XXI

Cuando, en el asfixiante altillo de la casita morisca del doctor Robert Reid Cabral donde llevaban ya dos días, el doctor Marcelino Vélez Santana, que había salido a la calle en busca de noticias, vino a decirle, poniéndole una compasiva mano en el hombro, que su casa de la Mahatma Gandhi había sido asaltada y que los caliés se llevaron a su mujer y a sus hijos, Salvador Estrella Sadhalá decidió entregarse. Sudaba, ahogándose. ¿Qué otra cosa hacer? ¿Permitir que esos bárbaros mataran a su mujer y a sus hijos? Seguramente los estaban torturando. La angustia no le permitía rezar por su familia. Entonces, comunicó a sus compañeros de escondite lo que iba a hacer.

– Sabes lo que eso significa, Turco -lo reprendió Antonio de la Maza -. Te van a vejar y atormentar de la manera más salvaje antes de matarte.

– Y seguirán maltratando a tu familia delante de ti, para que delates a todo el mundo -insistió el general Juan Tomás Díaz.

– Nadie me hará abrir la boca, aunque me quemen vivo -les juró, con lágrimas en los ojos-. Sólo denunciaré al canalla de Pupo Román.

Le pidieron no salir del escondite antes que ellos y Salvador aceptó quedarse una noche más. Que su mujer y sus hijos, Luis de catorce años y Carmen Elly de apenas cuatro añitos, estuvieran en las mazmorras del SIM, rodeados de facinerosos sádicos, lo tuvo toda la noche despierto, acezando, sin rezar, sin pensar en otra cosa. El remordimiento le roía el corazón: ¿cómo pudiste exponer así a tu familia? Y pasó a segundo plano la mala conciencia que tenía por haber disparado contra Pedro Livio Cedeño. ¡Pobre Pedro Livio! Dónde estaría en estos momentos. Qué horrores habrían hecho con él.

La tarde del 4 de junio fue el primero en abandonar la casa de los Reid Cabral. Tomó un taxi en la esquina y le dio la dirección, en la calle Santiago, del ingeniero Feliciano Sosa Mieses, primo de su mujer, con quien siempre se había llevado muy bien. Sólo quería averiguar si tenía noticias de ella y de los niños, y del resto de la familia, pero fue Imposible. Le abrió la puerta el mismo Feliciano, y, al verlo, hizo un ademán de ¡Vade retro!, como si tuviera delante al demonio.

– ¿Qué tú haces aquí, Turco? -exclamó, furioso-. ¿No sabes que tengo familia? ¿Quieres que nos maten? -Vete! ¡Por lo que más quieras, vete de aquí!

Le cerró la puerta con una expresión de miedo y asco que lo dejó sin saber qué hacer. Regresó al taxi con una depresión que le ablandaba los huesos. Pese al calor, se moría de frío.

– ¿Me has reconocido, no es verdad? -preguntó al chofer, ya en el asiento.

El hombre, que llevaba una gorrita de béisbol embutida hasta las cejas, no se volvió a mirarlo.

– Lo reconocí desde que subió -dijo, muy tranquilo-. No se preocupe, conmigo está seguro. Yo soy antitrujillista, también. Si hay que correr, corremos juntos. ¿Dónde quiere ir?

– A una iglesia -le dijo Salvador-. No importa cuál.

Se encomendaría a Dios y, si era posible, se confesaría. Luego de descargar su conciencia, pediría al párroco que llamara a los guardias. Pero, a poco de estar circulando rumbo al centro por unas calles donde las sombras crecían, el chofer le advirtió:

– Ese tipo lo denunció, señor. Ahí están los caliés.

– Párate -le ordenó Salvador-. Antes de que éstos te maten también.

Se persignó y bajó del taxi, con los brazos en alto, indicando así a los hombres con metralletas y pistolas de los Volkswagen que no ofrecería resistencia. Le pusieron unas esposas que le cortaban las muñecas y lo embutieron en el asiento de atrás de uno de los «cepillos»; los dos caliés medio sentados encima suyo hedían a sudor y pies. Arrancaron. Como tomaron la carretera a San Pedro de Macorís, supuso que lo llevaban a El Nueve. Hizo el trayecto en silencio, tratando de rezar y dolido porque no lo conseguía. Su cabeza era un hervidero crepitante, caótico, donde nada se estaba quieto, ni un pensamiento ni una imagen: todo estallaba, como burbujas de jabón.

