XII

Salvador Estrella Sadhalá pensó que nunca conocería el Líbano y ese pensamiento lo deprimió. Desde niño soñaba de cuando en cuando con que algún día iría a visitar el Alto Líbano, aquella ciudad, acaso aldea, Basquinta, de donde eran oriundos los Sadhalá y de donde, a fines del siglo pasado, los ascendientes de su madre fueron expulsados por católicos. Salvador creció oyendo a mamá Paulina las aventuras y desventuras de los prósperos comerciantes que eran los Sadhalá allá en el Líbano; cómo lo habían perdido todo, y las pellejerías que pasaron don Abraham Sadhalá y los suyos huyendo de las persecuciones a que la mayoría musulmana sometía a la minoría cristiana. Recorrieron medio mundo, fieles a Cristo y a la cruz, hasta recalar en Haití, luego en la República Dominicana. En Santiago de los Caballeros echaron raíces y, trabajando con la dedicación y honradez proverbiales de la familia, volvieron a ser prósperos y respetados en su tierra de adopción. Aunque veía poco a sus parientes maternos, Salvador, hechizado por las historias de mamá Paulina, se sintió siempre un Sadhalá. Por eso, soñaba con visitar esa misteriosa Basquinta que nunca encontró en los mapas del Medio Oriente. ¿Por qué acababa de tener la certidumbre de que jamás pondría los pies en el exótico país de sus antepasados?

– Creo que me dormí -oyó decir, en el asiento de adelante, a Antonio de la Maza. Lo vio restregarse los ojos. -Se durmieron todos -repuso Salvador-. No te preocupes, estoy atento a los carros que vienen de Ciudad Trujillo.

– Yo también -dijo, a su lado, el teniente Amado García Guerrero-. Parece que duermo porque no muevo un músculo y pongo el cerebro en blanco. Es una manera de relajarse que aprendí en el Ejército.

– ¿Seguro que va a venir, Amadito? -lo provocó, desde el volante, Antonio Imbert. El Turco detectó su tono de reproche. ¡Qué Injusto! Como si Amadito tuviera la culpa de que Trujillo hubiera cancelado su viaje a San Cristóbal.

– Sí, Tony -respingó el teniente, con seguridad fanática-. Va a venir.

El Turco ya no estaba tan seguro; llevaban hora y cuarto de espera. Habrían perdido un día más, de entusiasmo, de angustia, de esperanza. Con sus cuarenta y dos años, Salvador era uno de los mayores entre los siete hombres apostados en los tres autos que esperaban a Trujillo en la carretera a San Cristóbal. No se sentía viejo, ni muchísimo menos. Su fuerza seguía siendo tan descomunal como a sus treinta años, cuando, en la finca de Los Almácigos, se decía que el Turco podía matar un burro de un puñetazo detrás de la oreja. La potencia de sus músculos era legendaria. Lo sabían quienes se habían calzado los guantes para boxear con él en el cuadrilátero del Reformatorio de Santiago, donde, gracias a sus esfuerzos por inculcarles los deportes, había conseguido efectos maravillosos entre los jóvenes delincuentes y vagabundos. Allí surgió Kid Dinamita, ganador del Guante de Oro, que llegó a ser boxeador conocido en todo el Caribe.

Salvador quería a los Sadhalá y se sentía orgulloso de su sangre árabe libanesa, pero los Sadhalá no habían querido que él naciera; hicieron una oposición atroz a su madre, cuando Paulina les hizo saber que la cortejaba Piro Estrella, mulato, militar y político, tres cosas que a los Sadhalá -el Turco sonrió- les daban escalofríos. La negativa familiar hizo que Piro Estrella se robara a mamá Paulina, se la llevara a Moca, a punta de pistola arrastrara al cura a la parroquia y lo obligara a casarlos. Con el tiempo, los Sadhalá y los Estrella se reconciliaron. Cuando mamá Paulina murió, en 1936, los hermanos Estrella Sadhalá eran diez. El general Piro Estrella se las arregló para engendrar otros siete hijos en su segundo matrimonio, de modo que el Turco tenía dieciséis hermanos legítimos. ¿Qué les ocurriría si fracasaba lo de esta noche? ¿Qué le ocurriría, sobre todo, a su hermano Guaro, que no sabía nada de esto? El general Guarionex Estrella Sadhalá había sido jefe de los ayudantes militares de Trujillo y en la actualidad comandaba la Segunda Brigada, de La Vega. Si la conjura fallaba, las represalias serían despiadadas. ¿Por qué había de fallar? Estaba cuidadosamente preparada. Apenas su jefe, el general José René Román, le comunicara que Trujillo había muerto y que una junta cívico-militar tomaba el poder, Guarionex pondría todas las fuerzas militares del norte al servicio del nuevo régimen. ¿Sucedería? El desaliento volvía a apoderarse de Salvador, por culpa de la espera.

