V

– Buenos días -respondió.

El coronel Johnny Abbes había dejado sobre su escritorio el informe de cada madrugada, con ocurrencias de la víspera, previsiones y sugerencias. Le gustaba leerlos; el coronel no perdía tiempo en pendejadas, como el anterior jefe del Servicio de Inteligencia Militar, el general Arturo R. Espaillat, Navajita, graduado en la Escuela Militar de West Point, quien lo aburría con sus delirios estratégicos. ¿Trabajaría Navajita para la CIA? Se lo habían asegurado. Pero Johnny Abbes no lo pudo confirmar. Si alguien no trabajaba para la CIA era el coronel: odiaba a los yanquis.

– ¿Café, Excelencia?

Johnny Abbes estaba de uniforme. Aunque se esforzaba por llevarlo con la corrección que Trujillo exigía, no podía hacer más de lo que le permitía su físico blandengue y descentrado. Era más bajo que alto, la barriguita abultada hacía juego con su doble papada, sobre la que irrumpía su salido mentón, partido por una hendidura profunda. También sus mejillas eran fofas. Sólo los ojillos movedizos y crueles delataban la inteligencia de esa nulidad física. Tenía treinta y cinco o treinta y seis años, pero parecía un viejo. No había ido a West Point ni a escuela militar alguna; no lo hubieran admitido pues carecía de físico y vocación militar. Era lo que el instructor Gittleman, cuando el Benefactor era marina, llamaba, por su falta de músculos, su exceso de grasa y su afición a la intriga, «un sapo de cuerpo y alma». Trujillo lo hizo coronel de la noche a la mañana al mismo tiempo que, en uno de esos raptos que jalonaban su carrera política, decidió nombrarlo jefe del SIM en reemplazo de Navajita. ¿Por qué lo hizo? No por cruel; más bien, por frío: el ser más glacial que había conocido en este país de gentes de cuerpo y alma calientes. ¿Fue una decisión feliz? últimamen te, fallaba. El fracaso del atentado contra el Presidente Betancourt no era el único; también se equivocó con la supuesta rebelión contra Fidel Castro de los comandantes Eloy Gutiérrez Menoyo y William Morgan, que resultó una emboscada del barbudo para atraer exiliados cubanos a la isla y echarles mano. El Benefactor reflexionaba, hojeando el informe entre traguitos de café.

– Insiste usted en sacar al obispo Reilly del Colegio Santo Domingo -murmuró-. Siéntese, sírvase café.

– ¿Me permite, Excelencia?

La melódica voz del coronel le venía de sus años mozos, cuando era comentarista radial de pelota, baloncesto y carreras de caballos. De esa época, sólo conservaba su afición a las lecturas esotéricas -se confesaba rosacruz-, esos pañuelos que se hacía teñir de rojo porque, decía, era el color de la suerte para los Aries, y la aptitud para divisar el aura de cada persona (pendejadas que al Generalísimo le daban risa). Se instaló frente al escritorio del jefe, con una tacita de café en la mano. Estaba aún oscuro afuera y el despacho medio en sombras, iluminado apenas por una lamparita que encerraba en un círculo dorado las manos de Trujillo.

– Hay que reventar ese absceso, Excelencia. El problema mayor no es Kennedy, anda demasiado ocupado con el fracaso de su invasión a Cuba. Es la Iglesia. Si no acabamos con los quintacolumnistas aquí, tendremos problemas. Reilly sirve de maravilla a los que piden la invasión. Cada día lo inflan más, al mismo tiempo que presionan a la Casa Blanca para que mande a los marines a socorrer al pobre obispo perseguido. Kennedy es católico, no lo olvide.

– Todos somos católicos -suspiró Trujillo. Y desbarató aquel argumento-: Es una razón para no tocarlo, más bien. Sería dar a los gringos el pretexto que buscan.

Aunque había momentos en que Trujillo llegaba a sentir desagrado por la franqueza del coronel, se la toleraba. El jefe del SIM tenía órdenes de hablarle con total sinceridad, aun cuando fuera ingrato a sus oídos. Navajita no se atrevió a usar esa prerrogativa como Johnny Abbes.

– No creo posible una marcha atrás en las relaciones con la Iglesia, ese idilio de treinta años se acabó -hablaba despacio, los ojitos azogados dentro de las órbitas, como explorando el contorno en busca de acechanzas-. Nos declaró la guerra el 25 de enero de 1960, con la Carta Pastoral del Episcopado, y su meta es acabar con el régimen. A los curas no les bastarán unas cuantas concesiones. No volverán a apoyarlo, Excelencia. Igual que los yanquis, la Iglesia quiere guerra. Y, en las guerras, hay sólo dos caminos: rendirse o derrotar al enemigo. Los obispos Panal y Reilly están en rebelión abierta.

