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Al oír el timbre, Urania y su padre quedan inmóviles, mirándose como sorprendidos en falta. Voces en la planta baja y una exclamación de sorpresa. Pasos apresurados, subiendo la escalera. La puerta se abre casi al mismo tiempo que tocan unos nudillos impacientes y asoma por la abertura una cara atolondrada que Urania reconoce al instante: su prima Lucinda.

– ¿Urania? ¿Urania? -sus grandes ojos saltones la examinan de arriba abajo, de abajo arriba, abre los brazos y va hacia ella como para verificar si no es una alucinación.

– Yo misma, Lucindita -Urania abraza a la menor de las hijas de su tía Adelina, la prima de su edad, su compañera de colegio.

– ¡Pero, muchacha! No me lo creo. ¿Tú aquí? ¡Ven para acá! Pero, cómo ha sido eso. ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué no viniste a la casa? ¿Te has olvidado cuánto te queremos? ¿Ya no te acuerdas de tu tía Adelina, de Manolita? ¿Y de mí, ingrata?

Está tan sorprendida, tan llena de preguntas y curiosidades -«Dios mío, prima, cómo has podido pasar treinta y cinco años, ¿treinta y cinco, cierto?, sin venir a tu tierra, sin ver a tu familia», «¡Muchacha! Tendrás tanto que contar»- que no la deja responder a sus preguntas. En eso, no ha cambiado mucho. Desde chiquita hablaba como una lora, Lucindita la entusiasta, la invencionera, la juguetona. La prima con quien se llevó siempre mejor. Urania la recuerda, en su uniforme de gala, falda blanca y chaqueta azul marino, y en el de diario, rosado y azul: una gordita ágil, de cerquillO, con braces en los dientes y una sonrisa a flor de labios. Ahora es una señorona entrada en carnes, la piel de la cara muy tirante y sin rasgos de liftinv, que viste un sencillo vestido floreado. Su único adorno: dos largos pendientes dorados que centellean. De pronto, interrumpe sus cariños y preguntas a Urania, para acercarse al inválido, a quien besa en la frente.

– Qué linda sorpresa te dio tu hija, tío. No te esperabas que tu hijita resucitara y viniera a visitarte. Qué alegría, ¿cierto, tío Agustín.

Vuelve a besarlo en la frente y con el mismo ímpetu se olvida de él. Va a sentarse junto a Urania, al borde de la cama. La toma del brazo, la contempla, la examina, vuelve a abrumarla de exclamaciones e interrogaciones:

– Cómo te conservas, muchacha. Somos del mismo año ¿no? y pareces diez años más joven. ¡No es justo! Será que no te casaste ni tuviste hijos. Nada arruina tanto como un marido y la prole. Qué silueta, qué tez. ¡Una jovencita, Urania!

Va reconociendo en la voz de su prima los matices, acentos, la música de aquella niña con la que tanto jugó en los patios del Santo Domingo, a la que tantas veces tuvo que explicar la geometría y la trigonometría.

– Una vida sin vernos, Lucindita, sin saber la una de la otra -exclama, por fin.

– Por tu culpa, ingrata -la sermonea su prima, con afecto, pero en sus ojos llamea ahora aquella pregunta, aquellas preguntas, que tíos y tías, primas y primos debieron hacerse tantas veces los primeros años, luego de la súbita partida de Uranita Cabral, a fines de mayo de 1961, hacia la remota localidad de Adrian, Michigan, a la Siena Heights University que tenían allí las Dominican Nuns que regentaban el Colegio Santo Domingo de Ciudad Trujillo-. Nunca lo entendí, Uranita. Tú y yo éramos tan amigas, tan unidas, además de parientes. ¿Qué pasó para que, de repente, no quisieras saber más de nosotros? Ni de tu papá, ni de tus tíos, ni de primas y primos. Ni siquiera de mí. Te escribí veinte o treinta cartas y tú ni una línea. Me pasé años mandándote postales, felicitaciones de cumpleaños. Lo mismo Manolita y mi mamá. ¿Qué te hicimos? ¿Por qué te enojaste así para que más nunca escribieras y te pasaras treinta y cinco años sin pisar tu tierra?

– Locuras de la juventud, Lucindita -se ríe Urania, cogiéndole la mano-. Pero, ya ves, se me pasó y aquí me tienes.

– ¿Seguro que no eres un fantasma? -su prima toma distancia para mirarla, menea la cabeza incrédula-. ¿Por qué llegar así, sin avisar? Hubiéramos ido al aeropuerto.

– Quería darles la sorpresa -miente Urania-. Lo decidí de un momento a otro. Fue un impulso. Metí cuatro cosas en la maleta y tomé el avión.

– En la familia, estábamos seguras que más nunca volverías -se pone seria Lucinda-. El tío Agustín, también. Él sufrió mucho, tengo que decírtelo. Que no quisieras hablar con él, que no le contestaras el teléfono. Se desesperaba, le lloraba a mi mamá. Nunca se consoló de que lo trataras así. Perdona, no sé por qué te digo esto, no quiero entrometerme en tu vida, prima. Es por la confianza que siempre te tuve. Cuéntame de ti. ¿Vives en New York, cierto? Te va muy bien, ya sé. Te hemos seguido los pasos, eres una leyenda en la familia. ¿Trabajas en un estudio muy importante, verdad?