Ahí estaba la famosa casa, en el kilómetro nueve, en efecto, rodeada de un alto muro de concreto. Cruzaron un jardín y vio una estancia acomodada, con un chalet antiguo rodeado de árboles, y construcciones rústicas flanqueándola. Lo bajaron a empellones del «cepillo». Atravesó un pasillo en penumbra, con celdas donde había racimos de hombres desnudos, y lo hicieron descender una larga escalinata. Se sintió mareado por un olor acre, punzante, a excrementos, vómitos y carne chamuscada. Pensó en el infierno. Al fondo de la escalera apenas había luz, pero en las semitinieblas alcanzó a percibir una hilera de celdas, con puertas de hierro @, ventanitas con barrotes, atestadas de cabezas, pugnando por ver. Al final del subterráneo, le arrancaron a jalones el pantalón, la camisa, el calzoncillo, los zapatos y los calcetines. Quedó desnudo, con las esposas puestas. Sentía las plantas de los pies mojadas por una sustancia pegajosa, que manchaba todo el piso de losetas sin desbastar. Siempre a empujones, lo hicieron entrar a otra habitación, casi totalmente a oscuras. Allí lo sentaron y amarraron en un sillón descoyuntado, forrado de placas metálicas -tuvo un escalofrío- con correas y anillos de metal para manos y pies.

Durante un buen rato no ocurrió nada. Trataba de rezar. Uno de los tipos en calzoncillos que lo había atado -sus ojos comenzaban a desentrañar las sombras- empezó a vaporizar el aire y él reconoció ese perfume barato, Nice, que publicitaban en las radios. Sentía el frío de las láminas en los muslos, las nalgas, la espalda, y al mismo tiempo traspiraba medio ahogado por la candente atmósfera. Ya distinguía las caras de las gentes que se apretaban a su alrededor; sus siluetas, sus olores, unas facciones. Reconoció esa cara blandengue de doble papada, coronando un cuerpo contrahecho, de barriguita prominente. Estaba en una banqueta, sentado entre dos personas, a muy poca distancia.

– ¡Qué vergüenza, coño! Un hijo del general Piro Estrella metido en esa vaina -dijo Johnny Abbes-. No hay gratitud en tu sangre, carajo.

Iba a responderle que su familia no tenía nada que ver con lo que había hecho, que ni su padre, ni sus hermanos, ni su mujer, mucho menos Luisito y la pequeña Carmen Elly sabían nada de esto, cuando la descarga eléctrica lo levantó y aplastó contra las ligaduras y anillos que lo sujetaban. Sintió agujas en los poros, la cabeza le estalló en pequeños bólidos ardientes, y meó, cagó y vomitó lo que tenía en las entrañas. Un baldazo de agua lo hizo volver en sí. Inmediatamente reconoció la otra silueta, a la derecha de Abbes García: Ramfis Trujillo. Quiso insultarlo y a la vez suplicarle que soltara a su mujer, a Luisito y a Carmen, pero su garganta no emitió sonido alguno.

– ¿Es verdad que Pupo Román está en el complot? -desafinó Ramfis.

Otro baldazo de agua le devolvió el uso de la palabra.

– Sí, sí -articuló, sin reconocer su voz-. Ese cobarde, ese traidor, sí. Él nos mintió. Máteme, general Trujillo, pero suelte a mi mujer y a mis hijos. Son inocentes.

– No va a ser tan fácil, pendejo -contestó Ramfis-. Antes de irte al infierno, tienes que pasar por el purgatorio. ¡Hijo de puta!

Una segunda descarga volvió a catapultarlo contra las amarras -sintió que sus ojos saltaban de sus órbitas como las de un sapo- y perdió el sentido. Cuando lo recuperó, estaba en el suelo de una celda, desnudo y esposado, en medio de un charco fangoso. Le dolían los huesos, los músculos, y sentía un ardor insoportable en los testículos y el ano, como si los tuviera desollados. Pero, más angustiosa era la sed; su garganta, su lengua, su paladar, parecían lijas ardientes. Cerró los ojos y rezó. Pudo hacerlo, con intervalos en los que su mente quedaba en blanco; por unos segundos, volvía a concentrarse en la oración. Rezó a la Virgen de las Mercedes, recordándole la unción con que había peregrinado, de joven, a Jarabacoa, y subido al Santo Cerro, a arrodillarse a sus pies en el Santuario a su memoria. Humildemente le pidió que amparase a su mujer, a Luisito y Carmen Elly, de las crueldades de la Bestia. En medio del horror, se sintió agradecido. Podía rezar otra vez.