El coronel Abbes tenía dos planes. Uno, usando como escudo a los paleros, matones armados de garrotes y chavetas de Balá, ex presidiario a su servicio, los caliés irrumpirían a la vez, como grupos recalcitrantes desprendidos de una gran manifestación de protesta contra los obispos terroristas, en el obispado de La Vega y en el Colegio Santo Domingo, y rematarían a los prelados antes de que las fuerzas del orden los rescataran. Esta fórmula era arriesgada; podía provocar la invasión. Tenía la ventaja de que la muerte de los dos obispos paralizaría al resto del clero por buen tiempo. En el otro plan, los guardias rescataban a Panal y Reilly antes de ser linchados por el populacho y el gobierno los expulsaba a España y Estados Unidos, argumentando que era la única manera de garantizar su seguridad. El Congreso aprobaría una ley estableciendo que todos los sacerdotes que ejercían su ministerio en el país debían ser dominicanos de nacimiento. Los extranjeros o naturalizados serían devueltos a sus países. De este modo -el coronel consultó una libretita- el clero católico se reduciría a la tercera parte. La minoría de curitas criollos sería manejable.

Calló cuando el Benefactor, que tenía la cabeza gacha, la alzó.

– Es lo que ha hecho Fidel Castro en Cuba.

Johnny Abbes asintió:

– Allá también la Iglesia empezó con protestas, y, por fin, a conspirar, preparando el terreno para los yanquis. Castro echó a los curas extranjeros y dictó medidas draconianas contra los que se quedaron. ¿Qué le ha pasado? Nada.

– Todavía -lo corrigió el Benefactor-. Kennedy desembarcará a los marines en Cuba en cualquier momento. Y esta vez no será la chambonáda que hicieron el mes pasado, en Bahía de Cochinos.

– En ese caso, el barbudo morirá peleando -asintió Johnny Abbes-. Tampoco es imposible que desembarquen aquí los marines. Y usted ha decidido que nosotros muramos también peleando.

Trujillo lanzó una risita burlona. Si había que morir peleando contra los marines ¿cuántos dominicanos se sacrificarían con él? Los soldados, sin duda. Lo demostraron cuando la invasión que le envió Fidel, el 14 de junio de 1959. Pelearon bien, exterminaron a los invasores en pocos días, en las montañas de Constanza, y en las playas de Maimón y Estero Hondo. Pero, contra los marines…

– No habrá muchos a mi lado, me temo. La fuga de las ratas levantará una gran polvareda. Usted, si, no tendría más remedio que caer conmigo. Donde vaya, lo espera la cárcel, o que lo asesinen los enemigos que tiene por el mundo.

– Me los he hecho defendiendo este régimen, Excelencia.

– De todos los que me rodean, el único que no podría traicionarme, aunque quisiera, es usted -insistió Trujillo, divertido-. Soy la única persona a la que puede arrimarse, que no lo odia ni sueña con matarlo. Estamos casados hasta que la muerte nos separe.

Volvió a reírse, de buen humor, examinando al coronel, como un entomólogo a un insecto difícil de filiar. Se decían muchas cosas de él, sobre todo de su crueldad. Convenía a alguien que ejercía su cargo. Por ejemplo, que su padre, norteamericano de ascendencia alemana, descubrió al pequeño Johnny, aún de pantalón corto, reventando con alfileres los ojos a los pollitos del gallinero. Que, de joven, vendía a los estudiantes de Medicina cadáveres que se robaba de las tumbas del Cementerio Independencia. Que, aunque casado con Lupita, esa horrible y aguerrida mexicana que andaba con pistola en la cartera, era maricón. Y hasta que se acostaba con el medio hermano del Generalísimo, Nene Trujillo.

– Usted sabrá las bolas que hacen correr por ahí -le soltó, mirándolo a los ojos y siempre riendo-. Algunas án de ser ciertas. ¿Jugaba sacándole los ojos a las gallinas? ¿Saqueaba las tumbas del Cementerio Independencia para vender cadáveres?

El coronel sonrió apenas.

– Lo primero no debe ser cierto, no lo recuerdo. Lo segundo es una media verdad. No eran cadáveres, Excelencia. Huesos, calaveras, ya medio desenterrados por las lluvias. Para ganarme unos pesos. Ahora dicen que, como jefe del SIM, estoy devolviendo esos huesos.

– ¿Y eso de que es maricón?

Tampoco esta vez se alteró el coronel. Su voz seguía siendo de una indiferencia clínica.

– Nunca me ha dado por ahí, Excelencia. No me he acostado con ningún hombre.

– Bueno, basta de pendejadas -cortó él, poniéndose serio-. No toque a los obispos, por ahora. Ya veremos, según evolucionen las cosas. Si se puede castigarlos, se hará. Por el momento, que estén bien vigilados. Siga con la guerra de nervios. Que no duerman ni coman tranquilos. A ver si ellos mismos deciden irse.

¿Se saldrían con la suya ese par de obispos y se quedarían tan campantes como la rata negra de Betancourt? Otra vez, lo rondó la cólera. Esa alimaña de Caracas había conseguido que la OEA sancionara a la República Dominicana, que todos los países rompieran relaciones y aplicaran unas presiones económicas que estaban asfixiando al país. Cada día, cada hora, hacían mella en lo que había sido una resplandeciente economía. Y, Betancourt, vivo aún, abanderado de la libertad, mostrando en la televisión sus manos quemadas, orgulloso de haber sobrevivido a ese atentado estúpido, que nunca se debió dejar en manos de esos militares venezolanos pendejos. El próximo estaría sólo a cargo del SIM. De manera técnica, impersonal, Abbes le explicó el nuevo operativo, que culminaría con la explosión potente, accionada por control remoto, del artefacto comprado a precio de oro en Checoslovaquia, que ahora estaba ya en el consulado dominicano de Haití. De allí sería fácil llevarlo a Caracas en el momento oportuno.