– Bueno, hay firmas de abogados más grandes que la nuestra.

– A mí no me extraña que hayas triunfado en Estados Unidos -exclama Lucinda, y Urania advierte una nota ácida en la voz de su prima-. Desde chiquita se veía venir, por lo inteligente y estudiosa. Lo decían la superiora, sister Helen Claire, sister Francis, sister Susana y, sobre todo, la que te engreía tanto, sister Mary: Uranita Cabral, un Einstein con faldas.

Urania se echa a reír. No tanto por lo que dice su prima, sino por la manera como lo dice: con facundia y sabrosura, hablando con boca, Ojos, manos y todo el cuerpo a la vez, con ese regusto y alegría del hablar dominicano. Algo que descubrió, por contraste, hacía treinta y cinco años, al llegar a Adrian, Michigan, a la Siena Heights University de las Dominican Nuns, donde, de la noche a la mañana, se vio rodeada de gente que sólo hablaba inglés.

– Cuando te fuiste, sin siquiera despedirte de mí, casi me muero de pena -dice su prima, con nostalgia por aquellos tiempos idos-. Nadie entendía nada, en la familia. ¡Pero, qué es esto! ¡Uranita a Estados Unidos sin decir adiós! Nos comíamos a preguntas al tío, pero también parecía en la luna. «Las monjas le ofrecieron una beca, no podía perder la ocasión.» Nadie se lo creía.

– Fue así, Lucindita -Urania mira a su padre, que está otra vez inmóvil y atento, escuchándolas-. Se presentó la oportunidad de ir a estudiar en Michigan y ni tonta, la aproveché.

– Eso lo entiendo -reincide su prima-. Y que te merecías esa beca. ¿Pero, por qué partir como huyendo? ¿Por qué romper con tu familia, con tu padre, con tu país?

– Yo fui siempre un poco loca, Lucindita. Eso sí, aunque no les escribiera, los recordaba mucho. En especial, a ti.

Mentira. No echaste de menos a nadie, ni siquiera a Lucinda, la prima condiscípula, la confidente y cómplice de travesuras. A ella también querías olvidarla, como a Manolita, la tía Adelina y tu padre, a esta ciudad y a este país, en esos primeros meses en la lejana Adrian, en aquel primoroso campus de pulcros jardines, con begonias, tulipanes, magnolias, arriates de rosales y altos pinos cuya fragancia oleajinosa llegaba hasta el cuartito que compartiste el primer año con cuatro compañeras, entre ellas Alina, la negrita de Georgia, tu primera amiga en ese nuevo mundo, tan distinto del de tus primeros catorce años. ¿Sabían las dominicas de Adrian por qué habías salido «huyendo», gracias a sister Mary, la directora de estudios del Santo Domingo? Tenían que saberlo. Si sister Mary no las hubiera puesto en antecedentes no te habrían dado aquella beca, de esa manera precipitada. Las sisters fueron un modelo de discreción, pues, en los cuatro años que Urania pasó en la Siena Heights University, jamás hizo alguna de ellas la menor alusión a la historia que laceraba tu memoria. Por lo demás, no se arrepintieron de haber sido tan generosas: fuiste la primera graduada de esa universidad en ser aceptada en Harvard y en recibirse con honores en la más prestigiosa universidad del mundo. ¡Adrian, Michigan! Cuántos años sin volver allí. Ya no sería aquella provinciana ciudad de granjeros que se encerraban en sus casas al ponerse el sol y dejaban las calles desiertas, de familias cuyo horizonte terminaba en esos pueblecitos vecinos que parecían gemelos -Clinton y Chelsea- y cuya máxima diversión era asistir en Manchester a la famosa feria del pollo a la parrilla. Una ciudad limpia Adrian, bonita, sobre todo en invierno, cuando la nieve ocultaba las rectas callecitas -donde se podía patinar y esquiar- bajo aquellos algodones blancos con los que los niños hacían monigotes y que mirabas caer del cielo, hechizada, y donde hubieras muerto de amargura, acaso de aburrimiento, si no te hubieras dedicado con tanta furia a estudiar.

Su prima no para de hablar.

– Poquito después, mataron a Trujillo y vinieron las calamidades. ¿Sabes que los caliés entraron al colegio? Golpearon a las sísters, a sister Helen Claire le llenaron la cara de moretones y arañazos, y mataron a Badulaque, el pastor alemán. Por poco no nos queman la casa también a nosotros por el parentesco con tu papá. Decían que el tío Agustín te mandó a Estados Unidos adivinando lo que iba a ocurrir.

– Bueno, también, él quiso alejarme de aquí -la interrumpe Urania-. Aunque había caído en desgracia, sabía que los antitrujillistas le tomarían cuentas.

– También eso lo entiendo -musita Lucinda-. Pero no, que no quisieras saber más de nosotros.

– Como siempre tuviste buen corazón, apuesto que no me guardas rencor -se ríe Urania-. ¿Cierto, muchacha?

– Claro que no -asiente su prima-. Si supieras cuánto le rogué a mi papá para que me mandara a Estados Unidos. Contigo, a la Siena Heights University. Lo había convencido, creo, cuando la debacle. Todo el mundo empezó a atacarnos, a decir mentiras horribles de la familia, solo por ser mi madre hermana de un trujillista. Nadie se acordaba que al final Trujillo trató a tu papá como a un perro. Tuviste suerte de no estar aquí en esos meses, Uranita. Vivíamos muertos de miedo. No sé cómo se libró el tío Agustín de que le quemaran esta casa. Pero, varias veces la apedrearon.

