XIV

El Benefactor entró al despacho del doctor Joaquín Balaguer a las cinco, como lo hacía de lunes a viernes, desde que, nueve meses atrás, el 3 de agosto de 1960, tratando de evitar las sanciones de la OEA, hizo renunciar a su hermano Héctor Trujillo (Negro) y accedió a la Presidencia de la República el afable y diligente poeta y jurista que se había puesto de pie y se acercaba a saludarlo:

– Buenas tardes, Excelencia.

Después del almuerzo a los esposos Gittleman, el Generalísimo reposó media hora, se cambió -llevaba un finísimo traje de hilo blanco- y despachó asuntos corrientes con sus cuatro secretarios hasta hacía cinco minutos. Venía con la cara agestada y fue al grano, sin disimular su enojo:

– ¿Autorizó usted hace un par de semanas la salida al extranjero de la hija de Agustín Cabral?

Los ojitos miopes del pequeño doctor Balaguer pestañearon detrás de los gruesos espejuelos.

– En efecto, Excelencia. Uranita Cabral, sí. Las Dominicanas la han becado, en su universidad de Michigan. La niña debía partir cuanto antes, para unas pruebas. Me lo explicó la directora y se interesó en el asunto el arzobispo Ricardo Pittini. Pensé que ese pequeño gesto podía tender puentes con la jerarquía. Se lo expliqué todo en un memorándum, Excelencia.

El hombrecito hablaba con la suavidad bondadosa de costumbre y un esbozo de sonrisa en su cara redonda, pronunciando con la perfección de un actor de radioteatro o un profesor de fonética. Trujillo lo escudriñó, tratando de desentrañar en su expresión, en la forma de su boca, en sus ojitos evasivos, el menor indicio, alguna alusión. Pese a su infinita suspicacia, no percibió nada; claro, el Presidente fantoche era un político demasiado ducho para que sus gestos lo traicionaran.

– ¿Cuándo me envió ese memorándum?

– Hace un par de semanas, Excelencia. Luego de la gestión del arzobispo Pittini. Le decía que, como el viaje de la niña era urgente, le concedería el permiso a menos que usted tuviera objeción. Como no recibí respuesta suya, procedí. Ella tenía ya el visado de Estados Unidos.

El Benefactor se sentó frente al escritorio de Balaguer e indicó a éste que lo hiciera. En este despacho del segundo piso del Palacio Nacional se sentía bien; era amplio, aireado, sobrio, con anaqueles llenos de libros, de suelo y paredes relucientes, y el escritorio siempre pulcro. No se podía decir que el Presidente fantoche fuera un hombre elegante (¿cómo lo hubiera sido con esa fachita entallada y rellenita que hacia de él no sólo un hombre bajo sino, casi, un enano?), pero vestía con la corrección que hablaba, respetaba el protocolo, y era un trabajador infatigable para el que no existían fiestas ni horarios. Lo notó alarmado; se daba cuenta de que, dando aquel permiso a la hija de Cerebrito, podía haber cometido un grave error.

– Sólo he visto ese memorándum hace media hora -dijo, admonitorio-. Pudiera haberse extraviado. Pero, me extrañaría. Mis papeles están siempre muy ordenados. Ninguno de los secretarios lo vio hasta ahora. De modo que algún amigo de Cerebrito, temiendo que yo fuera a negar el permiso, lo traspapeló.

El doctor Balaguer puso una expresión consternada. Había adelantado el cuerpo y entreabría esa boquita de la que salían suaves arpegios y delicados trinos cuando declamaba, y, en sus arengas políticas, frases altisonantes y hasta furibundas.

– Haré una investigación a fondo, para saber quién llevó a su despacho el memorándum y a quién lo entregó. Me apresuré, sin duda. Debí hablar personalmente con usted. Le ruego que me disculpe este desliz -sus manecillas regordetas, de uñas cortas, se abrieron y cerraron, contritas-. La verdad, pensé que el asunto no tenía importancia. Usted nos indicó, en Consejo de Ministros, que la situación de Cerebrito no comprendía a la familia.

Lo hizo callar, con un movimiento de cabeza.

– Tiene importancia que alguien me escondiera ese memorándum un par de semanas -dijo, con sequedad-. En la secretaría hay un traidor o un inepto. Espero que sea un traidor, los ineptos son más dañinos.

Suspiró, algo fatigado, y se acordó del doctor Enrique Lithgow Ceara: ¿lo habría querido matar, de verdad, o se le pasó la mano? Por dos de las ventanas del despacho veía el mar; nubes de grandes barrigas blancas tapaban el sol y en la cenicienta tarde la superficie marina lucía agitada, efervescente. Grandes olas golpeaban la costa quebradiza. Aunque había nacido en San Cristóbal, lejos del mar, el espectáculo de olas espumosas y la superficie líquida perdiéndose en el horizonte era su preferido.

– Las monjas la han becado porque saben que Cabral está en desgracia -murmuró, disgustado-. Porque piensan que ahora servirá al enemigo.

– Le aseguro que no, Excelencia -el Generalísimo vio que el doctor Balaguer vacilaba al elegir las palabras-. La madre María, sister Mary, y la directora del Santo Domingo, no tienen buen concepto de Agustín. Al parecer, no se llevaba con la niña y ésta sufría en casa. Querían ayudarla a ella, no a él. Me aseguraron que es una muchacha excepcionalmente dotada para el estudio. Me apresuré firmando el permiso, lo siento. Lo hice, más que nada, tratando de suavizar las relaciones con la Iglesia. Este conflicto me parece peligroso, Excelencia, usted ya sabe mi opinión.

Volvió a callarlo, con gesto casi imperceptible. ¿Habría traicionado ya, Cerebrito? Sentirse al margen, abandonado, sin cargos, sin medios económicos, sumido en la incertidumbre ¿lo habría empujado a las filas del enemigo? Ojalá, no; era un antiguo colaborador, había prestado buenos servicios en el pasado y acaso podía prestarlos en el futuro.

– ¿Ha visto a Cerebrito?