Desde 1958, en que decidió promoverlo al cargo que tenía, el Benefactor despachaba a diario con el coronel, en esta oficina, en la Casa de Caoba, o en el lugar en que Trujillo se hallara, siempre a esta hora. Como el Generalísimo, Johnny Abbes jamás tomaba vacaciones. Trujillo oyó hablar de él, por primera vez, al general Espaillat. El anterior jefe del Servicio de Inteligencia lo había sorprendido con una información precisa y pormenorizada sobre los exiliados dominicanos en México: qué hacían, qué tramaban, dónde vivían, dónde se reunían, quiénes los ayudaban, qué diplomáticos visitaban.

– ¿Cuánta gente tiene metida en México, para estar tan informado sobre esos granujas?

– Toda la información viene de una sola persona, Excelencia -Navajita hizo un gesto de satisfacción profesional-. Muy joven. Johnny Abbes García. Tal vez haya conocido a su padre, un gringo medio alemán que vino a trabajar en la compañía eléctrica y se casó con una dominicana. El muchacho era periodista deportivo y medio poeta. Empecé a utilizarlo como informante sobre la gente de radio y prensa, y en la tertulia de la Farmacia Gómez, a la que van muchos intelectuales. Lo hizo tan bien que lo mandé a México, con una falsa beca. Y, ya ve, se ganó la confianza de todo el exilio. Se lleva bien con perros y gatos. No sé cómo lo hace, Excelencia, pero en México hasta terminó metido con Lombardo Toledano, el líder sindical izquierdista. La fea con la que se casó era secretaria de ese comunistón, figúrese.

¡Pobre Navajita! Hablando con ese entusiasmo, empezaba a perder la jefatura de ese Servicio de Inteligencia para el que lo habían preparado en West Point.

– Tráigalo, dele un puesto donde yo pueda observarlo -ordenó Trujillo.

Así había aparecido por los pasillos del Palacio Nacional esa figura desmayada, cariacontecida, de ojitos en perpetua agitación. Ocupó un cargo ínfimo en la oficina de información. Trujillo, a la distancia, lo estudiaba. Desde muy joven, en San Cristóbal, seguía esas intuiciones que, luego de una simple ojeada, una corta charla o una mera referencia, le daban la certeza de que esa persona podía servirle. Así eligió a buen número de colaboradores y no le había ido mal. Johnny Abbes Garc’ía trabajó varias semanas en un oscuro despacho, bajo la dirección del poeta Ramón Emilio jiménez, con Dipp Velarde Font, Querol y Grimaldi, escribiendo supuestas cartas de lectores a El Foro Público del diario El Caribe. Antes de ponerlo a prueba esperó, sin saber qué, alguna indicación del azar. La señal vino de la manera más inesperada, el día que sorprendió en un pasillo de Palacio a Johnny Abbes conversando con uno de sus secretarios de Estado. ¿De qué podía hablar el pulcro, beato y austero Joaquín Balaguer con el informante de Navajita?

– De nada especial, Excelencia -explicó Balaguer, a la hora del despacho ministerial-. No conocía a ese joven. Al verlo tan concentrado en la lectura, pues leía mientras iba andando, me picó la curiosidad. Usted sabe, mi gran afici'ón son los libros. Me llevé una sorpresa. No debe estar en sus cabales. ¿Sabe qué lo divertía tanto? Un libro de torturas chinas, con fotos de decapitados y despellejados.

Esa noche lo mandó llamar. Abbes parecía tan abrumado -de alegría, miedo o ambas cosas- por el inesperado honor que apenas le salían las palabras al saludar al Benefactor.

– Hizo un buen trabajo en México -le dijo éste, con la vocecita aflautada y cortante que, igual que su mirada, ejercía también un efecto paralizante sobre sus interlocutores-. Espaillat me informó. Pienso que puede asumir tareas más serias. ¿Está dispuesto?

– Cualquier cosa que mande Su Excelencia -estaba quieto, con los pies juntos, como un escolar ante el maestro.

– ¿Conoció a José Almoina, allá en México? Un gallego que vino aquí con los españoles republicanos exiliados.

– Si, Excelencia. Bueno, a él sólo de vista. Pero sí a muchos del grupo con el que se reúne, en el Café Comercio. Los «españoles dominicanos», se llaman ellos mismos.

– Ese sujeto publicó un libro contra mí, Una satrapía en el Caribe, pagado por el gobierno guatemalteco. Lo firmó con el seudónimo de Gregorio Bustamante. Después, para despistar, tuvo el desparpajo de publicar otro libro, en Argentina, éste sí con su nombre, Yo fui secretario de Trujillo, poniéndome por las nubes. Como han pasado varios años, se siente a salvo allá en México. Cree que me olvidé que difamó a mi familia y al régimen que le dio de comer. Esas culpas no prescriben. ¿Quiere encargarse?

– Sería un gran honor, Excelencia -respondió Abbes García de inmediato, con una seguridad que no había mostrado hasta ese momento.