La interrumpe un toquecito en la puerta.

– No quería interrumpir -la enfermera señala al inválido-. Pero, ya es la hora.

Urania la mira sin entender.

– De hacer sus necesidades -le explica Lucinda, echando un vistazo a la bacinica-. Es puntualito como un reloj. Qué suerte, yo vivo con problemas de estómago, comiendo ciruelas secas. Los nervios, dicen. Bueno, vamos a la sala) entonces.

Mientras bajan la escalera, vuelve a Urania el recuerdo de aquellos meses y años de Adrian, de la severa biblioteca con vitrales, al costado de la capilla y contigua al refectorio, donde pasaba la mayor parte del tiempo, cuando no estaba en clases y seminarios. Estudiando, leyendo, borroneando cuadernos, ensayos, resumiendo libros, de esa manera metódica, intensa, reconcentrada, que tanto apreciaban en ella los maestros y que algunas compañeras admiraban, y a otras enfurecía. No era el deseo de aprender, de triunfar, lo que te confinaba en la biblioteca, sino de marearte, intoxicarte, perderte en esas materias -ciencias o letras, daba igual- para no pensar, para ahuyentar los recuerdos dominicanos.

– Pero, si estás en traje de deporte -advierte Lucinda, cuando ya están en la sala, junto a la ventana que da al jardín-. No me digas que has hecho aeróbics esta mañana.

– Fui a correr por el Malecón. Y, al regresar al hotel, los pies me trajeron hasta aqu’í, así como estoy. Desde que llegué, hace un par de días, dudaba si venir a verlo o no. Si sería una impresión muy grande para él. Pero, ni me ha reconocido.

– Te ha reconocido muy bien -su prima cruza las piernas y saca de su bolso un paquete de cigarrillos y un encendedor-. No puede hablar, pero se da cuenta de quién entra, y entiende todo. Manolita y yo venimos a verlo casi a diario. Mi mamá no puede, desde que se rompió la cadera. Si fallamos un día, al siguiente nos pone mala cara.

Se queda mirando a Urania de tal modo que ésta anticipa: «Otra sarta de reproches». ¿No te da pena que tu padre esté pasando sus últimos años abandonado, en manos de una enfermera, visitado sólo por dos sobrinas? ¿No te corresponde estar a su lado, darle cariño? ¿Crees que con pasarle una pensión has cumplido? Todo eso está en los ojos saltones de Lucinda. Pero, no se atreve a decirlo. Ofrece a Urania un cigarrillo y, al rechazarlo ésta, exclama:

– No fumas, por supuesto. Me lo imaginaba, viviendo en Estados Unidos. Hay una psicosis contra el tabaco allá. -Sí, una verdadera psicosis -reconoce Urania. En el bufete también han prohibido fumar. No me importa, nunca fumé.

– La muchacha perfecta -se ríe Lucindita-. Oye tú, mujer, en confianza ¿tuviste algún vicio, tú? ¿Alguna vez has hecho una de esas locuritas que hace todo el mundo?

– Algunas -se ríe Urania-. Pero, no se pueden contar.

Mientras conversa con su prima, examina la salita. Los muebles son los mismos, lo delata su decrepitud; el sillón tiene una pata rota y una cuña de madera lo sostiene; el forro, deshilachado, con huecos, ha perdido el color, que, recuerda Urania, era rojo pálido, rojo corcho de vino. Peor que los muebles están las paredes: manchas de humedad por doquier y en muchas partes asoman pedazos de muro. Las cortinas han desaparecido, allí están todavía la barra de madera y los anillos de que colgaban.

– Te impresiona lo pobrecita que se ve tu casa echa una bocanada de humo su prima-. La nuestra, igual, Urania. La familia se fue a pique con la muerte de Trujillo, ésa es la verdad. A mi papá lo echaron de La Tabacalera y nunca volvió a encontrar un puesto. Por ser cuñado de tu padre, sólo por eso. En fin, el tío lo pasó peor. Lo investigaron, lo acusaron de todo, le abrieron juicios. A él, que había caído en desgracia con Trujillo. No pudieron probarle nada, pero su vida se fue a pique, también. Menos mal que te va bien y puedes ayudarlo. En la familia, nadie podría. Todos andamos a tres dobles y un repique. ¡Pobre tío Agustín! Él no fue como tantos que se acomodaron. Él, por decente, se arruinó.

Urania la escucha, grave, sus ojos animan a Lucinda a seguir, pero su mente está en Michigan, en la Siena Heights University, reviviendo aquellos cuatro años de obsesivo, salvador estudio. Las únicas cartas que leía y contestaba eran las de sister Mary. Afectuosas, discretas, jamás mencionaban aquello, aunque, si sister Mary lo hubiera hecho -ella, la única persona a la que Urania se había confiado, la que tuvo la luminosa solución de sacarla de allí y mandarla a Adrian, la que conminó al senador Cabral a aceptarla no se hubiera enojado. ¿Hubiera sido un alivio desahogarse de cuando en cuando en una carta a sister Mary de ese fantasma que nunca le dio tregua?