– No, Excelencia. Seguí sus instrucciones de no recibirlo ni contestar sus llamadas. Me escribió ese par de cartas que usted conoce. Por Aníbal, su cuñado, el de La Tabacalera, sé que está muy afectado. «Al borde del suicidio», me dijo.

¿Había sido una ligereza someter a un eficiente servidor como Cabral a una prueba así, en estos momentos difíciles para el régimen? Tal vez.

– Basta de perder el tiempo con Agustín Cabral -dijo-. La Iglesia, los Estados Unidos. Empecemos por ahí. ¿Qué va a pasar con el obispo Reilly? ¿Hasta cuándo va a seguir entre las monjas del Santo Domingo, jugando al mártir?

– He hablado largamente con el arzobispo y con el nuncio, al respecto. Les insistí que monseñor Reilly debe abandonar el Santo Domingo, que su presencia allí es intolerable. Creo haberlos convencido. Piden que se garantice la integridad del obispo, que cese la campaña en La Nación, El Caribe y La Voz Dominicana. Y que pueda regresar a su diócesis de San Juan de la Maguana.

– ¿No quieren también que le ceda usted la Presidencia de la República? -preguntó el Benefactor. El solo nombre de Reilly o de Panal le hacia hervir la sangre. ¿Y si, después de todo, el jefe del SIM tenia razón? ¿Si reventaba aquel foco infeccioso de una vez?-: Abbes García me sugiere meter a Reilly y Panal en un avión de vuelta a sus países. Expulsarlos como indeseables. Lo que está haciendo Fidel Castro en Cuba con los curas y monjas españoles.

El Presidente no dijo una palabra ni hizo el menor ademán. Aguardaba, inmóvil.

– O permitir que el pueblo castigue a ese par de traidores -continuó, luego de una pausa-. La gente está ansiosa por hacerlo. Lo he visto, en las giras de los últimos días. En San Juan de la Maguana, en La Vega, apenas se contienen.

El doctor Balaguer admitió que el pueblo, si pudiera, los lincharía. Estaba resentido con esos purpurados, ingratos con alguien que había hecho por la Iglesia católica más que todos los gobiernos de la República, desde 1844. Pero, el Generalísimo era demasiado sabio y realista para seguir los consejos desatinados e impolíticos del jefe del SIM, que, de ser aplicados, traerían infaustas consecuencias a la nación. Hablaba sin apresurarse, con una cadencia que, sumada a su limpia elocución, resultaba arrulladora.

– Usted es la persona que más detesta a Abbes García dentro del régimen -lo interrumpió-. ¿Por qué?

El doctor Balaguer tenía la respuesta a flor de labios. -El coronel es un técnico en cuestiones de seguridad y presta un buen servicio al Estado -repuso-. Pero, por lo general, sus juicios políticos son temerarios. Con todo el respeto y la admiración que siento por Su Excelencia, me permito exhortarle a que deseche esas ideas. La expulsión, Y, todavía peor, la muerte de Reilly y Panal, nos traería una nueva invasión militar. Y el fin de la Era de Trujillo.

Como su tono era tan suave y cordial, y la música de sus palabras tan agradable, parecía que las cosas que el doctor Joaquín Balaguer decía no tuvieran la firmeza de juicio y la severidad que, a veces, como ahora, el minúsculo hombrecillo se permitía con el Jefe. ¿Se estaba excediendo? ¿Había sucumbido, como Cerebrito, a la idiotez de creerse seguro y necesitaba también un baño de realidad? Curioso personaje, Joaquín Balaguer. Estaba a su lado desde que, en 1930, lo mandó llamar con dos guardias al hotelito de Santo Domingo donde estaba alojado y se lo llevó a su casa por un mes, para que lo ayudara en la campaña electoral en la que tuvo como efímero aliado al líder cibaeño Estrella Ureña, de quien el joven Balaguer era ardiente partidario. Una invitación y una charla de media hora bastaron para que el poeta, profesor y abogado de veinticuatro años, nacido en el desairado pueblecito de Navarrete, se convirtiera en trujillista incondicional, en competente y discreto servidor en todos los cargos diplomáticos, administrativos y políticos que le confió. Pese a estar treinta años a su lado, la verdad, el inconspicuo personaje a quien Trujillo bautizó por eso en una época la Sombra, era todavía algo hermético para él, que se jactaba de tener un olfato de gran sabueso para los hombres. Una de las pocas certezas que abrigaba respecto a él era su falta de ambiciones. A diferencia de los otros del grupo íntimo, cuyos apetitos podía leer como en un libro abierto en sus conductas, iniciativas y lisonjas, Joaquín Balaguer siempre le dio la impresión de aspirar sólo a lo que a él se le antojaba darle. En los puestos diplomáticos en España, Francia, Colombia, Honduras, México, o en los ministerios de Educación, de la Presidencia, de Relaciones Exteriores, le pareció colmado, abrumado con esas misiones por encima de sus sueños y aptitudes, y que, por eso mismo, se esforzaba de manera denodada en cumplir bien. Pero -se le ocurrió de pronto al Benefactor- gracias a esa humildad, el pequeño vate y jurisconsulto había estado siempre en la cumbre, sin que, debido a su insignificancia, nunca pasara por períodos de desgracia, como los demás. Por eso era Presidente fantoche. Cuando, en 1957, se trató de designar un vicepresidente en la lista que encabezaba su hermano Negro Trujillo, el Partido Dominicano, siguiendo sus órdenes, eligió al embajador en España, Rafael Bonnelly. Súbitamente, el Generalísimo decidió reemplazar a ese aristócrata por el nimio Balaguer, con un argumento contundente: éste carece de ambiciones». Pero, ahora, gracias a su falta de ambiciones, este intelectual de delicadas maneras y finos discursos, era primer mandatario de la nación y se permitía despotricar contra el jefe del Servicio de Inteligencia. Habría que bajarle los humos, alguna vez.

Balaguer permanecía quieto y mudo, sin atreverse a interrumpir sus reflexiones, esperando que se dignara dirigirle la palabra. Lo hizo al fin, pero sin retomar el tema de la Iglesia:

– Siempre lo he tratado de usted ¿cierto? Es el único de mis colaboradores al que nunca he tuteado. ¿No le llama la atención?

La redonda carita se coloreó.