Tiempo después, el ex secretario del Generalísimo, preceptor de Ramfis y escribidor de doña María Martínez, la Prestante Dama, moría en la capital mexicana acribillado a balazos. Hubo la chillería de rigor entre los exiliados y la prensa, pero nadie pudo probar, como decían aquéllos, que el asesinato había sido manufacturado por «la larga mano de Trujillo». Una operación rápida, impecable, y que apenas costó mil quinientos dólares, según la factura que Johnny Abbes García pasó, a su regreso de México. El Benefactor lo incorporó al Ejército con el grado de coronel.

La desaparición de José Almoina fue apenas una, en la larga secuencia de brillantísimas operaciones realizadas por el coronel, que mataron o dejaron lisiados o malheridos a docenas de exiliados, entre los más vociferantes, en Cuba, México, Guatemala, New York, Costa Rica y Venezuela. Trabajos relámpago y limpios, que impresionaron al Benefactor. Cada uno de ellos una pequeña obra maestra por la destreza y el sigilo, un trabajo de relojería. La mayor parte de las veces, además de acabar con el enemigo, Abbes García se las arregló para arruinarles la reputación. El sindicalista Roberto Lamada, refugiado en La Habana, murió a consecuencia de una paliza que recibió en un prostíbulo del Barrio Chino, a manos de unos rufianes que lo acusaron ante la policía de haber intentado acuchillar a una prostituta que se negó a someterse a las perversiones sadomasoquistas que el exiliado le exigía; la mujer, una mulata teñida de pelirroja, apareció en Carteles y Bohemia, llorosa, mostrando las heridas que le infligió el degenerado. El abogado Bayardo Cipriota pereció en Caracas en una reyerta de maricas: lo encontraron apuñalado en un hotel de mala muerte, con calzón y sostén de mujer, y la boca con rouge. El dictamen forense determinó que tenía esperma en el recto. ¿Cómo se las ingeniaba el coronel Abbes para trabar contacto, tan rápido, en ciudades que apenas conocía, con esas alimañas de los bajos fondos, pistoleros, matones, traficantes, cuchilleros, prostitutas, cafiches, ladronzuelos, que siempre intervenían en esas operaciones de página roja, que hacían las delicias de la prensa sensacionalista, en las que se veían enredados los enemigos del régimen? ¿Cómo logró montar por casi toda América Latina y Estados Unidos una red tan eficiente de informantes y hombres de mano gastando tan poco dinero? El tiempo de Trujillo era demasiado precioso para perderlo averiguando los pormenores. Pero, a la distancia, admiraba, como un buen conocedor una preciosa joya, la sutileza y originalidad con que Johnny Abbes García libraba al régimen de sus enemigos. Ni los grupos de exiliados, ni los gobiernos adversarios, pudieron establecer vínculo alguno entre estos accidentes y hechos horrendos y el Generalísimo. Una de las más perfectas realizaciones fue la de Ramón Marrero Aristy, el autor de Over, la novela sobre los cañeros de La Romana conocida en toda América Latina. Antiguo director de La Nación, diario frenéticamente trujillista, Marrero fue secretario de Trabajo, en 1956, y en 1959 lo era por segunda vez, cuando empezó a pasar informes al periodista Tad Szulc, para que enlodara al régimen en sus artículos de The New York Times. Al verse descubierto, mandó cartas de rectificación al periódico gringo. Y vino con el rabo entre las piernas al despacho de Trujillo, a arrastrarse, a llorar, a pedir perdón, a jurar que nunca había traicionado ni traicionaría. El Benefactor lo escuchó sin abrir la boca y luego, fríamente, lo abofeteó. Marrero, que sudaba, intentó sacar un pañuelo, y el jefe de los ayudantes militares, coronel Guarionex Estrella Sadhalá, lo mató de un balazo en el mismo despacho. Encargado Abbes García de rematar la operación, menos de una hora después un coche se deslizaba -delante de testigos- por un precipicio en la cordillera Central, cuando viajaba rumbo a Constanza; Marrero Aristy y su chofer quedaron irreconocibles con el impacto. ¿No era obvio que el coronel Johnny Abbes García debía reemplazar a Navajita a la cabeza del Servicio de Inteligencia? Si él hubiera estado al frente de ese organismo cuando el secuestro de Galíndez en New York, que dirigió Espaillat, probablemente no hubiera estallado aquel escándalo que tanto daño hizo a la imagen internacional del régimen.

Trujillo señaló el informe del escritorio con aire despectivo:

– ¿Otra conspiración para matarme, con Juan Tomás Díaz a la cabeza? ¿Organizada también por el cónsul Henry Dearborn, el pendejo de la CIA?

El coronel Abbes García abandonó su inmovilidad para acomodar sus nalgas en la silla.

– Eso parece, Excelencia -asintió, sin dar importancia al asunto.

– Tiene gracia -lo interrumpió Trujillo-. Rompieron relaciones con nosotros, para cumplir con la resolución de la OEA. Y se llevaron a los diplomáticos, pero nos dejaron a Henry Dearborn y sus agentes, para seguir tramando complots. ¿Seguro que Juan Tomás conspira?

