la del FBI reveló inequívocamente la responsabilidad total del régimen. Poco antes del suceso, el general Espaillat, Navajita, jefe del Servicio de Inteligencia, había sido nombrado cónsul dominicano en New York. El FBI identificó comprometedoras averiguaciones en torno a Galíndez de Minerva Bernardino, diplomática dominicana ante la ONU y mujer de plena confianza de Trujillo. Más grave aún, el FBI identificó un pequeño avión, de matrícula falsificada, que, conducido por un piloto que carecía del marbete correspondiente, despegó ilegalmente de un pequeño aeropuerto, en Long Island, rumbo a Florida, la noche del secuestro. El piloto se llamaba Murphy y se encontrab a, desde esa fecha, en la República Dominicana, trabajando en Dominicana de Aviación. Murphy y Tavito volaban juntos y se habían hecho muy amigos.

De todo esto se fue enterando Antonio a trozos, pues la censura no permitía que los diarios y radios dominicanos dijeran nada sobre el tema, por emisoras de Puerto Rico, Venezuela o La Voz de América, que se podían captar en onda corta, o por los ejemplares del Miami Herald y The New York Times que se filtraban en el país en bolsos y uniformes de pilotos y azafatas.

Cuando, siete meses después de la desaparición de Galíndez, el nombre de Murphy saltó a la prensa internacional como el piloto del avión que sacó a un Galíndez anestesiado de los Estados Unidos y lo trajo a la República Dominicana, Antonio, que conocía a Murphy por Tavito -habían comido juntos, los tres, una paella rociada de vino de La Rioja en la Casa de España, en la calle de Padre Billini-, saltó a su camioneta, allá en Tiroli, junto a la frontera haitiana, y, el acelerador a fondo, sintiendo que el cerebro le reventaba de conjeturas pesimistas, se vino a Ciudad Trujillo. Encontró a Tavito muy tranquilo, en su casa, jugando una partida de bridge con Altagracia, su mujer. Para no preocupar a su cuñada, Antonio se lo llevó al ruidoso Típico Najayo, donde, gracias a la música del Combo de Ramón Gallardo y su cantante Rafael Martínez, se podía hablar sin que oyeran la conversación oídos indiscretos. Allí, luego de pedir un plato de chivo guisado y dos botellas de cerveza Presidente, Antonio, sin más preámbulos, aconsejó a Tavito que pidiera asilo en una embajada. Su hermano menor se echó a reír: qué tontería. Ni siquiera sabía que el nombre de Murphy estaba en toda la prensa norteamericana. No se alarmó. Su confianza en Trujillo era tan portentosa como su ingenuidad.

– Tengo que advertírselo al gringuito -le oyó decir Antonio, pasmado-. Está vendiendo sus cosas, ha decidido regresar a Estados Unidos, a casarse. Tiene una novia en Oregón. Ir allá ahora, sería meter la cabeza en la boca del lobo. Aquí no le pasará nada. Aquí manda el jefe, hermano.

Antonio no lo dejó bromear. Sin levantar la voz, para no llamar la atención a las mesas vecinas, con ira sorda por tanta candidez, trató de hacérselo entender:

– ¿No te das cuenta, pendejo? Esto es grave. El secuestro de Galíndez ha puesto a Trujillo en una situación muy delicada con los yanquis. Todos los que participaron en el secuestro tienen la vida en un hilo. Murphy y tú son unos testigos peligrosísimos. Y tú, acaso, más que Murphy. Porque tú llevaste a Galíndez a la Hacienda Fundación, a la casa del propio Trujillo. ¿Dónde tienes la cabeza?

– YO no llevé a Galíndez -se empecinó su hermano, entrechocando su vaso con el suyo-. Yo llevé a un tipo que no sabía quién era, un borracho perdido. No sé nada. ¿Por qué no confiaría en el Jefe? ¿No confió él en mí, para una misión tan importante?

Cuando se despidieron aquella noche, en la puerta de la casa de Tavito, éste, por fin, ante la insistencia de su hermano mayor, dijo que, bueno, daría vueltas a su sugerencia. Y que no se preocupara: guardaría la boca bien cerrada.

