Al salir de la tienda del vidente levanté la mirada hacia el sol. El horizonte occidental ya había recorrido más de medio camino cielo arriba; en una guardia o menos me tocaría hacer mi aparición. Agia se había ido, y toda esperanza de darle alcance se había desvanecido en el frenético período en que había estado corriendo de un extremo a otro de la feria; sin embargo, me había tranquilizado el vaticinio del hombre verde, que yo interpreté en el sentido de que Agia y yo nos encontraríamos de nuevo antes de morir uno de los dos, y el pensamiento de que, así como ella había venido a ver cómo sacaban a la luz a Barnoch, del mismo modo podría venir a presenciar las ejecuciones de Morwenna y del ladrón de ganado.
Estuve ocupado con estas especulaciones al comenzar mi camino de regreso a la posada. Pero antes de llegar a la habitación que Jonas y yo compartíamos, vinieron a sustituirlas los recuerdos de Thecla y de mi ascenso a oficial, despertados ambos por la necesidad de quitarme mis prendas profanas y vestirme de fulígino, como los de mi gremio. Tal era el poder de asociación que podían ejercer el atuendo, aún colgado en las perchas y fuera de mi vista, y Terminus Est, aún escondida bajo el colchón.
Mientras todavía me ocupaba de Thecla, solía entretenerme en descubrir que era capaz de prever gran parte de su conversación, sobre todo del comienzo, por el tipo de regalo que yo portaba al entrar en la celda. Si era, por ejemplo, un manjar robado de la cocina que a ella le gustaba, provocaría la descripción de una comida en la Casa Absoluta, y el tipo de alimento que yo traía determinaba incluso la clase de comida descrita: si se trataba de carne, una cena deportiva con el griterío y el trompeteo que acompañan a la captura de una pieza y que ascendían del matadero situado por debajo y una prolongada charla sobre podencos, halcones y leopardos de caza; si de dulces, un festín privado que una de las grandes chatelaines ofrece a unos pocos amigos, deliciosamente íntimo y salpicado de chismorreo; si de fruta, una fiesta en la penumbra de un jardín del amplio parque de la Casa Absoluta con la iluminación de mil antorchas y animada por la intervención de malabaristas, actores, bailarines y fuegos artificiales.
Comía lo mismo de pie que sentada, y recorría en tres zancadas la celda de un extremo a otro con el plato en la mano izquierda al tiempo que gesticulaba con la derecha.
—¡Así, Severian, suben todos ellos al cielo lleno de sonidos de campanas, produciendo una lluvia de chispas verdes y magenta, y los cartuchos estallan como truenos!
Pero su pobre mano era incapaz de indicar el ascenso de los cohetes más allá de su cabeza alzada, pues el techo no era mucho más alto que ella.
—Pero creo que te estoy aburriendo. Cuando me trajiste estos melocotones hace un momento parecías muy contento, y ahora no sonríes. Es que me hace bien recordar aquí esas cosas. Cómo las disfrutaré cuando vuelva a verlas.
Claro que no me aburría. Lo que pasaba es que me entristecía verla, tan confinada, joven todavía y de una terrible belleza…
Jonas estaba sacando Terminus Est cuando entré en la habitación. Me eché una copa de vino.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó.
—¿Y tú? Después de todo, es tu primera vez.
Se encogió de hombros.
—Lo mío es sólo traer y llevar cosas. ¿Ya lo has hecho antes? Me extrañó por lo joven que pareces.
—Sí, lo he hecho antes, pero nunca a una mujer.
—¿Crees que es inocente?
Me estaba quitando la camisa; cuando tuve los brazos libres me sequé la cara con ella y sacudí la cabeza.
—Estoy seguro de que no. Bajé a hablar con ella anoche. La tienen encadenada al borde del agua, donde las moscas son tan malignas. Ya te lo conté.
Jonas se volvió hacia el vino, y su mano metálica sonó al llegar a la copa.