– No, Excelencia, apenas vagos indicios. Pero, desde que usted lo destituyó, el general Díaz es un pozo de resentimiento y por eso lo vigilo de cerca. Hay esas reuniones, en su casa de Gazcue. De un resentido, siempre se debe esperar lo peor.

– No fue por esa destitución -comentó Trujillo, en alta voz, como hablando para sí mismo-. Fue porque le dije cobarde. Por recordarle que había deshonrado el uniforme.

– Yo estuve en ese almuerzo, Excelencia. Pensé que el general Díaz intentaría levantarse e irse. Pero, aguantó, lívido, sudando. Salió dando traspiés, como borracho.

– Juan Tomás fue siempre muy orgulloso y necesitaba una lección -dijo Trujillo-. Su conducta, en Constanza, fue la de un débil. Yo no admito generales débiles en las Fuerzas Armadas dominicanas.

El incidente había ocurrido unos meses después de aplastados los desembarcos de Constanza, Maimón y Estero Hondo, cuando todos los miembros de la expedición -en la que, además de dominicanos, había cubanos, norteamericanos y venezolanos- estaban muertos o presos, en los días en que, en enero de 1960, el régimen descubría una vasta red de opositores clandestinos, que, en homenaje a aquella invasión, se llamaba 14 de Junio. La integraban estudiantes y profesionales jóvenes de clase media y alta, pertenecientes muchos de ellos a familias del régimen. En plena operación de limpieza de esa organización subversiva, en la que estaban tan activas las tres hermanas Mirabal y sus maridos -su solo recuerdo activaba la bilis del Generalísimo-, Trujillo convocó a aquel almuerzo en el Palacio Nacional a unas cincuenta figuras militares y civiles del régimen, para escarmentar a su amigo de infancia, compañero de la carrera militar, que había ocupado los más altos cargos en las Fuerzas Armadas durante la Era, y a quien había destituido de la jefatura de la Región de La Vega, que abarcaba a Constanza, cuando todavía no se acababa de exterminar a los últimos focos de invasores diseminados por aquellas montañas. El general Tomás Díaz había pedido en vano una audiencia con el Generalísimo desde entonces. Debió sorprenderse al recibir invitación para el almuerzo, después de que su hermana Gracita se asiló en la embajada de Brasil. El jefe no lo saludó ni le dirigió la palabra durante la comida, ni echó una ojeada hacia el rincón de la larga mesa donde el general Díaz fue sentado, muy lejos de la cabecera, en simbólica indicación de su caída en desgracia.

Cuando servían el café, de pronto, por encima del avispeo de las conversaciones que sobrevolaban la larga mesa, los mármoles de las paredes y los cristales de la araña encendida -la única mujer era Isabel Mayer, caudilla trujillista del noroeste-, la vocecita aguda que todos los dominicanos conocían se elevó, con el tonito acerado que presagiaba tormenta:

– ¿No les sorprende, señores, la presencia en esta mesa, entre los más destacados militares y civiles del régimen, de un oficial destituido de su mando por no haber estado a la altura en el campo de batalla?

Se hizo el silencio. El medio centenar de cabezas que flanqueaba el inmenso cuadrilátero de manteles bordados se inmovilizó. El Benefactor no miraba hacia el rincón del general Díaz. Su rostro pasaba revista a los demás comensales, uno por uno, con expresión de sorpresa, los ojos muy abiertos y los labios separados, pidiendo a sus invitados que lo ayudaran a descifrar el misterio.

– ¿Saben de quién hablo? -continuó, luego de la pausa teatral-. El general Juan Tomás Díaz, jefe de la Región Militar de La Vega cuando la invasión cubano-venezolana, fue destituido en plena guerra, por conducta indigna frente al enemigo. En cualquier parte, comportamiento semejante se castiga con juicio sumario y fusilamiento. En la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo Molina, al general cobarde se lo invita a almorzar al Palacio con la flor y nata del país.

Dijo la última frase muy despacio, deletreando para reforzar su sarcasmo.

– Si usted permite, Excelencia -balbuceó, haciendo un esfuerzo sobrehumano, el general Juan Tomás Díaz-. Quisiera recordar que, al ser destituido, los invasores habían sido derrotados. Yo cumplía con mi deber.

Era un hombre fuerte y recio, pero se había empequeñecido en el asiento. Estaba muy pálido y se ensalivaba la boca a cada momento. Miraba al Benefactor, pero éste, como si no lo hubiera visto ni oído, paseaba por segunda vez su mirada sobre los invitados con una nueva perorata:

– Y no sólo se lo invita a Palacio. Se le pasa a retiro con su sueldo completo y sus prerrogativas de general de tres estrellas, para que descanse con la conciencia del deber cumplido. Y goce, en sus fincas ganaderas, en compañía de Chana Díaz, su quinta esposa que es también su sobrina carnal, de merecido reposo. ¿Qué mayor prueba de magnanimidad de esta dictadura sanguinaria?

Cuando acabó de hablar, la cabeza del Benefactor había terminado la ronda de la mesa. Ahora sí, se detuvo en el rincón del general Juan Tomás Díaz. La cara del jefe ya no era la irónica, melodramática, de hacía un momento. La embargaba una seriedad mortal. Sus ojos habían adoptado la fijeza sombría, trepanadora, inmisericorde, con que recordaba a la gente quién mandaba en este país y en las vidas dominicanas. Juan Tomás Díaz bajó la vista.