Fue la última vez que Antonio lo vio con vida. Tres días después de aquella conversación, desapareció Murphy. Cuando Antonio volvió a Ciudad Trujillo, Tavito había sido detenido. Estaba incomunicado en La Victoria. Fue en persona a pedir una audiencia al Generalísimo, pero éste no lo recibió. Quiso hablar con el coronel Cobián Parra, jefe del SIM, pero se había vuelto invisible, y, poco después, un soldado lo mató en su despacho por orden de Trujillo. En las cuarenta y ocho horas siguientes, Antonio llamó o visitó a todos los dirigentes y altos funcionarios del r'égimen que conocía, desde el presidente del Senado, Agustín Cabral, hasta el presidente del Partido Dominicano, Alvarez Pina.

En todos encontró la misma expresión inquieta, todos le dijeron que lo mejor que podía hacer, por su propia seguridad y la de los suyos, era dejar de llamar y buscar a gente que no podía ayudarlo y a la que ponía también en peligro. «Era darse cabezazos contra la pared», le dijo después Antonio al general Juan Tomás Díaz. Si Trujillo lo hubiera recibido, le hubiera rogado, se hubiera puesto de rodillas, cualquier cosa para salvar a Tavito.

Poco después, un amanecer, un coche del SIM con caliés armados de metralletas y vestidos de civil, paró en la puerta de la casa de Tavito de la Maza. Sacaron el cadáver de éste y sin miramientos lo arrojaron en el jardincillo de la entrada, entre las trinitarias. Y a Altagracia, que salió a la puerta en camisón de dormir y que miraba aquello despavorida, le gritaron, ya yéndose:

– Su marido se ahorcó en la cárcel. Se lo trajimos para que lo entierre como Dios manda.

«Pero, ni siquiera eso fue lo peor», pensó Antonio. No, ver el cadáver de Tavito, esa cuerda de su supuesto suicidio todavía en el cuello y ese cuerpo aventado como un perro en el umbral de su casa por un grupo de esos rufianes patentados que eran los caliés del SIM, no fue lo peor. Antonio se lo había repetido decenas, centenas de veces, estos cuatro años y medio, mientras dedicaba sus días y sus noches Y todos los restos de lucidez e inteligencia que le quedaban, a planear la venganza que esta noche -Dios sea bendito- se iba a concretar. Lo peor había sido la segunda muerte de Tavito, días después de la primera, cuando, utilizando toda la maquinaria informativa y publicitaria, El Caribe y La Nación, la televisión y radio La Voz Dominicana, las radios La Voz del Trópico, Radio Caribe, y una docena de periodiquitos y emisoras regionales, el régimen, en una de sus más truculentas mascaradas, divulgó una supuesta carta manuscrita de Octavio de la Maza, explicando su suicidio. ¡El remordimiento por haber asesinado con sus manos al piloto Murphy, su amigo y compañero en Dominicana de Aviación! No contento con mandarlo matar, el Chivo, para borrar las pistas de la historia de Galíndez, tuvo el refinamiento macabro de hacer de Tavito un asesino. Así se libraba de los dos molestos testigos. Y, para que todo fuera más abyecto, la carta ológrafa de Tavito explicaba por qué mató a Murphy: la mariconería. Éste habría acosado de tal modo a su hermano menor, de quien se había enamorado, que Tavito, reaccionando con la energía de un buen macho, lavó su honor dando muerte al degenerado y disimuló su crimen con la coartada de un accidente.

Tuvo que inclinarse en el asiento del Chevrolet, apretando contra su estómago el fusil recortado, disimulando la contracción que acababa de sentir. Su mujer le insistía que fuera al médico, pues esas molestias podían ser una úlcera o algo más grave, pero él se resistía. No necesitaba médicos para saber que su organismo se había deteriorado estos últimos años, como reflejo de la amargura de su espíritu. Desde lo ocurrido a Tavito, perdió toda ilusión, todo entusiasmo, todo amor por esta vida o la otra. Sólo la idea de la venganza lo mantenía activo; sólo vivía para cumplir el juramento que hizo en voz alta, descomponiendo de miedo a los vecinos de Moca que acudieron a acompañar a los De la Maza -padres, hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, sobrinos, hijos, nietos, tías y tíos- durante el velorio:

– ¡Por Dios santo que mataré con mis manos al hijo de puta que hizo esto!

Todos sabían que se refería al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, al Generalísimo doctor Rafael L. Trujillo Molina, cuya corona fúnebre de flores frescas y fragantes era la más vistosa de la cámara mortuoria. La familia De la Maza no se atrevió a rechazarla ni a retirarla de aquel sitio, tan visible que todos quienes vinieron a santiguarse y rezar una oración junto al catafalco, supieron que el jefe se condolía por la trágica muerte de ese aviador, «uno de los más fieles, leales y animosos de mis seguidores», según la esquela de pésame.

