XXIII

Luego de la partida de Amadito, Antonio Imbert permaneció todavía largo rato en casa de su primo, el doctor Manuel Durán Barreras. No tenía esperanzas de que Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza dieran con el general Román. Tal vez, el Plan político militar había sido descubierto y Pupo estaba muerto o preso; tal vez, se acobardó y dio marcha atrás. No quedaba otra alternativa que esconderse. Con su primo Manuel barajaron opciones, antes de decidirse por una lejana pariente, la doctora Gladys de los Santos, cuñada de Durán. Vivía cerca de esta casa.

Eran las primeras horas del amanecer, pero estaba aún a oscuras, cuando Manuel Durán e Imbert recorrieron a paso vivo aquellas seis manzanas, sin encontrar vehículos ni transeúntes. La doctora demoró en abrir la puerta. Estaba en bata y se frotaba los ojos con furia, mientras ellos le explicaban. No se asustó demasiado. Reaccionó con extraña calma. Era una mujer entrada en carnes, pero ágil, entre la cuarentena y la cincuentena, que mostraba aplomo y miraba el mundo con apatía.

– Te acomodaré como sea -le dijo a Imbert-. Pero éste no es un refugio seguro. He estado detenida ya una vez, el SIM me tiene fichada.

Para evitar que la sirvienta fuera a descubrirlo, lo instaló junto al garaje, en una despensa sin ventanas, en la que extendió un colchón plegable. Era un recinto enano y sin ventilación y Antonio no pudo pegar los ojos el resto de la noche. Conservó el Colt 45 a su lado, sobre una repisa llena de latas de conserva; tenso, mantenía los oídos alertas a cualquier ruido sospechoso. A ratos pensaba en su hermano Segundo y se le ponía la carne de gallina: lo estarían torturando o lo habrían matado, allá en La Victoria.

La dueña de casa, que cerró la despensa con llave, vino a sacarlo de su encierro a las nueve de la mañana.

– Le di permiso a la empleada para que se fuera a Jarabacoa, a ver a su familia -lo animó-. Podrás circular por toda la casa. Pero que no te descubran los vecinos. Qué nochecita habrás pasado en esa cueva.

Mientras desayunaban en la cocina, con mangú, queso frito y café, pusieron las noticias. Ninguno de los informativos radiales decía nada sobre el atentado. La doctora de los Santos partió poco después a su trabajo. Imbert se dio una ducha y bajó a la salita, donde, tumbado en un sillón, se quedó dormido, con el Colt 45 sobre las piernas. Tuvo un gran sobresalto y gimió cuando lo remecieron.

– Los caliés se llevaron a Manuel esta madrugada, poco después de que saliste de allá -le dijo, muy ansiosa, Gladys de los Santos-. Tarde o temprano le arrancarán que estás aquí. Tienes que irte, cuanto antes.

Sí, pero ¿adónde? Gladys había pasado por casa de los Imbert y la calle hervía de guardias y caliés; sin duda, habían detenido a su mujer y a su hija. Le pareció que unas manos invisibles comenzaban a apretarle el cuello. No dejó traslucir su angustia, para no aumentar el susto de la dueña de casa, que estaba transformada: el nerviosismo hacía que abriera y cerrara los ojos todo el tiempo.

– Hay «cepillos» con caliés y camiones con guardias por todas partes -le dijo-. Registran los autos, piden papeles a todo el mundo, se meten a las casas.