Entrecerrando los ojos, sin mover los labios, oró. Lo hacía varias veces en el día, en voz alta al levantarse y al acostarse, y en silencio, como ahora, el resto de las veces. Padrenuestros y avemarías, pero, también, oraciones que improvisaba en función de las circunstancias. Desde joven se acostumbró a participar a Dios los grandes y menudos problemas, a confiarle sus secretos y pedirle consejos. Le rogó que Trujillo viniera, que su infinita gracia permitiera que ejecutaran de una vez al verdugo de los dominicanos, esa Bestia que ahora se encarnizaba contra la Iglesia de Cristo y sus pastores. Hasta hacía algún tiempo, cuando se trataba del ajusticiamiento de Trujillo, el Turco se sentía indeciso; pero, desde que recibió la señal, podía hablar al Señor del tiranicidoo con buena conciencia. La señal había sido aquella frase que le leyó el nuncio de Su Santidad.

Fue gracias al padre Fortín, sacerdote canadiense avecindado en Santiago, que Salvador tuvo aquella conversación con monseñor Lino Zanini, gracias a la cual estaba aquí. Durante muchos años, el padre Cipriano Fortín fue su director espiritual. Una o dos veces al mes tenían largas conversaciones en las que el Turco le abría su corazón y su conciencia; el sacerdote lo escuchaba, respondía a sus preguntas y le exponía sus propias dudas. De manera insensible, los asuntos políticos fueron superponiéndose a los personales en aquellas conversaciones. ¿Por qué la Iglesia de Cristo apoyaba a un régimen manchado de sangre? ¿Cómo era posible que la Iglesia amparara con su autoridad moral a un gobernante que cometía crímenes abominables?

El Turco recordaba el embarazo del padre Fortín. Las explicaciones que aventuraba no lo convencían a él mismo: a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. ¿Acaso existe semejante separación para Trujillo, padre Fortín? ¿No va a misa, no recibe la bendición y la hostia consagrada? ¿No hay misas, tedeum, bendiciones para todos los actos de gobierno? ¿No santifican a diario obispos y sacerdotes los actos de la tiranía? ¿En qué situación dejaba la Iglesia a los creyentes identificándose de ese modo con Trujillo?

Desde jovencito, Salvador había comprobado lo difícil, lo imposible que resultaba a veces someter la conducta diaria a los mandamientos de su religión. Sus principios y creencias, pese a ser tan firmes, no lo habían frenado para la parranda ni las faldas. Nunca se arrepentiría bastante de haber procreado dos hijos naturales, antes de casarse con su mujer actual, Urania Mieses. Eran caídas que lo avergonzaban, que había procurado redimir, aunque sin aplacar su conciencia. Sí, muy difícil no ofender a Cristo en la vida de todos los días. Él, pobre mortal, marcado por el pecado original, era prueba de las debilidades congénitas al hombre.

¿Pero cómo podía equivocarse la Iglesia inspirada por Dios apoyando a un desalmado?

Hasta que, hacía dieciséis meses -nunca olvidaría aquel día-, el domingo 25 de enero de 1960 ocurrió aquel milagro. Un arco iris en el cielo dominicano. El 21 había sído la fiesta de la patrona, Nuestra Señora de la Altagracia, y, también, el de la peor redada contra militantes del 14 de junio. La iglesia de la Altagracia, en aquella soleada mañana santiaguense, estaba de bote a bote. De pronto, desde el púlpito, con voz firme, el padre Cipriano Fortín comenzó a dar lectura

– lo mismo hacían los pastores de Cristo en todas las iglesias dominicanas- a aquella Carta Pastoral del episcopado que estremeció la República. Fue un ciclón, más dramático todavía que aquel, famoso, de San Zenón, que en 1930, en los comienzos de la Era de Trujillo, desapareció la ciudad capital.

