XVI

– ¿Manuel Alfonso? -la tía Adelina se lleva la mano a la oreja, como si no hubiera oído, pero Urania sabe que la viejecilla tiene excelente oído y disimula, mientras se rehace de la impresión. También Lucinda y Manolita la miran con los ojos muy abiertos. Sólo Marianita no parece afectada.

– Sí, él, Manuel Alfonso -repite Urania-. Un nombre de conquistador español. ¿Lo conociste, tía?

– Alguna vez lo vi -asiente la viejecita, intrigada y ofendida-. ¿Qué tiene que ver él con la barbaridad que has dicho sobre Agustín?

– Era el playboy que le conseguía mujeres a Trujillo -recuerda Manolita-. ¿Verdad, mami?

«Playboy, playboy», chilla Sansón. Pero, esta vez, sólo se ríe la sobrina larguirucho.

– Era muy buen mozo, un adonis -dice Urania-. Antes del cáncer.

Había sido el dominicano más buen mozo de su generación, pero, en las semanas, acaso meses, que Agustín Cabral dejó de verlo, ese semidiós cuya elegancia y apostura hacían volverse a mirarlo a las muchachas, se había vuelto una sombra de sí mismo. El senador no daba crédito a sus ojos. Debía haber perdido diez o quince kilos; chupado, demacrado, tenía unas ojeras profundas en torno a unos ojos antes siempre ufanos y risueños -la mirada de un gozador, la Sonrisa de un triunfador- que, ahora, carecían de vida. Él había descuidado lo del pequeño tumor debajo de la lengua descubierto casualmente por el dentista cuando Manuel, todavía embajador en Washington, fue a hacerse la limpieza anual de la dentadura. La noticia, decían, afectó a Trujillo como si hubieran descubierto un tumor a uno de sus hijos, y que estuvo pegado al teléfono mientras lo operaban en la Clínica Mayo, en Estados Unidos.

– Mil perdones por venir a molestarte recién llegado, Manuel -Cabral se puso de pie al verlo entrar a la salita donde esperaba.

– Querido Agustín, qué alegría -Manuel Alfonso lo abrazó-. ¿Me entiendes? Tuvieron que sacarme parte de la lengua. Pero, con un poco de terapia volveré a hablar normal. ¿Llegas a comprenderme?

– Perfectamente, Manuel. No noto nada raro en tu voz, te aseguro.

No era cierto. El embajador hablaba como si masticara piedrecitas, tuviera frenillo o fuera tartamudo. En las muecas de su cara se notaba el esfuerzo que le costaba cada frase.

– Asiento, Agustín. ¿Un café? ¿Una copa?

– Nada, gracias. No te quitaré mucho tiempo. De nuevo te pido perdón por molestarte, convaleciendo de una operación. Estoy en una situación muy difícil, Manuel.

Calló, avergonzado. Manuel Alfonso le puso una mano amiga en la rodilla.

– Me lo imagino, Cerebrito. Pueblo chico, infierno grande: hasta Estados Unidos me llegaron los chismes. Que has sido destituido de la Presidencia del Senado y que investigan tu gestión en el Ministerio.

Le habían caído muchos años con la enfermedad y el sufrimiento al apolíneo dominicano cuya cara, de dientes perfectos y blanquísimos, había intrigado al Generalísimo Trujillo en su primer viaje oficial a los Estados Unidos, gracias a lo cual el destino de Manuel Alfonso experimentó un vuelco parecido al de Cenicienta tocada por la varita mágica. Pero seguía siendo un hombre elegante, vestido como el maniquí que fue en su juventud de emigrado dominicano neoyorquino: mocasines de gamuza, pantalón de pana color crema, camisa de seda italiana y un coqueto pañuelito en el cuello. En su dedo meñique brillaba una sortija de oro. Estaba afeitado, perfumado y peinado con pulcritud.

– Cuánto te agradezco que me recibieras, Manuel.

Cabral recobró el aplomo: siempre había despreciado a los hombres que se apiadaban de sí mismos-. Eres el único. Me he vuelto un apestado. Nadie quiere recibirme.

– Yo no olvido los servicios recibidos, Agustín. Siempre fuiste generoso, apoyaste todos mis nombramientos en el Congreso, me hiciste mil favores. Haré lo que pueda. ¿Cuáles son los cargos contra ti?

– No lo sé, Manuel. Si lo supiera, podría defenderme. Hasta ahora nadie me dice qué falta he cometido.

– SI, mucho, a todas nos latía el corazón cuando estaba cerca -reconoce, impaciente, la tía Adelina-. Pero qué relación puede tener él con lo que has dicho de Agustín.

A Urania se le ha secado la garganta y bebe unos sorbos de agua. ¿Por qué insistes en hablar de esto? ¿Para que?

– Porque Manuel Alfonso fue el único, entre todos sus amigos, que trató de ayudar a papá. A que no lo sabías. Ni ustedes, primas.

Las tres la miran como si la creyeran algo descentrada.

– Pues, no, no lo sabía -murmura la tía Adelina-. ¿Trató de ayudarlo cuando cayó en desgracia? ¿Estás segura?

– Tan segura como que mi papá no les contó ni a ti ni al tío Aníbal las gestiones que hizo Manuel Alfonso para sacarlo del 110.