– En efecto, Excelencia -musitó, avergonzado-. Siempre me pregunto si no me tutea porque confía menos en mi que en mis colegas.

– Sólo en este momento me doy cuenta -añadió Trujillo, sorprendido-. Y, también, que usted nunca me dice jefe, como los demás. Pese a todos estos años juntos, para mí es usted bastante misterioso. Nunca he podido descubrirle las debilidades humanas, doctor Balaguer.

– Estoy lleno de ellas, Excelencia -sonrió el Presidente-. Pero, en vez de un elogio, parece que me lo reprochara.

El Generalísimo no estaba bromeando. Cruzó y descruzó las piernas, sin quitar a Balaguer la punzante mirada. Se pasó la mano por el bigotito mosca y los labios resecos. Lo escrutaba con obstinación.

– Hay algo inhumano en usted -monologó, como si el objeto de su comentario no estuviera presente-. No tiene los apetitos naturales en los hombres. Que yo sepa, no le gustan las mujeres, ni los muchachos. Lleva una vida más casta que la de su vecino de la avenida Máximo Gómez, el nuncio. Abbes García no le ha descubierto una querida, una novia, una cana al aire. De tal manera que la cama no le interesa. Tampoco el dinero. Apenas tiene ahorros; salvo la casita donde vive, carece de propiedades, de acciones, de inversiones, por lo menos aquí. No ha estado metido en intrigas y guerras feroces en que se desangran mis colaboradores, aunque todos intriguen contra usted. Yo tuve que imponerle los ministerios, las embajadas, la Vicepresidencia y hasta la Presidencia que ocupa. SI lo saco de aquí y lo mando a un puestecito perdido en Montecristi o Azua, se iría usted para allí, igual de contento. Usted no bebe, no fuma, no come, no corre tras las faldas, el dinero ni el poder. ¿Es usted así? ¿O esa conducta es una estrategia, con un designio secreto?

El rasurado semblante del doctor Balaguer volvió a escaldarse. Su tenue vocecita no vaciló al afirmar:

– Desde que conocí a Su Excelencia, aquella mañana de abril de 1930, mi único vicio ha sido servirlo. Desde aquel momento supe que, sirviendo a Trujillo, servía a mi país. Eso ha enriquecido mi vida, más de lo que hubiera podido hacerlo una mujer, el dinero o el poder. Nunca tendré palabras para agradecer a Su Excelencia que me haya permitido trabajar a su lado.

Bah, las lisonjas de siempre, las que cualquier trujillista menos leído hubiera dicho. Por un momento, imaginó que el menudo e inofensivo personaje le abriría su corazón, como en el confesionario, y le revelaría sus pecados, miedos, animosidades, sueños. A lo mejor no tenía ninguna vida secreta, y su existencia era la que todos conocían: funcionario frugal y laborioso, tenaz y sin imaginación, que modelaba en bellos discursos, proclamas, cartas, acuerdos, arengas, negociaciones diplomáticas, las ideas del Generalísimo, y poeta que producía acrósticos y loas a la belleza de la mujer dominicana y el paisaje de Quisqueya que engalanaban los Juegos Florales, las efemérides, los concursos de la Señorita República Dominicana y los festejos patrióticos. Un hombrecito sin luz propia, como la luna, al que Trujillo, astro solar, iluminaba.

– Ya lo sé, usted ha sido un buen compañero -afirmó el Benefactor-. Desde esa mañana de 1930, sí. Lo mandé llamar por sugerencia de mi esposa de entonces, Bienvenida. ¿Su pariente, no?

– Mi prima, Excelencia. Aquel almuerzo decidió mi vida. Me invitó usted a acompañarlo en la gira electoral, me hizo el honor de pedirme que lo presentara en los mítines de San Pedro de Macorís, la capital y de La Romana. Fue mi debut como orador político. Mi destino tomó otro rumbo, a partir de allí. Hasta entonces, mi vocación eran las letras, la enseñanza, el foro. Gracias a usted, la política tomó la delantera.

Un secretario tocó la puerta, pidiendo permiso para entrar. Balaguer consultó con la mirada y el Generalísimo lo autorizó. El secretario -traje entallado, bigotito, pelos aplastados por la gomina- traía un memorándum firmado por quinientos setenta y seis vecinos notables de San Juan de la Maguana, «para que se impida el retorno a esa prelatura de monseñor Reilly, el obispo felón». Una comisión presidida por el alcalde y el jefe local del Partido Dominicano quería entregarlo al Presidente. ¿La recibiría? Consultó de nuevo y el Benefactor asintió.

– Que tengan la bondad de esperar -indicó Balaguer-. Recibiré a esos señores cuando termine de despachar con Su Excelencia.

¿Sería Balaguer tan católico como se decía? Corrían incontables chistes sobre su soltería y la manera pía y reconcentrada que adoptaba en las misas, tedeum y procesiones; él lo había visto acercarse a comulgar con las manos juntas y los ojos bajos. Cuando se hizo la casa en que habitaba con sus hermanas, en la Máximo Gómez, contigua a la nunciatura, Trujillo hizo escribir a la Inmundicia Viviente una carta a El Foro Público burlándose de esa vecindad y preguntándose qué compadrazgos se traía el diminuto doctorcito con el enviado de Su Santidad. Por su fama de beato y sus excelentes relaciones con los curas, le encargó diseñar la política del régimen con la Iglesia católica. Lo hizo muy bien; hasta el domingo 25 de enero de 1960, en que se leyó en las parroquias la Carta Pastoral de esos pendejos, la Iglesia había sido una sólida aliada. El Concordato entre la República Dominicana y el Vaticano, que Balaguer negoció y Trujillo firmó en Roma, en 1954, resultó un formidable espaldarazo para su régimen y su figura en el mundo católico. El poeta y jurisconsulto debía sufrir con esta confrontación, que duraba ya año y medio, entre el gobierno y las sotanas. ¿Sería tan católico? Siempre defendió que el régimen se llevara bien con los obispos, curas y el Vaticano alegando razones pragmáticas y políticas, no religiosas: la aprobación de la Iglesia católica legitimaba las acciones del régimen ante el pueblo dominicano. A Trujillo no debía ocurrirle lo que a Perón, cuyo gobierno empezó a desmoronarse cuando la Iglesia le puso la puntería. ¿Tenía razón? ¿La hostilidad de esos eunucos ensotanados acabaría con Trujillo? Antes, Panal y Reilly irían a engordar tiburones al farallón.

