VII

A la tercera vez que Urania insiste con el bocado, el inválido abre la boca. Cuando la enfermera vuelve con el vaso de agua, el señor Cabral, relajado y como distraído, acepta dócilmente los bocaditos de papilla que le da su hija y bebe a sorbitos medio vaso de agua. Unas gotitas se le escurren por las comisuras hasta el mentón. La enfermera lo seca con cuidado.

– Muy bien, muy bien, se comió su fruta como niño bueno -lo felicita-. Está contento con la sorpresa que le dio su hija ¿verdad, señor Cabral?

El inválido no se digna mirarla.

– ¿Se acuerda usted de Trujillo? -le pregunta Urania, a boca de jarro.

La mujer la mira desconcertada. Es ancha de caderas, agestada, de ojos saltones. Tiene el pelo de un rubio oxidado cuyas raíces oscuras delatan el tinte. Reacciona, por fin:

– Qué me voy a acordar, yo tenía cuatro o cinco añitos cuando lo mataron. No me acuerdo de nada, sólo lo que oí en mi casa. Su papá fue muy importante en esa época, ya lo sé.

Urania asiente.

– Senador, ministro, todo -murmura-. Pero, al final, cayó en desgracia.

El anciano la mira, alarmado.

– Bueno, bueno -trata de hacerse simpática la enfermera-. Sería un dictador y lo que digan, pero parece que no se cometían tantos crímenes. ¿No es cierto, señorita?

– Si mi padre puede entenderla, estará feliz oyéndola.

– Claro que me entiende -dice la enfermera, ya en la puerta-. ¿Verdad, señor Cabral? Su papá y yo tenemos largas conversaciones. Bueno, me llama si me necesita.

Sale, cerrando la puerta.

Tal vez era verdad que, debido a los desastrosos gobiernos posteriores, muchos dominicanos añoraban ahora a Trujillo. Habían olvidado los abusos, los asesinatos, la corrupción, el espionaje, el aislamiento, el miedo: vuelto mito el horror. «Todos tenían trabajo y no se cometían tantos crímenes.»

– Se cometían, papá -busca los ojos del inválido, quien se pone a pestañear-. No entrarían tantos ladrones a las casas, ni habría tantos asaltantes en las calles arrancando carteras, relojes y collares a los transeúntes. Pero, se mataba, se golpeaba, se torturaba y se desaparecía. incluso, a la gente más allegada al régimen. Por ejemplo, el hijito, el bello Ramfis, cuántos abusos cometió. ¡Cómo temblabas de que me fuera a echar el ojo!

Su padre no sabía, porque Urania nunca se lo dijo, que ella y sus compañeras del Colegio Santo Domingo, y tal vez todas las muchachas de su generación, soñaban con Ramfis. Con su bigotito recortado de galán de película mexicana, sus anteojos Ray-Ban, sus ternos entallados y sus variados uniformes de jefe de la Aviación Dominicana, sus grandes ojos oscuros, su atlética silueta, sus relojes y anillos de oro puro y sus Mercedes Benz, parecía el favorito de los dioses: rico, poderoso, apuesto, sano, fuerte, feliz. Lo recuerdas muy bien: cuando las sisters no podían verlas ni oírlas, tú y tus compañeras se mostraban sus colecciones de fotos de Ramfis Trujillo, de civil, de uniforme, en ropa de baño, de corbata, de sport, de etiqueta, en traje de montar, dirigiendo el equipo de polo dominicano o sentado al mando de su avión. Se inventaban haberlo visto, hablado con él en el club, en la feria, en la fiesta, en el desfile, en la kermesse, y, cuando ya se atrevían a decir estas cosas -ruborizadas, asustadas, sabiendo que era pecar de palabra y pensamiento y que tendrían que confesarlo al capellán- se secreteaban, qué lindo, qué hermoso, ser amadas, besadas, abrazadas, acariciadas por Ramfis Trujillo.

– No te imaginas cuántas veces me soñé con él, papá.

Su padre no se ríe. Ha vuelto a dar un brinquillo y abierto mucho los ojos al oír el nombre del hijo mayor de Trujillo. El preferido y, por eso mismo, su peor decepción. El Padre de la Patria Nueva hubiera querido que su primogénito -«¿Era hijo suyo, papá?»- tuviera su apetito de poder y fuera tan enérgico y ejecutivo como él. Pero Ramfis no le había heredado ninguna de sus virtudes ni defectos, salvo, quizás, el frenesí fornicatorio, la necesidad de tumbar mujeres en la cama para convencerse de su virilidad. Carecía de ambición política, de toda ambición, y era indolente, propenso a las depresiones, a la introversión, neurótico, asediado por complejos, angustias y retorcimientos, con una conducta zigzagueante de explosiones histéricas y largos períodos de abulia que ahogaba en drogas y alcohol.

– ¿Sabes lo que dicen los biógrafos del jefe, papá? Que se volvió así cuando supo que, al nacer él, su madre no estaba aún casada con Trujillo. Que comenzó a tener depresiones al enterarse de que su verdadero padre era el doctor Dominici, o ese cubano al que Trujillo mandó matar, el primer amante de doña María Martínez, cuando ésta no soñaba en ser la Prestante Dama y era una mujercita de medio Pelo y dudoso vivir, apodada la Españolita. ¿Te estás riendo? ¡No me lo creo!