Calla, porque entra al comedor la sirvienta haitiana.

Pregunta, en un español incierto y cadencioso, si la necesitan o puede irse a dormir. Lucinda la despacha con la mano: anda, nomás.

– ¿Quién era Manuel Alfonso, tía Urania? -inquiere el hilo de voz de Marianita.

– Todo un personaje, sobrina. Bien parecido y de excelente familia. Se fue a New York a buscar la vida, y terminó exhibiendo trajes de modistas y almacenes de lujo, y apareciendo en los carteles callejeros, con la boca abierta, de propagandista de Colgate, la pasta que refresca, limpia y da esplendor a sus dientes. Trujillo, en un viaje a Estados Unidos, se enteró de que el pimpollo de los afiches era un tiguere dominicano. Lo mandó llamar y lo adoptó. Hizo de él un personaje. Su intérprete, porque hablaba inglés a la perfección; su maestro de protocolo y etiqueta, porque era un elegante profesional; y, función importantísima, el que le elegía los trajes, las corbatas, los zapatos, las medias y los sastres neoyorquinos que lo vestían. Él lo tenía al día en el último grito de la moda masculina. Y lo ayudaba a diseñar sus uniformes, hobby del jefe.

– Sobre todo, le escogía las mujeres -la interrumpe Manolita-. ¿Verdad, mami?

– Qué tiene que ver todo eso con mi hermano -la fulmina el puñito airado.

– Las mujeres era lo de menos -sigue informando Urania a su sobrina-. A Trujillo le importaban un rábano, porque las tenía a todas. Los trajes y los adornos, en cambio, muchísimo. Manuel Alfonso lo hacía sentirse exquisito, refinado, elegante. Como el Petronio de Quo Vadis?, al que siempre citaba.

– No he visto todavía al Jefe, Agustin. Tengo audiencia esta tarde, en su casa, en la Estancia Radhamés. Averiguaré, te prometo.

Lo había dejado hablar sin interrumpirlo, limitándose a asentir y esperar, cuando el senador tenía una caída del ánimo y la amargura o la angustia le estropeaban la voz.

Le contó lo que ocurría, lo que había dicho, hecho y pensado desde que, diez días atrás, apareció la primera carta en El Foro Público. Se volcó en ese hombre considerado, el primero que le mostraba simpatía desde aquel día funesto, contándole pormenores íntimos de su vida, dedicada desde los veinte años a servir al hombre más importante de la historia dominicana. ¿Era justo que se negara a escuchar a alguien que desde hacía treinta años vivía por y para él? Estaba dispuesto a reconocer sus errores, si los había cometido. A hacer un examen de conciencia. A pagar sus faltas, si existían. Pero que el jefe le concediera cinco minutos, al menos.

Manuel Alfonso volvió a palmearlo en la rodilla. La casa, en un barrio nuevo, Arroyo Hondo, era inmensa, rodeada de un parque, amueblada y decorada con exquisito gusto. Infalible para detectar en las personas las posibilidades recónditas -facultad que siempre maravilló a Agustín Cabral, el jefe había calado bien al antiguo modelo. Manuel Alfonso era capaz de moverse con desenvoltura en el mundo de la diplomacia, gracias a su simpatía y don de gentes, y conseguir ventajas para el régimen. Lo había hecho en todas las misiones, sobre todo la última, en Washington, el periodo más difícil, cuando Trujillo, de niño mimado de los gobiernos yanquis, pasó a ser un estorbo, atacado por la prensa y muchos parlamentarios. El embajador se llevó la mano a la cara, en un gesto de dolor.

– De rato en rato, viene el latigazo -se disculpó. Me pasa ahí mismo. Espero que el cirujano me haya dicho la verdad. Que me lo descubrieron muy a tiempo. Noventa por ciento de garantías de éxito. ¿Por qué me hubiera mentido? Los gringos son francotes, no tienen la delicadeza nuestra, no doran la píldora.

Se calla, porque otra mueca crispa su rostro devastado. Reacciona al momento, se pone grave, filosofa:

– Sé cómo te sientes, Cerebrito, lo que estás pasando. A mí me ha ocurrido un par de veces, en veinte y pico de años de amistad con el jefe. No llegó a los extremos de lo tuyo, pero hubo un distanciamiento de su parte, una frialdad que no podía explicarme. Recuerdo mi zozobra, la soledad que sentí, la sensación de haber perdido la brújula. Pero todo se aclaró, y el jefe volvió a honrarme con su confianza. Debe ser una intriga de algún envidioso que no te perdona tu talento, Agustín. Pero, tú ya sabes, el jefe es hombre justo. Le hablaré esta tarde, tienes mi palabra.

Cabral se puso de pie, conmovido. Todavía quedaban personas decentes en la República Dominicana.

– Estaré todo el día en mi casa, Manuel -dijo, estrechándole la mano con fuerza-. No olvides decirle que estoy dispuesto a todo, para recobrar su confianza.

– Yo pensaba en él como en un actor de Hollywood, Tyrone Power o Errol Flynn -dice Urania-. Me quedé muy decepcionada cuando lo vi, esa noche. No era la misma persona. Le habían sacado media garganta. Parecía todo menos un donjuán.