Cuando abrió los ojos, reconoció, en el cuerpo desnudo y magullado, lleno de heridas y hematomas, tumbado a su lado, a su hermano Guarionex. ¡En qué estado habían dejado, Dios mío, al pobre Guaro! El general tenía los ojos abiertos y lo miraba, en la rancia luz que una bombilla del pasillo dejaba filtrarse por la ventanita con barrotes. ¿Lo reconocía?

– Soy el Turco, tu hermano, soy Salvador -le dijo, arrastrándose hacia él-. ¿Puedes oírme? ¿Puedes verme, Guaro?

Estuvo un tiempo infinito tratando de comunicarse con su hermano, pero no lo consiguió. Guaro estaba vivo; se movía, quejaba, abría y cerraba los ojos. A veces, prorrumpía en extravagancias y daba órdenes a sus subordinados: «¡Muévame esa mula, sargento!». Y ellos habían ocultado el Plan al general Guarionex Estrella Sadhalá por considerarlo demasiado trujillista. Qué sorpresa para el pobre Guaro: ser arrestado, torturado e interrogado por algo que ignoraba totalmente. Trató de explicárselo a Ramfis y a Johnny Abbes la próxima vez que lo llevaron a la sala de torturas y lo sentaron en El Trono, y se lo repitió y juró muchas veces, entre los desmayos que le producían las descargas, y mientras lo azotaban con esos vergajos, los «güevos de toro», que le arrancaban tirones de piel. Ellos no parecían interesados en saber la verdad. Les juró por Dios que ni Guarionex, ni sus otros hermanos, y menos su padre, habían participado en la conjura, y les gritó que lo que le habían hecho al general Estrella Sadhalá era una injusticia monstruosa, por la que responderían en la otra vida. No lo escuchaban, más interesados en darle tormento que en interrogarlo. Sólo después de un tiempo interminable -¿habían pasado horas, días, semanas, desde su captura?- se dio cuenta que, con cierta regularidad, le daban una sopa con pedazos de yuca, una raja de pan y unos jarros de agua en los que los carceleros solían escupir al pasárselos. A él no le importaba nada ya. Podía rezar. Lo hacía en todos los momentos libres y lúcidos, y a veces hasta dormido o desmayado. Pero no cuando lo estaban torturando. En el Trono, el dolor y el miedo lo paralizaban. De tanto en tanto, venía un médico del SIM a auscultarle el corazón y a ponerle una inyección que le devolvía las fuerzas.

Un día, o noche, pues en el calabozo era imposible saber la hora, desnudo y en esposas lo sacaron de la celda, lo hicieron subir la escalinata y lo empujaron a un cuartito soleado. La luz blanca lo cegó. Al fin, reconoció la pálida cara apuesta de Ramfis Trujillo, y, a su lado, derecho siempre a pesar de sus años, a su padre, el general Piro Estrella. Al reconocer al anciano, a Salvador los ojos se le aguaron.

Pero, en vez de emocionado al ver el desecho en que estaba convertido su hijo, el general bramó de indignación:

– ¡No te reconozco! ¡No eres mi hijo! ¡Asesino! ¡Traidor! -manoseaba, ahogado de ira-. ¿No sabes lo que yo, tú y todos debemos a Trujillo? ¿A ese hombre has asesinado? ¡Arrepiéntete, miserable!

