Deseé la luz entonces como un hombre hambriento desea un trozo de carne, y por fin arriesgué la Garra. O quizá debería decir que ella me arriesgó a mí; pues yo no parecía ser dueño de mi mano, que se metió en el hueco de la bota y la cogió.
En seguida cedió el dolor, y brotó una cascada de luz celeste. El alboroto se redobló cuando los desgraciados habitantes del lugar, viendo el resplandor, temieron que un nuevo terror iba a caer sobre ellos. Volví a meter la gema en la bota y cuando la luz dejó de ser visible comencé a tantear en busca de Jonas.
No estaba inconsciente en contra de lo que yo había supuesto; yacía retorciéndose a unos veinte pasos de donde habíamos descansado. Lo traje de nuevo a cuestas (encontrándolo sorprendentemente ligero) y cubriendo a ambos con mi capa le puse la Garra en la frente.
En poco tiempo se incorporó sentándose. Le dije que descansara, que lo que había estado con nosotros en la cámara de la prisión ya se había ido.
Él se movió y murmuró: —Tenemos que activar los compresores antes de que el aire se vicie.
—Está bien —le dije—. Todo está bien, Jonas. —Me despreciaba a mí mismo por hablarle como si fuera el más pequeño de los aprendices, como años antes el maestro Malrubius me había hablado a mí.
Algo duro y frío me tocó la muñeca, moviéndose como si estuviera vivo. Lo toqué, y era la mano de acero de Jonas; después de un momento, me di cuenta de que había estado tratando de agarrarme la mano.
—¡Siento peso! —La voz se le elevaba más y más.— Han de ser sólo las luces. —Se volvió. Oí el sonido metálico y la mano que rascaba la pared. Jonas comenzó a hablar consigo mismo en un lenguaje nasal y monosilábico que yo no entendía.
Me atreví entonces a sacar la Garra otra vez y volví a tocarlo. Estaba medio apagada, como cuando la habíamos examinado esa misma tarde, y Jonas no mejoró. Pero con el tiempo pude calmarlo. Al fin, mucho después de que el resto de la estancia quedara en silencio, nos echamos a dormir.
Cuando desperté, las débiles lámparas estaban ardiendo de nuevo, aunque de alguna manera yo me daba cuenta de que afuera todavía era de noche, o como mucho la primera hora de la mañana.
Jonas yacía junto a mí, todavía dormido. Tenía un corte largo en la túnica, y vi el lugar donde el fuego azul lo había quemado. Recordando la mano cercenada del hombre mono, me cercioré de que nadie nos observaba y empecé a pasar la Garra por la quemadura.
A la luz centelleaba más vívidamente que la tarde anterior; y aunque la cicatriz negra no desaparecía, pareció hacerse más estrecha, y la carne de los lados menos inflamada. Para llegar hasta el extremo inferior de la herida, levanté un poco la ropa. Cuando metí la mano, oí una nota leve: la gema había chocado contra metal. Retirando más la ropa, vi que la piel de mi amigo terminaba tan abruptamente como la hierba en donde asoma una piedra grande, dando paso a una plata reluciente.
Al principio pensé que era una armadura, pero pronto vi que no. Se trataba más bien de metal que sustituía a la carne, como el metal que hacía las veces de mano derecha. Hasta dónde llegaba no lo vi, y no quise tocarle las piernas para no despertarlo.
Volví a esconder la Garra y me levanté. Y como quería estar solo y pensar durante unos momentos, me separé de Jonas y caminé hacia el centro de la estancia. El lugar ya había sido bastante extraño el día anterior, cuando todo el mundo estaba despierto y activo. Ahora parecía más extraño aún, una sala fea y desigual, salpicada de irregulares rincones y aplastada por un techo bajo. Con la esperanza de que el ejercicio animara mis pensamientos (como hace a menudo), decidí pasear a lo largo y a lo ancho de la estancia, sin hacer ruido para no despertar a quienes dormían.
No había recorrido cuarenta pasos cuando vi un objeto que me pareció completamente fuera de lugar en medio de tanta gente andrajosa y de tanto jergón de lona sucia. Era un pañuelo de mujer de buena tela y de color de albaricoque. El perfume era indescriptible. No reconocí ninguna fruta ni flor de las que crecen en Urth, pero me pareció delicioso.
Estaba doblando esta hermosura para meterla en mi esquero, cuando oí una voz infantil que decía: —Trae mala suerte, muy mala suerte, ¿no lo sabes?
Me volví, y vi una niñita de cara pálida y chispeantes ojos de medianoche, demasiado grandes para ella, y le pregunté: —¿Qué trae mala suerte, señorita?
—Guardar lo que se encuentra. Después vienen a buscarlo. ¿Por qué llevas esas ropas negras?