Su tía Adelina, sus primas y su sobrina la escuchan, en silencio, cambiando miradas entre ellas. Hasta el loro Sansón parece interesado, pues hace rato que no la silencia con su palabrería.

– ¿Tú eres Urania? ¿La hijita de Agustín? Qué grande y qué linda, chiquilla. Te conozco desde que estabas en pañales. Ven para acá, dame un beso.

– Hablaba masticando, parecía un débil mental. Me trató con mucho cariño. Yo no podía creer que ese desecho humano fuera Manuel Alfonso.

– Tengo que hablar con tu papá -dijo él, dando un paso hacia el interior-. Pero qué linda te has puesto. Romperás muchos corazones en la vida. ¿Está Agustín? Anda, llámalo.

– Había hablado con Trujillo y de la Estancia Radhamés vino a casa, a dar cuenta de su gestión. Papá no podía creerlo. El único que no me volvió la espalda, el único que me echa una mano, repetía.

– ¿No te has soñado esa gestión de Manuel Alfonso? -exclama la tía Adelina, desconcertada-. Agustín hubiera corrido a contarnos a Aníbal y a mí.

– Déjala que siga, no la interrumpas tanto, mami -interviene Manolita.

– Esa noche hice una promesa a Nuestra Señora de la Altagracia si ayudaba a mi papá a salir de eso. ¿Se imaginan qué?

– ¿Que te meterías al convento? -ríe su prima Lucinda.

– Que me conservaría pura el resto de la vida -ríe Urania.

Sus primas y su sobrina ríen también, aunque sin ganas, disimulando su embarazo. La tía Adelina permanece seria, sin quitarle los ojos de encima y sin disimular su inpaciencia: qué más, Urania, qué más.

– Qué grande y qué linda se ha puesto esa niña -repite Manuel Alfonso, dejándose caer en el sillón, frente a Agustín Cabral-. Me recuerda a su mamá. Los mismos ojos lánguidos y el cuerpo finito y airoso de tu mujer, Cerebrito.

Éste le agradece con una sonrisa. Ha hecho pasar al embajador a su escritorio en vez de recibirlo en la salita, para evitar que la niña y los sirvientes los escuchen. Vuelve a agradecerle que se haya tomado el trabajo de venir, en vez de llamarlo. El senador habla a borbotones, sintiendo que con cada palabra se le sale el corazón. ¿Había podido hablarle al Jefe?

– Por supuesto, Agustín. Te lo prometí y lo hice. Hablamos de ti cerca de una hora. No será fácil. Pero, no debes perder la esperanza. Eso es lo principal.

Vestía un traje oscuro, de corte impecable, una camisa blanca de cuello almidonado y una corbata azul con motas blancas, sujeta con una perla. Un pañuelito de seda] blanca asomaba su cresta por el bolsillo superior de la chaqueta, y como al sentarse se había subido el pantalón para que no perdiera la línea, se le veían las medias azules, sin una arruga. Sus zapatos destellaban.

– Está muy dolido contigo, Cerebrito -parecía que la herida le molestara, pues, de tanto en tanto, hacía unas extrañas contorsiones con los labios, y Agustín Cabral oía rechinar su dentadura-. No es una cosa concreta, sino muchas, que se fueron acumulando en los últimos meses. El Jefe es excepcionalmente perceptivo. Nada se le escapa, detecta los menores cambios en las personas. Dice que, desde que comenzó esta crisis, desde la Carta Pastoral, desde los líos de la OEA desatados por el mono Betancourt y la rata Muñoz Marín, te has ido enfriando. Que no has mostrado la entrega que él esperaba.

El senador asentía: si el jefe lo notó, tal vez era cierto. Nada premeditado, desde luego, menos aún causado por una mengua de la admiración y la lealtad. Algo inconsciente, la fatiga, la tremenda tensión de este último año, por la conjura continental contra Trujillo, de los comunistas y Fidel Castro, de los curas, Washington y el Departamento de Estado, de Figueres, Muñoz Marín y Betancourt, las sanciones económicas, las canalladas de los exiliados. SI, si, era Posible que, sin quererlo, hubiera disminuido su rendimiento en el trabajo, en el Partido, en el Congreso.

– El Jefe no acepta desfallecimientos ni debilidades, Agustín. Quiere que todos seamos como él. Incansables, unas rocas, de hierro. Tú ya sabes.

– Y tiene razón -Agustín Cabral golpeó su pequeño escritorio-. Por ser así, ha hecho este país. Él ha seguido siempre a caballo, Manuel, como lo dijo en la campaña de 1940. Tiene derecho a exigir que lo emulemos. Lo decepcioné sin darme cuenta. ¿Por no haber conseguido que los obispos lo proclamaran Benefactor de la Iglesia, tal vez? Él quería ese desagravio, después de la inicua Carta Pastoral. yo formé parte, con Balaguer y Paino Pichardo, de la comisión. ¿Por ese fracaso, crees?

El embajador negó con la cabeza.

– Él es muy delicado. Aunque se sienta dolido por eso, no me lo hubiera dicho. Quizá sea una de las razones. Hay que comprenderlo. Hace treinta y un años lo traiciona la gente a la que más ayudó. ¿Cómo no sería susceptible un hombre a quien sus mejores amigos apuñalan por la espalda?

