Aunque nos encontrábamos al aire libre, donde tan fácilmente se pierden los sonidos contra la inmensidad del cielo, yo alcanzaba a oír el ruido metálico que producía Calveros mientras fingía luchar con sus ataduras. Entre el público había conversaciones que también podía oír —una sobre la obra, que descubría en ella significaciones que yo nunca había imaginado y que, a mi parecer, el doctor Tales nunca había pretendido; y otra sobre cierto pleito que a alguien que hablaba con la entonación arrastrada de un exultante le parecía seguro que el Autarca juzgaría incorrectamente. Al dar yo la vuelta al tomo del potro, dejando caer el trinquete con un clac satisfactorio, me aventuré a mirar de reojo a los espectadores.
No estaban siendo utilizadas más de diez sillas, aunque detrás y a ambos lados de la zona de asientos había personajes altos de pie. También había unas cuantas mujeres con vestidos de cortesanas muy parecidos a los que yo había visto una vez en la Casa Azur, vestidos con escotes muy bajos y faldas hasta los pies, frecuentemente abiertas o realzadas con paños de encaje. Los tocados eran sencillos, pero adornados con flores, joyas o larvas de luminoso brillo.
La mayoría de los asistentes parecían ser hombres, y por momentos aumentaban en número. Muchos eran tan altos o más que Vodalus. Permanecían de pie envueltos en sus capas, como si tuvieran frío en el tibio aire primaveral. Unos petasos de ala ancha y copa baja les ensombrecían las caras.
Las cadenas de Calveros cayeron ruidosamente, y Dorcas gritó para que yo supiera que se había soltado. Me volví hacia él y di un paso atrás, sacando del soporte de la pared la antorcha más cercana, para que no se acercase. La antorcha goteó y el aceite de su cuenco estuvo a punto de ahoga la llama, que volvió a animarse cuando el azufre y las sales minerales que el doctor Talos había adherido con goma alrededor empezaron a arder.
El gigante fingía la locura que le exigía el papel. El áspero cabello le caía sobre los ojos, y detrás de esa cortina le ardían con tal intensidad que yo llegaba a verlos. La boca le colgaba fláccida, chorreando saliva, y dejaba ver unos dientes amarillos. Unos brazos dos veces más largos que los míos se extendieron hacia mí.
Lo que me asustaba —y admito que estaba asustado, y que en vez de la antorcha metálica hubiera deseado de corazón tener Terminus Esi en las manos— era lo que sólo puedo llamar la expresión debajo de la falta de expresión de la cara, y que estaba allí como el agua negra que a veces vislumbramos moviéndose bajo el hielo cuando el río se congela. Calveros había descubierto que disfrutaba terriblemente de ser como era ahora, y cuando lo encaré advertí por vez primera que no estaba fingiendo locura en el escenario, sino cordura y la apagada humildad que la acompaña. Entonces me pregunté cuánto habría influido en la redacción de la obra, aunque la explicación era tal vez que el doctor Talos había comprendido a su paciente mejor que yo.
Por supuesto que no teníamos que aterrorizar a los cortesanos del Autarca como habíamos aterrorizado a los campesinos. Calveros me arrebataría la antorcha, fingiría quebrarme la espalda, y pondría fin a la escena. Pero no lo hizo. No sé si estaba tan loco como pretendía o si verdaderamente estaba furioso contra nuestro público, cada vez más numeroso. Quizá las dos explicaciones sean correctas.
Sea lo que fuere, me arrancó la antorcha y se volvió hacia el público, blandiéndola de modo que el aceite ardiente voló alrededor en una lluvia de fuego. La espada con que poco antes había amenazado el cuello de Dorcas estaba a mis pies, e instintivamente me agaché a cogerla. Cuando volví a enderezarme, Calveros estaba en medio del público. La antorcha se había apagado y la agitaba como un mazo.
Alguien disparó una pistola. Aunque el proyectil le quemó el vestido, pareció que no había dado en el cuerpo. Varios exultantes habían desenvainado sus espadas y alguno — no veía quién— tenía esa arma que era la más rara de todas, un sueño. Se movía como el humo de los tirios, pero mucho más rápido, y en un momento envolvió al gigante. Pareció entonces que todo el pasado y mucho de lo que nunca había sido se cerraban alrededor de Calveros: una mujer canosa brotó junto a él, un bote pesquero quedó flotando justo encima de su cabeza, y un viento frío azotó las llamas que lo envolvían.
Pero esas visiones, que según se dice dejan a los soldados aturdidos e inermes, una carga para la causa, no parecieron afectar a Calveros, que siguió avanzando y abriéndose paso con la antorcha.