—Son fulíginas, que es un color más oscuro que el negro. Estira la mano y te lo enseñaré. ¿Ves cómo desaparece cuando paso sobre ella el borde de mi capa?
Movió solemnemente la cabeza, que aunque pequeña parecía demasiado grande para los hombros que la sostenían.
—Los enterradores visten de negro. ¿Eres enterrador? Cuando enterraron al navegante hubo carros negros y gente vestida de negro que paseaba. ¿Has visto alguna vez un entierro como ése?
Me puse en cuclillas para mirarle de más cerca la cara solemne.
—Nadie viste de fulígino en los funerales, señorita, para no ser confundido con gente de mi gremio, lo que sería una infamia para el muerto en la mayoría de los casos. Bueno, aquí está el pañuelo. ¿No te parece bonito? ¿A esto le llamas una cosa encontrada?
Asintió con un gesto.
—Ellos se dejan los látigos, y lo que hay que hacer es sacarlos fuera empujándolos por debajo de las puertas. Porque después vendrán a llevarse sus cosas. —Sus ojos ya no se fijaban en los míos. Estaban mirando la cicatriz que me cruzaba la mejilla derecha.
Yo la toqué.
—¿Éstos son los látigos? ¿Quiénes hacen esto? Vi una cara verde.
—Y yo también. —Reía con notas de campanilla.— Pensé que iba a comerme.
—Ahora no pareces muy asustada.
—Mamá dice que las cosas que se ven en la oscuridad no quieren decir nada. Son diferentes casi todas las veces. Lo que hacen daño son los látigos, pero ella me tuvo detrás, entre ella y la pared. Tu amigo se está despertando. ¿Por qué pones esa cara rara?
(Recordé haber estado riendo con otras personas. Tres eran hombres jóvenes; dos, mujeres de mi propia edad. Guiberto me pasó un látigo de pesada empuñadura y tralla de cobre trenzado. Lollian estaba preparando la oropéndola, que daría vueltas sobre una cuerda larga.)
—¡Severian! —Era Jonas, y fui de prisa hacia él. Me alegro de que estés aquí —dijo, cuando me agaché a su lado—. Yo… pensé que te habrías ido.
—Era casi imposible hacerlo, ¿recuerdas?
—Sí —dijo—, ahora lo recuerdo. ¿Sabes cómo le llaman a este lugar, Severian? Me lo dijeron ayer. Es la antesala. Veo que ya lo sabías.
—No.
—Hiciste un gesto con la cabeza.
—Me acordé del nombre cuando tú lo pronunciaste, y supe que así se llamaba. Yo… creo que Thecla estuvo aquí. A ella no le pareció un lugar raro como prisión, tal vez porque fue la única que había visto, antes de conocer nuestra torre, pero a mí sí me lo parece. Creo que son más prácticas las celdas individuales, o por lo menos varias habitaciones. Tal vez sea sólo un prejuicio.
Jonas se incorporó trabajosamente hasta que estuvo sentado con la espalda contra la pared. Tenía la cara pálida bajo la piel morena y le brillaba con la transpiración mientras decía: —¿No te imaginas cómo este lugar llegó a ser lo que es? Mira a tu alrededor.
Lo hice, y sólo vi lo que había visto antes: la extensa estancia, de luces tenues.
—Esto fue una suite, quizá varias, probablemente. Han tirado las paredes y han puesto en todas partes un suelo uniforme sobre los antiguos. Estoy seguro que es lo que llamábamos un techo rebajado. Si levantaras uno de esos paneles, verías encima la estructura original.
Me puse de pie y probé; pero aunque llegaba con la punta de los dedos a los paneles rectangulares, no alcanzaba a ejercer mucha presión sobre ellos. La niñita, que estaba observando a una distancia de unos diez pasos y escuchando, estoy seguro, cada palabra nuestra, dijo:
—Álzame y lo haré.
Corrió hacia nosotros. La tomé por la cintura y me di cuenta que podía levantarla fácilmente sobre mi cabeza. Durante unos segundos apretó los brazos pequeños contra el trozo de techo encima de ella, que cedió hacia arriba, soltando una lluvia de polvo. A hi, allá vi una red de finas barras metálicas, y a través de ellas un techo abovedado con muchas moldura, N pinturas desconchadas que representaban nube, y aves. Los brazos de la niña se aflojaron; el panel vivió a hundirse soltando más polvo, y mi visión se interrumpió.
Dejé a la niña en el suelo y me volví hacia Jonas.
—Tienes razón. Hay un techo antiguo encima de éste, que correspondía a una habitación mucho más pequeña. ¿Cómo lo sabías?
—Porque hablé con esas personas. Ayer. —Levantó las manos, la de hierro y también la de carne, y pareció que iba a frotarse la cara con ellas.— Echa a la niña, ¿quieres?