Tuvo que apoyarse en una mesa porque había comenzado a trastabillar. Bajó los ojos. ¿Fingía el viejo? ¿Aspiraba a ganarse de ese modo a Ramfis, para luego rogarle que le salvara la vida? ¿O el fervor trujillista de su padre era más fuerte que el sentimiento filial? Esa duda lo desgarró todo el tiempo, salvo durante las sesiones de tortura. Éstas se sucedían cada día, cada dos días, acompañadas, ahora sí, de larguísimos, enloquecedores interrogatorios en los que, una y mil veces, le repetían las mismas preguntas, le exigían los mismos detalles y trataban de hacerle denunciar nuevos conspiradores. Nunca le creyeron que no conocía a nadie fuera de los que ellos ya conocían, que ninguno de sus familiares había sido cómplice, y menos que nadie Guarionex. Ni Johnny Abbes ni Ramfis asomaban en aquellas sesiones; las conducían subalternos que llegaron a serle familiares: el teniente Clodoveo Ortiz, el licenciado Eladio Ramírez Suero, el coronel Rafael Trujillo Reynoso, el primer teniente de la Policía Pérez Mercado. Algunos parecían divertirse con los bastones eléctricos que le pasaban por el cuerpo, o golpeándolo en el cráneo y las espaldas con porras forradas de goma y quemándolo con cigarrillos; otros parecían hacerlo con disgusto o aburrimiento. Siempre, al comienzo de cada sesión, uno de los esbirros semidesnudos responsables de las descargas, rociaba la atmósfera con Nice, para apagar la hediondez de las defecaciones y la carne chamuscada.

Un día, ¿qué día podía ser?, metieron a su celda a Fifí Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz, Pedro Livio Cedeño y a Tunti Cáceres, ese sobrinito de Antonio de la Maza, quien, en el Plan original, iba a manejar el auto que finalmente condujo Antonio Imbert. Estaban desnudos y espesados, como él. Habían estado siempre aquí, en El Nueve, en Otras celdas, y recibido el mismo tratamiento de descargas, latigazos, quemaduras y agujas en las orejas y en las uñas. Y sometidos a infinitos interrogatorios.

Por ellos supo que Imbert y Luis Amiama habían desaparecido, y que, en su desesperación por encontrarlos, Ramfis ofrecía ahora medio millón de pesos a quien facilitara su captura. Por ellos supo también que habían muerto, peleando, Antonio de la Maza, el general Juan Tomás Díaz y Amadito. En vez del aislamiento en que lo habían tenido, ellos pudieron conversar con los carceleros y enterarse de qué ocurría en el exterior. Huáscar Tejeda, a través de uno de sus torturadores, con el que intimó, conoció el diálogo entre Ramfis Trujillo y el padre de Antonio de la Maza. El hijo del Generalísimo vino a informar a don Vicente de la Maza, en el calabozo, que su hijo había muerto. El anciano caudillo de Moca preguntó, sin que le temblara la voz: «¿Murió peleando?». Ramfis asintió. Don Vicente de la Maza se santiguó: «¡Gracias, Señor!».

Ver que Pedro Livio Cedeño se había recuperado de sus heridas le hizo bien. El Negro no le guardaba el más mínimo rencor por haber disparado contra él en el atolondramiento de aquella noche. «Lo que no les perdono es que no me remataran», bromeaba. «¿Para qué me salvaron la vida? ¿Para esto? ¡Pendejos!» El resentimiento de todos contra Pupo Román era muy grande, pero ninguno se alegró cuando Modesto Díaz contó que, desde su celda del piso de arriba, en este mismo local había visto a Pupo, desnudo y esposado, con los párpados cosidos, arrastrado por cuatro esbirros a la cámara de torturas. Modesto Díaz no era sombra del elegante e inteligente político que fue toda su vida; además de perder muchos kilos, tenía todo el cuerpo llagado y una expresión de infinito desconsuelo. «Así luciré Yo», pensó Salvador. Desde que lo arrestaron no se había visto en un espejo.

Muchas veces pidió a sus interrogadores que le permitieran un confesor. Por fin, el carcelero que les traía la comida, preguntó quiénes querían un cura. Todos levantaron la mano. Les hicieron ponerse pantalones y los subieron por la empinada escalera hacia la estancia donde el Turco fue insultado por su padre. Ver el sol, sentir sobre la piel su lamido cálido, le devolvió el ánimo. Y más todavía confesarse y comulgar, algo que, creyó, nunca más haría. Cuando el capellán Militar, el padre Rodriguez Canela, los invitó a acompañarlo en una oración en memoria de Trujillo, sólo Salvador se arrodilló y rezó con él. Sus compañeros permanecieron de pie, incómodos.