En la oscuridad del automóvil, Salvador Estrella Sadhalá, inmerso en el recuerdo de aquel fasto día, sonrió. Oyendo leer al padre Fortín en su español ligeramente afrancesado, cada frase de aquella Carta Pastoral que enloqueció de furor a la Bestia, le parecía una respuesta a sus dudas y angustias. Conocía tanto ese texto -que, luego de oír, había leído, impreso a ocultas y repartido por doquier- que se lo sabía casi de memoria. Una «sombra de tristeza» marcaba la festividad de la Virgen dominicana. «No podemos permanecer insensibles ante la honda pena que aflige a buen número de hogares dominicanos», decían los obispos. Como san Pedro, querían «llorar con los que lloran». Recordaban que la raíz y fundamento de todos los derechos está en la dignidad inviolable de la persona humana». Una cita de Pío XII evocaba a los «millones de seres humanos que continúan viviendo bajo la opresión y la tiranía», para los que no hay «nada seguro: ni el hogar, ni los bienes, ni la libertad, ni el honor».

Cada frase aceleraba el corazón de Salvador. «¿A quién pertenece el derecho a la vida sino únicamente a Dios, autor de la vida?» Los obispos subrayaban que de ese «derecho primordial» brotan los otros: a formar una familia, el derecho al trabajo, al comercio, a la inmigración (¿no era esto condenar ese sistema infame de pedir permiso policial para cada salida al extranjero?), a la buena fama y a no ser calumniado «bajo fútiles pretextos o denuncias anónimas» «por bajos y rastreros motivos». La Carta Pastoral reafirmaba que «todo hombre tiene derecho a la libertad de conciencia, de prensa, de libre asociación…». Los obispos elevaban preces «en estos momentos de congoja y de incertidumbres para que hubiera «concordia y paz» y se establecieran en el país «los sagrados derechos de convivencia humana».

Salvador quedó tan conmovido que, a la salida de la iglesia, ni siquiera pudo comentar la Carta Pastoral con su mujer o con los amigos que, reunidos a la puerta de la parroquia, chisporroteaban de sorpresa, entusiasmo o miedo con lo que acababan de oír. No había confusión posible: encabezaba la Carta Pastoral el arzobispo Ricardo Pittini y la firmaban los cinco obispos del país.

Balbuceando una excusa, se apartó de su familia y, como un sonámbulo, regresó a la iglesia. Fue a la sacristía. El padre Fortín se quitaba la casulla. Le sonrió: «¿Estarás orgulloso de tu Iglesia, ahora sí, Salvador?». A él no le salían las palabras. Abrazó al sacerdote largamente. Sí, la Iglesia de Cristo se había puesto por fin del lado de las víctimas.

– Las represalias van a ser terribles, padre Fortín -murmuró.

Lo fueron. Pero, con esa endiablada habilidad del régimen para la intriga, la venganza se concentró en los dos obispos extranjeros, ignorando a los nacidos en suelo dominicano. Monseñor Tomás F. Reilly, de San Juan de la Maguana, norteamericano, y monseñor Francisco Panal, obispo de La Vega, español, fueron los blancos de esa innoble campaña.