Sister Mary le contaba del colegio, los grandes sucesos, los meses turbulentos que siguieron al asesinato de Trujillo, la partida de Ramfis y de toda la familia, los cambios de gobierno, las violencias callejeras, los desórdenes, se interesaba por sus estudios, la felicitaba por sus logros académicos.

– ¿Cómo es que nunca te casaste, chica? -Lucindita la mira desvistiéndola-. No sería falta de oportunidades. Todavía estás muy bien. Perdona, pero, ya tú sabes, las dominicanas somos curiosas.

– La verdad, no sé por qué -se encoge de hombros Urania-. Tal vez, falta de tiempo, prima. He estado siempre demasiado ocupada; primero estudiando y luego trabajando. Me he acostumbrado a vivir sola y no podría compartir mi vida con un hombre.

Se oye hablar y no se cree lo que dice. Lucinda, en cambio, no pone en duda sus palabras.

– Has hecho bien, muchacha -se entristece-. ¿De que me sirvió a mí casarme, a ver? El sinvergüenza de Pedro me abandonó con dos niñitas. Se mudó un día y más nunca me mandó un chele. He tenido que criar dos niñas haciendo las cosas más aburridas, alquilar casas, vender flores, dar clases a choferes, que son fresquísimos, no te imaginas. Como no estudié, era lo único que encontraba. Quién como tu, prima. Tienes una profesión y te ganas la vida en la capital del mundo con un trabajo interesante. Mejor que no te casaras. Pero, tendrás tus aventuras ¿no?

Urania siente fuego en las mejillas y su sonrojo hace soltar la risa a Lucinda:

– Aja, ajá, cómo te has puesto. ¡Tienes un amante! cuéntame. ¿Es rico? ¿Bien parecido? ¿Gringo o latino?

– Un caballero con las sienes plateadas, muy distinguido -inventa Urania-. Casado y con hijos. Nos vemos los fines de semana, si no estoy de viaje. Una relación agradable y sin compromiso.

– ¡Qué envidia, muchacha! -palmotea Lucinda-. Es mi sueño. Un viejo rico y distinguido. Tendré que ir a buscármelo a New York, aquí todos los viejos son una calamidad: gordísimos y en la prángana.

En Adrian, no pudo dejar de ir algunas veces a fiestas, salir de excursión con muchachos y muchachas, simular que flirteaba con algún pecosito hijo de granjeros que le hablaba de caballos o de audaces escaladas a las montañas nevadas en el invierno, pero regresaba tan exhausta al dormitoryo por todo lo que debía fingir durante aquellas diversiones que buscaba pretextos para evitarlas. Llegó a tener un repertorio de excusas: exámenes, trabajos, visitas, malestares, plazos perentorios para entregar los papers. En los años de Harvard, no recordaba haber ido a una fiesta o a bares ni haber bailado una sola vez.

– A Manolita también le fue pésimo en su matrimonio. No porque su marido fuera mujeriego, como el mío. Cocuyo (bueno, se llama Esteban) no mata una mosca. Pero es un inútil, lo echan de todos los empleos. Ahora tiene un empleíto en uno de esos hoteles que han construido en Punta Canas, para turistas. Gana un sueldo miserable y mi hermana apenas lo ve una o dos veces al mes. ¿Un matrimonio, eso?

– ¿Te acuerdas de Rosalía Perdomo? -la interrumpe Urania.

– ¿Rosalía Perdomo? -Lucinda busca, entrecerrando los ojos-. La verdad, no… ¡Ah, claro! ¿Rosalía, la del lío con Ramfis Trujillo? Más nunca se la vio por aquí. La mandarían al extranjero.

El ingreso de Urania a Harvard fue celebrado en la Siena Heights University como un acontecimiento. Hasta ser aceptada allí, ella no se había dado cuenta del prestigio que tenía esa universidad en Estados Unidos, y la manera reverente con que todos se referían a quienes se habían graduado, estudiaban o enseñaban allí. Ocurrió de la manera más natural; si se lo hubiera propuesto, no hubiera resultado tan fácil. Estaba en el último año. La directora vocacional, luego de felicitarla por sus estudios, le preguntó qué planes profesionales tenía, y Urania le respondió: «Me gusta la abogacía». «Una carrera en la que se gana mucho dinero», repuso la doctora Dorothy Sallison. Pero Urania acababa de decir «abogacía» porque fue lo primero que se le vino a la boca, hubiera podido decir Medicina, Economía o Biología. Nunca habías pensado en tu futuro, Urania; vivías tan paralizada con el pasado, que no se te ocurría pensar en lo que tenías por delante. La doctora Sallison examinó con ella diversas opciones y optaron por cuatro universidades prestigiosas: Yale, Notre Dame, Chicago y Stanford. Uno o dos días después de llenar las solicitudes, la doctora Sallison la llamó: «¿Por qué no Harvard, también? No se pierde nada». Urania recuerda los viajes para las entrevistas, las noches en los albergues religiosos que le conseguían las madres dominicas. Y la alegría de la doctora Sallison, de las religiosas y compañeros de promoción al ir llegando las respuestas de las universidades, incluida Harvard, aceptándola. Le prepararon una fiesta en la que tuvo que bailar.

Sus cuatro años en Adrian le permitieron vivir, algo que ella creyó nunca más podría hacer. Por eso guardaba una gratitud profunda a las dominicas. Sin embargo, Adrian, en su memoria, era un período sonámbulo, incierto, donde lo único concreto eran las infinitas horas en la biblioteca, trabajando para no pensar.