Es posible que se esté riendo. También, que sea un mero aflojamiento de sus músculos faciales. En todo caso, no es la cara de alguien que se divierte; más bien, la de quien acaba de bostezar o aullar y ha quedado desmandibulado, los ojos entornados, las narices dilatadas y las fauces abiertas, mostrando un hueco oscuro, desdentado.

– ¿Quieres que llame a la enfermera?

El inválido cierra la boca, distiende el rostro y recupera la expresión atenta y alarmada. Permanece encogido, quieto, esperando. A Urania la distrae una súbita chillería de cotorras, que alborota la habitación. Cesa tan pronto como empezó. Hay un sol espléndido; alancea techos y cristales y empieza a calentar el cuarto.

– ¿Sabes una cosa? Con todo el odio que le tuve, que le sigo teniendo a tu jefe, a su familia, a todo lo que huela a Trujillo, la verdad, cuando pienso en Ramfis, o leo sobre el, no puedo dejar de sentir pena, compasión.

Había sido un monstruo, como toda esa familia de monstruos. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser, siendo hijo de quien era, criado y educado como lo fue? ¿Qué otra cosa hubiera podido ser el hijo de Heliogábalo, el de Calígula, el de Nerón? ¿Qué otra cosa podía ser un niño nombrado a los siete años, por ley -«¿Tú la presentaste en el Congreso o el senador Chirinos, papá?», coronel del Ejército dominicano, y, a los diez, ascendido a general, en una ceremonia pública, a la que debió asistir el cuerpo diplomático y en la que todos los jefes militares le rindieron honores? Urania tiene grabada aquella foto, del álbum que su padre guardaba en una alacena de la sala -¿estará todavía allí?- en la que el atildado senador Agustín Cabral («¿O eras ministro en ese momento, papá?»), de impecable frac, bajo un sol rechinante, doblado en respetuosa venia presenta sus saludos al niño uniformado de general, que de pie sobre un pequeño podio entoldado acaba de pasar revista al desfile militar y recibe, en fila, la felicitación de ministros, parlamentarios y embajadores. Al fondo de la tribuna, los rostros complacidos del Benefactor y la Prestante Dama, la orgullosa mamá.

– ¿Qué otra cosa podía ser sino el zángano, el borrachín, el violador, el badulaque, el bandido, el desequilibrado que fue? Nada de eso sabíamos yo y mis amigas del Santo Domingo cuando andábamos enamoradas de Ramfis. Tú sí lo sabrías, papá. Por eso te asustaba que fuera a verme, a antojarse de tu hijita, por eso te pusiste como te pusiste la vez que me hizo un cariño y echó un piropo. ¡Yo no entendí nada!

El inválido pestañea, dos, tres veces.

Porque, a diferencia de sus compañeras cuyos corazoncitos palpitan por Ramfis Trujillo y se inventan que lo han visto y hablado con él, que les ha sonreído y piropeado, a Urania sí le ocurrió. Durante la inauguración del magno acontecimiento que celebra los veinticinco años de la Era de Trujillo: la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, que, desde el 20 de diciembre de 1955, duraría todo el año 1956, y costaría -«Nunca se supo la cifra exacta, papá»- entre veinticinco y setenta millones de dólares, entre la cuarta parte y la mitad del presupuesto nacional. Urania tiene muy vívidas aquellas imágenes, la excitación, la sensación de maravilla que bañó al país entero con aquella feria memorable: Trujillo se festejaba a sí mismo, trayendo a Santo Domingo («A Ciudad Trujillo, perdón, papá») la orquesta de Xavier Cugat, las coristas del Lido de París, las patinadoras norteamericanas del Ice Capades, y construyendo, en los ochocientos mil metros cuadrados del recinto ferias, setenta y un edificios, algunos de mármol, alabastro y ónix, para albergar a las delegaciones de los cuarenta y dos países del Mundo Libre que acudieron, ramillete de personalidades entre las que destacaban el Presidente del Brasil, Juscelino Kubitschek, y la púrpura silueta del cardenal Francis Spellman, arzobispo de New York. Los hechos cumbre de aquella conmemoración fueron el ascenso de Ramfis, por sus brillantes servicios al país, al grado de teniente general, y la entronización de Su Graciosa Majestad Angelita I, Reina de la Feria, que llegó allí en barco, anunciada por las sirenas de toda la Marina y el repiqueteo de campanas de todas las iglesias de la capital, con su corona de piedras preciosas y su delicado vestido de gasa y encaje confeccionado en Roma por dos célebres modistas, las hermanas Fontana, que utilizaron en él cuarenta y cinco metros de armiño ruso, cuya cola tenía tres metros de largo y cuya toga imitaba la que llevó Isabel I de Inglaterra en su coronación. Entre las damitas y los pajes, con un primoroso vestido largo de organdí, guantes de seda y un puñado de rosas en la mano, entre otras niñas y jóvenes selectas de la sociedad dominicana, está Urania. Es el paje más joven de la corte de capullos que escolta a la hija de Trujillo bajo el sol triunfal, entre esa muchedumbre que aplaude al poeta y secretario de Estado de la Presidencia, don Joaquín Balaguer, cuando hace el elogio de Su Majestad Angelita I y pone a los pies de su gracia y belleza al pueblo dominicano. Sintiéndose una mujercita, Urania oye a su padre, vestido de etiqueta, leer un panegírico de los logros en estos veinticinco años, alcanzados gracias a la tenacidad, visión y patriotismo de Trujillo. Es inmensamente feliz. («Nunca volví a serlo tanto como ese día, papá.») Se cree el centro de la atención. Ahora, en el corazón de la feria, se desvela la estatua en bronce de Trujillo, de chaqué y toga académica, en la mano diplomas profesorales. De pronto -broche de oro de aquella mañana mágica- Urania descubre, a su lado, mirándola con sus ojos sedosos, a Ramfis Trujillo, en su uniforme de gran parada.