Al día siguiente del entierro, dos ayudantes militares de Palacio bajaron de un Cadillac con placa oficial en la casa de los De la Maza, en Moca. Venían en busca de Antonio.

– ¿Estoy detenido?

– De ningún modo -se apresuró a explicarle el teniente primero Roberto Figueroa Carrión-. Su Excelencia desea verlo.

Antonio no se tomó el trabajo de meterse una pistola al bolsillo. Supuso que, antes de entrar al Palacio Nacional, si es que lo llevaban allí y no a La Victoria o La Cuarenta, o no tenían orden de echarlo en algún precipicio del camino, lo desarmarían. No le importó. Él sabía lo fuerte que era y, también, que su fortaleza redoblada por el odio bastaría para acogotar al tirano, como había jurado la víspera. Rumió esa decisión, resuelto a ponerla en práctica, a sabiendas de que lo matarían antes de que pudiera intentar la fuga. Pagaría ese precio, con tal de acabar con el déspota que había arruinado su vida y la de su familia.

Al bajar del auto oficial, los ayudantes lo escoltaron hasta el despacho del Benefactor, sin que nadie lo registrara. Los oficiales debían tener instrucciones precisas; apenas la inconfundible vocecita chillona respondió «Adelante», el teniente primero Roberto Figueroa Carrión y su campanero se apartaron, dejándolo entrar solo. El despacho se hallaba en semipenumbra, debido a los postigos medio cerrados de la ventana que daba al jardín. El Generalísimo, en su escritorio, lucía un uniforme que Antonio no recordaba: guerrera blanca y larga, de faldones, con abotonadura de oro y grandes charreteras de dorados flecos sobre la pechera, de la cual pendía un multicolor abanico de medallas y condecoraciones. Llevaba un pantalón azul claro, de franela, con'una raya blanca perpendicular. Se dispondría a asistir a alguna ceremonia militar. La luz de la lamparilla iluminaba la cara ancha, cuidadosamente rasurada, los cabellos grises bien asentados y el bigotito mosca, imitado de Hitler (a quien, le había oído decir alguna vez Antonio, el jefe admiraba «no por sus ideas, sino por su manera de llevar el uniforme y presidir los desfiles»). Aquella mirada fija, directa, clavó a Antonio en el sitio apenas cruzó el umbral. Trujillo se dirigió a él después de observarlo un buen rato:

– Ya sé que crees que a Octavio lo mandé matar y que lo de su suicidio es una farsa, montada por el Servicio de Inteligencia. Te he hecho venir para decirte personalmente que te equivocas. Octavio era hombre del régimen. Siempre fue leal, un trujillista. Acabo de nombrar una comisión, presidida por el procurador general de la República, licenciado Francisco Elpidio Beras. Con poderes amplísimos para interrogar a todo el mundo, militares y civiles. Si lo de su suicidio es mentira, los culpables lo pagarán.

Le hablaba sin animosidad y sin inflexiones, mirándolo a los ojos de la manera directa y perentoria con que hablaba siempre a subordinados, amigos y enemigos. Antonio permanecía inmóvil, más decidido que nunca a saltar sobre el farsante y apretarle el pescuezo, sin darle tiempo a pedir ayuda. Como para facilitarle la tarea, Trujillo se puso de pie y avanzó hacia él, a pasos lentos, solemnes. Sus zapatos negros brillaban más todavía que las enceradas maderas del despacho.

– También autoricé al FBI a venir a investigar aquí la muerte de ese tal Murphy -añadió, con el mismo tonito agudo-. Es una violación de nuestra soberanía, por supuesto. ¿Permitirían los gringos que nuestra policía fuera a investigar el asesinato de un dominicano en New York, Washington o Miami? Que vengan. Que el mundo sepa que no tenemos nada que ocultar.

Estaba a un metro de distancia. Antonio no podía resistir la mirada quieta de Trujillo y pestañeaba sin cesar.

– A mí no me tiembla la mano cuando tengo que matar -añadió, después de una pausa-.

Gobernar exige, a veces, mancharse de sangre. Por este país, he tenido que hacerlo muchas veces. Pero, soy un hombre de honor. A los leales, les hago justicia, no los mando matar. Octavio era leal, hombre del régimen, un trujillista probado. Por eso, me jugué para que no fuera a la cárcel cuando se le fue la mano en Londres y mató a Luis Bernardino. La muerte de Octavio será investigada. Tú y tu familia pueden participar en los trabajos de la comisión.