Le dije a la niña que se fuera con su madre, aunque sospecho que se limitó a cruzar la estancia, volviendo después a lo largo de la pared hasta un punto desde donde podía escucharnos.
—Siento como si estuviera despertando —dijo Jonas—. Creo que dije ayer que temía volverme loco. Creo que tal vez me esté volviendo cuerdo, y eso es tan malo o peor. — Había estado sentado sobre el jergón de lona donde habíamos dormido. Ahora se dejó caer sobre la pared, parecido a un cadáver que vi más tarde con la espalda contra un árbol.— Yo leía mucho a bordo. Una vez leí una historia. No creo que sepas nada de ella. Aquí han transcurrido muchas quilíadas.
Le dije:
—Supongo que no.
—Había tanta diferencia, pero también tanta semejanza con esto. Pequeñas y extrañas costumbres y usos… algunas no tan pequeñas. Instituciones extrañas. Pedí el barco y ella me dio otro libro.
Todavía transpiraba, y pensé que estaba desvariando. Utilicé el trapo con el que limpiaba la hoja de mi espada para secarle la frente.
—Señores hereditarios y subordinados hereditarios, toda clase de extraños funcionarios. Lanceros de largos y blancos bigotes. —Por un instante asomó el fantasma de una vieja y divertida sonrisa.— El Caballero Blanco está resbalando por el atizador. Mantiene muy mal el equilibrio, como le dijo el cuaderno del rey.
En el extremo más apartado de la estancia hubo cierto revuelo. Los prisioneros que habían estado durmiendo o hablando en voz baja en pequeños grupos se incorporaban e iban hacia allí. Jonas pareció dar por sentado que yo también iría, y me agarró el hombro con la mano izquierda, débilmente, como con mano de mujer.
—Nada de eso empezó así. —La voz trémula creció de repente.— Severian, el rey era elegido en el Campo de Ceremonias. Los reyes nombraban a los condes. A eso le llamaban la edad de las tinieblas. Un barón no era más que un hombre libre de Lombardía.
La niñita que yo había levantado hasta el techo apareció como brotada de la nada y nos llamó: —Hay comida. ¿No vais a venir? —Y yo me puse de pie y dije:— Traeré algo para nosotros. Quizá te ayude a ponerte mejor.
—Aquello echó raíces. Todo se prolongó por demasiado tiempo. —Mientras yo caminaba hacia la multitud, le oí decir:— El pueblo no lo sabía.
Los prisioneros volvían con pequeñas hogazas de pan bajo el brazo. Cuando llegué, la muchedumbre era menos compacta, y vi que las puertas estaban abiertas. Detrás, en el corredor, un asistente con mitra de gasa blanca almidonada vigilaba cerca de un carro de plata. En realidad, los prisioneros salían de la antesala y daban la vuelta alrededor de este hombre. Yo los seguí, y por un momento tuve la impresión de que me habían puesto en libertad. La ilusión se esfumó pronto. A ambos extremos del corredor había unos hastarii que cerraban la salida, y otros dos cruzaban sus armas ante la puerta que conducía al Pozo del Carillón Verde.
Alguien me tocó el brazo, y al volverme vi a la canosa Nicarete.
—Tienes que conseguir algo —me dijo—, si no para ti, al menos para tu amigo. Nunca traen bastante.
Asentí con un gesto, y extendiendo el brazo sobre un grupo de cabezas alcancé a coger un par de pegajosas hogazas.
—¿Cuántas veces nos dan de comer?
—Dos al día. Ayer llegasteis justo después de la segunda comida. Todo el mundo trata de no tomar demasiado, pero nunca hay suficiente.
—Esto son pastelitos —dije—. Las puntas de mis dedos estaban cubiertas de una capa de merengue con sabor a limón, mirística y cúrcuma.
La vieja asintió con la cabeza.
—Siempre son pastelitos, aunque varían de un día a otro. Ese birrete de plata contiene café, y en la bandeja inferior del carrito hay tazas. A la mayoría de los aquí encerrados no les gusta y no lo beben. Imagino que algunos ni siquiera lo conocen.
Ya habían desaparecido todos los pastelitos, y los últimos prisioneros, excepto Nicarete y yo, habían vuelto a entrar en la estancia de techo bajo. Tomé una taza de la bandeja inferior y la llené. El café era muy fuerte, caliente y negro, y muy endulzado con lo que me pareció miel de tomillo.
—¿No vas a bebértelo?
—Voy a dárselo a Jonas. ¿Les importará que me lleve la taza?
—No lo creo —dijo Nicarete, pero mientras hablaba sacudió la cabeza señalando a los soldados.
Ellos habían adelantado las lanzas en posición de guardia, y las puntas afiladas ardían con un fuego más vivo. Volví con ella a la antesala, y las puertas se cerraron detrás de nosotros.