Cambridge, Massachussets, fue otra cosa. Allí empezó a vivir de nuevo, a descubrir que la vida merecía ser vivida, que estudiar no era sólo una terapia sino un goce, la más exaltante diversión. ¡Cómo había disfrutado con las clases, las conferencias, los seminarios! Abrumada por la abundancia de posibilidades (además de Derecho, siguió como oyente un curso de historia latinoamericana, un seminario sobre el Caribe y un ciclo sobre historia social dominicana), le faltaban horas al día y semanas al mes para hacer todo lo que la tentaba.

Años de mucho trabajo, y no sólo intelectual. Al segundo año de Harvard, su padre le hizo saber, en una de esas cartas que nunca respondió, que, en vista de lo mal que iban las cosas, se veía obligado a recortarle a doscientos dólares al mes los quinientos que le mandaba. Gracias al préstamo estudiantil que obtuvo, sus estudios quedaron asegurados. Pero, para hacer frente a sus frugales necesidades, en sus horas libres fue vendedora en un supermercado, mesera en una pizzería de Boston, repartidora de una farmacia, y -el trabajo máss fastidioso- dama de compañía y lectora de un parapléjico millonario de origen polaco, Mr. Melvin Makovsky, a quien, de cinco a ocho de la noche, en su casa victoriana de muros granates de la Massachussets Avenue, leía en voz alta voluminosas novelas decimonónicas (La guerra y la paz, Moby Dick, Bleak House, Pamela), y quien, inesperadamente, a los tres meses de ser su lectora le propuso matrimonio.

– ¿Un parapléjico? -abre los ojazos Lucinda.

De setenta años -precisa Urania-. Riquísimo. Me propuso matrimonio, sí. Para que le hiciera compañía y le leyera, nada más.

– Qué bobería, prima -se escandaliza Lucindita-. Lo habrías heredado, serías millonaria.

– Tienes razón, hubiera sido un negocio redondo. -Pero, eras joven, idealista, y creías que una debe casarse por amor -le facilita las aclaraciones su prima-. Como si eso durara. Yo también desperdicié una oportunidad, con un médico forrado de cuartos. Se moría por mí. Pero era oscurito y decían que de madre haitiana. No eran prejuicios, pero ¿y si mi hijo daba un salto atrás y salía carbón?

Le gustaba tanto estudiar, se sintió tan contenta en Harvard, que pensó dedicarse a la enseñanza, hacer un doctorado. Pero no tenía medios para hacerlo. Su padre estaba en una situación cada vez más difícil, en el tercer año le suprimió la recortada mensualidad, de modo que le hacia falta recibirse y empezar a ganar dinero cuanto antes para pagar el préstamo universitario y costearse la vida. El prestigio de la Facultad de Derecho de Harvard era inmenso; cuando empezó a enviar solicitudes, la convocaron para muchas entrevistas. Se decidió por el Banco Mundial. La apenó la partida; en esos años de Cambridge contrajo el «hobby perverso»: leer y coleccionar libros sobre la Era de Trujillo.

En la desvencijada salita hay otra foto de su graduación -aquella mañana de sol resplandeciente que encendía el Yard, engalanado con los toldos, los vestidos elegantes, los birretes y las togas multicolores de los profesores y graduados- idéntica a la que el senador Cabral tiene en su dormitorio. ¿Cómo la conseguiría? No se la mandó ella, desde luego. Ah, sister Mary. Esta foto se la envió ella al Colegio Santo Domingo. Pues, hasta la muerte de la monjita, Urania siguió carteándose con sister Mary. Esa alma caritativa mantendría informado al senador Cabral de la vida de Urania. La recuerda apoyada en la baranda del edificio del colegio orientado al sureste, mirando al mar, en la planta alta, vedada a las alumnas, donde vivían las monjas; su reseca silueta se empequeñecía a lo lejos en ese patio donde los dos pastores alemanes -Badulaque y Brutus- correteaban entre las canchas de tenis, de voleibol y la piscina.

Hace calor y está transpirando. Nunca ha sentido un vaho semejante, esa respiración volcánica, en los calurosos veranos neoyorquinos, contrarrestados sin embargo por las atmósferas frías del aire acondicionado. Éste era un calor distinto: el calor de su infancia. Tampoco había sentido en sus oídos, jamás, esa extravagante sinfonía de bocinazos, voces, músicas, ladridos, frenazos, que entraba por las ventanas y las obligaba a ella y su prima a alzar mucho la voz.

– ¿Es verdad que a papá lo metió preso Johnny Abbes cuando mataron a Trujillo?

– ¿No te contó él? -se sorprende su prima.

– YO ya estaba en Michigan -le recuerda Urania. Lucinda asiente, con media sonrisa de disculpas.

– Claro que lo metió. Se volvieron locos, ésos, Ramfis, Radhamés, los trujillistas. Empezaron a matar y encarcelar a diestra y siniestra. En fin, no me acuerdo mucho. Era una niña, me importaba un pito la política. Como el tío Agustín había tenido un distanciamiento con Trujillo, pensarían que estaba en el complot. Lo tuvieron en esa cárcel terrible, La Cuarenta, esa que Balaguer derribó, donde ahora hay una iglesia. Mi mamá fue a hablar con Balaguer, a rogarle. Lo tuvieron varios días preso, mientras comprobaban que no estuvo en la conspiración. Después, el Presidente le dio un puestecito miserable, que parecía una broma: oficial del Estado Civil de la Tercera Circunscripción.