Por el padre Rodríguez Canela supo la fecha: 30 de agosto de 1961. ¡Habían pasado sólo tres meses! A él le parecía que esta pesadilla duraba siglos. Deprimidos, debilitados, desmoralizados, hablaban poco entre sí, y las conversaciones giraban siempre sobre lo que habían visto, oído y vivido en El Nueve. De todos los testimonios de sus compañeros de celda, a Salvador se le quedó grabada, como marca indeleble, la historia que contó Modesto Díaz entre sollozos. Las primeras semanas fue compañero de celda de Miguel Angel Báez Díaz. El Turco se acordaba de su sorpresa, el 30 de mayo, en la carretera a San Cristóbal, cuando el personaje se les apareció en su Volkswagen a asegurarles que Trujillo, con el que había paseado por la Avenida, vendría, y supo de este modo que ese señorón del cogollo trujillista también estaba en la conjura. Abbes García y Ramfis se encarnizaron con él, por haber estado tan cerca de Trujillo, presenciando las sesiones de electricidad, vergajos y fuego que le infligían y ordenando a los médicos del SIM que lo reanimaran, para seguir. A las dos o tres semanas, en vez del apestoso plato de harina de maíz habitual, les trajeron al calabozo una olla con trozos de carne. Miguel Angel Báez y Modesto se atragantaron, comiendo con las manos hasta hartarse. El carcelero volvió a entrar, poco después. Encaró a Báez Díaz: el general Ramfis Trujillo quería saber si no le daba asco comerse a su propio hijo. Desde el suelo, Miguel Angel lo insultó: «Dile de mi parte a ese inmundo hijo de puta, que se trague la lengua y se envenene». El carcelero se echó a reír. Se fue y volvió, mostrándoles desde la puerta, una cabeza juvenil que tenía asida por los pelos. Miguel Angel Báez Díaz murió horas después, en brazos de Modesto, de un ataque al corazón.

La imagen de Miguel Angel, reconociendo la cabeza de Miguelito, su hijo mayor, obsesionó a Salvador; tenía pesadillas en las que veía, decapitados, a Luisito y Carmen Elly. Los alaridos que profería dormido enojaban a sus compañeros.

A diferencia de sus amigos, varios de los cuales habían intentado poner fin a sus días, Salvador estaba decidido a resistir hasta el final. Se había reconciliado con Dios -seguía rezando día y noche, y la Iglesia prohibía el suicidio-. Tampoco era fácil matarse. Huáscar Tejeda lo intentó, con la corbata que le robó a uno de los carceleros (la llevaba doblada en el bolsillo de atrás). Trató de ahorcarse, pero no lo consiguió y, por haberlo intentado, empeoró el castigo. Pedro Livio Cedeño quiso hacerse matar provocando a Ramfis en la sala de torturas: «Hijo de puta», «bastardo», «hijo de siete leches», «tu madre, la Españolita, fue de burdel antes de ser la querida de Trujillo» y hasta escupiéndolo. Ramfis no le disparó la ráfaga de metralleta que él ansiaba: «No todavía, desconsuélate. Eso, al final. Tienes que seguir pagando.

La segunda vez que Salvador Estrella Sadhalá supo qué fecha era, fue el 9 de octubre de 1961. Ese día le hicieron ponerse un pantalón y subió una vez más la escalerilla hacia aquella habitación donde los rayos herían los ojos y alegraban la piel. Pálido e impecable en su uniforme de general de cuatro estrellas, ahí estaba Ramfis, con El Caribe del día en la mano: 9 de octubre de 1961. Salvador leyó el gran titular: «Carta del general Pedro A. Estrella al general Rafael Leonidas Trujillo Hijo».

– Lee esta carta que me ha enviado tu padre -le alcanzó Ramfis el diario-. Habla de ti.

Salvador, con las muñecas hinchadas por las esposas, cogió El Caribe. Aunque sentía vértigo y una indefinible mezcla de asco y tristeza, llegó hasta la última línea. El general Piro Estrella llamaba al Chivo «el más grande de todos los dominicanos», se jactaba de haber sido su amigo, guardaespaldas y protegido, y se refería a Salvador con epítetos innobles; hablaba de «la felonía de un hijo descarriado y de “la traición de mi hijo, que traicionó a su protector y a sus familiares”. Peor que los insultos, era el párrafo final: su padre agradecía a Ramfis, con servilismo altisonante, que le hubiera regalado dinero para ayudarlo a sobrevivir al serle confiscados los bienes familiares por la participación de su hijo en el magnicidio.

Regresó a su celda mareado de disgusto y vergüenza. No volvió a levantar cabeza, aunque, ante sus compañeros, procuraba ocultar su desmoralización. «No es Ramfis, es mi padre quien me ha matado», pensaba. Y sentía envidia por Antonio de la Maza. ¡Qué suerte ser hijo de alguien como don Vicente!