– ¿Y esta chiquilla tan linda quién es? -le sonríe el flamante teniente general. Urania siente unos dedos cálidos, delgados, levantándole el mentón-. ¿Cómo tú te llamas?

– Urania Cabral -balbucea ella, con el corazón desbocado.

«Qué linda eres, y, sobre todo, qué linda vas a ser», se inclina Ramfis, y sus labios besan la mano de la niña que escucha el alboroto, los suspiros, las bromas con que la festejan los otros pajes y damitas de Su Majestad Angelita I. El hijo del Generalísimo se ha marchado. Ella no cabe en sí de gozo. Qué dirán sus amigas cuando sepan que Ramfis, nada menos que Ramfis, la ha llamado linda, le ha cogido la mejilla y besado la mano, como a una mujercita.

– Qué disgusto te dio cuando te lo conté, papá. Qué furia. Tiene gracia ¿verdad?

Aquel enfado de su padre al enterarse de que Ramfis la había tocado, hizo sospechar a Urania por primera vez que, acaso, no todo era tan perfecto en la República Dominicana como decían todos, en especial el senador Cabral.

– Qué tiene de malo que me dijera linda y me hiciera un cariño, papá.

– Todo lo malo del mundo -eleva la voz su padre, asustándola, pues él jamás la amonesta con ese índice apodíctico sobre su cabeza-. ¡Nunca más! óyelo bien, Uranita. Si se te acerca, sal corriendo. No lo saludes, no le hables. Escapa. Es por tu bien.

– Pero, pero… -la niña está hecha un mar de confusión.

Acaban de regresar de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, ella todavía con su primoroso vestido de damita de compañía de Su Majestad Angelita I, Y su padre con el frac con el que ha pronunciado su discurso delante de Trujillo, del Presidente Negro Trujillo y los diplomáticos, ministros, invitados y millares de millares de personas que anegan las avenidas, calles y edificios embanderados de la feria. ¿Por qué se ha puesto así?

– Porque Ramfis, ese muchacho, ese hombre es… malo -su padre hace esfuerzos por no decir todo lo que quisiera-. Con las muchachas, con las niñas. No lo repitas a tus amigas del colegio. A nadie. Te lo digo a ti, porque eres mi hija. Es mi obligación. Debo cuidarte. Por tu bien, Uranita, ¿lo comprendes? Sí, para eso eres inteligente. No dejes que se te acerque, que te hable. Si lo ves, corre donde yo esté. A mi lado, no te hará nada.

No entiendes, Urania. Eres pura como un lirio, sin malicia todavía. Te dices que tu padre está celoso. No quiere que nadie más te haga cariños ni te diga linda, sólo él. Aquella reacción del senador Cabral indica que, para entonces, el apuesto Ramfis, el romántico Ramfis, ha comenzado a hacer aquellas barrabasadas con las niñas, las muchachas y las mujeres que abultarán su fama, una fama que todo dominicano, bien nacido o mal nacido, aspira a alcanzar. Gran Singador, Macho Cabrío, Feroz Fornicador. Te irás enterando a pocos, en las clases y patios del Santo Domingo, el colegio de las niñas bien, de sisters dominicas norteamericanas y canadienses, de uniforme moderno, cuyas alumnas no parecen novicias pues las visten de rosado, azul y blanco, y llevan medias gordas y zapatos de dos tonos (blanco y negro), que les dan un aire deportivo y de su tiempo. Pero, ni siquiera ellas están a salvo, cuando Ramfis sale en sus correrías, solo o con sus amigotes, en busca de hembritas por las calles, los parques, los clubs, las boites o las casas particulares de su gran feudo que es Quisqueya. ¿A cuántas dominicanas sedujo, secuestró, violó, el bello Ramfis? A las criollas no les regala Cadillacs ni abrigos de visón, como a las artistas de Hollywood, después de tirárselas o para tirárselas. Porque, a diferencia de su pródigo padre, el buen mozo Ramfis es, como doña María, un avaro. A las dominicanas se las tira gratis, por el honor de ser tiradas por el príncipe heredero, el capitán del invicto equipo de polo del país, el teniente general, el jefe de la Aviación.