Dio media vuelta y de la misma manera calmosa regresó a su escritorio. ¿Por qué no saltó sobre él cuando lo tuvo tan cerca? Se lo preguntaba todavía, cuatro años y medio después. No porque creyera una palabra de lo que decía. Aquello era parte de la farsa a la que Trujillo era tan propenso y que la dictadura superponía a sus crímenes, como un suplementario sarcasmo a los hechos luctuosos sobre los que se levantaba. ¿Por qué, entonces? No por miedo a morir, porque, entre todos los defectos que se reconocía, nunca figuró el miedo a la muerte. Desde que era un alzado y con una pequeña tropa de horacistas combatió a tiros al dictador, se había jugado la vida muchas veces. Era algo más sutil e indefinible que el miedo: esa parálisis, el adormecimiento de la voluntad, del raciocinio y del libre albedrío que aquel personajillo acicalado hasta el ridículo, de vocecilla aflautada y ojos de hipnotizador, ejercía sobre los dominicanos pobres o ricos, cultos o incultos, amigos o enemigos, lo que lo tuvo allí, mudo, pasivo, escuchando aquellos embustes, espectador solitario de esa patraña, incapaz de convertir en acción su voluntad de saltar sobre él y acabar con el aquelarre en que se había convertido la historia del país.

– Además, como prueba de que el régimen considera a los De la Maza una familia leal, esta mañana se te ha otorgado la concesión del tramo por construir de la carretera

Santiago-Puerto Plata.

Hizo otra pausa y, mojándose los labios con una puntita de lengua, concluyó con una frase que decía también que la entrevista había terminado:

– Así podrás ayudar a la viuda de Octavio. La pobre Altagracia estará pasando dificultades. Dale un abrazo de mi parte, y otro a tus padres.

Antonio salió del Palacio Nacional más aturdido que si hubiera bebido toda una noche. ¿Era él? ¿Escuchó con sus propias orejas lo que dijo aquel hijo de puta? ¿Aceptó las explicaciones de Trujillo e, incluso, un negocio, un plato de lentejas que le permitiría embolsillarse unos miles de pesos, para tragarse su amargura y volverse un cómplice -sí, un cómplice- del asesinato de Tavito? ¿Por qué no osó ni siquiera increparlo, decirle que sabía muy bien que aquel cadáver arrojado en la puerta de su cuñada había sido asesinado por orden suya, como Murphy antes, y que él había diseñado también, con su mente melodramática, la mascarada de la mariconería del piloto gringo y los rernordimientos de Tavito, por haberlo matado?

En lugar de regresar a Moca, aquella mañana, Antonio, sin saber cómo, fue a parar a un cabaret de mala muerte, El Bombillo Rojo, en la esquina Vicente Noble con Barahona, cuyo dueño, el Loco Frías, organizaba concursos de baile. Bebió incontables tragos de ron, ensimismado, oyendo, a lo lejos, merengues de sabor cibaeño (San Antonio, 1 alma, Juanita Morel, el Jarro pichao y otros) y, en un momento dado, sin explicación alguna, trató de golpear al maraquero de la orquestita que animaba el local. La borrachera le nubló el blanco, puñeteó el aire y cayó al suelo, del que no pudo levantarse.

Cuando llegó a Moca, un día después, demacrado y con las ropas en ruina, en la casa familiar lo esperaban su padre, don Vicente, su hermano Ernesto, su madre y Aída, su esposa, con aire espantado. Fue su mujer la que habló, vibrando:

– Por todas partes se dice que Trujillo te ha tapado la boca, dándote la carretera de Santiago a Puerto Plata. No sé cuántas personas han llamado.

Antonio recordaba su sorpresa al oír a Aída increparlo, delante de sus padres y Ernesto. Ella era la esposa dominicana modelo, callada, servicial, sufrida, que aguantaba sus borracheras, las aventuras con mujeres, las pendencias, las noches pasadas fuera del hogar, y que lo recibía siempre con buena cara, levantándole el ánimo, apresurándose a creerle las excusas cuando él se dignaba dárselas, y buscando en la misa de cada domingo, las novenas, las confesiones y los rezos el consuelo para las contrariedades de que estaba amasada su vida.