Recordé que el día antes Nicarete me había dicho que se encontraba allí por su propia voluntad, y le pregunté si sabía por qué alimentaban a los prisioneros con pastelitos y café del sur.
—Tú ya lo sabes —dijo—. Lo oigo en tu voz.
—No. Pero creo que Jonas lo sabe.
—Quizá sí. Pues nadie piensa que esta prisión sea realmente una prisión. Hace tiempo (creo que antes del reinado de Ymar) era costumbre que el mismo Autarca juzgara a cualquiera que hubiese cometido algún delito dentro de la Casa Absoluta. Quizá los autarcas pensaban que escuchando tales casos se enterarían de lo que se tramaba contra ellos, o quizá sólo esperaban que tratando con justicia a los del círculo inmediato apagarían los odios y desarmarían los celos. Los casos importantes se zanjaban con rapidez, pero en los menos graves se enviaba a los delincuentes a este lugar a que esperaran…
Las puertas que poco antes se habían cerrado se estaban abriendo de nuevo. Un hombre pequeño, harapiento, desdentado, fue empujado dentro. Cayó de bruces, se incorporó y se echó a mis pies. Era Hethor.
Como cuando habíamos llegado Jonas y yo, los prisioneros se amontonaron alrededor de Hethor, levantándolo y gritando preguntas. Nicarete, a quien pronto se le unió Lomer, los apartó y le pidió a Hethor que se identificara. Él se quitó la gorra (recordándome la mañana de nuestro primer encuentro sobre la hierba del Cruce de Ctesifon) y me dijo: — Soy el esclavo de mi maestro, el que viene de lejos, el de la cara gas… gastada, soy Hethor, agobiado de polvo y doblemente abandonado —no dejando de mirarme todo el rato con ojos desorbitados y brillantes, como las ratas pelonas de la chatelaine Lelia, que corrían en círculos y se mordían el rabo obedeciendo a una palmada.
Tanto me repugnaba mirarlo, y tan preocupado estaba por Jonas, que en seguida me fui y volví al lugar donde habíamos dormido. La imagen de una rata temblorosa de carne gris era todavía vívida cuando me senté; luego, como si ella misma hubiera recordado que sólo era una imagen tomada de los recuerdos muertos de Thecla, se desvaneció como el pez de Domnina.
—¿Algo va mal? —preguntó Jonas. Parecía encontrarse un poco más fuerte.
—Los pensamientos me inquietan.
—Mala cosa para un torturador, pero me alegro de tu compañía.
Le puse los dulces en el regazo y le alcancé la taza.
—Café de la ciudad, y sin pimienta. ¿Es así como te gusta?
Asintió, cogió la taza y sorbió.
—¿Tú no bebes? —Ya tomé el mío allí. Cómete el pan. Es muy bueno.
Sacó un pedazo de una de las hogazas.
—Tengo que hablarle a alguien, de manera que tienes que ser tú, aunque pensarás que soy un monstruo cuando haya acabado. Tú también eres un monstruo, ¿lo sabes, amigo Severian? Eres un monstruo porque tienes por profesión lo que casi todos hacen sólo por entretenimiento.
—Estás cubierto de metal, y no sólo tu mano. Lo sé desde hace tiempo, monstruoso amigo Jonas. Ahora cómete el pan y bébete el café. Creo que hasta dentro de unas ocho guardias no volverán a traernos comida.
—Chocamos. Había pasado tanto tiempo, allí en Urth, que ya no había puerto cuando regresamos, ni muelle. Después perdí la mano, y la cara. Mis compañeros de a bordo me repararon todo lo bien que pudieron, pero ya no quedaban partes, sólo material biológico. —Con la mano de hierro, que yo había tenido por poco más que un garfio, levantó la de carne y hueso como si fuera un trozo de porquería.
—Tienes fiebre. El látigo te hizo daño, pero te recuperarás y saldremos y encontraremos a Jolenta.
Jonas asintió.
—Cuando nos acercábamos al final de la Puerta de la Piedad, ¿recuerdas cómo, en medio de aquella confusión, ella volvió la cabeza y el sol le dio en la mejilla?
Le dije que sí.
—Nunca antes he amado, nunca, desde que nuestra tripulación se dispersó.
—Si no tienes ganas de comer, tendrías que descansar.
—Severian —me agarró el hombro como lo había hecho antes, pero esta vez con la mano de hierro, fuerte como un torno—, tienes que hablarme, no puedo soportar la confusión de mis propios pensamientos.
Por algún tiempo le hablé de cuanto se me ocurría, sin que él me interrumpiese. Después me acordé de Thecla, que a menudo había soportado la misma opresión, y de cómo yo le leía algo. Sacando el libro marrón, lo abrí al azar.