– Me acuerdo de su perfume -dice Urania, luego de una pausa-. Desde entonces, no les miento, cada vez que me toca cerca un hombre muy perfumado, vuelvo a ver a Manuel Alfonso. Y a oír esa jerigonza que hablaba, las dos veces que tuve el honor de disfrutar de su grata compañía.

Su mano derecha estruja el tapete de la mesa. Su tía, primas y sobrina, desorientadas por su hostilidad y su sarcasmo, vacilan, incómodas.

– Si hablar de esa historia te ofusca, no lo hagas, prima -insinúa Manolita.

– Me molesta, me da vómitos -replica Urania-. Me llena de odio y de asco. Nunca hablé de esto con nadie. Quizá me haga bien sacármelo de encima, de una vez. Y con quién mejor que con la familia.

– ¿Qué tú crees, Manuel? ¿Me dará el jefe otra oportunidad?

– Por qué no nos tomamos un whisky, Cerebrito -exclama el embajador, eludiendo una respuesta. Alza las manos, atajando el reproche-. Ya sé que no debería, que me han prohibido el alcohol. ¡Bah! ¿Vale la pena vivir privándose de las buenas cosas? Un whisky de marca es una de ellas.

– Perdona, no te ofrecí nada hasta ahora. Claro, tomaré un trago yo también. Bajemos a la sala. Uranita se habrá acostado.

Pero ella aún no se ha ido a la cama. Acaba de terminar la cena y se pone de pie al verlos bajar por la escalera.

– Eras una niña la última vez que te vi -la alaba Manuel Alfonso, sonriéndole-. Ahora, eres una señorita muy bella. Tú ni habrás notado el cambio, Agustín.

– Hasta mañana, papi -Urania besa a su padre. Va a dar la mano al visitante, pero éste le adelanta la mejilla. Ella lo besa apenas, ruborizándose-: Buenas noches, señor.

– Llámame tío Manuel -la besa él, en la frente.

Cabral indica al mayordomo y a la sirvienta que pueden retirarse y él mismo trae la botella de whisky, los vasos, el baldecito con el hielo. Sirve un trago a su amigo y se sirve otro, también en la roca.

– Salud, Manuel.

– Salud, Agustín.

El embajador paladea con satisfacción, entrecerrando los ojos. «Ah, qué agradable», exclama. Pero tiene dificultad para pasar el líquido, pues se le contrae la cara de dolor.

– Nunca he sido borracho, jamás perdí el control de mis actos -dice-. Eso sí, siempre he sabido gozar de la vida. Incluso cuando me preguntaba si comería al día Siguiente, supe sacarle el máximo placer a las pequeñas cosas: un buen trago, un buen tabaco, un paisaje, un plato bien guisado, una hembra que quiebra con gracia la cintura.

Se ríe, nostálgico, y Cabral lo imita, sin ganas. ¿Cómo regresarlo a lo único que le importa? Por cortesía, domina su impaciencia. Hace muchos días que no toma un trago, y los dos o tres sorbos lo han aturdido. Sin embargo, después de llenar de nuevo el vaso de Manuel Alfonso, llena también el suyo.

– Nadie diría que alguna vez pasaste apuros de dinero, Manuel -trata de halagarlo-. Siempre te recuerdo elegante, magnífico, pródigo, pagando todas las cuentas.

El ex modelo, meciendo el vaso, asiente, complacido. La luz de la araña le da de lleno en la cara y sólo ahora Cabral advierte la sinuosa cicatriz que se le enrosca en la garganta. Duro, para alguien tan orgulloso de su cara y su cuerpo, haber sido tasajeado así.

– Yo sé lo que es pasar hambre, Cerebrito. De joven, en New York, llegué a dormir en las calles, como un gramp. Muchos días, mi única comida fue un plato de fideos, o un pan. Sin Trujillo, quién sabe cuál fuera mi suerte. Aunque gusté siempre a las mujeres, nunca pude hacer de gigoló, como nuestro buen Porfirio Rubirosa. Lo más probable, hubiera terminado de puto callejero, en el Bowery.

Bebe de un trago lo que queda en su vaso. El senador se lo llena.

– Le debo todo, Lo que tengo, lo que llegué a ser -contempla cabizbajo los cubitos de hielo-. Me he codeado con ministros y presidentes de los países más poderosos, he sido invitado a la Casa Blanca, he jugado póquer con el Presidente Truman, ido a las fiestas de los Rockefeller. El tumor me lo extirparon en la Clínica Mayo, la mejor del mundo, el mejor cirujano de los Estados Unidos. ¿Quién pagó la operación? El jefe, por supuesto. ¿Comprendes, Agustín? Como nuestro país, yo le debo a Trujillo todo.

Agustín Cabral se arrepintió de todas las veces que, en la intimidad del Country Club, el Congreso o una finca remota, en un círculo de amigos íntimos (que creía íntimos) había celebrado las bromas contra el ex anunciante de Colgate, que debía sus altísimos cargos diplomáticos y su puesto de consejero de Trujillo, a los jabones, talcos, perfumes, que encargaba para Su Excelencia, y a su buen gusto para elegir las corbatas, trajes, camisas, pijamas y los zapatos que lucía el jefe.