Aún no decían nada en la televisión, las radios ni los periódicos, pero los rumores eran inatajables. El tam tam humano aventaba por toda la ciudad que habían matado a Trujillo. La gente estaba sobrecogida y confusa por lo que podía pasar. Durante cerca de una hora, estuvo devanándose los sesos: ¿dónde ir? Por lo pronto, salir de aquí. Agradeció a la doctora de los Santos su ayuda y salió a la calle, con la mano en la pistola que llevaba en el bolsillo derecho del pantalón. Deambuló un buen rato, sin rumbo, hasta que se acordó de su dentista, el doctor Camilo Suero, que vivía por el Hospital Militar. Camilo y su esposa, Alfonsina, lo hicieron entrar. No podían esconderlo, pero lo ayudaron a estudiar posibles refugios- Y, entonces, le vino a la cabeza la imagen de Francisco Rainieri, un antiguo amigo, hijo de italiano y embajador de la Orden de Malta; su esposa, Venecia, y Guarina, su mujer, solían tomar té y jugar canasta. Tal vez el diplomático podría facilitarle la manera de asilarse en alguna legación. Extremando las precauciones, llamó por teléfono a la residencia de los Rainieri y cedió el aparato a Alfonsina, quien se hizo pasar por la señora Guarina Tessón, nombre de soltera de la mujer de Imbert. Pidió hablar con Queco. Éste se puso al aparato de inmediato y la dejó estupefacta con el cordialísimo saludo:

– Cómo estás, queridísima Guarina, encantado de saludarte. ¿Llamas por el compromiso de esta noche, verdad? No te preocupes. Enviaré el carro a recogerte. A las siete en punto, si te parece. ¿Me recuerdas tu dirección, por favor?

– O es un adivino o se ha vuelto loco, o no sé qué -dijo la dueña de casa, al colgar.

– ¿Y, ahora, qué hacemos hasta las siete, Alfonsina?

– Rezarle a Nuestra Señora de la Altagracia -se santiguó ella-. Si llegan antes los caliés, usa tu pistola nomás.

A las siete en punto paró en la puerta un reluciente Buick azul, de placa diplomática. El propio Francisco Rainieri conducía. Arrancó apenas Antonio Imbert estuvo a su lado.

– Supe que el mensaje venía de ti, porque Guarina y tu hija están en mi casa -le dijo Rainieri, a modo de saludo-. No hay dos Guarinas Tessón en Ciudad Trujillo, sólo podías ser tú.

Estaba muy tranquilo, y hasta risueño, con su guayabera recién planchada y oliendo a lavanda. Llevó a Imbert a una residencia remota por calles apartadas, dando un gran rodeo, pues en las principales avenidas había barreras que detenían a los vehículos para registrarlos. Hacía menos de una hora que se había anunciado oficialmente la muerte de Trujillo. Reinaba un ambiente cargado de recelo, como si todo el mundo esperara una explosión. Elegante igual que siempre, el embajador no le hizo una sola pregunta sobre el asesinato de Trujillo, ni sobre sus compañeros de conjura. Con naturalidad, como si hablara del próximo campeonato de tenis en el Country Club, comentó:

– Tal como están las cosas, es impensable que alguna embajada te dé asilo. Tampoco serviría de gran cosa. El gobierno, si todavía hay gobierno, no lo respetaría. Te sacarían a la fuerza, donde estuvieras. Lo único que te queda, por el momento, es esconderte. En el consulado de Italia, donde tengo amigos, hay demasiado trajín de empleados y visitas. Pero he encontrado la persona, con total seguridad. Ya lo hizo una vez, con Yuyo d'Alessandro, cuando estuvo perseguido. Ha puesto una sola condición. Nadie debe saberlo, ni siquiera Guarina. Por la seguridad de ella, sobre todo.

– Por supuesto -murmuró Tony Imbert, asombrado de que, por iniciativa propia, este hombre al que lo unía una amistad ligera, se arriesgara tanto para salvarle la vida. Estaba tan desconcertado con la generosidad temeraria de Queco, que no atinó a darle las gracias.

En casa de los Rainieri pudo abrazar a su mujer y a su hija. Dadas las circunstancias, guardaban mucha calma.

Pero cuando la tuvo en sus brazos, sintió temblar el cuerpecito de Leslie. Estuvo con ellas y los Rainieri cerca de un par de horas. Su mujer le había traído un maletín de mano, con ropa limpia y sus artículos de afeitar. No mencionaron a Trujillo. Guarina le contó lo que había averiguado a través de las vecinas. Su casa había sido invadida al amanecer por policías de uniforme y de civil; la habían vaciado, rompiendo y pulverizando lo que no se llevaron, en dos camionetas.