– Voy a decirle algo que le va a complacer, Presidente -dijo, de pronto-. Yo no tengo tiempo para leer las pendejadas que escriben los intelectuales. Las poesías, las no~ velas. Las cuestiones de Estado son demasiado absorbentes. De Marrero Aristy, pese a trabajar tantos años conmigo, nunca leí nada. Ni Over, ni los artículos que escribió sobre mí, ni la Historia dominicana. Tampoco he leído las centenas de libros que me han dedicado los poetas, los dramaturgos, los novelistas. Ni siquiera las boberías de mi mujer las he leído. Yo no tengo tiempo para eso, ni para ver películas, oír música, ir al ballet o a las galleras. Además, nunca me he fiado de los artistas. Son deshuesados, sin sentido del honor, propensos a la traición y muy serviles. Tampoco he leído sus versos ni sus ensayos. Apenas he hojeado su libro sobre Duarte, El Cristo de la libertad, que me envió con dedicatoria tan cariñosa. Pero, hay una excepción. Un discurso suyo, hace siete años. El que pronunció en Bellas Artes, cuando lo incorporaron a la Academia de la Lengua. ¿Lo recuerda?

El hombrecito se había encendido todavía más. Irradiaba una luz exaltada, de indescriptible júbilo:

– «Dios y Trujillo: una interpretación realista» -murmuró, bajando los párpados.

– Lo he releído muchas veces -chilló la meliflua vocecita del Benefactor-. Me sé párrafos de memoria, como poesías.

¿Por qué esta revelación al Presidente fantoche? Era una debilidad, a las que nunca sucumbía. Balaguer podía jactarse de ello, sentirse importante. No estaban las cosas para desprenderse de un segundo colaborador en tan corto intervalo. Lo tranquilizó recordar que, acaso el mayor atributo de este hombrecillo era no sólo saber lo conveniente, sino, sobre todo, no enterarse de lo inconveniente. Esto no lo repetiría, para no ganarse enemistades homicidas entre los otros cortesanos. Aquel discurso de Balaguer lo estremeció, lo llevó a preguntarse muchas veces si no expresaba una profunda verdad, una de esas insondables decisiones divinas que marcan el destino de un pueblo. Aquella noche, al oír los primeros párrafos que, embutido en el chaqué que llevaba con su poca apostura, el nuevo académico leía en el escenario del Teatro de Bellas Artes, el Benefactor no les prestó mayor atención. (Él también vestía de chaqué, como toda la concurrencia masculina; las damas iban de traje largo y por doquier destellaban joyas y brillantes.) Aquello parecía una síntesis de la historia dominicana desde la llegada de Cristóbal Colón a la Hispaniola. Comenzó a interesarse cuando, en las palabras educadas y la elegante prosa del conferencista, fue asomando una visión, una tesis. La República Dominicana sobrevivió más de cuatro siglos -cuatrocientos treinta y ocho años a adversidades múltiples -los bucaneros, las invasiones haitianas, los intentos anexionistas, la masacre y fuga de blancos (sólo quedaban sesenta mil al emanciparse de Haití) gracias a la Providencia. La tarea fue asumida hasta entonces directamente por el Creador. A partir de 1930, Rafael Leonidas Trujillo Molina relevó a Dios en esta ímproba misión.

– «Una voluntad aguerrida y enérgica que secunda en la marcha de la República hacia la plenitud de sus destinos la acción tutelar y bienhechora de aquellas fuerzas sobrenaturales» -recitó Trujillo, con los ojos entrecerrados-. «Dios y Trujillo: he ahí, pues, en síntesis, la explicación, primero de la supervivencia del país y, luego, de la actual prosperidad de la vida dominicanas

Entreabrió los ojos y suspiró, con melancolía. Balaguer lo escuchaba arrobado, empequeñecido por la gratitud.

– ¿Cree usted todavía que Dios me pasó la posta? ¿Que me delegó la responsabilidad de salvar a este país? -preguntó, con una mezcla indefinible de ironía y ansiedad.

– Más que entonces, Excelencia -replicó la delicada y clara vocecita-.Trujillo no hubiera podido llevar a cabo la sobrehumana misión, sin apoyo trascendente. Usted ha sido, para este país, instrumento del Ser Supremo.

– Lástima que esos obispos pendejos no se hayan enterado -sonrió Trujillo-. Si su teoría es cierta, espero que Dios les haga pagar su ceguera.

Balaguer no fue el primero en asociar la divinidad a su obra. El Benefactor recordaba que, antes, el profesor de leyes, abogado y político don Jacinto B. Peynado (a quien Puso de Presidente fantoche en 1938, cuando, debido a la matanza de haitianos, hubo protestas internacionales contra su tercera reelección) colocó un gran letrero luminoso en la puerta de su casa: «Dios y Trujillo». Desde entonces, enseñas idénticas lucían en muchos hogares de la ciudad capital y del interior. No, no era la frase; eran los argumentos justificando aquella alianza lo que había sobrecogido a Trujillo como una aplastante verdad. No era fácil sentir en sus hombros el peso de una mano sobrenatural. Reeditado cada año por el Instituto Trujilloniano, el discurso de Balaguer era lectura obligatoria en las escuelas y texto central de la Cartilla Cívica, destinada a educar a escolares y universitarios en la Doctrina Trujillista, que redactó un trío elegido por él: Balaguer, Cerebrito Cabral y la Inmundicia Viviente.

– Muchas veces he pensado en esa teoría suya, doctor Balaguer -confesó-. ¿Fue una decisión divina? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?

El doctor Balaguer se mojó los labios con la punta de la lengua, antes de responder:

– Las decisiones de la divinidad son ineluctables -dijo, con unción-. Debieron tenerse en cuenta sus condiciones excepcionales de liderazgo, de capacidad de trabajo y, sobre todo, su amor por este país.

