VIII

El pelo que le faltaba en la cabeza le sobresalía de las orejas, cuyas matas de vellos negrísimos irrumpían, agresivas, como grotesca compensación a la calvicie del Constitucionalista Beodo. ¿También él le había puesto ese apodo, antes de rebautizarlo, en su fuero intimo, la Inmundicia Viviente? El Benefactor no lo recordaba. Probablemente, sí. Era bueno poniendo apodos, desde su juventud. Muchos de esos sobrenombres feroces que estampillaba sobre la gente se hacían carne de sus víctimas y llegaban a reemplazar sus nombres. Así había ocurrido con el senador Henry Chirinos, a quien nadie en la República Dominicana, fuera de los periódicos, conocía ya por su nombre, sólo por su devastador apelativo: el Constitucionalista Beodo. Tenía la costumbre de acariciar las sebosas cerdas que anidaban en sus orejas y, aunque el Generalísimo, con su manía obsesiva por la limpieza, se lo había prohibido delante de él, ahora lo estaba haciendo, y, para colmo, alternaba esta asquerosidad con otra: atusarse los pelos de la nariz. Estaba nervioso, muy nervioso. Él sabía por qué: le traía un informe negativo sobre el estado de los negocios. Pero el culpable de que las cosas fueran mal no era Chirinos sino las sanciones impuestas por la OEA, que estaban asfixiando al país.

Si te sigues escarbando la nariz y las orejas, llamo a los ayudantes y te tranco -dijo, malhumorado-. Te he prohibido esas porquerías aquí. ¿Estás borracho?

El Constitucionalista Beodo dio un bote en su asiento, frente al escritorio del Benefactor. Apartó sus manos de la cara.

– No he bebido ni una gota de alcohol -se excusó, confundido-. Usted sabe que no soy bebedor diurno, jefe. sólo crepuscular y nocturno.

Vestía un traje que al Generalísimo le pareció un monumento al mal gusto: entre plomizo y verdoso, con resplandores tornasolados; como todo lo que se ponía, parecía embutido en su obeso cuerpo con calzador. Sobre su camisa blanca bailoteaba una corbata azulina con motas amarillas en la que la severa mirada del Benefactor detectó lamparones de grasa. Con disgusto, pensó que esas manchas se las había hecho comiendo, porque el senador Chirinos comía atragantándose enormes bocados que se zampaba como temiendo que sus vecinos le fueran a arrebatar su plato, y masticando con la boca semiabierta, de la que salía disparada una lluviecita de residuos.

– Le juro que no tengo una gota de alcohol en el cuerpo -repitió-. Sólo el café puro del desayuno.

Probablemente, era cierto. Al verlo entrar al despacho hacía un momento, balanceando su elefantiásica figura y avanzando despacito, tentando el suelo antes de asentar la planta, pensó que estaba beodo. No; debía de haber somatizado las borracheras, pues, aun sobrio, se conducía con la inseguridad y los temblores del alcohólico.

– Estás macerado en alcohol, aunque no bebas pareces borracho -dijo, examinándolo de arriba abajo. -Es verdad -se apresuró a reconocer Chirinos, haciendo un ademán teatral-. Yo soy un poeta maudit, Jefe. Como Baudelaire y Rubén Darío.

Tenía piel cenicienta, doble papada, pelos ralos y grasientos y unos ojillos hundidos detrás de los párpados hinchados. La nariz, aplastada desde el accidente, era de boxeador, y la boca casi sin labios añadía un rasgo perverso a su insolente fealdad. Siempre había sido desagradablemente feo, tanto que, diez años atrás, cuando el choque de auto del que sobrevivió de milagro, sus amigos pensaron que la cirugía estética lo mejoraría. Lo empeoró.

Que siguiera siendo hombre de confianza del Benefactor, miembro del estrecho círculo de íntimos, como Virgilio Alvarez Pina, Paíno Pichardo, Cerebrito Cabral (ahora en desgracia) o Joaquín Balaguer, era una prueba de que, a la hora de elegir sus colaboradores, el Generalísimo no se dejaba guiar por sus gustos o disgustos personales. Pese a la repugnancia que siempre le inspiraron su físico, su desaseo y sus modales, Henry Chirinos, desde el comienzo de su gobierno, había sido privilegiado con aquellas delicadas tareas que Trujillo confiaba a gente, además de segura, capaz. Era uno de los más capaces, entre los que habían accedido a ese club exclusivo. Abogado, fungía de constitucionalista. Muy joven, fue con Agustín Cabral el principal redactor de la Constitución que hizo dar Trujillo en los inicios de la Era, y de todas las enmiendas hechas desde entonces al texto constitucional. Había redactado, también, las principales leyes orgánicas y ordinarias, y sido ponente de casi todas las decisiones legales adoptadas por el Congreso para legitimar las necesidades del régimen. Nadie como él para dar, en discursos parlamentarios preñados de latinajos y de citas -a menudo en francés-, apariencia de fuerza jurídica a las más arbitrarias decisiones del Ejecutivo, o para rebatir, con demoledora lógica, toda propuesta que Trujillo desaprobara. Su mente, organizada como un código, inmediatamente encontraba una argumentación técnica para dar visos de legalidad a cualquier decisión de Trujillo, ya fuera un fallo de la Cámara de Cuentas, de la Corte Suprema o una ley del Congreso. Buena parte de la telaraña legal de la Era había sido tejida por la endiablada habilidad de ese gran rábula (así lo llamó una vez, delante de Trujillo, el senador Agustín Cabral, su amigo y enemigo entrañable dentro del círculo de favoritos).