Cuando llegó la hora, el diplomático le hizo un pequeño gesto, señalándole el reloj. Abrazó y besó a Guarina y Leslie, y siguió a Francisco Rainieri, por la puerta de servicio, hasta la calle. Segundos después, un pequeño vehículo con las luces bajas, frenó delante de ellos.

– Adiós y buena suerte -lo despidió Rainieri, dándole la mano-. No te preocupes por tu familia. Nada le faltará.

Imbert entró al vehículo y se sentó junto al chofer.

Era un hombre joven, con camisa y corbata, pero sin chaqueta. En impecable español, aunque con música italiana, se presentó:

– Me llamo Cavaglieri y soy funcionario de la embajada italiana. Mi mujer y yo haremos lo posible para que su estancia en nuestro apartamento sea lo más grata. No se preocupe, en mi casa no habrá testigos indiscretos. Vivimos solos. No tenemos cocinera ni sirvientes. A mi mujer le encantan las labores domésticas. Y a los dos nos gusta cocinar.

Se rió y Antonio Imbert imaginó que la cortesía le mandaba intentar una risita. La pareja vivía en el último piso de un nuevo edificio, no lejos de la calle Mahatma Gandhi y de la casa de Salvador Estrella Sadhalá. La señora Cavaglieri era aún más joven que su marido -una muchacha delgada, de ojos almendrados y cabellos negros- y lo recibió con una cortesía despercudida y risueña, como a un viejo amigo de familia que viene a pasar un fin de semana. No mostraba la menor aprensión por alojar en su casa a un desconocido, asesino del amo supremo del país, al que miles de guardias y policías buscaban con codicia y odio. En los seis meses y tres días que vivió con ellos, nunca, ni una sola vez, ninguno de los dueños de casa le hizo sentir -y eso que era susceptible, y su situación lo predisponía a ver fantasmas- que su presencia allí incomodaba en lo más mínimo. ¿Sabía la pareja que se jugaba la vida? Desde luego. Escucharon y vieron en la televisión, los relatos pormenorizados del pánico que provocaban esos apestados asesinos a los dominicanos, y cómo, muchos de ellos, no contentos con negarles un refugio, se apresuraban a denunciarlos. Vieron caer, el primero, al ingeniero Huáscar Tejeda, expulsado de manera innoble de la iglesia del Santo Cura de Ars por el aterrorizado párroco, quien lo echó en brazos del SIM. Siguieron, al detalle, la odisea del general Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza, recorriendo en un carro del servicio público las calles de Ciudad Trujillo y siendo denunciados por las personas a las que acudieron en busca de ayuda. Y vieron cómo se llevaron los caliés a la pobre anciana que dio asilo a Amadito García Guerrero, después de matar a éste, y cómo las turbas desmantelaban y desaparecían su casa. Pero esas escenas y relatos no intimidaron a los Cavaglieri ni entibiaron la cordialidad con que lo trataban.

Desde el regreso de Ramfis, Imbert y los dueños de casa supieron que su encierro sería de larga duración. Los abrazos públicos entre el hijo de Trujillo y el general José René Román eran elocuentes: éste había traicionado y no habría levantamiento militar. Desde su pequeño universo, en el pentbouse de los Cavaglieri, vio a las muchedumbres haciendo cola, horas de horas, para rendir homenaje a Trujillo) y se vio, en la pantalla de televisión, retratado junto a Luis Amiama (a quien no conocía) bajo anuncios que ofrecían primero cien Mil, luego doscientos mil y, por fin, medio millón de pesos a quien delatara su paradero.

– Psst, con la caída del valor del peso dominicano, ya no es un negocio interesante -comenta Cavaglieri.