Cuando, pocos días después de ese cruel 9 de octubre, él y sus cinco compañeros de celda fueron trasladados a La Victoria -los lavaron con mangueras y les devolvieron las ropas que llevaban al ser detenidos-, el Turco era un muerto ambulante. Ni siquiera la posibilidad de recibir visitas -los jueves, por media hora-, abrazar y besar a su mujer, a Luisito y Carmen Elly, pudo arrancarle el hielo que llevaba en el corazón desde que leyó la carta pública del general Piro Estrella a Ramfis Trujillo.

En La Victoria cesaron las torturas y los interrogatorios. Seguían durmiendo en el suelo, pero ya no desnudos, sino con ropas que les enviaban de casa. Les quitaron las esposas. Las familias podían mandarles de comer, bebidas gaseosas y algún dinero, con el que corrompían a los carceleros para que les vendieran periódicos, les dieran información sobre otros presos, o llevaran mensajes a la calle. El discurso del Presidente Balaguer en las Naciones Unidas, condenando la dictadura de Trujillo y prometiendo una democratización «dentro del orden», hizo renacer la esperanza en la prisión. Parecía increíble, pero comenzaba a despuntar una oposición política, con la Unión Cívica y el 14 de junio actuando a la luz pública. Sobre todo, animaba a sus amigos saber que en Estados Unidos, Venezuela y otros lugares se habían formado comités exigiendo que ellos fueran juzgados por un tribunal civil, con observadores internacionales. Salvador se esforzaba por compartir las ilusiones de los otros. En sus rezos, rogaba a Dios que le devolviera la esperanza. Porque no albergaba ninguna. Él había visto aquella expresión implacable de Ramfis. ¿Iba a dejarlos salir libres? jamás. Llevaría su venganza hasta el final.

Hubo una explosión de júbilo en La Victoria cuando se supo que Petán y Negro Trujillo habían abandonado el país. Ahora, se iría también Ramfis. Balaguer no tendría más remedio que conceder una amnistía. Pero Modesto Díaz, con su lógica poderosa y su fría manera de analizar las cosas, los convenció de que era ahora, más que nunca, cuando familias y abogados debían movilizarse en su defensa. Ramfis no se iría sin liquidar a los ajusticiadores de papi. Mientras lo oía, Salvador observaba la ruina en que estaba convertido Modesto: había seguido perdiendo kilos y su cara era la de un anciano lleno de surcos. ¿Cuántos habría perdido él? Los pantalones y camisas que le llevaba su mujer le bailoteaban y cada semana tenía que abrir nuevos agujeros al cinturón.

Estaba siempre triste, aunque no hablaba con nadie de la carta pública de su padre, que tenía como un puñal en la espalda. Aunque los planes no habían salido como esperaban, y hubiera habido tanta muerte y sufrimiento, su acción contribuyó a cambiar las cosas. Las noticias que se filtraban hasta las celdas de La Victoria, hablaban de mítines, de jóvenes que decapitaban las estatuas de Trujillo y arrancaban las placas con su nombre y los de su familia, del regreso de algunos exiliados. ¿No era el principio del fin de la Era de Trujillo? Nada de eso se habría conseguido si ellos no mataban a la Bestia.

El regreso de los hermanos de Trujillo fue una ducha helada para los encerrados en La Victoria. Sin disimular su alegría, el mayor Américo Dante Minervino, director de la prisión, les comunicó el 17 de noviembre a Salvador, Modesto Díaz, Huáscar Tejeda, Pedro Livio, Fifí Pastoriza y el joven Tunti Cáceres, que al anochecer serían trasladados a las celdas del Palacio de justicia, porque mañana habría una nueva reconstrucción del crimen, en la Avenida. Reuniendo el dinero que les quedaba, mediante un carcelero hicieron llegar a las familias mensajes urgentes, explicándoles que ocurría algo sospechoso; sin duda, la reconstrucción era una farsa, porque Ramfis había decidido matarlos.