Por todos esos atributos, el perpetuo parlamentario Henry Chirinos fue todo lo que se podía ser en los treinta años de la Era: diputado, senador, ministro de justicia, miembro del Tribunal Constitucional, embajador plenipotenciario y encargado de negocios, gobernador del Banco Central, presidente del Instituto Trujilloniano, miembro de la junta Central del Partido Dominicano, y, desde hacía un par de años, el cargo de mayor confianza, veedor de la marcha de las empresas del Benefactor. Como tal, estaban subordinados a él Agricultura, Comercio y Finanzas. ¿Por qué encargar tamaña responsabilidad a un alcohólico consuetudinario? Porque, además de leguleyo, sabía de economía. Lo hizo bien al frente del Banco Central, y en Finanzas, por unos meses. Y porque, en estos últimos años, debido a las múltiples acechanzas, necesitaba en ese puesto a alguien de absoluta confianza, al que pudiera enterar de los enredos y querellas familiares. En eso, esta bola de grasa y alcohol era insustituible.

¿Cómo, bebedor incontinente, no había perdido la habilidad para la intriga jurídica, ni la capacidad de trabajo, la única, quizá, con la del caído en desgracia Anselmo Paulino, que el Benefactor podía equiparar a la suya? La Inmundicia Viviente podía trabajar diez o doce horas sin parar, emborracharse como un odre y, al día siguiente, estar en su despacho del Congreso, en el Ministerio o en el Palacio Nacional, fresco y lúcido, dictando a los taquígrafos sus informes jurídicos, o exponiendo con florida elocuencia sobre temas políticos, legales, económicos y constitucionales. Además, escribía poemas, acrósticos y festivos, artículos y libros históricos, y era una de las más afiladas plumas que Trujillo usaba para destilar el veneno de El Foro Público, en El Caribe.

– Cómo van los asuntos.

– Muy mal, jefe -el senador Chirinos tomó aire-: a este paso, pronto entrarán en estado agónico. Siento decírselo, pero usted no me paga para que lo engañe. Si no se levantan pronto las sanciones, se viene una catástrofe.

Procedió, abriendo su abultada cartera y sacando rollos de papeles y libretas, a hacer un análisis de las principales empresas, empezando por las haciendas de la Corporación Azucarera Dominicana, y siguiendo con Dominicana de Aviación, la cementera, las compañías madereras y los aserraderos, las oficinas de importación y exportación y los establecimientos comerciales. La música de nombres y cifras arrulló al Generalísimo, que apenas escuchaba: Atlas Comercial, Caribbean Motors, Compañía Anónima Tabacalera, Consorcio Algodonero Dominicano, Chocolatera Industrial, Dominicana Industrial del Calzado, Distribuidores de Sal en Grano, Fábrica de Aceites Vegetales, Fábrica Dominicana del Cemento, Fábrica Dominicana de Discos, Fábrica de Baterías Dominicanas, Fábrica de Sacos y Cordelería, Ferretería Read, Ferretería El Marino, Industrial Dominico Suiza, Industrial Lechera, Industria Licorera Altagracia, Industria Nacional de Vidrio, Industria Nacional del Papel, Molinos Dominicanos, Pinturas Dominicanas, Planta de Reencauchado, Quisqueya Motors, Refinería de Sal, Sacos y Tejidos Dominicanos, Seguros San Rafael, Sociedad Inmobiliaria, diario El Caríbe. La Inmundicia Viviente dejó para el final, mencionando apenas que tampoco allí había movimiento positivo», los negocios donde la familia Trujillo tenía participación minoritaria. No dijo nada que el Benefactor no supiera: lo que no estaba paralizado por falta de insumos y repuestos, trabajaba a un tercio y hasta un décimo de su capacidad. La catástrofe se había venido ya, y de qué manera. Pero, al menos -el Benefactor suspiró-, a los gringos no les había resultado lo que creyeron sería el puntillazo: cortarle el suministro de petróleo, así como los repuestos para autos y aviones. Johnny Abbes García se las arregló para que los combustibles llegaran por Haití, cruzando de contrabando la frontera. El sobreprecio era alto, pero el consumidor no lo pagaba, el régimen absorbía ese subsidio. El Estado no podría soportar mucho tiempo esa hemorragia. La vida económica, por la restricción de divisas y la parálisis de exportaciones e importaciones, se había estancado.

– Prácticamente, no hay ingresos en una sola empresa, Jefe. Sólo egresos. Como estaban en estado floreciente, sobreviven. Pero no de manera indefinida.

Suspiró con histrionismo, como cuando pronunciaba sus elegías funerarias, otra de sus grandes especialidades.

– Le recuerdo que no se ha despedido a un solo obrero, campesino o empleado, pese a que la guerra económica dura más de un año. Estas empresas suministran el sesenta Por ciento de los puestos de trabajo en el país. Dese cuenta de la gravedad. Trujillo no puede seguir manteniendo a dos tercios de las familias dominicanas, cuando, por las sanciones, todos los negocios están medio paralizados. De modo que… -De modo que… O me da usted autorización para reducir personal, a fin de cortar gastos, en espera de tiempos mejores…

– ¿Quieres una explosión de miles de desocupados? -lo interrumpió Trujillo, tajante-. ¿Añadir un problema social a los que tengo?