En las semanas que siguieron al júbilo del 25 de enero de 1960, Salvador se planteó por primera vez la necesidad de matar a Trujillo. Al principio, la idea lo espantaba, un católico ten'ía que respetar el quinto mandamiento. Pese a ello, volvía, irresistible, cada vez que leía en El Caribe, en La Nación, o escuchaba en La Voz Dominicana los ataques contra monseñor Panal y monseñor Reilly: agentes de potencias extranjeras, vendidos al comunismo, colonialistas, traidores, víboras. ¡Pobre Monseñor Panal! Acusar de extranjero a un sacerdote que había pasado treinta años haciendo obra apostólica en La Vega, donde era querido por tirios y troyanos. Las infamias tramadas por Johnny Abbes -¿quién si no podía elucubrar semejantes aquelarres?- de las que el Turco se enteraba por el padre Fortín y el tam. tam. humano, eliminaron sus escrúpulos. La gota que rebalsó el vaso fue la sacrílega pantomima montada contra monseñor Panal, en la iglesia de La Vega, donde el obispo decía la misa de doce. En la nave atestada de parroquianos, cuando monseñor Panal leía el evangelio del día, irrumpió una pandilla de barraganas maquilladas y semidesnudas, y ante el estupor de los fieles, acercándose al púlpito insultaron y recriminaron al anciano obispo, acusándolo de haberles hecho hijos y ser un pervertido. Una de ellas, apoderándose del micrófono, aulló: «Reconoce a las criaturas que nos hiciste parir y no las mates de hambre». Cuando, algunos asistentes, reaccionando, intentaron sacar a las putas fuera de la iglesia y proteger al obispo que miraba aquello incrédulo, irrumpieron los caliés, una veintena de forajidos armados de garrotes y cadenas, que arremetieron sin misericordia contra los parroquianos. ¡Pobres obispos! Les pintarrajearon las casas con los insultos. A monseñor Reilly, en San Juan de la Maguana, le dinamitaron la camioneta con la que se desplazaba por la diócesis, y le bombardearon la casa con animales muertos, aguas servidas, ratas vivas, cada noche, hasta obligarlo a refugiarse en Ciudad Trujillo, en el Colegio Santo Domingo. El indestructible monseñor Panal seguía resistiendo en La Vega, las amenazas, las infamias, los insultos. Un anciano hecho del barro de los mártires.

Uno de esos días el Turco se presentó en casa del padre Fortín con la gruesa, grande cara transformada.

– ¿Qué pasa, Salvador@

– Voy a matar a Trujillo, padre. Quiero saber si me condenaré -se quebró-: Ya no puede ser. Lo que están haciendo con los obispos, con las iglesias, esa asquerosa campaña en la televisión, en radios y periódicos. Hay que ponerle fin, cortando la cabeza de la hidra. ¿Me condenaré?

El padre Fortin lo calmó. Le ofreció café recién colado, lo sacó a dar un largo paseo por las calles arboladas de laureles de Santiago. Una semana después le anunció que el nuncio apostólico, monseñor Lino Zanini, lo recibiría en Ciudad Trujillo, en audiencia privada. El Turco se presentó intimidado en la elegante casona de la nunciatura, en la avenida Máximo Gómez. Aquel príncipe de la Iglesia hizo sentirse cómodo desde el primer instante a ese gigantón tímido, apretado en su camisa de cuello y la corbata que se había puesto para la audiencia con el representante del Papa.

¡Qué elegante era y qué bien hablaba monseñor Zanini! Un verdadero príncipe, sin duda. Salvador había oído muchas historias del nuncio y sentía simpatía por él, porque decían que Trujillo lo odiaba. ¿Sería verdad que Perón había partido del país, donde llevaba siete meses exiliado, al enterarse de la llegada del nuevo nuncio de Su Santidad? Lo decía todo el mundo. Que corrió al Palacio Nacional: «Cuídese, Excelencia. Con la Iglesia no se puede. Recuerde lo que me ocurrió. No me tumbaron los militares, sino los curas. Este nuncio que le manda el Vaticano, es como el que me mandó a mí, cuando comenzaron los líos con las sotanas.

¡Cuídese de él!». Y el ex dictador argentino hizo sus maletas y escapó a España.

Después de aquella reunión, el Turco estaba dispuesto a creer todo lo bueno que se dijera de monseñor Zanini.

El nuncio lo hizo pasar a su despacho, le invitó refrescos, lo alentó a volcar lo que llevaba dentro con afables comentarios dichos en un español de música italiana que a Salvador le hacía el efecto de una melodía angélica. Lo escuchó decir que no podía soportar más lo que ocurría, que lo que el régimen estaba haciendo con la Iglesia, con los obispos, lo tenía enloquecido. Luego de una larga pausa, cogió la mano anillada del nuncio:

– Voy a matar a Trujillo, monseñor. ¿Habrá perdón para mi alma?

Se le cortó la voz. Permanecía con los ojos bajos, respirando con ansiedad. Sintió en su espalda la mano paternal de monseñor Zanini. Cuando, por fin, levantó los ojos, el nuncio tenía un libro de santo Tomás de Aquino en las manos. Su cara fresca le sonreía con aire pícaro. Uno de sus dedos señalaba un pasaje, en la página abierta. Salvador se inclinó y leyó: «La eliminación física de la Bestia es bien vista por Dios si con ella se libera a un pueblo».