Muy pronto, su vida encajó dentro de una rutina rigurosa. Tenía un cuartito para él solo, con una cama y una mesita de noche, iluminada por una lamparilla. Se levantaba temprano y hacía planchas, carreras en el sitio, abdominales, cerca de una hora. Tomaba desayuno con los dueños de casa. Luego de largas discusiones, consiguió que le permitieran ayudar en la limpieza. Barrer, pasar la aspiradora, sacudir el plumero sobre objetos y muebles, se convirtió en un entretenimiento y en un deber, algo que hacía a conciencia, con total concentración y cierta alegría. Eso si, la señora Cavaglieri nunca lo dejó entrar a la cocina. Ella guisaba muy bien, sobre todo las pastas, que servía dos veces al día. A él la pasta le había gustado desde niño. Pero, después de seis meses de encierro, nunca más volvería a comer tallarines, tagliatellis, raviolis ni variante alguna de ese plato fuerte de la cocina italiana.

Concluidas sus obligaciones domésticas, leía muchas horas. Nunca había sido un gran lector; en esos seis meses, descubrió el placer de la lectura. Libros y revistas fueron la mejor defensa contra el abatimiento que a veces le causaban el encierro, la rutina y la incertidumbre.

Sólo cuando la televisión anunció que una comisión de la OEA había venido a entrevistarse con los presos políticos, supo que Guarina llevaba ya varias semanas en la cárcel, al igual que las esposas de todos sus amigos del complot. Los dueños de casa le habían ocultado hasta entonces que Guarina estaba presa. En cambio, un par de semanas después, alborozados le dieron la buena nueva de que había sido puesta en libertad.

Nunca, ni siquiera cuando trapeaba, barría o pasaba la aspiradora, dejó de llevar consigo su Colt 45 cargada. Su decisión era inquebrantable. Él haría lo que Amadito, Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza. No se entregaría vivo, moriría matando. Era una forma más digna de morir que sometido a vejaciones y torturas ideadas por las mentes retorcidas de Ramfis y sus compinches.

En las tardes y noches leía los periódicos que traían los dueños de casa y veía con ellos los noticiarios en la televisión. Sin creer mucho, siguió esa confusa dualidad en que se embarcaba el régimen: un gobierno civil encabezado por Balaguer que hacía gestos y declaraciones asegurando que el país se democratizaba, y un poder militar y policial, manejado por Ramfis, que seguía asesinando, torturando y desapareciendo gente con la misma impunidad que cuando el jefe. De todas maneras, no podía dejar de sentirse alentado con el regreso de exiliados, la aparición de pequeñas publicaciones de oposición -órganos de la Unión Cívica y del 14 de Junio-, y los mítines estudiantiles contra el gobierno de los que a veces informaban los medios oficiales, aunque sólo fuera para acusar a los manifestantes de comunistas.

El discurso de Joaquín Balaguer en las Naciones Unidas, criticando la dictadura de Trujillo y comprometiéndose a democratizar el país, lo dejó atónito. ¿Era éste el mismo hombrecito que, por treinta y un años, había sido el más fiel y constante servidor del Padre de la Patria Nueva? En las largas sobremesas que solían tener, cuando los Cavaglieri cenaban en casa -muchos días cenaban fuera, pero entonces la señora Cavaglieri le dejaba en el horno la inevitable pasta- ellos le completaban las informaciones, con los chismes que hervían en esta ciudad pronto rebautizada con su viejo nombre de Santo Domingo de Guzmán. Aunque todos temían un golpe de Estado de los hermanos Trujillo, que restaurara la dictadura cruda y dura, era evidente que, poco a poco, la gente iba perdiendo el miedo, o, más bien, rompiéndose el encantamiento que había tenido a tantos dominicanos entregados en cuerpo y alma a Trujillo. Cada vez surgían más voces, declaraciones y actitudes antitrujillistas, y más apoyo a la Unión Cívica, al 14 de junio, o al PRD, cuyos líderes acababan de regresar al país y abierto un local en el centro.