– Hay una alternativa, a la que se ha acudido en circunstancias excepcionales -replicó el senador Chirinos, con una sonrisita mefistofélica-. ¿No es ésta una de ellas? Pues, bien. Que el Estado, a fin de garantizar el empleo y la actividad económica, asuma la conducción de las empresas estratégicas. El Estado nacionaliza, digamos, un tercio de las empresas industriales y la mitad de las agrícolas y ganaderas. Todavía hay fondos para ello, en el Banco Central.

Qué coño gano con eso -lo interrumpió Trujillo, irritado-. Qué gano con que los dólares pasen del Banco Central a una cuenta a mi nombre.

– Que, a partir de ahora, el quebranto que significa trescientas empresas trabajando a pérdida, no la sufra su bolsillo, Jefe. Le repito, si esto sigue así, todas caerán en bancarrota. Mi consejo es técnico. La única manera de evitar que su patrimonio se evapore por culpa del cerco económico es transferir las pérdidas al Estado. A nadie le conviene que usted se arruine, jefe.

Trujillo tuvo una sensación de fatiga. El sol calentaba cada vez más, y, como todos los visitantes de su despacho, el senador Chirinos ya sudaba. De rato en rato se secaba la cara con un pañuelo azulino. También él hubiera querido que el Generalísimo tuviera aire acondicionado. Pero Trujillo detestaba ese aire postizo que resfriaba, esa atmósfera mentirosa. Sólo toleraba el ventilador, en días extremadamente calurosos. Además, estaba orgulloso de ser el-hombre-que-nunca-suda.

Estuvo un momento callado, meditando, y la cara se le avinagró.

– Tú también piensas, en el fondo de tu puerco cerebro, que acaparo fincas y negocios por espíritu de lucro -monologó, en tono cansado-. No me interrumpas. Si tú, tantos años a mi lado, no has llegado a conocerme, qué puedo esperar del resto. Que crean que el poder me interesa para enriquecerme.

– Sé muy bien que no es así, jefe.

– ¿Necesitas que te lo explique, por centésima vez? Si esas empresas no fueran de la familia Trujillo, esos puestos de trabajo no existirían. Y la República Dominicana sería el paisito africano que era cuando me lo eché al hombro. No te diste cuenta todavía.

– Me he dado cuenta, perfectamente, jefe.

– ¿Tú me robas a mí?

Chirinos dio otro bote en el asiento y el color ceniza de su cara se ennegreció. Pestañeaba, azorado.

– ¿Qué dice usted, jefe? Dios es testigo…

– Ya sé que no -lo tranquilizó Trujillo-. ¿Y por qué no robas, pese a tus poderes para hacer y deshacer? ¿Por lealtad? Tal vez. Pero, ante todo, por miedo. Sabes que, si me robas y lo descubro, te pondría en manos de Johnny Abbes, que te llevaría a La Cuarenta, te sentaría en el Trono y te carbonizaría, antes de echarte a los tiburones. Esas cosas que le gustan a la imaginación calenturienta del jefe del SIM y al equipito que ha formado. Por eso no me robas. Por eso no me roban, tampoco, los gerentes, administradores, contadores, ingenieros, veterinarios, capataces, etcétera, etcétera, de las compañías que vigilas. Por eso, trabajan con puntualidad y eficacia, y por eso las empresas han prosperado y se han multiplicado, convirtiendo a la República Dominicana en un país moderno y próspero. ¿Lo as comprendido?

– Por supuesto, jefe -respingó una vez más el Constitucionalista Beodo-. Tiene usted toda la razón.

– En cambio -prosiguió Trujillo, como si no lo oyera-, robarias cuanto pudieras si el trabajo que haces para la familia Trujillo, lo hicieras para los Vicini, los Valdez o los Armenteros. Y todavía mucho más si las empresas fueran del Estado. Allí sí que te llenarías los bolsillos. ¿Entiende, ahora, tu cerebro por qué todos esos negocios, tierras y ganados?

– Para servir al país, lo sé de sobra, Excelencia -juró el senador Chirinos. Estaba alarmado y Trujillo podía advertirlo en la fuerza con que aferraba contra su vientre el maletín con documentos, y la manera cada vez más untuosa con que le hablaba-. No quise sugerir nada en contrario, Jefe. ¡Dios me libre!

– Pero, es verdad, no todos los Trujillo son como Yo -suavizó la tensión el Benefactor, con una mueca decepcionada-. Ni mis hermanos, ni mi mujer, ni mis hijos tienen la misma pasión que yo por este país. Son unos codiciosos. Lo peor es que en estos momentos me hagan perder tiempo, cuidando de que no burlen mis órdenes.

Adoptó la mirada beligerante y directa con que intimidaba a la gente. La Inmundicia Viviente se encogía en su asiento.

– Ah, ya veo, alguno ha desobedecido -murmuró.

El senador Henry Chirinos asintió, sin atreverse a hablar.

– ¿Trataron de sacar divisas, de nuevo? -preguntó, enfriando la voz-. ¿Quién? ¿La vieja?

La fofa cara llena de gotas de sudor volvió a asentir, como a su pesar.

– Me llamó aparte, anoche, durante la velada poética -vaciló y adelgazó la voz hasta casi extinguirla-. Dijo que era pensando en usted, no en ella ni en sus hijos. Para asegurarle una vejez tranquila, si ocurre algo. Estoy seguro que es verdad, jefe. Ella lo adora.

– Qué quería.