Salió en estado de trance de la nunciatura. Anduvo mucho rato por la avenida George Washington, a la orilla del mar, sintiendo una tranquilidad de espíritu que no conocía hacía mucho tiempo. Mataría a la Bestia y Dios y su Iglesia lo perdonarían, manchándose de sangre y lavarían la sangre que la Bestia hacía correr en su patria.

¿Pero, iba a venir? Sentía la tremenda tensión en que la espera había puesto a sus compañeros. Nadie abría la boca; ni se movían. Los oía respirar: Antonio Imbert, aferrado al volante, de manera calmada, con largas chupadas de aire; rápido, de modo acezante, Antonio de la Maza, que no desviaba los ojos de la carretera; y, a su lado, la acompasada y profunda respiración de Amadito, su cara vuelta también hacia Ciudad Trujillo. Sus tres amigos debían tener las armas en las manos, como él. El Turco sentía la cacha del Smith amp; Wesson 38, comprado hacía tiempo en la ferretería de un amigo de Santiago. Amadito, además de una pistola 45, llevaba un fusil MI -del ridículo aporte de los yanquis a la conspiración-, y, como Antonio, una de las dos escopetas Browning calibre 12, cuyos cañones había recortado en su taller el español Miguel Angel Bissié, amigo de Antonio de la Maza. Estaban cargadas con los proyectiles especiales que otro intimo de Antonio, español también y ex oficial de artillería, Manuel de Ovin Filpo, había preparado especialmente, entregándoselos con la seguridad de que cada una de esas balas tenía una carga mortífera para pulverizar un elefante. Ojalá. Fue Salvador quien propuso que las carabinas de la CIA quedaran en manos del teniente García Guerrero y Antonio de la Maza, y que éstos ocuparan los asientos de la derecha, junto a la ventanilla. Eran los mejores tiradores, les correspondía disparar primero y de más cerca. Todos lo aceptaron. ¿Vendría, vendr’ía?

La gratitud y la admiración de Salvador Estrella Sadhalá hacia monseñor Zanini aumentaron cuando, a las pocas semanas de esa conversación en la nunciatura, supo que las hermanas mercedarias de la Caridad habían decidido trasladar a Gisela, su hermana monja -sor Paulina- de Santiago a Puerto Rico. Gisela, la hermanita mimada, la preferida de Salvador. Y, mucho más desde que abrazó la vida religiosa. El día que hizo los votos, y eligió el nombre de mamá Paulina, gruesos lagrimones surcaron las mejillas del Turco. Cada vez que pudo pasar un rato con sor Paulina, se sintió redimido, confortado, espiritualizado, contagiado de la serenidad y alegría que emanaban de la hermanita querida, de la tranquila seguridad con que llevaba la vida de entrega al Señor. ¿Le había dicho el padre Fortín al nuncio lo asustado que estaba por lo que podía ocurrir a su hermana monja si el régimen descubría que él conspiraba? Ni un solo momento pensó que el traslado de sor Paulina a Puerto Rico fuera casual. Era una decisión sabia y generosa de la Iglesia de Cristo para poner fuera del alcance de la Bestia a una joven pura e inocente sobre la que podían cebarse los verdugos de Johnny Abbes. Era una de las costumbres del régimen que más sublevaba a Salvador: ensañarse con los parientes de aquellos a quienes quería castigar, padres, hijos, hermanos, confiscándoles lo que tenían, encarcelándolos, echándolos de sus trabajos. Si esto fallaba, las represalias contra sus hermanas y hermanos serían implacables. Ni siquiera su padre, el general Piro Estrella, tan amigo del Benefactor, a quien homenajeaba con banquetes en su hacienda de Las Lavas, sería exonerado. Todo eso lo había sopesado una y otra vez. La decisión estaba tomada. Y era un alívio saber que la mano criminal no podría alcanzar a sor Paulina en su convento de Puerto Rico. De cuando en cuando, ella le enviaba una cartita escrita con su letra clara, derechita, llena de afecto y buen humor.