¿Por qué perdía el tiempo en estas pendejadas? Había asuntos urgentes. Sin embargo, cosa rarísima, sentía necesidad de prolongar esta conversación vaga, reflexiva, personal. ¿Por qué con Balaguer? Dentro del círculo de colaboradores, era con el que menos intimidades había compartido. No lo había invitado jamás a las cenas privadas de San Cristóbal, en la Casa de Caoba, donde corría el licor y se cometían a veces excesos. Tal vez porque, entre toda la horda de intelectuales y literatos, era el único que, hasta ahora, no lo había decepcionado. Y por su fama de inteligente (aunque, según Abbes García, circundaba al Presidente un aura sucia).

– Mi opinión sobre intelectuales y literatos siempre ha sido mala -volvió a decir-. En el escalafón, por orden de méritos, en primer lugar, los militares. Cumplen, intrigan poco, no quitan tiempo. Después, los campesinos. En los bateyes y bohíos, en los centrales, está la gente sana, trabajadora y con honor de este país. Después, funcionarios, empresarios, comerciantes. Literatos e intelectuales, los últimos. Después de los curas, incluso. Usted es una excepción, doctor Balaguer. ¡Pero, los otros! Una recua de canallas. Los que más favores recibieron y los que más daño han hecho al régimen que los alimentó, vistió y llenó de honores. Los chapetones, por ejemplo, como José Almoina o Jesús de Galíndez. Les dimos asilo, trabajo. Y de adular y mendigar pasaron a calumniar y escribir vilezas. ¿Y Osorio Lizarazo, el cojo colombiano que usted trajo? Vino a escribir mi biografía, a ponerme por las nubes, a vivir como rey, regresó a Colombia con los bolsillos repletos y se volvió antitrujillista.

Otro mérito de Balaguer era saber cuándo no hablar, cuándo volverse una esfinge ante la que el Generalísimo podía permitirse estos desahogos. Trujillo calló. Escuchó, tratando de detectar el sonido de esa superficie metálica, con líneas paralelas y espumosas, que divisaba por los ventanales. Pero no alcanzó a oír el murmullo marino, apagado por motores de automóviles.

– ¿Usted cree que Ramón Marrero Aristy traicionó? -preguntó abruptamente, tornando a la quieta presencia en participante del diálogo-. ¿Que dio a ese gringo de The New York Times información para que nos atacara?

El doctor Balaguer nunca se dejaba sorprender por esas súbitas preguntas de Trujillo, comprometedoras y peligrosas, que a otros arrinconaban. Él tenía un atajo para estas ocasiones:

– Él juraba que no, Excelencia. Con lágrimas en los ojos, sentado ahí donde está usted, me juró por su madre y todos los santos que no fue el informante de Tad Szulc.

Trujillo reaccionó con un ademán irritado:

– ¿Iba a venir aquí Marrero a confesarle que se vendió? Le pregunto su opinión. ¿Traicionó o no?

Balaguer sabía también cuándo no quedaba más remedio que lanzarse al agua: otra virtud que el Benefactor reconocía en él.

– Con dolor de mi alma, por el aprecio intelectual y personal que sentí por Ramón, creo que sí, que fue quien informó a Tad Szulc -dijo, en voz muy baja, casi imperceptible-. Las evidencias eran abrumadoras, Excelencia.

A esa misma conclusión había llegado él también. Aunque en treinta años en el gobierno -y antes, cuando era guardia constabulario, y todavía antes, de capataz de ingenios- se había habituado a no perder el tiempo mirando atrás y lamentándose o felicitándose por las decisiones ya tomadas, lo ocurrido con Ramón Marrero Aristy, ese «ignorante genial» como lo llamaba Max Henríquez Ureña, a quien llegó a tener verdadero aprecio, ese escritor e historiador al que cubrió de honores, dinero y cargos -columnista y director de La Nación y ministro de Trabajo-, y cuyos tres volúmenes de Historia de la República Dominicana costeó de su bolsillo, volvía a veces a su memoria, dejándole un sabor ceniza en la boca.

Si por alguien hubiera metido sus manos al fuego era por el autor de la novela dominicana más leída en el país y el extranjero -Over, sobre el Central Romana-, traducida incluso al inglés. Un trujillista indoblegable; como director de La Nación lo demostró, defendiendo a Trujillo y al régimen con ideas claras y aguerrida prosa. Un excelente ministro de Trabajo, que se llevó de maravilla con sindicalistas Y patronos. Por eso, cuando el periodista Tad Szulc de The New York Times, anunció que venía a escribir u nas crónicas

sobre el país, encomendó a Marrero Aristy que lo acompañara. Viajó con él por todas partes, le consiguió las entrevistas que pedía, incluida una con Trujillo. cuando Tad Szulc regresó a Estados Unidos, Marrero Aristy lo escoltó hasta Miami. El Generalísimo nunca esperó que los artículos en The New York Times fueran una apología de su régimen. Pero tampoco que estuvieran dedicados a la corrupción de «la satrapía trujillista», ni que Tad Szulc expusiera con semejante precisión datos, fechas, nombres y cifras sobre las propiedades de la familia Trujillo, y los negocios con que habían sido favorecidos parientes, amigos y colaboradores. Sólo Marrero Aristy podía haberlo informado. Estuvo seguro de que su Ministro de Trabajo no volvería a poner los pies en Ciudad Trujillo. Lo sorprendió que, desde Miami, mandara una carta al diario neoyorquino desmintiendo a Tad Szulc, y aún más que tuviera la audacia de volver a la República Dominicana. Compareció en el Palacio Nacional. Lloró que era inocente; el yanqui burló su vigilancia, conversó a ocultas con adversarios. Fue una de las pocas veces que Trujillo perdió el control de sus nervios. Asqueado con los lloriqueos, le soltó una bofetada que lo hizo trastabillar y enmudecer. Retrocedía, espantado. Lo echó a carajos, llamándolo traidor, y, cuando el jefe de los ayudantes militares lo mató, ordenó a Johnny Abbes que resolviera el problema del cadáver. El 17 de julio de 1959 el ministro de Trabajo y su chofer se deslizaron por un precipicio en la cordillera Central, cuando iban rumbo a Constanza. Se le hicieron exequias oficiales, y, en el cementerio, el senador Henry Chirinos destacó la obra política del finado, y el doctor Balaguer hizo el panegírico literario.