Al atardecer, les pusieron las esposas y sacaron a los seis en una camioneta negra de ésas que los capitaleños llamaban La Perrera, con las ventanillas oscurecidas, escoltados por tres guardias armados. Con los ojos cerrados, Salvador rogó a Dios que cuidara de su mujer y sus hijos. Contrariamente a lo que temían, no los llevaron a los farallones, lugar favorito de las ejecuciones secretas del régimen. Fueron al centro, a las celdas situadas en el Palacio de Justicia de La Feria. Pasaron la mayor parte de la noche de pie, pues el local era tan estrecho que no podían sentarse al mismo tiempo. Lo hacían por turnos, de dos en dos. Pedro Livio y Fifí Pastoriza estaban animosos; si los habían traído aquí, era cierto lo de la reconstrucción. Su optimismo contagió a Tunti Cáceres y a Huáscar Tejeda. Sí, sí, por qué no; los entregarían al Poder Judicial para que jueces civiles los juzgaran. Salvador y Modesto Díaz permanecían callados, disimulando su escepticismo.

En voz muy baja, el Turco susurró al oído de su amigo: «Éste es el fin ¿cierto, Modesto?». El abogado asintió, sin decir nada, apretándole el brazo.

Antes de que saliera el sol vinieron a sacarlos del calabozo y los subieron otra vez a La Perrera. Había un impresionante despliegue militar en torno al Palacio de justicia y Salvador, en la todavía incierta luz, advirtió que todos los soldados llevaban las insignias de la Fuerza Aérea. Eran de la Base de San Isidro, los predios de Ramfis y Virgilio García Trujillo. No dijo nada, para no alarmar a sus compañeros. En el estrecho furgón trató de hablar con Dios, como lo había hecho parte de la noche, pedirle que lo ayudara a morir con dignidad, sin deshonrarse con manifestaciones de cobardía, pero, esta vez, no pudo concentrarse. Ese fracaso lo angustió.

Luego de un corto recorrido, la camioneta frenó. Estaban en la carretera a San Cristóbal. Éste era el lugar del atentado, sin duda. El sol doraba el cielo, los cocoteros de la orilla de la carretera, el mar que ronroneaba golpeando contra el acantilado. Había muchos guardias por el rededor. Tenían acordonada la carretera y habían cortado el tráfico en ambas direcciones.

– Para qué esta farsa, el hijito salió tan payaso como el padre -oyó decir a Modesto Díaz.

– Por qué va a ser una farsa -protestó Fifí Pastoriza-. No seas pesimista. Es una reconstrucción. Han venido los jueces. ¿No ven?

– Las mismas payasadas que le gustaban al papi -insistió Modesto, moviendo la cabeza con disgusto.

Farsa o no farsa, duró muchas horas, hasta que el sol estuvo en el centro del cielo y comenzó a taladrarles el cráneo. Uno por uno, los hacían pasar frente a una mesita de campaña armada al aire libre, donde dos hombres de civil les hacían las mismas preguntas que les habían hecho en El Nueve y La Victoria. Unos taquígrafos registraban sus respuestas. Sólo oficiales subalternos merodeaban en torno. Ninguno de los jefes -Ramfis, Abbes García, Pechito León Estévez, Pirulo Sánchez Rubirosa- asomaron por allí mientras duró la tediosa ceremonia. No les dieron de comer, sólo unos vasos de gaseosas, a mediodía. Comenzaba la tarde cuando vieron aparecer al rollizo director de La Victoria, el mayor Américo Dante Minervino. Se mordisqueaba el bigotito con cierto nerviosismo y su semblante era más siniestro que de costumbre. Venía acompañado de un negro corpulento, con nariz aplastada de boxeador, una metralleta al hombro y una pistola entre el cuerpo y el cinturón. Los subieron a La Perrera.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Pedro Livio a Minervino.

– De regreso a La Victoria -dijo éste-. Vine a llevarlos yo mismo para que no se pierdan en el camino.

– Qué honor -comentó Pedro Livio.

El mayor se puso al volante y el negro con cara de boxeador a su lado. En el furgón de La Perrera, los tres guardias que los escoltaban eran tan jóvenes que parecían recién reclutados. Se los notaba tensos, abrumados por la responsabilidad de cuidar presos tan importantes. Además de esposados, les amarraron los tobillos con unas cuerdas algo flojas, que les permitían dar pasitos cortos.

– ¿Qué carajo significan estas sogas? -protestó Tunti Cáceres.

Uno de los guardias le señaló al mayor, llevándose un dedo a la boca: «Cállate».