– El general Díaz se negó a ejecutar una orden mía y se permitió reprender a un oficial que la estaba cumpliendo -dijo, lentamente, con desprecio-. En plena invasión. Cuando los enemigos armados por Fidel Castro, por Muñoz Marín, Betancourt y Figueres, esa caterva de envidiosos, habían desembarcado a sangre y fuego, y asesinado soldados dominicanos, decididos a arrancarnos la cabeza a todos los que estamos en esta mesa. Entonces, el jefe militar de La Vega descubrió que era un hombre compasivo. Un delicado, enemigo de emociones fuertes, que no podía ver correr sangre. Y se permitió desacatar mi orden de fusilar sobre el terreno a todo invasor capturado con el fusil en la mano. E insultar a un oficial que, respetuoso del comando, daba su merecido a quienes venían aquí a instalar una dictadura comunista. El general se permitió, en esos momentos de peligro para la Patria, sembrar la confusión y debilitar la moral de nuestros soldados. Por eso, ya no forma parte del Ejército, aunque todavía se ponga el uniforme.

Calló, para tomar un sorbo de agua. Pero, apenas lo hubo hecho, en lugar de proseguir, de manera totalmente abrupta se puso de pie y se despidió, dando por terminado el almuerzo: «Buenas tardes, señores».

– Juan Tomás no intentó irse, porque sabía que no hubiera llegado vivo a la puerta -dijo Trujillo-. Bueno, en qué conspiración anda.

Nada muy concreto, en realidad. En su casa de Gazcue, desde hacía algún tiempo, el general Díaz y su esposa Chana recibían muchas visitas. El pretexto era ver películas, que se daban en el patio, al aire libre, con un proyector que manejaba el yerno del general. Rara mezcla, los asistentes. Desde connotados hombres del régimen, como el suegro y hermano del dueño de la casa, Modesto Díaz Quesada, hasta ex funcionarios apartados del gobierno, como Amiama Tió y Antonio de la Maza. El coronel Abbes García había convertido en callé a uno de los sirvientes, desde hacía un par de meses. Pero, lo único que detectó era que los señores, mientras veían las películas, hablaban sin parar, como si éstas les interesaran sólo porque apagaban las conversaciones.

En fin, no eran esas reuniones en las que se hablaba mal del régimen entre trago y trago de ron o de whisky lo digno de tener en cuenta. Sino que, ayer, el general Díaz tuvo una entrevista secreta con un emisario de Henry Dearborn, el supuesto diplomático yanqui, que, como Su Excelencia sabía, era el jefe de la CIA en Ciudad Trujillo.

– Le pediría un millón de dólares por mi cabeza -comentó Trujillo-. El gringo debe estar mareado con tanto comemierda que le pide ayuda económica para acabar conmigo. ¿Dónde se vieron?

– En el Hotel El Embajador, Excelencia.

El Benefactor reflexionó un momento. ¿Sería capaz Juan Tomás de montar algo serio? Hacía veinte años, tal vez. Era un hombre de acción, entonces. Luego, se había sensualizado. Le gustaban demasiado el trago y las galleras, comer, divertirse con los amigos, casarse y descasarse, para Jugárselas tratando de derrocarlo. A mal palo se arrimaban los gringos.

Bah, no había que preocuparse.

– De acuerdo, Excelencia, creo que, por ahora, no hay peligro con el general Díaz. Sigo sus pasos. Sabemos quién lo visita y a quiénes visita. Su teléfono está intervenido.

¿Había algo más? El Benefactor echó una mirada a la ventana: seguía igual de oscuro, pese a que pronto serían las seis. Pero ya no reinaba el silencio. A lo lejos, en la periferia del Palacio Nacional, separado de las calles por una vasta explanada de césped y árboles y cercado por una alta reja con lanzas, pasaba de rato en rato un automóvil tocando la bocina, y, dentro del edificio, sentía a los encargados de la limpieza, suapeando, barriendo, encerando, sacudiendo. Encontraría oficinas y pasillos limpios y brillando cuando tuviera que cruzarlos. Esta idea le produjo bienestar.

– Perdone que insista, Excelencia, pero quisiera restablecer el dispositivo de seguridad. En la Máximo Gómez y el Malecón, mientras usted da su paseo. Y en la carretera, cuando vaya a la Casa de Caoba.

Un par de meses atrás había ordenado, de manera intempestiva, que cesara el operativo de seguridad. ¿Por qué? Tal vez porque, una tarde, en una de sus caminatas a la hora del crepúsculo, bajando la Máximo Gómez rumbo al mar, advirtió, en todas las bocacalles, barreras policiales impidiendo a transeúntes y coches entrar en la Avenida y el Malecón mientras duraba su caminata. E imaginó la miríada de Volkswagens con caliés que Johnny Abbes derramaba por todo el contorno de su trayectoria. Sintió agobio, claustrofobia. También le había ocurrido alguna noche, yendo a la Hacienda Fundación, al entrever a lo largo de la carretera, los cepíllos y las barreras militares que guardaban su paso. ¿O era la fascinación que el peligro siempre había ejercido sobre él -el espíritu indómito del marina- lo que lo llevaba a desafiar así la suerte en el momento de mayor amenaza para el régimen? En todo caso, era una decisión que no revocaría.