—Me dijiste que era bella y que su pelo era negro como…
—…como el de Thecla. Pero Morwenna lo tiene lacio y el de Thecla era rizado.
—Como el de Thecla, a quien pareces haber querido como yo quiero a tu amiga Jolenta. Te confieso que tuviste mucho más tiempo de enamorarte que yo. Y me dijiste que su marido y el niño habían muerto de alguna enfermedad, debida quizás al agua en mal estado. El marido era bastante mayor que ella.
Dije: —Creo que de tu edad.
—Y había una mujer mayor que también lo había querido, y ahora estaba atormentando a la prisionera.
—Sólo con palabras. —En el gremio, sólo los aprendices llevan camisa. Me puse los pantalones y después la capa (que era de color fulígino, más oscuro que el negro) alrededor de los hombros desnudos.— A los clientes que, como ella han sido expuestos por la autoridad comúnmente se los lapida. Cuando los vemos están magullados y es frecuente que hayan perdido unos dientes. A veces tienen huesos rotos. Las mujeres han sido violadas.
—Dices que es hermosa. Quizá la gente piense que es inocente. Quizá se apiaden de ella.
Tomé Terminus Est, la desenfundé y dejé caer la vaina blanda.
—Los inocentes tienen enemigos. Ellos la temen.
Salimos juntos.
Cuando había entrado antes en la posada, tuve que abrirme paso a empujones entre la turba de bebedores. Ahora se apartaban para dejarme pasar. Yo iba con mi máscara y llevaba al hombro, desenvainada, Terminus Est. En el exterior, los sonidos de la feria se fueron silenciando a medida que avanzábamos hasta que no hubo más que un susurro, como si camináramos en medio de un desierto de hojas.
Las ejecuciones se llevarían a cabo en el centro mismo de las atracciones, donde ya se había congregado una densa multitud. Junto al cadalso se encontraba un pope vestido de rojo con un pequeño formulario en la mano. Era un hombre de edad, como la mayoría de ellos. Junto a él esperaban los dos prisioneros rodeados por los hombres que se habían llevado a Barnoch. El alcalde vestía la túnica oficial de color amarillo y llevaba una cadena de oro.
Es costumbre antigua que no utilicemos los peldaños (pero en el patio ante la Torre de la Campana he visto al maestro Gurloes ayudarse de la espada para saltar al cadalso). Aunque es muy posible que entre los presentes yo fuera el único que conocía esa tradición, no quise romperla entonces, y un gran rugido, como la voz de una bestia, se elevó de la multitud cuando subí de un salto, la capa ondeando en torno a mí.
—Increado —leyó el pope—, sabemos que quienes aquí perecerán no son a tus ojos peores que nosotros. Tienen las manos manchadas de sangre. Nosotros también.
Examiné el tajo. Los que se utilizan sin pasar por la supervisión personal del gremio son notoriamente malos: «Anchos como una banqueta, espesos como un tonto, y cóncavos, es la receta». Éste cumplía a maravilla las dos primeras condiciones del proverbio; pero por merced de la Sacra Katharine era ligeramente convexo, y aunque parecía seguro que la madera, dura hasta la idiotez, embotaría el filo masculino de mi espada, yo tenía la fortuna de tener ante mí un sujeto de cada sexo, de modo que podría utilizar un filo en condiciones con cada uno.
—…sea tu voluntad que, cuando llegue la hora, hayan purificado sus espíritus de modo que merezcan tu favor. Nosotros, que entonces deberemos encontrarnos con ellos, aunque hoy derramemos su sangre…
Abrí las piernas y me apoyé sobre la espada como si dominara completamente la ceremonia, aunque en verdad no sabía quién había sacado la cinta corta.
—Tú, héroe que destruirá el negro gusano que devora el sol; tú, ante quien el cielo se abre como una cortina; tú, cuyo aliento abrasará al vasto Erebus, a Abata y a Escila, que se revuelcan bajo la ola; tú, que igualmente habitas en la cáscara de la más diminuta semilla en el más lejano bosque, la semilla que ha rodado hasta la oscuridad donde ningún hombre ve.