– Otra transferencia a Suiza -el senador se atoraba-. Sólo un millón, esta vez.

– Espero por tu bien que no le dieras gusto -dijo Trujillo, con sequedad.

– No lo he hecho -balbuceó Chirinos, siempre con el desasosiego que deformaba sus palabras, el cuerpo presa de un ligero temblor-. Donde manda capitán no manda soldado. Y porque, con todo el respeto y la devoción que me merece doña María, mi primera lealtad es con usted. Esta situación es muy delicada para mí, jefe. Por estas negativas, voy perdiendo la amistad de doña María. Por segunda vez en una semana le he negado lo que me pide.

¿También la Prestante Dama temía que el régimen se desmoronara? Hacía cuatro meses exigió a Chirinos una transferencia de cinco millones de dólares a Suiza; ahora, de uno. Pensaba que en cualquier momento tendrían que salir huyendo, que había que tener bien forradas las cuentas en el extranjero, para gozar de un exilio dorado. Como Pérez Jiménez, Batista, Rojas Pinilla o Perón, esas basuras. Vieja avarienta. Como si no tuviera más que aseguradas las espaldas. Para ella, nada era suficiente. Había sido avara desde joven, y, con los años, más y más. ¿Se iba a llevar al otro mundo esas cuentas? Era en lo único que siempre se atrevió a desafiar la autoridad de su marido. Dos veces, esta semana. Complotaba a sus espaldas, ni más ni menos. Así compró, sin que Trujillo se enterara, esa casa en España, luego de la visita oficial que hicieron a Franco en 1954. Así había ido abriendo y cerrando cuentas cifradas en Suiza y en New York, de las que él terminaba enterándose, a veces casualmente. Antes, no había hecho demasiado caso, limitándose a echarle un par de carajos, para, luego, encogerse de hombros ante el capricho de la vieja menopáusica, a la que por ser su esposa legítima debía consideración. Ahora era distinto. Él había dado órdenes terminantes de que ningún dominicano, incluida la familia Trujillo, sacara un solo peso del país mientras duraran las sanciones. No iba a permitir esa carrera de ratas, tratando de escapar de un barco que, en efecto, terminaría por hundirse si toda la tripulación, empezando por los oficiales y el capitán, huían. Coño, no. Aquí se quedaban parientes, amigos y enemigos, con todo lo que tenían, a dar la batalla o dejar los huesos en el campo del honor. Como los marines, coño. ¡Vieja pendeja y ruin! Cuánto mejor habría sido repudiarla y casarse con alguna de las magníficas mujeres que habían pasado por sus brazos; la hermosa, la dócil Lina Lovatón, por ejemplo, a la que sacrificó también por este país malagradecido. A la Prestante Dama tendría que reñirla esta tarde y recordarle que Rafael Leonidas Trujillo Molina no era Batista, ni el cerdo de Pérez Jiménez, ni el cucufato de Rojas Pinilla, ni siquiera el engominado general Perón. Él no iba a pasar sus últimos años como estadista jubilado en el extranjero. Viviría hasta el último minuto en este país que gracias a él dejó de ser una tribu, una horda, una caricatura, y se convirtió en República.

Advirtió que el Constitucionalista Beodo seguía temblando. Se le habían formado unos espumarajos en la boca. Sus ojillos, detrás de las dos bolas de grasa de sus párpados, se abrían y cerraban, frenéticos.

– Hay algo más, entonces. ¿Qué?

– La semana pasada, le informé que habíamos conseguido evitar que bloquearan el pago del Lloyd’s de Londres por el lote de azúcar vendido en Gran Bretaña y los Países Bajos. Poca cosa. Unos siete millones de dólares, de los cuales cuatro corresponden a sus empresas, y lo restante a los ingenios de los Vicini y al Central Romano. Según sus instrucciones, pedí al Lloyd's que transfiera esas divisas al Banco Central. Esta mañana me indicaron que habían recibido contraorden.

– ¿De quién?

– Del general Ramfis, Jefe. Telegrafió que se enviase el total del adeudo a París.

– ¿Y el Lloyd's de Londres está lleno de comemierdas que obedecen las contraórdenes de Ramfis?

El Generalísimo hablaba despacio, haciendo esfuerzos por no estallar. Esta estúpida bobería le quitaba demasiado tiempo. Además, le dolía que, delante de extraños, por más que fueran de confianza, quedaran al desnudo las lacras de su familia.

– No han servido aún el pedido del general Ramfis, Jefe. Están desconcertados, por eso me llamaron. Les reiteré que el dinero debe ser enviado al Banco Central. Pero, como el general Ramfis tiene poderes de usted, y en otras e siones ha retirado fondos, sería conveniente hacer saber al Lloyd's que hubo un malentendido. Una cuestión de imagen, jefe.

– Llámalo y dile que se disculpe con el Lloyd's. Hoy mismo.

Chirinos se movió en el asiento, incómodo.

– Si usted lo ordena, lo haré -musitó-. Pero, permítame un ruego, Jefe. De su antiguo amigo. Del más fiel de sus servidores. Ya tengo ganada la ojeriza de doña María. No me convierta también en enemigo de su hijo mayor.

El malestar que sentía era tan visible que Trujillo le sonrió.