– Yo también le debo todo lo que soy y lo que he hecho, Manuel -afirmó-. Te comprendo muy bien. Y, por eso, estoy dispuesto a todo para recobrar su amistad.

Manuel Alfonso lo miró, adelantando la cabeza. No dijo nada un buen rato, pero siguió escudriñándole, como sopesando, milímetro a milímetro, la seriedad de sus palabras.

– ¡Manos a la obra entonces, Cerebrito!

– Fue el segundo hombre que me piropeó, después de Ramfis Trujillo -dice Urania-. Que era linda, que me parecía a mi mamá, qué bonitos ojos. Yo había ido ya a fiestas con muchachos, y bailado. Unas cinco o seis veces. Pero, nunca nadie me había hablado así. Porque el piropo de Ramfis, en la feria, fue a una niña. El primero en piropearme como a una mujercita fue mi tío Manuel Alfonso.

Ha dicho todo eso rápido, con furia sorda, y ninguna de sus parientes le pregunta nada. El silencio en el pequeño comedor parece el que antecede a los truenos, en las ruidosas tormentas del verano. Lejos, hiere la noche una sirena. Sansón se pasea nervioso por su barrita de madera, encrespando las plumas.

– Me parecía un viejo, me daba risa su manera de hablar tan machucada, su cicatriz en el cuello me dio miedo -Urania se retuerce las manos-. Qué me iba a hacer a mí un piropo, en esos momentos. Pero, después, me acordé mucho de esas flores que me echó.

Vuelve a callar, exhausta. Lucinda hace un comentario -«¿Tú tenías catorce años, no?»- que a Urania le parece estúpido. Lucinda sabe muy bien que son del mismo año. Catorce, qué edad mentirosa. Habían dejado de ser niñas pero no eran todavía señoritas.

– Tres o cuatro meses antes, me vino la regla por primera vez -susurra-. Se me adelantó, parece.

– Se me acaba de ocurrir, se me ocurrió al entrar -dice el embajador, estirando la mano y sirviéndose otro whisky; atiende, también, al dueño de casa-. Siempre he sido así: primero el jefe, después yo. Te quedaste demudado, Agustín. ¿Me equivoco? No dije nada, olvídate. Yo, ya me olvidé. ¡Salud, Cerebrito!

El senador Cabral bebe un largo trago. El whisky le rasca la garganta y enrojece sus ojos. ¿Cantaba un gallo a estas horas?

– Es que, es que… -repite, sin saber qué añadir.

– Olvidémoslo. Espero que no lo hayas tomado mal, Cerebrito. ¡Olvídate! ¡Olvidémoslo!

Manuel Alfonso se ha puesto de pie. Pasea entre los muebles anodinos de la salita, arreglada y aseada pero sin aquel toque femenino que da una eficiente ama de casa. El senador Cabral piensa -¿cuántas veces lo ha pensado en estos años?- que hizo mal permaneciendo solo, luego de la muerte de su esposa. Debió casarse, tener otros hijos, acaso no le hubiera ocurrido esta desgracia. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por Uranita, como decía a todo el mundo? No. Para dedicar más tiempo al jefe, consagrarle días y noches, demostrarle que nada ni nadie era más importante en la vida de Agustín Cabral.

– No lo tomé mal -hace un enorme esfuerzo para parecer sereno-. Es que estoy desconcertado. Algo que no esperaba, Manuel.

– La crees una niña, no te diste cuenta que se volvió una mujercita -Manuel Alfonso hace tintinear los cubitos de hielo de su vaso-. Una linda muchacha. Estarás orgulloso de tener una hija así.

– Por supuesto -y añade, torpe-: Ha sido siempre la primera de su clase.

– ¿Sabes una cosa, Cerebrito? Yo no hubiera vacilado ni un segundo. No para reconquistar su confianza, no Para mostrarle que soy capaz de cualquier sacrificio por él. Simplemente, porque nada me daría más satisfacción, más felicidad, que el Jefe hiciera gozar a una hija mía y gozara con ella. No exagero, Agustín. Trujillo es una de esas anomalías en la historia. Carlomagno, Napoleón, Bolívar: de esa estirpe. Fuerzas de la Naturaleza, instrumentos de Dios, hacedores de pueblos. Él es uno de ellos, Cerebrito. Hemos tenido el privilegio de estar a su lado, de verlo actuar, de colaborar con él. Eso no tiene precio.

Apuró su vaso y Agustín Cabral se llevó el suyo a la boca, pero apenas se mojó los labios. Aunque se le había quitado el mareo, ahora tenía revuelto el estómago. En cualquier momento comenzaría a vomitar.

– Es todavía una niña -balbuceó.

– ¡Mejor, entonces! -exclamó el embajador-. El jefe apreciará más el gesto. Comprenderá que se equivocó, que te juzgó de manera precipitada, dejándose guiar por susceptibilidades o dando oídas a tus enemigos. No pienses sólo en ti, Agustín. No seas egoísta. Piensa en tu muchachita. ¿Qué será de ella si pierdes todo y terminas en la cárcel acusado de malos manejos y defraudación?