– A pesar de su traición, me apenó que muriera -dijo Trujíllo, con sinceridad-. Era joven, apenas cuarenta y seis años, hubiera podido dar mucho de s' 1.

– Las decisiones de la divinidad son ineluctables -repitió, sin pizca de ironía, el Presidente.

– Nos hemos apartado de los asuntos -reaccionó Trujillo-. ¿Ve alguna posibilidad de que se arreglen las cosas con la Iglesia?

– Inmediata, no, Excelencia. El diferendo se ha envenenado. Para hablarle con franqueza, me temo que irá de mal en peor si usted no ordena al coronel Abbes que La Nación y Radio Caribe moderen los ataques a los obispos. Hoy mismo he recibido una queja formal del nuncio y del arzobispo Pittini por el escarnio que hicieron ayer de monseñor Panal. ¿Lo leyó usted?

Tenía el recorte sobre su escritorio y se lo leyó al Benefactor, de manera respetuosa. El editorial de Radio Caribe, reproducido por La Nación, aseguraba que monseñor Panal, el obispo de La Vega, «antiguamente conocido por el nombre de Leopoldo de Ubrique», era fugitivo de España y fichado por la Interpol. Lo acusaba de llenar «de beatas la casa curial de La Vega antes de dedicarse a sus imaginaciones terroristas», y, ahora, «como teme una justa represalia popular se esconde detrás de beatas y mujeres patológicas con las que, por lo visto, tiene un desaforado comercio sexual».

El Generalísimo rió de buena gana. ¡Las ocurrencias de Abbes García! La última vez que se le debía haber parado la verga a ese español matusalénico sería veinte, treinta años atrás; acusarlo de tirarse a las beatas de La Vega era muy optimista; a lo más, manosearía a los monaguillos, como todos los curas arrechos y amariconados.

– El coronel a veces exagera -comentó, risueño.

– He recibido, también, otra queja formal del nuncio y de la curia -prosiguió Balaguer, muy serio-. Por la campaña lanzada el 17 de mayo en la prensa y la radio contra los frailes de San Carlos Borromeo, Excelencia.

Levantó un cartapacio azul, con recortes de titulares llamativos. «Los frailes franciscanos -capuchinos terroristas-, fabricaban y almacenaban bombas caseras en aquella iglesia. Lo habían descubierto los vecinos por el estallido casual de un explosivo. La Nación y El Caribe pedían que la fuerza pública ocupara el cubil terrorista.

Trujillo paseó una mirada aburrida sobre los recortes.

– Esos curas no tienen huevos para fabricar bombas. Atacan con sermones, a lo más.

– Conozco al abad, Excelencia. Fray Alonso de Palmira es un hombre santo, dedicado a su misión apostólica, respetuoso del gobierno. Absolutamente incapaz de una acción subversiva.

Hizo una pequeña pausa y con el mismo tono de voz cordial con que habría sostenido una charla de sobremesa, expuso un argumento que el Generalísimo había oído muchas veces a Agustín Cabral. Para volver a tender puentes con la jerarquía, el Vaticano y los curas -quienes, en su inmensa mayoría, seguían afectos al régimen por temor al comunismo ateo- era indispensable que cesara, o por lo menos amainara, esta diaria campaña de acusaciones y diatribas, que permitía a los enemigos presentar al régimen como anticatólico. El doctor Balaguer, siempre con su cortesía inalterable, mostró al Generalísimo una protesta del Departamento de Estado por el hostigamiento a las religiosas del Colegio Santo Domingo. Él había contestado explicando que la custodia policial protegía a las madres contra actos hostiles. Pero, en verdad, lo del acoso era cierto. Por ejemplo, los hombres del coronel Abbes García ponían todas las noches, con altoparlantes dirigidos al local, los merengues trujillistas de moda, de modo que las monjitas no pegaran el ojo. Lo mismo hacían, antes, en San Juan de la Maguana con la residencia de monseñor Reilly, y lo seguían haciendo en La Vega con la de monseñor Panal. Aún era posible una reconciliación con la Iglesia. Pero, esta campaña estaba llevando la crisis a la ruptura total.

– Hable con el rosacruz y convénzalo -se encogió de hombros Trujillo-. Él es el comecuras; está seguro de que ya es tarde para aplacar a la Iglesia. Que los curas quieren verme exiliado, preso o muerto.

– Le aseguro que no es así, Excelencia.

El Benefactor no le prestó atención. Escrutaba al Presidente pelele, sin decir nada, con esos ojos escarbadores que desconcertaban y asustaban. El pequeño doctor solía resistir más tiempo que otros la inquisición ocular, pero, ahora, luego de un par de minutos de estar siendo desvestido por la mirada impúdica, comenzó a delatar incomodidad: sus ojitos se abrían y cerraban sin tregua bajo los gruesos espejuelos.

– ¿Cree usted en Dios? -le preguntó Trujillo, con cierta ansiedad: lo taladraba con sus ojos fríos, exigiéndole una respuesta franca-. ¿Que hay otra vida, después de la muerte? ¿El cielo para los buenos y el infierno para los malos? ¿Cree en eso?

Le pareció que la figurita de Joaquín Balaguer se subsumía aún más, apabullada por aquellas preguntas. Y que, detrás de él, la fotografía suya -de etiqueta y tricornio con plumas, la banda presidencial terciada sobre el pecho junto a la condecoración que más lo enorgullecía, la gran cruz española de Carlos III- se agigantaba en su marco dorado. Las manecitas del Presidente fantoche se acariciaron la una a la otra mientras decía, como quien transmite un secreto:

– A veces dudo, Excelencia. Pero, hace años ya, llegué a esta conclusión: no hay alternativa. Es preciso creer. No es posible ser ateo. No en Un mundo como el nuestro. No, si se tiene vocación de servicio público y se hace política.

– Usted tiene fama de ser un beato -insistió Trujillo, moviéndose en el asiento-. Oí, incluso, que no se ha casado, ni tiene querida, ni bebe, ni hace negocios, porque hizo los votos en secreto. Que es un cura laico.