Entonces, en el instante siguiente en que estuve mirando (pues pronto me recobré lo suficiente como para huir de esa descabellada refriega) vi que varias figuras echaron a un lado las capas y —según me pareció— también las caras. Debajo de esas caras, que cuando ya no las llevaban puestas parecían de un tejido tan insustancial como los nótulos, había tales monstruosidades que yo nunca hubiera imaginado que pudieran tener existencia: una boca circular bordeada de dientes como agujas, ojos que eran mil ojos, imbricados como las escamas de una piña, mandíbulas como tenazas. Estas cosas quedaron en mi memoria como queda todo lo demás, y las he visto otra vez ante mí en las oscuras guardias de la noche. Cuando al fin me levanto y me vuelvo hacia las estrellas y las nubes empapadas de luna, me alegro mucho de haber visto sólo aquellas más próximas a nuestras candilejas.
Ya he dicho que huí. Pero el rato en que me demoré recogiendo Terminus Est y observando la descabellada carga de Calveros, estuvo a punto de costarme caro; cuando me volví para poner a salvo a Dorcas, ella había desaparecido.
Huí entonces, no tanto de la furia de Calveros, o de los cacógenos que había entre el público, o de los pretorianos del Autarca (presentía que acudirían pronto), sino para buscar a Dorcas. Corría y la llamaba, pero no encontraba más que las arboledas, fuentes y pozos abruptos de aquel interminable jardín; y por último, encorvado y con las piernas doloridas, aminoré el paso.
Me resulta imposible reflejar en el papel toda la amargura que sentí entonces. Encontrar a Dorcas y perderla tan pronto me parecía más de lo que podía soportar. Las mujeres creen —o al menos fingen que creen— que toda la ternura que sentimos por ellas viene del deseo; que las amamos cuando llevamos algún tiempo sin gozarlas, y que las despreciamos cuando estamos saciados, o para decirlo con más precisión, exhaustos. Una idea equivocada, aunque se la pueda presentar como verdadera. Cuando el deseo nos vuelve rígidos tendemos a fingir una gran ternura esperando satisfacer ese deseo; pero de hecho en ningún otro momento somos tan proclives a tratar brutalmente a las mujeres, ni es tan improbable que sintamos alguna emoción profunda excepto una. Mientras erré por los jardines anochecidos no sentí ninguna necesidad física de Dorcas (aunque no la había gozado desde que durmiéramos en la fortaleza de los dimarchi, más allá del Campo Sanguinario), porque había vaciado mi virilidad una y otra vez en Jolenta en el bote nenúfar. Pero si hubiera encontrado a Dorcas la hubiera cubierto de besos; y por Jolenta, que había empezado a disgustarme, ya sentía un cierto afecto.
No aparecieron Dorcas ni Jolenta, ni vi soldados apresurados, ni siquiera a quienes habían venido a entretenerse con nosotros. Parecía claro que el tiaso había sido confinado en alguna parte de los dominios, y yo me encontraba lejos de esa parte. Todavía hoy no estoy seguro de la extensión de la Casa Absoluta. Hay planos, pero incompletos y contradictorios. No hay en cambio planos de la Segunda Casa, e incluso el Padre Inire me dice que hace tiempo que ha olvidado muchos de sus misterios. Vagando por esos estrechos pasillos no he encontrado lobos blancos, pero sí escaleras que conducen a cúpulas bajo el río y trampas que se abren sobre lo que parecen bosques vírgenes. (Algunas de esas trampas están marcadas sobre la tierra con estelas de mármol ruinosas y medio invadidas de vegetación y otras, no.) Luego de cerrar esas trampas, y habiendo vuelto de mala gana a una atmósfera artificial, todavía mezclada con olores vegetales y de descomposición, me he preguntado a menudo si no habrá algún pasadizo que llegue a la Ciudadela. El viejo Ultan insinuó en cierta ocasión que los estantes de la biblioteca se extendían hasta la Casa Absoluta. ¿Qué es eso sino decir que la Casa Absoluta se extiende hasta los estantes de la biblioteca? Hay partes de la Segunda Casa que no son distintas a los pasillos ciegos en los que busqué a Triskele; quizá son los mismos pasillos, aunque en ese caso corrí un riesgo mayor del que suponía.