Durante el largo recorrido, Salvador comprendió que no iban de vuelta a La Victoria, y, por las caras de sus compañeros, ellos también lo adivinaban. Permanecían mudos, algunos con los ojos cerrados y otros con las pupilas muy abiertas, encendidas, como tratando de atravesar las placas metálicas del furgón para averiguar dónde se encontraban. No trató de rezar. El desasosiego era tan grande que sería inútil. El Señor comprendería.

Cuando la camioneta se detuvo, oyeron el mar, embistiendo al pie de un alto farallón. Los guardias abrieron la portezuela del furgón. Estaban en un paraje desierto, de tierra rojiza, con ralos árboles, en lo que parecía un promontorio. El sol seguía brillando, pero ya comenzaba su curva descendente. Salvador se dijo que morir sería una manera de descansar. Lo que ahora sentía era un enorme cansancio.

Dante Minervino y el negro fortachón con cara de boxeador, hicieron que los tres guardias adolescentes bajaran del furgón, pero cuando los seis prisioneros iban a seguirlos, los atajaron: «Quietos ahí». Acto seguido, comenzaron a disparar. No a ellos, a los soldaditos. Los tres muchachos cayeron acribillados sin tiempo de asombrarse, de comprender, de gritar.

– ¡Qué hacen, qué hacen, criminales! -rugió Salvador-. ¡Por qué contra esos pobres guardias, asesinos!

– No los matamos nosotros, sino ustedes -le repuso, muy serio, el mayor Dante Minervino, mientras recargaba su metralleta; el negro de cara aplastada lo festejó con una carcajada-. Ahora sí, bajen.

Aturdidos, idiotizados por la sorpresa, los seis fueron bajados y, tropezándose -las amarras los obligaban a avanzar dando ridículos saltitos- contra los cadáveres de los tres guardias, llevados a otra camioneta idéntica, parqueada a pocos metros. Había un solo hombre de civil, cuidándola. Después de encerrarlos en el furgón, los tres se apretaron en el asiento de adelante. Dante Minervino volvió a tomar el timón.

Ahora sí, Salvador pudo rezar. Oía a uno de sus compañeros sollozando, pero ese llanto no lo distraía. Rezaba sin dificultad, como en las mejores épocas, por él, por su familia, por los tres guardias recién asesinados, por sus cinco compañeros en el furgón, uno de los cuales, en un ataque de nervios, se daba de cabezazos contra la placa metálica que los separaba del conductor, blasfemando.

No supo cuánto duró aquel recorrido, pues en ningún momento dejó de rezar. Sentía paz y una inmensa ternura recordando a su mujer y a sus hijos. Cuando frenaron y abrieron la portezuela, vio el mar, el atardecer, el sol hundiéndose en un cielo azul tinta.

Los bajaron a empellones. Estaban en el patio-jardín de una casa muy grande, junto a una piscina. Había un puñado de palmas canas de moños enhiestos y, a unos veinte metros' una terraza con siluetas de hombres con vasos en las manos. Reconoció a Ramfis, a Pechito León Estévez, al hermano de éste, Alfonso, a Pirulo Sánchez Rubirosa y dos o tres desconocidos. Alfonso León Estévez vino corriendo hacia ellos, sin soltar su vaso de whisky. Ayudó a Américo Dante Minervino y al negro boxeador a empujarlos hacia los cocoteros.

– ¡Uno por uno, Pechito! -ordenó Ramfis. «Está borracho», pensó Salvador. Tuvo que emborracharse para celebrar su última fiesta, el hijo del Chivo.

Acribillaron primero a Pedro Livio, que se desplomó instantáneamente bajo la cerrada descarga de tiros de revólver y ráfagas de metralleta que se abatió sobre él. Después, arrastraron a los cocoteros a Tunti Cáceres, quien, antes de caer, insultó a Ramfis: «¡Degenerado, cobarde, maricón!». Y, luego, a Modesto Díaz, que gritó «¡Viva la República!» y quedó retorciéndose en el suelo antes de expirar.

Luego, le tocó a él. No tuvieron que empujarlo ni arrastrarlo. Dando los cortos pasitos que le permitían las amarras de los tobillos, fue por su cuenta hacia los cocoteros donde yacían sus amigos, agradeciendo a Dios que le hubiera permitido estar con Él en sus últimos momentos, y diciéndose con cierta melancolía que no conocería nunca Basquinta, aquel pueblecito libanés de donde, para conservar su fe, salieron los Sadhalá a buscar fortuna por estas tierras del Señor.

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