– Llámalo, no temas. No voy a morirme todavía. Voy a vivir diez años más, para completar mi obra. Es el tiempo que necesito. Y tú seguirás conmigo, hasta el último día- Porque, feo, borracho y sucio, eres uno de mis mejores colaboradores -hizo una pausa y, mirando a la Inmundicia Viviente con la ternura con que un mendigo mira a su perro sarnoso, añadió algo inusual en su boca-: Ojalá alguno de mis hermanos o hijos valiera lo que tú, Henry.

El senador, anonadado, no atinó a responder.

– Lo que ha dicho compensa todos mis desvelos -balbuceó, bajando la cabeza.

– Has tenido suerte de no casarte, de no tener familia -prosiguió Trujillo-. Muchas veces habrás creído que es una desgracia no dejar descendencia. ¡Pendejadas! El error de mi vida ha sido mi familia. Mis hermanos, mi propia mujer, mis hijos. ¿Has visto calamidades parecidas? Sin otro horizonte que el trago, los pesos y tirar. ¿Hay uno solo capaz de continuar mi obra? ¿No es una vergüenza que Ramfis Y Radhamés, en estos momentos, en vez de estar aquí, a mi lado, jueguen al polo en París?

Chirinos escuchaba con los ojos bajos, inmóvil, la cara grave, solidaria, sin decir palabra, temeroso sin duda de comprometer su futuro si deslizaba una opinión contra los hijos y hermanos del Jefe. Era raro que éste se abandonara a reflexiones tan amargas; nunca hablaba de su familia, ni siquiera a los íntimos, y menos en términos tan duros.

– La orden sigue en pie -dijo, cambiando de tono al mismo tiempo que de tema-. Nadie, y menos un Trujillo, saca dinero del país mientras haya sanciones.

– Entendido, Jefe. En verdad, aunque quisieran, no podrían. Salvo que se lleven sus dólares en maletines de mano, no hay transacciones con el extranjero. La actividad financiera está en punto muerto. El turismo ha desaparecido. Las reservas merman a diario. ¿Descarta usted, de plano, que el Estado tome algunas empresas? ¿Ni siquiera las que están peor?

– Ya veremos -cedió algo Trujillo-. Déjame tu propuesta, la estudiaré. ¿Qué más, que sea urgente?

El senador consultó su libretita, acercándola a los Ojos. Adoptó una expresión tragicómica.

– Hay una situación paradójica, allá en Estados Unidos. ¿Qué haremos con los supuestos amigos? Los congresistas, los políticos, los lobbystas que reciben estipendios para defender a nuestro país. Manuel Alfonso siguió dándoselos hasta que se enfermó. Desde entonces, se han interrumpido. Algunos han hecho discretas reclamaciones.

– ¿Quién ha dicho que se suspendan?

– Nadie, jefe. Es una pregunta. Los fondos en divisas destinados a ese efecto, en New York, se van agotando también. No han podido ser repuestos, dadas las circunstancias. Son varios millones de pesos al mes. ¿Seguirá tan generoso con esos gringos incapaces de ayudarnos a levantar las sanciones?

– Unas sanguijuelas, siempre lo supe -el Generalísimo hizo un ademán de desprecio-. Pero, también, nuestra única esperanza. Si la situación política cambia en los Estados Unidos, ellos pueden hacer sentir su influencia, hacer que se levanten o suavicen las sanciones. Y, en lo inmediato, conseguir que Washington nos pague al menos el azúcar que ya recibió.

Chirinos no parecía esperanzado. Movía la cabeza, sombrío.

– Aun si Estados Unidos aceptara entregar lo que ha retenido, serviría de poco, jefe. ¿Qué son veintidós millones de dólares? Divisas para insumos básicos e importaciones de primera necesidad sólo por unas semanas. Pero, si usted lo ha decidido, indicaré a los cónsules Mercado y Morales que renueven las entregas a esos parásitos. A propósito, jefe. Los fondos de New York podrían ser congelados. Si prospera ese proyecto de tres miembros del Partido Demócrata para que se congelen las cuentas de dominicanos no residentes en Estados Unidos. Ya sé que figuran en el Chase Manhattan y en el Chemical como sociedades anónimas. Pero ¿y si esos bancos no respetan el secreto bancario? Me permito sugerirle transferirlas a un país más seguro. Canadá, por ejemplo, o Suiza.

El Generalísimo sintió un vacío en el estómago. No era la cólera lo que le producía acidez, sino la decepción. Nunca había perdido tiempo, en su larga vida, lamiéndose las heridas pero lo que ocurría con Estados Unidos, el país al que su régimen dio siempre el voto en la ONU para lo que fuera menester, lo sublevaba. ¿De qué sirvió recibir como príncipe y condecorar a cuanto yanqui pusiera los pies en esta isla?

– Es difícil entender a los gringos -murmuró-. No me cabe en la cabeza que se porten así conmigo.

– Siempre desconfié de esos patanes -hizo eco la Inmundicia Viviente -. Todos son iguales. Ni siquiera se Puede decir que este acoso se deba sólo a Eisenhower. Kennedy nos hostiga igual.

Trujillo se sobrepuso -«A trabajar, coño»- y una vez más cambió de tema.

– García tiene todo preparado para sacar al pendejo del obispo Reilly de su escondite entre las faldas de las monjas -dijo-. Tiene dos propuestas. Deportarlo o hacer que el pueblo lo linche, para escarmiento de curas conspiradores. ¿Cuál te gusta más?

– Ninguna, Jefe -el senador Chirinos recobró el aplomo-. Ya conoce usted mi opinión. Este conflicto hay que suavizarlo. A la Iglesia, con sus dos mil años a cuestas, nadie la ha derrotado todavía. Vea usted lo que le pasó a Perón, por enfrentársele.