La mujer Morwenna estaba subiendo los peldaños precedida del alcalde y seguida por un hombre que la empujaba con un espetón de hierro. Alguien en la multitud lanzó una proposición obscena.
—…ten piedad de quienes no tuvieron piedad. Ten piedad de nosotros, que ahora no la tendremos.
El pope había terminado y le tocaba al alcalde.
—Del modo más odioso y contra la naturaleza…
La voz era alta, muy diferente tanto de la voz con que hablaba normalmente como del tono retórico que había utilizado en la alocución delante de la casa de Barnoch. Tras unos momentos en que no atendí a lo que decía (pues buscaba a Agia entre la muchedumbre), me chocó comprobar que el alcalde estaba atemorizado. Tendría que asistir de cerca a todo cuanto se hiciera a ambos prisioneros. Sonreí, aunque mi máscara lo ocultaba.
—…del respeto a tu sexo. Pero se te quemará la mejilla derecha y la izquierda, se te quebrarán las piernas y se te separará la cabeza del cuerpo.
(Esperé que hubieran tenido la sensatez suficiente de recordar que haría falta un brasero de carbón.)
—Por el poder conferido por la justicia suprema a mi brazo indigno, con la condescendencia del Autarca, cuyos pensamientos son la música de sus súbditos, paso a declarar… paso a declarar…
Lo había olvidado. Yo le susurré las palabras: «que tu hora ha llegado».
—Paso a declarar que tu hora ha llegado, Morwenna.
«Si tienes alguna súplica para el Conciliador, dila en tu corazón.»
—Si tienes alguna súplica para el Conciliador, dila.
«Si tienes consejos para los hijos de las mujeres, después no habrá voz para impartirlo.»
El alcalde estaba recuperando el aplomo, y lo captó todo: —Si tienes consejos para los hijos de las mujeres, no habrá después voz para impartirlos.
Con nitidez, aunque no en voz alta, Morwenna dijo: —Sé que la mayoría de vosotros me cree culpable. Soy inocente. Yo nunca haría esas cosas horribles de que me habéis acusado.
La muchedumbre se acercó para oírla.
—Muchos de vosotros sois testigos de que quise a Stachys. Quise al hijo que Stachys me dio.
Mi mirada captó una mancha de color negro purpúreo en la intensa luz solar de primavera. Era un ramo de rosas trenódicas como los que cargan los mudos en los funerales. La mujer que lo llevaba era Eusebia, con quien me encontré cuando atormentaba a Morwenna a la orilla del río. Mientras la miraba, ella respiró con arrebato el perfume de las rosas y se valió de los espinosos tallos para abrirse camino entre la multitud. Ahora estaba al pie del cadalso.
—Son para ti, Morwenna. Muere antes de que se marchiten.
Golpeé con la punta de mi espada las planchas de madera pidiendo silencio, Morwenna dijo: —El buen hombre que me leyó las plegarias, y que me ha hablado antes de ser traída aquí, rogó que te perdonara si yo alcanzaba la suma felicidad antes que tú. Nunca estuvo en mi poder conceder una plegaria, pero lo hago ahora. Te perdono.
Eusebia estaba a punto de volver a hablar, pero la hice callar con una mirada. Junto a ella, un hombre que sonreía mostrando una dentadura incompleta saludó, y con cierto sobresalto reconocí a Hethor.
—¿Estás preparado? —Me preguntó entonces Morwenna.— Yo lo estoy.
Jonas acababa de colocar un cubo con carbón al rojo sobre el cadalso. De él sobresalía lo que presumiblemente era el mango de un hierro convenientemente inscrito; pero no había ninguna silla. Miré al alcalde intentando que comprendiese.
Fue igual que si hubiera mirado un poste. Por fin, dije: —¿Tenemos una silla, señoría?
—Envié por una a dos hombres. Y por algo de cuerda.
—¿Cuándo? —La muchedumbre comenzaba a removerse y a murmurar.