Pese a ser tan religioso, a Salvador nunca le pasó por la cabeza hacer lo que Giselita: tomar los hábitos. Era una vocación que él admiraba y envidiaba, pero de la que lo había excluido el Señor. Nunca hubiera podido cumplir con aquellos votos, sobre todo el de la pureza. Dios lo hizo demasiado terrenal, demasiado propenso a ceder a aquellos instintos que un pastor de Cristo tenía que aniquilar para cumplir su misión. Le habían gustado siempre las mujeres -todavía ahora, que llevaba una vida de fidelidad conyugal, con esporádicas caídas de las que su conciencia quedaba lacerada un buen tiempo-, la presencia de una muchacha trigueña, de cintura angosta y acentuadas caderas, de boquita sensual y ojos chispeantes -esa típica belleza dominicana llena de picardía en la mirada, en el andar, en el hablar, en el movimiento de las manos- a Salvador lo alborotaba, lo incendiaba de fantasías y deseos.

Eran tentaciones que solía resistir. Cuántas veces se habían burlado de él sus amigos, Antonio de la Maza sobre todo, que luego del asesinato de Tavito se volvió un parrandero, por negarse a acompañarlos en sus amanecidas en los burdeles, en sus visitas a las casas donde las maipiolas les conseguían muchachitas dizque para desflorar. Algunas veces, sucumbió, cierto. Después, le duraba muchos días la amargura. Desde hacía tiempo, se habituó a responsabilizar de esas ídas a Trujillo. La Bestia tenía la culpa de que tantos dominicanos buscaran en putas, borracheras y otros descarríos como aplacar el desasosiego que les causaba vivir sin un resquicio de libertad y dignidad, en un país donde la vida humana nada valía. Trujillo había sido uno de los más efectivos aliados del demonio.

– ¡Ése es! -rugió Antonio de la Maza. Y Amadito y Tony Imbert: -¡Es él! ¡Ése es!

– ¡Arranca, coño!

Antonio Imbert ya lo había hecho y el Chevrolet, estacionado mirando hacia Ciudad Trujillo, viraba haciendo chirriar las llantas -Salvador pensó en una película policial- y enfilaba en dirección a San Cristóbal, donde, por la carretera desierta y a oscuras, se iba alejando el auto de Trujillo. ¿Era? Salvador no lo vio, pero sus compañeros parecían tan seguros que debía ser, debía ser. Su corazón le golpeaba el pecho. Antonio y Amadito bajaron los vidrios de las ventanillas y, a medida que Imbert, inclinado sobre el volante como jinete que ace saltar a su caballo, aceleraba, e viento era tan fuerte que Salvador apenas podía tener los OJOS abiertos. Se protegió con su mano libre -la otra empuñaba el revólver-: poco a poco, acortaban la distancia de las lucecitas rojas.

– ¿Seguro que es el Chevrolet del Chivo, Amadito? -gritó.

– Seguro, seguro -chilló el teniente-. Reconocí al chofer, es Zacarías de la Cruz. ¿No les dije que vendría?

– Acelera, coño -repitió, por tercera o cuarta vez, Antonio de la Maza. Había sacado la cabeza y el cañón recortado de su carabina fuera del auto.

– Tenías razón, Amadito -se oyó gritar Salvador-. Vino y sin escolta, como dijiste.

El teniente tenía cogido su fusil con las dos manos. Ladeado, le daba la espalda y, un dedo en el gatillo, apoyaba la culata del MI en su hombro. «Gracias, Dios mío, en nombre de tus hijos dominicanos», rezó Salvador.

El Chevrolet Biscayne de Antonio de la Maza volaba sobre la carretera, acortando la distancia del Chevrolet Bel Air azul claro que Amadito García Guerrero les había descrito tantas veces. El Turco identificó la placa oficial blanca y negra número 0-1823, las cortinillas de tela en las ventanas. Era, sí, era el carro que el jefe usaba para ir a su Casa de Caoba, en San Cristóbal. Salvador había tenido una pesadilla recurrente con este Chevrolet Biscayne que conducía Tony Imbert. Iban como ahora, bajo un cielo con luna y estrellas, y, de pronto, este automóvil nuevecito, preparado para la persecución, comenzaba a desacelerar, a ir más despacio, hasta que, entre las maldiciones de todos, se paraba. Salvador veía perderse en la oscuridad el auto del Benefactor.