– ¿Crees que no he pensado en eso, Manuel?

El embajador alzó los hombros.

– Se me acaba de ocurrir al ver lo linda que se ha puesto -repitió-. El jefe aprecia la belleza. Si le digo: «Cerebrito quiere ofrecerle, en prueba de cariño y de lealtad, a su linda hija, que es todavía señorita», no la rechaza. Yo lo conozco. Él es un caballero, con un tremendo sentido del honor. Se sentirá tocado en el corazón. Te llamará. Te devolverá lo que te han quitado. Uranita tendrá su porvenir seguro. Piensa en ella, Agustín, y sacúdete los prejuicios anticuados. No seas egoísta.

Cogió de nuevo la botella y sirvió unos chorritos de whisky en su vaso y en el de Cabral. Echó con su mano los cubitos de hielo en ambos vasos.

– Se meacaba de ocurrir, al ver lo bella que se ha puesto -salmodió, por cuarta o quinta vez. ¿Le molestaba, lo enloquecía la garganta? Movía la cabeza y se acariciaba la cicatriz con la yema de los dedos-. Si te molestó, no dije nada.

– Dijiste vil y malvado -estalla de pronto la tía Adelina-. Eso dijiste de tu padre muerto en vida, esperando el final. De mi hermano, del ser que yo más he querido y respetado. No vas a salir de esta casa sin explicarme el porqué de esos insultos, Urania.

– Dije vil y malvado porque no hay palabras más fuertes -explica Urania, despacito-. Si las hubiera, las habría dicho. Tuvo sus razones, seguramente. Sus atenuantes, sus motivos. Pero yo no lo he perdonado ni lo perdonaré.

– ¿Por qué lo ayudas, si lo odias tanto? -la anciana vibra de indignación; está muy pálida, como si fuera a desmayarse-. ¿Por qué la enfermera, la comida? Déjalo morirse, entonces.

– Prefiero que viva así, muerto en vida, sufriendo -habla muy serena, con los ojos bajos-. Por eso lo ayudo, tía.

– Pero, pero ¿qué te hizo para que lo odies así, para que digas algo tan monstruoso? -Lucindita alza los brazos, sin dar crédito a lo que acaba de oír-. ¡Dios bendito!

– Te sorprender'á lo que voy a decirte, Cerebrito -exclama Manuel Alfonso, con dramatismo-. Cuando veo una belleza, una real hembra, una de esas que te viran la cabeza, yo no pienso en mí. Sino en el Jefe. SI, en él. ¿Le gustaría apretarla en sus brazos, amarla? Esto no se lo he contado a nadie. Ni al Jefe. Pero, él lo sabe. Que, para mí, ha sido siempre el primero, incluso en eso. Y conste que a mí me gustan mucho las mujeres, Agustín. No creas que me he sacrificado cediéndole hembras bellísimas por adulación, para obtener favores, negocios. Eso creen los ruines, los puercos. ¿Sabes por qué? Por cariño, por compasión, por piedad. Tú lo puedes comprender, Cerebrito. Tú y yo sabemos lo que ha sido su vida. Trabajar desde el alba hasta la medianoche, siete días por semana, doce meses al año. Sin descansar jamás. Ocupándose de lo importante y de lo mínimo. Tomando cada momento decisiones de las que dependen la vida y la muerte de tres millones de dominicanos. Para meternos en el siglo XX. Teniendo que cuidarse de los resentidos, de los mediocres, de la ingratitud de tanto pobre diablo. ¿No merece, un hombre así, distraerse de cuando en cuando? ¿Gozar unos minutos con una hembra? Una de las pocas compensaciones en su vida, Agustín. Por eso, me siento orgulloso de ser lo que dicen tantas víboras: el celestina del Jefe. ¡A mucha honra, Cerebrito!

Se llevó el vaso sin whisky a los labios y se metió a la boca un cubito de hielo. Permaneció buen rato en silencio chupando, concentrado, extenuado por el soliloquio. Cabral lo observaba, callado también, acariciando su vaso lleno de whisky.

– Se terminó la botella y no tengo otra -se excusó. Tómate el mío, yo no puedo beber más.

Asintiendo, el embajador le estiró el vaso vacío y el senador Cabral le echó los restos del suyo.

– Me emociona lo que dices, Manuel -murmuró-. Pero, no me sorprende. Lo que tú sientes por él, esa admiración,- esa gratitud, es lo que he sentido siempre por el Jefe. Por eso me duele tanto esta situación.

El embajador le puso la mano en el hombro.

– Se arreglará, Cerebrito. Hablaré con él. Yo sé cómo decirle las cosas. Le explicaré. No le diré que es idea mía, sino tuya. Una iniciativa de Agustín Cabral. Un leal a toda prueba, incluso desde la desgracia, desde la humillación. Tú ya conoces al jefe. Le gustan los gestos. Puede tener sus años, su salud resentida. Pero, nunca rechazó los desafíos del amor. Lo organizaré todo, con la más absoluta discreción. No te preocupes. Recuperarás tu posición, los que te dieron la espalda harán cola en esta puerta muy pronto. Ahora, tengo que irme. Gracias por los whiskys. En mi casa, no me dejan probar una gota de alcohol. Qué bueno ha sido sentir en mi pobre garganta ese cosquilleo un poco ardiente, un poco amargo. Adiós, Cerebrito. No te angusties más. Déjame a mí. Tú, más bien, prepara a Uranita. Sin entrar en detalles. No hace falta. Se encargará el Jefe. No puedes imaginar la delicadeza, la ternura, el don de gentes, con que actúa en estos casos. La hará feliz, la recompensará, tendrá un futuro asegurado. Siempre lo hizo. Más todavía con una criatura tan dulce y tan bella.