El pequeño mandatario negó con la cabeza: nada de eso era verdad. No había hecho ni haría voto alguno; a diferencia de algunos compañeros de la Escuela Normal, que se torturaban preguntándose si habían sido elegidos por el Señor para servirlo como pastores de la grey católica, él supo siempre que su vocación no era el sacerdocio, sino el trabajo intelectual y la acción política. La religión le daba un orden espiritual, una ética con que afrontar la vida. Dudaba a veces de la trascendencia, de Dios, pero nunca de la función irreemplazable del catolicismo como instrumento de contención social de las pasiones y apetitos desquiciadores de la bestia humana. Y, en la República Dominicana, como fuerza Constitutiva de la nacionalidad, igual que la lengua española. Sin la fe católica, el país caería en la desintegración y la barbarie. En cuanto a creer, él practicaba la receta de san Ignacio de Loyola, en sus Ejercícíos espirituales, actuar como si se creyera, mimando los ritos y preceptos: misas, oraciones, confesiones, comuniones. Esa repetición sistemática de la forma religiosa iba creando el contenido, llenando el vacío -en algún momento- con la presencia de Dios.

Balaguer calló y bajó los ojos, como avergonzado de haber revelado al Generalísimo los vericuetos de su alma, sus personales acomodos con el Ser Supremo.

– Si yo hubiera tenido dudas, nunca hubiera levantado a este muerto -dijo Trujillo-. Si hubiera esperado alguna señal del cielo antes de actuar. Tuve que confiar en mí, en nadie más, cuando se trató de tomar decisiones de vida o muerte. Alguna vez me pude equivocar, por supuesto.

El Benefactor advertía, por la expresión de Balaguer, que éste se preguntaba de qué o de quién estaba hablándole. No le dijo que tenía en la memoria la cara del doctorcito Enrique Lithgow Ceara. Fue el primer urólogo que consultó -recomendado por Cerebrito Cabral como una eminencia-, cuando se dio cuenta que le costaba trabajo orinar. A comienzos de los años cincuenta, el doctor Marión, luego de operarlo de una afección periuretral, le aseguró que nunca más tendría molestias. Pero, pronto recomenzaron esas incomodidades con la orina. Después de muchos análisis y de un desagradable tacto rectal, el doctor Lithgow Ceara, poniendo una cara de puta o de sacristán untuoso, y vomitando palabrejas incomprensibles para desmoralizarlo («esclerosis uretral perineal», «uretrografías», «prostatitis acinosa») formuló aquel diagnóstico que le costaría caro:

– Debe encomendarse a Dios, Excelencia. La afección en la próstata es cancerosa.

Su sexto sentido le hizo saber que exageraba o mentía. Se convenció de ello cuando el urólogo exigió una operación inmediata. Demasiados riesgos si no se extirpaba la próstata, podía producirse metástasis, el bisturí y un tratamiento químico le prolongarían la vida algunos años. Exageraba y mentía, porque era un médico chambón o un enemigo. Que pretendía adelantar la muerte del Padre de la Patria Nueva, lo supo a cabalidad cuando trajo desde Barcelona a una eminencia. El doctor Antonio Puigvert negó que tuviera cáncer; el crecimiento de esa maldita glándula, debido a la edad, se podía aliviar con drogas y no amenazaba la vida del Generalísimo. La prostatectomía era innecesaria. Trujillo dio esa misma mañana la orden y el ayudante militar teniente José Oliva se encargó de que el insolente Lithgow Ceara desapareciera por el muelle de Santo Domingo con su ponzoña y su mala ciencia. ¡A propósito! El Presidente pelele no firmaba aún el ascenso de Peña Rivera a capitán. Descendió de la existencia divina al pedestre del pago de servicios a uno de los rufiancillos más hábiles reclutados por Abbes García.

– Me olvidaba -dijo, haciendo un ademán de disgusto con su propia cabeza-. No ha firmado usted la resolución de ascenso a capitán por méritos excepcionales del teniente Peña Rivera. Hace una semana que le hice llegar el expediente, con mi visto bueno.

La redonda carita del Presidente Balaguer se avinagró y su boca se contrajo; sus manitas se crisparon. Pero, se sobrepuso y volvió a adoptar la postura serena de costumbre.

– No la firmé porque creí conveniente comentar este ascenso con usted, Excelencia.

– No hay comentario que hacer -lo cortó el Generalísimo, con aspereza-. Usted ha recibido instrucciones. ¿No eran claras?

– Desde luego que sí, Excelencia. Le ruego que me escuche. Si mis razones no lo convencen, firmaré el ascenso del teniente Peña Rivera de inmediato. Aquí lo tengo, listo para la rúbrica. Por lo delicado, me pareció preferible comentárselo personalmente.

Sabía muy bien las razones que iba a exponerle Balaguer y comenzaba a irritarse. ¿Lo creía, esta insignificancia, demasiado envejecido o cansado, para atreverse a desobedecer una orden suya? Disimuló su disgusto y lo escuchó, sin interrumpirlo. Balaguer hacía prodigios de retórica para que las cosas que decía parecieran, gracias a las mullidas palabras y a la educadísima tonalidad, menos temerarias. Con todo el respeto del mundo se permitía aconsejar a Su Excelencia que reconsiderara la decisión de ascender, por méritos excepcionales además, a alguien como el teniente Víctor Alicinio Peña Rivera. Tenía un currículum tan negativo, tan manchado de acciones reprobables -acaso injustamente- que este ascenso sería utilizado por los enemigos, en Estados Unidos sobre todo, como una recompensa por la muerte de las hermanas Minerva, Patria y María Teresa Mirabal. Aunque la justicia estableció que las hermanas y su chofer murieron en un accidente carretero, en el extranjero se presentaba como un asesinato político, ejecutado por el teniente Peña Rivera, jefe del SIM en Santiago al ocurrir la tragedia. El Presidente se permitía recordar el escándalo armado por los adversarios cuando, por orden de Su Excelencia, el 7 de febrero del presente año autorizó, mediante decreto presidencial, que se cediera al teniente Peña Rivera la finca de cuatro hectáreas y la casa expropiada por el Estado a Patria Mirabal y su esposo por actividades subversivas. El griterío aún no cesaba. Los comités instalados en Estados Unidos seguían haciendo gran revuelo, exhibiendo aquella donación de tierras y de la casa de Patria Mirabal al teniente Peña Rivera, como pago por un crimen. El doctor Joaquín Balaguer exhortaba a Su Excelencia a no dar un nuevo pretexto a los enemigos para que repitieran que prohijaba a asesinos y torturadores. Aunque, sin duda, Su Excelencia lo recordaba, se permitía señalarle, además, que el lugarteniente preferido del coronel Abbes García, no sólo estaba asociado, en las campañas calumniosas de los exiliados, a la muerte de las Mirabal. También al accidente de Marrero Aristy y a supuestas desapariciones. En estas circunstancias, resultaba imprudente premiar al teniente de esa manera pública. ¿Por qué no de manera discreta, con compensaciones económicas, o algún cargo diplomático en un país alejado?