De todo aquello vas sabiendo a través de los secreteos y chismografías, fantasías y exageraciones mezcladas Con realidades, que, a escondidas de las sisters, cambian las alumnas en los recreos, creyendo y no creyendo, atraída y repelida, hasta que, por fin, ocurre aquel terremoto en el colegio, en Ciudad Trujillo, porque la víctima del hijito de su papá es, esta vez, una de las muchachas más bellas de la sociedad dominicana, hija de un coronel del Ejército. La radiante Rosalía Perdomo, de largos cabellos rubios, ojos celestes, piel traslúcida, que hace de Virgen María en las representaciones de la Pasión, derramando lágrimas como una genuina Dolorosa cuando su Hijo expira. Corren muchas versiones sobre lo sucedido. Que Ramfis la conoció en una fiesta, que la vio en el Country Club, en una kermesse, que le echó el ojo en el Hipódromo, la asedió, llamó, escribió y citó, aquella tarde del viernes, luego de la hora de deportes a la que Rosalía se quedaba pues era del equipo de voleibol del colegio. Muchas compañeras la ven, a la salida -Urania no recuerda si la vio, no es imposible-, en vez de tomar la guagua del colegio, subirse al auto de Ramfis, que está a pocos metros de la puerta, esperándola. No va solo. El hijito de su papá nunca va solo, siempre lo acompañan dos o tres amigos que lo festejan, adulan, sirven y medran a su costa. Como su cuñadito, el marido de Angelita, Pechito, otro pimpollo, el coronel Luis José León Estévez. ¿Estará con ellos el hermanito menor? ¿El feíto, el brutito, el desangelado Radhamés? Seguramente. ¿Borrachos ya? ¿O se emborrachan mientras hacen lo que hacen con la dorada, la nívea Rosalía Perdomo? Sin duda, no se esperan que la niña se desangre. Entonces, se portan como caballeros. Antes, la violan. A Ramfis, siendo quien es, le corresponderá desflorar el delicioso manjar. Después, los otros. ¿Por orden de antigüedad o cercanía con el primogénito? ¿Se juegan los turnos a la suerte? ¿Cómo sería, papá? Y, en pleno cargamontón, los sorprende la hemorragia.

En vez de tirarla en una cuneta, en medio del campo, como hubieran hecho si Rosalía no fuera una Perdomo, niña blanca, rubia, rica y de respetada familia trujillista, sino una muchacha sin apellido y sin dinero, actúan con consideración. La llevan hasta la puerta del Hospital Marión, donde, ¿suerte o desgracia para Rosalía?, los médicos la salvan. También propagan la historia. Dicen que el pobre coronel Perdomo nunca se recupera de la impresión de saber que a su hija adorada Ramfis Trujillo y sus amigos la ultrajaran alegremente, entre el almuerzo y la cena, como quien mata su tiempo viendo una película. Su madre no vuelve a pisar la calle, malograda de la vergüenza y el dolor. Ni en misa se los vuelve a ver.

– ¿Eso temías, papá? -Urania persigue los ojos del inválido- ¿Que Ramfis y sus amigos me hicieran lo que a Rosalía Perdomo?

«Entiende», piensa, callándose. Su padre tiene los ojos clavados en ella; en el fondo de sus pupilas hay una súplica silenciosa: cállate, deja de escarbar esas llagas, de resucitar esos recuerdos. No tiene la menor intención de hacerlo. ¿No has venido para eso a este país al que habías jurado no volver? -sí, papá, a eso debo haber venido -dice, en voz tan baja que apenas alcanza a oírse. A hacerte pasar un mal rato. Aunque, con el ataque cerebral, tomaste tus precauciones. Arrancaste de tu memoria las cosas desagradables. ¿También lo mío, lo nuestro, lo borraste? Yo, no. Ni un día. Ni uno solo de estos treinta y cinco años, papá. Nunca olvidé, ni te perdoné. Por eso, cuando me llamabas a la Siena Heights University, o a Harvard, oía tu voz y colgaba, sin dejarte terminar. «Hijita, ¿eres tú…», clic. «Uranita, escúchame…», clic. Por eso, jamás te contesté una carta. ¿Me escribiste cien? ¿Doscientas? Todas las rompí o quemé. Eran bastante hipócritas, tus cartitas. Hablabas dando rodeos, con alusiones, no fueran a caer bajo ojos ajenos, no fueran otros a enterarse de esa historia. ¿Sabes por qué nunca pude perdonarte? Porque nunca lo lamentaste de verdad. Luego de tantos años de servir al jefe, habías perdido los escrúpulos, la sensibilidad, el menor asomo de rectitud. Igual que tus colegas. Igual que el país entero, tal vez. ¿Era ése el requisito para mantenerse en el poder sin morirse de asco? Volverse un desalmado, un monstruo como tu jefe. Quedarse frescos y contentos como el bello Ramfis después de violar y dejar desangrándose en el Hospital Marión a Rosalía.