Fue tambaleándose hasta la puerta, y abandonó la casa dando un ligero portazo. Desde el sofá de la sala, donde seguía con el vaso vacío en las manos, Agustín Cabral sintió el motor del auto, partiendo. Sentía lasitud, una abulia inconmensurable. jamás tendría fuerzas para ponerse de pie, subir los escalones, desnudarse, ir al baño, lavarse los dientes, acostarse, apagar la luz.

– ¿Estás tratando de decir que Manuel Alfonso propuso a tu padre que, que…? -la tía Adelina no puede terminar, la cólera la ahoga, no encuentra las palabras que rebajen, hagan presentable lo que quiere decir. Para terminar de algún modo, amenaza con su puño al loro Sansón, que ni siquiera ha abierto el pico-: ¡Quieto, animal de porquería!

– No trato. Te cuento lo que pasó -dice Urania-. Si no quieres oírlo, me callo y me voy.

La tía Adelina abre la boca, pero no logra decir nada.

Por lo demás, Urania tampoco conocía los pormenores de la conversación entre Manuel Alfonso y su papá aquella noche en que, por primera vez en su vida, el senador no subió a acostarse. Se quedó dormido en la sala, vestido, un vaso y una botella de whisky vacíos a sus pies. El espectáculo que encontró a la mañana siguiente, al bajar a tomar desayuno para ir al colegio, la sobrecogió. Su papá no era un borracho, al contrario, siempre criticaba a borrachos y juerguistas. Se había emborrachado por desesperación, por estar acosado, perseguido, investigado, destituido, con sus cuentas congeladas, por algo que no había hecho. Sollozó, abrazada a su papá, tumbado en el sillón de la sala. Cuando éste abrió los ojos y la vio junto a él, llorando, la besó muchas veces: «No llores, corazón. Saldremos de ésta, verás, no nos dejaremos derrotar». Se incorporó, arregló sus ropas, acompañó a su hija a tomar desayuno. Mientras le acariciaba los cabellos y le decía que no contara nada en el colegio, la observaba de una manera rara.

– Debía dudar, retorcerse -imagina Urania-. Pensaría en exiliarse. Pero, jamás hubiera podido entrar a una embajada. Ya no había legaciones latinoamericanas, desde las sanciones. Y los caliés daban vueltas, haciendo guardia a la puerta de las que quedaban. Pasaría un día horrible, peleando contra sus escrúpulos. Esa tarde, cuando regresé del colegio, ya había dado el paso.

La tía Adelina no protesta. Sólo la mira, desde el fondo de sus cuencas hundidas, con reproche mezclado de espanto, y una incredulidad que, pese a sus esfuerzos, se va apagando. Manolita se enrula y desenrula una mecha de cabello. Lucinda y Marianita se han vuelto estatuas.

Estaba bañado y vestido con la corrección de costumbre; no quedaba en él rastro de la mala noche. Pero no había probado bocado, y las dudas y la amargura se reflejaban en su palidez cadavérica, en sus ojeras y el brillo asustadizo de su mirada.

– Te sientes mal, papi? ¿Por qué estás tan pálido?

– Tenemos que hablar, Uranita. Ven, subamos a tu cuarto. No quiero que el servicio nos escuche.

«Lo van a meter preso», pensó la niña. «Va a decirme que tengo que ir a vivir donde el tío Aníbal y la tía Adelina.» Entraron al cuarto, Urania echó al voleo los libros sobre su mesita de trabajo y se sentó a la orilla de la cama (con cubrecamas azul y los animalitos de Walt Disney»), su padre fue a acodarse en la ventana.

– Tú eres lo que más quiero en el mundo -le sonrió-. Lo mejor que tengo. Desde que murió tu mamá, lo único que me queda en esta vida. ¿Te das cuenta, hijita?

– Claro, papi -repuso ella-. ¿Qué otra cosa terrible ha pasado? ¿Te van a meter preso?

– No, no -negó él con la cabeza-. Más bien, hay una posibilidad de que todo se arregle.

Hizo una pausa, incapaz de continuar. Le temblaban labios y manos. Ella lo miraba sorprendida. Pero, entonces, ésa era una gran noticia. ¿Una posibilidad de que dejaran de atacarlo radios y periódicos? ¿De que volviera a ser presidente del Senado? Si era así, por qué esa cara, papi, por qué tan abatido, tan triste.

– Porque me piden un sacrificio, hijita -murmuró-. Quiero que sepas una cosa. Yo no haría nunca nada, nada, entiéndelo bien, mételo en la cabecita, que no fuera por tu bien. júrame que nunca olvidarás lo que te estoy diciendo.