El Chevrolet Bel Air seguía acelerando -debía de ir a más de cien por hora ya- y el auto de adelante se perfilaba nítido en el resplandor de las luces altas que había puesto Imbert. Salvador conocía al detalle la historia de este automóvil desde que, siguiendo la iniciativa del teniente Garc’ía Guerrero, acordaron emboscar a Trujillo en su viaje semanal a San Cristóbal. Era evidente que el éxito dependería de un automóvil veloz. Antonio de la Maza tenía pasión automovilística. La Santo Domingo Motors no se extrañó que alguien que por su trabajo en la frontera con Haití hacía cientos de kilómetros cada semana, quisiera un carro especial. Le recomendaron el Chevrolet Biscayne y se lo encargaron a Estados Unidos. Llegó a Ciudad Trujillo hacía tres meses. Salvador recordó el día en que se montaron en él para probarlo y cómo rieron leyendo las instrucciones, donde se decía que este auto era idéntico a los que la policía neoyorquina utilizaba para perseguir delincuentes. Aire acondicionado, trasmisión automática, frenos hidráulicos y un motor 3 50 cc de ocho cilindros. Costó siete mil dólares y Antonio comentó: «Nunca hubo pesos mejor invertidos». Lo probaron en los alrededores de Moca y el folleto no exageraba: podía llegar a ciento sesenta kilómetros por hora.

– Cuidado, Tony -se oyó decir, luego de un barquinazo que debió abollar un guardalodos. Ni Antonio ni Amadito se dieron por enterados; seguían con las armas y las cabezas salidas, esperando que Imbert rebasara el auto de Trujillo. Estaban a menos de veinte metros, el ventarrón era asfixiante, y Salvador no apartaba la vista de la cortina corrida de la ventanilla trasera. Tendrían que disparar a ciegas, cubrir de plomo todo el asiento. Pidió a Dios que el Chivo no estuviera acompañado de una de las infelices que llevaba a su Casa de Caoba.

Como si, de pronto, hubiera advertido que lo perseguían, o por instinto deportivo se negara a dejarse rebasar, el Chevrolet Bel Air se adelantó algunos metros.

– Acelera, coño -ordenó Antonio de la Maza -. ¡Más rápido, coño!

En pocos segundos el Chevrolet Biscayne recuperó la distancia y continuó acercándose. ¿Y los otros? ¿Por qué Pedro Livio y Huáscar Tejeda no aparecían? Estaban apostados, en el Oldsmobile -también de Antonio de la Maza -, sólo a un par de kilómetros, ya debían de haber interceptado el auto de Trujillo. ¿Olvidó Imbert apagar y prender los faros tres veces seguidas? Tampoco aparecía Fifí Pastoriza en el viejo Mercury de Salvador, emboscado otros dos kilómetros más adelante del Oldsmobile. Ya tenían que haber hecho dos, tres, cuatro o más kilómetros. ¿Dónde estaban?

– Te olvidaste de las señales, Tony -gritó el Turco-. Ya dejamos atrás a Pedro Livio y Fifí.

Estaban a unos ocho metros del auto de Trujillo y Tony le pedía paso, cambiando luces y tocando bocina.

– Pégate más -rugió Antonio de la Maza.

Avanzaron todavía un rato, sin que el Chevrolet Bel Air abandonara el centro de la pista, indiferente a las señales de Tony. ¿Dónde maldita sea estaba el Oldsmobile con Pedro Livio y Huáscar? ¿Dónde su Mercury con Fifí Pastoriza? Por fin, el auto de Trujillo se ladeó hacia la derecha. Les dejaba un espacio suficiente.

– Pégate, pégate más -imploró, histérico, Antonio de la Maza.

Tony Imbert aceleró y en pocos segundos estuvieron a la altura del Chevrolet Bel Air. También estaba corrida la cortina lateral, de modo que Salvador no vio a Trujillo, pero sí, clarito, en la ventanilla de adelante, la cara fornida y tosca del famoso Zacarías de la Cruz, en el instante en que sus tímpanos parecieron reventar con el estruendo de las descargas simultáneas de Antonio y del teniente. Los automóviles estaban tan juntos que, al estallar los cristales de la ventanilla posterior del otro carro, fragmentos de vidrio salpicaron hasta ellos y Salvador sintió en la cara diminutos picotazos. Como en una alucinación alcanzó a ver que Zacarías hacía un exttraño movimiento de cabeza, y, un segundo después, él también disparaba por sobre el hombro de Amadito.