– La orden sigue en pie -repitió, en tono que no admitía discusión.

– Bien, Excelencia.

Se quedó mirando al coronel a los ojos -éste bajó los suyos, de inmediato- y le espetó, con una chispa de humor:

– ¿Cree usted que su admirado Fidel Castro anda por las calles como yo, sin protección?

El coronel negó con la cabeza.

– No creo que Fidel Castro sea tan romántico como usted, Excelencia.

¿Romántico, él? Tal vez, con algunas de las mujeres que había amado, tal vez con Lina Lovatón. Pero, fuera del campo sentimental, en el político, él se había sentido siempre un clásico. Racionalista, sereno, pragmático, de cabeza fría y larga visión.

– Cuando lo conocí, allá en México, él preparaba la expedición del Granma. Lo creían un cubano alocado, un aventurero nada serio. A mí me impresionó desde el primer momento por su falta total de emociones. Aunque en sus discursos parezca tropical, exuberante, apasionado. Eso, para el público. Es lo contrario. Una inteligencia de hielo. Yo siempre supe que llegaría al poder. Pero, permítame una aclaración, Excelencia. Admiro la personalidad de Castro, la manera como ha sabido burlar a los gringos, aliarse con los rusos y los países comunistas usándolos como parachoques contra Washington. No admiro sus ideas, yo no soy comunista.

– Usted es un capitalista hecho y derecho -se burló Trujillo, con una risita sardónica-. Ultramar hizo muy buenos negocios, importando productos de Alemania, Austria y los países socialistas. Las representaciones exclusivas no tienen pérdidas.

– Otra cosa más que agradecerle, Excelencia -admitió el coronel-. La verdad, no se me hubiera ocurrido. Nunca me interesaron los negocios. Abrí Ultramar porque usted me lo ordenó.

– Prefiero que mis colaboradores hagan buenos negocios a que roben -explicó el Benefactor-. Los buenos negocios sirven al país, dan trabajo, producen riqueza, levantan la moral del pueblo. En cambio, los robos lo desmoralizan. Me imagino que, desde las sanciones, también para Ultramar van mal las cosas.

– Prácticamente, paralizadas. No me importa, Excelencia. Ahora, mis veinticuatro horas del día están dedicadas a impedir que los enemigos destruyan este régimen y lo maten a usted.

Habló sin emoción, con el mismo tono opaco, neutral, con el que normalmente se expresaba.

– ¿Debo concluir que me admira tanto como al pendejo de Castro? -comentó Trujillo, buscando aquellos ojitos evasivos.

– A usted no lo admiro, Excelencia -murmuró el coronel Abbes, bajando los ojos-. Yo vivo por usted. Para usted. Si me permite, soy el perro guardián de usted.

Al Benefactor le pareció que, al decir la última frase, a Abbes García le había temblado la voz. Sabía que no era nada emotivo, ni afecto a esas efusiones tan frecuentes en boca de otros cortesanos, de modo que se lo quedó escrutando, con su mirada de cuchillo.

– Si me matan, lo hará alguien muy próximo, un traidor de la familia, digamos -dijo, como hablando de otra persona-. Para usted, sería una gran desgracia.

– También para el país, Excelencia.

– Por eso sigo a caballo -asintió Trujillo-. Si no, me hubiera retirado, como me vinieron a aconsejar, mandados por el Presidente Eisenhower, William Pawley, el general Clark y el senador Smathers, mis amigos yanquis. «Pase a la historia como un estadista magnánimo, que cedió el timón a los jóvenes.» Así me lo dijo Smathers, el amigo de Roosevelt. Era un mensaje de la Casa Blanca. A eso vinieron. A pedir que me vaya y a ofrecerme asilo en Estados Unidos. «Allí tendrá asegurado su patrimonio.» Esos pendejos me confunden con Batista, con Rojas Pinilla, con Pérez Jiménez. A mí sólo me sacarán muerto.

El Benefactor volvió a distraerse, pues se acordó de Guadalupe, Lupe para los amigos, la mexicana corpulenta y hombruna con la que se casó Johnny Abbes en ese período misterioso y aventurero de su vida en México, cuando, por una parte, enviaba minuciosos informes a Navajita sobre las andanzas de los exiliados dominicanos, y, por otra, frecuentaba círculos revolucionarios, como el de Fidel Castro, el Che Guevara y los cubanos del 26 de julio, que preparaban la expedición del Granma, y gentes como Vicente Lombardo Toledano, muy vinculado al gobierno de México, que había sido su protector. El Generalísimo no había tenido nunca tiempo para interrogarlo con calma sobre esa etapa de su vida, en la que el coronel descubrió su vocación y su talento para el espionaje y las operaciones clandestinas. Una vida sabrosa, sin duda, llena de anécdotas. ¿Por qué se casaría con esa horrenda mujer?

– Hay algo que siempre se me olvida preguntarle -dijo, con la crudeza que hablaba a sus colaboradores-. ¿Cómo fue que se casó con una mujer tan fea?