La niña Perdomo no volvió al colegio, desde luego, pero su delicada carita de Virgen María siguió habitando las aulas, los pasillos y los patios del Santo Domingo, los chismorreos, susurros, fantasías que su desventura provocó, semanas, meses, pese a que las sisters habían prohibido que se pronunciara siquiera el nombre de Rosalía Perdomo. Pero, en los hogares de la sociedad dominicana, aun en las familias más trujillistas, ese nombre reaparecía una y otra vez, ominosa premonición, aviso de espanto, sobre todo en las casas con niñas y señoritas en edad de merecer, y la historia atizaba el miedo de que el bello Ramfis (¡que era, además, casado con la divorciada Octavia -Tantana- Ricart!) fuera de pronto a descubrir a la niña, a la muchacha, y a darse con ella una de esas fiestas de heredero consentido que celebraba de tanto en tanto con quien se le antojaba, porque ¿quién iba a tomar cuentas al hijito mayor del jefe y a su círculo de favoritos?

– Fue a raíz de Rosalía Perdomo que tu jefe mandó a Ramfis a la academia militar, en Estados Unidos, ¿no, papá?

A la Academia Militar de Fort Leavenworth, Kansas City, en 1958. Para tenerlo un par de añitos lejos de Ciudad Trujillo, donde la historia de Rosalía Perdomo, decían, había Irritado incluso a Su Excelencia. No por razones morales, sino prácticas. Este muchacho imbécil, en vez de irse empapando de los asuntos, preparándose como primogénito del Jefe, dedicaba su existencia a la disipación, al polo, a emborracharse con una corte de vagos y parásitos y hacer gracias como violar y desangrar a la niña de una de las familias más leales a Trujillo. Engreído, malcriado muchacho. ¡A la Academia Militar de Fort Leavenworth, en Kansas City!

Una risa histérica hace presa de Urania y el inválido vuelve a subsumirse, como queriendo desaparecer dentro de sí, desconcertado por esa carcajada súbita. Urania se ríe de tal modo que sus ojos se llenan de lágrimas. Se las seca con el pañuelo.

El remedio fue peor que la enfermedad. En vez de castigo, resultó un premio aquel viajecito a Fort Leavenworth del bello Ramfis.

Debió ser cómico, no, papá?: el oficialito dominicano llegaba a seguir ese curso de élite, entre una seleccionada promoción de oficiales norteamericanos, y se aparecía con galones de teniente general, decenas de condecoraciones, una larga carrera militar a cuestas (la había comenzado a los siete añitos), con un séquito de edecanes, músicos y sirvientes, un yate anclado en la bahía de San Francisco y una flotilla de automóviles. Menuda sorpresa se llevarían aquellos capitanes, mayores, tenientes, sargentos, instructores y profesores. i Llegaba a la Academia Militar de Fort Leavenworth a seguir un curso y el pájaro tropical lucía más galones y títulos de los que tuvo nunca Eisenhower. ¿Cómo tratarlo? ¿Cómo permitir que gozara de semejantes prerrogativas sin desprestigiar a la academia y al Ejército norteamericano? ¿Era posible mirar a otro lado cuando el heredero, una semana sí y otra no, escapaba de la espartana Kansas City a la bulliciosa Hollywood, donde, con su amigo Porfirio Rubirosa, protagonizaba millonarias juergas con renombradas artistas que comentaba con delirio la prensa de la farándula y el chisme? La columnista más célebre de Los Angeles, Louella Parsons, reveló que el hijo de Trujillo había regalado un Cadillac último modelo a Kim Novak y un abrigo de visón a Zsa Zsa Gabor. Un congresista demócrata calculó, en sesión de la Cámara, que aquellos regalos costaban el equivalente de la ayuda militar anual que Washington concedía graciosamente al Estado dominicano, y preguntó si ésa era la mejor manera de ayudar a los países pobres a defenderse contra el comunismo y de gastarse el dinero del pueblo norteamericano.

Imposible evitar el escándalo. En Estados Unidos, no en la República Dominicana, donde no se publicó ni dijo una palabra sobre las distracciones de Ramfis. Allá sí, porque, digan lo que digan, hay una opinión pública y una prensa libre, y los políticos son pulverizados si presentan un flanco débil. Así que, a petición del Congreso, la ayuda militar fue cortada. ¿Te acuerdas de todo eso, papá? La academia hizo saber discretamente al Departamento de Estado, y éste, aún más discretamente, al Generalísimo, que no había la más remota posibilidad de que su hijito aprobara el curso, y que, siendo su hoja de servicios tan deficiente, era preferible que se retirara, so pena de pasar por la humillación de ser expulsado de la Academia Militar de Fort Leavenworth.

– Al papacito no le gustó nada que hicieran semejante maldad al pobre Ramfis ¿no, papá? No había hecho más que echar una canita al aire y mira cómo reaccionaban los gringos puritanos. En represalia, tu jefe quiso retirar a las misiones naval y militar de Estados Unidos, y llamó al embajador para protestar. Sus asesores más íntimos, Paino Pichardo, tú mismo, Balaguer, Chirinos, Arala, Manuel Alfonso, tuvieron que hacer milagros para convencerlo de que una ruptura sería enormemente perjudicial. ¿Te acuerdas? Los historiadores dicen que fuiste uno de los que impidió que las cosas se envenenaran con Washington por las proezas de Ramfis. Lo conseguiste sólo a medias, papá. A partir de aquella época, de aquellos excesos, los Estados Unidos comprendieron que ese aliado resultaba un estorbo, que era prudente buscar algo más presentable. ¿Pero, cómo hemos terminado hablando de los hihjitos de tu jefe, papi?