—Hace unos momentos.
La tarde anterior él me había asegurado que todo estaría a punto, pero ahora parecía fuera de lugar recordárselo. Desde entonces sé que no hay nadie tan propenso a ponerse nervioso en el cadalso como un funcionario rural. Se encuentra dividido entre el deseo ardiente de ser el centro de la atención (un lugar que en una ejecución le está vedado) y el temor bastante justificado de no tener la capacidad y la formación que le permitan comportarse adecuadamente. El más cobarde de los clientes que sube los peldaños con la certeza de que han de arrancarle los ojos, se comportará mejor en diecinueve de cada veinte ocasiones. Se puede confiar más incluso en una tímida cenobita, que no está habituada a los sonidos de los hombres y siempre parece a punto de echarse a llorar.
Alguien gritó: —¡Acabad ya!
Miré a Morwenna. De cara famélica y piel clara, sonrisa pensativa y ojos grandes y oscuros, era el tipo de prisionero capaz de despertar en la muchedumbre sentimientos de compasión totalmente indeseables.
—Podríamos sentarla en el tajo —le dije al alcalde. No pude privarme de añadir—: De todos modos, es más adecuado como asiento.
—No hay nada con qué atarla.
Ya me había permitido una observación de más, así que evité darle mi opinión sobre quienes exigen que los prisioneros estén atados.
En lugar de eso, puse Terminus Est de plano detrás del tajo, senté a Morwenna, levanté los brazos en el antiguo saludo, tomé el hierro en mi mano derecha, y agarrándole las muñecas con mi izquierda, administré la marca en ambas mejillas; después levanté el hierro candente, que aún estaba casi blanco. El grito de dolor hizo callar por un instante a la multitud, que ahora rugía.
El alcalde se enderezó y pareció convertirse en otro hombre.
—Haz que la vean. —dijo.
Había estado esperando evitarlo, pero ayudé a Morwenna a levantarse. Con su mano derecha en la mía, como si participáramos en alguna danza rural, hicimos un recorrido breve y formal de la plataforma. Hethor no cabía en sí de alegría, y aunque traté de no prestarle atención, oí que se jactaba de ser conocido mío. Eusebia ofreció a Morwenna el ramo de flores diciendo: —Eh, toma, pronto vas a necesitarlas.
Cuando hubimos completado una vuelta miré al alcalde, y después de la pausa inevitable mientras se preguntaba por el motivo de la demora, recibí la señal de continuar.
Morwenna musitó: —¿Terminará pronto?
—Ya casi ha terminado. —Ya la había sentado sobre el tajo y estaba cogiendo mi espada.— Cierra los ojos. Intenta recordar que casi todo el que ha vivido ha muerto, incluso el Conciliador, que se levantará como el Sol Nuevo.
Cayeron sus párpados, pálidos y de largas pestañas, y no vio la espada levantada. El destello de acero hizo callar de nuevo a la multitud, y cuando los siseos se apagaron, hice caer el plano de la hoja sobre sus muslos; además del ruido blando de la carne, se oyó el claro crujido de los fémures como el crac, crac de los golpes de izquierda-derecha de un campeón de boxeo. Por un instante Morwenna permaneció erecta sobre el tajo, desmayada aunque sin caer; en ese instante di un paso atrás y le seccioné el cuello de un tajo limpio y horizontal, mucho más difícil de dominar que cuando se golpea hacia abajo.
Para ser sincero, hasta que no vi brotar la sangre y oí el golpe sordo de la cabeza en la plataforma no supe que había consumado el trabajo. Sin darme cuenta, había estado tan nervioso como el alcalde.