– ¿Les contó cómo lo trataron en La Cuarenta?

Lucinda echa una bocanada de humo que, un momento, nubla su cara.

– Quizás a mis padres, pero no a Manolita ni a mí, éramos muy pequeñas. Al tío Agustín le dolió que pensaran que él hubiera podido traicionar a Trujillo. Durante años le oí clamar al cielo por la injusticia que se había cometido.

– Con el servidor más leal del Generalísimo -se burla Urania-. Él, que por Trujillo era capaz de cometer monstruosidades, sospechoso de ser cómplice de sus asesinos. ¡Qué injusticia, verdad!

Se calla por la reprobación que ve en la cara redonda de su prima.

– Eso de monstruosidades no sé por qué lo dices -murmura, asombrada-. Tal vez mi tío se equivocó siendo trujillista. Ahora dicen que fue un dictador y eso. Tu papá lo sirvió de buena fe. A pesar de haber tenido cargos tan altos, no se aprovechó. ¿Acaso lo hizo? Pasa sus últimos años pobre como un perro; sin ti, estaría en un asilo de ancianos.

Lucinda trata de controlar el disgusto que se ha apoderado de ella. Da un último copazo a su cigarrillo y, como no tiene donde apagarlo -no hay ceniceros en la destartalada sala-, lo arroja por la ventana al marchito jardín.

– Sé muy bien que mi papá no sirvió a Trujillo por interés -Urania no puede evitar el tonito sarcástico-. No me parece un atenuante. Un agravante, más bien.

Su prima la mira, sin comprender.

– Que lo hiciera por admiración, por amor a él -explica Urania-. Claro que debió sentirse ofendido de que Ramfis, Abbes García y los otros desconfiaran de él. De él que, cuando Trujillo le dio la espalda, casi se volvió loco de desesperación.

– Bueno, tal vez se equivocó -repite su prima, pidiéndole con la mirada que cambie de tema-. Reconoce al menos que fue muy decente. Tampoco se acomodó, como tantos, que siguieron pasándose la gran vida con todos los gobiernos, sobre todo con los tres de Balaguer.

– Hubiera preferido que sirviera a Trujillo por interés, para robar o tener poder -dice Urania y ve otra vez desconcierto y desagrado en los ojos de Lucinda-. Todo, antes que verlo lloriqueando porque Trujillo no le concedía una audiencia, porque en El Foro Público aparecían cartas insultándolo.

Es un recuerdo persistente, que la atormentó en Adrian y en Cambridge, que, algo amainado, la acompañó todos sus años en el Banco Mundial, en Washington D.C., y que la asalta aún, en Manhattan: el desamparado senador Agustín Cabral dando vueltas frenéticas en esta misma sala, preguntándose qué intriga habían armado contra él el Constitucionalista Beodo, el untuoso Joaquín Balaguer, el cínico Virgilio Alvarez Pina, o Paíno Pichardo, para que el Generalísimo de la noche a la mañana lo borrara de la existencia. ¿Porque, qué existencia podía tener un senador y ex ministro al que el Benefactor no respondía las cartas ni permitía que asistiera al Congreso? ¿Se repetía, con él, la historia de Anselmo Paulino? ¿Vendrían a buscarlo cualquier madrugada los caliés para sepultarlo en una mazmorra? ¿Aparecerían La Nación y El Caribe llenos de informaciones asquerosas sobre sus robos, desfalcos, traiciones, crímenes?

– Caer en desgracia fue peor para él que si le hubieran matado al ser más querido.

Su prima la escucha, cada vez más incómoda.

– Fue por eso que te enojaste, Uranita? -dice, por fin-. ¿Por política? Pero, yo me acuerdo muy bien de ti, no te interesaba la política. Por ejemplo, cuando entraron a medio año esas dos muchachas que nadie conocía. Decían que eran callesas y nadie hablaba de otra cosa, pero a ti te aburrían esas habladurías políticas y nos callabas la boca.

– No me ha interesado nunca la política -afirma Urania-. Tienes razón, para qué hablar de cosas de hace treinta años.

La enfermera surge en la escalera. Viene secándose las manos con un trapo azul.

– Limpiecito y empolvado como un baby -les anuncia- Pueden subir cuando quieran. Le voy a preparar su almuerzo a don Agustín. ¿También para usted, señora?

– No, gracias -dice Urania-. Voy al hotel, así aprovecho para bañarme y cambiarme.

– Esta noche vienes a cenar a casa de todas maneras. A mi mamá le darás un alegrón. Llamaré también a Manolita, se pondrá feliz -Lucinda hace una mueca tristona-. Te quedarás asombrada, prima. ¿Te acuerdas qué grande y bonita era la casa? Queda sólo la mitad. Cuando murió papi, hubo que vender el jardín, con el garaje y los cuartos del servicio. En fin, basta de boberías. Al verte, me han vuelto a la memoria esos años de la infancia. ¿Éramos felices, no? No se nos pasaba por la cabeza que todo cambiaría, que vendrían las vacas flacas. Bueno, me voy, que mamá se queda sin almuerzo. ¿Vendrás a cenar, cierto? ¿No te desaparecerás otros treinta y cinco años? Ah, te acordarás de la casa, en la calle Santiago, a unas cinco cuadras de aquí.