El inválido sube y baja los hombros, como respondiendo: «Qué sé yo, tú sabrás cómo». ¿Entendía, entonces? No. Al menos, no todo el tiempo. El derrame no habría anulado totalmente su facultad de comprensión; la reduciría a un diez, a un cinco por ciento de lo normal. Ese cerebro limitado, empobrecido, en cámara lenta, sin duda era capaz de retener y de procesar la información que sus sentidos captaban apenas unos pocos minutos, acaso segundos, antes de nublarse. Por eso, de pronto, sus ojos, su semblante, sus gestos, como ese movimiento de hombros, sugieren que escucha, que entiende lo que le dices. Sólo por briznas, por espasmos, por iluminaciones, sin concordancia. No te hagas ilusiones, Urania. Entiende por segundos y lo olvida. No te comunicas con él. Sigues hablando sola, como todos los días desde hace más de treinta años.

No está triste ni deprimida. Se lo impide, tal vez, el sol que entra por las ventanas e ilumina los objetos con una luz vivísima, que los perfila y revela en sus detalles, delatando defectos, decoloraciones, vejeces. Qué mezquino, abandonado, viejo, es ahora el dormitorio -la casa- del otrora poderoso presidente del Senado, Agustín Cabral. ¿Cómo has terminado recordando a Ramfis Trujillo? Siempre la fascinan esos extraños encaminamientos de la memoria, las geografías que arma en función de misteriosos estímulos, de imprevistas asociaciones. Ah, si, tiene que ver con la noticia que leíste la víspera de tu salida de Estados Unidos, en The New York Times. El artículo era sobre el hermanito menor, el brutito, el feíto Radhamés. ¡Vaya noticia! Vaya final. El reportero había hecho una cuidadosa investigación. Vivía desde hacia algunos años en Panamá, en la insolvencia, dedicado a sospechosos quehaceres, nadie sabía cuáles, hasta que se esfumó. La desaparición tuvo lugar el año pasado, sin que los intentos hechos por parientes y la policía panameña -los registros efectuados en el cuartito en que vivía, en Balboa, mostraron que sus escuálidas pertenencias seguían allí- dieran la menor pista. Hasta que, por fin, uno de los carteles colombianos de la droga hizo saber, en Bogotá, con la pompa sintáctica característica de la Atenas de América, que «el ciudadano dominicano D. Radhamés Trujillo Martínez, domiciliado en Balboa, en la hermana República de Panamá, ha sido ejecutado, en un lugar innominado de las selvas colombianas, después de comprobarse inequívocamente su conducta deshonesta en el cumplimiento de sus obligaciones». The New York Times explicaba que, al parecer, el fracasado Radhamés se ganaba la vida, desde hacía años, sirviendo a la mafia colombiana. En algún lastimoso menester, sin duda, a juzgar por la modestia en que vivía; actuando de correveidile de los capitostes, alquilándoles departamentos, llevándolos y trayéndolos de hoteles, aeropuertos, casas de cita, o, acaso, sirviendo de intermediario para lavado de dinero. ¿Trató de birlarles algunos dólares, a fin de mejorar sus condiciones de vida? Como era tan escaso de sesos, lo pescaron de inmediato. Se lo llevaron secuestrado a las selvas del Darién, donde eran amos y señores. Acaso lo torturaron con la saña con que él y Ramfis torturaron y mataron, el año 59, a los invasores de Constanza, Maimón y Estero Hondo, y, en 1961, a los comprometidos en la gesta del 30 de mayo.

– Un justo final, papá -su padre, que ha estado dormitando, abre los ojos-. Quien a hierro mata, a hierro muere. Se aplicó en el caso de Radhamés, si es que murió así. Porque, nada se ha comprobado. El artículo decía también que hay quienes aseguran que era informante de la DEA, que ésta le cambió la cara y lo protege por los servicios prestados, entre los mafiosos colombianos. Rumores, conjeturas. En todo caso, vaya final el de los hijitos de tu jefe y la Prestante Dama. El bello Ramfis destrozado en un accidente automovilístico, en Madrid. Un accidente que, según algunos, fue una operación de la CIA y Balaguer para atajar al primogénito que, desde Madrid, conspiraba, dispuesto a invertir millones en recuperar el feudo familiar. Radhamés, convertido en un pobre diablo, asesinado por la mafia colombiana por tratar de robar el dinero sucio que ayudaba a lavar, o de agente de la DEA. Angelita, Su Majestad Angelita I, de la que fui damita de compañía, ¿sabes cómo vive? En Miami, rozada por las alas de la divina paloma. Es ahora una New Borri Christian. En una de esas miles de sectas evangélicas, a las que empujan la locura, la idiotez, la angustia, el miedo. Así ha terminado la reina y señora de este país. En una casa limpia y de mal gusto, de cursilería híbrida de gringo y caribeño, dedicada a labores misioneras. Dicen que se la ve, en las esquinas de Dade County, en los barrios latinos y haitianos, cantando salmos y exhortando a los transeúntes a abrir sus corazones al Señor. ¿Qué diría de todo eso el Benemérito Padre de la Patria Nueva?