De estas especulaciones que pueden corresponder o no a los hechos, yo no tenía la menor idea en aquella época. Suponía, en mi inocencia, que los márgenes de la Casa Absoluta, que tanto en el espacio como en el tiempo se extendían mucho más allá de lo que pudiera adivinar quien no estuviese avisado, eran límites estrictos; y que me acercaba a ellos, o pronto me estaría acercando, o ya los había dejado atrás. Y así anduve toda esa noche, encaminándome hacia el norte guiado por las estrellas. Y mientras andaba, reexaminé mi vida como muy a menudo he evitado hacerlo mientras esperaba el momento de dormir. De nuevo Drotte, Roche y yo nadábamos bajo el Torreón de la Campana en la fría y húmeda cisterna; de nuevo sustituía el duende de juguete de Josefina con la rana robada; de nuevo extendía el brazo para agarrar la empuñadura del hacha que hubiera acabado con el gran Vodalus y salvado a Thecla, aún no recluida en prisión; de nuevo vi correr la cinta carmesí por debajo de la puerta de Thecla, a Malrubius inclinándose sobre mí, a Jonas desvaneciéndose por el infinito entre las dimensiones. De nuevo jugaba con guijarros en el patio junto a la derribada muralla, mientras Thecla esquivaba los cascos de la guardia montada de mi padre.
Mucho después de haber visto la última balaustrada, seguía temiendo a los soldados del Autarca; pero después de algún tiempo en que ni tan siquiera vislumbré una patrulla distante, los fui despreciando, creyendo que su ineficacia era parte de esa desorganización general que tan a menudo había observado en la Comunidad. Presentía que, con mi ayuda o sin ella, Vodalus destruiría seguramente a tales chapuceros, y que incluso podría hacerlo ya, si tan sólo se decidiera a golpear.
Y, sin embargo, el andrógino de la túnica amarilla, que conocía la contraseña de Vodalus y recibió el mensaje como si lo esperara, era sin duda el Autarca, el señor de esos soldados y de hecho de toda la Comunidad en tanto ésta reconocía a un señor. Thecla lo había visto frecuentemente; esos recuerdos de Thecla eran ya los míos propios, y se trataba de él. Si Vodalus ya había ganado, ¿por qué seguía escondido? ¿O es que Vodalus no era más que una criatura del Autarca? (Y si era así, ¿por qué se refería Vodalus al Autarca como si él fuera un servidor?) Traté de convencerme de que todo lo que había pasado en la sala del cuadro y en el resto de la Segunda Casa había sido un sueño; pero sabía que no, y que ya no tenía el eslabón.
Pensando en Vodalus me acordé de la Garra, que el mismo Autarca me había instado a devolver a la orden de sacerdotisas llamadas las Peregrinas. La saqué de la bota. Ahora la luz era suave; no destellaba como en la mina de los hombres mono, ni estaba apagada como cuando Jonas y yo la examinamos en la antecámara. Aunque la tenía en la palma de la mano, me parecía ahora un gran estanque de aguas azules, más puro que la cisterna, mucho más puro que el Gyoll, en el que podía sumergirme… aunque entonces estaría, de alguna manera incomprensible, sumergiéndome hacia araba. Era a la vez reconfortante e inquietante, así que guardé otra vez la Garra, y seguí caminando.
El amanecer me sorprendió en un estrecho sendero que se perdía en un bosque más suntuoso en su descomposición que incluso el de las afueras de la Muralla de Nessus. Los frescos arcos de helechos faltaban aquí, pero unas enredaderas de dedos carnosos se aferraban como hetairas a las enormes caobas y los árboles de lluvia, convirtiendo las largas ramas en nubes de verde flotante y haciendo caer ricas cortinas salpicadas de flores. Arriba cantaban aves desconocidas para mí, y un mono que, a no ser por sus cuatro manos, podía haber pasado por un hombre de barba roja y cara arrugada, llegó a espiarme desde una horcadura tan alta como la aguja de una torre. Cuando ya no podía seguir caminando, encontré un lugar seco y sombrío entre raíces gruesas como pilares, y me envolví en mi capa.
Con frecuencia he tenido que perseguir el sueño, como si fuese la más esquiva de las quimeras, mitad leyenda y mitad aire. Ahora él saltaba sobre mí. No bien cerré los ojos, volví a encararme con el gigante enloquecido. Esta vez tenía conmigo Terminus Est, pero no parecía más que una varilla. No estábamos en un escenario, sino sobre un estrecho parapeto. A un lado ardían las antorchas de un ejército. Al otro, un abismo se abría sobre un lago extenso que a la vez era y no era el estanque azul de la Garra. Calveros levantó la antorcha terrible y yo, de algún modo, me había convertido en la figura infantil que había visto debajo del mar. Presentía que las mujeres gigantes no podían estar lejos. El mazo descendió golpeando.
Era la mitad de la tarde, y una caravana de hormigas rojas como llamas avanzaba por mi pecho. Después de caminar durante dos o tres guardias entre el pálido follaje de ese bosque noble pero sentenciado, desemboqué en un sendero más ancho, y una guardia más tarde (cuando las sombras se prolongaban) me detuve, husmeé el aire, y descubrí que el olor que había detectado era sin duda de humo. Para entonces estaba muerto de hambre y me adelanté corriendo.