– Me acuerdo muy bien -Urania se pone de pie y abraza a su prima-. Este barrio no ha cambiado nada.

Acompaña a Lucinda hasta la puerta de calle y la despide con otro abrazo y un beso en las mejillas. Cuando la ve irse alejando con su vestido floreado por una calle hirviendo de sol en la que a unos ladridos desaforados responde un cacareo de gallinas, la domina la angustia. ¿Qué haces aquí? ¿Qué has venido a buscar en Santo Domingo, en esta casa? ¿Irás a cenar con Lucinda, Manolita y la tia Adelina? La pobre será un fósil, igual que tu padre.

Sube las escaleras, despacio, demorando el reencuentro. La alivia encontrarlo dormido. Acurrucado en su sillón, tiene los ojos fruncidos y la boca abierta; su raquítico pecho sube y baja de manera acompasada. «Un pedacito de hombre.» Se sienta en la cama y lo contempla. Lo estudia, lo adivina. Lo metieron preso a él también, a la muerte de Trujillo. Creyendo que era uno de los trujillistas que conspiró con Antonio de la Maza, el general Juan Tomás Díaz y su hermano Modesto, Antonio Imbert y compañía. Qué susto y qué disgusto, papá. Ella se enteró de que su padre también cayó en aquella redada muchos años después, por una mención al paso, en un artículo dedicado a los sucesos dominicanos de 1961. Pero, nunca conoció los detalles. Hasta donde podía recordar, en esas cartas que no respondía, el senador Cabral jamás aludió a esa experiencia. «Que, por un segundo, alguien imaginara que pensaste en asesinar a Trujillo, debió dolerte tanto como caer en desgracia sin saber por qué.» ¿Lo interrogaría Johnny Abbes en persona? ¿Ramfis? ¿Pechito León Estévez? ¿Lo sentarían en el Trono? ¿Estuvo su padre vinculado de algún modo a los conspiradores? Es verdad, había hecho esfuerzos sobrehumanos para recobrar el favor de Trujillo, pero ¿qué probaba eso? Muchos conspiradores lamieron a Trujillo hasta instantes antes de matarlo. Bien podía ser que Agustín Cabral, buen amigo de Modesto Díaz, hubiera sido informado sobre lo que se tramaba. ¿No lo fue hasta Balaguer, según algunos? Si el Presidente de la República y el ministro de las Fuerzas Armadas estaban al tanto, ¿por qué no su padre? Los conspiradores sabían que el jefe había ordenado la desgracia del senador Cabral desde hacía semanas; nada raro que hubieran pensado en él como posible aliado.

Su padre emite de cuando en cuando un suave ronquido. Cuando alguna mosca se le posa en la cara, la espanta, sin despertarse, con un movimiento de cabeza. ¿Cómo te enteraste de que lo habían matado? El 30 de mayo de 1961 estaba ya en Adrian. Comenzaba a sacudirse la modorra, el cansancio que la tenía desasida del mundo y de sí misma, en estado sonambúlico, cuando la sister encargada del dormitorio entró a la habitación que Urania compartía con cuatro compañeras y le mostró el titular del periódico que llevaba en la mano: «Trujillo killed». «Te lo presto», dijo. ¿Qué sentiste? Juraría que nada, que la noticia resbaló sobre ella sin herir su conciencia, como todo lo que oía y veía a su alrededor. Es posible que ni leyeras la información, que te quedaras con el titular. Recuerda, en cambio, que días o semanas después, en una carta de sister Mary venían detalles sobre aquel crimen, sobre la irrupción de los caliés en el colegio para llevarse al obispo Reilly, y sobre el desorden y la incertidumbre en que se vivía. Pero, ni siquiera aquella carta de sister Mary la sacó de la indiferencia profunda sobre lo dominicano y los dominicanos en la que había caído y de la que sólo años después, aquel curso de historia antillana de Harvard la libró. La súbita decisión de venir a Santo Domingo, de visitar a tu padre ¿significa que estás curada? No. Habrías sentido alegría, emoción, al reencontrar a Lucinda, tan pegada a ti, compañera de las tandas vermouth y de las matinés de los cines Olimpia y Elite, en las playas o en el Country Club, y te hubieras apiadado de lo mediocre que parece su vida y las nulas esperanzas que tiene de que mejore. No te alegró, emocionó ni apenó. Te aburrió, por ese sentimentalismo y esa autocompasión que tanta repugnancia te producen.

«Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tú.» Vaya, mira que acordarse de Steve Duncan, su compañero en el Banco Mundial. ¿ 1985 o 1986? Por allí. Había sido aquella noche en Taipei, cenando juntos, en ese Gran Hotel en forma de pagoda hollywoodense en que estaban alojados, desde cuyas ventanas la ciudad era un manto de luciérnagas. Por tercera, cuarta o décima vez, Steve le propuso matrimonio y Urania, de manera más cortante que otras, le dijo: «No». Entonces, sorprendida, vio que la cara rubicunda de Steve se desencajaba. No pudo contener la risa.

– Ni que fueras a llorar, Steve. ¿De amor por mí? ¿O has tomado más whiskys de los debidos?