Duró pocos segundos, pues, ahora -el chirrido de las ruedas le escarapeló la piel- una frenada en seco dejó atrás el auto de Trujillo. Volviendo la cabeza, por el vidrio trasero vio que el Chevrolet Bel Air zigzagueaba como si fuera a volcarse antes de quedarse quieto. No daba media vuelta, no intentaba escapar.

– ¡Para, para! -rugía Antonio de la Maza -. ¡Da riversa, coño!

Tony sabía lo que estaba haciendo. Había frenado en seco, casi al mismo tiempo que el auto acribillado de Trujillo, pero levantó el pie del freno ante el violento sacudón que dio el vehículo amenazando volcarse y volvió luego a frenar hasta detener el Chevrolet Biscayne. Sin perder un segundo, maniobró, giró en redondo -no venía vehículo alguno- hasta ponerse en la dirección contraria, y ahora iba al encuentro del auto de Trujillo, absurdamente estacionado allí como esperándolos, con los faros prendidos, a menos de un centenar de metros. Cuando habían cubierto la mitad de ese terreno, los faros del auto detenido se apagaron, pero el Turco no dejó de verlo: ahí seguía, alumbrado por las luces altas de Tony Imbert.

– Bajen las cabezas, agáchense -dijo Amadito-. Nos disparan.

El cristal de la ventanilla de su izquierda se hizo trizas. Salvador sintió agujas en la cara y en el cuello, y fue Inpulsado hacia adelante por el frenazo. El Chevrolet Biscayne chirrió, zigzagueó, ladeándose por completo en la pista antes de detenerse. Imbert apagó los faros. Todo quedó a oscuras. Salvador sentía disparos a su alrededor. ¿En qué momento habían saltado él, Amadito, Tony y Antonio a la carretera? Los cuatro estaban fuera, resguardándose en los guardalodos y puertas abiertas, y disparaban hacia donde estaba, donde debía estar el auto de Trujillo. ¿Quienes les tiraban? ¿Había alguien más con el Chivo, fuera del chofer?

Porque, no había duda, les disparaban, las balas resonaban en torno, tintineaban al perforar las chapas del Chevrolet y acababan de herir a uno de sus amigos.

– Turco, Amadito, cúbrannos -ordenó Antonio de la Maza -. Vamos a rematarlo, Tony.

Casi al mismo tiempo -sus ojos comenzaban a diferenciar los perfiles y las siluetas en el tenue resplandor azulado- vio las dos figuras agazapadas, corriendo hacia el auto de Trujillo.

– No dispares, Turco -dijo Amadito; rodilla en tierra, apuntaba con su fusil-. Les podemos dar. Estate atento. No vaya a ser que se escape por aquí.

Unos cinco, ocho, diez segundos, hubo un silencio absoluto. Como en una fantasmagoría, Salvador notó que, por la pista de su derecha, pasaban rumbo a Ciudad Trujillo dos automóviles, a toda velocidad. Un momento después, otro estruendo de tiros de fusil y revólver. Duró pocos segundos. Entonces, llenó la noche el vozarrón de Antonio de la Maza:

– ¡Está muerto, coño!

Él y Amadito echaron a correr. Segundos después, Salvador se detenía, alargaba la cabeza sobre los hombros de Tony Imbert y de Antonio, que, uno con un encendedor y otro con palitos de fósforos, examinaban el cuerpo bañado en sangre, vestido de verde oliva, la cara destrozada, que yacía en el pavimento sobre un charco de sangre. La Bestia, muerta. No tuvo tiempo de dar gracias al cielo, oyó carreras y tuvo la seguridad de que oía tiros, allá, detrás del auto de Trujillo. Sin reflexionar, alzó su revólver y disparó, convencido de que eran caliés, ayudantes militares, que acudían en ayuda del jefe, y, muy cerca, oyó gemir a Pedro Livio Cedeño, alcanzado por sus balazos. Fue como si se abriera la tierra, como si, desde ese abismo, se levantara riéndose de él la carcajada del Maligno.

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