– Así me lo dijo él mismo, sentado donde tú estás -reconoció Trujillo-. ¿Ése es tu consejo? ¿Que me baje los pantalones ante esos carajos?

– Que los corrompa con prebendas, Jefe -aclaró el Constitucionalista Beodo-. O, en el peor de los casos, los asuste, pero sin actos irreparables, dejando las puertas abiertas a la reconciliación. Lo de Johnny Abbes sería un suicidio, Kennedy nos mandaría los marínes en el acto. Ése es mi parecer. Usted tomará la decisión y será la buena. La defenderé con la pluma y la palabra. Como siempre.

Los desplantes poéticos a que la Inmundicia Viviente era propenso, divertían al Benefactor. Este último consiguió sacudirlo del desánimo que comenzaba a ganarlo.

– Ya lo sé -le sonrió-. Eres leal y por eso te aprecio. Dime, confidencialmente. ¿Cuánto tienes en el extranjero, por si debes escapar de aquí de la noche a la mañana?

El senador, por tercera vez volvió a rebotar, como Si su asiento se hubiera vuelto chúcaro.

– Muy poco, Jefe. Bueno, relativamente, quiero decir.

– ¿Cuánto? -insistió Trujillo, afectuoso-. ¿Y en dónde?

– Unos cuatrocientos mil dólares -confesó, rápido, bajando la voz-. En dos cuentas separadas. En Panamá. Abiertas antes de las sanciones, por supuesto.

– Una basura -lo amonestó Trujillo-. Con los cargos que has tenido, hubieras podido ahorrar más.

– No soy ahorrativo, jefe. Además, usted lo sabe, nunca me interesó el dinero. Siempre he tenido lo necesario para vivir.

– Para beber, querrás decir.

– Para vestirme bien, comer bien, beber bien y comprarme los libros que me gustan -asintió el senador, mirando el artesonado y la lámpara de cristal del despacho-. A Dios gracias, a su lado siempre realicé trabajos interesantes. Ese dinero ¿debo repatriarlo? Lo haré hoy mismo, si me lo ordena.

– Déjalo ahí. Si, en mi exilio, necesito ayuda, me echarás una mano.

Se rió, de buen humor. Pero, mientras se reía, de súbito volvió el recuerdo de la muchachita asustadiza de la Casa de Caoba, testigo incómodo, acusador, que le estropeó el ánimo. Hubiera sido mejor pegarle un tiro, regalarla a los guardias, que se la rifaran o compartieran. El recuerdo de aquella carita estúpida contemplándolo sufrir, le llegaba al alma.

– ¿Cuál ha sido el más precavido? -dijo, disimulando su turbación-. ¿Quién sacó más dinero al extranjero? ¿Paíno Pichardo? ¿Alvarez Pina? ¿Cerebrito Cabral? ¿Modesto Díaz? ¿Balaguer? ¿Quién amasó más? Porque, ninguno de ustedes me ha creído que de aquí yo saldré sólo al cementerio.

– No lo sé, Jefe. Pero, si me permite, dudo que al~ guno de ellos tenga mucho dinero afuera. Por una razón muy simple. Nadie pensó jamás que el régimen pudiera acabar y que podríamos vernos en el trance de partir. ¿Quién iba a pensar que un día la tierra podría dejar de girar alrededor del sol?

– Tú -repuso Trujillo, con sorna-. Por eso sacaste tus pesitos a Panamá, calculando que yo no sería eterno, que alguna conspiración podía triunfar. Te has delatado, pendejo.

– Repatriaré esta misma tarde mis ahorros -protestó Chirinos, gesticulando-. Le mostraré los formularios del Banco Central por el ingreso de divisas. Esos ahorros están en Panamá hace tiempo. Las misiones diplomáticas me permitían algunos ahorros. Para disponer de divisas en los viajes que hago a su servicio, jefe. jamás me he excedido en los gastos de representación.

– Te has asustado, piensas que te podría pasar lo que a Cerebrito -siguió sonriendo Trujillo-. Es una broma. Ya me olvidé del secreto que me confiaste. Anda, ven para acá, cuéntame algunos chismes, antes de irte. De alcoba, no políticos.

La Inmundicia Viviente sonrió, aliviado. Pero, apenas comenzó a contar que la comidilla de Ciudad Trujillo, en este momento, era la paliza que había dado el cónsul alemán a su mujer, creyendo que lo engañaba, el Benefactor se distrajo. ¿Cuánto dinero habrían sacado del país sus más cercanos colaboradores? Si lo había hecho el Constitucionalista Beodo, lo habían hecho todos. ¿Serían sólo cuatrocientos mil los dólares que tenía a buen recaudo? Seguramente más. Todos, en el rincón más roñoso de su alma, habían vivido temiendo que el régimen se derrumbara. Bah, basuras. La lealtad no era una virtud dominicana. Él lo sabía. Durante treinta años lo habían adulado, aplaudido, endiosado, pero, al primer cambio de viento, sacarían los puñales.

– ¿Quién inventó el eslogan del Partido Dominicano utilizando las iniciales de mi nombre? -preguntó, de sopetón-. Rectitud, Libertad, Trabajo y Moralidad. ¿Tú o Cerebrito?

– Un servidor, jefe -exclamó el senador Chirinos, orgulloso- En el décimo aniversario. Prendió, veinte años después está en todas las calles y plazas del país. Y en la inmensa mayoría de los hogares.