Steve no sonrió. Se la quedó mirando buen rato, sin responder, y dijo aquella frase: «Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tu». Vaya, vaya, el pelirrojo se enamoró de ti, Urania. ¿Qué sería de él? Magnífica persona, graduado en Economía por la Universidad de Chicago, su interés por el Tercer Mundo abarcaba los problemas de desarrollo, sus lenguas y sus hembras. Terminó casándose con una paquistaní, funcionaria del banco en el área de Comunicaciones.

¿Eras un témpano, Urania? Sólo con los hombres. y no con todos. Con aquellos cuyas miradas, movimientos, gestos, tonos de voz, anuncian un peligro. Cuando adivinas, en sus cerebros o instintos, la intención de cortejarte, de tirarse un lance contigo. A ésos, sí, les haces sentir esa frialdad polar que sabes irradiar en torno, como la pestilencia con que los zorrinos espantan al enemigo. Una técnica que dominas con la maestría que has llegado a tener en todo lo que te propusiste: estudios, trabajo, vida independiente. «Todo, menos en ser feliz.» ¿Lo hubiera sido si, aplicando a ello su voluntad, su disciplina, llegaba a vencer el rechazo invencible, el asco que le inspiran los hombres en quienes despierta deseos? Tal vez. Hubieras podido seguir una terapia, recurrir a un psicólogo, a un psicoanalista. Ellos tenían remedio para todo, también el asco al hombre. Pero, nunca habías querido curarte. Por el contrario, no lo consideras una enfermedad, sino un rasgo de tu carácter, como tu inteligencia, tu soledad y tu pasión por el trabajo bien hecho.

Su padre tiene los ojos abiertos y la mira algo asustado.

– Me acordé de Steve, un canadiense del Banco Mundial -dice, en voz baja, escudriñándole-. Como no quise casarme con él, me dijo que era un témpano de hielo. Una acusación que a cualquier dominicana ofendería. Tenemos fama de ardientes, de imbatibles en el amor. Yo gané fama de lo contrario: remilgada, indiferente, frígida. ¿Qué te parece, papá? Ahorita mismo, a la prima Lucinda, para que no pensara mal de mí, tuve que inventarle un amante.

Calla porque nota que el inválido, encogido en el si llón, parece aterrado. Ya no aparta a las moscas, que se pasean tranquilamente por su cara.

– Un tema sobre el que me hubiera gustado habláramos, papá. Las mujeres, el sexo. ¿Tuviste aventuras desde que murió mamá? Nunca noté nada. No parecías mujeriego. ¿El poder te colmaba de tal modo que no hacía falta el sexo? Se da, incluso en esta tierra caliente. Es el caso de nuestro Presidente perpetuo, don Joaquín Balaguer ¿no? Solterito, a sus noventa años. Escribió poemas de amor y hay rumores de una hija a escondidas. A mi, siempre me dio la impresión de que el sexo nunca le interesó, que el poder le dio lo que a otros la cama. ¿Fue tu caso, papá? ¿O tuviste discretas aventuras? ¿Te invitó Trujillo a sus orgías, en la Casa de Caoba? ¿Qué ocurría allí? ¿Tenía también el jefe, como Ramfis, la diversión de humillar a amigos y cortesanos, obligándolos a afeitarse las piernas, a raparse, a maquillarse como viejas pericas? ¿Hacía esas gracias? ¿Te las hizo?

El senador Cabral ha palidecido de tal modo que Urania piensa: «Se va a desmayar». Para que se sosiegue, se aleja de él. Va a la ventana y se asoma. Siente la fuerza del sol en el cráneo, en la piel afiebrada de su cara. Está sudando. Deberías regresar al hotel, llenar la bañera con espuma, darte un largo baño de agua fresquita. O bajar y zambullirte en la piscina de azulejos, y, después, probar el buffet criollo que ofrece el restaurante del Hotel Jaragua, habrá habichuelas con arroz y carne de puerco. Pero, no tienes ganas de eso. Más bien, de ir al aeropuerto, tomar el primer avión a New York y reanudar tu vida en el atareado bufete, y en tu departamento de Madison y la 73 Street.

Vuelve a sentarse en la cama. Su padre cierra los ojos. ¿Duerme o simula dormir por el miedo que le inspiras? Estás haciendo pasar un mal rato al pobre inválido. ¿Eso querías? ¿Asustarlo, infligirle unas horas de espanto? ¿Te sentirás mejor, ahora? El cansancio se ha adueñado de ella y, como se le cierran los ojos, se pone de pie.

De manera maquinal, va hacia el gran ropero de madera oscura que ocupa enteramente uno de los lados de la habitación. Está semivacío. En unos ganchos de alambre cuelgan un traje de tela plomiza, que amarillea como una hoja de cebolla, y unas camisas lavadas pero sin Planchar; a dos les faltan botones. ¿Eso queda del vestuario del presidente del Senado, Agustín Cabral? Era un hombre elegante. Cuidadoso con su persona y atildado, como le gustaba al jefe. ¿Qué se habían hecho los smokings, el frac, los trajes oscuros de paño inglés, los blancos de hilo finísimo? Se los irían robando los sirvientes, las enfermeras, los parientes menesterosos.

El cansancio es más fuerte que su voluntad de mantenerse despierta. Termina por echarse en la cama y cerrar los ojos. Antes de dormirse, alcanza a pensar que esa cama huele a hombre viejo, a sábanas viejas, a sueños y pesadillas viejísimas.

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