No detectó el menor movimiento de sorpresa en la cara de Abbes García.

– No fue por amor, Excelencia.

– Eso siempre lo supe -dijo el Benefactor, sonriendo-. Ella no es rica, o sea que no fue un braguetazo.

– Por agradecimiento. Lupe me salvó la vida, una vez. Ella ha matado por mí. Cuando era secretaria de Lombardo Toledano, yo estaba recién llegado a México. Gracias a Vicente empecé a entender qué era la política. Mucho de lo que he hecho no hubiera sido posible sin Lupe, Excelencia. Ella no sabe lo que es el miedo. Y, además, tiene un instinto que hasta ahora siempre ha funcionado.

– Ya sé que es bragada, que sabe fajarse, que anda con pistola y va a casas de cueros, como los machos -dijo el Generalísimo, de excelente humor-. Hasta he oído que Puchita Brazobán le reserva muchachitas. Pero, lo que me intriga es que a ese engendro haya podido hacerle hijos.

– Trato de ser un buen marido, Excelencia.

El Benefactor se echó a reír, con la risa sonora de otros tiempos.

– Puede usted ser entretenido cuando quiere -lo festejó-. Así que la ha cogido por gratitud. A usted se le para el ripio a voluntad, entonces.

– Es una manera de hablar, Excelencia. La verdad, no quiero a Lupe ni ella me quiere. No, por lo menos, a la manera en que se entiende el amor. Estamos unidos por algo más fuerte. Riesgos compartidos hombro con hombro, viéndole la cara a la muerte. Y mucha sangre, manchándonos a los dos.

El Benefactor asintió. Entendía lo que quería decir. A él le hubiera gustado tener una mujer como ese espantajo, coño. No se hubiera sentido tan solo, a veces, a la hora de tomar algunas decisiones. Nada ataba tanto como la sangre, cierto. Sería por eso que él se sentía tan amarrado a este país de malagradecidos, cobardes y traidores. Porque, para sacarlo del atraso, el caos, la ignorancia y la barbarie, se había teñido de sangre muchas veces. ¿Se lo agradecerían en el futuro estos pendejos?

Otra vez se abatió sobre él la desmoralización. Simulando consultar la hora, echó una ojeada por el rabillo del ojo a su pantalón. No había mancha alguna en la entrepierna ni en la bragueta. La comprobación no le levantó el ánimo. De nuevo cruzó por su mente el recuerdo de la muchachita de la Casa de Caoba. Desagradable episodio. ¿Hubiera sido mejor pegarle un tiro, ahí mismo, mientras lo miraba con esos ojos? Tonterías. Él nunca había pegado tiros gratuitamente, y menos por asuntos de cama. Sólo cuando no había alternativa, cuando era absolutamente indispensable para sacar adelante a este país, o para lavar una afrenta.

– Permítame, Excelencia.

– ¿Sí.

– El Presidente Balaguer anunció anoche por la radio que el gobierno liberará a un grupo de presos políticos.

– Balaguer hizo lo que le ordené. ¿Por qué?

– Necesitaría tener la lista de los que van a ser liberados. Para cortarles el pelo, afeitarlos y vestirlos de manera decente. Me imagino que serán presentados a la prensa.

– Le enviaré la lista apenas la revise. Balaguer piensa que esos gestos son convenientes, en el campo diplomático. Ya veremos. En todo caso, presentó bien la medida.

Tenía sobre el escritorio el discurso de Balaguer. Leyó en voz alta el párrafo subrayado: «La obra de Su Excelencia el Generalísimo Dr. Rafael L. Trujillo Molina ha alcanzado tal solidez que nos permite, al cabo de treinta años de paz ordenada y de liderato consecutivo, ofrecer a América un ejemplo de la capacidad latinoamericana para el ejercicio consciente de la verdadera democracia representativa».

– ¿Bien escrito, no es cierto? -comentó-. Es la ventaja de tener a un poeta y literato de Presidente de la República. Cuando ocupaba la Presidencia mi hermano, los discursos que el Negro leía eran soporíferos. Bueno, ya sé que Balaguer no le cae en gracia.

– Yo no mezclo mis simpatías o antipatías personales con mi trabajo, Excelencia.

– Nunca he entendido por qué le tiene desconfianza. Balaguer es el más inofensivo de mis colaboradores. Por eso lo he puesto donde está.

– Yo creo que su manera de ser, tan discreta, es una estrategia. Que, en el fondo, no es un hombre del régimen, que trabaja sólo para Balaguer. Puede que me equivoque. Por lo demás, no he encontrado nada sospechoso en su conducta. Pero, no metería mis manos al fuego por su lealtad.

Trujillo miró su reloj. Dos minutos para las seis. Su despacho con Abbes García no duraba más de una hora, salvo ocurrencia excepcional. Se puso de pie y el jefe del SIM lo imitó.

– Si cambio de opinión sobre los obispos, se lo haré saber -dijo, a modo de despedida-. Tenga el dispositivo preparado, de todos modos.

– Puede ser puesto en marcha en el instante que usted decida. Con su permiso, Excelencia.

Apenas salió Abbes García del despacho, el Benefactor fue a espiar el cielo, desde la ventana. Ni una rayita de luz todavía.

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