– Tendría que estar en las conciencias y en la memoria de los dominicanos -dijo Trujillo-. Esas cuatro palabras resumen todo lo que les he dado.

Y, en ese momento, como un garrotazo en la cabeza, lo sobrecogió la duda. La certeza. Había ocurrido. Disimulando, sin entender las protestas de elogio a la Era en que se embarcaba Chirinos, bajó la cabeza, como para concentrarse en una idea, y, aguzando la vista, ansiosamente espió. Se le aflojaron los huesos. Ahí estaba: la mancha oscura se extendía por la bragueta y cubría un pedazo de la pierna derecha. Debía de ser reciente, estaba aún mojadito, en este mismo instante la insensible vejiga seguía licuando. No lo sintió, no lo estaba sintiendo. Lo sacudió un ramalazo de rabia. Podía dominar a los hombres, poner a tres millones de dominicanos de rodillas, pero no controlar su esfínter.

– No puedo seguir oyendo chismes, me falta el tiempo -lamentó, sin levantar la vista-. Anda y arregla lo del Lloyd's, no vayan a girarle ese dinero a Ramfis. Mañana, a la misma hora. Adiós.

– Adiós, Jefe. Si usted permite, lo veré esta tarde, en la Avenida.

Apenas sintió que el Constitucionalista Beodo cerraba la puerta, llamó a Sinforoso. Le ordenó un traje nuevo, también gris, y una muda de ropa interior. Se puso de pie y, rápidamente, tropezando con un sofá, fue a encerrarse en el baño. Sentía mareos de asco. Se quitó el pantalón, el calzoncillo y la camiseta mancillados por la involuntaria micción. La camisa no estaba manchada, pero se la quitó también y fue a sentarse en el bidé. Se jabonó con cuidado. Mientras se secaba, maldijo una vez más las malas jugadas de su cuerpo. Estaba librando una batalla contra enemigos múltiples, no Podía distraerse a cada rato por esta mierda de esfínter. Se echó talco en las partes pudendas y la entrepierna, y, sentado en el excusado, esperó a Sinforoso.

Despachar con la Inmundicia Viviente le dejaba cierta desazón. Era verdad lo que le había dicho: a diferencia de los granujillas de sus hermanos, de la Prestante Dama, vampiro insaciable, y de sus hijos, parásitos succionadores, a él nunca le importó mucho el dinero. Lo utilizaba al servicio del poder. Sin dinero no hubiera podido abrirse camino en los comienzos, porque había nacido en una familia modestísima de San Cristóbal, y por ello, de muchacho, tuvo que procurarse de cualquier modo lo indispensable para vestirse con decencia. Luego, el dinero le sirvió para ser más eficaz, disipar obstáculos, comprar, halagar o sobornar a la gente necesaria y para castigar a los que obstruían su trabajo. A diferencia de María, que, desde que ideó el negocio de lavandería para la guardia constabularia cuando todavía eran amantes, solo soñaba en atesorar, a él el dinero le gustaba para repartirlo.

Si no hubiera sido así ¿habría hecho esos regalos al pueblo, esas dádivas multitudinarias cada 24 de octubre, a fin de que los dominicanos celebraran el cumpleaños del Jefe? ¿Cuántos millones de pesos había gastado todos esos años en fundas de caramelos, chocolates, juguetes, frutas, vestidos, pantalones, zapatos, pulseras, collares, refrescos, blusas, discos, guayaberas, prendedores, revistas, a las interminables procesiones que se acercaban al Palacio el día del Jefe? ¿Y cuántos muchísimos más en regalos a sus compadres y ahijados, en esos bautizos colectivos, en la capilla de Palacio, en que, desde hacia tres décadas, una y hasta dos veces por semana, se convertía en padrino de lo menos un centenar de recién nacidos? Millones de millones de pesos. Era la suya

Una inversión productiva, por supuesto. Ocurrencia en su primer año de gobierno, gracias a su conocimiento profundo de la psicología dominicana. Trabar una relación de compadrazgo con un campesino, con un obrero, con un artesano, con un comerciante, era asegurarse la lealtad de ese pobre hombre, de esa pobre mujer, a los que, luego del bautizo, abrazaba y regalaba dos mil pesos. Dos mil en las épocas de la bonanza. A medida que la lista de ahijados aumentaba a veinte, cincuenta, cien, doscientos por semana, los regalos -debido en parte a los alaridos de protesta de doña María y, también, a la declinación de la economía dominicana a partir de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre del año 1955- habían ido reduciéndose, a mil quinientos, a mil, a quinientos, a doscientos, a cien pesos por ahijado. Ahora, la Inmundicia Viviente insistía en que los bautizos colectivos se suspendieran o el regalo fuera simbólico, una telera o diez pesos por ahijado, hasta que terminaran las sanciones. ¡Malditos yanquis!

Había fundado empresas y hecho negocios para dar trabajo y hacer progresar a este país, para contar con recursos y regalar a diestra y siniestra, y así tener contentos a los dominicanos.

¿Y, con sus amigos, colaboradores y servidores no había sido tan magnífico como el Petronio de Quo Vadis? Los había enterrado en dinero, haciéndoles regalos cuantiosos en sus cumpleaños, matrimonios, nacimientos, misiones bien realizadas, o, simplemente, para mostrarles que él sabía recompensar la lealtad. Les había regalado pesos, casas, tierras, acciones, los había hecho socios de sus fincas y empresas, les había creado negocios para que ganaran buena plata y no saquearan el Estado.