El día más triste de su odisea fue también el más feliz. El 18 de noviembre, a la vez que anunciaba la partida de Ramfis del país, la televisión hizo saber que los'seis asesinos del jefe (cuatro ejecutores y dos cómplices) habían huido, luego de asesinar a tres soldados que los regresaban a la prisión de La-Victoria después de una reconstrucción del crimen. Frente a la pantalla de televisión, no pudo contenerse y rompió en sollozos. Así, pues, sus amigos -el Turco, su amigo del alma- habían sido asesinados, junto a tres pobres guardias, como coartada de la pantomima. Por supuesto, nunca se encontrarían – los cadáveres. El señor Cavaglieri le alcanzó una copa de coñac:

– Consuélese, señor Imbert. Piense que pronto verá a su mujer y a su hija. Esto se acaba.

Poco después se anunciaba la inminente partida al extranjero de los hermanos Trujillo, con sus familias. Era el fin del encierro, ahora sí. Por el momento al menos, había sobrevivido a la cacería, en la que, prácticamente, con excepción de Luis Amiama -pronto supo que éste había pasado seis meses metido en un clóset muchas horas al día-, todos los principales conjurados, además de centenares de inocentes, entre ellos su hermano Segundo, habían sido asesinados, torturados o seguían en las cárceles.

Al día siguiente de la partida de los Trujillo, se dio una amnistía política. Comenzaron a abrirse las cárceles. Balaguer anunció una comisión para investigar la verdad sobre lo ocurrido con los «ajusticiadores del tirano». Las radios, diarios y la televisión dejaron desde ese día de llamarlos asesinos; de ajusticiadores, su nuevo apelativo, pasarían pronto a ser llamados héroes y, no mucho después, calles, plazas y avenidas de todo el país empezarían a ser rebautizadas con sus nombres.

Al tercer día, discretamente -los dueños de casa no le permitieron siquiera que se demorase agradeciéndoles lo que habían hecho por él y lo único que le pidieron es que no divulgase a nadie su identidad, para no comprometer su condición de diplomáticos-, salió al anochecer de su encierro y se presentó, solo, en su casa. Durante mucho rato, él, Guarina y Leslie se abrazaron sin poder hablar. Examinándose, comprobaron que, mientras Guarina y Leslie habían enflaquecido, él engordó cinco kilos. Les explicó que en la casa donde estuvo escondido -no podía decir cuál- se comían muchos spaghetti.

No pudieron hablar mucho. El destartalado hogar de los Imbert empezó a llenarse de ramos de flores, de parientes, amigos y desconocidos que se acercaban a abrazarlo, a felicitarlo y -a veces, temblando de emoción, los ojos llenos de lágrimas- a llamarlo héroe y darle las gracias por lo que había hecho. Entre los visitantes, apareció de pronto un militar. Era un edecán de la Presidencia de la República. Después de las salutaciones de rigor, el mayor Teofronio Cáceda le dijo que a él y al señor don Luis Amiama -quien acababa de emerger también de su escondite, nada menos que la casa del actual ministro de Salud- el jefe de Estado quería recibirlos en el Palacio Nacional, mañana al mediodía. Y, con una risita cómplice, le informó que el senador Henry Chirinos acababa de presentar en el Congreso («El mismo Congreso de Trujillo, si señor») una ley nombrando a Antonio Imbert y Luis Amiama generales de tres estrellas del Ejército Dominicano, por servicios extraordinarios prestados a la nación.

A la mañana siguiente, acompañado de Guarina y Leslie -los tres con sus mejores ropas, aunque a Antonio las suyas le apretaban- fueron a la cita de Palacio. Una nube de fotógrafos los recibió, y una guardia de militares en uniforme de parada les presentó armas. Allí, en la sala de espera, conoció a Luis Amiama, un hombre muy delgado y grave, de boca sin labios, de quien, a partir de entonces, sería amigo inseparable. Se dieron la mano y quedaron en verse, después de la reunión con el Presidente, para visitar juntos a las esposas (a las viudas) de todos los conjurados muertos o desaparecidos, y para contarse sus propias aventuras. En eso, se abrió el despacho del jefe del Estado.

Sonriente y con una expresión de honda alegría, el doctor Joaquín Balaguer avanzó hacia ellos, bajo los flashes de los fotógrafos, con los brazos abiertos.

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