El inválido vuelve a levantar y encoger los hombros, a pestañear y aletargarse. Entrecierra los párpados y se acurruca, dispuesto a echar un sueñecito.

Es verdad, nunca has sentido odio por Ramfis, Radhamés o Angelita, nada comparable al que te inspiran todavía Trujillo y la Prestante Dama. Porque, de algún modo, los tres hijitos han pagado en decadencia o muertes violentas su parte de los crímenes de la familia. Y, con Ramfis, nunca has podido evitar cierta benevolencia. ¿Por qué, Urania? Tal vez por sus crisis psíquicas, sus depresiones, sus accesos de locura, ese desequilibrio que la familia ocultó siempre, y que, luego de los asesinatos que ordenó en junio de 1959, obligaron a Trujillo a internarlo en Bélgica en un hospital psiquiátrico. En todas sus acciones, aun las más crueles, hubo en Ramfis algo caricatural, impostado, patético. Como los espectaculares regalos a las actrices de Hollywood a las que Porfirio Rubirosa se tiraba gratis (cuando no se hacía pagar por ellas). O por esa manera de estropear los planes que su padre fraguaba para él. No había sido grotesca, por ejemplo, la manera como Ramfis desbarató el recibimiento, que, para desagraviarle por el fracaso en la Academia Militar de Fort Leavenworth, le preparó el Generalísimo? Hizo que el Congreso -¿presentaste tú el proyecto de ley, papi?»- lo nombrara jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, y que, a su llegada, fuera reconocido como tal, en un desfile militar en la Avenida, al pie del obelisco. Todo estaba en orden, y las tropas formadas, aquella mañana, cuando el yate Angelita, que el Generalísimo envió a buscarlo a Miami, entró en el puerto sobre el río Ozama, y el propio Trujillo, acompañado de Joaquín Balaguer, fue a recibirlo al puerto de atraque, para conducirlo a la parada. Qué sorpresa, qué decepción, qué confusión se apoderaron del Jefe, al entrar al yate y descubrir el estado calamitoso, de nulidad babosa en que la orgía viajera había dejado al pobrecito Ramfis. Apenas se tenía de pie, incapaz de articular una frase. Su lengua floja e indócil emitía gruñidos en vez de palabras. Lucía los ojos saltados y vidriosos y las ropas vomitadas. Y aún peor que él estaban los amigotes y las mujeres que lo acompañaban. Balaguer lo decía en sus memorias: Trujillo se puso blanco, vibró de indignación. Ordenó que se cancelara el desfile militar y la juramentación de Ramfis como jefe del Estado Mayor Conjunto. Y, antes de partir, cogió una copa e hizo un brindis que quería ser una bofetada simbólica al badulaque (la borrachera le impediría enterarse): «Brindo por el trabajo, lo único que traerá prosperidad a la República».

Otro acceso de risa histérica hace presa de Urania y el inválido abre los ojos, aterrado.

– No te asustes -Urania se pone seria-. No puedo dejar de reírme, cuando imagino la escena. ¿Dónde estabas, en ese momento? Cuando tu Jefe descubría a su hijito borracho, rodeado de putas y amigotes también borrachos? ¿En la tribuna de la Avenida, vestido de frac, esperando al nuevo jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas? ¿Qué explicación se dio? ¿Se cancela el desfile por delirium tremens del general Ramfis?

Vuelve a reírse, bajo la profunda mirada del inválido. -Una familia para reír y para llorar, no para tomarla en serio -murmura Urania-. A veces sentirías vergüenza de todos ellos. Y miedo y remordimiento cuando te permitías, aunque fuera muy en secreto, esa audacia. Me gustaría saber qué hubieras pensado del final melodramático de los hijitos del jefe. O de esa historia sórdida de los últimos años de doña María Mart’ínez, la Prestante Dama, la terrible, la vengadora, la que pedía a gritos que se sacara los ojos y despellejara a los asesinos de Trujillo. ¿Sabes que terminó disuelta por la arterioesclerosis? ¿Que la codiciosa sacó a escondidas del jefe todos esos millones y millones de dólares? ¿Que tenía todas las claves de las cuentas cifradas en Suiza y que, conociéndolas, las había ocultado a sus hijitos? Con mucha razón, sin duda. Temía que le birlaran sus millones y la sepultaran en un asilo para que pasara allí sus últimos años sin fastidiarles la paciencia. Fue ella, ayudada por la arterioesclerosis, la que terminó embromándolos. Hubiera dado cualquier cosa por ver a la Prestante Dama, allá en Madrid, abrumada por las desgracias, ir perdiendo la memoria. Pero conservando, desde el fondo de su avaricia, suficiente lucidez para no revelar a sus hijitos los números de las cuentas suizas. Y por ver los esfuerzos de los pobrecitos para que la Prestante Dama, en Madrid, en casa del feíto y brutito Radhamés, o en Miami, en la de Angelita antes del misticismo, recordara dónde las había garabateado o escondido. ¿Te los imaginas, papá? Rebuscarían, abrirían, romperían, rasgarían, en busca del escondite. Se la llevaban a Miami, la devolvían a Madrid. Y nunca lo consiguieron. ¡Se fue a la tumba con el secreto! ¿Qué te parece, papá? Ramfis alcanzó a dilapidar algunos milloncitos que sacó del país en los meses que siguieron a la muerte de su padre, porque el Generalísimo, (¿fue eso verdad, papá?) se empeñó en no sacar ni un centavo del país para obligar a su familia y secuaces a morir aquí, dando la cara. Pero Angelita y Radhamés se quedaron en la calle. Y, arterioesclerosis mediante, la Prestante Dama murió pobre también, en Panamá, donde la enterró Kalil Haché, llevándola al cementerio en un taxi. ¡Legó los millones de la familia a los banqueros suizos! Para llorar o reírse a carcajadas, pero en ningún caso para tomarla en serio. ¿Verdad, papá?