Uranita comienza a irritarse. ¿De qué hablaba? ¿Por qué no se lo decía de una vez?

– Por supuesto, papi -dice al fin, con gesto de cansancio-. Pero qué ha pasado, por qué tantas vueltas.

Su padre se dejó caer a su lado en la cama, la tomó de los hombros, la recostó contra él, la besó en los cabellos.

– Hay una fiesta y el Generalísimo te ha invitado -mantenía los labios apretados contra la frente de la niña-. En la casa que tiene en San Cristóbal, en la Hacienda Fundación.

Urania se desprendió de sus brazos.

– ¿Una fiesta? ¿Y Trujillo nos invita? quiere decir que todo se arregló. ¿Verdad?

El senador Cabral encogió los hombros.

– No sé, Uranita. El jefe es impredecible. De intenciones no siempre fáciles de adivinar. No nos ha invitado a los dos. Sólo a ti.

– ¿A mí?

– Te llevará Manuel Alfonso. Él te traerá, también. No sé por qué te invita a ti y a mí no. Es seguramente un primer gesto, una manera de hacerme saber que no todo está perdido. Eso, al menos, deduce Manuel.

– Qué mal se sentía -dice Urania, advirtiendo que la tía Adelina, cabizbaja, ya no la riñe con esa mirada en que se ha eclipsado la seguridad-. Se enredaba, se contradecía. Temblaba de que yo no le creyera sus mentiras.

– Manuel Alfonso pudo engañarlo también… -comienza a decir la tía Adelina, pero la frase se le corta. Hace un gesto de contrición, disculpándose con las manos y la cabeza.

– Si no quieres ir, no irás, Uranita -Agustín Cabral se restriega las manos, como si, en ese atardecer caluroso que se está volviendo noche, él tuviera frío-. Llamo ahora mismo a Manuel Alfonso y le digo que te sientes mal, que te disculpe con el Jefe. No tienes ninguna obligación, hijita.

No sabe qué contestar. ¿Por qué tenía que tomar ella semejante decisión?

– No sé, papi -duda, confusa-. Me parece rarísimo. ¿Por qué me invita a mí sola? ¿Qué voy a hacer ahí, en una fiesta de viejos? ¿O están invitadas otras muchachas de mi edad?

La pequeña nuez sube y baja por la garganta delgadita del senador Cabral. Sus ojos esquivan los de Urania.

– Cuando te ha invitado a ti, habrá también otras jóvenes -balbucea-. Será que ya no te considera niña, sino señorita.

– Pero si a mí ni me conoce, sólo me ha visto de lejos, entre montones de gente. Qué va a acordarse, papi.

– Le habrán hablado de ti, Uranita -se escabulle su padre-. Te repito, no tienes obligación ninguna. Si quieres, llamo a Manuel Alfonso a decirle que te sientes mal.

– Bueno, no sé, papi. Si quieres voy, y si no, no. Lo que YO quiero es ayudarte. ¿No se enojará si lo desairo?

– ¿No te dabas cuenta de nada? -se atreve a preguntarle Manolita.

De nada, Urania. Eras aún una niña, cuando ser niña quería decir todavía ser totalmente inocente para ciertas cosas relacionadas con el deseo, los instintos y el poder, y con los infinitos excesos y bestialidades que esas cosas mezcladas podían significar en un país modelado por Trujillo. A ella, que era despierta, todo le parecía precipitado, desde luego. ¿Dónde se había visto una invitación a una fiesta hecha el mismo día, sin dar tiempo a la invitada a prepararse? Pero, era una niña normal y sana -el último día que lo serías, Urania-, novelera, y, de pronto, esa fiesta, en San Cristóbal, en la famosa hacienda del Generalísimo, de donde salían los caballos y las vacas que ganaban todos los concursos, no podía no excitarla, llenarla de curiosidad, pensando en lo que contaría a sus amigas del Santo Domingo, la envidia que haría Sentir a esas compañeras que, estos días, la habían hecho pasar tan malos ratos hablándole de las barbaridades que decían contra el senador Agustin Cabral en periódicos Y radios. ¿Por qué habría tenido recelo de algo que tenía el visto bueno de su padre? Más bien, la ilusionaba que, como dijo el senador, aquella invitación fuera el primer síntoma de un desagravio, un gesto para hacer saber a su padre que el calvario había terminado.

No sospechó nada. Como la mujercita en ciernes que era, se preocupó de cosas más livianas, ¿qué se pondría, papi?, ¿qué zapatos?, lástima que fuera tan tarde, hubieran podido llamar a la peluquera que la peinó y maquilló el mes pasado, cuando fue damita de la Reina del Santo Domingo.

Fue su única preocupación, a partir del momento en que, para no ofender al Jefe, su padre y ella decidieron que iría a la fiesta. Don Manuel Alfonso vendría a recogerla a las ocho de la noche. No le quedaba tiempo para las tareas del colegio.

– ¿Hasta qué hora le has dicho al señor Alfonso que puedo quedarme?

– Bueno, hasta que empiece a despedirse la gente -dice el senador Cabral, estrujándose las manos-. Si quieres salir antes, porque te sientes cansada o lo que sea, se lo dices y Manuel Alfonso te trae de vuelta de inmediato.

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