Escuchó unos discretos golpecillos en la puerta. Sinforoso, con el traje y la ropa interior. Se los alcanzó con los Ojos bajos. Llevaba más de veinte años a su lado; de ser su ordenanza en el Ejército, lo promovió a mayordomo, llevándoselo a Palacio. No temía nada de Sinforoso. Era mudo, sordo y ciego para todo lo que concernía a Trujillo y con olfato suficiente para saber que, sobre ciertos temas íntimos, como las micciones involuntarias, la menor infidencia lo privaría de todo lo que tenía -una casa, una finquita con ganado, un automóvil, familia numerosa- y, acaso, hasta de la vida. El traje y la ropa interior, cubiertos por una funda, no llamarían la atención a nadie, el Benefactor acostumbraba cambiarse de ropa varias veces al día en su propio despacho.

Se vistió, mientras Sinforoso -fornido, el pelo cenado al rape, impecablemente aseado en su uniforme de pantalón negro, blusa blanca y chaleco blanco con botones dorados- recogía las ropas esparcidas por el suelo.

– ¿Qué debo hacer con esos dos obispos terroristas, Sinforoso? -le preguntó, mientras se abotonaba el pantalón-. ¿Expulsarlos del país? ¿Mandarlos a la cárcel?

– Matarlos, Jefe -contestó Sinforoso, sin vacilar-. La gente los odia y, si no lo hace usted, lo hará el pueblo. Nadie perdona a ese yanqui ni al español que hayan venido a este país a morder la mano en que comían.

El Generalísimo ya no lo escuchaba. Tenía que reñir a Pupo Román. Esa mañana, luego de recibir a Johnny Abbes y a los ministros de Relaciones Exteriores y del Interior, tuvo que ir a la Base Aérea de San Isidro a reunirse con los jefes de la Aviación. Y se dio con un espectáculo que le revolvió las entrañas: en la misma entrada, a pocos metros del retén de guardia, bajo la bandera y el escudo de la República, una cañería regurgitaba agua negruzca que había formado un lodazal a orillas de la carretera. Hizo detenerse el automóvil. Bajó y se acercó. Era un caño de desagüe, espeso y pestilente -tuvo que taparse las narices con el pañuelo y, por supuesto, había atraído una nube de moscas y mosquitos. Las aguas derramadas seguían manando, anegando el contorno, emponzoñando el aire y el suelo de la primera guarnición dominicana. Sintió rabia, lava ardiente subiéndole por el cuerpo. Contuvo su primer movimiento, regresar a la Base y echar de carajos a los jefes presentes, preguntándoles si ésta era la imagen que pretendían dar de las Fuerzas Armadas: una institución anegada por aguas putrefactas y alimañas. Pero, inmediatamente decidió que había que ir con la amonestación hasta la cabeza. Y hacerle tragar a Pupo Román en persona un poco de la mierda líquida que surtía de ese desagüe. Decidió llamarlo de inmediato. Pero, al volver a su despacho, olvidó hacerlo. ¿Empezaba a fallarle la memoria, igual que el esfínter? Coño. Las dos cosas que le habían respondido mejor a lo largo de toda su vida, ahora, a sus setenta años, se volvían achacosas.

Ya vestido y acicalado, regresó a su escritorio y levantó el teléfono que comunicaba automáticamente con la jefatura de las Fuerzas Armadas. No tardó en escuchar al general Román:

– ¿Sí, aló? ¿Es usted, Excelencia?

– Ven a la Avenida, esta tarde -dijo, muy seco, a modo de saludo.

– Por supuesto, jefe -se alarmó la voz del general Román-. ¿No prefiere que vaya ahora mismo al Palacio? ¿Ha pasado algo?

– Ya sabrás qué ha pasado -dijo, despacio, imaginando el nerviosismo del marido de su sobrina Mireya, al notar la aridez con que le hablaba-. ¿Alguna novedad?

– Todo normal, Excelencia -se atropelló el general Román-. Estaba recibiendo el informe de rutina de las regiones. Pero, si usted prefiere…

– En la Avenida -lo cortó él. Y colgó.

Lo regocijó imaginar el chisporroteo de preguntas, suposiciones, temores, sospechas, que había depositado en la cabeza de ese pendejo que era el ministro de las Fuerzas Armadas. ¿Qué le han dicho de mí al jefe? ¿Qué chisme, qué calumnia le llevaron mis enemigos? ¿Habré caído en desgracia? ¿Dejé de hacer algo que me ordenó? Hasta la tarde viviría en el infierno.

Pero, este pensamiento lo ocupó sólo unos segundos, pues otra vez retornó a su memoria el recuerdo vejatorio de la muchachita. Cólera, tristeza, nostalgia, se mezclaron en su espíritu, manteniéndolo en total desazón. Y, entonces se le ocurrió: «Un remedio igual a la enfermedad». El rostro de una hermosa hembra, deshaciéndose de placer en sus brazos, agradeciéndole lo mucho que la había hecho gozar. ¿No borraría eso la carita asombrada de esa idiota? Sí: ir esta noche a San Cristóbal, a la Casa de Caoba, lavar la afrenta en la misma cama y con las mismas armas. Esta decisión -se tocó la bragueta en una suerte de conjuro- le levantó el espíritu y lo alentó a seguir con la agenda del día.

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