– No podía hacerme matar por un mero gesto -dijo, dejándose caer en la vieja mecedora donde don Vicente daba sus cabeceadas a la hora de la siesta-. Fingí que creía sus explicaciones, que me dejaba comprar.

Hablaba sintiendo un cansancio de siglos, con las miradas de su mujer, de Ernesto y de sus padres abrasándole la conciencia.

– ¿Qué otra cosa podía hacer? No pienses mal, papá. He jurado vengar a Tavito. Lo voy a hacer, mamá. No tendrás que avergonzarte nunca más de mi, Aída. Te lo juro. Se lo juró, de nuevo.

En cualquier momento, aquel juramento se iba a cumplir. Dentro de diez minutos, de uno, el Chevrolet en el que el viejo zorro iba cada semana a la Casa de Caoba en San Cristóbal aparecería y, de acuerdo al plan cuidadosamente esbozado, el asesino de Galíndez, de Murphy, de Tavito, de las Mirabal, de miles de dominicanos, caería acribillado por las balas de otra de sus víctimas, Antonio de la Maza, a quien Trujillo había matado también, de manera más demorada y perversa que a los que liquidó a tiros, golpes o echándolos a los tiburones. A él lo mató por partes, quitándole la decencia, el honor, el respeto por sí mismo, la alegría de vivir, las esperanzas, los deseos, dejándolo convertido en un pellejo y unos huesos atormentados por esa mala conciencia que lo destruía a poquitos desde hacía tantos años.

– VOY a estirar las piernas -oyó decir a Salvador Estrella Sadhalá-. Se me han acalambrado con la sentada.

Vio salir al Turco del automóvil y dar unos pasos, al filo de la carretera. ¿Estaba Salvador tan angustiado como él? Sin duda. Y Tony Imbert y Amadito, también. Y lo mismo, allá adelante, Roberto Pastoriza, Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño. Roídos por la zozobra de que algo, alguien, impidiera al Chivo venir a esta cita. Pero, era con él que Trujillo tenía viejas cuentas. A ninguno de sus seis compañeros, ni a las decenas de otros, que, como Juan Tomás Díaz, estaban en esta conspiración, había hecho tanto daño como a Antonio. Echó una mirada por la ventanilla: el Turco se sacudía las piernas con movimientos enérgicos. Alcanzó a divisar que Salvador tenía el revólver en la mano. Lo vio regresar al auto y ocupar su sitio en el asiento de atrás, junto a Amadito.

– Bueno, si no viene, nos iremos al Pony, a tomarnos una cerveza heladita -lo oyó decir, apenado.

Después de aquella pelea, él y Salvador habían estado meses sin verse. Coincidieron en reuniones sociales, pero no se saludaron. Aquella ruptura agravó el tormento interior en que vivía. Cuando la conspiración estuvo muy avanzada, Antonio tuvo que presentarse en la Mahatma Gandhi 21 y entrar directamente a la sala donde se hallaba Salvador.

– Es inútil que dispersemos esfuerzos -le dijo, a modo de saludo-. Tus planes para matar al Chivo son niñerías. Tú e Imbert deben unirse a nosotros. Lo nuestro está avanzado y no puede fallar.

Salvador lo miró a los ojos, sin decir nada. No hizo ningún ademán hostil ni lo echó de la casa.

– Tengo el apoyo de los gringos -le explicó Antonio, bajando la voz-. Llevo dos meses tratando los detalles con la embajada. Juan Tomás Díaz ha hablado también con gente del cónsul Dearborn. Nos darán armas y explosivos. Tenemos comprometidos a jefes militares. Tú y Tony deben unirse a nosotros.

– Somos tres -dijo, por fin, el Turco-. Amadito García Guerrero forma parte del grupo, desde hace unos días.

Fue una reconciliación muy relativa. No habían vuelto a tener una discusión seria estos meses, mientras el plan para matar a Trujillo se hacía, deshacía, rehacía y tomaba cada mes, cada semana, cada día, formas y fechas diferentes, por las vacilaciones de los yanquis. El avión de armas prometido al principio por la embajada se redujo, al final, a los tres fusiles que le entregó, no hacía mucho, su amigo Lorenzo Berry, el dueño del supermercado Wimpy's, que, para su asombro, resultó ser el hombre de la CIA en Ciudad Trujillo. Pese a esos encuentros cordiales, cuyo único tema era el plan en perpetua transformación, no volvió a haber, entre ellos, la fraterna comunicación de antaño, las bromas, las confidencias, esa urdimbre de intimidades compartidas que -Antonio lo sabía- existía en cambio entre el Turco, Imbert y Amadito, algo de lo que él había sido excluido desde la pelea. Otra miseria más por la que tomar cuentas al Chivo: haber perdido aquel amigo para siempre.