Al callar, se frotó de nuevo las manos. Pestañeaba, inquieto, intuyendo que su cuidadosa argumentación no serviría, y temiendo una reprimenda. Trujillo refrenó la cólera que borboteaba en su interior.

– Usted, Presidente Balaguer, tiene la suerte de ocuparse sólo de aquello que la política tiene de mejor -dijo, glacial-. Leyes, reformas, negociaciones diplomáticas, tramsformaciones sociales. Así lo ha hecho treinta y un años. Le tocó el aspecto grato, amable, de gobernar. ¡Lo envidio! Me hubiera gustado ser sólo un estadista, un reformador. Pero, gobernar tiene una cara sucia, sin la cual lo que usted hace sería imposible. ¿Y el orden? ¿Y la estabilidad? ¿Y la seguridad? He procurado que usted no se ocupara de esas cosas ingratas. Pero, no me diga que no sabe cómo se consigue la paz. Con cuánto sacrificio y cuánta sangre. Agradezca que yo le permitiera mirar al otro lado, dedicarse a lo bueno, mientras yo, Abbes, el teniente Peña Rivera y otros teníamos tranquilo al país para que usted escribiera sus poemas y sus discursos. Estoy seguro que su aguda inteligencia me entiende de sobra.

Joaquín Balaguer asintió. Estaba pálido.

– No hablemos más de cosas ingratas -concluyó el Generalísimo-. Firme el ascenso del teniente Peña Rivera, que se publique mañana en La Gaceta Oficial, y hágase llegar una felicitación de su puño y letra.

– Así lo haré, Excelencia.

Trujillo se pasó la mano por la cara, porque creyó que le venía un bostezo. Falsa alarma. Esta noche, respirando por las ventanas abiertas de la Casa de Caoba la fragancia de los árboles y las plantas, y divisando la miríada de estrellas en un cielo negro como el carbón, acariciaría el cuerpo de una muchacha desnuda, cariñosa, un poco intimidada, con la elegancia de Petronio, el Arbitro, e iría sintiendo nacer la excitación entre sus piernas, mientras sorbía los juguitos tibios de su sexo. Tendría una larga y sólida erección, como las de antaño. Haría gemir y gozar a la muchacha y gozaría él también, y de este modo borraría el mal recuerdo de ese esqueletito estúpido.

– Revisé la lista de los detenidos que el gobierno va a poner en libertad -dijo, con un tono más neutro-. Salvo ese profesor de Montecristi, Humberto Meléndez, no hay objeción. Proceda. Cite a las familias en el Palacio Nacional, el jueves en la tarde. Se reunirán allí con los liberados.

– Comenzaré los trámites de inmediato, Excelencia.

El Generalísimo se puso de pie e indicó al Presidente pelele, que iba a imitarlo, que siguiera sentado. No se iba aún. Quería desentumecer las piernas. Dio unos pasos frente al escritorio.

– ¿Aplacará esta nueva liberación de presos a los yanquis? -monologó-. Lo dudo. Henry Dearborn sigue alentando conspiraciones. Hay otra en camino, según Abbes. Hasta Juan Tomás Díaz está metido.

El silencio que escuchó a su espalda -lo escuchó, como una presencia pesada y pegajosa- lo sorprendió. Se revolvió en el acto para mirar al Presidente fantoche: ahí estaba, inmóvil, observándolo con su expresión beatífica. No se tranquilizó. Esas intuiciones nunca le habían mentido. ¿Podía ser que esta microscópica humanidad, este pigmeo, supiera algo?

– ¿Ha oído usted de esta nueva conspiración?

Lo vio negar, con enérgicos movimientos de cabeza.

– Lo hubiera reportado en el acto al coronel Abbes García, Excelencia. Como he hecho siempre que llega a mí cualquier rumor subversivo.

Dio dos o tres pasos más, frente al escritorio, sin decir palabra. No, si había uno entre todos los hombres del régimen, incapaz de verse envuelto en un complot, era el circunspecto Presidente. Sabía que sin Trujillo no existiría, que el Benefactor era la savia que le daba vida, que sin él se esfumaría de la política para siempre jamás.

Fue a pararse frente a uno de los amplios ventanales. En silencio, observó largamente el mar. Las nubes habían cubierto el sol y la grisura del cielo y el aire tenía unos celajes plateados; el agua azul oscura reverberaba a trozos. Un barquito surcaba la bahía, rumbo a la desembocadura del río Ozama; un pesquero, habría terminado la faena y regresaba a atracar. Iba dejando una estela de espuma y, aunque a esta distancia no podía verlas, adivinó a las gaviotas chillando y aleteando sin cesar. Anticipó con alegría el paseo de hora y media que daría, después de saludar a su madre, por la Máximo Gómez y la Avenida, oliendo el aire salado, arrullado por las olas. No olvidar tirarle las orejas al jefe de las Fuerzas Armadas por ese desagüe roto en la puerta de la Base Aérea. Que Pupo Román metiera la nariz en ese charco pútrido, a ver si nunca más se encontraba con un espectáculo tan asqueroso en la puerta de una guarnición.

Salió del despacho del Presidente joaquín Balaguer, sin despedirse.

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