Ése es el momento en que, también por tradición antigua, se relaja la acostumbrada dignidad del gremio. Yo quería reír y saltar. El alcalde me sacudía el hombro y me farfullaba como yo deseaba farfullar; no conseguí oírlo que dijo: seguramente alguna feliz tontería. Levanté la espada y tomando la cabeza por el cabello la levanté también y paseé por el cadalso. Esta vez no fue una sola vuelta, sino que la repetí hasta tres o cuatro veces. Se había levantado una brisa que me manchó de escarlata la máscara, el brazo y el pecho desnudo. La multitud gritaba las inevitables bromas: «¿Quieres cortarle el pelo a mi mujer (o marido) también?» «Media medida de salchichas cuando hayas acabado.» «¿Me puedo quedar con su sombrero?»
Yo les reía las bromas y amagaba lanzarles la cabeza, cuando alguien me tiró del tobillo. Era Eusebia, y supe en seguida que tenía esa urgente necesidad de hablar que había observado a menudo entre los clientes de nuestra torre. Los ojos le chispeaban excitados y retorcía el rostro intentando atraer mi atención, de modo que parecía simultáneamente mayor y más joven que antes. No entendía lo que me gritaba y me incliné hacia ella.
—¡Era inocente, era inocente!
No era el momento para explicar que yo no había sido el juez de Morwenna, así que me limité a asentir.
—¡Me quitó a Stachys! ¡A mí! Ahora ha muerto. ¿Lo entiendes? Después de todo era inocente, pero me alegro.
Volví a asentir y di otra vuelta al cadalso mostrando la cabeza.
—¡Fui yo quien la mató —gritó Eusebia—, no tú!
Le dije en voz alta: —¡Como gustes!
—¡Era inocente! La conocía… era muy meticulosa. Tenía que haber guardado algo… ¡un veneno para ella! Tenía que haber muerto antes de que la cogierais.
Hethor la agarró del brazo y me señaló: —¡He ahí mi maestro! ¡El mío! ¡Mi propio maestro!
—Así que fue otra persona. O quizá una enfermedad…
Yo grité: —¡Sólo al Demiurgo pertenece toda justicia! —La multitud seguía alborotada, aunque ya había callado un poco.
—Pero ella me robó a mi Stachys, y ahora ha desaparecido. —Más alto que nunca, añadió—: ¡Es maravilloso! ¡Ha desaparecido! —Y luego hundió la cara en el ramo de flores como para cargarse los pulmones del empalagoso perfume de las rosas. Dejé caer la cabeza de Morwenna en la cesta que estaba esperándola y limpié la hoja de mi espada con la franela escarlata que me tendió Jonas. Cuando vi de nuevo a Eusebia, yacía sin vida tendida en medio de un círculo de mirones.
Entonces no me detuve a pensarlo; supuse que en el exceso de alegría le había fallado el corazón. Luego, por la tarde, el alcalde hizo que el ramo fuera examinado por un boticario, quien entre los pétalos encontró un potente aunque sutil veneno que no pudo identificar. Supongo que Morwenna debió de tenerlo en la mano al subir los escalones, y que lo dejó caer entre las flores cuando tras aplicarle el hierro di una vuelta con ella por el cadalso.
Permíteme que haga una pausa en este punto y te hable como una mente a otra, aunque quizá nos separe un abismo de eones. Aunque lo que ya he escrito (desde la puerta cerrada hasta la feria de Saltos) abarca la mayor parte de mi vida de adulto y lo que queda por registrar no comprende más que algunos meses, siento que todavía no he llegado ni a la mitad de mi relato. Para que no ocupe una biblioteca tan grande como la de Ultan, pasaré por alto (te lo digo sencillamente) muchas cosas. He mencionado la ejecución de Agilus, el hermano gemelo de Agia, porque es importante para mi historia, y la de Morwenna por las circunstancias poco corrientes que la rodearon. Ya no describiré otras, aunque tengan cierto interés especial. Si gozas con el dolor y la muerte, te seré de poca satisfacción. Baste decir que ejecuté las operaciones prescritas con el ladrón de ganado, que culminaron en su ejecución; en lo futuro, cuando describa mis viajes, has de entender que practiqué los misterios de nuestro gremio donde resultaba beneficioso hacerlo, aunque no menciono las ocasiones concretas.