Sus tres compañeros de auto, y los otros tres, apostados más adelante, eran tal vez los que menos sabían de la conspiración. Era posible que tuvieran sospechas de otros cómplices, pero, si algo fallaba, y caían en manos de Johnny Abbes García, y los caliés los llevaban a La Cuarenta y los sometían a las torturas consabidas, ni el Turco, ni Imbert, ni Amadito, ni Huáscar, ni Pastoriza, ni Pedro Livio podrían implicar a mucha gente. Al general Juan Tomás Díaz, a Luis Amiama Tió y a dos o tres más. No sabían casi nada de los otros, entre los que se hallaban las figuras más altas del gobierno, Pupo Rornán, por ejemplo -jefe de las Fuerzas Armadas, segundo hombre del régimen-, ni de la miríada de ministros, senadores, funcionarios civiles y jerarcas militares, informados de los planes, que habían participado en su preparación, o los habían conocido indirectamente y hecho saber o dejado entender o adivinar a intermediarios (era el caso del propio Balaguer, teórico Presidente de la República) que, una vez eliminado el Chivo, estarían dispuestos a colaborar en la reconstrucción política, la liquidación de toda la hez sobrante del trujillismo, la apertura, la junta cívico-militar que, con el apoyo de Estados Unidos, garantizara el orden, cerrara el paso a los comunistas, llamara a elecciones. ¿Sería por fin la República Dominicana un país normal, con un gobierno elegido, prensa libre, una justicia digna de ese nombre? Antonio suspiró. Había trabajado tanto por eso y no conseguía creerlo. En verdad, él era el único que conocía como su palma de la mano toda esa telaraña de nombres y complicidades. Muchas veces, mientras se sucedían las desesperantes conversaciones secretas, y todo lo hecho se desmoronaba y había que volver a levantarlo desde la nada, se había sentido exactamente eso: una araña en el corazón de un laberinto de hebras tendidas por él mismo, que aprisionaban a una muchedumbre de personajes que se desconocían entre si. Era el único que conocía a todos. Sólo él sabía el grado de compromiso que había adquirido cada cual. ¡Y eran tantos! Ni él mismo podía recordar cuántos, ahora. Era un milagro que, siendo este país lo que era, siendo los dominicanos como eran, no hubiera habido una delación que desbaratara la trama. Tal vez Dios estaba con ellos, como creía Salvador. Habían funcionado las precauciones, el que todos los demás supieran muy poco, salvo el objetivo último, pero ignoraran el modo, la circunstancia, el momento. No más de tres o cuatro personas sabían que ellos siete estaban aquí, esta noche, ni qué manos ajusticiarían al Chivo.

Lo abrumaba a veces la idea de ser el único que, si Johnny Abbes lo detenía, podía identificar a todos los comprometidos. Estaba decidido a no dejarse capturar vivo, a reservar el último tiro para disparárselo. Y, había tomado también la precaución de disimular en el tacón hueco de su zapato un veneno a base de cianuro, que le preparó un boticario de Moca, creyendo que era para acabar con un perro cimarrón que hacía estragos en los gallineros de la hacienda. No lo agarrarían vivo, no le daría a Johnny Abbes el placer de verlo retorcerse en la silla eléctrica. Muerto Trujillo, sería una verdadera felicidad acabar con el jefe del SIM. Sobrarían voluntarios. Lo probable era que, enterado de la muerte del Jefe, desapareciera. Habría tomado todas las precauciones; tenía que saber cuánto lo odiaban, cuántos querían vengarse. No sólo opositores; ministros, senadores, militares lo decían abiertamente.

Antonio encendió un nuevo cigarrillo y fumó, mordiendo el cabo con fuerza para desahogar la ansiedad. Se había interrumpido el tráfico por completo; hacía buen rato que no pasaba un camión ni un auto en ninguna de las dos direcciones.

En realidad, se dijo, echando humo por la boca y la nariz, le importaba una mierda lo que pasara después. Lo esencial era lo de ahora. Verlo muerto para saber que su vida no había sido inútil, que no había pasado por esta tierra como un ser despreciable.

– Ese cabrón no viene nunca, coño -exclamó furioso, a su lado, Tony Imbert.

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