Vuelve a soltar otra carcajada, que la hace lagrimear. Mientras se seca los ojos, lucha contra un esbozo de depresión que crece en su interior. El inválido la observa, acostumbrado a su presencia. Ya no parece pendiente de su monólogo.

– No creas que me he vuelto histérica -suspira-. Todavía, papá. Eso que estoy haciendo, divagar, escarbar recuerdos, no lo hago nunca. Éstas son mis primeras vacaciones en muchos años. No me gustan las vacaciones. Aquí, de niña, me gustaban. Desde que, gracias a las sisters, pude ir a la universidad en Adrian, nunca más. Me he pasado la vida trabajando. En el Banco Mundial jamás las tomé. Y, en el bufete, en New York, tampoco. No dispongo de tiempo para andar monologando sobre la historia dominicana.

Cierto, tu vida en Manhattan es agotadora. Todas sus horas están cronometradas, desde las nueve, en que entra a su despacho de Madison y la 74 Street. Para entonces, ha corrido tres cuartos de hora en Central Park si hace buen tiempo, o hecho aeróbics en el Fitness Center de la esquina al que está abonada. Su jornada es una sucesión de entrevistas, informes, discusiones, consultas, averiguaciones en el archivo, almuerzos de trabajo en el reservado del estudio o algún restaurante de los alrededores, y una tarde igualmente ocupada, que se prolonga con frecuencia hasta las ocho. Si el tiempo lo permite, regresa andando. Se prepara una ensalada y abre un yogur antes de ver las noticias en la televisión, lee un rato y se mete a la cama, tan cansada que las letras del libro o las imágenes del vidéo empiezan a bailotear antes de diez minutos. Nunca falta uno y a veces dos viajes por mes, dentro de Estados Unidos, o por América Latina, Europa y Asia; en los últimos tiempos, también Africa, donde, por fin, algunos inversores se atreven a arriesgar su dinero y para ello buscan asesoría jurídica en el bufete. Es su especialidad: el aspecto legal de las operaciones financieras de las empresas, en cualquier lugar del mundo. Una especialidad a la que ha derivado luego de trabajar muchos años en el Departamento jurídico del Banco Mundial. Los viajes son más abrumadores que las jornadas en Manhattan. Cinco, diez o doce horas volando, a México City, Bangkok, Tokio, Rawalpindi o Harare, y pasar de inmediato a dar o escuchar informes, discutir cifras, evaluar proyectos, cambiando de paisajes y de climas, del calor al frío, de la humedad a la sequedad, del inglés al japonés y al español y al urdu, al árabe y al hindi, valiéndose de intérpretes cuyas equivocaciones pueden provocar decisiones erróneas. Por eso, tener siempre los cinco sentidos alertas, un estado de concentración que la deja extenuada, de modo que, en las inevitables recepciones, apenas reprime los bostezos.

– Cuando dispongo de un sábado y domingo para mí, me quedo feliz en casita, leyendo la historia dominicana -y le parece que su padre asiente-. Una historia bastante peculiar, verdad. Pero, a mi, me descansa. Es mi manera de no perder las raíces. Pese a haber vivido allá el doble de años que aquí, no me he vuelto gringa. ¿Sigo hablando como dominicana, verdad, papá?

En los ojos del inválido ¿brilla una lucecita irónica.

– Bueno, una dominicana relativa, una de allá. Qué Se puede esperar de alguien que ha vivido más de treinta años entre gringos, que se pasa semanas sin hablar español. ¿Sabes que estaba segura de que no te vería más? Ni siquiera para enterrarte iba a venir. Era una decisión firme. Ya sé que te gustaría saber por qué la he roto. Para qué estoy aquí. La verdad, no lo sé. Fue un impulso. No lo pensé mucho. Pedí una semana de vacaciones y aquí estoy. Algo habré venido a buscar. Tal vez a ti. Averiguar cómo estabas. Sabía que mal, que, desde el derrame, ya no era posible hablar contigo. ¿Te gustaría saber qué siento? ¿Qué sentí al volver a la casa de mi niñez? ¿ Qué, al ver la ruina que eres?

Su padre de nuevo presta atención. Aguarda, con curiosidad, que ella siga. ¿Qué sientes, Urania? ¿Amargura? ¿Cierta melancolía? ¿Tristeza? ¿Un renacer de la antigua cólera? «Lo peor es que creo que no siento nada», piensa.

Suena el timbre de la puerta de calle. Queda repicando, vibrando fuerte en la ardiente mañana.

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